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Medina, la del Campo

Víctor Balaguer i Cirera





Otro suceso, de que merece hablarse, recuerda también el castillo de La Mota.

Prisionero se hallaba en él, y en su torre del homenaje, aquel famoso César Borgia, duque de Valentinois, hijo del papa Alejandro VI, que tanto ruido metió en el mundo y tanto dio que hablar con sus hechos de armas, sus aventuras novelescas y sus fechorías. Permanecía preso en el castillo de Medina por orden de los monarcas españoles, obedeciendo deseos e instrucciones del papa Julio II, enemigo declarado del que fue hijo de Alejandro VI. Su prisión era muy dura por consiguiente, y estaban tomadas todas las medidas y precauciones para guardar al encarcelado.

Pero César Borgia tenía amigos resueltos a —289— todo, siendo él, por su parte, hombre que, a gran acometividad y arrojo, unía elevadas condiciones de astuto, tenaz y mañoso. Halló, pues, manera de entenderse y comunicar con sus amigos, de acuerdo con quienes concertó su evasión.

Cierta noche del 1506, después de dos años de cautiverio, todo estaba preparado al efecto.

César Borgia, asomado a la altísima ventana de la torre del homenaje, esperaba ansioso la señal convenida.

Era la noche callada, imponente el silencio y la obscuridad completa, cuando la clamoreante voz de una campana, la de la iglesia de San Salvador, que entonces estaba emplazada junto al primer recinto exterior de La Mota, comenzó a dar la hora de media noche.

Era la señal.

César Borgia, desde su encumbrada ventana, deslizó un cordón de seda al que prendieron una escala de cuerda tres ballesteros que estaban en el adarve1, junto con el centinela del torreón vecino, que entraba en el complot.

Dueño ya César Borgia de su escala de cuerda, la sujetó y comenzó a bajar por ella, emprendiendo así su terrible y peligroso descenso, que era atrevidísima empresa en aquella negra y tempestuosa noche, sobre aquel abismo insondable y con aquella escala —290— larguísima que el viento revolvía y empujaba de un lado a otro.

De repente, y cuando en lo más crítico de su descenso estaba el prisionero, sonó la voz de alarma. Habíase advertido su fuga. Gabriel Tapia, el alcaide de la fortaleza, que tenía órdenes muy rigurosas, corrió apresuradamente a la celda del preso, vio la ventana abierta, la escala pendiente, y, comprendiendo por la tensión de ésta que aún estaba colgado de ella el fugitivo, tiró de su daga y cortó las cuerdas.

Abrazado a su escala, César Borgia rodó al abismo.

Afortunadamente para él, escapó de aquel percance sólo con algunas contusiones, y, ayudado por el centinela del torreón y por los ballesteros, pasó el foso con el agua al pecho y pudo ganar el último recinto, donde le esperaba con los caballos la escolta de sus amigos.

Inmediatamente tomaron el camino de Navarra, burlando la persecución, y se pusieron en salvo.

Poco tiempo después, aquel hombre de hierro, que de tan peligrosos trances pudo escapar durante su vida, no siendo ciertamente el menor ni el menos terrible el de su fuga de La Mota, moría miserablemente en el pueblo de Mendavia, de donde le llevaron a Viana para darle sepultura en aquella iglesia. —291—

No hace aún cuatro años que, hallándome yo en Logroño, hice un viaje expresamente a la vecina ciudad de Viana para recoger noticias acerca del enterramiento de César Borgia, o, mejor dicho, Borja, como allí con más propiedad le apellidan.

Todo cuanto pude averiguar, en compañía del alcalde de Logroño, Sr. Rodríguez Paterna, y del de Viana, Sr. D. Víctor Cereceda, a quienes debí particulares atenciones, fue muy poco.

No hay, en efecto, ninguna duda de haber muerto César Borgia en una reyerta y choque de armas que tuvo en Mendavia; su cuerpo fue llevado a Viana y enterrado en su iglesia mayor, al lado derecho del presbiterio, bajo un arco.

Vino luego un prelado, y, fundándose en que César Borgia había muerto excomulgado, hizo romper la lápida de su tumba y trasladar sus restos al patio, campo o terrero que hay delante de la iglesia. Allí fueron sepultados, orilla de la puerta principal, para que pudieran pisotearlos cuantos entraran, y hasta me dijeron que más tarde aun volvieron aquellos restos a sufrir una nueva traslación, siendo llevados a la calle y al arroyo de ésta, donde se les dio muy somera sepultura.

Dijéronme también que en su lápida de la —292— primera tumba, mandada romper por el obispo, se leía este epitafio, que ignoro si fue copiado y transcrito con toda fidelidad:


Aquí yace en poca tierra
el que toda la tenía,
el que la paz y la guerra
en su mano la tenía.
Oh tú que vas a buscar
dinas cosas que loar
de tus loas lo más diño,
aquí para tu camino,
no cures de más andar.



No fue César Borgia el único prisionero de Estado que tuvo el castillo de La Mota. Allí estuvieron presos también, entre otros personajes ilustres, Don Pedro Tenorio, arzobispo de Toledo; Hernando de Pizarro; Don Enrique de Toledo, marqués de Coria, por burlador de damas, y el famoso valido Don Rodrigo Calderón, marqués de Siete Iglesias.

Cada uno de estos presos tiene su leyenda, como cada torre su conseja; que no hay preso sin historia ni torreón sin duende.

Sí; castillo es el de la Mota que tiene maravillantes recuerdos; pero todos se desvanecen ante el de Isabel la Católica, que allí murió y allí vive todavía, y ante el de Fernando, el de la jornada de Toro y el de las campañas de Granada, que allí está aún de cuerpo entero: Isabel y Fernando, venturoso matrimonio —293— que tomó por empresa, con el Tanto monta, la flecha y el nudo, y unión más venturosa todavía, pues que realizó la de Aragón y Castilla, como hubiera realizado la de Portugal y España si la muerte traicionera no le hubiese arrebatado su nieto cuando estaba en la infancia.

¡Qué infausta y miserable suerte la de este castillo, que es padrón de excelsitud como lo fueron otros de poquedad e infamia! ¡Y qué tristeza la de los humanos destinos!

Fue esta morada en sus grandes tiempos alcázar augusto, cámara regia, sede soberana, aula de gloria.

Alcanzó esta mansión la época aquella en que el día no tuvo noche para la bandera española.

Todavía el sol con sus últimos rayos de cada tarde hería la bandera bicolor arbolada en la torre albarrana de La Mota, cuando ya con sus primeras luces matutinas doraba la que allá, al otro lado de los mares y en un nuevo mundo, habían izado nuestros arriscados y emprendedores nautas.

Fue entonces el alcázar de La Mota teatro de fiestas y coso de gallardías. Guardando siempre como recuerdo sacro la cámara mortuoria donde Isabel de Castilla devolvió al Todopoderoso la flor de su alma, tuvo saraos y luminarias para celebrar los triunfos de España en ambos hemisferios, y fueron sus estancias —294— torneo de damas y galanes, y fueron sus patios de armas palenque de justas y cañas, y fueron sus recintos concurso de caballeros, asamblea de magnates y seminario de resonantes empresas.

Esto fue entonces.

Lo que ha sido después... ¡Ah! Lo que ha sido después, ayer, hoy, en estos nuestros días, no debiera quizá decirlo, ni mentarlo siquiera.

Pero ¿cómo, cómo y para qué callarlo, cuando todo el mundo lo sabe, cuando anda en lenguas más aún por tierras extranjeras que por tierras españolas? ¿Cómo no decirlo cuando arde aún en mis mejillas el rubor con que hubieron de encenderse al presenciar el suceso ocurrido al pie de sus muros?

A mi salida del castillo la tarde que fui a visitarlo, hube de cruzarme con una, al parecer, por su fino porte, muy distinguida familia inglesa, compuesta de tres damas y un caballero anciano. Andaban como desatentados, buscando en vano la manera de penetrar en aquel recinto, al que sólo da entrada el arisco y desplaciente agujero de que antes hice mención.

Pasé de largo, devuelto el natural saludo de cortesía, y había ya emprendido a campo travieso el camino del pueblo, cuando hasta mí llegó un agudo grito de las damas inglesas, que venían desaladas como huyendo de — 295 — un peligro. Era que acababan de ver salir, casi arrastrándose, por aquel agujero troglodítico, especie de boca de caverna, a un fornido gañán que se adelantaba hacia el grupo forastero para servirle de guía, precisamente como había hecho pocos momentos antes conmigo.

Con su calañés2 puntiagudo, por debajo del cual caían lacias y desmazaladas3 guedejas4, y con su gran faja roja, por entre cuyos bordes asomaban los ojos de formidable tijera, más que trazas de guía o cicerone, las tenía de hombre de pelo en pecho y guadijeño5 en mano.

Porque es así, porque éste fue, un gitano, el guía que tuve, muy complaciente y muy cortés por cierto, para acompañarme a visitar aquellas ruinas que encontramos hechas un aduar de gitanos, el día que a ellas llegué en grata compañía de mi amigo querido D. Lorenzo Merino, vallisoletano ilustre.

Olvidadas de sus antiguos esplendores, aquellas ruinas han sido en nuestros días todo lo que se puede ser de más menguado y miserable: cueva de bandidos, refugio de ladrones, lar y campamento de gitanos errantes, abrigo de pordioseros, hospital de miserias, teatro y campo de jiras pantagruélicas, zahúrda6 de puercos, amparo de fugitivos, punto de citas burdeleras, buitrera7 y muladar de inmundas bestias. —296—

Todo, pues, lo fue aquel alcázar famosísimo.

Desde palacio a pocilga.

Lo que nunca ha sido es monumento nacional, con serlo tanto.

Jamás pensaron ni el Estado, ni el Patrimonio real, ni el Municipio, entre los cuales parece que algún día fincó pleito, jamás pensaron en situar allí un guardián conservador de aquellos restos, que por imperdonable incuria vinieron a degradación suprema.

No debía aquel alcázar restaurarse, no, ni pensar en ello, porque también las ruinas visten, también son ellas soberbio paramento y compañía excelente para el recuerdo; pero debían, sí, conservarse para nunca llegar a la triste condición que hoy tienen. No hubiera estado de más, y es lo menos, un vigilante que cuidara de aquellas ruinas, siquiera para impedir el robo y el escándalo, siquiera para que los extranjeros que por amor a las glorias españolas acuden a visitarlas, no tengan que huir espantados al encontrarse con los huéspedes que de ellas hicieron su posada.

Y ya nada más tengo que decir.

¡Ah! Sí, se me olvidaba. Algo me falta que decir aún; pero es muy poco.

Medina, la del Campo, la del real de las ferias y la de las ferias reales, la amadora de Isabel la Católica y de las reinas castellanas, la debeladora de Granada, la fiera de las —297— Comunidades de Castilla, Medina, no tiene perdón de Dios, y los Gobiernos españoles, éste y aquél, el uno y el otro, incluso los mismos de que formé yo parte, no lo tienen ni de Dios ni de los hombres.



Madrid y octubre de 1896.





FUENTE

Víctor Balaguer, Historias y leyendas, 1889, [s. l.], s. n.], Madrid, Imp. de la Viuda de M. Minuesa de los Ríos, pp. 288-297.



Edición: Pilar Vega Rodríguez.



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