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ArribaAbajoAlgunos casos de jesuitas ausentes de sus Comunidades

Permítanos Vuestra Majestad, ya que se nos ofrece tan oportuna ocasión, que pongamos desde luego a vuestros Reales ojos algunos de muchos ejemplares de esta rara intrepidez y rendimiento a vuestras Soberanas Órdenes, aun sin esperar a que se las notificasen, sólo en fuerza de una noticia extrajudicial, que ofrecieron a la admiración de los pueblos muchos sujetos de la Provincia de Castilla.

El primero fue su mismo Provincial Ignacio Ossorio y Guzmán. Concluida la visita del Colegio de Ávila, había salido de él un día antes del arresto. Supo en el camino por la voz pública lo que había sucedido en los Colegios inmediatos y, sin más deliberación, tomó la vuelta de Madrid, desde cuyas cercanías escribió a vuestro Presidente, el Conde de Aranda, avisándole su arribo, pidiéndole sus Órdenes y suplicándole diese su permiso a su antecesor en el Oficio, Francisco Xavier de Idiáquez, que se hallaba en la Corte, para que viniese a incorporarse con él. Respondió el Conde que su antecesor había salido ya con los jesuitas de Madrid a incorporarse con los demás de aquella Provincia y que el Provincial de Castilla podría libremente seguirle a embarcarse en aquel puerto o retroceder a Santander, que era el señalado para que se embarcasen los jesuitas del Reino de León y Castilla la Vieja. Abrazó el Provincial este segundo partido y sin la menor detención se encaminó derecho con solo su Secretario y con el Coadjutor, andando 80 ó 90 leguas para meterse por sí mismo en la prisión, sin que para su seguridad necesitase de escolta de soldados ni de estruendo de guardias ni de estrépito de gente armada, sobrándole para custodia su mismo honor, su Religión, su fidelidad y ciega obediencia a vuestras Reales Órdenes.

El mismo ejemplo imitaron otros muchos Hijos y súbditos suyos, aun cuando no podían saber que les había precedido tan autorizado Original. Sin salir del Colegio de Villagarcía, además del H. Coadjutor, compañero del Procurador de la Casa, que voluntariamente vino desde Rioseco a agregarse a los demás prisioneros, se vio otro ejemplo semejante (aunque en sujeto de otro Colegio), que llenó de asombro al Ministro Ejecutor. Hallábase enfermo en la Ciudad de Toro, su patria, el P. Manuel Vicente Ribera y, noticioso de lo que pasaba en Villagarcía, atropellando por su quebrantada salud, sin que le pudiesen contener las lágrimas de sus parientes ni los ruegos de sus amigos ni la consideración de que ninguno le había llamado, citado ni notificado, se puso intrépidamente en camino; llegó a Villagarcía tres días después que se había evacuado el Colegio; presentóse al Ministro Comisionado y, aunque éste le respondió que no tenía comisión alguna respectiva a su persona por ser de distinta Comunidad, esforzándose a disuadirle el intento de seguir a los demás, no desistió de su resolución y a su costa, sin más guardia que la de su persona, emprendió y concluyó el dilatado viaje hasta que se reunió con todos en Santander.

Fue casi idéntico con este suceso el de otro Padre del mismo apellido perteneciente al Colegio de Oviedo. Hallábase a la sazón en Benavente, haciendo compañía al Obispo de la primera Ciudad. Y luego que llegaron a su noticia los rumores del arresto general de los jesuitas, así el Prelado como el Padre escribieron al Conde de Aranda, pidiéndole las Órdenes de lo que éste debía ejecutar. Dejó el Conde a su elección el irse a embarcar a Santander o dirigirse a El Ferrol, puerto señalado para que, reunidos en él los dos convoyes de la Provincia de Castilla, siguiesen todos juntos el destino general. Escogió prudentemente el Padre este segundo extremo y se puso en camino sin más compañía que la de un Notario de la Audiencia Episcopal para que le fuese sirviendo en el camino y para que siempre constase de su voluntaria presentación.

Los PP. Teodoro Cascajedo y Francisco Morchón, Misioneros del Arzobispo de Santiago, se hallaban ejercitando su ministerio en una Aldea distante 4 leguas de aquella Ciudad, cuando fueron arrestados los individuos de su Colegio, y por no saberse a punto fijo dónde paraban, no se les pudo pasar el aviso que previene la Instrucción. Pero no fue necesario: luego que llegó a sus oídos por seguros canales, cortaron la Misión, pusiéronse inmediatamente en camino, aunque por más que apresuraron la marcha, no pudieron llegar a Santiago hasta la tarde del día en que muy de mañana habían partido los demás para La Coruña. Pretendieron alcanzarlos aquella misma noche, sin tomar algún descanso, pero el Asistente del Arzobispo, Juez Comisionado, no se lo permitió, conociendo que el empeño tenía más de fervoroso que de prudente, estando tan fatigados con la pesadumbre y con la aspereza del camino, y más cuando el siguiente día podían lograr el mismo fin sin tanta fatiga, como efectivamente sucedió.

El H. Francisco Orbiso, Procurador del Colegio de Pontevedra, se hallaba en Santéllez, a 8 leguas distante de aquella Villa, cuando sucedió el arresto. Inmediatamente se le despachó por el P. Rector la Orden que prevenía la Instrucción. Pero no la recibió por haber salido aquella misma mañana para restituirse al Colegio, desviándose un poco del camino ordinario a diligencias de su Oficio. Mas no hizo falta la Orden. Informado menudamente en el camino de lo que pasaba en el Colegio, apuró la marcha para seguir la misma fortuna que todos, a pesar de las importunas gestiones de muchos conocidos suyos, que calificaban de locura aquella generosa intrepidez tan propia de un humilde Religioso, de un vasallo fiel y de un hombre que se considera inocente.

Fatigáramos mucho a Vuestra Majestad si hubiéramos de referir o recorrer todos los ejemplos que se repitieron de esto mismo en casi todos los Colegios. Parécenos que bastarán los insinuados para que reconozcan, hasta los ánimos más prevenidos contra los jesuitas, cuán lejos están éstos de aquel espíritu de independencia, de libertad y falta de rendimiento que se pretende hayan inspirado en los pueblos. Era menester que ellos mismos estuviesen penetrados del mismo espíritu, para comunicarlo a los demás. Y siendo tan contrario el suyo como lo convencen los hechos referidos, se hace poco creíble que inspiren a otros lo que ellos no aciertan a practicar. Pero sigamos ya al Colegio de Villagarcía.




ArribaAbajoVillagarcía (prosigue)

Llegó a Rioseco, donde fue recibido con los mismos llantos, alaridos y clamores que experimentó en todos los pueblos del camino, comenzando allí la piadosa competencia, que se suscitó en todos los lugares de su tránsito, entre los vecinos principales sobre quién había de llevar más jesuitas a su casa, con igual porfía en el esmero de su agasajo. El día siguiente fue a dormir a Palencia. Apenas se descubrieron desde aquella Ciudad los carros en que venían los jesuitas desterrados, cuando se levantó dentro de ella un alarido tan general y tan ruidoso que, a pesar de la distancia, en medio del ruido de los carros, de la gritería de los carreteros, del acostumbrado rumor de los peones y del bullicio inevitable de una escolta bien numerosa, se dejaron percibir a trecho considerable los clamores de la Ciudad. Por eso no se extrañó haber encontrado las ventanas, balcones y calles tan atestadas de gente que costó no poco trabajo al soldado abrirse el paso a sí y al carruaje aun con el amago de la bayoneta calada, pudiendo más en el mismo gentío la compasiva curiosidad avivada del dolor que el peligro de alguna desgracia.

Al salir de Palencia para la tercera marcha fue tan clamorosa la despedida como lo había sido el recibimiento, y sucedió entonces un paso tan tierno que lo consideramos digno de la Real noticia de Vuestra Majestad. Apenas se había puesto en movimiento el carruaje cuando se advirtió que un muchacho de distinguido porte, como de 14 a 15 años, lo venía siguiendo a carrera abierta, llorando inconsolablemente. Preguntó por el carro en que iba el Padre Rector y acercándose a él, deshecho en lágrimas, le conjuró por lo más sagrado que hay en el cielo y en la tierra que le recibiese en la Compañía. Admirado el P. Rector de aquel generoso espíritu y de los extraordinarios efectos de la gracia en aquel tierno corazón, cuyos ardientes deseos habían nacido o se habían encendido más a vista de las tribulaciones que envidiaba el fervoroso niño, le consoló lo mejor que pudo y, haciéndole ver que le era absolutamente imposible la condescendencia, le despidió poseído de una tristísima amargura como si para él se le hubiesen cerrado las puertas del gusto y del consuelo en esta vida.

Aumentó este tierno lance en el corazón del religioso Rector5 el grande consuelo con que caminaba rodeado de sus 76 Novicios, llenándole de un santo gozo la constancia con que se habían mantenido firmes en su vocación en medio de las repetidas pruebas y la exacta, menuda y delicada indagación de su ánimo que habían sostenido en Villagarcía. Lisonjeábase con que ya no tendrían que sufrir nuevas tentativas, habiéndose evacuado con tanta puntualidad todas las que prevenía el Real Decreto y la Instrucción. Pero le engañó mucho el pensamiento, porque ya se le iba acercando el primer eslabón de aquella larga cadena de miserias, que no sólo excedió los temores de todos, aunque grandes, sino que excedería toda Fe, a no haberla hecho tan palpable la notoriedad y la evidencia.

Habían salido ya del reducido pueblo de Magaz, después de haber hecho medio día los afligidos desterrados, y ya habían tomado el camino de Torquemada, donde debían de hacer noche, cuando les alcanzó un propio despachado por el Ministro Ejecutor en Villagarcía con carta para el Comandante, en el que se le mandaba de Orden de vuestro Presidente, el Conde de Aranda, que separase a los Novicios de los antiguos y los dejase en lugar cómodo más inmediato a disposición de las Justicias del lugar donde le alcanzase el aviso. Participó el Comandante esta Orden al P. Rector y acordaron los dos tenerla secreta hasta ponerla en ejecución en la Villa de Torquemada, población más numerosa y menos improporcionada para su cumplimiento, sobre haberse ya anticipado a ella los aposentadores para la disposición del alojamiento. No se hizo novedad aquella noche. Con todo eso, aunque los dos únicos sabedores de la Orden, el Rector y el Comandante, guardaron el secreto con inviolable sigilo, los Novicios se la persuadieron con tanta certidumbre como si hubieran leído la carta. No pretendemos significar que tuvieron para esto otras luces superiores a las que suelen excitar los movimientos naturales de un corazón fiel, cuando nos avisa con anticipación de los golpes que nos amenazan.

Amaneció el día 8 de abril, el más triste que experimentaron aquellos afligidos Padres en su dolorosísima tragedia, porque, intimada a todos la reciente Orden, se hizo aquella sensibilísima separación, cuyo penetrante dolor ni entonces cupo en el más dilatado corazón ni ahora cabe en las más vivas expresiones de la pluma. Algo lo pudo mitigar el oportuno arribo de cierto Eclesiástico constituido en respetable Dignidad, que, habiendo llegado aquel mismo día a Torquemada y siendo testigo del insoportable trabajo que se añadía a la desgracia común, comenzó a deshacerse en amarguísimo llanto y dijo al P. Rector que cesarían sus lágrimas y se convertirían en un suavísimo gozo si él mereciese entrar a la parte en aquellos trabajos y ser desterrado con tan gloriosos compañeros. Consoláronse los Padres con aquel tierno desahogo de la humanidad y de la Religión, que pudo pasar por nueva prueba de lo calificada que estaba su inocencia en la opinión y concepto común.

Arrancáronse en fin los antiguos de sus amados Novicios. Y desde aquí, Señor, es preciso que la sincera narración de lo mucho que padecieron estas tiernas inocentes plantas, de las vejaciones, de las tropelías y de los impíos excesos que se cometieron con ellos contra vuestras más claras y más expresas Reales intenciones, y en notorio desprecio del citado capítulo 10.º de la Instrucción del Conde de Aranda, es preciso, volvemos a decir, que esta narración sincera y puntual se arregle en un todo a la sencilla relación que formó uno de ellos y la conservamos Original para presentarla a Vuestra Majestad si fuere de su Real Agrado. En ella reina el candor y la sencillez, que siendo tan propia de los pocos años es el carácter más expresivo de la verdad. Ni nosotros haremos otra cosa que poner en mejor forma los hechos que nos parecen más substanciales, omitiendo otros muchos que al joven autor se le representaron de importancia y nosotros no los consideramos de tanto peso que merezcan vuestra Real Atención.

Eran a la sazón Alcaldes de la Villa de Torquemada dos honrados labradores, más ejercitados en el cultivo de la tierra que en el de la razón y entendimiento, y más a propósito para examinar la buena o mala calidad de un terreno que para examinar la legítima o ilegítima vocación de un Noviciado, quizá el más numeroso que se hallaría a la sazón en toda España. Con todo eso, a dos hombres de este carácter se les confió este importantísimo y delicadísimo examen; y se les confió (digámoslo así) como por vía de apelación del que había hecho un Ministro tan autorizado y tan acreditado como el que nombró vuestro mismo Presidente de Castilla para la ejecución del Real Decreto en el Colegio de Villagarcía. No nos parece que esta sensible desconfianza, acompañada de una providencia tan ruborosa para aquel autorizado Ministro, pudiese nacer de otro principio que de habérsele representado inverosímil al Presidente de Castilla tanta constancia en una juventud tan tierna como numerosa, que de 79 Novicios sólo hubieran flaqueado 3 y éstos no los más ajustados a las obligaciones de su primera vocación, si en su examen se hubiesen observado exactamente las prudentes reglas que en la Instrucción se prevenían. Pero así por los autos como por lo que llevamos referido constará la escrupulosa nimiedad con que todas se practicaron y por consiguiente la gravísima injusticia que se cometió contra el honor del principal Comisionado, contra el derecho de los Novicios y contra el que tenía la Religión para que no se les sujetase a nuevos exámenes, que no mandaba Vuestra Majestad, y mucho más para que no sufriesen las vejaciones, violencias, tropelías y aun impiedades que se ejecutaron con ellos contra lo más expreso y declarado de vuestra Real Intención.

El primer paso, que dieron los Alcaldes de Torquemada, fue distribuir los Novicios de dos en dos en las casas más decentes del lugar. El día siguiente pasaron los dos Novicios más antiguos a suplicar al Párroco, a los Alcaldes y al Mayordomo de una Ermita bastantemente capaz extramuros de la Villa, les permitiesen concurrir, divididos en dos cuerpos, así a esta Ermita como a la Iglesia Parroquial, a cumplir con la oración y demás Ejercicios Espirituales que acostumbraban en el Santo Noviciado. Edificáronse todos de tan justa petición y unánimemente se la concedieron con demostraciones de gusto, de consuelo y de Religión, añadiendo que no sólo tenían a su disposición aquellos tan sagrados lugares para tan santos fines, sino que podían pasearle libremente todos juntos por cualquiera parte que les pareciese.

Duró poco esta piadosa y justa condescendencia. El día inmediato concurrieron los dos Alcaldes a la casa donde estaban alojados los dos Novicios más antiguos y les intimaron una nueva Orden, que dijeron acababan de recibir, para que no se juntasen en la Ermita a sus acostumbrados Ejercicios, sino que concurriesen a la Iglesia Parroquial, donde los podían hacer con igual quietud y comodidad. ¡Portentosa celeridad de Postas se debe de usar en Torquemada! Pues en menos de 24 horas hubo tiempo para que llegase a Madrid la noticia de que los Novicios se juntaban en la Ermita y para que volviese la Orden de que no se les permitiese aquella concurrencia en aquel sitio, sino sólo en la Iglesia Parroquial. Este solo rasgo da bastantemente a conocer hasta dónde llegaba la penetración y los alcances de los dos buenos Alcaldes. Bien comprendieron los dos Novicios, en medio de su regular sencillez, la imposibilidad del hecho y que la pretendida Orden no se había fabricado muy lejos de su posada. Pero, dándose por desentendidos, sólo respondieron modestamente que obedecerían sin réplica. Y con efecto aquel día se juntaron todos en la Parroquia a sus acostumbradas devociones.

Quedaron muy consolados, pareciéndoles que ya tenían lugar fijo y seguro donde podrían reunirse, juntar sus oraciones y pedir al Cielo las fuerzas que necesitaban para resistir a los terribles combates que los amenazaban, de los cuales sentían bastantes presagios en su sobresaltado corazón. Pero también se les desvaneció presto este consuelo.

Al anochecer del día próximo siguiente se dejaron ver en la posada de los dos Novicios más antiguos el Alcalde y un Regidor, y con toda la gravedad que suelen afectar en semejantes ocasiones los Jueces de aquella estofa, les dijeron que venían a intimarles nuevas Órdenes que acababan de recibir no menos que de Vuestra Majestad, y sin duda llegarían por una Posta tan prodigiosamente veloz como la antecedente. Contenían estas imaginarias Órdenes que por ningún caso se juntasen todos ni en la Iglesia ni en otra alguna parte: que concurriese cada uno a la primera cuando quisiese y anduviese por donde se le antojase, como no hubiese concurrencia de muchos; que no se pudiesen visitar unos a otros, ni aun los sanos a los enfermos; que ninguno pudiese salir de la posada sin licencia del dueño de ella; que no pudiesen salir a pasearse más que solos dos ni hablar en el paseo con los que se encontrasen.

Ni todo el candor ni toda la simplicidad, que el Noviciado suele infundir aun en los Novicios más despejados, bastaron para que los dos más antiguos dejasen de sospechar la suposición y la irregularidad de las Órdenes que les comunicaban aquellos inocentes labradores, sin advertir el gravísimo delito que cometían en revestirla con la soberana autoridad de vuestro Augusto Nombre. Con esta bien fundada desconfianza les suplicaron rendidamente que les exhibiesen el Original de aquellas Órdenes o les mandasen entregar una copia legalizada de ellas para su más puntual y exacto cumplimiento. No hubo lugar a ninguna de las dos justas peticiones y sólo respondieron, eructando gravedad, que bastaba que ellos las dijesen.

Desconsolados y afligidos, los dos Novicios más antiguos pasaron inmediatamente a dar noticia al Escribano de lo que les acababa de suceder, a desahogar su corazón y aconsejarse de lo que debían ejecutar. Quedó sorprendido el Escribano, asegurándoles que a él no le constaba de semejantes Órdenes, cuyo fin (añadió) sólo sería para estorbar toda Junta o concurrencia en que se pudiesen alentar y esforzar unos a otros, y cesando este motivo en la silenciosa concurrencia a la Iglesia, le parecía que ésta no se la podían impedir los Alcaldes: por lo que libremente podrían asistir todos juntos a la Parroquia puramente a sus devotos Ejercicios.

Respiraron un poco con esta prudente respuesta y pasaron el aviso correspondiente a los demás. Pero, noticiosos de todo el Alcalde y el Regidor, se transfirieron inmediatamente a la posada de los antiguos y, no sin alguna descomposición de semblante y de tono, les previnieron que por ningún caso se metiesen en seguir el consejo del Escribano, el cual no debía mezclarse en esto; que les obedeciesen a ellos y les agradeciesen la moderación y la prudencia con que venían a darles reservadamente este aviso en su misma casa, cuando podían muy bien, como lo tenían determinado, esperar a que se sumasen todos en la Iglesia, y allí, a vista del pueblo, darles la severa y pesada reprensión que merecía su inobediencia. Señor, ¿quién daría a aquel buen Alcalde, y a su Asociado el Regidor, jurisdicción y autoridad para hablar en aquel tono a unos Novicios que, aunque tales, mientras lo son como entonces lo eran, gozan de todo el fuero, de todo el respeto y de toda la veneración que se debe a los verdaderos Religiosos? ¡Y a estos hombres se cometió como por apelación lo que se supuso haberse desacertado en Villagarcía!

Pero la verdad es que ni la autoridad que se usurpaban ni las Órdenes que suponían eran cosecha de su inocente terreno. Las Postas, que con tanta celeridad volvían, tenían poco que andar, porque los Magistrados o los Tribunales, de donde dimanaban, estaban dentro de Torquemada. Había a la sazón en aquella Villa cuatro o cinco Religiosos de diferentes Institutos con ocasión de la Cuaresma y de la próxima Semana Santa. Éstos eran los que expedían las fingidas Órdenes, o por mejor decir los que sugerían a los cándidos Alcaldes la resolución de suponerlas, y es sumamente verosímil que también les inspiraron los demás violentísimos medios de que se valieron para derribar la constancia de aquellos desamparados Novicios, persuadiéndose (pero con qué extraño trastornamiento de juicio) a que hacían en esto el servicio de Vuestra Majestad.

Estos medios eran puntualmente los mismos o a lo menos muy parecidos a los que practicaban en otro tiempo los más sagaces tiranos para dar en tierra con la constancia de los Mártires. Comenzaron primero a combatir con palabras halagüeñas, después a convencerles con las toscas razones que les habían suministrado sus Asesores, pero expuestas con aquellas voces desaliñadas que habían aprendido en su rústica crianza. No perdonaron a las más groseras calumnias contra la Compañía ni se olvidaron de los dicharachos populares tan válidos en tabernas y bodegones entre las heces del vulgo. Viendo frustrado este medio, mudaron de ataque y tomaron otro tono. Pasaron de repente de los halagos a las injurias, tratándolos de necios e insensatos. Pero, hallándolos tan insensibles a las palabras destempladas como a las expresiones cariñosas, dieron un paso más adelante y se valieron de las amenazas, llegando a tanto el arrojo o la ciega inconsideración de un hombre precipitado, que desenvainó la espada con ademán de quien quería renovar en España el tiempo de los Dacianos. Sufrieron con inmutable generosidad los Novicios este primer ataque continuado por muchos días desde la mañana hasta la noche dentro de sus mismas posadas, así por los dueños de ellas como por los extraños que concurrían menos a visitarlos que a tentarlos y a batirlos en brecha. Sostúvolos la gracia del Señor. Pero, rabiosos los agresores al ver frustrados todos sus violentos artificios, echaron mano de otro medio que sólo el mismo infierno se lo pudo inspirar, no siendo verosímil que tuviese otro principio semejante sugestión.

Escogieron entre los Novicios aquéllos que les parecieron más tiernos o más inocentes o con menos fuerzas para resistir al nuevo ataque que les preparaban. Lleváronles a las bodegas con prevención de meriendas abundantes, convidando para mayor cortejo a correspondiente comitiva de hombres y mujeres, que verosímilmente no serían las más juiciosas y más recatadas; y entre la bulla y algazara del convite obligaron a tal cual a que bebiese más vino que el que sufría su cabeza, persuadidos a que, turbada la razón o desconcertadas las costumbres, titubearía la constancia de su vocación. Pero ni aun un arbitrio tan diabólico como poderoso fue bastante para derribarlos.

Todavía les faltaba que probar otro, el cual era sin duda el más fuerte y el más capaz de hacer más impresión en unas almas timoratas, escrupulosas y atribuladas. Probáronlo y fue el que les salió más desgraciadamente feliz. Destacaron por las posadas de los Novicios algunos Religiosos para que con la autoridad de su estado y con la confianza de sus razones, menos mal ordenadas, esforzasen el intento de los Alcaldes y de los vecinos, pareciendo a unos y a otros que, si lograban pervertirles, conseguirían un triunfo que los llenaría de gloria inmortal. Uno de estos buenos Religiosos, que debía de tener sus arremetidas de escrupuloso y sus presunciones de Teólogo, iba de posada en posada y preguntaba en la puerta si los Novicios que se alojaban en ellas, pasaban de un año o no pasaban. Si le respondían que pasaban del año, seguía delante su camino, sin entrar en las casas, diciendo entre docto, circunspecto y timorato: «Con éstos no me atrevo». Si se le decía que aún no habían pasado el año, entraba en la posada y les hacía una plática muy patética, esforzando con menos desaliño pero con mayor malignidad aquellas mismas razones que habían oído en boca de los más rústicos, pero, trasladadas a lengua más respetable, no dejaban de oírlas con alguna novedad, supliendo en los Novicios la veneración al estado del Platicante toda la eficacia que faltaba a su razonamiento, bien que extrañando mucho la diferencia que hacía su delicadísima conciencia entre los que contaban y no contaban más que un año de Noviciado, porque en esto mismo daba a entender lo poco instruido que se hallaba en el Instituto de la Compañía, cuyos Novicios no son admitidos por la Religión a lo que se llama vulgarmente primera profesión hasta cumplidos dos años de Noviciado y por consiguiente parecía ociosa para el intento de aquel cándido Religioso la distinción que hacía entre los que pasaban y no pasaban del año.

No anduvo tan delicado otro Religioso de hábito y familia diferente. Inmediatamente se metía en las posadas y a todos les predicaba con notable celo y energía que «en conciencia no podían seguir a los Padres, puesto que los Novicios no tenían más de Religiosos que los muchachos que andaban por la calle».

¡Extraña razón! Como si los muchachos que andaban por la calle no pudieran, si quisiesen, seguir a los Padres sin lastimar su conciencia. Aconsejábalos que fuesen a sus casas o, si querían vivir en Religión, les ofrecía la suya, prometiéndoles escribir a su General para que los admitiese. Sin duda que a aquel Reverendísimo le haría gran fuerza la autorizada recomendación de un sujeto que discurría con tanto acierto. Finalmente concluía su exhortación, asegurándoles en tono magistral y resolutorio que pecaban mortalmente si seguían a los jesuitas profesos: opinión que no sólo se oyó de la boca de aquel Religioso, sino que, adoptada también por algún otro de los Regulares que estaban en la Villa, se hizo presto casi general en todo el pueblo.

No pudo el Infierno escoger medio más eficaz para derribar a unos corazones tiernos, sumamente timoratos y por la mayor parte sin experiencia y sin letras, destituidos fuera de esto de todo recurso para consultar sus temores con sujeto indiferente y docto, en cuyo dictamen pudiesen asegurarse a vista de la general parcialidad que experimentaban en toda clase de gentes.

Habían resistido a los halagos, a los insultos, a las amenazas, a los artificios y a la violencia, llegando éstas a la demostración de esconder en casa de un Regidor la sotana a uno de los Novicios de menor edad mientras estaba en la cama, y al empeño de que no se había de vestir o había de vestirse de seglar, de cuya temeraria porfía se burló por entonces el fervoroso tesón del inocente niño. Había resistido otro de la misma edad y de la misma inocencia a la grosera desatención con que el propio Regidor le despidió de su casa, en donde estaba hospedado con el primero, porque no se rindió a sus importunas y continuas sugestiones. Habían resistido todos a los perpetuos y molestísimos combates que a todas horas, en todos tiempos y en todas partes estaban sufriendo de todo género de personas, tratándolos de mentecatos, de locos, de hombres que voluntariamente se iban a perder, y otras expresiones semejantes. Nada de esto les hizo fuerza. Pero, cuando oyeron la primera vez de una boca religiosa que iban a cometer no menos que un pecado mortal, cuando entendieron que algún otro de los Regulares era también de la misma opinión, cuando llegaron a saber que generalmente la abrazaba todo el pueblo, que apenas les inculcaban ya otra cosa ni oían otra cantinela, aquí fue donde comenzaron primero sus congojas, después su turbación y en fin su desaliento, que en algunos llegó al extremo de desistir de su primera resolución. De manera, Señor, que, aun en éstos, tanto la firmeza como la inconstancia se puede decir que nacieron de un virtuoso principio: fueron firmes mientras ellos se persuadían a sí mismos que en esto agradaban mucho a Dios; parecieron inconstantes luego que otros los hicieron persuadir a que en aquello le ofendían gravemente. A consecuencias tan contrarias está expuesta una conciencia timorata cuando se considera inculpablemente engañada.

Tres fueron los primeros que se rindieron a esta terrible batería, y de estos tres se valieron los Alcaldes para que pervirtiesen después a otros, como se supo con toda certeza. No les costaría mucho persuadirlos a este oficio, por la regla general de que, el que desampara un partido, se consuela, y aun a su modo de entender se tranquiliza si logra arrastrar tras de sí gran número de imitadores. Pidieron los tres a los Alcaldes sus vestidos de seglares y la Justicia se halló muy embarazada con esta petición, porque por una parte no los tenían allí, y por otra hacérselos de nuevo a su costa o la del común, aunque fuese no más que provisionalmente, se les figuraría negocio un poco arriesgado. Y es que el celo al Real Servicio en algunos vasallos, como no cueste más que palabras, no reconoce términos, pero, en atravesándose peligro de perder maravedíes, tiene sus ciertos límites. En fin, determinaron enviar un expreso al Ministro Comisionado en Villagarcía, pidiéndole los vestidos de aquellos tres Novicios. Y el advertido Ministro, considerando prudentemente que no serían éstos solos tres los desertores según los medios que se iban tomando, envió un carro cargado de vestidos.

Acompañólos con una especie de Instrucción a los Alcaldes, en que les prevenía que en dos listas separadas tomasen los nombres y las firmas de los que quisiesen restituirse a sus casas o perseverar en su vocación, y les entregasen su ropa de seglar a los primeros. Así la Instrucción como los vestidos llegaron la mañana del Viernes Santo y, sin embargo de ser un día tan privilegiado, aquella misma mañana se oyó en las calles públicas de Torquemada un pregón que decía así: «Por Orden de la Justicia de esta Villa se juntarán todos los Novicios a la una y media de la tarde en la Casa de Ayuntamiento». Un pregón en semejante día, dirigido a tales personas y para tal fin, verdaderamente tuvo tanto de extraordinario, de irregular, de grosero y de poco religioso, que sólo lo pudo excusar la inadvertencia o el poco cultivo de sus alucinados autores.

Obedecieron los Novicios puntuales a la voz del Pregonero y, sin alentar la más mínima queja por aquel indecente modo de convocarlos, concurrieron en la hora señalada a la Casa de Ayuntamiento. Introdujéronlos a todos en una sola pieza y, sentados un Alcalde, un Regidor y un Escribano en otra pieza distinta, los fueron llamando uno por uno, según el orden de su antigüedad. Conforme iban entrando separadamente se les leía la carta Orden del Ministro Comisionado en Villagarcía y se les pedía su última resolución y su firma, presentándoles dos listas diferentes para que firmasen a su arbitrio: en una los que determinaban perseverar y en otra los que quisiesen desistir. Los primeros 6 más antiguos intrépidamente firmaron en la primera y, sobresaltados de esto los imparcialísimos Examinadores, pareciéndoles que aquel buen ejemplo podía arrastrar a su imitación a los demás, repitieron la diabólica invención, que ya se había visto más de una vez en la Iglesia allá en tiempo de los Mártires. Luego que entró el 7.º a ser examinado, le dijeron con fingida alegría y con engañosa seguridad: «Sepa Vmd. que dos de los más antiguos han desistido cuerdamente de su intento». No advirtieron aquellos sagacísimos Magistrados que era muy fácil cogerlos sobre el mismo hecho en la falsedad maligna de su dicho sólo con que el Novicio pidiese el Registro de las firmas; o, lo que es más verosímil, les pareció que no tendrían tanta reflexión unos tiernos jóvenes sin malicia y sin experiencia. Con efecto, así fue, porque ni al 7.º ni a algunos otros a quienes saludaron con la misma impostura, se les ocurrió pedirles aquella perentoria prueba y así titubearon algunos vencidos de aquel supuesto ejemplar. Pero lo que derribó finalmente a los 15 que se rindieron a los terribles ataques de Torquemada, fueron los pánicos temores de ofender a Dios gravemente si persistían en su primera vocación, como se lo aseguraban sus inicuos o ignorantes Consultores.

El Sábado Santo se recibió nueva Orden del Conde de Aranda, en que mandaba que todos los Novicios, que se hallaban en Torquemada, retrocediesen a Palencia y allí estuviesen a la disposición del Alcalde Mayor de aquella Ciudad, que hacía veces de Intendente. Prueba clara de que ignoraba el Conde el modo con que se había hecho el examen en la referida Villa, pues, si estuviese bien informado de él, no parece verosímil que desconfiase también de estos segundos Examinadores, como lo significaba el hecho de sujetar a los Novicios a que sufriesen tercer examen, cometiéndolo a un hombre como el Alcalde Mayor de Palencia, de cuyo violento modo de discurrir y de proceder hemos dado ya algunas pruebas a Vuestra Majestad y él mismo las dará mayores en el ejercicio de esta nueva Comisión.

Mientras tanto, los Alcaldes de Torquemada obedecieron con la mayor puntualidad la última Orden del Presidente de Castilla. La misma mañana del Domingo de Pascua, a pesar de la grande y festiva solemnidad de tan distinguido día, fueron segunda vez convocados al Ayuntamiento a voz de Pregonero todos los Novicios, tanto los constantes como los que habían flaqueado. A todos indistintamente se les leyó la carta del Conde de Aranda y a todos sin distinción se previno que se dispusiesen para retroceder a Palencia. Es cierto, Señor, que los que habían desistido, desde el mismo punto que firmaron su resolución dejaron de ser Novicios, y que por consiguiente no eran comprendidos en la novísima Orden. Pero no importa: determinó aquel Congreso de buenos Labradores que siguiesen a los demás y de que contra toda razón y apariencia de Justicia padeciesen con ellos las increíbles vejaciones que les estaban esperando.

Aunque los Alcaldes de Torquemada, por su celo al Real Servicio deseaban evacuar con toda la brevedad posible todos los puntos de esta última Comisión, y aunque los apuraban desde Palencia por el más pronto regreso de los Novicios, no fue posible aprontar el carruaje necesario para 74 personas hasta el Martes de Pascua por la mañana. No estuvo ocioso en aquellos dos días ni el celo de los Magistrados ni el de los muchos que les prestaban auxilio con sus particulares esfuerzos. Lejos de conceder algunas treguas a aquellos atribulados niños, los comenzaron a batir más vigorosamente con otras dos poderosas baterías. Unos les decían que, en llegando a Palencia, se echaría la casaca de soldados a todos los que se mantuviesen en la terca resolución de seguir a los Padres. Otros, a quienes no se les dejaba de traslucir la disonancia y la violencia de esta absurdísima especie, echaban por otro camino, que se les representaría a ellos más político y también más verosímil. Aseguraban con tanta certidumbre, como si hubieran visto con sus mismos ojos vuestras Reales Órdenes Originales, que el Alcalde Mayor de Santander la tenía muy positiva para no permitir que se embarcase ningún Novicio, por ser contra vuestra Real Voluntad, sin advertir que todo lo contrario estaba expresado con los términos más claros en vuestro Real Decreto.

Fatigados los ánimos y abochornadas las cabezas con tanta multitud de malignas especies y de molestas vejaciones, salieron de Torquemada el Martes de Pascua a las 7 de la mañana aquellos 74 jóvenes, conducidos por los Alcaldes y Escribano de dicha Villa, y se dirigieron a Palencia, adonde llegaron, empapados en agua por lo mucho que llovía, como a las 12 del día. Seguíalos una multitud de gentes y fueron conducidos... ¿adónde pensará Vuestra Majestad: a algún mesón o posada, donde se les permitiese algún descanso y se les diese algún alimento después de una mañana tan pesada? Así parece que lo pedía la humanidad, pero el Alcalde Mayor de Palencia debió de formar dictamen de que estos movimientos de la naturaleza no se componían bien con el más airoso desempeño de su Comisión.

Fueron, pues, directamente a la Casa de la Ciudad, donde ya los estaba esperando el mencionado Alcalde Mayor en las mismas escaleras. Conforme iban subiendo, les iban mandando a todos que dejasen sus pobres hatillos en un descanso de ellas y que se introdujesen en la sala. Tomó a todos sus nombres, apellidos, patria y Obispado, y concluida esta diligencia, esforzando la voz y revistiéndola de una majestuosa pero mal asentada autoridad, dijo: «En nombre del Rey mando que se despojen de la ropa de la Religión y se vistan de paisanos, y, vestidos, se presenten aquí luego al punto». ¡Señor, quizá jamás se había profanado tan sacrílegamente el sagrado nombre de Vuestra Majestad, atreviéndose un Ministro subalterno a interponerlo para cubrir una de las acciones más inicuas y más violentas que se leerán en la Historia! ¿En qué autor católico leería aquel Magistrado que tiene jurisdicción una potestad puramente temporal y laica, sea la que fuere, para despojar por su propia autoridad del hábito de una Religión a cualquiera que legítimamente la vista, sea Profeso, sea Novicio, pues en el fuero todos son iguales? ¿Ni qué ejemplo tendría presente para usar de la voz imperiosa mando, hablando con unos individuos que son verdaderamente miembros del Cuerpo Eclesiástico mientras lo son de una Religión, como indisputablemente se consideran serlo los Novicios? Ciertamente este ejemplo no lo encontraría ni en las mismas Reales Órdenes que dimanan inmediatamente de Vuestra Majestad y están rubricadas de su Real Mano, pues en todas las que se dirigen a Eclesiásticos, sean Seculares o Regulares, usa su religiosa Real Moderación de la templada voz encargo, como lo podría aquel Juez observar en el mismo Real Decreto de nuestra triste expulsión. Esto, siendo así que la suprema preeminencia de Soberano en Vuestra Majestad y la subordinación de vasallos en todos los que logramos la dicha reconocer a tan gran Príncipe por nuestro legítimo Monarca y Señor natural, parece que podría autorizar cualquiera voz que sonase a supremo Dominio y a verdadera Jurisdicción debajo de la referida cualidad.

Sorprendidos extrañamente los Novicios al verse tan repentinamente intimados con una Orden tan distante de toda su expectación, representaron modestamente al Alcalde Mayor que a muchos les era imposible obedecerla, porque, habiendo tomado la ropa en diferentes Colegios, habían dejado en ellos sus vestidos seculares, donde quedaban depositados hasta que hiciesen la primera profesión de los dos años, según el estilo de la Compañía. «No importa -respondió el intrépido Alcalde-, mas que salgan en cueros, porque yo no tengo Orden para darles ni una hilacha». Y renovando su primera Orden, mandó con voz desentonada e impaciente que sin réplica ni demora se fuesen a vestir los cuatro primeros que había señalado.

Ninguno de los cuatro tenía allí su propia ropa. Y como toda, la que había de los demás, estaba revuelta, siendo preciso además acomodar las menos desproporcionadas al diferente tamaño de los que habían de vestirla, se hacían indispensable alguna detención. Ésta puso de tan mal humor al impacientísimo Juez que volvió a gritar con cólera que se presentasen como estuviesen. Fue prontamente obedecido de tres, uno de los cuales se presentó en jubón blanco. Y por fortuna tocó esta suerte al H. Joaquín de Lizarraga, de familia conocida en el Reino de Navarra, Beneficiado que era de su lugar, mozo de singular virtud, de modales muy compuestos y de una crianza correspondiente a su honrado nacimiento. Considérese qué rubor sería el suyo, viéndose en aquella publicidad objeto de la risa de todos en tan ridículo equipaje. En uno de los cuatro pudo menos el miedo que el pudor, porque, no teniendo más que la camisa y las medias, juzgó que ninguna autoridad le podía obligar a salir al público en tan indecente como ruborosa desnudez.

A vista de aquel desorden, inevitable tardanza y necesaria confusión, así el Escribano como los Alcaldes de Torquemada hicieron presente al Ejecutor de Palencia que, si no mudaba de método, estarían allí todo el día, a lo que respondió con su acostumbrado desentono: «Ya he dicho que no he de salir de aquí...». Pero al fin, haciéndole más fuerza, como parece verosímil, su propia desconveniencia que la razón, tomó la resolución de que sólo se vistiesen de seglares los que habían recibido la ropa en el Colegio de Villagarcía, pareciéndole que éstos tendrían allí todos sus vestidos. Engañóse también en este concepto, porque, o ya fuese por la apresuración con que se recogieron, o por el poco cuidado con que se transportaban, a unos les faltaba la capa, a otros los calzones, a éstos el sombrero y a aquéllos el justillo, de manera que todos salieron a la sala pública vestidos de mojiganga. Espectáculo tan ridículo, que hubiera excitado la risa de los circunstantes, si a la sazón no reinara en los corazones otro afecto más natural, más serio y más compasivo.

No se debe contar entre éstos el del severísimo Alcalde, antes bien, haciendo mérito, a su parecer, de su misma insensibilidad, viendo que todavía se mantenían algunos con la sotana de la Compañía, por haberse agotado todos los vestidos, prorrumpió en estas imperiosas voces, propias de su genial predominio: «Supuesto que ninguno ha de salir de aquí con la ropa de la Religión, desnúdense cuanto antes y quédense como estuvieren interiormente». Señor, el vestido interior, que da la Religión a los jesuitas en la Provincia de Castilla, sirve sólo para cubrir la desnudez, contribuye poco al abrigo y nada absolutamente a la más honesta propiedad y eclesiástica decencia. En esto se repara poco, porque la ropa talar lo cubre todo. La materia, la hechura y el color, todo es como cosa propia de pobres, tanto que el más infeliz hombre del campo quizá se avergonzaría de traerlo. En una palabra: un jesuita castellano en calzas y jubón, como nosotros decimos, es un verdadero botarga, y ningún Pantomimo saldrá al teatro en traje más estrafalario o por lo menos más desaliñado. En fin, quiso absolutamente el inexorable Alcalde Mayor que luego compareciesen en público con él todos los Novicios que no tuviesen otro. Había entre ellos no pocos criados toda la vida en paños muy diferentes. ¡Qué dolor sería el suyo cuando se vieron obligados a dejarse ver en las calles públicas de Palencia en un ridículo equipaje, que les hacía ser la diversión de los muchachos, la burla de los inconsiderados, el escarnio de los disolutos, aunque por otra parte fuesen espectáculo de alegría a los Ángeles y a los Santos, no menos que de dolor y de tierna admiración a los hombres cuerdos, piadosos, sagaces y reflexivos!

Fue este tormento inexplicable para aquellos jóvenes honestos y vergonzosos. Pero acordándose de la desnudez y de los viles andrajos que pocos días antes habían meditado en nuestro dulcísimo Capitán Jesús a vista de todo el pueblo de Jerusalén, se consolaron con tan soberano ejemplar, alentándose, en cuanto les fue posible, a su imitación. Despojáronse al punto de las sotanas y, cuando ya lo habían hecho (cosa verdaderamente tan extravagante como irregular), entonces les intimó la Orden del Conde de Aranda (a lo que el Alcalde decía), en que se le mandaba que a todos los despojasen de ellas. ¡Raro modo de proceder, obligar con violencia a la ejecución de la ley, antes de haberla intimado! Añadió después, como la misma Orden prevenía, que, a los que quisiesen seguir a los Padres, nada se les diese absolutamente; pero, a los que resolviesen restituirse a sus casas, se les consignase a real por legua para el viaje.

Pasó inmediatamente a leerles toda la Real Pragmática y, no contento con esta diligencia, que era la única que a él le tocaba, se adelantó también a glosarla, diciéndoles que bien significaba la Real Pragmática ser la voluntad de Vuestra Majestad que no siguiesen a los Profesos, «supuesto que nada consignaba a los Novicios para mantenerse», como si fuera lo mismo no consignarles pensión para su sustento que negarles el viático necesario para el viaje, una vez que determinasen seguirles, como expresamente lo dejaba Vuestra Majestad a su arbitrio tanto en el Real Decreto como en el artículo 5.º de la Pragmática Sanción. Antes bien, si el Alcalde Mayor de Palencia fuera tan buen lógico como presumía de político, debía inferir todo lo contrario, pues una vez que Vuestra Majestad dejaba a su libre elección el seguirlos, era consecuencia inmediata y legítima que no quería se les negasen los medios, puesto que la voluntad de éstos siempre está embebida en la voluntad del fin. Así lo entendieron los demás Ejecutores, pero el Comisionado de Palencia caminó en un todo por un rumbo verdaderamente original y peregrino.

Tal fue el que siguió después de las referidas gestiones. Practicadas todas ellas, comenzó el examen de los Novicios, llamándoles dos veces a cada uno en particular, examinando su última determinación y haciendo firmar a cada individuo el partido que quería seguir en dos listas separadas. De manera, Señor, que antes de dar principio al Examen de la determinación, precedió el violento despojo del hábito de la Religión; y después que el Comisionado había hecho cuanto estaba de su parte para que los Examinados no pareciesen jesuitas ni Religiosos, les preguntaba si deseaban serlo. No tenemos noticia de que en la Iglesia Católica hubiese precedido otro ejemplar de semejante modo de examen, que sirviese de original a éste. Pero los ejemplares, que faltan en la Iglesia, sobraron en la superstición gentílica y no han sido raros en las sectas heréticas, cuando se trató de arrancar a algunos Mártires del seno de la verdadera Religión. Lo más singular, que hubo en este extraño modo de proceder, fue que el Comisionado de Palencia no hizo distinción ni entre los que perseveraron constantes ni entre los que desistieron débiles y acobardados. A todos los hizo iguales, pues a uno y a otros los dejó con el ridículo traje en que les había puesto su equivocado celo o su verdadera precipitación.

Viéndose los constantes en un hábito que, lejos de acreditarlos individuos de una Religión, los confundía con los más despreciables galopines, suplicaron humildemente al Alcalde Mayor que a lo menos les diese una certificación por la que constase que eran Novicios de la Compañía. No había petición más justa; con todo eso, se la negó rotundamente, fundado en las leyes o principios que él sabrá y nosotros no alcanzamos.

En los dos interrogatorios, de los cuales consideramos el segundo como certificación del primero, firmaron hasta 36 que querían seguir a sus Hermanos, cuyo número se rebajó hasta 32 en el tercero que se les hizo. Y aunque en este último se les protestó que ya no habría lugar a la retractación ni al regreso, esto se entendió y se practicó con una visible desigualdad, porque, a los que significaban que se querían volver al siglo, al instante se les aceptaba la palabra; pero si, arrepentidos de su inconstancia, protestaban que querían perseverar en la Religión, se les respondía con desabrimiento que ya no había lugar, porque estaba cerrada la puerta. Extraña regla de equidad y de justicia, según la cual los constantes en todo tiempo se podían arrepentir de su firmeza, pero a los débiles nunca se les daba lugar para que enmendasen su inconstancia.

Éste fue el famoso examen que hizo el Comisionado de Palencia de los Novicios de la Provincia de Castilla la Vieja, después del otro no menos memorable que por espacio de 11 días habían sufrido en la Villa de Torquemada, habiéndose apurado en uno y en otro todos los primores de la sugestión, de la vejación y de la violencia. Ésta fue aquella plena libertad en que se les dejó para que cada uno pudiese tomar aquel partido a que le indujese su inclinación. Así cumplieron los Comisionados de uno y otro pueblo con el serio encargo, que se les hacía en la Instrucción, de «no permitir sugestiones para que se abrazase el uno o el otro extremo, por quedar del todo al único y libre arbitrio del interesado». A la verdad no consta que el Comisionado de Palencia hubiese permitido sugestiones forasteras, pero qué falta hacían éstas si él tomó de su cuenta hacer por su propia persona las más extrañas, las más inauditas y las más violentas.

Para cerrar con llave de oro, o por mejor decir, de un durísimo y groserísimo hierro sus procedimientos, luego que se concluyó el último interrogatorio, levantando la voz, dijo con su acostumbrada destemplanza: «Despídanlos, despídanlos y pónganlos en la calle». Pero al mismo tiempo mandó a los Alcaldes de Torquemada que, antes que saliesen los constantes, les registrasen sus hatillos para reconocer si eran suyos: indecentísima desconfianza, que llenó de dolor y de vergüenza a unos jóvenes tan pundonorosos como timoratos y tan distantes de apropiarse con sórdida vileza lo ajeno, que se dejaron arrebatar, sin alentar una queja, lo que era de su uso, pues, habiéndose encontrado en el hatillo de uno de ellos el manteo de paño negro fino de que él mismo usaba, se lo llevaron a vista suya con violencia, sin pensar en restituirlo. Lo mismo se ejecutó en Palencia con todas las sotanas, ropas y manteos de los que perseveraron y no perseveraron, pues en el despojo general todos quedaron iguales, llegando a tanto la poca piedad de aquellos duros Ejecutores que no les permitieron llevar los bastones y pobres bordones que habían sacado de Villagarcía, complaciéndose al parecer en que les faltase hasta el triste arrimo de un palo.

Concluido el registro de los hatillos salieron todos a la calle en calzas y jubón, siendo asunto de chacota y algazara a las voces del vulgacho, mezclado entre el inmenso gentío que había concurrido. Éste les repetía a voz en grito la antigua cantinela que tantas veces habían oído en Torquemada. Tratábanlos de necios, de locos, de insensatos que voluntariamente se iba a perder. Y porque uno de los Novicios constantes dijo, con más fervor que prudencia: «Aquí vamos los que seguimos a Jesucristo», el populacho respondió: «¡Éste será el capitán, qué calabozo merecía!».

Viose entonces en la Ciudad de Palencia un remedo de lo que 18 siglos antes se había visto en la de Jerusalén. El mismo que había entrado en ella entre los aplausos del pueblo el Domingo, fue afrentado el Viernes por las calles públicas, y al fin puesto en un vergonzoso madero por la gritería del mismo populacho, sin más méritos que las nuevas y portentosas maravillas que había obrado en aquellos cinco días. Quince días antes habían sido recibidos los Novicios en Palencia entre los más dolorosos clamores, entre las más tiernas lágrimas y entre los más dulces suspiros de toda la Ciudad, íntimamente compadecida, y aun al parecer envidiosa de una suerte que consideraba tanto más feliz cuanto se representaba más desgraciada. Todos a competencia se esmeraban en hospedarlos, en consolarlos y en agasajarlos. Ahora, que se habían hecho mucho más dignos de su estimación y de su cariño por las insignes pruebas que habían dado y estaban dando de su sólida virtud y de su heroica constancia, les gritan, les desprecian, les ultrajan y, lejos de consolarlos en sus trabajos, parece que el ínfimo pueblo se divertía en añadírselos. Tanta verdad es que el vulgo de los hombres es como el vulgo de las aguas, que con igual facilidad se mueve a todos vientos.

Eran ya las 4 de la tarde cuando se vieron en la calle los pobres Novicios, sin haber probado bocado desde que habían salido de Torquemada. El viaje, aunque corto, había sido penoso por la incomodidad del carruaje y por lo que la habían aumentado las aguas. El descanso, que habían tenido en aquellas cuatro penosísimas horas, fue el que se acaba de referir. Su edad, la menos proporcionada para tolerar los insufribles efectos del hambre. Estaban unos medio desmayados, otros muy desfallecidos y todos con la impaciente necesidad de comer que se deja considerar. Dirigiéronse, pues, a cierta Comunidad Religiosa6, donde en su primer tránsito habían sido recogidos y agasajados con cariñosísimo esmero. No se había resfriado en ella ni el amor ni la caridad, pero de tal manera se había apoderado de sus corazones el temor a vista de lo que pasaba, que, después de haberlos hecho esperar en la portería cerca de media hora, se les despidió sin otra respuesta, limosna ni consuelo que decirles que no estaba en casa el Superior. Verdad es que no malograron los Novicios el rato que los detuvieron en la portería. La muchedumbre popular, que los seguía a todas partes, tuvo cuidado de que lo aprovechasen bien. Ya que no socorría a sus necesitados estómagos, llenaba con fastidiosa repetición sus oídos de los dicharachos de que ya estaban muy hartos, inculcándoles que se iban a perder, que nunca les dejarían embarcar y que en la primera Plaza de armas les echarían a cuestas la casaca de soldados en lugar de la sotana de jesuitas.

Sin hacer caso de estos desahogos de la vulgaridad y despreciando aquellos necios pronósticos de la ínfima plebe, como estaban más necesitados de comer que de consejos, se dirigieron a otra Comunidad Religiosa7, con esperanza de hallar algún remedio a su necesidad. Al principio se les respondió por parte del Prelado que no tenía arbitrio para recogerlos sin consentimiento del Alcalde Mayor. Pero como ellos insistiesen en que sólo pedían algún caritativo socorro para remediar de pronto la grave necesidad que padecían, les envió después un peso duro, con cuya limosna se retiraron al atrio de la misma Iglesia, perseguidos siempre del importuno gentío.

Desde allí destacaron a dos HH. Coadjutores para que buscasen un mesón donde poder recogerse. Admitiólos sin dificultad la compasiva Mesonera, pero apenas se habían acogido a él, cuando, noticioso el marido, corrió al mesón y tan colérico como destemplado les expelió de él ignominiosamente, diciéndoles que en su casa no se daba posada a gente loca y perdida. Admitiéronles en otro mesón, cuyo dueño debía de ser de corazón más humano o de opiniones más benignas, donde nada tuvieron que padecer con los huéspedes de la posada. Pero no les faltó mucho que sufrir con los continuos concurrentes que se atropellaban para inducirlos y para mortificarlos.

Entre éstos se presentaron dos conocidos de un Hermano Novicio, llamado Lorenzo Alagüero, hijo de D. Manuel Alagüero, Secretario del Ayuntamiento de Valladolid. Instáronle para que se fuese a su casa a descansar y a tomar un bocado. Resistióse el Novicio, conociendo su torcida intención. Pero, sofocado por sus importunas instancias, para liberarse de ellas, les respondió que no podía condescender con sus ruegos sin licencia de los dos más antiguos, a quienes el P. Rector había nombrado para Superiores de todos al tiempo de la separación. Pidieron a éstos la licencia. Pero como ellos, que penetraban igualmente los intentos, les respondiesen con advertida sagacidad que no le obligaban ni le podían obligar a que fuese, arrebatados de furor los tales conocidos, se quitaron la mascarilla y, prorrumpiendo en las disonantes voces de que allí no había antiguo ni Superior ni calabaza, porque, donde no había cuerpo de Comunidad, no había cabeza, le arrebataron por fuerza de entre los demás Hermanos y se lo llevaron consigo. Lo mismo hicieron al propio tiempo con el H. Isidro Ruperto Torrente, natural de Ledesma, niño de poca edad, de pequeña estatura y de fuerzas correspondientes a la brevedad del tamaño.

A vista de una violencia, a que no podían resistir los afligidos Novicios, les suplicaron que a lo menos permitiesen que fuese acompañando a los dos Hermanitos un Hermano Coadjutor para que se restituyesen con él a la posada, luego que hubiesen comido. Condescendieron sin dificultad en una proposición que no les servía de estorbo para lo que pensaban hacer. Llegaron todos a la casa donde pretendían que les estaba preparada la comida. Iba a entrar en ella el H. Coadjutor y, agarrándole de un brazo, le pusieron en la calle, diciéndole que allí nada tenía que hacer. Metieron a los dos niños en la referida casa y al primero lo despacharon luego en un coche a Valladolid, restituyéndole a la de sus padres, a pesar de su resistencia y de sus lágrimas. El segundo se dejó ver tal cual vez en el mesón, pero con otro nuevo engaño le volvieron a arrebatar y le enviaron a Salamanca, aprovechándose del retorno de unos coches que pasaban por Palencia. No sabemos qué razones pudo tener el Alcalde Mayor de aquella Ciudad para sufrir silenciosamente unas tropelías tan públicas, tan claramente opuestas a vuestro Real Decreto, y por otra parte tan manifiestamente vulnerativas y despreciadoras de su privativa jurisdicción. Pensar que las ignoró, habiendo sido tan notorias, es de aquellas cosas que pueden alguna vez caber en lo posible, pero nunca en lo verosímil. Alegar que no hubo parte legítima que se quejase, es querer voluntariamente alucinarse y pretender echar polvo a los ojos de los demás. Los Novicios ya no lo podían ser, pues en la Jurisprudencia del Juez ya no les reconocía por tales, como lo acreditaba el indigno traje en que los tenía puestos y la tenacidad con que les habían negado el testimonio de que eran Novicios de la Compañía. ¿Pues qué parte legítima había de reclamar aquel inicuo agravio si no salía a reclamarlo la vindicta pública, procediendo de oficio, como se debe hacer en casos de semejante notoriedad?

No parece que puede tener otro efugio el Alcalde Mayor, ni los sujetos que practicaron la referida violencia con los dos Novicios, sino decir que el primero, esto es Lorenzo Alagüero ya había firmado en Torquemada que no quería seguir a los jesuitas sino volverse a casa de sus Padres. Así es, que lo había firmado; pero se arrepintió tan inmediata y tan vivamente que, viendo inexorables a los Alcaldes para que admitiesen su retractación, no sosegó hasta lograr que todos los demás Novicios hiciesen un propio al Comisionado de Villagarcía, representándole el desconsuelo de aquel afligido mozo, informándole de su casi instantáneo arrepentimiento y suplicándole por lo más sagrado del cielo y de la tierra que se recibiese su firma entre los que determinaron seguir a los Profesos. Así es, que lo había firmado; pero en medio de eso los Alcaldes de Torquemada le habían enviado a Palencia con la sotana de la Compañía en la de todos los demás, manifestando en este mismo hecho lo poco o lo nada que ellos mismos fiaban de unas firmas arrancadas con tanta violencia. Así es, que lo había firmado; pero sin embargo de esto sufrió en Palencia los mismos tres rigurosos exámenes que sus compañeros, y en todos tres se mantuvo constantísimo en su última resolución, tanto que hasta el mismo Alcalde Mayor la reconoció por legítima cuando, sin hacer aprecio del Interrogatorio de Torquemada, le agregó en la lista al número de los constantes. De todo lo cual resulta que no puede haber lugar a la mencionada cavilación.

Pero cuando liberalmente se le quisiese admitir al Alcalde Mayor este efugio para cohonestar la indolencia con que disimuló el atropellamiento de vuestro Real Decreto, el de la Instrucción General, el de misma privativa Jurisdicción y el de todos los Derechos Humanos y Divinos en la relatada acción ejecutada en el Novicio Lorenzo Alagüero, ¿qué salida encontrara para justificar el mismo silencioso disimulo en la otra, tan parecida a ésta, que unos hombres particulares practicaron de su propia autoridad con el delicado niño Isidro Ruperto Torrente, de quien en ningún interrogatorio precedente se encontrará firma alguna que acredite su desistimiento en querer seguir a la Religión? ¿Por dónde dejará éste de considerarse por un verdadero rapto de Persona Religiosa en orden al fuero, y por consiguiente sujeto a todas las penas que imponen a los Raptores así las Leyes Canónicas como las civiles?

Pasaron los Novicios aquella noche con el desconsuelo que se deja discurrir, viéndose sin los dos Hermanos, que con tanta violencia como inconsideración les habían arrebatado. Sin ellos quedaron los perseverantes hasta el número de 30. Su primera diligencia, luego que amaneció el día siguiente, fue destacar un Hermano Coadjutor que se adelantase a Santander para informarse si era verdad que se habían embarcado ya los Padres, como todos se lo pretendían persuadir con tanto empeño que, para lograrlo, no reparó un sujeto de distinguido carácter en fingir una carta que decía ser de un hermano suyo residente en el mismo puerto, en el que le aseguraba se había hecho ya el embarco de todos los jesuitas del Reino de León y Castilla la Vieja. Comunicóla con afectada confianza a los Novicios y, aunque los más sagaces no dejaron de oler la suposición, tampoco dejó de conturbarles mucho. Y para salir de toda duda, tomaron aquel expediente más cuerdo y más advertido de lo que se debía esperar de su mucha perturbación y de sus pocos años. Ni deja de ser digno de admiración que se hubiera hallado entre aquellos jóvenes uno tan fervoroso y tan esforzado8, que voluntariamente se ofreció a emprender a pie tan penoso como arriesgado viaje, prometiendo desandar el mismo camino y retroceder hasta donde los encontrase, luego que por sus mismos ojos se hubiese informado de la verdad. Resolución no menos generosa que caritativa, de que se encontrarán pocos ejemplares en delincuentes que no sean de esta especie o de otra muy parecida.

Evacuada esta diligencia, que les pareció la más precisa, trataron de hacer otra que no juzgaron menos necesaria. Y a la verdad lo era absolutamente, si habían de tomar algún sustento aquel día. Despacharon como a la mitad de los compañeros a que fuesen a pedir limosna, unos a la puerta de la Catedral y otros por las calles y casas de la Ciudad. Duróles poco este indispensable arbitrio, porque inmediatamente dio el Comisionado Orden a su Alguacil Mayor para que los hiciese recoger a todos al mesón, pena de ser conducidos a la cárcel. Por lo menos con estas voces intimó aquel Ministril la Orden a todos los que encontró. Si fueron suyas, no deben causar mucha novedad. Si del Alcalde Mayor, es digno de admiración que un hombre de letras (a lo menos en la presunción legal) no encontrase otros términos más decentes y más propios para explicarse con unos Novicios Religiosos, sobre los cuales, evacuada ya su Comisión, no tenía la más mínima jurisdicción ni sombra de autoridad, y en caso de haber cometido algún exceso que pareciese delito, había en Palencia Tribunal Eclesiástico competente, así para contenerlos como para asegurarlos.

Con efecto de dos delitos les acusó el Alguacil Mayor delante del más antiguo. El primero de que hubiesen salido a pedir limosna sin licencia del Provisor y del Alcalde Mayor. A esto respondieron, con su acostumbrada modestia y sinceridad, que ignoraban absolutamente fuese necesaria semejante licencia para que unos pobres tan notoriamente conocidos por tales en aquella ocasión como lo eran ellos, pidiesen limosna de puerta en puerta para remediar su patente y casi extrema necesidad. Pudieran haber añadido que ni en la portería del Colegio de Palencia ni en la de Villagarcía, perteneciente al mismo Obispado, adonde diariamente solían concurrir más de cien pobres, y algunos años más de mil, se había considerado jamás necesaria otra licencia que la de su visible necesidad y miseria para socorrerla abundantemente.

El segundo delito, de que les acusó aquel Ministril, fue que dos de ellos pedían limosna con estas voces: «¿Nos hacen Vds. favor de dar una limosna para los que siguen a Cristo?». Y luego que dio su queja, añadió: «Cuando no he metido a dos de Vds. en la cárcel por el modo de pedir que tenían, ha sido un milagro». Efectivamente se puede reputar por una especie de prodigio que no se hubiese añadido esta tropelía más a las muchas que se ejecutaron en aquellos virtuosos mancebos en la referida Ciudad. No es nuestro asunto calificar de prudente el modo que tenían de pedir aquellos dos honrados mancebos y no menos inocentes mendigos, porque tenemos muy presente la doctrina de San Buenaventura, el cual dice que ni la prudencia ni la discreción son virtudes propias de los Novicios, antes bien desconfía mucho el Santo de aquellos que en tiempo de su Noviciado despuntan de discretos y de prudentes contra las reglas de la santa y angélica simplicidad.

Con todo eso iba el más antiguo a responder humildemente lo que se le ofrecía, cuando el Alguacil Mayor, sin darle lugar a hacerlo, le interrumpió diciéndole: «Vd. tiene la culpa de que todos se vayan a perder, pues no llevan pasaporte y sin él van expuestos a que los prendan por vagos las Justicias. Además que no me atrevo a afirmar que hallen embarcación». Y diciendo esto les intimó inmediatamente tres Órdenes. La primera, «que no saliesen de casa, a lo menos a pedir». La segunda, «que no se tratasen de Hermanos, pues ya no eran jesuitas». Y la tercera, «que en toda aquella mañana se retirasen de Palencia, porque ocupaban la Ciudad, so pena que a todos los llevarían a la cárcel». Ésta fue la cuarta amenaza que se les hizo a los Novicios con las prisiones públicas de los malhechores, pero se les hizo por un pobre hombre lego, y tan lego que mostraba serlo desde los pies a la cabeza. Consideración que nos ahorra por ahora muchas reflexiones.

Diéronle palabra de que en la primera y tercera Orden sería obedecido con toda la posible exactitud, pero que en la segunda no le podían obedecer con la misma, pues, aun dado el caso de que ya no fuesen jesuitas, según su definitiva decisión, todos eran hijos de Adán y por consiguiente Hermanos. Despidiéronle con esta acertada respuesta. Y sobresaltados algún tanto con la especie del pasaporte que el Alguacil les había soltado, deputaron dos compañeros para que se lo pidiesen al Sr. Obispo9, manifestando en esto su candidez, pues ignoraban, aunque con mucha disculpa, que aquel Instrumento no correspondía al Prelado. Éste les remitió al Alcalde Mayor, que tenía estrecha obligación de dárselo. Pero ellos, justamente acobardados, no se atrevieron a pedírselo a un Ministro que contra toda justicia se había negado a mandarles dar un testimonio auténtico de su verdadero estado. Determinaron, pues, ponerse en camino sin este documento, llenos de confianza en la Providencia de Dios, de que ésta con su ajustado proceder y su visible inocencia les serviría del más seguro pasaporte. Hicieron las más vivas diligencias con el Alguacil Mayor para que se les diese un carro y algunas caballerías que llevasen sus hatillos y en que fuesen con menos incomodidad algunos de los más débiles y enfermizos, ofreciendo pagar ellos mismos los bagajes. Pero nada pudieron conseguir porque se cerró aquel hombre en que no había Orden para que se les diese nada, como si fuera lo mismo (aun caso que hubiera tal Orden) prohibir que se les suministrase bagajes a costa de la Real Hacienda, que mandar se les negase absolutamente toda asistencia, ni por Dios, ni por su dinero. Esto más sería tratarlos como bandidos que como expatriados muy contra la piadosa intención y aun contra las más expresas Reales Órdenes de Vuestra Majestad. Verdad es que, en lugar de los bagajes que pedían, les volvió a llenar de dicterios que no habían menester, pues de este género ya llevaban consigo abundante provisión. Repitióles el lisonjero tratamiento de locos, de insensatos y de mozos perdidos, añadiendo de nuevo el calumnioso dictado de rebeldes al Rey, contra cuya voluntad seguían aquel empeño, sin tener presente que así en vuestro Real Decreto como en vuestra Real Pragmática se expresaba todo lo contrario, cuando se les dejaba a su libre albedrío la elección.

No acobardó a los generosos Novicios este inhumano abandono y absoluto desamparo, antes más y más confiados en la Providencia del Señor, resolvieron emprender inmediatamente su viaje, haciéndolo todos a pie y tomando a cuestas sus hatillos. Salieron, pues de Palencia aquella misma mañana como a las 12 del día en el referido equipaje. Componían entre todos el número de 27, porque de los 32 que habían sufrido con heroica constancia las durísimas pruebas practicadas con ellos por el Alcalde Mayor, 2 habían sido violentamente arrancados de su compañía y conducidos a casa de sus padres, a uno se le había destacado a Santander, otro no se atrevió a seguirlos, poseído de una profundísima melancolía, y el tercero se quedó indispuesto en el Palacio del Obispo, según aseguraron sus familiares10.

Fácilmente se deja considerar lo mucho que tendrían que padecer unos jóvenes tiernos, delicados, criados en sus casas por lo general no sólo con comodidad sino con regalo y desacostumbrados absolutamente a viajar con aquella desconveniencia, caminando a pie, cargados con sus pobres hatillos, sin bagajes, sin guía y sin más prevención que la que habían encomendado a la Divina Providencia, mal sustentados, aunque bien hartos de oprobios, llenos por otra parte de temores, de sustos y sobresaltos con tantas especies malignas como les habían sugerido, sin haber entre ellos uno solo que supiese el camino. Porque, habiendo resuelto dejar el Real, que es el de Torquemada, atemorizados sólo con el nombre de aquella Villa, con la memoria de lo mucho que habían padecido en ella, les fue preciso tomar caminos extraviados y enteramente desconocidos así a ellos como al conductor de dos caballerías que iban de retorno a Burgos y dichosamente las habían encontrado a poca distancia de Palencia, las que alquilaron a precio bien excesivo para conducir a los más débiles. Ya fuese por lo mal que les guiaron o por lo que su ninguna práctica les hizo desacertar repetidas veces el camino, anduvieron aquella tarde cinco leguas tanto los peones como los jinetes, llegando todos aquellos tan estropeados, con las piernas tan doloridas, con los pies tan inflamados, tan llenos de ampollas o tan desollados que, en entrando en la posada, se arrojaron sin libertad por aquellos suelos en la desnuda tierra, incapaces de dar un paso; y aunque bien necesitados de alimento, apenas lo pudieron tomar porque vencía la fuerza de los dolores a los estímulos de la necesidad. Por fortuna había entre los Novicios uno que entendía algo de Cirugía11, y habiéndoles aplicado a las plantas de los pies un apósito casero, lograron con él algún alivio y con este beneficio pudieron conseguir aquella noche el descanso de que estaban tan necesitados, dividiéndose distribuidos todos en diferentes casas por la compasiva caridad de los vecinos.

Al amanecer el día siguiente se hallaron con un suceso no esperado, que los llenó de un dulcísimo consuelo. Fue el caso que, cuando estaban ya para partir de Palencia, un buen H. Pedro Rodríguez se sintió vehementísimamente tentado del enemigo para que no siguiese a los demás, proponiéndole mil dificultades y peligros. Estuvo por algún tiempo neutral entre la tentación y la constancia, pero se declaró por ésta la victoria y partió al fin con sus compañeros. Había ya andado como legua y media en su compañía cuando volvió al ataque el tentador con mayor violencia, y ésta fue tanta que al cabo le derribó y, sin dar oídos a las caritativas palabras con que los otros le procuraban animar, avivada la tentación con la oportunidad de dos carros, que se presentaron en el camino y volvían a Palencia, subió a uno de ellos y se restituyó a dicha Ciudad. Apeóse un poco antes de entrar en ella, llegó a la puerta donde se quedó de repente inmoble, de manera que no pudo dar un paso adelante. Al mismo tiempo se quedó tan sofocado que le pareció iba a ahogarse, pero todo se desvaneció con la misma instantaneidad que se había fraguado, porque, determinado generosamente volver atrás y seguir a los Hermanos, se halló en el mismo instante con tan esforzado aliento y con las piernas tan expeditas que en aquel mismo día, aunque ya a las 11 de la noche, pudo alcanzar a los otros, andando a pie todo lo que ellos habían caminado, y con legua y media de más. Cuando llegó a la Villa de Astudillo, ya estaban todos recogidos, por lo que no pudieron tener noticia del suceso hasta la mañana, en la cual quedaron todos gozosamente sorprendidos cuando se vieron allí con su querido Hermano, rindiendo mil gracias al Señor por las misericordias que había usado con él, sirviendo al principal interesado de nuevo estímulo y a los demás compañeros de más esforzado aliento. Con él caminaron hasta la Ciudad de Burgos, devorando en el camino muchos trabajos de diversas especies, que no deben tener lugar en este memorial, donde no es necesario referirlos. Pero no podemos omitir en él mucho de lo que les pasó en aquella Ciudad, donde les obligaron a sufrir otros dos interrogatorios, sin que sepamos con qué autoridad procedió en esto aquel Intendente.

Como media legua antes de entrar en ella encontraron a un hombre desconocido, pero con todas señales de persona honrada y de sana intención, el cual les dijo entre cariñoso y compadecido que inútilmente se fatigaban en el empeño de seguir a los Padres, porque el Intendente de Burgos tenía orden positiva y absoluta para no dejarles pasar adelante y obligarles a uno de dos extremos, o volverse a sus casas o escoger otras Religiones. Conturbóles extremamente una noticia dada por un hombre de aquellas señas y en un tono que parece no dejaba duda ni a la sinceridad de la intención ni a la verdad de la especie. Con todo eso, ofreciéndoseles entonces vivísimamente las diferentes astucias de que se suele valer el Demonio, unas veces transformándose en Ángel de luz y otras valiéndose de hombres que en su exterior aparato lo parecen, esforzando más su confianza en el Señor, renovaron sus propósitos de seguir a los Padres hasta que no pudiesen más, y prosiguieron con valerosa intrepidez su camino.

Antes de esto habían tenido la advertencia, no muy regular en sus pocos años, de disponer que se anticipasen cuatro de los más despejados a poner en noticia del Arzobispo12 y del Intendente, cómo los Novicios de Villagarcía, que iban en seguimiento de los Padres, deseaban pasar por la Ciudad y deseaban saber si se les permitiría la entrada, solicitando al mismo tiempo licencia para pedir limosna en ella. En lo primero no se embarazó aquel Prelado, pero lo segundo se lo negó rotundamente. El Intendente no les estorbó el paso y se conformó también con la decisión del Arzobispo, aunque desde luego les comenzó a disuadir del empeño en que se mantenían, calificándolo de locura. Dioles de limosna una peseta para que comieran los cuatro aquel mediodía y al mismo tiempo les intimó la Orden de que, en llegando todos a la Ciudad, se presentasen al anochecer en su casa. Parécenos que no es digno de omitirse lo que les sucedió con el Prelado a la primera entrada. Luego que los vio en su presencia, se le ofreció con viveza si serían algunos vagabundos o tunantes que se fingían lo que no eran. Pero, haciendo reflexión a su modestia, a su compostura y a su vergonzoso pudor, se sosegó enteramente su ánimo, diciendo entre sí: «Bien se conoce que son Novicios de la Compañía». Así lo confesó el mismo Arzobispo a sujeto de toda veracidad13 y de distinguido carácter, que se lo refirió a los mismos Novicios.

Mientras tanto, se iban acercando a la Ciudad todos los demás caminantes y, habiendo llegado a un puente no muy distante de sus murallas, se detuvieron en él para esperar a los que por su debilidad se movían más perezosos. No sólo llegaron éstos, que venían, por decirlo así, en aquel destacamento, sino también y casi al mismo tiempo otros tres que desde Palencia habían tomado el camino de Torquemada para recoger los hatillos que habían dejado en ella. Casualidad que, sin exceder los límites de lo natural, prudentemente se puede representar con visos de particular providencia.

En el puentecillo estaban respirando el aire de la campiña ciertos Eclesiásticos, parientes de un jesuita joven14, que pocos meses antes había muerto en Valladolid con olor de particular santidad. Éstos, sin darse a conocer por entonces a los Novicios, y mucho menos sin ánimo de disuadirlos, antes bien, como después se reconoció, por sólo el gusto de experimentarlos y por la complacencia de oír la inocente sencillez de su modo de pensar, trabaron conversación con ellos y, después de mostrarse muy compadecidos de los trabajos de la Religión, añadieron que, si ellos se hallaran en las circunstancias de los Hermanos Novicios, no se empeñarían a seguir a los demás, así porque parecía muy verosímil que no se les diese embarcación como porque iban de cierto a padecer mil desdichas sin fruto y sin provecho. A esto les respondieron estas precisas palabras: «Señores, después de haber hecho por Dios todo lo que está de nuestra parte, si no lográsemos nuestro santo fin, no nos pedirá Su Majestad cuenta de ello, y diremos entonces con toda seguridad: hasta aquí pudo llegar nuestra vocación». Admirados y edificados aquellos buenos Eclesiásticos de una respuesta tan directa como religiosa, se quitaron la mascarilla y, declarando entonces quiénes eran, los fueron acompañando y animando a padecer con palabras muy propias de su piedad y de su estado.

Como a las 6 de la tarde del día 24 de abril entraron todos en el mesón que les tenían prevenido los cuatro aposentadores y exploradores. Allí supieron de ellos lo que había pasado con el Intendente y la Orden que les había dado. También les informaron con más individualidad de lo acaecido en la primera audiencia del Arzobispo, añadiendo a lo dicho que, al tiempo de despedirlos, no teniendo por conveniente concederles licencia para pedir limosna, mandó el caritativo Prelado que, antes de salir de allí diesen un rendingot y una capa a dos de los más necesitados, dándoles al mismo tiempo Orden para que volviesen al día siguiente. Obedecieron los cuatro con ciego y agradecido rendimiento, y les mandó dar 100 reales, previniéndoles que les esperaba aquella tarde; presentáronse rendidos y les socorrió con otros 100 reales, advirtiéndoles también que la mañana siguiente se dejasen ver en Palacio. Admitióles benignamente a su presencia y dio Orden para que se les socorriese con igual cantidad que las dos veces antecedentes, acreditando así el advertidísimo y benignísimo Arzobispo que en el acto de negarles la licencia para mendigar no había influido ni la dureza ni la insensibilidad, muy ajenas de su tierno corazón, sino uno de aquellos rasgos políticos que dictan tal vez la más sana discreción y la más sagaz prudencia, pudiendo verosímilmente ser el no imprudente temor de que, expuesto de puerta en puerta a los ojos del público aquel tierno espectáculo de una necesidad tan honrada como repentina, excitase alguna conmoción popular que, comenzando en afecto piadoso y compasivo, acabase en movimiento sedicioso y delincuente. Parécenos supremamente verosímil que fuese éste el verdadero motivo que impelió a las dos Potestades, Eclesiástica y Civil, para que negasen la licencia que se les pedía. Si fuese así, es un nuevo y, aunque indirecto, muy poderoso testimonio de los ojos con que miraba el público nuestra desgracia, bien distante de aquellos con que suele mirar a los que reputa verdaderos delincuentes.

No fue ésta la única señal que dio el sabio Prelado de la compasión que le merecían aquellos jóvenes Novicios ni del alto concepto que había formado de su heroica constancia. Explicó a un confidente suyo, persona de superior respeto y veneración de aquella Ciudad, diciéndole que, atendidas precisamente las razones humanas, eran muchas y muy fuertes las que calificaban de inconsiderado el empeño de aquellos fervorosos mancebos, pero que, levantando la consideración a la vocación divina y a los admirables efectos de la gracia, le parecía un paso igualmente peligroso que temerario el desviarlos o disuadirles de su libre determinación. Este modo de pensar era tan propio de su elevado carácter y sagrada Dignidad como parecido en todo al que Vuestra Majestad había manifestado en su Real Decreto.

No lo entendió de la misma manera el Intendente. Verdad es que tampoco tenía obligación a saber tanto en estos puntos como el docto Arzobispo, antes bien, persuadido quizá a que hacía en esto un gran servicio de Vuestra Majestad, luego que concurrieron los Novicios a su cuarto, como todos lo hicieron puntuales en la misma hora que les había citado, a excepción de algunos que por enfermos, estropeados y enteramente rendidos, se habían metido en la cama, dio principio a su razonamiento con esta pregunta: «¿Con que Vds. quieren seguir a los Padres?». Y habiéndole respondido que sí, prosiguió en esta misma substancia:

«Pues yo, aunque el más ignorante de todos los presentes, me he de tomar la libertad de exponerles francamente mi parecer con aquella pureza de corazón y con aquella realidad que corresponde al carácter de que me ha revestido la piedad del Rey. Es, pues, mi dictamen que desistan de un empeño en que se atropellan unos a otros los desaciertos y los inconvenientes. En primer lugar estoy cierto de que no han de hallar embarcación, pues me consta que el Alcalde Mayor de Santander no tiene Orden para ello, y sin ésta es conocida necedad que aquel Comisionado tenga arbitrio para franqueársela. Pero finjamos, por un poco, que la hallen. ¿Quiénes los han de recibir en el país de su destierro? ¿Los Padres italianos? Ríanse de esto, pues no llevando, como no llevan, ni un maravedí de pensión, no querrán echarse a cuestas una carga tan pesada, especialmente cuando no obliga a tanto la caridad, en cuyo orden la conservación del propio individuo es anterior a todas las demás. Y díganme: ¿qué harán en un caso que deben dar por supuesto? ¿Volver a España? Ya no es libre, pues para siempre se les cierran las puertas sin especial permiso del Rey. Acudir a sus padres, a sus parientes y a sus conocidos les será igualmente imposible, pues también tienen cerrado ese recurso con igual y con no menor prohibición. ¿De qué se sustentarán, pues, en un país extranjero, donde ninguno los conoce? Será, pues, preciso que unos aprendan a sastres, otros a zapateros, éstos paren en pillos, aquéllos en vagabundos, y todos queden perdidos. Añadan a todo esto el acreditarse, si no declaradamente rebeldes, a lo menos de poco rendidos a la voluntad del Rey: delito el más feo y el más grave en unos vasallos de honor, por la poco distancia que hay desde la indirecta falta de sumisión hasta la descubierta expulsión de la obediencia. Dirán (y con efecto oigo que algunos me lo dicen) que el Rey no les impide la libertad de seguir a los Padres, antes expresamente se la asegura, y por consiguiente que no deben ni pueden, sin nota de ligereza y de infidelidad a Dios, abandonar su vocación. Así es, que manifiestamente no se lo impide. Pero ¿qué querrá decir el haberlos despojado del hábito de su Religión (a lo que oigo decir) por Orden de Su Majestad? ¿Puede darles señales más claras del partido que deben tomar, si se quieren conformar a su Real Intención? ¿Y qué no debería esperar de su Real Magnanimidad los que abracen este prudente partido? Desde luego se deben prometer las mayores conveniencias que cada uno se puede esperar, atendidas sus particulares circunstancias. No duden que la Corte premiará su fidelidad y yo me prefiero a hacer valer en ella con mi recomendación. Pero, al contrario, se dará por muy ofendida de los que se obstinaren en llevar adelante una terquedad verdadera, cubriéndola con el especioso sobrescrito de una vocación imaginaria. Porque al fin ¿qué viene a ser esto que ellos llaman vocación? ¿Es más que un fervorcillo pasajero, fomentado después con el retiro y ejercicios del Noviciado, acabados los cuales, cuando ya están ligados con la profesión, no raras veces se disipa y, en lugar de aquel postizo o superficial consuelo, sucede con demasiada frecuencia un amargo pero inútil arrepentimiento? Y si no, ¿qué quiere decir la opresión con que sabemos gimen tantos Religiosos dentro de los Claustros, cuando ya no pueden sacudir el yugo de un estado que abrazaron con más ligereza que consideración? ¿Se dirá que fue verdadera la vocación de estos tales, o no, sino una exhalación fatua, una llamarada de devoción o de fervor y una verdadera veleidad? Mas, ¿para qué me canso en buscar otros ejemplares que los que tengo a la vista? Díganme, ¿qué vocación pueden tener estos dos niños [señalando con la mano a los dos más pequeños]? Acaso me responderán [y con efecto se lo respondieron] que quizá la tuvieron mayor, y más legítima, que todos los demás. ¿Pero no ven, hijos, que éste es un desbarro? ¿Qué capaces eran estas criaturas de hacer aquellas serias reflexiones que deben preceder en los que quieren abrazar con la conveniente madurez un estado tan penoso como perfecto? Finalmente ahorremos de razones. Este consejo, que les doy con el más sano corazón, no lo miren como mío, pues en esta consideración confieso que debe ser despreciable, habiendo protestado con sinceridad desde el principio que yo era el más ignorante de todos. Considérenlo como dictamen general de todos los hombres doctos, virtuosos y Eclesiásticos Seculares y Religiosos, sin excluir a los mismos de la Compañía, pues les aseguro que, habiendo hablado yo mismo sobre este punto con el sabio P. Calatayud, aquel Misionero Apostólico tan conocido en toda España, y con el docto P. Gabriel Barco, aquel hombre tan señalado en Salamanca como Catedrático y Jubilado más antiguo de su Religión, uno y otro desaprobaron altamente su determinación, calificándola el primero de locura y el segundo de bobería, a la que no hallaban otra disculpa que el fervorcillo del Noviciado y la inconsideración de la poca edad. No tengo más que decirles sino que se retiren a la posada, que cada uno rumie para sí lo que me ha oído; que lo reflexiones con todo sosiego y sin pasión; y pues hay en esta Ciudad tanto hombre docto, consulte cada cual su vocación con el que mejor le pareciese; y después de todo bien considerado, concurran todos a mi casa el día de mañana a la misma hora».



Pero les encargó mucho que ni a su casa ni a las Iglesias ni a otra alguna parte concurriesen todos juntos, ni mucho menos en figura de Comunidad, sino de seis en seis o de cuatro en cuatro, para evitar toda peligrosa conmoción. Igual encargo les hizo de que ninguno se metiese a aconsejar ni animar a otro, sino que cada cual considerase dentro de su corazón lo que más le convenía o pidiese consejo a quien se lo pudiese dar con mayor acierto, con más sabiduría y con más indiferencia, evitando el peligro de unos por otros se perdiesen.

Así los despidió verdaderamente aturdidos y llenos de temerosa confusión, no cierto por las ineficaces razones que les había alegado en su arenga con menos solidez que aparato de palabras. Aunque eran los oyentes tan tiernos y tan bisoños, habiendo oído y leído lo bastante en el Noviciado para conocer que en todo lo demás, que se les había ponderado con tanta verbosidad y artificio, había más de apariencia que de substancia, sabiendo que en el delicado punto de la vocación había hablado el Intendente como hombre en cuyos estudios y profesión era muy forastera aquella materia, pero, cuando le oyeron citar dos nombres tan respetables como el del P. Calatayud y el P. Barco, y citarlos en una cosa de puro hecho, y darse el mismo Intendente por testigo de su verdad, esto les abochornó y conmovió tanto, que hasta los más constantes comenzaron a titubear, no dudando decir que, si estuvieran ciertos de la verdad de la última noticia, sin alguna detención irían a firmar su desistencia.

Durmieron aquella noche con la inquietud que es fácil considerar, estando agitada la imaginación de un hervidero de especies tan molestas como difíciles de desprender. La mañana siguiente fueron algunos a oír Misa a la Catedral, observando puntualmente lo que el Intendente les había prevenido. Violes un Prebendado de la misma Iglesia15, tan distinguido por sus letras como por su virtud. Acercóse a ellos y les rogó que, buscando a los dos más antiguos, le esperasen en su casa, hasta que, acabado el Coro y demás funciones de la Iglesia, les pudiese hablar en ella. Noticioso de antemano y después él mismo testigo ocular de que algunos de ellos venían sin capa, les tenía ya prevenidas seis nuevas, pero, sabiendo que aún faltaban más, mandó que se las hiciesen, llegando a tanto su compasiva caridad que, viendo se quedaba todavía uno sin ella, por haber echado mal la cuenta, se quiso quitar la que traía en los hombros, como lo hubiera hecho a no haberlo resistido los Novicios con invencible tesón.

Antes de esto, informado de que el día precedente se les había negado la licencia para pedir limosna, había dado orden a un criado suyo para que saliese a pedirla para ellos desde el amanecer del día siguiente. No contento con esto, él mismo salió a demandarla en persona a todos los que encontraba, y su directa fórmula era ésta: «Los Novicios de la Compañía no pueden pedir, pero pueden recibir. Si Vmd. les socorre con algo, Dios se lo pagará y ellos se lo agradecerán». Con este piadoso arbitrio se juntó una decente cantidad de dinero, ropa blanca, vestidos, calzado y otros varios géneros, contribuyendo él mismo con una limosna tan crecida que se pudo llamar la gruesa respecto de las demás. Hizo que aquel día se quedasen tres Novicios a comer y cinco a cenar a su mesa, dejando de traerlos a todos a su casa por cierto reparo tan prudente como juicioso. Habían pensado confesarse todos los Hermanos aquella tarde con el mismo Eclesiástico para comulgar el día siguiente, que era Domingo, pero no pudieron lograr este consuelo por lo que vamos a referir.

Impaciente el celo del cuidadoso Intendente por saber el fruto que había hecho su patética exhortación, no pudo esperar a la hora que él mismo había señalado, y como a las 3'30 de la tarde despachó un recado a los Novicios, convocándolos luego para su casa. Juntáronse con la mayor presteza que pudieron, porque estaban esparcidos en varias partes y, cuando los tuvo en su presencia, les preguntó si habían consultado su determinación, como se lo había encargado. Unos le respondieron que sí, otros que no, y algunos de éstos le añadieron que sólo lo habían consultado con Dios y con su Espíritu. Preguntaba a los primeros quiénes habían sido sus consultores. Y porque uno le respondió que un P. Maestro Trinitario, al punto le replicó el Intendente: «¿Qué consejo le había de dar, si es de la Escuela de la Compañía?». Como si en la Escuela de la Compañía se enseñase a engañar a nadie, hablando contra lo que se siente; o como si la doctrina de los jesuitas aficionase a dirigir las conciencias por las reglas de la inclinación. Atrocísima calumnia que, por más que la cacareen nuestro émulos, ningunos la creen menos que los mismos que la vociferan. Pero calumnia que jamás sufrió la Compañía, porque, en tratándose de santidad y pureza de doctrina, tiene estrechísima obligación a justificarse a imitación de nuestro Capitán Jesús, que en esta materia nunca toleró el menor insulto sin rebatirlo al instante con soberana indignación.

Finalmente, reconociendo que todos o los más estaban resueltos a seguir a los Padres, volvió a la carga de su primera exhortación, añadiendo ahora algunos ribetillos que se le debieron de olvidar entonces. Díjoles, pues, que su viaje a Santander sería tan ocioso como insensato, pues, a buen librar, se volverían por el mismo camino, sin más utilidad que el trabajo de haberlo andado. Pero ¿y quién sabrá las Órdenes que tendrá aquel Alcalde Mayor? ¿Será acaso muy extraño que las tenga de meterlos a todos en un calabozo? ¿Y no podrá también suceder que, antes de llegar a aquella Ciudad, las Justicias de los lugares tomen esta providencia, viéndoles caminar sin pasaporte y con todas las señales de vagos, ociosos y mal entretenidos? Llamó después a su Secretario y haciendo a todos que firmasen su última determinación, sin que ellos supiesen ni nosotros sepamos hasta ahora con qué Orden se revistió de esta autoridad, los despidió previniéndoles que el día siguiente a la 8 de la mañana todos debían estar fuera de la Ciudad so pena de que sería encerrados en un calabozo.

Esta amenaza, que habían oído por la primera vez al Alguacil Mayor de Palencia, no les disonó mucho en una boca tan vulgar, pero, cuando la escucharon dos veces repetida por un Ministro tan caracterizado como el Intendente de Burgos, les causó imponderable extrañeza, y a nosotros nos la causaría también si no viviéramos en un siglo donde estamos tan acostumbrados a ver y aun palpar que la sagrada inmunidad se defiende con vigor en los libros, pero se atropella con rara intrepidez y con no menos serenidad en no pocos Tribunales.

Representóle un Novicio que había dos Hermanos enfermos e imposibilitados a ponerse en camino con aquella brevedad, pidiéndole permiso para quedarse él a cuidar de su asistencia. Negóselo con inflexible aspereza, diciéndole que en el Hospital de San Juan serían bien asistidos. Y habiéndole replicado humildemente el Hermano que los enfermos ni en el siglo ni en la Religión estaban acostumbrados a curarse en Hospitales, fuera de que, siendo ambos de los que querían seguir a los Profesos, parecía justo que se quedase alguno para su consuelo y para hacerles compañía, se cerró en su negativa el inexorable Intendente, olvidado por aquella vez de su genial «micialidad» y les repitió con desabrimiento que el día siguiente a la hora señalada debían todos haber evacuado la Ciudad, en la inteligencia de que enviaría los Ministros para que celasen el cumplimiento de aquella Orden y ejecutasen en los contraventores la pena que les tenían conminada.

Retiráronse de su presencia con el dolor que se deja discurrir, siendo su mayor desconsuelo el no poder ya cumplir el santo intento de fortificarse con la Sagrada Comunión por ser incompatibles las previas diligencias y devotos ejercicios, que debían preceder, acompañar y subseguir a la percepción de tan alto Sacramento, con las inexcusables prevenciones para un viaje tan acelerado que debían emprender antes de una hora tan anticipada como la que se les había prefijado.

Con todo eso, otro dolor mayor tuvieron que devorar aquella noche, que les llegó más al alma. Dos Novicios de los que se confesaron ingenuamente que con ninguno habían consultado su determinación sino con Dios y consigo mismos, por consejo o, digámoslo mejor, por orden del Intendente, fueron a consultar el punto con un Religioso grave de cierta Religión16, que él mismo les señaló. Apenas les oyó aquel devoto P. Maestro, cuando resolutoriamente les dijo que no podían en conciencia seguir a los jesuitas Profesos sin gravarla con un pecado mortal. Y como uno de ellos le repusiese que tenía hecho voto expreso de seguirlo hasta que no pudiese más, con igual satisfacción le respondió aquel Padre Maestro que no le obligaba el voto en semejante ocasión. En qué doctrina apoyaría este sabio aquella magistral decisión, no lo sabemos. Sólo sabemos que no la apoyaría ciertamente ni en lo que enseña la Compañía (aunque tan laxa y acomodada como pretenden nuestros émulos) ni tampoco en la que la Iglesia tiene comúnmente recibida. Pero el hecho es que, oyendo los acobardados y timoratos niños una sentencia tan funesta para sus delicadas almas, fulminada con tanto despejo y con tanta resolución por un hombre que tenía todo el recado exterior de varón sabio y pío, al punto fueron a firmar que desistían de su primer intento. Y como ambos eran mozos verdaderamente virtuosos, ejemplares y acreditados, a vista de su ejemplo se rindieron otros dos. Y si no hicieron lo mismo todos los demás, fue un efecto muy particular de la Divina Providencia.

En medio de esta nueva amargura hicieron aquella noche los restantes todas las diligencias que consideraron precisas para salir el día siguiente de Burgos antes que expirase el tiempo señalado. Eran a su parecer las más necesarias solicitar un pasaporte del Intendente y licencia para buscar de cuenta de ellos un carro o algún otro bagaje para llevar la ropa y demás géneros con que les había socorrido. Negóselo todo redondamente con su acostumbrada «micialidad» aquel Ministro, no siendo fácil discurrir en qué se pudo fundar para negarles una licencia que verdaderamente no habían menester, pues ningún pasajero la necesita para buscar por su dinero los bagajes que le acomodan, no estando embargados para el servicio de Vuestra Majestad o del público, o no hallándose ligado el pasajero con impedimento legal que lo prive de su libertad, como los fugitivos, los vagos y los buscados con requisitorias por la justicia. Nada de esto se verificaba en el caso presente, pero se pretendía hacer mérito de practicar todo género de violencias con aquellos pobres Novicios, cuyo gran delito era el querer ser fieles a Dios, usando de la libertad que Vuestra Majestad les dejaba, y posponiendo todos los respetos y conveniencias humanas a la perseverancia en su primera vocación.

Hallándose, pues, en el doloroso conflicto de perder la mayor y más necesaria parte de las limosnas con que les habían socorrido la compasión y la caridad de los fieles, es a saber, la ropa y géneros comestibles de que estaban tan necesitados, porque ni podían cargar con ellos ni se les permitían bagajes para portearlos, acudieron a su generoso y caritativo protector, el autorizado Eclesiástico de quien hemos hablado. Consolólos mucho, exhortándoles a que saliesen sin cuidado de la Ciudad al tiempo que les había señalado el Intendente, con la entera seguridad de que él mismo les solicitaría un carro en que fuese toda la limosna que se había recogido, bien que, aunque no pudiese hacer aquella diligencia en la misma noche por lo intempestivo de la hora, ni en gran parte de la mañana siguiente por las indispensables obligaciones de su particular ministerio, dispondría que el carro saliese a tiempo que los alcanzase en la primera jornada.

Sosegados y contentos con este prudente arbitrio, dispusieron la suya para el día siguiente, 26 de abril, y salieron de Burgos, al tiempo que se les había intimado, hasta el número de 21 Novicios. Dos de ellos se quedaron un poco atrás, diciendo a los demás que ellos les seguirían. Pero luego que éstos se alejaron algún tanto, retrocedieron a la Ciudad y, presentándose al Intendente, le dijeron que se habían quedado para asistir y acompañar a los dos enfermos. Como ya estaban fuera los otros compañeros, no lo resistió aquel Ministro.

A la segunda jornada les alcanzó el carro en que venía sólo una pequeña porción de ropa, que había dado y juntado la generosa industria de aquel piadosísimo Eclesiástico, enviándola toda al mesón para que allí se cargase. No sabemos si se pudo averiguar en quién había consistido el hurto. Sólo sabemos, por carta del mismo Eclesiástico a un conocido suyo17, recibida en Santander, que de su orden se juntó todo en el mesón donde se habían alojado los Novicios.

Éstos siguieron su camino a Santander con las incomodidades y fatigas que se pueden considerar, aunque con el singularísimo consuelo de haber sido recibidos y tratados en casi todos los lugares de su tránsito con inexplicable ternura, veneración y agasajo, compitiéndose todos, así Eclesiásticos como seculares, en las mayores demostraciones de cariño, de respeto y de admiración. Mas no por eso dejó Dios de afligirlos con otros sensibilísimos trabajos de especie muy diferente. Vieron arrancar violentamente de su seno y compañía a un fervoroso Novicio por las manos de su mismo padre, que anduvo 40 leguas para acabar esta hazaña, en la cual puede ser que encuentre alguna disculpa la naturaleza, pero ninguna encontrará la Religión. Verdad es que también vieron por otra el valor con que le echó de sí otro Novicio, cuñado suyo, rebatiendo denodadamente sus importunas sugestiones y despreciando con ánimo sereno sus coléricas amenazas. Vieron también triunfar igualmente a otros dos Novicios, naturales del mismo país, del porfiado empeño con que los combatió el natural, pero mal aconsejado amor de sus padres y parientes, que salieron al camino con el fin de disputar a Dios aquella conquista.

Entre esta alternativa de incomodidades y de atenciones, de disgustos y de consuelos, se iban acercando a Santander y, cuando llegaron a Reinosa tuvieron el mayor que en las circunstancias podían esperar. Allí les alcanzó de vuelta aquel animoso Hermano Coadjutor, a quien habían destacado desde Palencia para que se informase de la verdad o falsedad de tantas malignas especies como se habían inventado, para intimidarlos, acobardarlos y obligarlos a desistir de su fervorosa empresa. Inmediatamente les disipó todas aquellas pavorosas impresiones, informándoles con santa sinceridad de que él mismo había estado caritativamente hospedado en casa del Alcalde Mayor, que había hablado con los Padres, y que no había orden contraria a la embarcación de los Novicios, y por consiguiente que eran muy fundadas las esperanzas de conseguirla. Estas noticias los colmaron a todos de tanto alborozo que en las demostraciones de su regocijo hubiera peligrado algún tanto la gravedad y la circunspección si no hubiera ocasiones en que la moderación puede parecer impertinente, y si la puericia o la edad juvenil en ningún estado pudiese estar siempre sujeta a las más severas leyes de la más contenida madurez.

El generoso Hermano Coadjutor se empeñó en seguir su viaje hasta Burgos para comunicar las mismas alegres noticias a los cuatro Novicios que habían quedado en aquella Ciudad, dos enfermos y otros dos para asistirlos y consolarlos. Instáronle a que para menor incomodidad y para mayor presteza alquilase una caballería, pues se hallaban con caudal para aquel corto gastillo, pero se resistió constantemente, diciendo que, estando acostumbrado en el siglo a caminar siempre a pie, haría ahora de la misma manera aquel viaje con igual celeridad y sin especial fatiga. Efectivamente llegó a la referida Ciudad el día siguiente 30 de abril y, dirigiéndose a la casa del Eclesiástico protector de los Novicios, le llenó de un santo gozo con las noticias que le comunicó, pero sintiendo mucho el piadoso Eclesiástico no poder corresponderle con otras de igual consuelo.

Díjole que su viaje había sido ocioso, aunque no para Dios, a cuyos ojos lo consideraba sumamente meritorio. Porque debía saber que de los cuatro Novicios, que habían quedado en Burgos, tres habían desistido, movidos de un dictamen semejante al que sabía, de que pecaban mortalmente si no se separaban de su intento. El otro estaba enfermo en el Hospital de San Juan, pero con ánimo también (a lo que había oído) de hacer lo mismo que sus compañeros, uno de los cuales había dado parte al Intendente de esta resolución, si bien le había respondido aquel Ministro que, mientras el enfermo no se pusiese bueno y la firmase, ninguna providencia se podía tomar por sólo su dicho. Añadió el mismo Eclesiástico que ninguno, de los cuatro que se habían quedado en Burgos, se había dejado ver en su casa desde que los demás salieron de la Ciudad, y que los dos, que habían retrocedido con el pretexto de asistir a los enfermos, se habían ido a sus casas llevando la cantidad de 1.000 reales, poco más o menos, de las limosnas que se habían recogido para todos, con la poca piedad de no haber dejado ni un maravedí al único enfermo que estaba en el Hospital.

Desconsolado el buen Coadjutor con estas noticias, partió inmediatamente a verle y, dándole parte de las grandes esperanzas que tenían todos de lograr embarcación, dijo prontamente que él no había dicho cosa en contrario al Intendente. Pero como su indisposición no le permitiese prontamente ponerse en camino, y por otra parte le instase al Coadjutor la necesidad de restituirse sin dilación a Santander por lo que urgía el embarco, le dejó en el Hospital y se volvió solo a aquel puerto, sin que después hubiésemos sabido el paradero que tuvo nuestro afligido enfermo, siendo muy digno de reflexión que este Novicio fue aquel mismo a quien acaeció el extraño suceso que ya dejamos referido al salir de Palencia para Astudillo. En cuyo ejemplo debemos adorar los altos juicios de Dios, sin el temerario empeño de pretender examinarlos.

Habiendo confesado y comulgado el devoto y activo Hermano Coadjutor, volvió a tomar el camino de Santander, adonde arribó al día siguiente andando a pie en dos días las dos grandes jornadas que se cuentan desde Burgos a aquella Ciudad y cansan a las caballerías más valientes y más vigorosas. Pero su fervor y el ansioso deseo de no malograr el embarco le doblaban las fuerzas y el aliento. Ya encontró a todos sus amados compañeros distribuidos en diferentes casas de la Ciudad en virtud de un aviso que acertadamente anticiparon al Alcalde Mayor, pidiéndole licencia para entrar en ella, porque, aunque aquel Ministro no tenía Orden para dejarlos entrar, pero añadió que tampoco la tenía para no admitirlos, y que así podían ellos mismos ingeniarse, repartiéndose en las casas donde voluntariamente los quisieran recibir. Con esta noticia hubo una generosa competencia entre los principales Caballeros de la Ciudad, sobre quién debía hospedar en su casa a más Novicios. Y saliendo todos a recibirlos a alguna distancia del camino, uno de los más distinguidos tomó a su cargo hacer el repartimiento de manera que se dio por contenta la liberalidad de todos, esmerándose cada uno en agasajar a sus tiernos y fervorosos huéspedes, no de otra manera que si hubieran merecido tener en sus casas a otros tantos Ángeles.

A este no esperado recibimiento se siguió una de las acostumbradas amarguras con que el Señor se complacía en templarlos todos sus consuelos. Iba en aquella virtuosa tropa un Hermanito de 15 años y medio, natural del mismo país, de casa muy distinguida en él, y pariente muy inmediato18 de un sujeto tan conocido como venerado en España por su virtud, por su literatura y por las altas Dignidades que ha renunciado con ejemplar desasimiento. Era el tiernecito joven muy estimado de todos los demás Novicios por su compostura, por sus bellos modales y por su amabilidad, habiendo crecido en todos sus compañeros la estimación a vista de su generosa constancia, tan rara en aquella tierna edad y tan probada en las durísimas pruebas de Torquemada, Palencia y Burgos. Con el pretexto de anticiparse el gusto de verle y abrazarle, le salió al encuentro un tío suyo en una venta no muy distante de Santander. Allí saludó, trató y agasajó a todos los Novicios con la mayor afabilidad, estimación y cortesanía. Vínolos acompañando hasta la Ciudad, dejó con aparente tranquilidad que se le señalase alojamiento a su sobrino, pero luego que éste llegó a él, de la noche para la mañana le sacó por fuerza sin hacer caso de sus ruegos, de sus lágrimas ni de sus dolorosos gemidos. Y con el especioso sobrescripto de que sólo pretendía que se despidiese de sus padres y recibiese su bendición, se lo llevó adonde no sabemos, porque después no se ha tenido noticia de él. Triste suceso, que acibaró la suave dulzura con que aquella pequeñita pero constantísima grey tocaba ya con la mano el suspirado fruto de sus imponderables fatigas.

Al día siguiente a su arribo quisieron todos confesar y comulgar según su devota costumbre, y en cumplimiento de una de las Reglas de la Compañía. Dirigiéronse para este fin a cierta Comunidad Religiosa. Suplicaron a un individuo de ella que les hiciese la caridad de confesarles. Negóse con un no seco y redondo a administrarles este Santo Sacramento, sin darles otra razón, ni a nosotros se nos ofrece la que pudo tener aquel Religioso para una acción tan torpe, tan ruborosa, tan violenta y tan ajena de su estado. No tuvieron por entonces otro remedio que transferirse a la Catedral y confesarse con los Confesores Seculares que encontraron en ella, en los cuales no hallaron el escrúpulo o la displicencia con que les sacudió de sí aquel Rvdo. Padre. Ni tampoco la encontró algún otro Novicio en los demás individuos de la misma Comunidad, adonde acudió a solicitar el mismo Sacramento en los 8 días que se detuvieron en Santander, conociendo por esta contrariedad de opiniones que en la del primero había influido más alguna casual destemplanza que el dictamen de la razón, ni mucho menos alguna opinión común adoptada por aquel sabio y religioso Convento.

Desde luego, solicitaron los Novicios con las más vivas instancias el consuelo de visitar a todos los jesuitas de los Reinos de Castilla y de León, que estaban custodiados en el Colegio de aquella Ciudad con la estrechez que se deja considerar, ocupando 360 sujetos una casa destinada a lo sumo para 14 ó 16. No lo pudieron conseguir del Alcalde Mayor hasta el mismo día del embarco, sin duda porque conceptuó que aquella condescendencia no se componía bien con sus particulares Instrucciones. Pero les permitió que al sexto día de su arribo pasasen dos Hermanos en nombre de todos a visitar al Obispo y rendirle sus respetos y a pedirle licencia para mendigar por la Ciudad. Recibiólos benignamente el urbanísimo Prelado19. Aconsejóles con dulces y con discretas palabras que considerasen bien el empeño en que se iban a meter, pero añadió que, si estaban prudentemente seguros de que Dios los llamaba a los grandes trabajos que verosímilmente les estaban esperando, confiasen firmemente en su asistencia y no resistiesen al Divino llamamiento. Despidióles, dándoles 300 reales de limosna y concediéndoles lo que le pedían para mendigarla, aunque les significó que obrarían con mayor cordura, y también con muy distinta decencia, si la pidiesen sólo dos Hermanos, acompañados de dos Sacerdotes Seculares que los condujesen y los autorizasen. Así lo ejecutaron literalmente y experimentaron el fruto de su ciega docilidad y debido rendimiento.

Entre los Novicios había dos naturales de aquel país, uno que lo era de un lugarcito llamado el Monte, muy cercano a Santander, y otro lo era de la misma capital, donde vivía su madre y sus más cercanos parientes. No caben en la explicación los combates que estos dos jóvenes tuvieron que padecer, coligándose para derribarlos todos los esfuerzos de la carne y sangre con todos los artificios y baterías del infierno, pero de todos triunfó su invencible firmeza, auxiliada con las superiores fuerzas de la Divina Gracia.

Aunque este triunfo fue tan glorioso para los interesados y de tanto consuelo para todos, no tuvo comparación con el que se representó al mismo tiempo en aquel propio teatro, aunque tan ocultamente por entonces que no tuvimos noticia de él hasta dos meses después, cuando nos hallamos ya anclados en el puerto de San Florencio, perteneciente a la Isla de Córcega. El suceso es por una parte tan tierno y por otra tan heroico que nos ha parecido digno de la soberana noticia de Vuestra Majestad.

Hallábase en el Noviciado de Madrid un Hermanito, natural de las cercanías de Santander, y de tan corta edad que sólo tenía la precisa para hacer la primera profesión, o los que nosotros llamamos votos del bienio. Faltábanle muy pocos días para lograr este consuelo y para no ser comprendido en el número de aquéllos a cuyo arbitrio se dejaba la elección de seguir a los demás o restituirse a su casa, cuando sucedió el arresto de todos los jesuitas que se hallaban en la Corte. Separados en la misma hora los Novicios del resto de los antiguos y colocados en distinta Comunidad, habiendo entendido la aceleración con que habían sido extraídos de Madrid todos los jesuitas que residían en aquella Villa, o inocentemente se persuadieron ellos a sí mismos o quizá otros se lo insinuaron sin malicia, que con la misma celeridad se habían de embarcar todos luego que llegasen al puerto destinado para aquel convoy, y por consiguiente que sería ociosa la diligencia de seguirlos. En esta equivocada diligencia comprendieron todos que no les quedaba otro partido que restituirse a las casas de sus padres y parientes.

Afligido extrañamente nuestro Hermanito por considerarse en esta dolorosa precisión y llorando inconsolablemente la desgracia de que por pocos días no se hallase exento de ella, se restituyó a su país y, presentándose en traje de seglar a su virtuosa madre, la encontró penetrada del mismo dolor que a él le atormentaba, acompañando al hijo en el sentimiento de que por poco tiempo hubiese dejado de lograr la suerte que los demás Profesos de su Religión. Pero al fin ambos se consolaron con la consideración de que así lo había ordenado la Divina Providencia sin culpa del hijo ni de la madre. Ésta, posponiendo los naturales impulsos del amor maternal a la estrecha obligación de promover la educación y el virtuoso cultivo que había logrado en los dos años de Novicio, le desprendió luego de sí y le puso al cuidado de un Sacerdote que profesaba estrecha amistad con toda la familia y le merecía toda su estimación.

Jamás desampararon el corazón del angelical niño los vivísimos deseos de restituirse a la Compañía, resuelto a solicitar su cumplimiento en todo trance en cuantas ocasiones se ofreciesen. Y habiendo llegado a su noticia el arribo a Santander de los Novicios de Villagarcía, juntamente con los terribles combates que con tanto valor habían sufrido y superado en el camino, se le encendieron de tal manera sus fervorosas ansias que no las pudo contener dentro del pecho y las descubrió con denodada resolución a su madre y al Sacerdote que le tenía a su cargo. En la primera no halló ni desaprobación ni resistencia, sin duda porque los estímulos de un corazón piadoso y timorato pudieron más que los vehementes movimientos del cariño. Pero en el Sacerdote encontró la oposición que no esperaba, acaso más para probar la solidez de sus deseos que porque le sonasen con displicencia dentro de su corazón.

Duró por algunos días, no sin molesta porfía, esta verdadera o quizá estudiada oposición de dictámenes entre el Sacerdote y el niño, empeñado al parecer aquél en no desistir de su intento y más empeñado éste en llevar adelante su resolución, aunque le costase la vida. Así se lo dijo un día con tanta entereza y denuedo, muy extraño uno y otro en su dulcísimo, amabilísimo y docilísimo genio, que, sorprendido el Sacerdote, reconoció en fin que en aquel negocio andaba mano superior y verdaderamente Divina, por lo que, convertida en temor la resistencia y haciendo ya escrúpulo de la contradicción, convino gustoso en que siguiese una inspiración tan caracterizada. La piadosa madre, que no había tomado cartas en aquella contienda, comprometiendo desde el principio su consentimiento en el más prudente y menos apasionado parecer del Sacerdote, tuvo un sensible placer cuando entendió que éste se había finalmente confirmado con los fervorosos deseos de su hijo.

Mas para su cumplimiento restaban que vencer las dificultades que a todos se les representaban insuperables. Era la primera la moral imposibilidad de tratar ni de palabra ni por escrito con los Padres custodiados, para lo cual estaban enteramente cerradas las puertas por las Órdenes Reales y por la vigilancia de sus fieles Ejecutores. Era la segunda la no menos imposible asecución del embarco, estando tan severamente prohibido que a ninguno se le permitiese sino a los que se considerasen precisamente necesarios para una moderada tripulación. Pero a todo le ocurrió pronta solución al fervorosísimo niño. Dijo que se solicitase para él una humilde plaza de paje de escoba en cualquiera embarcación del convoy, ofreciéndose intrépidamente a todas las funciones, trabajos, castigos, desprecios y sujeción que trae consigo aquel ínfimo oficio de los vasos que navegan, esperando en Dios que le daría fuerzas para llevarlos todos con alegría por la confianza de lograr sus ansiosos deseos luego que los Padres saltasen a tierra en Italia.

Abrazóse este partido, no sin admiración de una concurrencia que tenía tantas señales de inspirada. Solicitóse aquella plaza, que se consiguió sin mucha dificultad, por las ventajas que se consideran en que comiencen a instruirse de buena hora en el arte de la marinería los niños que se inclinan a seguir la honrosa carrera de la navegación. Admitióle en su equipaje el Capitán de la Fragata, sin tener la menor noticia del alto fin con que se embarcaba y se agregaba a la última clase de él aquel que con apariencia de aprendiz de marinero era un piloto consumado que gobernaba la nave de su Espíritu por rumbos desconocidos a un verdadero puerto de salud. Como ninguno de los jesuitas que iban en aquella embarcación le habían conocido, ni tenían la más remota noticia de que hubiese sido de su gremio, pudo el niño acreditar fácilmente su secreto en lo más profundo de su pecho.

Así lo hizo con un disimulo verdaderamente portentoso en aquella edad. Ninguno penetró el fin con que se embarcaba aquel «paje de escoba» de nueva erección, pero muy desde luego se llevó la atención, el cariño y aun la admiración de todos, por su amabilidad, por su modestia y por todos sus modales, que respiraban agrado, cultura y urbanidad, trasluciendo entre ellas una educación poco regular en los otros niños de aquel ministerio y de aquel traje, porque el suyo en nada se diferenciaba del de sus compañeros, sino en el de algún mayor aseo, habiéndoselo dispuesto su misma valerosa madre para tener esa parte más en aquel tierno y aun heroico sacrificio. Pero en lo que más sobresalía nuestro pajecito era en la singular devoción con que asistía a todos los ejercicios de Religión que se practican en los vasos de vuestra Real Armada, haciéndose sobre todo muy reparable la frecuencia de Sacramentos en aquel niño, cuando en otros más adultos no se echa tanto de menos por las incomodidades de la navegación.

Continuóla en esta conformidad, desempeñando exactamente todas las funciones que se le encomendaban, propias de su humilde ministerio, sin que a ningún jesuita hubiese ocurrido al pensamiento lo que traía continuamente en el suyo aquel extraño pajecito, hasta que, habiéndose juntado en el puerto de San Florencio, perteneciente a la Isla de Córcega, los tres convoyes que conducían las tres Provincias de Castilla, Andalucía y Toledo, en uno de los muchos días que estuvieron ancladas en aquel puerto, algunos Padres de esta última Provincia pasaron a bordo del vaso donde servía nuestro paje y, habiéndole reconocido uno de ellos, dio parte a los jesuitas de Castilla que iban en la misma embarcación. Con esta ocasión, que dispuso tan suavemente la Divina Providencia, examinaron al niño y, habiendo expuesto él mismo con su innato candor lo que llevamos referido, fue general el gozo, el consuelo, la ternura y aun el asombro, a vista de un suceso que tiene tan raros ejemplares, especialmente en nuestros desgraciados tiempos. Luego que el convoy de la Provincia de Castilla tomó tierra en el puerto de Calvi, adonde se señaló su destino, se trató de consolar al fervoroso marinerillo, volviéndole a vestir una sotana que le había costado tantos suspiros, tantas lágrimas, tantos afanes, y tenía merecida. Agregósele provisionalmente al Noviciado de la misma Provincia, mientras la suya primitiva no le reclamase o mientras no dispusiese otra cosa el General de la Compañía.

Con esta no esperada pero gloriosísima resulta se vio aumentado el valeroso residuo del Noviciado de Villagarcía, que había conseguido tan repetidos triunfos en Torquemada, en Palencia, en Burgos y aun en el mismo Santander, donde al fin fue incorporado con los demás jesuitas de aquella división, después de tomadas por el Alcalde Mayor las filiaciones de todos. Había sufrido en Torquemada desprecios, baldones, amenazas, pregones ignominiosos en los días más sagrados, sugestiones diabólicas, exhortaciones injuriosísimas a la Religión, apoyadas en doctrinas erróneas y escandalosas, Órdenes Reales temeraria y astutamente supuestas, y todo a maligna inducción de aquéllos que por su estado, por su profesión y por su sagrado carácter, debían tener otros pensamientos, debían hablar con otra moderación y debieran contener a los que por sus cortos talentos y por su rústica crianza eran excusables en su extravagante modo de pensar y en su violenta manera de proceder. Había tolerado en Palencia el más atrevido e insolente despojo de su sagrada ropa, la más indecente y vergonzosa desnudez, el tratamiento más despreciativo de un Juez arrebatado, que por todas las razones estaba obligado a tratarlos con más respeto y decoro, la denegación más injusta del testimonio más debido, la risa, la chacota y los dicterios de un populacho fomentado por el ejemplo del que tenía más estrecha obligación de reprimirlo y castigarlo, la inicua y afrentosa expulsión de una posada pública y franca para todos, el escandaloso, notorio y violentísimo rapto de dos compañeros suyos a vista, ciencia y paciencia del que por su particular comisión estaba obligado a estorbarla, castigando severamente a los sacrílegos Raptores. Había llevado, en fin, con invencible sufrimiento el injusto y voluntario examen a que le quiso sujetar el Intendente de Burgos sin más comisión ni autoridad que la de su antojo disfrazado en un mal entendido celo, y había resistido con la gracia del Señor al falaz artificio verdaderamente indigno de un Ministro tan respetable, con que éste, olvidado de su honor y de su carácter, supuso o fingió haber oído él mismo, de una boca tan autorizada como la del Maestro Gabriel Barco, que eran unos bobos los Novicios en seguir a los profesos, dando a entender con palabras equívocas que lo mismo en substancia había oído de la de un varón tan conocido y tan venerado como el P. Pedro Calatayud. Impostura atroz, contra la cual reclaman altamente uno y otro, pidiendo al Cielo que no castigue, como sabe y como suele, la falsedad de tan horrenda calumnia. Y añade el primero que, en lugar de haberle oído a él aquel Intendente la proposición que tan voluntariamente le supone, oyó el Padre de boca del mismo Ministro otra expresión tan bárbara y tan impía que, lejos de acreditar la «micialidad» de que tanto se lisonjeaba, sólo podía no haber disonancia en los Gobernadores que nombraban los Nerones y Dioclecianos: proposición que no nos atrevemos a trasladar al papel por no horrorizar los benignísimos y religiosísimos oídos de Vuestra Majestad, y por no manchar la memoria con una cláusula que nosotros mismos creemos haber sido indiscreto desahogo de un celo al Real Servicio verdaderamente precipitado más que dictamen del corazón y mucho menos de un juicio tranquilo, sosegado y sereno.

Éstos fueron, Señor, los exámenes que sufrieron los Novicios del Colegio de Villagarcía. El primero no pudo ser más arreglado a vuestras Reales Órdenes. En los tres subsiguientes sólo parece que se tuvieron a la vista para despreciarlas, para atropellarlas y para practicar todo lo contrario de lo que ellas tan expresa como cristianamente pretendían. A vista de tantas violencias, de tantas tropelías y de tantas vejaciones de que sólo hay ejemplares en la historia de los Mártires, ¡qué mucho que de 79 Novicios hubiesen faltado 60! El milagro, y verdaderamente milagro de la gracia, fue que hubiesen perseverado constantes no sólo los 19 que entraron en Santander, sino uno solo. Mientras se observó a la letra el prudentísimo método que prescribía la Instrucción, no flaquearon más que 3, y éstos ya anteriormente titubeantes en su estado. Pero, cuando rotos enteramente los diques de la razón, de la justicia y aun de la obediencia, corrieron con toda libertad las pasiones a dirigir el ejercicio de aquella Comisión, no hubo exceso que no se cometiese, no hubo sugestión que no se practicase, no hubo artificio que no se pusiese en movimiento, ni violencia que no se considerase no sólo lícita, sino meritoria y gloriosa. Entonces fue (¡pero qué maravilla!) cuando titubearon los más firmes, blandearon los más constantes y en fin se rindieron los más flacos, reduciéndose a una cuarta parte el número de los Invencibles. Aquí parece que debía tener su natural lugar un cotejo individual y menudo de lo que mandaba Vuestra Majestad en su Real Decreto, y de lo que prescribía la Instrucción acerca de los Novicios, con lo ejecutado con ellos en las tres referidas poblaciones. Pero la sencilla y puntualísima relación de los hechos mencionados nos ahorra el trabajo de tan enojoso paralelo.

Y ahora permítanos Vuestra Majestad que corra libremente la narración por lo sucedido en los demás Colegios de la Provincia de Castilla, omitiendo mil menudos acaecimientos, cuya noticia se echaría de menos en una Historia arreglada, pero podrían parecer impertinentes en un Memorial dirigido a Vuestra Majestad.