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Mestizaje cosmológico y progreso de la historia en el Inca Garcilaso de la Vega

Jorge Majfud




Introducción

Desde el título, el Inca Garcilaso de la Vega manifiesta que sus observaciones sólo se tratan de «anotaciones al margen» de otro texto mayor. Si consideramos «texto» a aquellos textos escritos que, bajo el título de «relaciones» o «crónicas» pretendían documentar los «hechos» principales de la conquista del Perú y de un presente histórico concreto, efectivamente estamos ante «comentarios». No obstante, también los «hechos» son textos y en su relectura nos va la modificación de esos «hechos» e, incluso, su creación. Como observó Anderson Imbert, «la narrativa comenzó en el Nuevo Mundo como había comenzado en el viejo: en la historiografía. Heródoto, padre de la historia y del cuento; y también nuestros cronistas de Indias tuvieron esa doble paternidad»1.

Con una fórmula barroca de excesiva modestia, de la Vega se presenta ante sus lectores (principalmente cortesanos españoles) como si careciera de estas pretensiones: se trata de «comentarios», de alguna que otra precisión lingüística, alguna que otra curiosidad teológica, pero nada más. Sin embargo, el resultado es el contrario. En los Comentarios Reales no se cuestiona la letra escrita de otros historiadores españoles; se cuestionan las interpretaciones de los hechos narrados, la lectura de la letra escrita, su significado «real»2.

Sus fuentes escritas serán el padre Blas Valera y Cieza de León. Es decir, españoles que vivieron en Perú. De la Vega, peruano que vivió y escribió en España, tendrá una perspectiva diferente. Pero la diferencia, la única autoridad que se atribuye sutilmente, es la de haber conocido el objeto de los escritos ajenos: la lengua, la cultura, las creencias de los incas. «Pedro de Cieza, capítulo setenta y dos dice así: "El nombre de este demonio quería decir hacedor del mundo, porque Cama quiere decir hacedor y pacha, mundo", etc. Por ser español no sabía tan bien la lengua como yo, que soy indio Inca»3. Incluso, cuestiona las mismas palabras o «confesiones» que pudieron hacer los incas a los españoles, desde una perspectiva de conocimiento más profunda sobre su propio pueblo4. También corrige a Cieza, paradójicamente, para acercar la religión inca y asimilarla a la cristiana, de forma de legitimarla. «En mis niñeces [mi familia, los incas] me contaban sus historias, como se cuentan las fábulas a los niños»5. «Después, en edad más crecida, me dieron larga noticia de sus leyes y gobierno, cotejando el nuevo gobierno de los españoles con el de los Incas [...] Decíanme cómo procedían sus Reyes en paz y en Guerra, de qué manera trataban a sus vasallos y cómo eran servidos por ellos». Por un lado es un instrumento de la conservación oral de su pueblo: «En suma, digo que me dijeron noticia de todo lo que tuvieron en su república, que, si entonces lo escribiera, fuera más copiosa esta historia». Por otro lado, confirma el género de crónica o relaciones: «Demás de habérmelo dicho los indios, alcancé y vi por mis ojos mucha parte de aquella idolatría, sus fiestas y supersticiones, que aún en mis tiempos, hasta los doce o trece años de edad, no se habían acabado del todo [...] las cuales contaré diciendo que las vi»6.






Hechos, historia y ficción

Garcilaso de la Vega es consciente del problema irresuelto de distinguir los «hechos» de la «ficción» y resuelve a cuál atribuir verdad y a cuál mentira. Los hechos narrados de forma parcial representan una falsificación; la crónica es una forma de atribuirse autoridad, pero también el conocimiento «iniciático» de la cultura que se pretende describir y juzgar. Para De la Vega, sólo puede hacer una crónica válida -completa- aquel que conoce profundamente el objeto de su narración, es decir, su propia cultura. La cita que sigue condensa estos aspectos (los subrayados son nuestros):

[S]e me permitirá decir lo que conviene para la mejor noticia que se pueda dar de los principios, medios y fines de aquella monarquía, que yo protesto decir llanamente la relación que mamé en la leche y la que después acá he habido, pedida a los propios míos, y prometo que la afición de ellos no sea parte para dejar de decir la verdad del hecho, sin quitar de lo malo y añadir a lo bueno que tuvieron, que bien sé que la gentilidad es un mar de errores, y no escribiré novedades que no se hayan oído, sino las mismas cosas que los historiadores españoles han escrito de aquella tierra y los Reyes de ella y alegaré las mismas palabras de ellos donde conviene, para que se vea que no finjo ficciones a favor de mis parientes, sino que digo lo mismo que los españoles dijeron7.



Por un lado insiste en ser objetivo y no tendencioso a favor de su sangre, de su cultura original; y, por el otro, renuncia a una reescritura de la historia de los conquistadores, cuando el valor de la relación estaría en su particularidad testimonial y en el conocimiento de su propia cultura. Pero Garcilaso sólo puede legitimarse a través de los vencedores, de aquellos que viven ahora con él y poseen el monopolio de la cultura escrita. «Sólo serviré de comento para declarar y ampliar muchas cosas que ellos asomaron a decir y las dijeron imperfectas por haberles faltado relación entera» (46). Pero su proyecto, aunque con aprehensión, debe ir justificado con razones sólidas, difíciles de refutar por los posibles adversarios dialécticos: «Que el español que piensa que sabe más de él, ignora de diez partes las nueve por las muchas cosas que un mismo vocablo significa y por las diferentes pronunciaciones que una misma dicción tiene para muy diferentes significaciones» (46). Incluso, por momentos, va más allá de los límites trazados previamente: «Demás de esto, en todo lo que de esta república, antes destruida que conocida...»8.




Estrategias del mestizaje: un nuevo Dios

Diferente a los cronistas, sus Comentarios Reales muestran varios elementos mestizos. De la Vega se ha integrado a una mentalidad católica española, pero no puede olvidar su origen. Para resolver este conflicto o aparente contradicción, los integra en un proyecto común: la cultura inca, su concepción teológica, su destino religioso, son un estado previo al cristianismo. Lo predicen y lo hacen posible. Ambos forman parte de un destino; no de un choque de mentalidades, de culturas.

La dimensión personal va fuertemente unida a su cultura y la cultura europea del momento. De la Vega tiene una concepción humanista y progresista de la historia y hace una «reivindicación» de los incas, su raza, en un contexto español ciego a la posibilidad de algo bueno o verdadero fuera del dogma católico9. En los últimos siglos, España no había conocido otra moral que la guerra y el combate del «otro», ya sea moro, judío, protestante o americano. Incluso Santa Teresa de Jesús, De la Vega lo sabía y sabía quién era y dónde estaba parado: además de huérfano nacido en tierra salvaje, era mestizo, impuro americano10. En cierta forma, un converso, estatus étnico-religioso de grado delicado y peligroso para el momento histórico de la península. Además escritor, historiador y probable innovador dentro de una sociedad conservadora, muchas veces, reaccionaria. Estos rasgos, a mi entender, son principales en el perfil de los Comentarios Reales del Inca.

Ahora pasemos a aquellos elementos manejados por De la Vega para releer la historia oficial y llevarla por un nuevo curso, más razonable y conveniente a su raza y cultura. En «Idolatría y dioses que adoraban antes de los Incas», hace un esfuerzo por diferenciar la cultura pre-incaica (dominada por la idolatría) de la cultura Inca11. Al mismo tiempo, comparará y encontrará fundamentales similitudes entre esta cultura -centro de su historia- y la cultura cristiana. Principalmente, estas «coincidencias» se basarán en observaciones teológicas y religiosas, como la concepción unitaria de la divinidad en los incas. Es la unidad proto-católica de Espíritu Santo12. «Tuvieron al Pachacámac en mayor veneración interior [porque no le hacían templos como al dios Sol, porque no lo habían visto] que al Sol»13.

Esta verdad que voy diciendo, que los indios rastrearon con este nombre [Pachacámac] y se lo dieron al verdadero Dios nuestro, la testificó el demonio, mal que le pesó, aunque en su favor como padre de mentiras, diciendo verdad disfrazada de mentira o mentira disfrazada con verdad14 (subrayado nuestro).

Garcilaso entiende que tanto Cieza de León como el padre fray Jerónimo Román escribieron sobre Pachacámac narrando «lo cierto», pero atribuyéndole errores de significado por no conocer el idioma15. El verdadero equivalente del demonio cristiano debía ser la deidad despreciada por los incas, nunca la venerada. Garcilaso resuelve el celo monolátrico del cristianismo identificando a Pachacámac con Yahvé y a Zúpay con Lucifer, sin atender a las narraciones bíblicas que describen caracteres e historias muy distintas. Zúpay era el verdadero demonio y los incas lo habían comprendido así escupiendo al pronunciar su nombre. Por el contrario, cuando nombraban a Pachacámac mostraban adoración por algo alto, superior a los humanos -a los humanos en general, no sólo a los incas16. El Dios de Garcilaso es un Dios ya no sólo mestizo, sino en ese ejercicio se ha convertido en una abstracción universal, alejada de la narración bíblica precisa y del rito católico. Un Dios transcultural; en el fondo, un dios más católico -Universal- que el dios de la Iglesia Católica. «Pero, si a mí, que soy indio cristiano católico, por la infinita misericordia, me preguntasen ahora "¿cómo se llama Dios en tu lengua?", diría Pachacámac, porque en aquel lenguaje general del Perú no hay otro nombre para nombrar a Dios sino éste [...]»17. Enseguida, Garcilaso se detiene en explicaciones semánticas, antes que teológicas. No obstante, Garcilaso de la Vega se dirige a un público que presiente y conoce. Debe convencer con ideas más tradicionales. Debe convencer asimilando los ritos y los símbolos de un pueblo con los del otro: «Tenían los Reyes Incas en el Cuzco una cruz de mármol fino, de color blanco y encarnado, que llamaban jaspe cristalino: no saben decir desde qué tiempo la tenían»18.

Si bien Garcilaso de la Vega se basa en los escritos anteriores de los españoles, no para «negarlos» -según su declaración inicial- sino para resignificarlos, también hace uso de los mismos cuando éstos coinciden con su proyecto histórico, con su intento de revindicar a su pueblo y su cultura. Podemos leer largas citas sin cuestionamiento tales como la siguiente: «Los que comían carne humana, que ocuparon todo el Imperio de México y todas las islas y mucha parte de los términos del Perú, guardaron bestialísimamente esta mala costumbre hasta que reinaron los Incas y los españoles». Todo esto es del padre Blas de Valera19.

No es casualidad que Garcilaso cite esta autoridad que, precisamente, pone a los incas y a los españoles en concordancia ética. Más adelante, confirma estos escritos con las historias que le escuchó contar a su padre y sus «contemporáneos», sobre las diferencias entre «México y Perú, hablando en este particular de los sacrificios de hombres y del comer carne humana», que era costumbre entre los primeros y condenado por los segundos. Por el contrario, Garcilaso relata cómo el inca Auquititu mandó perseguir a los sodomitas de un pueblo vencido y que «en pública plaza [los] quemasen vivos [...]; así mismo quemasen sus casas». Y, con un estilo que no escapa al relato bíblico de Sodoma y Gomorra, «pregonasen por ley inviolable que de allí en delante se guardasen en caer en semejante delito, so pena de que por el pecado de uno sería asolado todo su pueblo y quemados sus moradores en general»20.




Concepción implícita de la historia

En otros momentos de la evolución histórica de la teología inca, Pachacámac, como el dios judeocristiano, era invisible y omnipresente21. Sin embargo, podemos ver que el «modelo» histórico y teológico que se desprende de los Comentarios del Inca de la Vega es la Sagrada Trinidad. Por un lado tenemos el dios único, el Sol; y por el otro, el «espíritu» universal de Pachacámac: El Padre y el Espíritu Santo. Uno es el anuncio del otro; un orden es la prefiguración de otro superior, perfeccionado. El otro, el orden cosmológico del catolicismo Garcilaso está completo: posee el tercer elemento de la Trinidad, el Hijo. Y es, precisamente, Jesu Christo el signo distintivo de la conquista. En sus escritos, De la Vega nos dice que los incas «tuviéronle en mayor veneración que el Sol; no le ofrecieron sacrificio ni le construyeron templos porque decían que no le conocían, porque no se había dejado ver; empero, que creían que lo había». Al mismo tiempo, la idea de «evolución» se repite en otras expresiones como la siguiente: «Los españoles aplican muchos otros dioses a los incas por no saber dividir los templos y las idolatrías de aquella primera edad y las de la segunda»22. Si bien el concepto de «edades» es muy antiguo23, éste atribuye una progresiva corrupción del mundo. En cambio, con Garcilaso vemos lo contrario: esas edades indican una progresión hacia un estado superior, semejante al cristiano. Ambas ideas que sugieren la síntesis original en Garcilaso entre el humanismo renacentista y la teología cristiana (católica), como resultado o como estrategia de incluir a un nuevo pueblo, a una nueva cultura -la inca.

Ahora, cuando esta «asimilación» del panteón cristiano con el panteón de los indios más antiguos tiene lugar por parte de algunos españoles, Garcilaso corrige de inmediato como una confusión derivada de la interpretación entre dos culturas diferentes. Si hubiese una identificación indiscriminada no habría (a) la idea del pueblo inca como particularidad «proto-cristiana» ni (b) una idea de «progreso» o «evolución» histórica y teológica. Esto podemos verlo cuando Garcilaso niega la confusión de querer identificar la trinidad católica con otras ideas y dioses mexicanos de edades anteriores.

[...] los dioses antiguos que [...] adoraron los naturales del Imperio de México [...] todos (según ellos mismos lo dicen) perecieron ahogados en el mar, y en lugar de ellos inventaron muchos otros dioses. De donde manifiestamente se descubre ser falsa aquella interpretación de Icona, Bacab y Estruac, que dicen eran el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo24.



De la misma manera, a la cultura pre-incaica Garcilaso la considera una etapa histórica necesaria en un proceso evolutivo: «Y principiando de sus dioses, decimos que los tuvieron conforme a las demás simplicidades y torpezas que usaron». No obstante, juzga desde su centro ético-religioso como costumbres ilegítimas las ajenas: sus dioses representaban «la vileza y bajeza de las cosas que adoraban».

Y así vinieron a tener tanta variedad de dioses y tantos que fueron sin número, y porque no supieron, como los gentiles romanos, hacer dioses imaginados como la Esperanza, la Victoria, la Paz y otros semejantes, porque no levantaron los pensamientos a cosas invisibles, adoraban lo que veían25.

La ética humanista va en auxilio de su concepción teológica de la divinidad, acusando a los idólatras pre-incaicos de no tener «respeto de sí propios, para no adorar cosas inferiores a ellos». Garcilaso, exiliado de esta mentalidad preincaica, no alcanza a reconocer su valor panteísta y ecologista. Parte de ese estado primitivo de adorar lo inferior consistía en adorar a la naturaleza por su todo y por sus partes (inferiores):

Y así adoraban yerbas, plantas, flores, árboles de todas suertes, cerros altos, grandes peñas y los resquicios de ellas, cuevas hondas, guijarros y piedrecitas, las que en los ríos y arroyos hallaban, de diversos colores, como el jaspe [...] En fin, no había animal tan vil ni tan sucio que no lo tuvieran por dios26.



La observación de que «adoraban algunas cosas de las cuales recibían provecho»27 no es vista como parte del respeto a la naturaleza, proveedora del sustento y de la vida, sino como una forma interesada en lo material en perjuicio de lo sublime. «Otros adoraban la tierra y la llamaban Madre, porque les daba sus frutos; otros el aire, por el respirar, porque decían que mediante él vivían los hombres»28.

El desprecio cristiano por el panteísmo o por el naturalismo de los indígenas pre-incaicos, con la categórica separación de «lo superior» y «lo inferior», legitima la explotación de la misma naturaleza desacralizada -el oro y los demás productos de la tierra-, como algo inferior, dado por Dios. Una concepción que se oponía al panteísmo naturalista de los pre-incaicos, luego revindicado en el siglo XX como la «verdadera» (y casi siempre única) tradición indígena.

Sin embargo, De la Vega anotará (aparentemente sutiles) observaciones lingüísticas para apoyar su proyecto integrador. Critica el uso de la palabra española «ídolo» en las traducciones de «cámac» en la cultura Inca. Pero cuando se refiere a los pre-incaicos, los llama «idólatras». Acusa a los traductores españoles de no percibir la unidad dentro de la diversidad inca, pero no demuestra la misma preocupación al enfrentarse a la diversidad pre-incaica. Aquí el Inca construye su propio proyecto mestizo y procura resolver una «síntesis conveniente», una narración con continuidad que integre a su raíz Inca en el proceso histórico de la España cristiana. Al igual que procedieron los españoles en su legitimación ética de la conquista, Garcilaso deslegitima las culturas preincaicas por sus costumbres salvajes, como el sacrificio de animales y de humanos caídos en guerra29. Diferentes, «los Reyes [...] Incas rastrearon con lumbre natural al verdadero sumo Dios y Señor Nuestro, que crióle cielo y la tierra [...] al cual llamaron Pachacámac»30.

En «De algunas leyes que tuvieron los incas en su gobierno», Garcilaso de la Vega continúa la narración del Imperio Inca, en sus similitudes con el Imperio Español:

[El imperio del Inca tenía] tanta variedad de naciones y lenguas, se gobernaba por unas mismas leyes y ordenanzas, como si no fuera más de sola una casa; valía también mucho para que aquellas leyes las guardasen con amor y respeto, que las tenían por divinas31.



Pero de cualquier forma, por compartir un destino común pero en una etapa aún de retraso, entiende que les faltaba conciencia para ver aquello que veían los cristianos españoles:

[E]n su vana creencia tenían a sus reyes por hijos del Sol, y al Sol por su dios, tenían por mandamiento divino cualquiera común mandamiento del rey, cuando más las leyes particulares que hacía para el bien común. Y así decían ellos que el Sol las mandaba a hacer y las revelaba a su hijo el Inca; y de aquí nacía tenerse por sacrílego y anatema el quebrantador de la ley, aunque no supiese su delito; y acaeció muchas veces que los tales delincuentes, acusados de su propia conciencia, venían a publicar ante la justicia sus ocultos pecados; porque de más creer que su ánima se condenaba, creían por muy averiguado que por su causa o por su pecado venían los males a la república [...].32






Semejanzas políticas

En el momento histórico en cuestión, es muy difícil separar las motivaciones religiosas de las políticas. Sin embargo, intentaremos hacer esta distinción a efectos analíticos. Podemos ver -y el Inca Garcilaso se encargará de anotar estas mismas semejanzas- que tanto para los españoles como para los incas, el poder procedía de Dios (único) y no llegaba hasta el pueblo sino a través de intermediarios. La idea de la capacidad de algunos hombres en la cúspide de la pirámide social o eclesiástica de «interceder» para la administración de la justicia divina, es aún común hoy en día en la teología y en la religión católica. Este monocentrismo se reflejaba, como en los antiguos faraones, en el absolutismo de los reyes católicos y de los emperadores incas. Eran éstos quienes administraban la justicia y los recursos económicos. Es decir, casi toda la vida pública. Según Garcilaso, el Inca era el último juez33 y también tenía la potestad de repartir tierras a sus súbditos. Tal es el caso del Inca Manco Capac. El Inca nombraba a los caciques regionales e instruía en sus enseñanzas. Repartía tierras a los indios34. La ideología inca valoraba positivamente el dominio y sometimiento de otros pueblos, la construcción de un gran imperio por la razón de la fuerza y de la unidad religiosa. Garcilaso escribe «que así [los súbditos] creían que era hombre divino, venido del cielo»35. A diferencia de los pre-incas que divinizaban «lo bajo», los Incas divinizaban lo alto, al igual que los españoles. Es el poder descendiente, característico del imperio español y de la administración de la Corona.






Bibliografía

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