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Miau


Benito Pérez Galdós





  -[5]-  

ArribaAbajo- I -

A las cuatro de la tarde, la chiquillería de la escuela pública de la plazuela del Limón salió atropelladamente de clase, con algazara de mil demonios. Ningún himno a la libertad, entre los muchos que se han compuesto en las diferentes naciones, es tan hermoso como el que entonan los oprimidos de la enseñanza elemental al soltar el grillete de la disciplina escolar y echarse a la calle piando y saltando. La furia insana con que se lanzan a los más arriesgados ejercicios de volatinería, los estropicios que suelen causar a algún pacífico transeúnte, el delirio de la autonomía individual que a veces acaba en porrazos, lágrimas y cardenales, parecen bosquejo de los triunfos revolucionarios que en edad menos dichosa han de celebrar los hombres... Salieron, como digo, en tropel; el último quería ser el primero, y los pequeños chillaban más que los grandes. Entre ellos había uno de menguada estatura, que se apartó de la bandada para emprender solo y calladito   -6-   el camino de su casa. Y apenas notado por sus compañeros aquel apartamiento que más bien parecía huida, fueron tras él y le acosaron con burlas y cuchufletas, no del mejor gusto. Uno le cogía del brazo, otro le refregaba la cara con sus manos inocentes, que eran un dechado completo de cuantas porquerías hay en el mundo; pero él logró desasirse y... pies, para qué os quiero. Entonces dos o tres de los más desvergonzados le tiraron piedras, gritando Miau; y toda la partida repitió con infernal zipizape: Miau, Miau.

El pobre chico de este modo burlado se llamaba Luisito Cadalso, y era bastante mezquino de talla, corto de alientos, descolorido, como de ocho años, quizá de diez, tan tímido que esquivaba la amistad de sus compañeros, temeroso de las bromas de algunos, y sintiéndose sin bríos para devolverlas. Siempre fue el menos arrojado en las travesuras, el más soso y torpe en los juegos, y el más formalito en clase, aunque uno de los menos aventajados, quizás porque su propio encogimiento le impidiera decir bien lo que sabía o disimular lo que ignoraba. Al doblar la esquina de las Comendadoras de Santiago para ir a su casa, que estaba en la calle de Quiñones, frente a la Cárcel de Mujeres, uniósele uno de sus condiscípulos, muy cargado de libros, la pizarra a la espalda, el pantalón hecho una pura rodillera, el calzado   -7-   con tragaluces, boina azul en la pelona, y el hocico muy parecido al de un ratón. Llamaban al tal Silvestre Murillo, y era el chico más aplicado de la escuela y el amigo mejor que Cadalso tenía en ella. Su padre, sacristán de la iglesia de Montserrat, le destinaba a seguir la carrera de Derecho, porque se le había metido en la cabeza que el mocoso aquel llegaría a ser personaje, quizás orador célebre, ¿por qué no ministro? La futura celebridad habló así a su compañero:

«Mia tú, Caarso, si a mí me dieran esas chanzas, de la galleta que les pegaba les ponía la cara verde. Pero tú no tienes coraje. Yo digo que no se deben poner motes a las presonas. ¿Sabes tú quién tie la culpa? Pues Posturitas, el de la casa de empréstamos. Ayer fue contando que su mamá había dicho que a tu abuela y a tus tías las llaman las Miaus, porque tienen la fisonomía de las caras, es a saber, como las de los gatos. Dijo que en el paraíso del Teatro Real les pusieron este mal nombre, y que siempre se sientan en el mismo sitio, y que cuando las ven entrar, dice toda la gente del público: 'Ahí están ya las Miaus'».

Luisito Cadalso se puso muy encarnado. La indignación, la vergüenza y el estupor que sentía, no le permitieron defender la ultrajada dignidad de su familia.

«Posturitas es un ordinario y un disinificante   -8-   -añadió Silvestre-, y eso de poner motes es de tíos. Su padre es un tío, su madre una tía, y sus tías unas tías. Viven de chuparle la sangre al pobre, y ¿qué te crees?, al que no desempresta la capa, le despluman, es a saber, que se la venden y le dejan que se muera de frío. Mi mamá las llama las arpidas. ¿No las has visto tú cuando están en el balcón colgando las capas para que les dé el aire? Son más feas que un túmulo, y dice mi papá que con las narices que tienen se podrían hacer las patas de una mesa y sobraba maera... Pues también Posturitas es un buen mico; siempre pintándola y haciendo gestos como los clos del Circo. Claro, como a él le han puesto mote, quiere vengarse, encajándotelo a ti. Lo que es a mí no me lo pone ¡contro!, porque sabe que tengo yo mu malas pulgas, pero mu malas... Como tú eres así tan poquita cosa, es a saber, que no achuchas cuando te dicen algo, vele ahí por qué no te guarda el rispeto».

Cadalsito, deteniéndose en la puerta de su casa, miró a su amigo con tristeza. El otro, arreándole un fuerte codazo, le dijo: «Yo no te llamo Miau, ¡contro!, no tengas cuidado que yo te llame Miau»; y partió a escape hacia Montserrat.

En el portal de la casa en que Cadalso habitaba, había un memorialista. El biombo o bastidor, forrado de papel imitando jaspes de variadas   -9-   vetas y colores, ocultaba el hueco del escritorio o agencia donde asuntos de tanta monta se despachaban de continuo. La multiplicidad de ellos se declaraba en manuscrito cartel, que en la puerta de la casa colgaba. Tenía forma de índice y decía de esta manera:

Casamientos. Se andan los pasos de la Vicaría con prontitud y economía.

Doncellas. Se proporcionan.

Mozos de comedor. Se facilitan.

Cocineras. Se procuran.

Profesor de acordeón. Se recomienda.

Nota. Hay escritorio reservado para señoras.

Abstraído en sus pensamientos, pasaba el buen Cadalso junto al biombo, cuando por el hueco que este tenía hacia el interior del portal, salieron estas palabras: «Luisín, bobillo, estoy aquí». Acercose el muchacho, y una mujerona muy grandona echó los brazos fuera del biombo para cogerle en ellos y acariciarle: «¡Qué tontín! Pasas sin decirme nada. Aquí te tengo la merienda. Mendizábal fue a las diligencias. Estoy sola, cuidando la oficina, por si viene alguien. ¿Me harás compañía?».

La señora de Mendizábal era de tal corpulencia, que cuando estaba dentro del escritorio parecía que había entrado en él una vaca, acomodando los cuartos traseros en el banquillo y ocupando todo el espacio restante con el desmedido volumen de sus carnes delanteras. No   -10-   tenía hijos, y se encariñaba con todos los chicos de la vecindad, singularmente con Luisito, merecedor de lástima y mimos por su dulzura humilde, y más que por esto por las hambres que en su casa pasaba, al decir de ella. Todos los días le reservaba una golosina para dársela al volver de la escuela. La de aquella tarde era un bollo (de los que llaman del Santo) que estaba puesto sobre la salvadera, y tenía muchas arenillas pegadas en la costra de azúcar. Pero Cadalsito no reparó en esto al hincarle su diente con gana. «Súbete ahora -le dijo la portera memorialista, mientras él devoraba el bollo con grajea de polvo de escribir-; súbete, cielo, no sea que tu abuela te riña; dejas los libritos, y bajas a hacerme compañía y a jugar con Canelo».

El chiquillo subió con presteza. Abriole la puerta una señora cuya cara podía dar motivo a controversias numismáticas, como la antigüedad de ciertas monedas que tienen borrada la inscripción, pues unas veces, mirada de perfil y a cierta luz, daban ganas de echarle los sesenta, y otras el observador entendido se contenía en la apreciación de los cuarenta y ocho o los cincuenta bien conservaditos.

Tenía las facciones menudas y graciosas, del tipo que llaman aniñado, la tez rosada todavía, la cabellera rubia cenicienta, de un color que parecía de alquimia, con cierta efusión extravagante de los mechones próximos a la   -11-   frente. Veintitantos años antes de lo que aquí se refiere, un periodistín que escribía la cotización de las harinas y las revistas de sociedad, anunciaba de este modo la aparición de aquella dama en los salones del Gobernador de una provincia de tercera clase: «¿Quién es aquella figura arrancada de un cuadro del Beato Angélico, y que viene envuelta en nubes vaporosas y ataviada con el nimbo de oro de la iconografía del siglo XIV?». Las vaporosas nubes eran el vestidillo de gasa que la señora de Villaamil encargó a Madrid por aquellos días, y el áureo nimbo, el demonio me lleve si no era la efusión de la cabellera, que entonces debía de ser rubia, y por tanto cotizable a la par, literariamente, con el oro de Arabia.

Cuatro o cinco lustros después de estos éxitos de elegancia en aquella ciudad provinciana, cuyo nombre no hace al caso, doña Pura, que así se llamaba la dama, en el momento aquel de abrir la puerta a su nietecillo, llevaba peinador no muy limpio, zapatillas de fieltro no muy nuevas, y bata floja de tartán verde.

-¡Ah!, eres tú, Luisín -le dijo-. Yo creí que era Ponce con los billetes del Real. ¡Y nos prometió venir a las dos! ¡Qué formalidades las de estos jóvenes del día!

En este punto apareció otra señora muy parecida a la anterior en la corta estatura, en lo aniñado de las facciones y en la expresión enigmática   -12-   de la edad. Vestía chaquetón degenerado, descendiente de un gabán de hombre, y un mandil largo de arpillera, prenda de cocina en todas partes. Era la hermana de doña Pura, y se llamaba Milagros. En el comedor, a donde fue Luis para dejar sus libros, estaba una joven cosiendo, pegada a la ventana para aprovechar la última luz del día, breve como día de Febrero. También aquella hembra se parecía algo a las otras dos, salvo la diferencia de edad. Era Abelarda, hija de doña Pura, y tía de Luisito Cadalso. La madre de este, Luisa Villaamil, había muerto cuando el pequeñuelo contaba apenas dos años de edad. Del padre de este, Víctor Cadalso, se hablará más adelante.

Reunidas las tres, picotearon sobre el caso inaudito de que Ponce (novio titular de Abelarda, que obsequiaba a la familia con billetes del Teatro Real) no hubiese aparecido a las cuatro y media de la tarde, cuando generalmente llevaba los billetes a las dos. «Así, con estas incertidumbres, no sabiendo una si va o no va al teatro, no puede determinar nada ni hacer cálculo ninguno para la noche. ¡Qué cachaza de hombre!». Díjolo doña Pura con marcado desprecio del novio de su hija, y esta le contestó: «Mamá, todavía no es tarde. Hay tiempo de sobra. Verás cómo no falta ese con las entradas».

«Sí; pero en funciones como la de esta noche, cuando los billetes andan tan escasos que   -13-   hasta influencias se necesitan para hacerse con ellos, es una contra-caridad tenernos en este sobresalto».

En tanto, Luisito miraba a su abuela, a su tía mayor, a su tía menor, y comparando la fisonomía de las tres con la del micho que en el comedor estaba, durmiendo a los pies de Abelarda, halló perfecta semejanza entre ellas. Su imaginación viva le sugirió al punto la idea de que las tres mujeres eran gatos en dos pies y vestidos de gente, como los que hay en la obra Los animales pintados por sí mismos; y esta alucinación le llevó a pensar si sería él también gato derecho y si mayaría cuando hablaba. De aquí pasó rápidamente a hacer la observación de que el mote puesto a su abuela y tías en el paraíso del Real, era la cosa más acertada y razonable del mundo. Todo esto germinó en su mente en menos que se dice, con el resplandor inseguro y la volubilidad de un cerebro que se ensaya en la observación y en el raciocinio. No siguió adelante en sus gatescas presunciones, porque su abuelita, poniéndole la mano en la cabeza, le dijo: «¿Pero la Paca no te ha dado esta tarde merienda?».

-Sí, mamá... y ya me la comí. Me dijo que subiera a dejar los libros y que bajara después a jugar con Canelo.

-Pues ve, hijo, ve corriendito, y te estás abajo un rato si quieres. Pero ahora me acuerdo...   -14-   vente para arriba pronto, que tu abuelo te necesita para que le hagas un recado.

Despedía la señora en la puerta al chiquillo, cuando de un aposento próximo a la entrada de la casa, salió una voz cavernosa y sepulcral que decía: «Puuura, Puuura».

Abrió esta una puerta que a la izquierda del pasillo de entrada había, y penetró en el llamado despacho, pieza de poco más de tres varas en cuadro, con ventana a un patio lóbrego. Como la luz del día era ya tan escasa, apenas se veía dentro del aposento más que el cuadro luminoso de la ventana. Sobre él se destacó un sombrajo larguirucho, que al parecer se levantaba de un sillón como si se desdoblase, y se estiró desperezándose, a punto que la temerosa y empañada voz decía: «Pero, mujer, no se te ocurre traerme una luz. Sabes que estoy escribiendo, que anochece más pronto que uno quisiera, y me tienes aquí secándome la vista sobre el condenado papel».

Doña Pura fue hacia el comedor, donde ya su hermana estaba encendiendo una lámpara de petróleo. No tardó en aparecer la señora ante su marido con la luz en la mano. La reducida estancia y su habitante salieron de la oscuridad, como algo que se crea, surgiendo de la nada.

«Me he quedado helado» dijo D. Ramón Villaamil, esposo de doña Pura; el cual era un   -15-   hombre alto y seco, los ojos grandes y terroríficos, la piel amarilla, toda ella surcada por pliegues enormes en los cuales las rayas de sombra parecían manchas; las orejas transparentes, largas y pegadas al cráneo, la barba corta, rala y cerdosa, con las canas distribuidas caprichosamente, formando ráfagas blancas entre lo negro; el cráneo liso y de color de hueso desenterrado, como si acabara de recogerlo de un osario para taparse con él los sesos. La robustez de la mandíbula, el grandor de la boca, la combinación de los tres colores negro, blanco y amarillo, dispuestos en rayas, la ferocidad de los ojos negros, inducían a comparar tal cara con la de un tigre viejo y tísico, que después de haberse lucido en las exhibiciones ambulantes de fieras, no conserva ya de su antigua belleza más que la pintorreada piel.

«A ver, ¿a quién has escrito?» dijo la señora, acortando la llama que sacaba su lengua humeante por fuera del tubo.

-Pues al jefe del Personal, al señor de Pez, a Sánchez Botín y a todos los que puedan sacarme de esta situación. Para el ahogo del día (dando un gran suspiro), me he decidido a volver a molestar al amigo Cucúrbitas. Es la única persona verdaderamente cristiana entre todos mis amigos, un caballero, un hombre de bien, que se hace cargo de las necesidades... ¡Qué diferencia de otros! Ya ves la que me hizo ayer   -16-   ese badulaque de Rubín. Le pinto nuestra necesidad; pongo mi cara en vergüenza suplicándole... nada, un pequeño anticipo, y... Sabe Dios la hiel que uno traga antes de decidirse... y lo que padece la dignidad... Pues ese ingrato, ese olvidadizo, a quien tuve de escribiente en mi oficina siendo yo jefe de negociado de cuarta, ese desvergonzado que por su audacia ha pasado por delante de mí, llegando nada menos que a Gobernador, tiene la poca delicadeza de mandarme medio duro.

Villaamil se sentó, dando sobre la mesa un puñetazo que hizo saltar las cartas, como si quisieran huir atemorizadas. Al oír suspirar a su esposa, irguió la amarilla frente, y con voz dolorida prosiguió así:

«En este mundo no hay más que egoísmo, ingratitud, y mientras más infamias se ven, más quedan por ver... Como ese bigardón de Montes, que me debe su carrera, pues yo le propuse para el ascenso en la Contaduría Central. ¿Creerás tú que ya ni siquiera me saluda? Se da una importancia, que ni el Ministro... Y va siempre adelante. Acaban de darle catorce mil. Cada año su ascensito, y ole morena... Este es el premio de la adulación y la bajeza. No sabe palotada de administración; no sabe más que hablar de caza con el Director, y de la galga y del pájaro y qué sé yo qué... Tiene peor ortografía que un perro, y escribe hacha sin h   -17-   y echar con ella... Pero en fin, dejemos a un lado estas miserias. Como te decía, he determinado acudir otra vez al amigo Cucúrbitas. Cierto que con este van ya cuatro o cinco envites; pero no sé ya a qué santo volverme. Cucúrbitas comprende al desgraciado y le compadece, porque él también ha sido desgraciado. Yo le he conocido con los calzones rotos y en el sombrero dos dedos de grasa... Él sabe que soy agradecido... ¿Crees tú que se le agotará la bondad?... Dios tenga piedad de nosotros, pues si este amigo nos desampara iremos todos a tirarnos por el viaducto».

Dio Villaamil un gran suspiro, elevando los ojos en el techo. El tigre inválido se transfiguraba. Tenía la expresión sublime de un apóstol en el momento en que le están martirizando por la fe, algo del San Bartolomé de Ribera cuando le suspenden del árbol y le descueran aquellos tunantes de gentiles, como si fuera un cabrito. Falta decir que este Villaamil era el que en ciertas tertulias de café recibió el apodo de Ramsés II1.

-Bueno, dame la carta para Cucúrbitas -dijo doña Pura, que acostumbrada a tales jeremiadas, las miraba como cosa natural y corriente-. Irá el niño volando a llevarla. Y ten confianza en la Providencia, hombre, como la   -18-   tengo yo. No hay que amilanarse (con risueño optimismo). Me ha dado la corazonada... ya sabes tú que rara vez me equivoco... la corazonada de que en lo que resta de mes te colocan.




ArribaAbajo- II -

«¡Colocarme!» exclamó Villaamil poniendo toda su alma en una palabra. Sus manos, después de andar un rato por encima de la cabeza, cayeron desplomadas sobre los brazos del sillón. Cuando esto se verificó, ya doña Pura no estaba allí, pues había salido con la carta, y llamó desde la escalera a su nieto, que estaba en la portería.

Ya eran cerca de las seis cuando Luis salió con el encargo, no sin volver a hacer escala breve en el escritorio de los memorialistas. «Adiós, rico mío -le dijo Paca besándole-. Ve prontito para que vuelvas a la hora de comer. (Leyendo el sobre). Pues digo... no es floja caminata, de aquí a la calle del Amor de Dios. ¿Sabes bien el camino? ¿No te perderás?».

¡Qué se había de perder ¡contro!, si más de veinte veces había ido a la casa del Sr. de Cucúrbitas y a las de otros caballeros con recados verbales o escritos! Era el mensajero de las terribles ansiedades, tristezas e impaciencias de su abuelo; era el que repartía por uno y otro distrito las solicitudes del infeliz cesante, implorando   -19-   una recomendación o un auxilio. Y en este oficio de peatón adquirió tan completo saber topográfico, que recorría todos los barrios de la Villa sin perderse; y aunque sabía ir a su destino por el camino más corto, empleaba comúnmente el más largo, por costumbre y vicio de paseante o por instintos de observador, gustando mucho de examinar escaparates, de oír, sin perder sílaba, discursos de charlatanes que venden elixires o hacen ejercicios de prestidigitación. A lo mejor, topaba con un mono cabalgando sobre un perro o manejando el molinillo de la chocolatera lo mismito que una persona natural; otras veces era un infeliz oso encadenado y flaco, o italianos, turcos, moros falsificados que piden limosna haciendo cualquiera habilidad. También le entretenían los entierros muy lucidos, el riego de las calles, la tropa marchando con música, el ver subir la piedra sillar de un edificio en construcción, el Viático con muchas velas, los encuartes de los tranvías, el trasplantar árboles y cuantos accidentes ofrece la vía pública.

«Abrígate bien -le dijo Paca besándole otra vez y envolviéndole la bufanda en el cuello-. Ya podrían comprarte unos guantes de lana. Tienes las manos heladitas, y con sabañones. ¡Ah, cuánto mejor estarías con tu tía Quintina! ¡Vaya, un beso a Mendizábal, y hala! Canelo irá contigo».

  -20-  

De debajo de la mesa salió un perro de bonita cabeza, las patas cortas, la cola enroscada, el color como de barquillo, y echó a andar gozoso delante de Luis. Paca salió tras ellos a la puerta, les miró alejarse, y al volver a la estrecha oficina, se puso a hacer calceta, diciendo a su marido: «¡Pobre hijo!, me le traen todo el santo día hecho un carterito. El sablazo de esta tarde va contra el mismo sujeto de estos días. ¡La que le ha caído al buen señor! Te digo que estos Villaamiles son peores que la filoxera. Y de seguro que esta noche las tres lambionas se irán también de pindongueo al teatro y vendrán a las tantas de la noche».

-Ya no hay cristiandad en las familias -dijo Mendizábal grave y sentenciosamente-. Ya no hay más que suposición.

-Y que no deben nada en gracia de Dios (meneando con furor las agujas). El carnicero dice que ya no les fía más aunque le ahorquen; el frutero se ha plantado, y el del pan lo mismo... Pues si esas muñeconas supieran arreglarse y pusieran todos los días, si a mano viene, una cazuela de patatas... Pero Dios nos libre... ¡Patatas ellas!, ¡pobrecitas! El día que les cae algo, aunque sea de limosna, ya las tienes dándose la gran vida y echando la casa por la ventana. Eso sí, en arreglar los trapitos para suponer no hay quien les gane. La doña Pura se pasa toda la mañana de Dios enroscándose las   -21-   greñas de la frente, y la doña Milagros le ha dado ya cuatro vueltas a la tela de aquella eternidad de vestido, color de mostaza para sinapismos. Pues digo, la antipática de la niña no para de echar medias suelas al sombrero, poniéndole cintas viejas o alguna pluma de gallina, o un clavo de cabeza dorada de los que sirven para colgar láminas.

-Suposición de suposiciones... Consecuencias funestas del materialismo -dijo Mendizábal, que solía repetir las frases del periódico a que estaba suscrito-. Ya no hay modestia, ya no hay sencillez de costumbres. ¿Qué se hizo de aquella pobreza honrada de nuestros padres, de aquella... (no recordando lo demás) de aquella, pues... como quien dice...?

-Pues el pobre D. Ramón, cuando cierre el ojo, se irá derecho al Cielo. Es un santo y un mártir. Créete que si yo le pudiera colocar, le colocaba. ¡Me da una lástima! Con aquellas miradas que echa parece que se va a comer a la gente ¡pobre señor!, y se la comería a una, no por maldad, sino por puras hambres (clavándose en el pelo la cuarta aguja). Da miedo verle. Yo no sé cómo el señor Ministro, cuando le ve entrar en las oficinas, no se muere de miedo y le coloca por perderle de vista.

-Villaamil -dijo Mendizábal con suficiencia-, es un hombre honrado, y el Gobierno de ahora es todo de pillos. Ya no hay honradez,   -22-   ya no hay cristiandad, ya no hay justicia. ¿Qué es lo que hay? Ladronicio, irreligiosidad, desvergüenza. Por eso no le colocan, ni le colocarán mientras no venga el único que puede traer la justicia. Yo se lo digo siempre que pasa por aquí y se para en el portal a echar un párrafo conmigo: «No le dé usted vueltas, D. Ramón, no le dé usted vueltas. De todo tiene la culpa la libertad de cultos. Porque ínterin tengamos racionalismo, mi señor D. Ramón, ínterin no sea aplastada la cabeza de la serpiente, y... (perdiendo el hilo de la frase y no sabiendo ya por dónde andaba) y en tanto que... precisamente... quiero decir, digo... (cortando por lo sano). ¡Ya no hay cristiandad!».

Entretanto, Luisito y Canelo recorrían parte de la calle Ancha y entraban por la del Pez siguiendo su itinerario. El perro, cuando se separaba demasiado, deteníase mirando hacia atrás, la lengua de fuera. Luis se paraba a ver escaparates, y a veces decía a su compañero esto o cosa parecida: «Canelo, mira qué trompetas tan bonitas». El animal se ponía en dos patas, apoyando las delanteras en el borde del escaparate; pero no debían de ser para él muy interesantes las tales trompetas, porque no tardaba en seguir andando. Por fin llegaron a la calle del Amor de Dios. Desde cierta ocasión en que Canelo tuvo unos ladridos con otro perro, inquilino en la casa de Cucúrbitas, adoptó   -23-   el temperamento prudente de no subir y esperar en la calle a su amigo. Este subió al segundo, donde el incansable protector de su abuelo vivía; y el criado que le abrió la puerta púsole aquella noche muy mala cara. «El señor no está». Pero Luisito, que tenía instrucciones de su abuelo para el caso de hallarse ausente la víctima, dijo que esperaría. Ya sabía que a las siete infaliblemente iba a comer el señor D. Francisco Cucúrbitas. Sentose el chico en el banco del recibimiento. Los pies no le llegaban al suelo, y los balanceaba como para hacer algo con qué distraer el fastidio de aquel largo plantón. El perchero, de pino imitando roble viejo, con ganchos dorados para los sombreros, su espejo y los huecos para los paraguas, le había producido en otro tiempo gran admiración; pero ya le era indiferente. No así el gato, que de la parte interior de la casa solía venir a enredar con él. Aquella noche debía de estar ocupado el micho, porque no aportó por el recibimiento; pero en cambio vio Luis a las niñas de Cucúrbitas, que eran simpáticas y graciosas. Solían acercarse a él, mirándole con lástima o con desdén, pero nunca le habían dicho una palabra halagüeña. La señora de Cucúrbitas, que a Luis le parecía, por lo gruesa y redonda, una imitación humana del elefante Pizarro, tan popular entonces entre los niños de Madrid, solía también dejarse rodar por   -24-   allí, y ya conocía bien Cadalsito sus pasos lentos y pesados. La señora llegaba al ángulo que el pasillo de la derecha formaba con el recibimiento, y desde aquel punto miraba con recelo al mensajero. Después se internaba sin decirle una palabra. Desde que el chico la sentía venir, se levantaba rígido, como un muñeco de resortes, recordando las lecciones de urbanidad que le había dado su abuelo. «¿Cómo está usted?... ¿Cómo lo pasa usted?». Pero la mole aquella, rival en corpulencia de Paca la memorialista, no se dignaba contestarle, y se alejaba haciendo estremecer el suelo, como la máquina de apisonar que Luis había visto en las calles de Madrid.

Aquella noche fue muy tarde a comer el respetable Cucúrbitas. Observó el nieto de Villaamil que las niñas estaban impacientes. La causa era que tenían que ir al teatro y deseaban comer pronto. Por fin sonó la campanilla, y el criado fue presuroso a abrir la puerta, mientras las pollas, que conocían los pasos del papá y su manera de llamar, corrían por los pasillos dando voces para que se sirviera la comida. Al entrar el señor y ver a Luisín, dio a entender con ligera mueca su desagrado. El niño se puso en pie, soltando el saludo como un tiro a boca de jarro, y Cucúrbitas, sin contestarle, metiose en el despacho. Cadalsito, aguardando a que el señor le mandara pasar, como otras veces, vio que   -25-   entraron las hijas dando prisa a su papá, y oyó a este decir: «Al momento voy... que saquen la sopa», y no pudo menos de considerar cuán rica sopa sería aquella que a sacar iban. Esto pensaba cuando una de las señoritas salió del despacho y le dijo: «Pasa, tú». Entró gorra en mano, repitiendo su saludo, al cual se dignó al fin contestar D. Francisco con paternal acento. Era un señor muy bueno, según opinión de Luis, el cual, no entendiendo la expresión ligeramente ceñuda que tenía en su cara lustrosa el próvido funcionario, se figuró que haría aquella noche lo mismo que las demás. Cadalsito recordaba muy bien el trámite: el señor de Cucúrbitas, después de leer la carta de Villaamil, escribía otra o, sin escribir nada, sacaba de su cartera un billetito verde o encarnado, y metiéndolo en un sobre se lo daba y decía: «Anda, hijo; ya estás despachado». También era cosa corriente sacar del bolsillo duros o pesetas, hacer un lío y dárselo, acompañando su acción de las mismas palabras de siempre, con esta añadidura: «Ten cuidado, no lo pierdas o no te lo robe algún tomador. Mételo en el bolsillo del pantalón... Así... guapo mozo. Anda con Dios».

Aquella noche, ¡ay!, en pie, delante de la mesa de ministro, observó Luis que D. Francisco escribía una carta, frunciendo las peludas cejas, y que la cerraba sin meter dentro billete ni moneda alguna. Notó también el niño que   -26-   al echar la firma, daba mi hombre un gran suspiro, y que después le miraba a él con profundísima compasión.

«Que usted lo pase bien» dijo Cadalsito cogiendo la carta; y el buen señor le puso la mano en la cabeza. Al despedirle, le dio dos perros grandes, añadiendo a su acción generosa estas magnánimas palabras: «Para que compres pasteles». ¡Salió el chico tan agradecido...! Pero por la escalera abajo le asaltó una idea triste: «Hoy no lleva nada la carta». Era, en efecto, la primera vez que salía de allí con la carta vacía. Era la primera vez que D. Francisco le daba perros a él, para su bolsillo privado y fomentar el vicio de comer bollos. En todo esto se fijó con la penetración que le daba la precoz experiencia de aquellos mensajes. «Pero ¡quién sabe! -dijo después con ideas sugeridas por su inocencia-; ¡puede que le diga que le colocan mañana...!».

Canelo, que ya estaba impaciente, se le unió en la puerta. Se pusieron ambos en camino, y en una pastelería de la calle de las Huertas, compró Luis dos bollos de a diez céntimos. El perro se comió uno y Cadalsito el otro. Después, relamiéndose, apresuraron el paso, buscando la dirección más corta por el mismo laberinto de calles y plazuelas, desigualmente iluminadas y concurridas. Aquí mucho gas, allí tinieblas; acá mucha gente; después soledad, figuras errantes.   -27-   Pasaron por calles en que la gente presurosa apenas cabía; por otras en que vieron más mujeres que luces; por otras en que había más perros que personas.




ArribaAbajo- III -

Al entrar en la calle de la Puebla, iba ya Cadalsito tan fatigado que, para recobrar las fuerzas, se sentó en el escalón de una de las tres puertas con rejas que tiene en dicha calle el convento de Don Juan de Alarcón. Y lo mismo fue sentarse sobre la fría piedra, que sentirse acometido de un profundo sueño... Más bien era aquello como un desvanecimiento, no desconocido para el chiquillo, y que no se verificaba sin que él tuviera conciencia de los extraños síntomas precursores. «¡Contro! -pensó muy asustado-, me va a dar aquello... me va a dar, me da...». En efecto, a Cadalsito le daba de tiempo en tiempo una desazón singularísima, que empezaba con pesadez de cabeza, sopor, frío en el espinazo, y concluía con la pérdida de toda sensación y conocimiento. Aquella noche, en el breve tiempo transcurrido desde que se sintió desfallecer hasta que se le nublaron los sentidos, se acordó de un pobre que solía pedir limosna en aquel mismo escalón en que él estaba. Era un ciego muy viejo, con la barba cana, larga y amarillenta, envuelto en parda capa   -28-   de luengos pliegues, remendada y sucia, la cabeza blanca, descubierta, y el sombrero en la mano, pidiendo sólo con la actitud y sin mover los labios. A Luis le infundía respeto la venerable figura del mendigo, y solía echarle en el sombrero algún céntimo, cuando lo tenía de sobra, lo que sucedía muy contadas veces.

Pues como se iba diciendo, cayó el pequeño en su letargo, inclinando la cabeza sobre el pecho, y entonces vio que no estaba solo. A su lado se sentaba una persona mayor. ¿Era el ciego? Por un instante creyó Luis que sí, porque tenía barba espesa y blanca, y cubría su cuerpo con una capa o manto... Aquí empezó Cadalso a observar las diferencias y semejanzas entre el pobre y la persona mayor, pues esta veía y miraba, y sus ojos eran como estrellas, al paso que la nariz, la boca y frente eran idénticas a las del mendigo, la barba del mismo tamaño, aunque más blanca, muchísimo más blanca. Pues la capa era igual y también diferente; se parecía en los anchos pliegues, en la manera de estar el sujeto envuelto en ella; discrepaba en el color, que Cadalsito no podía definir. ¿Era blanco, azul o qué demonches de color era aquel? Tenía sombras muy suaves, por entre las cuales se deslizaban reflejos luminosos como los que se filtran por los huecos de las nubes. Luis pensó que nunca había visto tela tan bonita como aquella. De entre los pliegues sacó el sujeto   -29-   una mano blanca, preciosísima. Tampoco había visto nunca Luis mano semejante, fuerte y membruda como la de los hombres, blanca y fina como la de las señoras... El sujeto aquel, mirándole con paternal benevolencia, le dijo: «¿No me conoces? ¿No sabes quién soy?».

Luisito le miró mucho. Su cortedad de genio le impedía responder. Entonces el señor misterioso, sonriendo como los obispos cuando bendicen, le dijo: «Yo soy Dios. ¿No me habías conocido?».

Cadalsito sintió entonces, además de cortedad, miedo, y apenas podía respirar. Quiso envalentonarse mostrándose incrédulo, y con gran esfuerzo de voz pudo decir: «¿Usted Dios, usted...? Ya quisiera...».

Y la aparición, pues tal nombre se le debe dar, indulgente con la incredulidad del buen Cadalso, acentuó más la sonrisa cariñosa, insistiendo en lo dicho: «Sí, soy Dios. Parece que estás asustado. No me tengas miedo. Si yo te quiero, te quiero mucho...».

Luis empezó a perder el miedo. Se sentía conmovido y con ganas de llorar.

«Ya sé de dónde vienes -prosiguió la aparición-. El señor de Cucúrbitas no os ha dado nada esta noche. Hijo, no siempre se puede. Lo que él dice, ¡hay tantas necesidades que remediar...!».

Cadalsito dio un gran suspiro para activar   -30-   su respiración, y contemplaba al hermoso anciano, el cual, sentado, apoyando el codo en la rodilla y la barba resplandeciente en la mano, ladeada la cabeza para mirar al chiquitín, dando, al parecer, mucha importancia a la conversación que con él sostenía: «Es preciso que tú y los tuyos tengáis paciencia, amigo Cadalsito, mucha paciencia».

Luis suspiró con más fuerza, y sintiendo su alma libre de miedo y al propio tiempo llena de iniciativas, se arrancó a decir esto: «¿Y cuándo colocan a mi abuelo?».

La excelsa persona que con Luisito hablaba dejó un momento de mirar a este, y fijando sus ojos en el suelo, parecía meditar. Después volvió a encararse con el pequeño, y suspirando ¡también él suspiraba!, pronunció estas graves palabras: «Hazte cargo de las cosas. Para cada vacante hay doscientos pretendientes. Los Ministros se vuelven locos y no saben a quién contentar. ¡Tienen tantos compromisos, que no sé yo cómo viven los pobres! Paciencia, hijo, paciencia, que ya os caerá la credencial cuando salte una ocasión favorable... Por mi parte, haré también algo por tu abuelo... ¡Qué triste se va a poner esta noche cuando reciba esa carta! Cuidado no la pierdas. Tú eres un buen chico. Pero es preciso que estudies algo más. Hoy no te supiste la lección de Gramática. Dijiste tantos disparates, que la clase toda se reía, y con   -31-   muchísima razón. ¿Qué vena te dio de decir que el participio expresa la idea del verbo en abstracto? Lo confundiste con el gerundio, y luego hiciste una ensalada de los modos con los tiempos. Es que no te fijas, y cuando estudias estás pensando en las musarañas...».

Cadalsito se puso muy colorado, y metiendo sus dos manos entre las rodillas, se las apretó.

«No basta que seas formal en clase; es menester que estudies, que te fijes en lo que lees y lo retengas bien. Si no, andamos mal; me enfado contigo, y no vengas luego diciéndome que por qué no colocan a tu abuelo... Y así como te digo esto, te digo también que tienes razón en quejarte de Posturitas. Es un ordinario, un mal criado, y ya le restregaré yo una guindilla en la lengua cuando vuelva a decirte Miau. Por supuesto que esto de los motes debe llevarse con paciencia; y cuando te digan Miau, tú te callas y aguantas. Cosas peores te pudieran decir».

Cadalsito estaba muy agradecido, y aunque sabía que Dios está en todas partes, se admiraba de que estuviese tan bien enterado de lo que en la escuela ocurría. Después se lanzó a decir: «¡Contro, si yo le cojo...!».

-Mira, amigo Cadalso -le dijo su interlocutor con paternal severidad-, no te las eches de matón, que tú no sirves para pelearte con tus compañeros. Son ellos muy brutos. ¿Sabes lo   -32-   que haces? Cuando te digan Miau, se lo cuentas al maestro, y verás cómo este pone a Posturitas en cruz media hora.

-Vaya que si lo pone... y aunque sea una hora.

-Ese nombre de Miau se lo encajaron a tu abuela y tías en el paraíso del Real, es a saber, porque parecen propiamente tres gatitos. Es que son ellas muy relamidas. El mote tiene gracia.

Sintió Luis herida su dignidad; pero no dijo nada.

«Ya sé que esta noche van también al Real -añadió la aparición-. Hace un rato les ha llevado ese Ponce los billetes. ¿Por qué no les dices tú que te lleven? Te gustaría mucho la ópera. ¡Si vieras qué bonita es!».

-No me quieren llevar... ¡bah!... (desconsoladísimo). Dígaselo usted.

Aun cuando a Dios se le dice en los rezos, a Luis le parecía irreverente, cara a cara, tratamiento tan familiar.

-¿Yo? No quiero meterme en eso. Además, esta noche han de estar todos de muy mal temple. ¡Pobre abuelito tuyo! Cuando abra la carta... ¿La has perdido?

-No, señor, la tengo aquí -dijo Cadalso, sacándola-. ¿La quiere usted leer?

-No, tontín. Si ya sé lo que dice... Tu abuelo pasará un mal rato; pero que se conforme.   -33-   Están los tiempos muy malos, muy malos...

La excelsa imagen repitió dos o tres veces el muy malos, moviendo la cabeza con expresión de tristeza; y desvaneciéndose en un instante, desapareció. Luis se restregaba los ojos; se reconocía despierto y reconocía la calle. Enfrente vio la tienda de cestas en cuya muestra había dos cabezas de toro, con jeta y cuernos de mimbre, juguete predilecto de los chicos de Madrid. Reconoció también la tienda de vinos, el escaparate con botellas; vio en los transeúntes personas naturales, y a Canelo, que a su lado seguía, le tuvo por verídico perro. Volvió a mirar a su lado buscando un rastro de la maravillosa visión; pero no había nada. «Es que me dio aquello -pensó Cadalsito, no sabiendo definir lo que le daba-; pero me ha dado de otra manera». Cuando se levantó, tenía las piernas tan débiles que apenas se podía sostener sobre ellas. Se palpó la ropa, temiendo haber perdido la carta; pero la carta seguía en su sitio. ¡Contro!, otras veces le había dado aquel desmayo; pero nunca había visto personajes tan... tan... no sabía cómo decirlo. Y que le vio y le habló, no tenía duda. ¡Vaya con el Señorón aquel!... ¡Si sería el Padre Eterno en vida natural...! ¡Si sería el anciano ciego que le quería dar un bromazo...!

Pensando de este modo, dirigiose Luis a su casa con toda la prisa que la flojedad de sus piernas le permitía. La cabeza se le iba, y el   -34-   frío del espinazo no se le quitaba andando. Canelo parecía muy preocupado... Si habría visto también algo... ¡Lástima que no pudiese hablar para que atestiguara la verdad de la visión maravillosa! Porque Luis recordaba que, durante el coloquio, Dios acarició dos o tres veces la cabeza de Canelo, y que este le miraba sacando mucho la lengua... Luego Canelo podría dar fe...

Llegó por fin a su casa, y como le sintieran subir, Abelarda le abrió la puerta antes de que llamara. Su abuelo salió ansioso a recibirle, y el niño, sin decir una palabra, puso en sus manos la carta. Don Ramón fue hacia el despacho, palpándola antes de abrirla, y en el mismo instante doña Pura llamó a Luis para que fuera a comer, pues la familia estaba ya concluyendo. No le habían esperado porque tardaba mucho, y las señoras tenían que irse al teatro de prisa y corriendo, para coger un buen puesto en el paraíso antes de que se agolpara la gente. En dos platos tapados, uno sobre otro, le habían guardado al nieto su sopa y cocido, que estaban ya fríos cuando llegó a catarlos; mas como su hambre era tanta, no reparó en la temperatura.

Estaba doña Pura atando al pescuezo de su nieto la servilleta de tres semanas, cuando entró Villaamil a comer el postre. Su cara tomaba expresión de ferocidad sanguinaria en las   -35-   ocasiones aflictivas, y aquel bendito, incapaz de matar una mosca, cuando le amargaba una pesadumbre parecía tener entre los dientes carne humana cruda, sazonada con acíbar en vez de sal. Sólo con mirarle comprendió doña Pura que la carta había venido in albis. El infeliz hombre empezó a quitar maquinalmente las cáscaras a dos nueces resecas que en el plato tenía. Su cuñada y su hija le miraban también, leyendo en su cara de tigre caduco y veterano la pena que interiormente le devoraba. Por poner una nota alegre en cuadro tan triste, Abelarda soltó esta frase: «Ha dicho Ponce que la ovación de esta noche será para la Pellegrini».

-Me parece una injusticia -afirmó doña Pura con sus cinco sentidos- que se quiera humillar a la Scolpi Rolla, que canta su parte de Amneris muy a conciencia. Verdad que sus éxitos los debe más al buen palmito y a que enseña las piernas. Pero la Pellegrini con tantos humos no es ninguna cosa del otro jueves.

-Calla, mujer -indicó Milagros doctoralmente-. Mira que la otra noche dijo el fuggi fuggi, tu sei perdutto como no lo hemos oído desde los tiempos de Rossina Penco. No tiene más sino que bracea demasiado, y francamente, la ópera es para cantar bien, no para hacer gestos.

-Pero no nos descuidemos -dijo Pura-. En noches así, el que se descuida se queda en la escalera.

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-¡Quia!... ¿Pero no creéis que Guillén o los chicos de Medicina nos guardarán los asientos?

-No hay que fiar... Vámonos, no nos pase lo de la otra noche ¡Dios mío!, que si no es por aquellos muchachos tan finos, los de Farmacia, ¿sabes?, nos quedamos en la puerta como unas pasmarotas.

Villaamil, que nada de esto oía, se comió un higo pasado, creo que tragándolo entero, y fue hacia su despacho con paso decidido, como quien va a hacer una atrocidad. Su mujer le siguió, y cariñosa le dijo: «¿Qué hay? ¿Es que esa nulidad no te ha mandado nada?».

-Cero -replicó Villaamil con voz que parecía salir del centro de la tierra-. Lo que yo te decía; se ha cansado. No se puede abusar un día y otro día... Me ha hecho tantos favores, tantos, que pedir más es temeridad. ¡Cuánto siento haberle escrito hoy!

-¡Bandido! -exclamó iracunda la señora, que solía dar esta denominación y otras peores a los amigos que se ladeaban para evitar el sablazo.

-Bandido no -declaró Villaamil, que ni en los momentos de mayor tribulación se permitía ultrajar al contribuyente-. Es que no siempre se está en disposición de socorrer al prójimo. Bandido, no. Lo que es ideas no las tiene ni las ha tenido nunca; pero eso no quita que sea uno de los hombres más honrados que hay en la Administración.

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-Pues no será tanto (con enfado impertinente), cuando le luce el pelo como le luce. Acuérdate de cuando fue compañero tuyo en la Contaduría Central. Era el más bruto de la oficina. Ya se sabía; descubierta una barbaridad, todos decían: «Cucúrbitas». Después, ni un día cesante, y siempre para arriba. ¿Qué quiere decir esto? Que será muy bruto, pero que entiende mejor que tú la aguja de marear. ¿Y crees que no se hace pagar a toca teja el despacho de los expedientes?

-Cállate, mujer.

-¡Inocente!... Ahí tienes por lo que estás como estás, olvidado y en la miseria; por no tener ni pizca de trastienda y ser tan devoto de San Escrúpulo bendito. Créeme, eso ya no es honradez, es sosería y necedad. Mírate en el espejo de Cucúrbitas; él será todo lo melón que se quiera; pero verás cómo llega a Director, quizás a Ministro. Tú no serás nunca nada, y si te colocan, te darán un pedazo de pan, y siempre estaremos lo mismo (acalorándose). Todo por tus gazmoñerías, porque no te haces valer, porque fray modesto ya sabes que no llegó nunca a ser guardián. Yo que tú, me iría a un periódico y empezaría a vomitar todas las picardías que sé de la Administración, los enjuagues que han hecho muchos que hoy están en candelero. Eso, cantar claro, y caiga el que caiga... desenmascarar a tanto pillo... Ahí duele. ¡Ah!, entonces verías   -38-   cómo les faltaba tiempo para colocarte; verías cómo el Director mismo entraba aquí, sombrero en mano, a suplicarte que aceptaras la credencial.

-Mamá, que es tarde -dijo Abelarda desde la puerta, poniéndose la toquilla.

-Ya voy. Con tantos remilgos, con tantos miramientos como tú tienes, con eso de llamarles a todos dignísimos, y ser tan delicado y tan de ley que estás siempre montado al aire como los brillantes, lo que consigues es que te tengan por un cualquiera. Pues sí (alzando el grito), tú debías ser ya Director, como esa es luz, y no lo eres por mandria, por apocado, porque no sirves para nada, vamos, y no sabes vivir. No; si con lamentos y con suspiros no te van a dar lo que pretendes. Las credenciales, señor mío, son para los que se las ganan enseñando los colmillos. Eres inofensivo, no muerdes, ni siquiera ladras, y todos se ríen de ti. Dicen: «¡Ah, Villaamil, qué honradísimo es! ¡Oh!, el empleado probo...». Yo, cuando me enseñan un probo, le miro a ver si tiene los codos de fuera. En fin, que te caes de honrado. Decir honrado, a veces es como decir ñoño. Y no es eso, no es eso. Se puede tener toda la integridad que Dios manda, y ser un hombre que mire por sí y por su familia...

-Déjame en paz -murmuró Villaamil desalentado, sentándose en una silla y derrengándola.

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-Mamá -repetía la señorita, impaciente.

-Ya voy, ya voy.

-Yo no puedo ser sino como Dios me ha hecho -declaró el infeliz cesante-. Pero ahora no se trata de que yo sea así o asado; trátase del pan de cada día, del pan de mañana. Estamos como queremos, sí... Tenemos cerrado el horizonte por todas partes. Mañana...

-Dios no nos abandonará -dijo Pura intentando robustecer su ánimo con esfuerzos de esperanza, que parecían pataleos de náufrago-. Estoy tan acostumbrada a la escasez, que la abundancia me sorprendería y hasta me asustaría... ¡Mañana...!

No acabó la frase ni aun con el pensamiento. Su hija y su hermana le daban tanta prisa, que se arregló apresuradamente. Al envolverse en la cabeza la toquilla azul, dio esta orden a su marido: «Acuesta al niño. Si no quiere estudiar, que no estudie. Bastante tiene que hacer el pobrecito, porque mañana supongo que saldrá a repartirte dos arrobas de cartas».

El buen Villaamil sintió un gran alivio en su alma cuando las vio salir. Mejor que su familia le acompañaba su propia pena, y se entretenía y consolaba con ella mejor que con las palabras de su mujer, porque su pena, si le oprimía el corazón, no le arañaba la cara, y doña Pura, al cuestionar con él, era toda pico y uñas toda.



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ArribaAbajo- IV -

Cadalsito estaba en el comedor, sentado a la mesa, los codos sobre ella, los libros delante. Estos eran tantos, que el escolar se sentía orgulloso de ponerlos en fila, y parecía que les pasaba revista, como un general a sus unidades tácticas. Estaban los infelices tan estropeados, cual si hubieran servido de proyectiles en furioso combate; las hojas retorcidas, los picos de las cubiertas dobladas o rotas, la pasta con pegajosa mugre. Pero no faltaba a ninguno, en la primera hoja, una inscripción en letra vacilante, que declaraba la propiedad de la finca, pues sería en verdad muy sensible que no se supiera que pertenecían exclusivamente a Luis Cadalso y Villaamil. Este cogía uno cualquiera, a la suerte, a ver lo que salía. ¡Contro, siempre salía la condenada Gramática!... Abríala con prevención y veía las letras hormiguear sobre el papel iluminado por la luz de la lámpara colgante. Parecían mosquitos revoloteando en un rayo de sol. Cadalso leía algunos renglones. «¿Qué es adverbio?». Las letras de la respuesta eran las que se habían propuesto no dejarse leer, corriendo y saltando de una margen a otra. Total, que el adverbio debía de ser una cosa muy buena; pero Cadalsito no lograba enterarse de ello claramente. Después leía páginas   -41-   enteras, sin que el sentido de ellas penetrara en su espíritu, que no se había desprendido aún del asombro de la visión; ni se le había quitado el malestar del cuerpo, a pesar de haber comido con tanta gana; y como notase que al fijar la atención en el libro se ponía peor, tuvo por buen remedio el ir doblando una a una las puntas de las hojas de la Gramática, hasta dejar el pobre libro rizado como una escarola.

En esto estaba cuando sintió que su abuelo salía del despacho. Se le había apagado la luz por falta de petróleo, y aunque no escribía, la oscuridad le lanzó de su guarida hacia el comedor. En este y en el pasillo se paseó un rato el infeliz hombre, excitadísimo, hablando solo y dando algunos tropezones, porque la desigual y en algunos puntos agujereada estera no permitía el paso franco por aquellas regiones.

Otras noches que se quedaban solos abuelo y nieto, aquel le tomaba las lecciones, repitiéndoselas y fijándoselas en la memoria. Aquella noche, Villaamil no estaba para lecciones, lo que agradeció mucho el pequeño, quien por el bien parecer empezó a desdoblar las hojas del martirizado texto, planchándolas con la palma de la mano. Poco después, el mismo libro fue blando cojín para su cabeza, fatigada de estudios y visiones, y dejándola caer se quedó dormido sobre la definición del adverbio.

Villaamil decía: «Esto ya es demasiado, Señor   -42-   Todopoderoso. ¿Qué he hecho yo para que me trates así? ¿Por qué no me colocan? ¿Por qué me abandonan hasta los amigos en quienes más confiaba?». Tan pronto se abatía el ánimo del cesante sin ventura, como se inflamaba, suponiéndose perseguido por ocultos enemigos que le habían jurado rencor eterno. «¿Quién será, pero quién será el danzante que me hace la guerra? Algún ingrato, quizá, que me debe su carrera». Para mayor desconsuelo, se le representaba entonces toda su vida administrativa, carrera lenta y honrosa en la Península y Ultramar, desde que entró a servir allá por el año 41 y cuando tenía veinticuatro de edad (siendo Ministro de Hacienda el Sr. Surrá). Poco tiempo había estado cesante antes de la terrible crujía en que le encontramos: cuatro meses en tiempo de Bertrán de Lis, once durante el bienio, tres y medio en tiempo de Salaverría. Después de la Revolución pasó a Cuba, y luego a Filipinas, de donde le echó la disentería. En fin, que había cumplido sesenta años, y los de servicio, bien sumados, eran treinta y cuatro y diez meses. Le faltaban dos para jubilarse con los cuatro quintos del sueldo regulador, que era el de su destino más alto, Jefe de Administración de tercera. «¡Qué mundo este! ¡Cuánta injusticia! ¡Y luego no quieren que haya revoluciones...! No pido más que los dos meses, para jubilarme con los cuatro quintos,   -43-   sí, señor...». En lo más vivo de su soliloquio, vaciló y fue a chocar contra la puerta, repercutiendo al punto para dar con su cuerpo en el borde de la mesa, que se estremeció toda. Despertando sobresaltado, oyó Luis a su abuelo pronunciar claramente al incorporarse estas palabras, que le parecieron lo más terrorífico que había oído en su vida: «...¡con arreglo a la ley de Presupuestos del 35, modificada el 65 y el 68!».

«¿Qué, papá?» dijo espantado.

-Nada, hijo; esto no va contigo. Duérmete. ¿No tienes ganas de estudiar? Haces bien. ¿Para qué sirve el estudio? Mientras más burro sea el hombre, mientras más pillo, mejor carrera hace... Vamos, a la cama, que es tarde.

Villaamil buscó y halló una palmatoria, mas no le fue tan fácil encontrar vela que encender en ella. Por fin, revolviendo mucho, descubrió unos cabos en la mesa de noche de Pura, y encendido uno de ellos, se dispuso a acostar al niño. Este dormía en la alcoba de Milagros, que estaba en el mismo comedor. Había en aquella pieza un tocador del tiempo de vivan las caenas, una cómoda jubilada con los cuatro quintos de su cajonería, varios baúles y las dos camas. En toda la casa, a excepción de la sala, que estaba puesta con relativa elegancia, se revelaba la escasez, el abandono y esa ruina lenta que resulta de no reparar lo que el tiempo desluce y estraga.

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Empezó el abuelo a desnudar a su nieto, y le decía: «Sí, hijo mío, bienaventurados los brutos, porque de ellos es el reino... de la Administración». Y le desabrochaba la chaqueta, y le tiraba de las mangas con tanta fuerza, que a poco más se cae el chico al suelo. «Hijo mío, ve aprendiendo, ve aprendiendo para cuando seas hombre. Del que está caído nadie se acuerda, y lo que hacen es patearle y destrozarle para que no se pueda levantar... Figúrate tú que yo debiera ser Jefe de Administración de segunda, pues ahora me tocaría ascender con arreglo a la ley de Cánovas del 76, y aquí me tienes pereciendo... Llueven recomendaciones sobre el Ministro, y nada... Se le dice: 'Vea usted los antecedentes' y nada. ¿Tú crees que él se cuida de examinar mis antecedentes? Pues si lo hiciera... Todo se vuelve promesas, aplazamientos; que espera una ocasión favorable; que ha tomado nota preferente... En fin, las pamplinas que usan para salir del paso... Yo, que he servido siempre realmente, que he trabajado como un negro; yo que no he dado el más ligero disgusto a mis jefes... yo, que estando en la Secretaría, allá por el 52, le caí en gracia a don Juan Bravo Murillo, que me llamó un día a su despacho y me dijo... lo que callo por modestia... ¡Ah!, ¡si aquel grande hombre levantara la cabeza y me viera cesante...! ¡Yo, que el 55 hice un plan de presupuestos que mereció los elogios   -45-   del Sr. D. Pascual Madoz y del Sr. D. Juan Bruil, plan que en veinte años de meditaciones he rehecho después, explanándolo en cuatro memorias que ahí tengo! Y no es cosa de broma. Supresión de todas las contribuciones actuales, sustituyéndolas con el income tax... ¡Ah!, ¡el income tax! Es el sueño de toda mi vida, el objeto de tantísimos estudios, y el resultado de una larga experiencia... No lo quieren comprender y así está el país... cada día más perdido, más pobre, y todas las fuentes de riqueza secándose que es un dolor... Yo lo sostengo: el impuesto único, basado en la buena fe, en la emulación y en el amor propio del contribuyente, es el remedio mejor de la miseria pública. Luego, la renta de Aduanas, bien reforzada, con los derechos muy altos para proteger la industria nacional... Y por último, la unificación de las Deudas, reduciéndose a un tipo de emisión y a un tipo de interés...». Al llegar aquí, tiró Villaamil con tanta fuerza de los pantalones de Luis, que el niño lanzó un ¡ay!, diciendo: «Abuelo, que me arrancas las piernas». A lo que el irritado viejo contestó secamente: «Por fuerza tiene que haber un enemigo oculto, algún trasto que se ha propuesto hundirme, deshonrarme...».

Por fin quedó Luis acostado. Había costumbre de no apagarle la luz hasta mucho después de dormido, porque le daban pesadillas, y despertándose   -46-   con sobresalto se espantaba de la oscuridad. En vista de que el primer cabo de vela se apagaba, encendió otro el abuelo, y sentándose junto a la cómoda, se puso a leer La Correspondencia, que acababan de echar por debajo de la puerta. En su febril trastorno, el desventurado buscaba ansioso las noticias del personal, y por una fatal puntería de su espíritu, encontraba al instante las noticias malas. «Ha sido nombrado oficial primero en la Dirección de Impuestos el Sr. Montes... Real decreto concediendo a D. Basilio Andrés de la Caña los honores de Jefe superior de Administración». «Esto es escandaloso, esto es el delirium tremens del polaquismo. Ni en las kabilas de África pasa esto. ¡Pobre país, pobre España!... Se ponen los pelos de punta pensando lo que va a venir aquí con este desbarajuste administrativo... Es buena persona Basilio; ¡pero si ayer, como quien dice, le tuve de oficial cuarto a mis órdenes!...». Tras de la pena venía la esperanza. «Pronto se hará la combinación de personal con arreglo a la nueva plantilla de la Dirección de Contribuciones. Dícese que serán colocados varios funcionarios inteligentes que hoy se hallan cesantes».

Las miradas de Villaamil bailaron un instante sobre el papel, de letra en letra. Los ojos se le humedecieron. ¿Iría él en aquella combinación? Cabalmente, los amigos que le recomendaban   -47-   al Ministro en aquella campaña fatigosa, proponíanle para la próxima hornada. «¡Dios mío, si iré en esa bendita combinación! ¿Y cuándo será? Me dijo Pantoja que sería cosa de tres o cuatro días».

Y como la esperanza reanimaba todo su ser dándole un inquieto hormigueo, lanzose al dédalo oscuro de los pasillos. «La combinación... la plantilla nueva... dar entrada a los funcionarios inteligentes, y además de inteligentes, digo yo, identificados con... ¡Dios mío!, inspírales, mete todas tus luces dentro de esas molleras... que vean claro... que se fijen en mí; que se enteren de mis antecedentes. Si se enteran de ellos, no hay cuestión; me nombran... ¿Me nombrarán? No sé qué voz secreta me dice que sí. Tengo esperanza. No, no quiero consentirme ni entusiasmarme. Vale más que seamos pesimistas, muy pesimistas, para que luego resulte lo contrario de lo que se teme. Observo yo que cuando uno espera confiado, ¡pum! viene el batacazo. Ello es que siempre nos equivocamos. Lo mejor es no esperar nada, verlo todo negro, negro como boca de lobo, y entonces de repente ¡pum!... la luz... Sí, Ramón, figúrate que no te dan nada, que no hay para ti esperanza, a ver si creyéndolo así, viene la contraria... Porque yo he observado que siempre sale la contraria... Y en tanto, mañana moveré todas mis teclas, y escribiré a unos amigos y veré   -48-   a otros, y el Ministro... ante tantas recomendaciones... ¡Dios mío!, ¡qué idea!, ¿no sería bueno que yo mismo escribiese al Ministro?...».

Al decir esto, volvió maquinalmente a donde Cadalsito dormía, y contemplándole, pensó en las caminatas que tenía que dar al día siguiente para repartir la correspondencia. Cómo se encadenó esto con las imágenes que en el cerebro del niño determinaba el sueño, no puede saberse; pero ello es que mientras su abuelo le miraba, Luis, profundamente dormido, estaba viendo al mismo sujeto de barba blanca; y lo más particular es que le veía sentado delante de un pupitre en el cual había tantas, tantísimas cartas, que no bajaban, según Cadalsito, de un par de cuatrillones. El Señor escribía con una letra que a Luis le parecía la más perfecta cursiva que se pudiera imaginar. Ni D. Celedonio, el maestro de su escuela, la haría mejor. Concluida cada carta, la metía el Padre Eterno en un sobre más blanco que la nieve, lo acercaba a su boca, sacaba de esta un buen pedazo de lengua fina y rosada, para humedecer con rápido pase la goma; cerraba, y volviendo a coger la pluma, que era ¡cosa más rara!, la de Mendizábal, y mojada, por más señas, en el mismo tintero, se disponía a escribir la dirección. Mirando por encima del hombro, Luisito creyó ver que aquella mano inmortal trazaba sobre el papel lo siguiente:

  -49-  

B. L. M.
Al Excmo. Sr. Ministro de Hacienda,
cualisquiera que sea,

su seguro servidor,
Dios.




ArribaAbajo- V -

Aquella noche no durmió Villaamil ni un cuarto de hora seguido. Se aletargaba un instante; pero la idea de la combinación próxima, el criterio pesimista que se había impuesto, poniéndose en lo peor y esperando lo malo para que viniese lo bueno, le sembraban de espinas el lecho, desvelándole apenas cerraba los ojos. Cuando su mujer volvió del teatro, Villaamil habló con ella algunas palabras extraordinariamente desconsoladoras. Ello fue algo referente a la dificultad de allegar provisiones para el día siguiente, pues no había en la casa ninguna especie de moneda ni tampoco materia hipotecable; el crédito estaba agotado, y apuradas también la generosidad y paciencia de los amigos.

Aunque afectaba serenidad y esperanza, doña Pura estaba muy intranquila, y también pasó la noche en claro, haciendo cálculos para el día siguiente, que tan pavoroso y adusto se   -50-   anunciaba. Ya no se atrevía a mandar traer géneros a crédito de ningún establecimiento, porque todo era malas caras, grosería, desconsideración, y no pasaba día sin que un tendero exigente y descortés armase un cisco en la misma puerta del cuarto segundo. ¡Empeñar! La mente de la señora hizo rápida síntesis de todas las prendas útiles que estaban condenadas al ostracismo; alhajas, capas, mantas, abrigos. Se había llegado al máximum de emisión, digámoslo así, en esta materia, y no había forma humana de desabrigarse más de lo que ya lo estaba toda la familia. Una pignoración en grande escala se había verificado el mes anterior (Enero del 78) el mismo día del casamiento de D. Alfonso con la Reina Mercedes. Y sin embargo, las tres Miaus no perdieron ninguna de las fiestas públicas que con aquel motivo se celebraron en Madrid. Iluminaciones, retretas, el paso de la comitiva hacia Atocha; todo lo vieron perfectamente, y de todo gozaron en los sitios mejores, abriéndose paso a codazo limpio entre las multitudes.

¡La sala, hipotecar algo de la sala! Esta idea causaba siempre terror y escalofríos a doña Pura, porque la sala era la parte del menaje que a su corazón interesaba más, la verdadera expresión simbólica del hogar doméstico. Poseía muebles bonitos, aunque algo anticuados, testigos del pasado esplendor de la familia Villaamil;   -51-   dos entredoses negros con filetes de oro y lacas, y cubiertas de mármol; sillería de damasco, alfombra de moqueta y unas cortinas de seda que habían comprado al Regente de la audiencia de Cáceres, cuando levantó la casa por traslación. Tenía doña Pura a las tales cortinas en tanta estima como a las telas de su corazón. Y cuando el espectro de la necesidad se le aparecía y susurraba en su oído con terrible cifra el conflicto económico del día siguiente, doña Pura se estremecía de pavor, diciendo: «No, no; antes las camisas que las cortinas». Desnudar los cuerpos le parecía sacrificio tolerable; pero desnudar la sala... ¡eso nunca! Los de Villaamil, a pesar de la cesantía con su grave disminución social, tenían bastantes visitas. ¡Qué dirían estas si vieran que faltaban las cortinas de seda, admiradas y envidiadas por cuantos las veían! Doña Pura cerró los ojos queriendo desechar la fatídica idea y dormirse; pero la sala se había metido dentro de su entrecejo y la estuvo viendo toda la noche, tan limpia, tan elegante... Ninguna de sus amigas tenía una sala igual. La alfombra estaba tan bien conservada, que parecía que humanos pies no la pisaban, y era que de día la defendía con pasos de quita y pon, cuidando de limpiarla a menudo. El piano vertical, desafinado, sí, desafinadísimo, tenía el palisandro de su caja resplandeciente. En la sillería no se veía una mota.   -52-   Los entredoses relumbraban, y lo que sobre ellos había, aquel reloj dorado y sin hora, los candelabros dentro de fanales, todo estaba cuidado exquisitamente. Pues las mil baratijas que completaban la decoración, fotografías en marcos de papel cañamazo, cajas que fueron de dulces, perritos de porcelana y una licorera de imitación de Bohemia, también lucían sin pizca de polvo. Abelarda se pasaba las horas muertas limpiando estos cachivaches y otros que no he mencionado todavía. Eran objetos de frágiles tablillas caladas, de esos que sirven de entretenimiento a los aficionados a la marquetería doméstica. Un vecino de la casa tenía maquinilla de trepar y hacía mil primores que regalaba a los amigos. Había cestos, estantillos, muebles diminutos, capillas góticas y chinescas pagodas, todo muy mono, muy frágil, de mírame y no me toques, y muy difícil de limpiar.

Doña Pura dio una vuelta en la cama, como queriendo variar sus lúgubres ideas con un cambio de postura. Pero entonces vio en su mente con mayor claridad las suntuosas cortinas, color de amaranto, de seda riquísima, de esa seda que no se ve ya en ninguna parte. Todas las señoras que iban de visita habían de coger y palpar la incomparable tela, y frotarla entre los dedos para apreciar la clase. ¡Pero había que tomarle el peso para saber lo que era aquello!... En fin, doña Pura consideraba   -53-   que mandar las cortinas al Monte o la casa de préstamos, era trance tan doloroso como embarcar un hijo para América.

En tanto que la figura de Fra Angélico se agitaba en su angosto colchón (dormía en la alcobita de la sala, y su marido, desde que vino de Filipinas, ocupaba solo la alcoba del gabinete), proponíase distraer y engañar su pena recordando las emociones de la ópera y lo bien que dijo el barítono aquello de rivedrai le foreste imbalsamate...

Villaamil, solo, insomne y calenturiento, se revolcaba en el gran camastro matrimonial, cuyo colchón de muelles tenía los idem en lastimoso estado, los unos quebrados y hundidos, los otros estirados y en erección. El de lana, que encima estaba, no le iba en zaga, pues todo era pelmazos por aquí, vaciedades por allá, de modo que la cama habría podido figurar dignamente en las mazmorras de la Inquisición para escarmiento de herejes. El pobre cesante tenía en su lecho la expresión externa o el molde de las torturas de su alma, y así, cuando la hormiguilla del insomnio le hacía dar una vuelta, caía en profunda sima, del centro de la cual surgía, como la joroba de un demonio, enorme espolón que se le clavaba en los riñones; y cuando salía de la sima, un amasijo de lana, duro y fuerte como el puño, le estropeaba las costillas.

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Algunas veces dormía tal cual en medio de estos accidentes; pero aquella noche, la exaltación de su cerebro le agrandaba en la oscuridad las desigualdades del terreno: ya creía que se despeñaba, quedándose con los pies en alto, ya que se balanceaba en el vértice de una eminencia o que iba navegando hacia Filipinas con un tifón de mil demonios. «Seamos pesimistas -era su lema-, pensemos, con todo el vigor del pensamiento, que no me van a incluir en la combinación, a ver si me sorprende la felicidad del nombramiento. No esperaré el hecho feliz, no, no lo espero, para que suceda. Siempre pasa lo que no se espera. Póngome en lo peor. No te colocan, no te colocan, pobre Ramón; verás cómo ahora también se burlan de ti. Pero aunque estoy convencido de que no consigo nada, convencidísimo, sí, y no hay quien me apee de esto; aunque sé que mis enemigos no se apiadarán de mí, pondré en juego todas las influencias y haré que hasta el lucero del alba le hable al Ministro. Por supuesto, amigo Ramón, todo inútil. Verás cómo no te hacen maldito caso; tú lo has de ver. Yo estoy tan convencido de ello, como de que ahora es de noche. Y bien puedes desechar hasta el último vislumbre de credulidad. Nada de melindres de esperanza; nada de si será o no será; nada de debilidades optimistas. No lo catas, no lo catas, aunque revientes».



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ArribaAbajo- VI -

Doña Pura durmió al fin profundamente toda la madrugada y parte de la mañana. Villaamil se levantó a las ocho sin haber pegado los ojos. Cuando salió de su alcoba, entre ocho y nueve, después de haberse refregado el hocico con un poco de agua fría y de pasarse el peine por la rala cabellera, nadie se había levantado aún. La estrechez en que estaban no les permitía tener criada, y entre las tres mujeres hacían desordenadamente los menesteres de la casa. Milagros era la que guisaba; solía madrugar más que las otras dos; pero la noche anterior se había acostado muy tarde, y cuando Villaamil salió de su habitación dirigiéndose a la cocina, la cocinera no estaba aún allí. Examinó el fogón sin lumbre, la carbonera exhausta; y en la alacena que hacía de despensa vio mendrugos de pan, un envoltorio de papeles manchados de grasa, que debía de contener algún resto de jamón, carne fiambre o cosa así, un plato con pocos garbanzos, un pedazo de salchicha, un huevo y medio limón... El tigre dio un suspiro y pasó al comedor para registrar el cajón del aparador, en el cual, entre los cuchillos y las servilletas, había también pedazos de pan duro. En esto oyó rebullicio,   -56-   después rumor de agua, y he aquí que aparece Milagros con su cara gatesca muy lavada, bata suelta, el pelo en sortijillas enroscadas con papeles, y un pañuelo blanco por la cabeza.

«¿Hay chocolate?» le preguntó su cuñado sin más saludo.

-Hay media onza nada más -replicó la señora, corriendo a abrir el cajón de la mesa de la cocina donde estaba-. Te lo haré en seguida.

-No, a mí no. Lo haces para el niño. Yo no necesito chocolate. No tengo gana. Tomaré un pedazo de pan seco y beberé encima un poco de agua.

-Bueno. Busca por ahí. Pan no falta. También hay en la alacena un trocito de jamón. El huevo ese es para mi hermana, si te parece. Voy a encender lumbre. Haz el favor de partirme unas astillas mientras yo voy a ver si encuentro fósforos.

Don Ramón, después de morder el pan, cogió el hacha y empezó a partir un madero, que era la pata de una silla vieja, dando un suspiro a cada golpe. Los estallidos de la fibra leñosa al desgarrarse parecían tan inherentes a la persona de Villaamil, como este se arrancase tiras palpitantes de sus secas carnes y astillas de sus pobres huesos. En tanto, Milagros armaba el templete de carbones y palitroques.

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«Y hoy, ¿se pone cocido?» preguntó a su cuñado con cierto misterio.

Villaamil meditó sobre aquel problema tan descarnadamente planteado. «Tal vez... ¡quién sabe! -replicó, lanzando su imaginación a lo desconocido-. Esperemos a que se levante Pura».

Esta era la que resolvía todos los conflictos, como persona de iniciativa, de inesperados golpes y de prontas resoluciones. Milagros era toda pasividad, modestia y obediencia. No alzaba nunca la voz, no hacía observaciones a lo que su hermana ordenaba. Trabajaba para los demás, por impulso de su conciencia humilde y por hábito de subordinación. Unida fatalmente durante toda su vida al mísero destino de aquella familia, y partícipe de las vicisitudes de esta, jamás se quejó ni se la oyó protestar de su malhadada suerte. Considerábase una gran artista malograda en flor, por falta de ambiente; y al verse perdida para el arte, la tristeza de esta situación ahogaba todas las demás tristezas. Hay que decir aquí que Milagros había nacido con excelentes dotes de cantante de ópera. A los veinticinco años tenía una voz preciosísima, regular escuela y loca afición a la música. Pero la fatalidad no le permitió nunca lanzarse a la verdadera vida de artista. Amores desgraciados, cuestiones de familia aplazaron de día en día la deseada presentación al público, y cuando   -58-   los obstáculos desaparecieron, ya Milagros no estaba para fiestas; había perdido la voz. Ni ella misma se dio cuenta de la suave gradación por donde sus esperanzas de artista vinieron a parar en la precaria situación en que se nos aparece; por donde el soñado escenario y los triunfos del arte se convirtieron en la cocina de Villaamil, sin provisiones. Cuando pensaba ella en el contraste duro entre sus esperanzas y su destino, no acertaba a medir los escalones de aquel lento descender desde las cumbres de la poesía a los sótanos de la vulgaridad.

Milagros tenía un tipo fino, delicado, propio para los papeles de Margarita, de Dinorah, de Gilda, de la Traviatta, y voz aguda de soprano. Todo esto se convirtió en hojarasca, sin que nunca llegara a ser admiración del público. Sólo una vez cantó en el Real la parte de Adalgisa, por condescendencia de la empresa, como alumna del Conservatorio. Estuvo muy feliz, y los periódicos le auguraron un porvenir brillante. En el Liceo Jover, ante un público invitado y poco exigente, cantó Saffo y Los Capuletos de Bellini con el tercer acto de Vacai. Entonces se trató de que fuera a Italia; pero se atravesó una pasión, la esperanza de un gran partido para casarse, enredándose mucho el asunto entre el novio y la familia. Pasó tiempo, y la cantatriz hubo de malograrse pues ni fue a Italia, ni se contrató en el Real, ni se casó.

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Doña Pura y Milagros eran hijas de un médico militar, de apellido Escobios, y sobrinas del músico mayor del Inmemorial del Rey. Su madre era Muñoz, y tenían ellas pretensiones de parentesco con el marqués de Casa-Muñoz. Por cierto, que cuando trataron de que Milagros fuera cantante de ópera, se pensó en italianizarle el apellido, llamándola la Escobini; pero como la carrera artística se malogró en ciernes, el mote italiano no llegó nunca a verse en los carteles.

Antes de que la vida de la señorita de Escobios se truncara, tuvo una época de fugaz éxito y brillo en una capital de provincia de tercera clase, a donde fue con su hermana, esposa de Villaamil. Este era Jefe económico, y su familia intimó, como era natural, con la de los Gobernadores civil y militar, que daban reuniones, a que asistía lo más granadito del pueblo. Milagros, cantando en los conciertos de la brigadiera, enloquecía y electrizaba. Salíanle novios por docenas, y envidias de mujeres que la inquietaban en medio de sus triunfos. Un joven de la localidad, poeta y periodista, se enamoró frenéticamente de ella. Era el mismo que en la reseña de los saraos llama a doña Pura, con exaltado estilo, figura arrancada a un cuadro de Fra Angélico. A Milagros la ensalzaba en términos tan hiperbólicos que causaba risa, y aún recuerdan los naturales algunas frases describiendo   -60-   a la joven en el momento de presentarse en el salón, de acercarse al piano para cantar, y en el acto mismo del cantorrio: «Es la pudorosa Ofelia llorando sus amores marchitos y cantando con gorjeo celestial la endecha de la muerte». Y ¡cosa extraña!, el mismo que escribía estas cosas en la segunda plana del periódico, tenía la misión, y por eso cobraba, de hacer la revista comercial en la primera. Suya era también esta endecha: «Harinas. Toda la semana acusa marcada calma en este polvo. Sólo han salido para el canal mil doscientos sacos que se hicieron a 22 y tres cuartillos. No hay compradores, y ayer se ofrecían dos mil sacos a 22 y medio, sin que nadie se animara». Al día siguiente, vuelta otra vez con la pudorosa Ofelia, o el ángel que nos traía a la tierra las celestiales melodías. Ya se comprende que esto no podía acabar en bien. En efecto, mi hombre, inflamándose y desvariando cada día más con su amor no correspondido, llegó a ponerse tan malo, pero tan malo, que un día se tiró de cabeza en la presa de una fábrica de harina, y por pronto que acudieron en su auxilio, cuando le sacaron era cadáver. Poco después de este desagradable suceso, que impresionó mucho a Milagros, esta volvió a Madrid; verificose entonces el debut en el Real, luego las funciones en el Liceo Jover, y todo lo demás que brevemente referido queda. Echemos sobre aquellos tristes sucesos un montón de años tristes,   -61-   de rápido envejecimiento y decadencia, y nos encontramos a la pudorosa Ofelia en la cocina de Villaamil, con la lumbre encendida y sin saber qué poner en ella.

De un cuartucho oscuro que en el pasillo interior había, salió Abelarda restregándose los ojos, desgreñada, arrastrando la cola sucia de una bata mayor que ella, la cual fue usada por su madre en tiempos más felices, y se dirigió también a la cocina, a punto que salía de ella Villaamil para ir a despertar y vestir al nieto. Abelarda preguntó a su tía si venía el panadero, a lo que Milagros no supo qué responder, por no poder ella formar juicio acerca de problema tan grave, sin oír antes a su hermana. «Haz que tu madre se levante pronto -le dijo consternada-, a ver qué determina».

Poco después de esto, oyose fuerte carraspeo allá en la alcoba de la sala, donde Pura dormía. Por la puertecilla que dicha alcoba tenía al recibimiento, frente al despacho, apareció la señora de la casa, radiante de displicencia, embutido el cuerpo en una americana vieja de Villaamil, el pelo en sortijillas, el hocico amoratado del agua fría con que acababa de lavarse, una toquilla rota cruzada sobre el pecho, en los pies voluminosas zapatillas. «Qué, ¿no os podéis desenvolver sin mí? Estáis las dos atontadas. Pues no es para tanto. ¿Habéis hecho el chocolate del niño?». Milagros salió de la   -62-   cocina con la jícara, mientras Abelarda sentaba al pequeñuelo y le colgaba del pescuezo la servilleta. Villaamil fue a su despacho, y a poco salió con el tintero en la mano, diciendo: «No hay tinta, y hoy tengo que escribir más de cuarenta cartas. Mira, Luisín, en cuanto acabes, te vas abajo y le dices al amigo Mendizábal que me haga el favor de un poquito de tinta».

«Yo iré» dijo Abelarda cogiendo el tintero y bajando en la misma facha en que estaba.

Las dos hermanas, en tanto, cuchicheaban en la cocina. ¿Sobre qué? Es presumible que fuera sobre la imposibilidad de dar de comer a la familia con un huevo, pan duro y algunos restos de carne que no bastaban para el gato. Pura fruncía las cejas y hacía con los labios un mohín muy extraño, juntándolo con la nariz, que parecía alargarse. La pudorosa Ofelia repetía este signo de perplejidad, resultando las dos tan semejantes, que parecían una misma. De sus meditaciones las distrajo Villaamil, el cual apareció en la cocina diciendo que tenía que ir al Ministerio y necesitaba una camisa limpia. «¡Todo sea por Dios! -exclamó Pura con desaliento-. La única camisa lavada está en tan mal estado, que necesita un recorrido general». Pero Abelarda se comprometió a tenerla lista para el medio día, y además planchada, siempre que hubiera lumbre. También hizo D. Ramón a su hija sentidas observaciones sobre ciertos   -63-   flecos y desgarraduras que ostentaba la solapa de su gabán, rogándole que pasara por allí sus hábiles agujas. La joven le tranquilizó, y el buen hombre metiose en su despacho. El conciliábulo que las Miaus tenían en la cocina, terminó con un repentino sobresalto de Pura, que corrió a su alcoba para vestirse y largarse a la calle. Había estallado una idea inmensa en aquel cerebro cargado de pólvora, como si en él penetrase una chispa del fulminante que de los ojos brotara. «Enciende bien la lumbre y pon agua en los pucheros -dijo a su hermana al salir, y se escabulló fuera con diligencia y velocidad de ardilla». Al ver esta determinación, Abelarda y Milagros, que conocían bien a la directora de la familia, se tranquilizaron respecto al problema de subsistencias de aquel día, y se pusieron a cantar, la una en la cocina, la otra desde su cuarto, el dúo de Norma: in mia mano al fin tu sei.




ArribaAbajo- VII -

A eso de las once, entró doña Pura bastante sofocada, seguida de un muchacho recadista de la plazuela de los Mostenses, el cual venía echando los bofes con el peso de una cesta llena de víveres. Milagros, que a la puerta salió, hízose multitud de cruces de hombro a hombro y de la frente a la cintura. Había visto a su   -64-   hermana salir avante en ocasiones muy difíciles, con su enérgica iniciativa; pero el golpe maestro de aquella mañana le parecía superior a cuanto de mujer tan dispuesta se podía esperar. Examinando rápidamente el cesto, vio diferentes especies de comestibles, vegetales y animales, todo muy bueno, y más adecuado a la mesa de un Director general que a la de un mísero pretendiente. Pero doña Pura las hacía así. Las bromas, o pesadas o no darlas. Para mayor asombro, Milagros vio en manos de su hermana el portamonedas casi reventando de puro lleno.

«Hija -le dijo la señora de la casa, secreteándose con ella en el recibimiento, después que despidió al mandadero-, no he tenido más remedio que dirigirme a Carolina Lantigua, la de Pez. He pasado una vergüenza horrible. Hube de cerrar los ojos y lanzarme, como quien se tira al agua. ¡Ay, qué trago! Le pinté nuestra situación de una manera tal, que la hice llorar. Es muy buena. Me dio diez duros, que prometí devolverle pronto; y lo haré, sí, lo haré; porque de esta hecha le colocan. Es imposible que dejen de meterle en la combinación. Yo tengo ahora una confianza absoluta... En fin, lleva esto para dentro. Voy allá en seguida. ¿Está el agua cociendo?».

Entró en el despacho para decir a su marido que por aquel día estaba salvada la tremenda   -65-   crisis, sin añadir cómo ni cómo no. Algo debieron hablar también de las probabilidades de colocación, pues se oyó desde fuera la voz iracunda de Villaamil gritando: «No me vengas a mí con optimismos de engañifa. Te digo y te redigo que no entraré en la combinación. No tengo ninguna esperanza, pero ninguna; me lo puedes creer. Tú, con esas ilusiones tontas y esa manía de verlo todo color de rosa, me haces un daño horrible, porque viene luego el trancazo de la realidad, y todo se vuelve negro». Tan empapado estaba el santo varón en sus cavilaciones pesimistas, que cuando le llamaron al comedor y le pusieron delante un lucido almuerzo, no se le ocurrió inquirir, ni siquiera considerar, de dónde habían salido abundancias tan desconformes con su situación económica. Después de almorzar rápidamente, se vistió para salir. Abelarda le había zurcido las solapas del gabán con increíble perfección, imitando la urdimbre del tejido desgarrado; y dándole en el cuello una soba de bencina, la pieza quedó como si la hubieran rejuvenecido cinco años. Antes de salir, encargó a Luis la distribución de las cartas que escrito había, indicándole un plan topográfico para hacer el reparto con método y en el menor tiempo posible. No le podían dar al chico faena más de su gusto, porque con ella se le relevaba de asistir a la escuela, y se estaría toda la santísima tarde como   -66-   un caballero, paseando con su amigo Canelo. Era este muy listo para conocer dónde había buen trato. Al cuarto segundo subía pocas veces, sin duda por no serle simpática la pobreza que allí reinaba comúnmente; pero con finísimo instinto se enteraba de los extraordinarios de la casa, tanto más espléndidos cuanto mayor era la escasez de los días normales. Estuviera el can de centinela en la portería o en el interior de la casa, o bien durmiendo bajo la mesa del memorialista, no se le escapaba el hecho de que entraran provisiones para los de Villaamil. Cómo lo averiguaba, nadie puede saberlo; pero es lo cierto que el más astuto vigilante de Consumos no tendría nada que enseñarle. Por supuesto, la aplicación práctica de sus estudios era subir a la casa abundante y estarse allí todo un día y a veces dos; pero en cuanto le daba en la nariz olor de quema, decía... «hasta otra», y ya no le veían más el pelo. Aquel día subió poco después de ver entrar a doña Pura con el mandadero; y como las tres Miaus eran siempre muy buenas con él y le daban golosinas, a Cadalsito le costó trabajo llevárselo a su excursión por las calles. Canelo salió de mala gana, por cumplir un deber social y porque no dijeran.

Las tres Miaus estuvieron aquella tarde muy animadas. Tenían el don felicísimo de vivir siempre en la hora presente y de no pensar en el día de mañana. Es una hechura espiritual   -67-   como otra cualquiera, y una filosofía práctica que, por más que digan, no ha caído en descrédito, aunque se ha despotricado mucho contra ella. Pura y Milagros estaban en la cocina, preparando la comida, que debía ser buena, copiosa y dispuesta con todos los sacramentos, como desquite de los estómagos desconsolados. Sin cesar en el trabajo, la una espumando pucheros o disponiendo un frito, la otra machacando en el almirez al ritmo de un andante con esprezione o de un allegro con brío, charlaban sobre la probable, o más bien segura colocación del jefe de la familia. Pura habló de pagar todas las deudas, y de traer a casa los diversos objetos útiles que andaban por esos mundos de Dios en los cautiverios de la usura.

Abelarda estaba en el comedor con su caja de costura delante, arreglando sobre el maniquí un vestidillo color de pasa. No llamaba la atención por bonita ni por fea, y en un certamen de caras insignificantes se habría llevado el premio de honor. El cutis era malo, los ojos oscuros, el conjunto bastante parecido a su madre y tía, formando con ellas cierta armonía, de la cual se derivaba el mote que les pusieron. Quiero decir que si, considerada aisladamente, la similitud del cariz de la joven con el morro de un gato no era muy marcada, al juntarse con las otras dos parecía tomar de ellas ciertos rasgos fisiognómicos, que venían a ser como   -68-   un sello de raza o familia, y entonces resultaba en el grupo las tres bocas chiquitas y relamidas, la unión entre el pico de la nariz y la boca por una raya indefinible, los ojos redondos y vivos, y la efusión característica del cabello, que era como si las tres hubieran estado rodando por el suelo en persecución de una bola de papel o de un ovillo.

Aquella tarde todo fue dichas, porque entraron visitas, lo que a Pura agradaba mucho. Dejó rápidamente los menesteres culinarios para echarse una bata y componerse el pelo, y entró satisfecha en la sala. Eran los visitantes Federico Ruiz y su señora Pepita Ballester. El insigne pensador estaba también sin empleo, pasando una crujía espantosa, de la cual había más señales en su ropa que en la de su mujer; pero llevaba con tranquilidad su cesantía, mejor dicho, tan optimista era su temperamento, que la llevaba hasta con cierto gozo. Siempre era el mismo hombre, el métome-en-todo infatigable, fraguando planes de bullanguería literaria y científica, premeditando veladas o centenarios de celebridades, discurriendo algún género de ocupación que a ningún nacido se le hubiera pasado por el magín. Aquel bendito hacía pensar que hay una Milicia Nacional en las letras.

Escribía artículos sobre lo que debe hacerse para que prospere la Agricultura, sobre las ventajas   -69-   de la cremación de los cadáveres, o bien reseñando puntualmente lo que pasó en la Edad de Piedra, que es, como si dijéramos, hablar de ayer por la mañana. Su situación económica era bastante precaria, pues vivía de la pluma. De higos a brevas lograba que en Fomento le tomasen cierto número de ejemplares de ediciones viejas y de libros tan maulas como el Comunismo ante la razón, o el Servicio de incendios en todas las naciones de Europa, o la Reseña pintoresca de los Castillos. Pero tenía en su alma caudal tan pingüe de consuelo, que no necesitaba la resignación cristiana para conformarse con su desdicha. El estar satisfecho venía a ser en él una cuestión de amor propio, y por no dar su brazo a torcer se encariñaba, a fuerza de imaginación, con la idea de la pobreza, llegando hasta el absurdo de pensar que la mayor delicia del mundo es no tener un real ni de dónde sacarlo. Buscarse la vida, salir por la mañana discurriendo a qué editor de revista enferma o periódico moribundo llevar el artículo hecho la noche anterior, constituía una serie de emociones que no pueden saborear los ricos. Trabajaba como un negro, eso sí, y el Tostado era un niño de teta al lado de él, en el correr de la pluma. Verdaderamente, ganarse así el cocido tenía mucho de placer, casi de voluptuosidad. Y el cocido no le había faltado nunca. Su mujer era una alhaja y le ayudaba   -70-   a sortear aquella situación. Pero la eficaz Providencia suya era su carácter, aquella predisposición optimista, aquel procedimiento ideal para convertir los males en bienes y la escasez adusta en risueña abundancia. Habiendo conformidad no hay penas. La pobreza es el principio de la sabiduría, y no ha de buscarse la felicidad en las clases privilegiadas. El pensador recordaba la comedia de Eguílaz, en la cual el protagonista, para ponderar lo divertido que es ser pobre, dice con mucho calor:


Yo tenía cinco duros
el día que me casé.



Y recordaba también que la cazuela se venía abajo con el estruendo de los aplausos y las patadas de entusiasmo, prueba de lo popular que es en esta raza la escasez de dinero. También Ruiz había hecho en sus tiempos una comedia en que se probaba que para ser honrado y justo es indispensable andar con los codos de fuera, y que todos los ricos acaban siempre malamente. Por supuesto, a pesar de esta idealidad con que sabía dorar el cobre de su crisis económica, pasando la calderilla por oro, Ruiz no cedía en sus pretensiones de ser nuevamente colocado. No dejaba vivir al Ministro de Fomento, y las Direcciones de Instrucción pública y de Agricultura se echaban a temblar en cuanto él traspasaba la mampara. A falta de   -71-   empleo, pretendía una comisioncita para estudiar cualquier cosa; lo mismo le daba la Legislación de propiedad literaria en todos los países, que los Depósitos de sementales en España.




ArribaAbajo- VIII -

En la visita se habló primero de la ópera, a la que Ruiz iba con frecuencia, lo mismo que las Miaus, con entradas de alabarda. Después recayó la conversación en el tema de destinos. «A D. Ramón -dijo Ruiz-, no le harán esperar ya mucho».

-Va en la combinación que se hará estos días -dijo Pura radiante-. Y no ha ido ya, porque Ramón no quiso aceptar plaza fuera de Madrid. El Ministro tenía gran empeño en mandarle a una provincia donde hacen falta hombres como mi esposo. Pero Ramón no está ya para viajes. Yo, si he de decir verdad, deseo que le coloquen porque esté ocupado, nada más que porque esté ocupado. No puede usted figurarse, Federico, lo mal que le sienta a mi marido la ociosidad... vamos, que no vive. ¡Ya se ve, acostumbrado a trabajar desde mozo!... Y que le conviene también colocarse para los derechos pasivos. Figúrese usted, a Ramón no le faltan más que dos meses para poderse jubilar con los cuatro quintos. Si no fuera por esto, mejor se estaría en su casa. Yo le digo: «no te apures,   -72-   hijo, que, gracias a Dios, para vivir modestamente no nos falta»; pero él no se conforma, le gusta el calor de la oficina, y hasta el cigarro no le sabe si no se lo fuma entre dos expedientes.

-Lo creo... ¡Qué santo varón! ¿Y cómo está de salud?

-Delicadillo del estómago. Todos los días tengo que inventar algo nuevo para sostenerle el apetito. Mi hermana y yo nos dedicamos ahora a la cocina, por entretenimiento, y por vernos libres de criadas, que son una calamidad. Le hacemos cada día un platito distinto... caprichos y frioleras suculentas. A veces tengo que irme a la plazuela del Carmen en busca de cosas que no se encuentran en los Mostenses.

-Pues vea usted -dijo la señora de Ruiz-, ese es un trabajo que yo no conozco, porque este tiene un estómago que no se lo merece, y un apetito tan famoso, que no se necesitan melindres para sostenérselo.

-Gracias a Dios -indicó el publicista con jovialidad-. De ahí viene esta buena pasta mía y la confianza que tengo en mi suerte. Créame usted, doña Pura, no hay nada que valga lo que un buen estómago. Aquí me tiene usted tan conforme siempre: si me colocan, bien; si no, dos cuartos de lo mismo. Hablando con verdad, no me gusta ser empleado, y preferiría lo que me ofreció ayer el Ministro: una comisión   -73-   para estudiar los Montes de Piedad de Alemania. Es cuestión muy importante.

-Ya lo creo que es importante. ¡Figúrese usted! -exclamó la señora de Villaamil arqueando las cejas.

En esto entró otra visita. Era un amigo de Villaamil, que vivía en la calle del Acuerdo, un tal Guillén, cojo por más señas, empleado en la Dirección de Contribuciones. Dijo el tal, después de los saludos, que un compañero suyo, que estaba en el Personal, le había asegurado aquella misma tarde que Villaamil iba en la próxima combinación. Doña Pura lo dio por cierto, y Ruiz y su señora apoyaron esta apreciación lisonjera. Se fueron enzarzando de tal modo en la conversación los plácemes, que doña Pura, al fin, se arrancó a ofrecer a sus buenos amigos una copita y pastas. Entre las provisiones de aquel fausto día, se contaba una botella de moscatel de a tres pesetas, licor con que Pura solía obsequiar a su marido a los postres. Ruiz y Guillén chocaron las copas, expresando con igual calor su afecto a la simpática familia. La sobriedad del pensador contrastaba con la incontinencia un tanto grosera del empleado cojo, quien rogó a doña Pura no se llevase la botella, y escanciando que te escanciarás, pronto se vio que quedaba el líquido en menos de la mitad.

Ya encendidas las luces, y cuando se habían   -74-   ido las visitas, entró Villaamil. Pura corrió a su encuentro, viendo con satisfacción que el ferocísimo semblante tigresco tenía cierto matiz de complacencia. «¿Qué hay? ¿Qué noticias traes?».

-Nada, mujer -dijo Villaamil, que se encastillaba en el pesimismo y no había quien le sacara de él-. Todavía nada; las palabritas zandungueras2 de siempre.

-¿Y el Ministro...? ¿Le has visto?

-Sí, y me recibió tan bien -se dejó decir Villaamil haciendo traición, por descuido, a su afectada misantropía-, me recibió tan bien, que... no sé... parece que Dios le ha tocado al corazón, que le ha dicho algo de mí. Estuvo amabilísimo... encantado de verme por allí... sintiendo mucho no tenerme a su lado... decidido a llevarme...

-Vamos, no dirás ahora que no tienes esperanza.

-Ninguna, mujer, absolutamente ninguna (recobrando su papel). Verás como todo se queda en jarabe de pico. Si sabré yo... ¡Tenlo por cierto! ¡No me colocan hasta el día del juicio por la tarde!

-¡Ay, qué hombre! Eso también es ponerle a Dios cara de palo. Se podría enojar y con muchísima razón.

-Déjate de tonterías, y si tú esperas, buen chasco te llevarás. Yo no quiero llevármelo;   -75-   por eso no espero nada, ¿sabes? Y cuando venga el golpe me quedaré tan tranquilo.

Luisito llegó cuando sus abuelos discutían acaloradamente si debían abrigar o no esperanza, y dio cuenta de la puntual entrega de todas las cartas. Tenía hambre, frío, y le dolía un poco la cabeza. Al regreso de la excursión se había sentado en el pórtico de las Alarconas; pero no le dio aquello, ni la visión tuvo a bien presentarse en ninguna forma. Canelo no se apartaba de doña Pura, siguiéndola del despacho a la cocina, y de esta al comedor, y cuando llamaron a comer al dueño de la casa, como este tardara un poco en salir, fue el entendido perro a buscarle y con meneos de cola le decía: «Si usted no tiene gana, dígalo; pero no nos tenga tanto tiempo espera que te espera».

Comieron con regular apetito y bastante buen humor, y de sobremesa Villaamil se fumó, saboreándolo mucho, un habano que el señor de Pez le había dado aquella tarde. Era muy grande, y al tomarlo, el cesante dijo a su amigo que lo guardaría para después. Aquel cigarro le recordaba sus tiempos prósperos. ¿Sería tal vez anuncio de que los tales tiempos volverían? Dijérase que el buen Villaamil leía en las espirales de humo azul su buena ventura, porque se quedaba alelado mirándolas subir en graciosas curvas hacia el techo del comedor, nublando vagamente la lámpara.

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Por la noche tuvieron gente (Ruiz, Guillén, Ponce, los de Cuevas, Pantoja y su familia, de quien se hablará después), y se formalizó el proyecto, iniciado el mes anterior, de representar una piececita, pues algunos amigos de la casa tenían aptitudes no comunes para el teatro, sobre todo en el género cómico. Federico Ruiz se encargó de escoger la pieza, de distribuir los papeles y dirigir los ensayos. Se convino en que Abelarda haría uno de los principales personajes, y Ponce otro; pero este, reconociendo con laudable modestia que no tenía maldita gracia y que haría llorar al público en los papeles más jocosos, reservó para sí la parte de padre, si en la comedia le hubiera.

Cansado de tales majaderías, D. Ramón huyó de la sala buscando en el interior oscuro de la casa las tinieblas que convenían a su pesimismo. Maquinalmente entró en el cuarto de Milagros, donde esta desnudaba a Luis para acostarle. El pobre niño había hecho tentativas para estudiar, que fueron completamente inútiles. Le dolía la cabeza, y sentía como el presagio y el temor de la visión, pues esta, al par que le daba mucho gusto, causábale cierta ansiedad. Se fue a acostar con la idea de que le entraría la desazón y de que iba a ver cosas muy extrañas. Cuando su abuelo entró, ya estaba metido en la cama, y su tía le hacía rezar las oraciones de costumbre: Con Dios me acuesto,   -77-   con Dios me levanto, etc... que él recitaba de carretilla. Con brusca interrupción, se volvió hacia Villaamil para decirle: «Abuelito, ¿verdad que el Ministro te recibió muy bien?».

-Sí, hijo mío -replicó el anciano, estupefacto de esta salida y del tono con que fue dicha-. ¿Y tú por dónde lo sabes?

-¿Yo?... yo lo sé.

Miraba Cadalsito a su abuelo con una expresión tan extraña, que el pobre señor no sabía qué pensar. Pareciole expresión de Niño-Dios, la cual no es otra cosa que la seriedad del hombre armonizada con la gracia de la niñez.

-Yo lo sé... lo sé -repitió Luis sin sonreír, clavando en su abuelo una mirada que le dejó inmóvil-. Y el Ministro te quiere mucho... porque le escribieron...

-¿Quién le escribió? -dijo con ansiedad el cesante, dando un paso hacia el lecho, los ojos llenos de claridad.

-Le escribieron de ti -afirmó Cadalsito sintiendo que el miedo le invadía y no le dejaba continuar. En el mismo instante pensó Villaamil que todo aquello era una tontería, y dando media vuelta se llevó la mano a la cabeza y dijo: «¡Pero qué cosas tiene este chiquillo!...».



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ArribaAbajo- IX -

¡Cosa rara!, nada le pasó a Cadalsito aquella noche, ni sintió ni vio cosa alguna, pues a poco de acostarse hubo de caer en sueño profundísimo. Al día siguiente costó trabajo levantarle. Sentíase quebrantado, y como si hubiese andado largo trecho por sitio desconocido y lejano que no podía recordar. Fue a la escuela, y no se supo la lección. Encontrábase tan torpe aquel día, que el maestro le hizo burla y ajó su dignidad ante los demás chicos. Pocas veces se había visto en la escuela carrera en pelo como la que aguantó Cadalsito al ser confinado al último puesto de la clase en señal de ignorancia y desaplicación. A las once, cuando se pusieron a escribir, Cadalso tenía junto a sí al famoso Posturitas, chiquillo travieso y graciosísimo, flexible como una lombriz, y tan inquieto, que donde él estuviese no podía haber paz. Llamábase Paquito Ramos y Guillén, y sus padres eran los dueños de la casa de préstamos de la calle del Acuerdo. Aquel Guillén, cojo y empleado, que hemos visto en casa de Villaamil celebrando con copiosas libaciones de moscatel la próxima colocación de su amigo, era tío materno de Posturitas, el cual debía este apodo a la viveza ratonil de sus movimientos, a la gracia con que remedaba las actitudes y   -79-   gestos de los clowns y dislocados del Circo. Todo se le volvía hacer garatusas, sacar la lengua, volver del revés los párpados; y como pudiera, metía el dedo en el tintero para pintarse rayas negras en la cara.

Aquella mañana, cuando el maestro no le veía, Posturitas abría la carpeta, y él y su amigo Cadalso hundían la pelona en ella para ver las cosas diversas que encerraba. Lo más notable era una colección de sortijas, en las cuales brillaban el oro y los rubíes. No se vaya a creer que eran de metal, sino de papel, anillos de esos con que los fabricantes adornan los puros medianos para hacerlos pasar por buenos. Aquel tesoro había venido a manos de Paquito Ramos mediante un cambalache. Perteneció la colección a otro chico llamado Polidura, cuyo padre, mozo de café o restaurant, solía recoger los aros de cigarro que los fumadores dejaban caer al suelo, y obsequiar con ellos a su hijo a falta de mejores juguetes. Había llegado a reunir Polidura más de cincuenta sortijas de diversos calibres. En unas decía Flor fina, en otras Selectos de Julián Álvarez. Cansado al fin de la colección, se la cambió a Posturas por un trompo en buen uso, mediante contrato solemne ante testigos. Cadalso regaló al nuevo propietario el anillo de la tagarnina dada por el Sr. de Pez a Villaamil, y que este se fumó majestuosamente después de la comida.

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La travesura de Posturitas, fielmente reproducida por el bueno de Cadalso, consistía en llenarse ambos los dedos de aquellas sorprendentes joyas, y cuando el maestro no les veía, alzar la mano y mostrarla a los otros granujas con dos o tres anillos en cada dedo. Si el maestro venía, se los quitaban a toda prisa, y a escribir como si tal cosa. Pero en una vuelta brusca, sorprendió el dómine a Cadalsito con la mano en alto, distrayendo a toda la clase. Verle, y ponerse hecho un león, fue todo uno. Pronto se descubrió que el principal delincuente era el maligno Posturitas, que tenía en su carpeta un depósito de aros de papel; y en un santiamén el maestro, después que arrancó de los dedos las pedrerías de que estaban cuajados, agarró todo el depósito y lo deshizo, terminando con una mano de coscorrones aplicados a una y otra cabeza. Ramos rompió a llorar, diciendo: «Yo no he sido... Miau tiene la culpa». Y Miau, no menos lastimado de esta calumnia que del mote, clamó con severa dignidad: «Él es el que los tenía. Yo no traje más que uno...». «Mentira...». «El mentiroso es él».

-Miau es un hipócrita -dijo el maestro, y Cadalso no supo contener su aflicción oyendo en boca de D. Celedonio el injurioso apodo. Soltó el llanto sin consuelo, y toda la clase coreaba sus gemidos, repitiendo Miau, hasta que el maestro ¡pim, pam!, repartió una zurribanda   -81-   general, recorriendo espaldas y mofletes, como el fiero cómitre entre las filas de galeotes, vapuleando a todos sin misericordia.

-Se lo voy a decir a mi abuelo -exclamó Cadalso con un arranque de dignidad-, y no vengo más a esta escuela.

-Silencio... Silencio todos -gritó el verdugo, amenazándoles con una regla, que tenía los ángulos como filos de cuchillo-. Sin vergüenzas, a escribir; y al que me chiste le abro la cabeza.

Al salir, Cadalso seguía indignado contra su amigo Posturitas. Este, que era procaz, de una frescura y audacia sin límites, dio un empujón a Luis, diciéndole: «Tú tienes la culpa, tonto... panoli... cara de gato. Si te cojo por mi cuenta...».

Cadalso se revolvió iracundo, acometido de nerviosa rabia, que le puso pálido y con los ojos relumbrones. «¿Sabes lo que te digo? Que no ties que ponerme motes ¡contro!, mal criado... ordinario... cualisquiera».

-¡Miau! -mayó el otro con desprecio, sacando media cuarta de lengua y crispando los dedos-. Olé... Miau... morrongo... fu, fu, fu...

Por primera vez en su vida percibió Luis que las circunstancias le hacían valiente. Ciego de ira se lanzó sobre su contrario, y lo mismo se lanzaría si este fuese un hombre. Chillido de salvaje alegría infantil resonó en toda la banda, y viendo el desusado embestir de Cadalso,   -82-   muchos le gritaron: «Éntrale, éntrale...». Miau peleándose con Posturas era espectáculo nuevo, de trágicas y nunca sentidas emociones, algo como ver la liebre revolviéndose contra el hurón, o la perdiz emprendiéndola a picotazos con el perro. Y fue muy hermosa la actitud insolente de Posturitas, al recibir el primer achuchón, espatarrándose para aplomarse mejor, soltando libros y pizarra para tener los brazos libres... Al mismo tiempo rezongaba con orgullo insano: «Verás, verás... re-contro... me caso con la biblia...».

Trabose una de esas luchas homéricas, primitivas y cuerpo a cuerpo, más interesantes por la ausencia de toda arma, y que consisten en encepar brazos con brazos y empujar, empujar, sacudiendo topetadas con la cabeza, a lo carneril, esforzándose cada cual en derribar a su contrario. Si pujante estaba Posturas, no lo parecía menos Cadalso. Murillito, Polidura y los demás, miraban y aplaudían, danzando en torno con feroz entusiasmo de pueblo pagano, sediento de sangre. Pero acertó a salir de la casa en aquel punto y ocasión la hija del maestro, señorita algo hombruna, y les separó de un par de manotadas, diciendo: «Sin vergüenzas, a casa, o llamo a la pareja para que os lleve a la prevención». Ambos tenían la cara como lumbre, respiraban como fuelles, y echaban por aquellas bocas injurias tabernarias, sobre todo   -83-   Paco Ramos, que era consumado hablista en el idioma de los carreteros.

-Vamos, hombres -decía Murillito, el hijo del sacristán de Montserrat, en la actitud más conciliadora-; no es para tanto... vaya... Quítate tú... Mia que te... verás. Sacabaron las quistiones.

Mostrábase el mediador decidido a arrearle un buen lapo a cualquiera de los dos que intentase reanudar la contienda. Un policía que por allí andaba les dispersó, y se alejaron chillando y saltando, algunos haciéndose lenguas del arranque de Cadalsito. Este tomó silencioso el camino de su casa. Su ira se calmaba lentamente, aunque por nada del mundo le perdonaba a Posturas el apodo, y sentía en su alma los primeros rebullicios de la vanidad heroica, la conciencia de su capacidad para la vida, o sea de su aptitud para ofender al prójimo, ya probada en la tienta de aquel día.

Aquella tarde no había escuela, por ser jueves. Luisito se fue a su casa, y durante el almuerzo, ninguna persona de la familia reparó en lo sofocado que estaba. Bajó luego a pasar un ratito en compañía de sus amigos los memorialistas, que sin duda le tenían guardada alguna friolera. «Parece que arriba andamos muy divertidos -le dijo Paca-. Oye, ¿han colocado ya a tu abuelo? Porque debe de ser ya lo menos ministro o tan siquiera embajador.   -84-   ¡Vaya con la cesta de compra que trajeron ayer! Y botellas de moscatel como quien no dice nada. ¡Anda, anda, qué rumbo! Estamos como queremos. Así no hay quien haga bajar a Canelo de tu casa...».

Luis dijo que todavía no habían colocado a su abuelo; pero que era cosa de entre hoy y mañana. El día estaba hermosísimo, y Paca propuso a su amiguito ir a tomar el sol en la explanada del Conde Duque, a dos pasos de la calle de Quiñones. Púsose la enorme memorialista su mantón, mientras Luisito subía a pedir permiso, y echaron a andar. Eran las tres, y el vasto terraplén comprendido entre el paseo de Areneros y el cuartel de Guardias estaba inundado de sol, y muy concurrido de vecinos que iban allí a desentumecerse. Gran parte de este terreno se veía entonces, y se ve hoy, ocupado por sillares, baldosas, adoquines, restos o preparativos de obras municipales, y entre la cantería, las vecinas suelen poner colgaderos para secar ropa lavada. La parte libre de obstáculos la emplea la tropa para los ejercicios de instrucción, y aquella tarde vio Cadalsito a los reclutas de Caballería aprendiendo a marchar, dirigidos por un oficial que, sable al puño y dando gritos, les enseñaba a medir el paso. Entretúvose el pequeñuelo en contemplar las evoluciones, y oía la cadencia con que los soldados pisaban unísonamente, diciendo: una,   -85-   dos, tres, cuatro. Era un mugido que se confundía con la vibración del suelo al ser golpeado a compás, cual inmenso tambor batido por un gigante. Entre la sociedad que allí se congregaba a gozar del sol, discurrían vendedores de cacahuet y avellanas, pregonándolos con un grito dejoso. Paca le compró a Cadalso algunas de estas golosinas, y se sentó en una piedra a chismorrear con varias comadres amigas suyas. El chiquillo corrió detrás de la tropa, evolucionando con ella; fue y vino durante una hora en aquella militar diversión, marcando también el uno, dos, tres, cuatro, hasta que, sintiendo fatiga, se sentó en un rimero de baldosas. Entonces se le fue un poco la cabeza; vio que la mole pesada del cuartel se corría de derecha a izquierda, y que en la misma dirección iba el palacio de Liria, sepultado entre el ramaje de su jardín, cuyos árboles parecen estirarse para respirar mejor fuera de la tumba inmensa en que están plantados. Empezole a Cadalsito la consabida desazón; se le iba el conocimiento de las cosas presentes, se mareaba, se desvanecía, le entraba el misterioso sobresalto, que era en realidad pavor de lo desconocido; y apoyando la frente en una enorme piedra que próxima tenía, se durmió como un ángel. Desde el primer instante, la visión de las Alarconas se le presentó clara, palpable, como un ser vivo, sentado frente a él, sin que pudiese decir dónde. El fantástico   -86-   cuadro no tenía fondo ni lontananza. Lo constituía la excelsa figura sola. Era el mismo personaje de luenga y blanca barba, vestido de indefinibles ropas, la mano izquierda escondida entre los pliegues del manto, la derecha fuera, mano de persona que se dispone a hablar. Pero lo más sorprendente fue que antes de pronunciar la primera palabra, el Señor alargó hacia él la diestra, y entonces se fijó en ella Cadalsito y vio que tenía los dedos cuajados de aquellas mismas sortijas que formaban la rica colección de Posturas. Sólo que en los dedos soberanos, que habían fabricado el mundo en siete días, los anillos relumbraban cual si fueran de oro y piedras preciosas. Cadalsito estaba absorto, y el Padre le dijo: «Mira, Luis, lo que os quitó el maestro. Ve aquí los bonitos anillos. Los recogí del suelo, y los compuse al instante sin ningún trabajo. El maestro es un bruto, y ya le enseñaré yo a no daros coscorrones tan fuertes. Y por lo que hace a Posturitas, te diré que es un pillo, aunque sin mala intención. Está mal educado. Los niños decentes no ponen motes. Tuviste razón en enfadarte, y te portaste bien. Veo que eres un valiente y que sabes volver por tu honor».

Luis quedó muy satisfecho de oírse llamar valiente por persona de tanta autoridad. El respeto que sentía no le permitió dar las gracias; pero algo iba a decir, cuando el Señor,   -87-   moviendo con insinuación de castigo la mano aquella cuajada de sortijas, le dijo severamente: «Pero hijo mío, si por ese lado estoy contento de ti, por otro me veo en el caso de reprenderte. Hoy no te has sabido la lección. Ni por casualidad acertaste una sola vez. Bien claro se vio que no habías abierto un libro en todo el santo día... (Luisín, acongojadísimo, mueve los labios queriendo disculparse). Ya, ya sé lo que me vas a decir. Estuviste hasta muy tarde repartiendo cartas; volviste a casa de noche. Pero luego pudiste leer algo; no me vengas con enredos. Y esta mañana, ¿por qué no echaste un vistazo a la lección de Geografía? ¡Cuidado con los desatinos que has dicho hoy! ¿De dónde sacas tú que Francia está limitada al Norte por el Danubio y que el Po pasa por Pau? ¡Vaya unas barbaridades! ¿Te parece a ti que he hecho yo el mundo para que tú y otros mocosos como tú me lo estéis deshaciendo a cada paso?».

Enmudeció la augusta persona, quedándose con los ojos fijos en Cadalso, al cual un color se le iba y otro se le venía, y estaba silencioso, agobiado, sin poder mirar ni dejar de mirar a su interlocutor.

«Es preciso que te hagas cargo de las cosas -añadió por fin el Padre, accionando con la mano cuajada de sortijas-. ¿Cómo quieres que yo coloque a tu abuelo si tú no estudias? Ya   -88-   ves cuán abatido está el pobre señor, esperando como pan bendito su credencial. Se le puede ahogar con un cabello. Pues tú tienes la culpa, porque si estudiaras...».

Al oír esto, la congoja de Cadalsito fue tan grande, que creyó le apretaban la garganta con una soga y le estaban dando garrote. Quiso exhalar un suspiro y no pudo.

«Tú no eres tonto y comprenderás esto -agregó Dios-. Ponte tú en mi lugar; ponte tú en mi lugar, y verás que tengo razón».

Luis meditó sobre aquello. Su razón hubo de admitir el argumento, creyéndolo de una lógica irrebatible. Era claro como el agua: mientras él no estudiase, ¡contro!, ¿cómo habían de colocar a su abuelo? Pareciole esto la verdad misma, y las lágrimas se le saltaron. Intentó hablar, quizás prometer solemnemente que estudiaría, que trabajaría como una fiera, cuando se sintió cogido por el pescuezo.

«Hijo mío -le dijo Paca sacudiéndole-, no te duermas aquí, que te vas a enfriar».

Luis la miró aturdido, y en su retina se confundieron un momento las líneas de la visión con las del mundo real. Pronto se aclararon las imágenes, aunque no las ideas; vio el cuartel del Conde Duque, y oyó el uno, dos, tres, cuatro, como si saliese de debajo de tierra. La visión, no obstante, permanecía estampada en su alma de una manera indeleble. No podía dudar de   -89-   ella, recordando la mano ensortijada, la voz inefable del Padre y Autor de todas las cosas. Paca le hizo levantar y le llevó consigo. Después, quitándole del bolsillo los cacahuets que antes le diera, díjole: «No comas mucho de esto, que se te ensucia el estómago. Yo te los guardaré. Vámonos ya, que principia a caer relente...». Pero él tenía ganas de seguir durmiendo; su cerebro estaba embotado, como si acabase de pasar por un acceso de embriaguez; le temblaban las piernas, y sentía frío intensísimo en la espalda. Andando hacia su casa, le entraron dudas respecto a la autenticidad y naturaleza divina de la aparición. «¿Será Dios o no será Dios? -pensaba-. Parece que es, porque lo sabe todito... Parece que no es, porque no tiene ángeles».

De vuelta del paseo, hizo compañía a sus buenos amigos. Mendizábal, concluida su tarea, y después de recoger los papeles y de limpiar las diligentes plumas, se dispuso a alumbrar la escalera. Paca limpió los cristales del farol, encendiendo dentro de él la lamparilla de petróleo. El secretario del público lo cogió entonces, y con ademán tan solemne como si alumbrara al Viático, fue a colgarlo en su sitio, entre el primero y segundo piso. En esto subía Villaamil, y se detuvo, como de costumbre, para echar un párrafo con el memorialista.

«Sea enhorabuena, D. Ramón» le dijo este.

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-Calle usted, hombre... -replicó Villaamil, afectando el humor que suele acompañar a un terrible dolor de muelas-. Si todavía no hay nada, ni lo habrá...

-¡Ah!, pues yo creí... Es que son muy perros, D. Ramón. ¡Vaya unos birrias de Ministros! Lo que yo le digo a usted: mientras no venga la escoba grande...

-¡Oh!, amigo mío -exclamó Villaamil con cierto aire de templanza gubernamental-, ya sabe usted que no me gustan exageraciones. Sus ideas son distintas de las mías... ¿Qué es lo que usted quiere? ¿Más religión? Pues venga religión, venga; pero no oscurantismo... Desengañémonos. Aquí lo que hace falta es administración, moralidad...

-Ahí duele, ahí duele (con expresión de triunfo). Precisamente lo que no habrá mientras no haya fe. Lo primero es la fe, ¿sí o no?

-Corriente; pero... No, amigo Mendizábal; no exageremos.

-Y las sociedades que la pierden (en tono triunfal), corren derechitas, como quien dice, al abismo...

-Todo eso está muy bien; pero... Haya moralidad, moralidad; que el que la hace la pague, y allá los curas se entiendan con las conciencias. No me cambalache los poderes, amigo Mendizábal.

-No, si yo no cambalacho nada... En fin, usted   -91-   lo verá (bajando un escalón mientras Villaamil subía otro). Ínterin domine el libre pensamiento, espere usted sentado. Como que no hay justicia ni nadie se acuerda del mérito. Buenas noches.

Desapareció por la escalera abajo aquel hombre feísimo, de semblante extraño, por tener los ojos tan poco separados que parecían juntarse y ser uno solo cuando fijamente miraban. La nariz le salía de la frente, y después bajaba chafada y recta, esparranclando sus dos ventanillas en el nacimiento del labio superior, dilatado, tirante y tan extenso en todas direcciones que ocupaba casi la mitad del rostro. La boca era larga, terminada en dos arrugas que dividían la barba en tres compartimientos flácidos, de pelambre ralo y gris; la frente estrecha, las manos enormes y velludas, el cogote recio, el cuerpo corto, inclinado hacia adelante, como resabio de una raza que hasta hace poco ha andado a cuatro pies. Al descender la escalera, parecía que la bajaba con las manos, agarrándose al barandal. Con esta filiación de gorila, Mendizábal era un buen hombre, sin más tacha que su furiosa inquina contra el libre pensamiento. Había sido traficante en piedras de chispa durante la primera guerra civil, espía faccioso y cocinero del padre Cirilo. «¡Ah! -mil veces lo decía él-, ¡si yo escribiera mi historia!». Último detalle biográfico: le compuso una rueda a   -92-   la célebre tartana de San Carlos de la Rápita.



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