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ArribaAbajo- XCIX -

Cabe también en ellos cierto género de gracia. La manzana de Safo.


... Y sin embargo, cabe también cierta gracia peculiar en esta absorción tirana del espíritu por un solo y exclusivo objeto, que, en su grandeza o su pequeñez, circunscribe para aquél el horizonte del mundo. Cuando, por la calidad del alma y la del objeto, éste es capaz de hechizar al alma y serenarla, como serenaba el aire el músico ciego con el son melodioso; cuando la actividad que al objeto se consagra se desenvuelve como en rítmica y suave ondulación, sin dificultad ni esfuerzo, y entre sus anhelosos afanes florece el contento de la vida, la gracia está con la despótica idea de estos espíritus estrechos. Recuerda la idea entonces aquella única manzana que, en los versos de Safo, después de esquilmado el árbol por los segadores, se ha eximido, por demasiado alta, del esquilmo, y queda sola, en rama eminente, acumulando para sí la savia y la hermosura que se hubieran repartido entre todas. Éste es el pensamiento único, el solo objeto de amor, que se albergan bajo una toca blanca de lino, nunca rizada por el soplo del mundo; o bien la pertinacia de un curioso artífice, que, sin ojos ni oídos para lo demás, gasta los años en cincelar una custodia.




ArribaAbajo- C -


ArribaAbajoDos distintas especies de almas entusiastas.

Grande es la unidad que enlaza todas las partes de nuestra existencia bajo una idea soberana; pero más bella y fecunda, si, poniendo a prueba la extensión de su fuerza ordenadora, se diversifica por la flexibilidad y la amplitud. Dentro de toda comunión, de toda fe, de toda sociedad ideal, es fácil distinguir dos especies de almas sinceras y entusiastas. Hay el entusiasta inflexible, alma monocorde y austera; y hay aquél cuyo entusiasmo asume las múltiples formas de la vida, y consiente, generoso con su riqueza de amor, otros objetos de atención y deseo que el que preferentemente se propone. De aquella pasta están hechos el estoico y el asceta, el puritano y el jansenista; de ésta, los espíritus amplios, comunicativos y curiosos, sin mengua de su fidelidad inquebrantable ni su férvida consagración. De los unos y de los otros, es decir, de los perseverantes, de los entusiastas, de los creyentes, y sólo de ellos, es el secreto de la acción; pero la más alta forma de la perseverancia, del entusiasmo y de la fe, es su aptitud para extenderse y transformarse, sin desleírse ni desnaturalizarse.




ArribaAbajoLos seis peregrinos.

Cuentan leyendas que no están escritas, que Endimión, no el que recibió favores de Diana, sino un evangelista de quien nada sabe la historia, recorría, después de doctrinado en Corinto por Pablo de Tharso, las islas del Archipiélago. En una ciudad pequeña de la Eubea, su palabra tocó el corazón de seis jóvenes paganos que formaron un grupo lleno de adhesión hacia él, no menos que de fe pura y sencilla. Esta comunidad naciente vivió, durante cierto tiempo, en la intimidad afectuosa con que la vida de las iglesias primitivas imitaba los lazos fraternales. Un día, un día del Señor, en la expansión cordial de la cena, maestro y discípulos fueron heridos de un pensamiento que les pareció una vocación: partirían a propagar la buena nueva siguiendo la ruta de Alejandro; soldados de una mansa conquista, llegarían, sobre las huellas del Conquistador, hasta donde el cielo quisiera; pero juraban que no se detendría, falta de impulso, la divina palabra, en tanto que uno solo de sus propagadores quedara, con vida y libertad, sobre el camino, que por ellos sería, otra vez y con más pureza, glorioso.

La fe, radiante, ofuscaba la temeridad de la intención. Aún no estaba formulada la idea, y ya la impaciencia por la acción y la gloria hacía aletear las voluntades. Pero como Endimión, el maestro, necesitaba completar, ante todo, su viaje por la isla, convinieron que, pasado el término que para ello se consideraba menester, él y sus seis discípulos se encontrarían en un vecino puerto, desde donde atravesarían el mar para emprender la ruta soñada.

El tiempo transcurrió para todos como en el éxtasis de una visión. Llegaron los días de la cita. Una mañana alegre; apenas provistos de pan y frutas los zurrones; en la dirección de la marcha un claro sol, y dentro de sí, como la mano de Dios en el timón del alma, el entusiasmo, los seis amigos partieron a reunirse al maestro.

Corría, suavísimo y opulento, el otoño. La naturaleza parecía concertar con la felicidad de los viajeros sus galas; diríase que de cada cosa del camino nacía una bendición para ellos. Sintiéndola, recogiéndola en su corazón, se regocijaban y hacían sonar todo el tesoro de su sueño en joviales coloquios, cuando de improviso distrajeron su interés unos lastimeros ayes que venían de unas breñas cercanas. Dirigiéronse allí, y viendo tendido entre las zarzas a un pastor que se desangraba, herido acaso por los lobos, se aproximaron a valerle. Sólo uno de los seis, Agenor, laconio enjuto y pálido, de grandes ojos absortos, había permanecido indiferente, desde el primer momento, a los ayes, atribuyéndolos a uno de los mil rumores del viento; y extraño a todo lo que no fuese la idea sublime a cuya ejecución se encaminaban; en la impaciencia de ver convertirse en realidad las imágenes deslumbradoras de su sueño, se había negado a desviarse y a esperar que se satisficiera la curiosidad de sus amigos. Agenor siguió adelante, adelante, como en el ciego ímpetu de una fascinación.

Ellos, en tanto, después de haber lavado y vendado con jirones de sus propias ropas, las heridas del rústico, le condujeron a su choza, que descollaba a cierta distancia, sobre una ladera donde se columbraban restos dispersos del hato. Allí, prolongando sus cuidados, les sorprendió la noche. Cuando, abriendo la autora, llegó el momento de partir, he aquí que Nearco, otro de los seis compañeros, permaneció apartado y melancólico, con el aire de quien no se resuelve a hacer una confidencia dolorosa. Instáronle los demás a confesar lo que sentía. Sabéis -dijo Nearco- que, desde que este episodio nos obligó a alterar por compasión el rumbo que llevábamos, me entró en el alma la duda de la inoportunidad de nuestra empresa; y oí una voz interior que me decía: -«Si hay tanto, y tan desamparado dolor, tanto abandono y tanta impiedad, cerca de nosotros, donde emplear el fuego de caridad que nos inflama, ¿por qué buscar objeto para él en climas extraños y remotos?» -Me dormí con este pensamiento en el alma; y soñé; y así como el apóstol vio en sueños la imagen del macedón que le llamaba, lo que él interpretó como un ruego de que fuera a redimir a los suyos, a mí se me apareció la imagen de este pastor, que, intentando yo continuar el viaje, me cerraba el camino: y lo aparté para avanzar; y entonces, en los enebros y las zarzas a cuyo lado le encontramos, sentí que se enredaban mis ropas y me detenían...

Dicho lo cual, Nearco, en quien un sueño disipó el encanto de otro, abrazó a sus amigos, que ya daban cara al sol para continuar su ruta, y volvióse en dirección a la ciudad.

El grupo siguió con entusiasmo intacto, adelante. De los cuatro que le componían ahora, Idomeneo parecía ser el que, por su superioridad, llenaba la ausencia del maestro. Él había sido el primero en percibir y atender los ayes del herido. Era de Atenas; era suave, inteligente, benévolo. En su fisonomía se reflejaba, algo de la inquietud con que se significaría la curiosidad espiritual de un estudiante, y algo de la ternura con que se expresaría el omnímodo amor de un panteísta. Pero el sello de expresión más hondo lo imprimía el dulce estupor con que aún lo embargaba la inmensidad de la fe nueva que había conquistado su alma.

Cuando en los bordes de algún soto vecino asomaba una lozana flor silvestre, Idomeneo, desviándose, se acercaba a admirar su forma, su color, o a aspirar su perfume. Cuando el viento traía, de cercanas cabañas de pastores, un son de zampoña o caramillo, o bien si una cigarra levantaba su canto, Idomeneo se detenía un instante a escuchar. Cuando una guija pintada lucía entre la arena del camino, Idomeneo, con el afán de un niño, la recogía, y bruñéndola la llevaba en la mano. Y cuando allá, en la profundidad del horizonte, un ave o una nube pasaban, o se descubría el triángulo blanco de una vela sobre la línea oscura del mar, el alma del neófito parecía tender presurosamente hacia ellos sobre el riel de una mirada anhelante...

Ya el sol había templado la fuerza de sus rayos cuando los viajeros vieron aparecer, en la caída de una loma, las casas dispersas de una aldea. Gigante encina descollaba, en lo más avanzado del lugar, sobre los techos, que esmaltaba el oro de la tarde; y en derredor del árbol veíase un gran grupo de gente, que formaba corro con muestras de atención y respeto. Preguntando a unos labradores que habían interrumpido su trabajo para dirigirse hacia allí, supieron que era un cantor ambulante, mendigo consagrado por la vejez y por el numen, que todos los años recorría, en ocasión de las cosechas, aquella parte de la isla. -¿Oigámosle? -propuso Idomeneo.

Acercándose al corro, los cuatro amigos se empinaron para ver al cantor. Un soplo de antigüedad heroica llegó a ellos. Todo lo del Homero legendario reaparecía en una dulce y majestuosa figura: el continente regio, la luenga barba lilial, la frente olímpica; a la espalda el zurrón, la lira a la cintura, el nudoso báculo en la diestra, el can escuálido y enlodado a sus plantas. Hízose un silencio solemne; y desatando al dios ya inquieto en su seno, el mendigo cantó; y sobre el aliento de sus labios, mientras las manos trémulas tocaban las cuerdas de la lira, flotaron cosas de historia y de leyenda, cosas que estaban en todas las memorias, pero que parecían recobrar, en versos ingenuos (tal como se serena el agua en cántaro de barro), la frescura y el resplandor de la invención. Cantó del germinar de los elementos en las sombras primeras; de la majestad de Zeus; de los dioses y sus luchas sublimes; de los amores de las diosas y los hombres. Cantó de las tradiciones heroicas: Hércules y Teseo lidiando, en el amanecer del mundo, con monstruos y tiranos; la nave que busca el vellocino; Tebas y su estirpe fatídica... Mostró después la cólera de Aquiles, y a Héctor en los muros de Ilión; y luego, a Ulises errabundo, los encantamientos de Circe, y la castidad de Penélope. Todos escuchaban arrobados: Idomeneo, con la expresión del que contempla una imagen que evoca en él el recuerdo de otra más bella o más querida; Lucio, uno de sus tres compañeros, con gesto en que alternaban el embeleso y la angustia. -Este canto divino -dijo Lucio- me ha hecho sentir de nuevo la hermosura de los dioses que abandonamos. Conozco que mi fe ha sido herida de muerte por el poeta... -Tu fe era débil -contestó Idomeneo-; yo siento magnificada y victoriosa la mía; yo guardo para mí el dulzor del canto, y como se arroja la corteza de la almendra, desecho la vanidad de la ficción.

Pero, insistiendo Lucio en su arrepentimiento, sólo siguieron viaje Idomeneo, Merión y Adimanto. A mitad de la jornada siguiente, atormentados por la sed, divisaron, no lejos del camino, el mirador de una alquería, y se dirigieron a ella. La casa estaba ceñida, en ancho espacio, por un huerto frondoso, que vides opulentas, enlazadas, por todas partes, a los árboles, adornaban con el oro de sus sazones. Cuando los viajeros llegaron, vieron que se preparaba en el huerto la vendimia. Ocupábanse unos en remover toneles y disponer para la obra el lagar. Otros afilaban, para segar los racimos, hoces que llenaban de desapacible música y de rojas chispas el aire. Un grupo de mujeres tejía los cuévanos y las cestas de mimbre para recogerlos. Por dondequiera reinaba la animación comunicativa con que se anuncia el trabajo preparado de buena voluntad; la animación que provoca el desasosiego del estímulo en los corazones y los brazos robustos.

Satisfecha su sed, los viajeros hacían señal de despedirse, cuando el viñador preguntóles si querían quedarse aquella tarde y ayudar a las faenas, porque sus hombres eran pocos, y debía apresurar la vendimia a fin de terminarla para el día que había indicado su señor. Agregó que hasta la otra mañana no vendrían, de los pueblos vecinos, los braceros que necesitaba, y que el tiempo que ganaría con el auxilio de los huéspedes sería bastante para evitar la demora y el castigo.

Ellos, que no habían permanecido insensibles a la sana tentación del trabajo; que recordaron la parábola de los pocos obreros para la mucha mies, y que agradecían, además, la hospitalidad que habían recibido, accedieron, y puestos a la obra, no fueron avaros de sus fuerzas. Adimanto contribuyó a recolectar los racimos; Merión, a transportarlos; Idomeneo, a la faena del lagar. La jornada acabó con tal suma de adelanto que el viñador, lleno de júbilo, abandonó sus temores. Empezó luego la fiesta con que se celebraba la vendimia, junto al báquico altar que descollaba en lo más alto del huerto, bajo brutesca arquitectura de ramas. Los vendimiadores fueron congregándose allí, mientras se distribuía, con prodigalidad, vino de anteriores cosechas. Cuando recibieron su parte, Idomeneo invitó a los suyos a beber, al modo de los festines eucarísticos. Apartándose de los demás algún espacio, levantaron las copas. En alto las miradas extáticas, invocaron el nombre del Señor. Y como dos zuritas, de las que acudían a picar en el suelo granos dispersos de la uva, cruzasen en aquel mismo instante sobre ellos: -«¡Irene y Agape!», dijo con gracia mística el de Atenas, recordando a las dos escanciadoras invisibles, mientras un rayo de sol inflamaba en las copas levantadas al aire el oro burbujante del vino...

Poco después, siendo ya noche, y en el deseo de estar de pie con la aurora, los tres amigos buscaron un rincón protegido por los árboles y se tendieron a dormir. Pero en los ojos de Merión, beocio que llevaba en el semblante los rasgos de la sensualidad, el vino había dejado un toque de luz cálida. Sentíase, allí cerca, la agitación del festejo que congregaba a los trabajadores en derredor del ara del dios. El circular de sarmientos encendidos pintaba de fuego las sombras de la noche. Por todas partes parecía vagar, en libertad, el alma del vino. En el viento, embriagado con las exhalaciones del lagar, venían risas, canciones, y el resonar de rústicos instrumentos, que denunciaba alegres danzas. Merión, incorporandose, levantó su copa del suelo, y se perdió, con paso sigiloso, en la sombra.

Aún no se había disipado la fiesta cuando sus dos amigos saludaban de pie la bandera de la mañana, que les mostraba la dirección de su camino. No encontraron a Merión junto a ellos. -«¿Estás despierto, Merión?»-. Tendido en tierra, desceñido, faunesco, coronado de pámpanos, como Dionysos joven a la sombra de las grutas de Nisa, el beocio les respondió cuando le hallaron, alargándoles negligentemente su copa. Idomeneo y Adimanto partieron.

-Y ¿qué era, en tanto, de Agenor, el que, desde la primera jornada, se había adelantado, en su impaciencia, a los otros?... -Agenor había llegado acaso al término del viaje; o tal vez seguía adelante, adelante, como en el ciego ímpetu de una fascinación.

A poco andar, Adimanto e Idomeneo vieron abrirse ante su paso una hermosísima llanura, por donde el camino serpeaba con deliciosa volubilidad, como atraído a un tiempo por mil cosas. Blancas aldeas, rubias y onduladas mieses; tupidos bosques, a cuyos pies se deslizaba la corriente sosegada de un río; y en lo remoto, el mar azul y profundo. Caminaban absortos en la contemplación, cuando, percibiendo de cerca un aroma de manzanas silvestres, traspusieron, no sin esfuerzo, el natural vallado que orillaba el camino; y el soto más ameno, la más risueña espesura rústica que pueda imaginarse, apareció ante sus ojos y los envolvió en la fragancia de su aliento. Bajo la bóveda que extendían los árboles más altos tejía la vida una gloriosa urdimbre, entre la cual formaba caprichosos cambiantes con la sombra, la luz que descendía tenuemente velada. De aquí y de allá partían, buscando el corazón de la espesura, senderos estrechos y tortuosos, y no tardaban en oponerse a su paso las vigilantes zarzas y las hiedras cuajadas de corimbos. Los frutos todavía sujetos a la rama veíanse en tan gran copia como los que, ya desprendidos, yacían en el suelo y le alfombraban de tintes más oscuros que los que desparramaban los otros por el aire. A pesar del otoño, no escaseaban, junto a esta riqueza, galas más tempranas que el fruto. Y todo estaba virgen, radiante, como húmedo aún de la humedad del soplo creador. Fresco aposento de quién sabe qué divinidad esquiva, no había señales de haber tocado en aquel retiro planta humana. A medida que se internaban en lo espeso del soto, Idomeneo sentía cómo iba estrechándole el alma, dulcemente, el abrazo de la Naturaleza, y se abandonaba sin recelos a él. Admiraba, con la admiración que pone húmedos los ojos, todo cuanto le rodeaba; parecía beber con delicia en el ambiente; perdíase de intento allí donde formaban más hondo laberinto las frondas; tenía dulces palabras para las flores que le embalsamaban el camino; se detenía a grabar el signo de la cruz en la corteza de los árboles, como en el corazón de catecúmenos; recordaba, de los libros sagrados, el Paraíso y la tierra que mana leche y miel; los cedros del Líbano y las rosas de Jericó, y el fondo de imágenes campestres del Evangelio. Como en la copa donde se mezclan dos vinos para mitigar los humos del más fuerte, en él el entusiasmo, la embriaguez de la vida, cosa de su raza que, sin él quererlo, subía de las raíces de su ser, se dulcificaba con el sabor de la fe nueva, con el recuerdo del Dios que también había sabido detenerse ante la gracia de un ave, de una colina o de una flor... Idomeneo bautizaba toda aquella hermosura al difundirse en ella por obra del amor, que identifica el alma y las cosas.

Pasóse el tiempo en aquel vagar infantil y les sorprendió en la soledad del monte el crepúsculo. Sus sombras graves parecieron una reconvención a Adimanto. Cuando, a la mañana siguiente, Idomeneo, recordó que sólo faltaba una jornada para terminar el viaje, y se echó al hombro el zurrón con renovado júbilo, Adimanto confesó tristemente que no se atrevía a ponerse en presencia del maestro... Pensaba que los recibiría con severidad por su tardanza, si es que ya no había partido a la llegada de Agenor; y a pesar de las instancias de su compañero, se despidió y marchó cabizbajo a desandar su camino.

Idomeneo, solo ya, siguió adelante. No tardó en divisar, sobre la playa graciosamente enarcada, las casas blancas y risueñas de una ciudad marina, y las palmeras que la engalanaban, agitándose, con señas como de llamamiento, que le parecieron dirigidas a él. Inquirió, por los que hallaba a la puerta de alguna finca rústica o ejerciendo las labores del campo, si había pasado en aquella dirección Agenor; y conoció que sí cuando le describieron la prisa, como de quien huye; el gesto extático, que les habían admirado días antes en un extraño pasajero; su palidez, el cansancio inconsciente, o desdeñado, que revelaba, y la indiferencia con que proseguía, en medio a la curiosidad de los que se detenían a observarle. -«¡Parecía un sonámbulo!», decían.

Tal como estas noticias lo pintaban, Agenor había llegado al término del viaje, en un solo impulso de deseo desde su partida, insensible a la fatiga de su cuerpo, insensible a los accidentes del camino, insensible al espectáculo de la naturaleza. No bien llegó, cayó extenuado a las plantas del maestro, aunque, más feliz que el soldado de Maratón, no fue sin vida. Durante tres mañanas y tres tardes, maestro y discípulo consultaron, de lo más alto de la ciudad, como desde una atalaya, la dirección por donde esperaban ver venir a los otros; hasta que apareció Idomeneo, y por él supieron, dolidos mas no desalentados, la inutilidad de esperar más. Endimión puso a Agenor a su derecha, puso a su izquierda a Idomeneo; y entonando uno de los salmos que cantan la felicidad del caminante, marchó con ellos hacia el mar. Nubes extrañas fingían maravillosas rutas en el confín del horizonte. La vela de la nave que los conduciría palpitaba sobre las aguas turbias e inquietas, a modo de un gran corazón blanco...

Y así, junto al maestro que representaba para ellos la verdad; inmunes de las tentaciones a que habían sucumbido los discípulos que, por veleidosos o cobardes, no continuaron el camino, partieron: Agenor, el entusiasmo rígido y austero, la sublime obsesión que corre arrebatada a su término, con ignorancia o desdén de lo demás; Idomeneo, la convicción amplia, graciosa y expansiva, dueña de sí para corresponder, sin mengua de su fidelidad inquebrantable, al reclamo de las cosas: el convertido de Atenas que, de paso para su vocación, supo atender a las voces con que lo solicitaron la caridad, el arte, el trabajo, la naturaleza, y que de las impresiones recogidas en lo vario del mundo formaba, alrededor del sueño grande de su alma, un cortejo de ideas...







ArribaAbajo- CI -

Necesidad de un principio director en el espíritu de cada uno de nosotros. Este principio puede ser inconsciente.


A través de todas las transformaciones necesarias de nuestra vida moral, perdure en ella, renaciendo bajo distintas formas, manifestándose en diferentes sentidos, nunca enervada ni en suspenso, una potencia dominante, una autoridad conductora; principio, a un tiempo, de orden y de movimiento, de disciplina y de estimulación.

En la esfera de la voluntad, sea ella un propósito que realizar, un fin para el que nuestras energías armoniosamente se reúnan. En la esfera del pensamiento, una convicción, una creencia, o bien (no olvides esto) un anhelo afanoso y desinteresado de verdad que guíe a nuestra mente en el camino de adquirirlas.

Sólo por la sustitución positiva de ambas potestades será eficaz nuestro desasimiento de las que en determinado instante nos dominen, porque, para emanciparse de una fuerza, no hay medio sino suscitar en contra de ella otra fuerza. Y sólo por la función que es propia de ellas, entonaremos nuestra vida, impidiéndola adormecerse en el estancamiento del ocio, o disiparse en la estéril fatiga del movimiento sin objeto.

Vano sería que, con menosprecio de la complejidad infinita de los caracteres y destinos humanos, se intentara reducir a pautas comunes cuáles han de ser tal propósito y tal convicción: bástenos con pedir que ellos sean sinceros y merecedores del amor que les tengamos. No juzguemos tampoco de la realidad y energía de estos principios directores poniéndoles por condición la transparencia, la lógica y la asiduidad con que aparezcan en la parte de vida exterior de cada uno. Aún más: bien pueden ellos asistir en un alma sin concretarse en idea definida y consciente: sin que el alma misma lo sepa; como bien puede ceder a una atracción aquel que piensa que se mueve con voluntariedad; y no por esta causa es fuerza que sea menor la eficacia y poder de tales principios. Así, mientras hay quienes presumen de llevar en sus actos una superior finalidad y de alimentar en su alma una creencia, y todo es vanidad y engaño, porque las que toman por tales no son sino mirajes de su fantasía, sombras que tocan y no mueven los resortes de la voluntad, hay también quienes, alardeando quizá de indiferentes, o acusándose de escépticos, llevan, muy abrigada y en seguro, una luz interior, una oculta fuerza ideal que, sin que ellos lo sepan, concierta y embalsama su vida, guiando, con el tino genial de lo inconsciente, sus pasos, que ellos consideran errabundos, y su corazón, que ellos tienen por santuario sin dios...




ArribaAbajo- CII -

La influencia del techo. De cómo un principio director influye en todo lo del alma, sin necesidad de quedar solitario y único.


Dicen de San Pedro de Alcántara que, por el hábito humilde de llevar siempre puestos en el suelo los ojos, no supo nunca cómo era el techo de su celda. Imaginemos que pueda suceder otro tanto al escritor a quien la continuidad de fijar la vista en el papel desacostumbra de mirar a lo alto de su estancia; o bien al hombre apesadumbrado, al reflexivo, al encorvado por enfermedad o vejez. Pues a pesar de este desconocimiento del techo bajo el cual pasan la vida, en cuanto ven y perciben a su alrededor hay una modificación que procede virtualmente del techo. Porque él domina, de todas veras, en la estancia; y no se reduce a ser en ella límite y abrigo, ni a completar y presidir la apariencia, sino que, a modo de genio tutelar, asiste en el ambiente y las cosas. Por su color y pulimento, el techo influye en el grado de la luz. Según la especie de su composición, refuerza o atempera el calor. Por su forma y altura, rige en el modo como se propagan los sonidos. La reverberación de ese espejo, el matiz de esa tapicería, el tono de ese bronce, algo, de intensidad o atenuación, le deben. Ejércese su imperio sobre el eco que levanta la voz y sobre el rumor que hacen los pasos: todo esta en relación de dependencia con él.

Así, una soberana idea, una avasalladora pasión, que ganan la cúspide de nuestra alma, influyen, en nuestros pensamientos y obras, mucho más allá de su directo y aparente dominio; y si bien no alcanzan nunca a sojuzgar del todo las discordancias y contradicciones que nos son connaturales, participan a menudo en lo que parece más ajeno y remoto de sus fines. Y aunque tal idea o pasión permanezcan, como suelen, fuera de la luz de la conciencia, y tú no sepas cuál es la fuerza ideal que tiene mayor poder sobre ti -nuevo Pedro de Alcántara que desconozcas el techo de tu celda-; o aunque sabiéndolo, apartes de esa fuerza el pensamiento, y porque la olvidas imagines que la alejas, ella, mientras no sea arrancada de raíz, influirá constantemente en tu alma; ella dominará tu vida espiritual, hasta el punto de que no se dará dentro de ti cosa relativamente duradera que no lleve, en algo, su reflejo.

Por esta razón, no es menester que una suprema finalidad a que consagramos nuestra vida, ahuyente, celosa, de su lado, a las otras que quieran compartir con ella, en menor parte, nuestro amor e interés. Déjelas vivir; y secreta y delicadamente, las gobernará y aplicará a su antojo; y lejos de tener en ellas rivales, tendrá amigas y siervas. Tal vimos que pasaba en el espíritu de Idomeneo, que, concediendo su atención a las cosas del camino, en todo lo que sentía y admiraba ponía un recuerdo del móvil superior que le llevaba sin premura a su término.




ArribaAbajo- CIII -

El enamorado y la omnipresencia de su pasión.


La imagen fiel, el caso ejemplar, de esta omnipresencia de una idea que ocupa el centro del alma, es el espíritu del enamorado, que se agita en mil lides y trabajos del mundo, sin que por ello se aparte en un ápice, de su pasión. Un grande amor es el alma misma de quien ama, puesta en una honda, original armonía; de suerte que todo lo que cabe dentro de ese vivo conjunto, está enlazado a aquel amor con una dependencia semejante (por no negar palabras a otra imagen que me las pide) a la que vincula a la varia vegetación de una selva con la tierra amorosa de cuyo seno brotan los jugos que luego ha de transformar cada planta según las leyes propias de su generación. Todo lo de la selva: la frondosa copa y la yerba escondida; la planta que compone el bálsamo y la que produce el veneno; la que despide hedor y la que rinde perfume; la serpiente y el pájaro: todo lo de la selva se aúna y fraterniza dentro de la próvida maternidad de la tierra. Así, a un grande amor no hay recuerdo que no se asocie, ni esperanza y figuración del porvenir que no esté subordinada. Cuanto es estímulo de acción, cuanto es objeto de deseo, viene derechamente de él. Él preside en la vigilia y el sueño, numen del día y de la noche; y si hay un acto o pensamiento en la vida que parezca ajeno a esta concorde unidad, pronto una mirada atenta encontrará la relación misteriosa; como cuando miramos el reflejo de la orilla en el agua, y vemos, entre otras, una forma fluctuante que no parece corresponder a cosa de afuera, hasta que luego la atención descubre que aquello viene, como lo demás, de la orilla.




ArribaAbajo- CIV -

Una vocación suscita otras. Asociación o subordinación de vocaciones. Casos en que coexisten sin asociarse.


Con esta aptitud de una potencia directora del alma, para avasallar, habilidosa e indirectamente, todo lo que medra en torno de ella, sin necesidad de propender a quedar solitaria y única, tiene congruencia el tema que llamaré de la asociación o la subordinación de vocaciones. A los casos en que el tiránico y receloso absolutismo de una vocación, como el que indicamos en Carlos XII y en San Bruno, hiela y aridece el espíritu para cuanto se aparte de una perenne idea, pueden oponerse aquellos en que una vocación predominante, sin disminución de su fervor, sino, por el contrario, persuadida de éste mismo, suscita y estimula otras vocaciones secundarias, conviviendo con ellas y empleándolas como instrumentos suyos, con lo que se resarce de la parte que les cede de fuerza y atención.

La universalidad legitimada por una omnímoda e igual suficiencia es privilegio rarísimo; y aquella falsa universalidad que disipa en aplicaciones vagas y dispersas las energías que pudieran ser fecundas si se las fijara un objeto constante, es como rasero que allana todo relieve del pensamiento y de la voluntad; pero la unión de dos y aun más, vocaciones, cuando las vincula una correlación orgánica, que hace que se complementen o auxilien entre sí, es eficaz y dichosa armonía que la Naturaleza frecuentemente concierta, y constituye un interesante sujeto a que referir la observación de los espíritus.

Veces hay en que no puede hablarse de asociación de dos vocaciones, ni de subordinación de la una a la otra, sino sólo de coexistencia. Viven ambas en incomunicación, sin que las enlace ni una afinidad esencial, proveniente de su índole y objeto, ni una relación que traben accidentalmente en la unidad personal de quien las reúne. Cada vocación es un sistema autónomo, y como un alma parcial, que se manifiesta por actos a que para nada trasciende el influjo de la otra. Ejemplo de ello hallaríamos en la personalidad de Garcilaso, movida, a un tiempo, por los númenes de la guerra y de la poesía, y en quien el poeta no se acordó jamás de que era a la vez heroico soldado, porque cantó, no glorias épicas, sino escenas pastoriles y tiernos amores. Serían ejemplo de ello, también, los sabios en las ciencias de la naturaleza que, como Arago y como el químico Dumas, concedieron parte de su tiempo a la acción o la propaganda política. Pero, con mucha más frecuencia, dos vocaciones que coinciden en una sola alma, mantienen entre sí relaciones, más o menos claras y directas, de ayuda y colaboración. Y aun cuando no concurran, ni tengan modo de concurrir, a un objeto común, sino que aparentemente se separen para la obra, esas dos aptitudes que un mismo espíritu abarca, suelen auxiliarse, cada cual desde su campo, de tan eficaz y recíproca manera, que se las compararía con el alga y el hongo contenidos en la unidad maravillosa del liquen: asociación inquebrantable, conmovedor ejemplo de mutuo socorro para las primeras luchas por la existencia, en que el alga toma del hongo la humedad que ella no tiene y necesita, y el hongo toma del alga los principios asimilables que él no podría elaborar por sí. Cada aptitud proporciona a la otra, elementos, sugestiones, estímulos, medios de disciplina o de expresión.

Pocas veces este lazo solidario entre dos aptitudes que comparten la extensión y fuerza de un espíritu, está fundado sobre tan justa reciprocidad y tan exacta proporción, que no sea posible señalar cuál de las dos descuella y tiene el mando; aunque no por esta preferencia de una ha de entenderse que el beneficio de la unión sea para ella sola, sino común a entrambas; a la manera como hay común interés en las relaciones entre el amo y el obrero, o entre el maestro por oficio y el alumno. Aun en aquellos espíritus universales en que multitud de aptitudes se congregan, determinando una como ausencia de vocación diferenciada y precisa, no es difícil empeño acertar con la nota fundamental. Así, en don Alfonso el Sabio, predomina el carácter del legislador; en el Dante, el del poeta; en Raimundo Lulio, el del filósofo; el del pintor en Leonardo de Vinci.




ArribaAbajo- CV -

Vocaciones de arte y ciencia que se subordinan a la vida de acción. Diferentes vocaciones activas que se auxilian y complementan entre sí. Fecundidad de la unión de dos elementos contradictorios en una vocación compleja.


Indiquemos algunas de estas subordinaciones de aptitudes. Las distintas formas de vocación contemplativa, entendiendo por tal la que se cifra en el ejercicio del pensamiento y el cultivo de la ciencia o el arte, aparecen frecuentemente en el espíritu del hombre de acción, como medios encaminados al logro del objeto que persigue su voluntad: como auxiliares de esta preponderante vocación activa. Así en los grandes capitanes y en los grandes conductores de multitudes, a quienes la posesión de cierta facultad literaria ha servido, ya para realzar la influencia de su personalidad y su ejemplo con el poder arrebatador de la palabra caldeada en las fraguas de la pasión y del arte; ya para esculpir ellos mismos, con la narración de sus hazañas, el pedestal de su inmortalidad: Xenofonte, Josefo, Julio César, Bonaparte, Bolívar... Así también en los hombres de estado, consejeros y agitadores, para quienes la aptitud oratoria, incluyendo, como especie de ella, la de la propaganda escrita, propia de nuestro Ágora moderno, ha sido instrumento eficaz de su principal carácter de hombres de acción: Pericles, Lord Chatham, William Pitt, Danton, Guizot, Thiers...; y aun pudiera decirse que es de la naturaleza de este don de la oratoria elocuente, no manifestarse en su plenitud sino por semejante consorcio o vasallaje; porque el don de la oratoria no es grande por sí: es grande como aptitud subordinada al arte soberano de la acción, de donde toma, no sólo su transitoria utilidad, sino también su perenne y peculiar belleza. Subordínanse igualmente las letras a la acción en aquellos otros hombres políticos que han dejado la substancia de su experiencia o la historia de sus recuerdos, en obras que la posteridad lee, no únicamente por su interés histórico, sino por su valer literario: como Maquiavelo, como Antonio Pérez, como Felipe de Comines. Y subordínanse también en los descubridores y exploradores que han sabido reflejar, en páginas donde circula el aire y la luz, la emoción de las aventuras gloriosas, y la palpitación de la naturaleza sorprendida en su desnudez y candor: desde el más alto de todos, desde Colón, con la pintoresca e ingenua poesía de ciertos pasajes de su Diario.

Relación semejante ofrece el espíritu del apóstol favorecido con la virtud, ya cariciosa, ya flageladora, de la expresión, o que resueltamente penetra en los términos del arte para pedir a la obra bella alas con que propagar su doctrina. Del anhelo de comunicar la propia fe y de mover el impulso de la caridad, fluye en los siglos ese doble río de elocuencia; poderoso, encrespado y bramador en Crisóstomo, en Tertuliano, en Jerónimo: de cuya casta de espíritus viene el alma de fuego de Lamennais; manso, suave y arrullador en Ambrosio, en Gregorio Nacianceno, en Basilio, que prestan el secreto de su gracia a Fenelon y a Francisco de Sales. Y tanto en el pastor que se auxilia de la palabra para formar o conducir una piadosa grey, como en cualquier otra especie de hombre de acción que sea dueño a la vez del don de la forma, frecuentemente ocurre que esta aptitud subordinada es la que lleva en sí el superior merecimiento y la promesa de la gloria cierta, por más que la mayor intensidad de la vocación y del anhelo esté de parte de la otra; y quizá cuando ha pasado la virtud de la palabra para mover las voluntades, su hermosura aparece mejor, más limpia y patente; al modo como, quebrada la redoma, trasciende y se difunde el bálsamo.

Pero no es sólo la aptitud de hablar o escribir bien lo que, en los espíritus preferentemente consagrados a las obras de la voluntad, vale como potencia accesoria de la acción. Otras maneras de arte se prestan igualmente a desempeñar ese auxilio. Cómo la facultad de la composición musical, subordinándose a la vocación del apóstol, del reformador, la sirve de instrumento precioso de convocatoria y simpatía, muéstralo el Choral-Buch de Lutero, donde la conciencia religiosa emancipada y entonada halla su expresión en el lenguaje sublime a que dos grandes almas, encendidas en igual fuego de original y cándido fervor: Ambrosio, el mismo de la suave elocuencia, y Gregorio Magno, dieran norma y medida cuando los balbuceos de la fe. Y si en las notas de la música cabe el genio de propaganda del apóstol, cabe también en los colores y las líneas; y el apóstol pintor encarna en la figura de Metodio, el monje griego que, poniendo ante los ojos de Bogoris su Juicio final, comunicó al pecho del rey búlgaro la llama de piedad que le había movido a pintarlo.

Esta tendencia de la vida de acción: el apostolado religioso, préstase, más que otra alguna, para ejemplo de cómo una vocación que pertenece al orden de la voluntad, suscita y mantiene bajo su amparo y sugestión otras vocaciones, de la voluntad misma o del pensamiento. Cuando la vocación religiosa asume forma ascética y contemplativa, es, por su aciaga fuerza de inhibir y sofocar todo expansivo impulso del alma, ejemplo cabal de lo contrario: ejemplo cabal de vocación que se recoge a su centro y queda en monótona quietud; pero si tiende a la acción y al proselitismo, entonces, por la propia razón de que dispone de los más formidables apasionamientos y las más imperiosas disciplinas que puedan subyugar la naturaleza del hombre, da aliento e inspiración a diversísimas actividades y vocaciones secundarias, que se desenvuelven en el arte, o en la ciencia, o en las más varias direcciones de la vida activa. Una comunión de creyentes ha menester las formas de un culto; y así para la eficacia de este medio de obrar sobre la imaginación y la sensibilidad, como para realzar la dignidad del obsequio que tributa a su Dios, propende a acoger en su regazo los primores y magnificencias del arte: ya levantando las columnas y torres de sus templos; ya tallando en la piedra sus imágenes venerandas; ya fijándolas, por el color, en el lienzo; ya cincelando el oro y la plata para las alhajas del altar; oficios todos que se confundieron con la misma profesión religiosa, en los monjes arquitectos, escultores, imagineros y orífices, de los tiempos medios; ya expresando y comunicando la emoción por los sones de la música, que, hasta después de entrado el siglo XV, fue también oficio de eclesiásticos; ya, finalmente, recurriendo a la virtud de la palabra, en la oratoria y el himno. Pero, no satisfecha con los auxilios del arte, esta idea avasalladora requiere los de la ciencia, y los de distintos géneros de acción. Desde luego, aspira a prevalecer por la enseñanza, y esto determina una vocación pedagógica, que se complementa, para el gobierno perenne y sutil de las conciencias, con la práctica de la observación del psicólogo y el moralista; y además vincula a sus propósitos el ejercicio de la caridad, lo que la pone en fácil relación con la ciencia de curar los males del cuerpo, ciencia que, subordinada a la inspiración caritativa, imprime carácter a la figura del monje cirujano, del famoso Baseilhac. Por otra parte, una fe religiosa tiende, de suyo, a expandirse, a llegar a remotas gentes, a convertir a los que permanecen fuera de la verdad que ella cree poseer: y de aquí nacen dos vocaciones tributarias, que, como las demás de esta especie, trascienden más allá de su inmediata finalidad piadosa: la vocación científica del filólogo y la vocación activa del explorador. El impulso a estudiar las lenguas bárbaras o extrañas, para buscar camino por ellas en el corazón del infiel; impulso que llevó a Raimundo Lulio, en su reclusión del Monte Randa, a sumergirse en las fuentes de la ciencia árabe, y que contribuyó poderosamente a iniciar a la Europa cristiana en el conocimiento del árabe mismo y del hebreo, fue también el que inspiró a los misioneros españoles y portugueses que, yendo tras las huellas de los conquistadores, trajeron a la filología, el estudio de las lenguas americanas, y dilataron o perfeccionaron el de las asiáticas. La vocación del explorador de tierras incógnitas, identificada con la del misionero, aparece, aun modernamente, en espíritus como el de Livingstone, que llevaba consigo, a lo ignorado del África, junto con los instrumentos de la observación científica, la Biblia del evangelizador.

Como la vocación religiosa, las demás manifestaciones de la vida de acción: la del soldado, la del navegante, la del político, toman con frecuencia también bajo su protección y tutela, actividades del espíritu, que no se reducen a la que indicamos ya, de la expresión literaria. Documentos de esto son aquellas mismas obras en que marinos, hombres de gobierno y guerreros, han dejado testimonio de sus hechos y de su experiencia; siempre que en las páginas de tales obras predomine, sobre los prestigios de la forma y el arte de la narración, el caudal de observaciones recogidas en el trato con la naturaleza física, o de nociones referentes al arte de la guerra, o a la ciencia y el arte de la política. Montalembert es ejemplo de ilustre capitán, cuya eminente aptitud en las ciencias que tienen conexiones con la profesión de las armas, le valió para unir a los lauros de la acción, y aun mejor ganados, los del estratégico teórico. Igual cosa diría del archiduque Carlos, que después de resistir gallardamente a los ejércitos de Napoleón dejó, por fruto de su experiencia y su saber, dos obras clásicas en la estrategia.

Una patente demostración, social o colectiva, de cómo una apasionada efervescencia de las energías de la acción provoca y estimula, como actividad subordinada, los afanes del conocimiento científico, particularmente en su aplicación a las artes de la utilidad, ofrécela la Francia revolucionaria: cuando, respondiendo la Convención al doble propósito de la defensa nacional y de la consolidación del nuevo régimen político, mantiene, en los espíritus electrizados por los entusiasmos de la libertad, aquella emulación de descubrimientos o invenciones con que poner, en manos del heroísmo, más poderosas fuerzas: de donde nacieron el telégrafo de señales, los primeros ensayos de la aerostación militar, el perfeccionamiento de la fabricación del acero y de la pólvora; mientras, en esfera más alta y permanente, el nuevo espíritu alentaba la reorganización de la enseñanza común y de toda suerte de estudios; congregándose, para las distintas manifestaciones de esta obra del saber puesto al servicio de una acción titánica, entendimientos científicos como el de Condorcet y el de Lagrange, el de Berthollet y el de Fourcroy. En pasados siglos, los romanos de Marcelo habían visto multiplicarse y agigantarse, cual si interviniesen artes de magia, la resistencia de la ilustre Siracusa a sus armas conquistadoras, por inspiración del matemático de genio, que, sublimando su ciencia en el amor de patria, oponía a las naves del sitiador sus espejos ustorios, sus palancas guarnecidas de garfios y sus catapultas ciclópeas; para luego personificar la trágica fatalidad de la caída, sucumbiendo al golpe del soldado que le encuentra absorto, mientras raya en el suelo las líneas de un problema.

Así como la acción se vale de la sociedad del pensamiento, las diferentes formas de la vida de acción trábanse, frecuentemente, en aptitudes compuestas, donde una a otra se realzan y estimulan. El genio militar asociado a la superior capacidad del mando civil y la inspiración de las leyes, fulgura en Carlomagno, en Napoleón, en Federico el Grande. La voluntad perfecta del santo, conciliada con un don que, como el de gobernar a los pueblos, parece incluir por necesidad algo de malicia o violencia, se llama Marco Aurelio en el paganismo, Luis IX en los siglos cristianos. La gloria del marino y la del guerrero se confunden en quienes, como Nelson, ganaron fama luchando con las tormentas y los hielos, antes de realzarla luchando con los hombres; y en quienes, como Alburquerque, después de orientarse sobre la mar a tierras remotas, las sojuzgaron por la espada. La compañía del heroísmo guerrero y la vocación del amor caritativo y piadoso de que nace el heroísmo de la santidad, es unión contradictoria y tremenda, como de principios enemigos, que, mientras se abrazan, se repelen, y mientras se socorren, se odian; pero de esta contradicción, comparable a las disonancias con que el músico de genio suele obtener estupenda y paradójica armonía, nace aquel género de sublimidad que admiramos en el alma ardiente del cruzado, en quien compiten el derretimiento de piedad y el ímpetu vengador.

Asociaciones como ésa, de principios antagónicos que se sintetizan y levantan a una inesperada unidad, suelen producir, en el orden de la vocación como en todas las manifestaciones del espíritu, eficaces y sorprendentes resultados; con los que se corrobora lo que dijimos al hablar de las complexidades y contradicciones de nuestra naturaleza, que, aproximando a veces elementos que nunca estuvieron juntos ni parecerían capaces de estarlo, dan con ello ocasión a una originalidad superior, persistente y fecunda. El ejemplo más alto y significativo que pudiera citarse es el de Colón. Dos vocaciones diversísimas, y aun antitéticas, dentro de la general categoría de la vida de acción, reuniéronse en aquella alma extraordinaria: una vocación de iluminado, de profeta, de apóstol, persuadido de su predestinación para ensanchar los dominios de su fe y rescatar el sepulcro de su Dios; y una vocación de logrero, de mercader, de negociante codicioso y tenaz, como de raza liguria, que le llevaba en fascinación tras los imaginarios reflejos del oro soñado en sus visiones de lejanas Cólquidas. Acaso, separado y solo cada uno de estos estímulos, no hubiera sido capaz de llevar el hervor de la voluntad al punto necesario para sazonar la perseverancia inquebrantable de la resolución; pero los dos se unieron, y la voluntad tomó su punto.

El sentido común propende a considerar alejados, por natural antipatía, el fervor de una apasionada idealidad, y la inteligencia del dinero y el sentido de los intereses materiales. Pero si se piensa en que, aun allí donde el desprendimiento y la abnegación de todo bien terreno resplandezcan más puros, cabe estimar los medios de acción que proporciona la riqueza, para llevar adelante una obra magna o acudir a las necesidades de los otros, se concebirá fácilmente la posibilidad de un espíritu inflamado en un grande amor ideal y que, por instrumento de este amor, pone en ejercicio, no energías heroicas ni inspiraciones remontadas, sino una habilidosa y perseverante aptitud de administración y economía. El cristianismo primitivo, naciendo del seno de una raza donde se unieron siempre la más ferviente religiosidad y el más fino tacto económico, confió la dirección y vigilancia de las cosas temporales, en las comunidades que instituyó, a manos de los diáconos; y estos trabajadores prudentes y celosos, a quienes la idea cristiana debe la parte más sólida, aunque menos aparente, de su propagación, fueron hombres de idealidad y de fe, que al servicio de la suprema vocación de su alma pusieron un admirable sentido de la vida práctica, y de conservación y equidad en el cuidado de los bienes comunes y el reparto de sus rendimientos.




ArribaAbajo- CVI -

Vocaciones activas subordinadas a las de la ciencia y el arte.


Si una preponderante vocación activa usufructúa a menudo, como de vocación accesoria, de la aplicación a una ciencia o un arte, dase también la subordinación opuesta: una preponderante vocación de ciencia o arte, que se auxilia, para los fines que le son propios, de la tendencia a determinado género de acción.

Suele la voluntad del héroe hacer compañía al genio del poeta: el cual diríase que arranca entonces, por su propio brazo, de las entrañas de la realidad, el material que luego su genio doma y esculpe. Del rojo cobre heroico fundido con el resplandeciente estaño de la imaginación del poeta, nació el bronce del alma de Esquilo, y del alma de Camoens, y del alma de Ercilla; y héroe y poeta a la vez, Koerner cae gloriosamente en Mecklemburgo, después de haber exaltado, como el Tirteo de otra Esparta, el sentimiento de la libertad. No menos suele infundirse eficazmente la vocación del heroísmo en un alma de artista, para suscitar el estallido del don de belleza en obra grande y vividora; como cuando la fiebre del entusiasmo bélico desata en Rouget de Lisle la inspiración de su himno inmortal. De la acción puede partir el primer impulso del arte, como del arte el primer impulso de la acción: el anhelo de fijar en forma sensible los recuerdos de sus campañas en la epopeya napoleónica, despierta el numen del pintor en Lejeune; y en orden inverso, la preferencia por las escenas de guerra como objeto de pintura, induce a Adolfo Beaucé a abrazar el género de vida en que podrá observar de inmediato la realidad que prefiere para original de su arte.

El instinto de libertad, de aventura, de indagación curiosa, de la vocación del marino, aportando materiales e inspiraciones a una dominante facultad de escritor, produce a Marryat, a Fenimore Cooper; y en nuestra época, y en más alta esfera del arte, al encantador Loti, último y alambicado vástago de la posteridad de Marco Polo.

Una vocación científica puede, igualmente, buscar en la acción instrumento que le valga u objeto que la inspire. Basta, para imaginario, comparar la existencia sedentaria del sabio recluido en la clausura de la biblioteca, del laboratorio o del museo, con la del sabio explorador, con la del viajero por amor de la ciencia: La Condamine, Bonpland, Stanley...; en cuyo espíritu concurren necesariamente, con las facultades propias de la sabiduría, muchas de las condiciones esenciales del hombre de acción: la voluntad resuelta, la familiaridad con el peligro, la experiencia del mundo, la disposición y agilidad para las marchas arduas y penosas; y a veces, el heroísmo sublime y la abnegación del sacrificio. De semejante modo, la vocación del arte médica, vinculándose, por el objeto a que se aplica, con la actividad y las costumbres de la carrera de las armas, produce un cirujano militar como Percy, incorporado a los ejércitos de la Revolución y del Imperio hasta el mismo día de Waterloo, para llevar adelante, paralelamente a los combates de la ambición y del odio, y con táctica no menos vigilante y rápida, los combates de la humanidad y de la ciencia.




ArribaAbajo- CVII -

Subordinación de una vocación artística a otra científica, y de una científica a otra artística. Asociación de diferentes vocaciones artísticas entre sí. Vocación de un arte interpretativa unida a la de la correspondiente arte creadora. Auxilios que se prestan la aptitud de producir y el entendimiento crítico.


Prescindiendo ya de la acción, las distintas aptitudes de la mente forman, las unas con las otras, vocaciones complexas, en que cada aptitud pone, según el fin que predomina, ya lo fundamental, ya lo accesorio.

Para el genio científico el privilegio anexo de la aptitud literaria es instrumento preciosísimo, con el que vuelve diáfana y comunicable la verdad, por la virtud de la exposición luminosa, y logra la notación distinta y neta de todos los matices del pensamiento. Tal en Galileo, en Buffon, en Humboldt, en Claudio Bernard, en Pasteur... Si las condiciones literarias se levantan a más alto grado, comprendiendo aquellas virtudes esenciales de la imaginación y el sentimiento, que invaden los dominios de la creación poética, resultan de ello espíritus como el de un Renan o un Guyau, en quienes el entendimiento de verdad y el don de realizar belleza se compenetran y ensimisman, de modo que no parecen formar sino una única aptitud: una aptitud compuesta, dentro de la cual sería difícil discernir la parte que toca a cada género de facultades. Diríase entonces, usando el lenguaje de la química, que hay entre ambos combinación, no mezcla solamente. ¿Quién apartaría en la Vida de Jesús, o en La irreligión del porvenir, la obra del pensador de la obra del artista?...

Recíprocamente, la presencia de todas o una parte de las facultades propias del sabio, completando un espíritu en que prevalecen las del poeta, imprime sello peculiar a esas almas que compiten, hasta donde es posible en tiempos de plenitud de cultura, con el carácter del poeta primitivo, revelador y educador: los Homeros y Valmikis de las edades refinadas y complejas; desde Lucrecio, por quien la savia del saber antiguo cuajó en pomposa magnolia, hasta Goethe, que llegó en la ciencia a la originalidad y la invención, y Schelling, a quien deliberadamente cuento como soberano poeta de la prosa, en síntesis sublimemente didáctica del mundo, antes que como filósofo. La inspiración de Leopardi, evocando, en su purísima integridad, la más íntima belleza antigua, y exprimiendo en sus formas transparentes la amargura de una propia y personal filosofía, que tiene su lugar bien diferenciado en la historia de las ideas, no pudo nacer sino, como nació, de espíritu que era el de un filólogo eminente y el de un metafísico de genio. La ciencia de las cosas pasadas, subordinándose a la intuición, por modo artístico, de la misma muerta realidad, concurre a la aptitud peculiar de los novelistas históricos, como Walter Scott, Freytag y Manzoni. Si se invierte el orden de esta subordinación, dando el primer rango a la verdad estricta y comprobable, se pasa a la ciencia de la historia tal como la conciben y ejecutan los historiadores coloristas: Thierry, Barante, Michelet; pero, aunque abstractamente considerado este género, sea ciencia que se auxilia del arte, es más frecuente que, en la obra concreta y en las facultades del autor, el arte prevalezca sobre la otra vía de conocimiento. Ni es menester que se aplique a una de estas formas intermedias entre ciencia y arte, la producción del escritor artista, para que su ciencia, si es honda y potente, trascienda a la belleza que él crea, y circule por bajo de ella como la corriente invisible de la sangre que presta aliento y color a un cuerpo hermoso. La acrisolada sabiduría de un Flaubert o un Merimée ¿qué suma de luces y elementos no habrá aportado a la realización porfiadísima de aquel ideal de belleza fundada en verdad, precisión y limpidez, que ambos persiguieron?... El modo como el naturalismo literario soñó en identificar al arte con la ciencia, no fue sino transitorio desvarío, porque importaba desconocer la autonomía inviolable y esencial de los procedimientos del arte; pero toda relación es posible y fecunda mientras se contenga en el fondo y sedimento del espíritu, donde hunde sus raíces la obra, y deje libre el sagrado misterio de la generación estética.

El acuerdo de una afición científica circunscrita a un objeto limitado y único, con una inspiración de poeta, aplicada y ceñida al mismo único objeto, de modo que formen entre ambas una simple y graciosa armonía, como fruto y flor que una menuda rama sustenta, vese en la sencilla dualidad de espíritu de Rodrigo Caro, el arqueólogo contraído a las vejeces de su tierruca, que, volviendo de remover, en las orillas del Betis, el polvo de las ruinas romanas, supo decir inmortalmente a Fabio la tristeza de los campos de soledad donde fue Itálica famosa.

En el artista plástico y el compositor de música, no menos que en el escritor y el poeta, un fondo de saber extenso y vario, que se dilate, más allá de lo técnico de la cultura, con honda perspectiva de ideas, que para el artista son visiones, es mina que enriquece la imaginación, y roca sobre que ella adquiere seguridad y firmeza. Pero, además, en el conocimiento teórico de cada arte, que complementa y acrisola la maestría de la práctica, caben vínculos más directos y constantes con la aptitud en determinado género de ciencia. Así, nadie podría determinar con precisión dónde acaban los términos de la anatomía pictórica dentro de la descriptiva, ni hasta qué punto el cabal dominio de esta última es capaz de fortalecer y afinar las vistas que infunde la primera, cuando, como en Leonardo de Vinci, el estudio de las formas humanas, iluminado por la observación genial del pintor, se apoya en aquella comprensión, más honda y analítica, de nuestro cuerpo, que adquirió de experiencias e investigaciones por las que merece lugar entre los precursores de Vesalio. Alberto Durero señoreó también un fundamento de cultura que excede de los límites estrictos de la disciplina del pintor y le habilita para escribir, con discreción y originalidad, ya sobre las medidas geométricas, ya sobre las proporciones humanas. El arquitecto artista es, por esencia de su oficio, el ejecutor de una obra de utilidad a que concurren la geometría y la mecánica; y para complemento y realce de lo que hay, en su labor, de ciencia aplicada, pone su intuición de belleza. En el teórico de la música, que frecuentemente lleva en sí, como aptitud accesoria, y aun predominante, la facultad de la creación o de la interpretación, la inteligencia matemática es elemento precioso, y al que le vincula natural afinidad y simpatía, tratándose de un arte que reposa todo él en relaciones numéricas de sonidos e intervalos. Así, es matemático eminente un Choron; y obra de matemáticos fue, en la antigüedad, desde Architas de Tarento y Pitágoras hasta Boecio, cuanto se razonó sobre la concordia de los números sonoros. Ciencia matemática es la astronomía; y tanto Herschell como Tolomeo, entendieron de música, y Herschell fue ejecutante y cifró en ello la vocación de su adolescencia.

Por otra parte, dos aptitudes: una, científica; otra, artística, que coexisten en un espíritu, aun cuando no se relacionen de modo persistente y orgánico, que nazca de conexiones reales y objetivas entre la una y la otra, pueden vincularse accidentalmente y con resultado fecundo. La vocación artística interesa y estimula al espíritu para una tarea en que aplique las luces de su ciencia: y éste ha sido origen de más de un descubrimiento glorioso y más de una eficaz investigación. La antigüedad atribuía la primera determinación de las leyes de la perspectiva al genio de Esquilo, que, movido del deseo de asegurar el efecto y propiedad de las decoraciones teatrales de sus obras, habría convertido la atención a aquel punto de la matemática. Van-Eyck, el gran artista flamenco, a quien pertenece, según toda probabilidad, la invención de la pintura al óleo, era un hombre de ciencia, que fue llevado, por sugestión de su facultad dominante de pintor, a emplear su dominio de la rudimentaria química de entonces, en la búsqueda del procedimiento que diese brillo y gradación a las huellas del pincel. De análoga manera, Daguerre, que halló el modo de fijar las imágenes obtenidas en la cámara obscura, fue un espíritu en que se reunía, a la vocación y la aptitud del experimentador científico, el interés por la reproducción artificial de las formas, propio de su naturaleza de pintor. En memorias del gran Cuvier se hizo el elogio de los sabios trabajos de Bennati, el médico mantuano que, poseyendo una hermosísima voz y una apasionada vocación de cantante, concretó su ciencia fisiológica al objeto que le señalaba la predilección de su facultad artística, en perspicaces investigaciones sobre el mecanismo de la voz humana.

Si de la relación entre arte y ciencia, pasamos a la de las diferentes artes entre sí, siempre en cuanto a la posibilidad de asociarse dentro de la capacidad de un mismo espíritu, la frecuencia de estas asociaciones acrece. De la unión de las tres artes plásticas en un artista dimos ejemplos cuando hablamos de la universalidad de la aptitud. La pintura y la escultura se concilian, ya en quienes fueron ante todo pintores, como Paul Dubois; ya en quienes fueron preferentemente estatuarios, como Millet. Todavía más fácil y común es el consorcio de las dos artes de la piedra: arquitectura y escultura, que, hasta muy adelantado el moderno resurgir del arte, no se separaron, emancipándose la estatua de la unidad del organismo arquitectónico; y que, aun después de consumada esta emancipación, juntan sus luces en artistas como Jacobo Sansovino, Ammanati y Juan de Bolonia. Reunir a la inspiración de un arte plástica, la de la música, ya es caso más singular y peregrino, como que requiere el desposorio de dos formas, en cierto modo antitéticas, de imaginación. La universal facultad de los espíritus del Renacimiento las presenta unidas, sin embargo, aunque en muy desigual proporción de aptitudes, en pintores insignes, como Miguel Ángel, Leonardo y el Verocchio; y aun entre los artistas plásticos modernos, no faltan quienes, como Delacroix e Ingres, tuvieron una secundaria aptitud musical, que, si hubiera gozado de preferente vocación, acaso excediera de la medianía. Difícil parece concebir cómo maneras de imaginar tan divergentes podrían auxiliarse o cambiar entre sí estímulos y sugestiones; pero si se considera que, en una imaginación plástica de enérgica virtud, las impresiones del sonido, como cualquier otro género de sensación, sentimiento o idea, propenderán naturalmente a sugerir formas visuales, es fácil admitir que la emoción musical, traduciéndose en el espíritu del pintor por representaciones corpóreas, que expresen correspondencias, más o menos personales y arbitrarias, entre las sensaciones de la vista y del oído, sugiera e inspire motivos de pintar; o que, recíprocamente, la forma plástica con anterioridad concebida, tienda, en el pintor que es al propio tiempo músico, a reflejarse en determinado orden de sonidos. Oportuno es recordar, a este respecto, que uno de los artistas que abarcaron ambos extremos de imaginación: Salvator Rosa, compuso con el mismo nombre de La Hechicera, un cuadro y una melodía.

Menos raramente conviven las dotes del artista plástico y del poeta; y esta convivencia toma forma cooperativa y hermanable cuando ambas facultades de un espíritu convergen por distinta vía a un mismo fin (Ut pictura poessis...), ciñéndose la poesía a la imitación del mundo físico, como en el idílico Gessner, cuyos poemas son la traducción verbal de sus cuadros; o bien, cuando la palabra del poeta se consagra a la devoción de la otra arte, para celebrar su grandeza o acuñar en áureos versos sus preceptos: así en Pablo de Céspedes, una de las más gallardas figuras de las letras y el arte, en la España del gran siglo: pintor en quien la concomitante aptitud poética se dedicó exclusiva o preferentemente, a cantar de la gloria y hermosura del arte del color. Artistas que, como Fromentin y Guillaumet, tuvieron, además del don de colorear el lienzo, el de manejar artísticamente la palabra, hicieron de la pluma, igual que del pincel, un instrumento con que fijar las líneas y colores prisioneros en sus retinas. Poetas como Víctor Hugo y como Bécquer, aplicaron, con verdadera inspiración, una accesoria aptitud de dibujantes, a interpretar y traducir plásticamente las concepciones de su imaginación poética.

La facultad literaria, reunida, dentro de una misma personalidad, con la del músico, para obra en que ambas participan, tiene magnífica realización en el espíritu de Wagner, que persiguiendo, a favor de esta dualidad de su genio, la perfecta concordia de la expresión musical con la inventiva dramática, dio tipo a ese drama bifronte, cuya manifestación cumplida no se logrará sin la conformidad y confluencia de ambas suertes de inspiración, desde sus nacientes en el misterio de una sola alma inspirada. Arrigo Boito, con la doble obra poética y musical del Mefistófeles, es otro ejemplo insigne de esta asociación de aptitudes. Unidos en más simple y candorosa armonía, para el leve organismo de la canción, música y verso suelen brotar de un solo aliento del alma: así en los cánticos y lieder a que Hans Sachs puso la tonada y la letra, o en el himno glorioso de que Rouget de Lisle es doblemente autor; cual si por un momento recobrasen las dos artes del sonido su elemental y primitiva hermandad, volviendo al tiempo en que, de la lira de los Terpandros, Simónides y Timoteos, nacían, como merced de un numen único, el son melodioso y la palabra rítmica. Otras veces, coexistiendo dentro de una misma personalidad, pero sin concurrir a obra común, la facultad del músico y la del poeta, únense por simpatías e inspiraciones eficaces, como las que a menudo transparentan las historias fantásticas de Hoffmann, que, escritor más que músico, aunque también lo fue de alto mérito, toma con frecuencia, para sus ficciones, asuntos y motivos que debe a un profundo sentimiento de la sugestión infinita y el poder, como taumatúrgico, vinculados a la vibración musical.

El florecimiento, en la vocación y aptitud de un mismo espíritu, de más de un género literario, es hecho más frecuente que la absoluta consagración del escritor a un género único. Puntualizando esto, se patentizarían relaciones casi constantes. Apenas podrá nombrarse gran poeta que no haya sido, además, notable prosador. Apenas se hallará poeta dramático de primera magnitud, que no haya llevado dentro de sí un poeta lírico más que mediano. Los oradores escritores (si se les busca en lo alto y verdaderamente superior de la elocuencia) se cuentan, sin duda, en mayor número que los que carecieron de estilo capaz de emanciparse de la tutela de la expresión oral.

En aquellas artes que por su índole requieren, para poner de manifiesto la belleza que crean, el auxilio de otra arte interpretativa, no es raro caso que concurra, con la aptitud creadora, la aptitud de la interpretación. Grandes compositores excedieron también como ejecutantes: Mozart, Beethoven, Mendelssohn... Grandes poetas dramáticos: Plauto, Shakespeare, Molière, fueron asimismo actores; y Molière lo fue genialmente. Aun fuera del género poético destinado a la representación, esta aptitud de interpretar activamente las propias ficciones, aptitud que, en los orígenes de la poesía, se identificó, quizá, y fue una sola, con la esencial inspiración del poeta, se reproduce a veces en el mismo autor de ficciones narrativas, como en Dickens, cuyas lecturas públicas de sus obras novelescas eran maravillas de declamación y mímica, y en Alfonso Daudet, de quien se cuenta que tuvo prodigiosa gracia para contar, con todos los colores y palpitaciones de la vida, las escenas que imaginaba. La facultad del cómico, como dominante o sustantiva, y la de producción dramática, como accesoria, reúnense en el espíritu de Garrick; y en el de Paganini la soberana capacidad del ejecutante, del virtuoso, descuella por encima del positivo ingenio del compositor.

El entendimiento crítico y el don de la propaganda y la polémica, haciendo de auxiliares de la creación literaria, para mantener la doctrina y los procedimientos que ésta ejemplifica, han sido dados, respectivamente, a artistas reflexivos como Goethe, y a innovadores arrebatados como Zola; y a su vez, una facultad crítica eminente suele traer junto consigo dotes relativas de poeta, con que poner en arco tirante las flechas del precepto y la sátira, según vemos en el ritmo preciso y autoritario de Boileau; o con que cultivar, en huerto propio, cierta flor de belleza, que, en Macaulay y en Sainte-Beuve, trasciende con la escogida y concentrada esencia de la Canción del lago Regilo y de algunas de las Consolaciones.

¡Cuántos volúmenes de críticos de oficio y de doctores de la estética, podrían cambiarse por fragmentos de crítica nacidos de la conciencia reflexiva de la propia producción, como la Carta de las unidades dramáticas de Manzoni; el prólogo del Cinq-Mars de Alfredo de Vigny; el del Cromwell de Víctor Hugo; el de los Sonetos eclesiásticos de Wordsworth, y cualquier página teórica o polémica de Carducci!

Vulgar prejuicio es entender que el don y energía de la práctica, en algún orden de generación de belleza, inhiba o reste fuerzas a la aptitud de la teoría. El artista creador tiene, desde luego, para doctrinar sobre su arte y hacer la historia de él, la superioridad que le confiere, sobre los otros, su iniciación e intimidad en los secretos de la obra, y además, esa segunda vista que el amor ferviente del objeto presta para todo linaje de conocimiento. Es así como la inteligencia teórica, y la apreciación sentida, de lo bello, deben a la contribución personal de los artistas, invalorables tesoros. Dictando, como Alfonso el Sabio, las leyes de su monarquía, Leonardo de Vinci produce su didáctica Della pittura, que Rubens había de emular con disquisición de igual género. En páginas escritas por pintores: Vicente Carducci o Palomino, Reynolds o Lebrun, duran observaciones, enseñanzas y juicios de arte, que, cuando no tienen valor definitivo, lo tuvieron histórico. Aún leemos la vida de los artistas del color en libros del pintor Vasari. Aún guarda su interés mucho de lo que sobre el arte de la música teorizaron ejecutantes y compositores, desde Salinas y Rameau, hasta Schumann y Liszt. La obra revolucionaria de Wagner reposa no menos que en sus maravillas de creación, en la ciclópea columna de sus escritos de propaganda y doctrina; y Berlioz, al propio tiempo que, con sus sinfonías y sus óperas, daba los modelos que debían modificar en Francia los rumbos de la música, mantenía, con la pluma de sus revistas del Journal des Débats, uno de los más animados, interesantes y fecundos movimientos de ideas, de que haya ejemplo en la crítica e arte.

No es menos fácil de hallar la recíproca subordinación de aptitudes: la facultad de la teoría, como talento capital; la de producción, como aptitud complementaria. Los grandes teóricos de la música tuvieron en su mayor parte, y algunos más que medianamente, la capacidad de producirla: así Matthesson, Martini, Choron, Fetis, Castil-Blaze. Artistas plásticos de nota fueron muchos de los escritores que mejor han doctrinado y juzgado de colores y líneas: baste citar a Gautier, a Delecluze, a Charles Blanc. En Viollet-le-Duc, el escritor insigne de arquitectura y arqueología parte su gloria con el ilustre restaurador de los monumentos góticos. La prédica inspirada de Ruskin, que ha dado cuerpo al más original, al más ferviente, al más religioso entusiasmo por el arte, que en modernos tiempos se haya propagado en el mundo, es la palabra de un pintor.




ArribaAbajo- CVIII -

Asociaciones permanentes entre las diferentes aptitudes científicas. Asociaciones puramente históricas o accidentales. La ciencia teórica y la facultad de su aplicación utilitaria. La facultad de enseñar, etc.


Si buscamos la complexidad de la aptitud dentro de los distintos modos y objetos de conocimiento que abarca el inmenso espacio de la ciencia, no serán menos las vocaciones que hallaremos frecuentemente vinculadas, con lazo orgánico y fecundo.

Comenzando por la aptitud científica más sintética y alta: la del filósofo, apenas podrá citarse ejemplo de superior capacidad metafísica que no haya venido acompañada del saber original e inventivo, o cuando menos de la versación vasta y profunda, en algún género de ciencia particular. Este como punto de apoyo puede ser las matemáticas: así en Platón, en Descartes, en Malebranche; o las ciencias naturales y biológicas, como en Hartmann, Spencer y Bergson; cuando no se fija indistintamente, con la universalidad de Aristóteles o de Leibnitz, en las mas varias partes de los conocimientos humanos. A su vez, una ciencia particular, dominada con poderosa fuerza de síntesis y pensamiento trascendente, implica una aptitud de generalización filosófica, que habilita a un Lamarck para remontarse, de la labor paciente del naturalista, a una concepción de los orígenes y las transformaciones de la vida en el mundo; y a un Vico, del conocimiento de los hechos históricos, a la idea de las normas que sigue el desenvolvimiento de las sociedades humanas.

El genio matemático se manifiesta a veces en su exclusivo e incomunicado campo de abstracción, sin fijar en las líneas y los números otro interés que el que ellos llevan en sí mismos para quienes los comprenden y aman; pero, con no menor frecuencia, busca, después de ejercitarse en ese campo, el camino de una realidad concreta, y trasciende, ya a la astronomía, levantándose, con Huygens, Laplace y Leverrier, a medir los movimientos y distancias celestes; ya a la física, para completar, en el examen de las propiedades de los cuerpos, los recursos del saber experimental. Este último caso es patente demostración de dos aptitudes heterogéneas que se unen y tienden, en eficaz compañerismo, a una sola finalidad. La mayor parte de los grandes observadores de la Naturaleza, a quienes se deben, en la indagación de sus leyes o el sometimiento de sus fuerzas al poder del hombre, las más preciadas conquistas, desde Galileo y Newton hasta Helmholtz, fueron espíritus en que se reunieron la aptitud del experimentador y la del matemático.

La observación del mundo material tiene por objeto abstraer las leyes generales a que obedecen las cosas y los seres, de donde nace la sabiduría del físico, del químico y del biólogo; o bien, estudiar concretamente las cosas y los seres mismos, describiéndolos y caracterizándolos, como hacen el geógrafo y el naturalista. Estos distintos sentidos de la observación se relacionan entre sí de modo que ninguno puede considerarse en absoluto ajeno de los otros; y sus relaciones objetivas se reproducen, a menudo, subjetivamente, en la vocación y la aptitud del sabio. El geógrafo naturalista, favorecido en ambos respectos por la facultad de aproximar dos órdenes de hechos tan fundamentalmente vinculados, se personificaría en la gran figura de Humboldt. Otras veces, el estudio concreto de los cuerpos vivos o inorgánicos tenderá a complementarse por el de las propiedades abstractas de los cuerpos, y el naturalista será físico a la vez, como Réaumur; o se levantará el naturalista, del conocimiento particular de los diferentes organismos, a la consideración general de la existencia orgánica, y será desde ese instante fisiólogo, como Haller y Spallanzani. Aun con la abstracción matemática, de la que la separa el campo intermedio de las ciencias físicas, cabe que se asocie alguna vez, inmediata y eficazmente, la aptitud del observador en las ciencias concretas de la naturaleza; y de este modo, un mineralogista como Haüy necesitó la maestría del geómetra para desenvolver su descubrimiento de las leyes de la cristalografía. Si la relación se circunscribe a las tres ciencias que, por antonomasia, llamamos «naturales», los lazos son tan íntimos, en el objeto y los procedimientos, que el paso de una a otra es aún más fácil y lógico. Un botánico como Linneo extiende a los dominios de la zoología su genio clasificador, y promueve, en cuanto mineralogista, el estudio de los cristales; zoólogos como Buffon y Cuvier, salvan, con gloria, los límites de la geología. El género de observación del físico y el del químico, después de alternar en espíritus como el de Gay Lussac, se identifican en las experiencias que llevaron a Berthelot a convertir las reacciones de la química en problemas de mecánica molecular, sentando con ello los fundamentos de una ciencia compleja que participa del objeto de las dos. Y si la tarea del químico se enlaza, por un extremo, con la del experimentador de la física, por el otro se enlaza y confunde con la del fisiólogo y el biólogo, según quedó probado en el laboratorio de Lavoisier y lo corroboran luego los trabajos del mismo Berthelot sobre la química orgánica, y aun más patentemente, la grande obra de Pasteur, que, para dejar huella indeleble en la fisiología experimental y la ciencia médica, hubo de empezar por ser químico eminente.

Vocaciones científicas de aún más ostensible complejidad arraigan en esas dilatadísimas fronteras entre la ciencias del espíritu y la sociedad, por una parte, y las físicas y naturales, por la otra; fronteras en que la portentosa labor del último siglo encontró campo casi virgen y obtuvo de él pingüe rendimiento; ya buscando en los datos de la biología nueva luz para las ciencias sociales; ya uniendo en apretado lazo los estudios psicológicos con las experiencias de la fisiología; ya tendiendo a modificar, por las conexiones entre lo moral y lo físico, el concepto del delito y la pena; ya, en fin, haciendo retroceder los límites de la ciencia del pasado mediante la fundación de la arqueología prehistórica, que, por sus vínculos con el objeto propio del geólogo, ha sido, preferentemente, estudio de naturalistas.

Fuera de las relaciones persistentes entre dos distintas ciencias, cuando de la propia índole y naturaleza de ambas fluye que puedan asociarse para un objeto común, caben relaciones accidentales, suscitadas por un motivo histórico, que hace que, en determinado tiempo y lugar, la vocación de una ciencia implique, necesaria o ventajosamente, la de otra. Así, cuando el renacer de la cultura clásica, y hasta muy adelantada la emancipación del pensamiento científico respecto del magisterio de la antigüedad, la ciencia médica fue tributaria de la filología. La dualidad de aptitudes que luego es excepcional privilegio en el espíritu de un Littré, aparece entonces, con relación orgánica, en los Cornario, los Foes, los Leonicello, los Montano, los Guido Guidi. Todo médico sabio había de ser, en aquel tiempo, filólogo, radicando, como radicaba, el conocimiento de las leyes y preceptos de su disciplina, antes que en la observación y la experiencia, en el dominio de las lenguas en que hablaba la autoridad de los antiguos. Otra vinculación accidental de la filología con las ciencias naturales (ya que su vinculación con las antropológicas e históricas es persistente y clarísima), vese en el maestro de Linneo y precursor de su gloria: en Olao Celsio, que concertó su maestría de filólogo y su sabiduría de botánico, para obra en que tanto se había menester de ambas disímiles capacidades como la determinación y clasificación precisas de las plantas nombradas en el Antiguo Testamento.

La relación accidental que entre dos diferentes objetos de conocimiento científico establece su coincidencia fortuita en la vocación de un mismo espíritu, aunque objetivamente no sean capaces de asociarse de modo íntimo y estable, puede sugerir el propósito de enlazarlos de esta suerte, y conducir a un ensayo de unión artificiosa y forzada, que se disipará apenas pase la causa meramente personal que la mantiene; pero, aun así, raro será que de esa unión efímera no quede algún recuerdo precioso, alguna sugestión feliz, algún resultado positivo. Un matemático de alto valer, como Borelli, guiado por una secundaria vocación de fisiólogo, intenta unir disciplinas tan separadas, en su naturaleza y su método, como la que considera el orden abstracto de la cantidad y la que estudia el orden concreto de la vida: marra el intento en lo fundamental, pero deja de su paso ideas que prevalecen, en una parte capaz de relación con el objeto de la mecánica, como el movimiento muscular.

Asociación de aptitudes que frecuentemente se realiza es la del entendimiento teórico de una ciencia, con la facultad de su aplicación, en invenciones practicas, o en el ejercicio de alguna de las artes de utilidad que toman su savia de las distintas ramas de los conocimientos humanos. En lugar medio entre aquellos espíritus que sobresalieron exclusivamente en lo especulativo de la ciencia: desenvolviendo una teoría sin otro objeto que probar la verdad, como Copérnico, o instituyendo un método sin tener la aptitud de aplicarlo, como Bacon; y aquellos, de condición opuesta, de índole únicamente utilitaria, que nunca se remontaron a las generalidades y las leyes: un Watt, un Edison, un Morse..., hay lugar para aquellos otros en quienes se reunieron ambas facultades: tanto Arquímedes, que, con el religioso candor de un sacerdote de la ciencia pura e ideal, se acusaba de haber rebajado la alteza de lo verdadero aplicándolo a la realización de lo útil, como Galileo, Pascal y Huygens. Ningún caso más adecuado para poner de manifiesto la verdad de lo que dijimos sobre la mutualidad de las ventajas de una orgánica correlación de aptitudes: que no beneficia sólo a la mayor y preponderante, ni sólo a la menor y sumisa. El saber teórico y fundamental presta luz e inspiración para la práctica y la utilidad; pero, a su vez, éstas concurren a confirmar y precisar aquel saber, pasándolo por el crisol de una experiencia prolija. Palmario ejemplo de ello es la ciencia fisiológica, que se ha desenvuelto paralelamente con el arte médica, debiendo sus mayores adquisiciones y adelantos a la estimulación constante y poderosa del interés de esa nunca interrumpida aplicación. El fisiólogo, y luego el biólogo, son, históricamente, médicos que abstraen y emancipan una parte de sus estudios. Aun en el puro médico, cabe diferenciar del que reproduce y concilia en su aptitud lo que su consagración profesional tiene de ciencia, como una especie dentro de la fisiología, y lo que tiene de arte, aquel que descuella exclusivamente en la teoría, y el que exclusivamente luce en los vislumbres, intuiciones y aciertos semiempíricos de la práctica de arte tan conjetural e insegura. La química, no menos que la fisiología, fue, desde un principio, utilitaria, como heredera de los codiciosos sueños de la alquimia; y los Lavoisier, los Guyton, los Priestley, reunieron a su ciencia la inspiración de las aplicaciones útiles. La física experimental, vinculada, en sus orígenes, a espíritus exclusiva o preferentemente teóricos, pasa, desde el último siglo, a ser también, y con preferencia, objeto de los de mera aplicación y utilidad; y en cuanto a las matemáticas y la mecánica, tuvieron siempre, además de los entendimientos fundamentales y especulativos, los consagrados a aplicarlas a las necesidades de la subsistencia social: ya cortando y sobreponiendo las piedras, ya conduciendo las aguas, ya guiando el curso de las naves; pero lo mismo en el matemático que en el físico, reúnense, en mil casos, la facultad de la teoría y la de su aplicación: de esto dimos ya ejemplos encabezándolos con el gran nombre de Arquímedes. Menos frecuente es hallar una relación semejante en el espíritu del naturalista; porque las artes de utilidad que se agregarían teóricamente a sus dominios, en el cultivo de la tierra y el aprovechamiento de sus dones, se desenvuelven, casi siempre, aparte del saber desinteresado y superior.

Interesante facultad accesoria de la sabiduría en determinado género de ciencia, es el don de enseñarla; la virtud de comunicación y simpatía que constituye el genio del maestro, y que, por su valor propio y substantivo, determina y caracteriza en ocasiones la superioridad de un espíritu, más que lo que hay en él de ciencia original, de modo que es su verdadera facultad dominante; según se manifiesta en profesores que, no ya hablando de letras o de historia, donde brota de suyo la elocuencia, sino en cátedras de medicina, levantaron la oratoria didáctica a la eficacia y el brillo que hacen famosos los nombres de Fourcroy y Felipe Pelletan; eminentes, sin duda, por la calidad de su saber, pero más, por la maestría con que lo trasmitieron.

Aun aptitudes de menos aparente valor y trascendencia suelen ser preciosas en el espíritu del sabio, para complementarle, o facilitarle camino.

La destreza del dibujante, como aptitud subordinada a un género de investigación que requiera, para comunicar sus resultados, el medio objetivo de la estampa, luce en los naturalistas y anatómicos que, como Camper, Andebert o Lyonnet, fueron, al propio tiempo, grabadores ilustres.

La habilidad de construir por propia mano los instrumentos y mecanismos adecuados al modo de observación o de experiencia de que ha menester la principal aptitud, fue siempre como sierva humilde y oficiosa en los más altos espíritus investigadores: desde Rogerio Bacon hasta Newton; desde Pascal hasta Franklin; desde Galileo hasta Humphry Davy.




ArribaAbajo- CIX -

Coexistencia de una vocación verdadera y otra falsa.


Opuesto caso al de estas eficaces complejidades, es aquel en que coexisten una vocación real y fecunda y otra falsa y baldía. No hay entonces sociedad coadyuvante, lazo vital, como entre el alga y el hongo; antes bien se reproduce la unión del parásito incapaz de fruto que sirva, con el árbol a quien quita jugo (puesto que jugo de toda aptitud es la atención), sin compensar en modo alguno el mal que le causa. Así, en Napier, el exégeta delirante junto al genial matemático; y en Lamartine, junto al poeta glorioso el vano político.

No menos importa deslindar de la asociación o subordinación de vocaciones el caso en que la única que realmente existe induce a tomar, sin impulso que nazca del corazón ni responda a la conciencia de nueva aptitud, un estado profesional, una manera de actividad determinada, sólo por las ventajas que esto ofrece, en virtud de circunstancias accidentales y exteriores, para el libre desenvolvimiento de la inclinación verdadera. Tal hubo de pasar a menudo cuando el claustro, o la vida sedentaria y pacífica del clérigo, eran el medio propicio a que solían acogerse los espíritus de meditación y de estudio: como Copérnico, que toma las órdenes al volver de los viajes de su juventud, acaso más que por fervor religioso, por gozar de la paz que le permitió contraerse, durante el resto de su vida, a la contemplación del cielo real y sensible. Y tal pasa también, para citar otro ejemplo, cuando San Sebastián, el mártir de Narbona, inflamado en la vocación caritativa, sienta plaza de soldado en el ejército del César, sólo por estar en aptitud de tender su mano protectora a los que son objeto de persecución.




ArribaAbajo- CX -

Otro punto de vista en la coexistencia y asociación de vocaciones.


De otro punto de vista merecería estudiarse la relación entre dos vocaciones coexistentes en un mismo espíritu, comparándolas, no ya en cuanto al auxilio que se presten, sino en cuanto a la fisonomía y estilo de sus obras, o de los actos en que se traducen.

Por disímiles que sean, si se las considera abstractamente, las dos actividades en que una conciencia divide su atención, y por más separadamente que se desenvuelvan, cabe precisar entre ellas, encarándolas según la manera personal como se desempeñan y caracterizan, semejanzas que revelen que ambas aptitudes están subordinadas a la unidad orgánica de una personalidad en que dominan ciertas propiedades de espíritu. Así, el sabio artista pondrá en las obras de su arte y en las de su ciencia, condiciones comunes: la fineza de la observación, el procedimiento laborioso, la nimiedad y pulcritud; o por lo contrario, la iluminación instantánea, el procedimiento intuitivo, la audacia de la concepción. Pero ¿será tan constante y segura esta relación de semejanza, que pueda convertírsela en ley?

Sainte-Beuve esbozaba, hablando de Pascal, una cuestión interesante: ¿no podría decirse que en este grande espíritu el geómetra manifiesta unas mismas cualidades de genio que el escritor, a diferencia de D'Alembert que imprime en sus trabajos matemáticos caracteres, en cierto modo, reñidos con los que muestra en su literatura?





ArribaAbajo- CXI -

Virtud disciplinaria de toda potencia ideal que nos gobierna.


Una potencia ideal, un numen interior; sentimiento, idea que florece en sentimiento; amor, fe, ambición noble, entusiasmo; polo magnético según el cual se orienta nuestro espíritu, valen para nosotros, tanto como por lo que valga el fin a que nos llevan (y en ocasiones, más) por su virtud disciplinaria del alma; por su don de gobierno y su eficacia educadora.

Aunque su obra no aparezca, desenvuelta exteriormente en acción, y mueran encerrados dentro de sí mismos, como un sueño, su obra es realísima y fecunda.

Cuando falta en tu alma una energía central que dé tono y norte a tu vida, tu alma es un baluarte sin defensa, y mil enemigos que de continuo tienen puestos los ojos sobre él, caen a tomarlo, compareciendo así de la realidad que te circunda como del fondo de tu propia personalidad. Los que proceden de afuera son las tentaciones vulgares, ocultas tras la apariencia de las cosas. Quien no tiene amor y aspiración donde se afirme, como sobre basa de diamante, su voluntad, se expone a ceder a la influencia que primero o con más artificiosidad lo solicite en los caminos del mundo, y ésa viene a ser así su efímero tirano, sustituido luego por otro y otros más, con el sol de cada día. Queda su alma en la condición de la Titania de Shakespeare, cuando, durante el sueño, fueron restregados sus párpados con la yerba que tenía virtud de infundir amor por lo que antes se viere. Desconoce el liberal y razonable poder de un sentimiento maestro que la ordenaría como en una bien concertada república, y sufre ser pasto a la ambición de multitud de advenedizos. A los que la acechan en las emboscadas del mundo, únense los que ella esconde en su interior: esos enemigos domésticos que son las propensiones viciosas, los resabios mal encadenados, los primeros ímpetus de nuestra naturaleza. Fácil es ver cuán contradictorio y complejo (y cuán miserable, siempre, en gran parte), es el contenido de un alma. Sólo la autoridad de una idea directora que sujete, aunque sin tiránico celo ni desbordado amor de sí misma, la libertad en sus límites, puede reducir a unidad la muchedumbre de tantas fuerzas opuestas. Faltando esta idea directora, nadie sino el acaso y el desorden suscitarán quien se arrogue su poder, de entre la encrespada muchedumbre; y es del acaso y el desorden hacer prevalecer antes lo malo que lo bueno.

Así como, en lo material, se ha dicho con exactitud que nuestra marcha no es sino una caída continuamente evitada, así, por lo que toca al espíritu, la recta voluntad es la constante inhibición de un extravío, de un móvil tentador, de una disonancia, de una culpa. Una potencia ideal que nos inspira, fija la horma a esa función de nuestra voluntad, y es a menudo como el demonio socrático, que se manifestaba en el alma del filósofo, más por la inhibición de lo que no concordaba con su ley, que no por su capacidad de iniciativa. Dondequiera que elijamos la potencia ideal, y aun cuando nos lleve en dirección de algo vano, equivocado o injusto, ella, con sólo su poder de disciplinarnos y ordenarnos, ya encierra en sí un principio de moralidad que la hace superior a la desorientación y el desconcierto: porque la moralidad es siempre un orden, y donde hay algún orden hay alguna moralidad.




ArribaAbajo- CXII -

La disciplina del amor y la calidad del objeto en que el amor se cifra.


Relaciónase con esto que digo de la virtud disciplinaria de una potencia interior que nos domina, una proposición llena de dudas: -¿Valdrá más, para el buen gobierno de la vida, ausencia de amor, o amor consagrado a quien sea indigno de inspirarle?

En una primera consideración de las cosas, ello se resolvería de acuerdo con la propiedad que el amor tiene de asemejar a quien lo tributa y a quien lo inspira, siendo éste el original y aquél el traslado: de suerte que la virtud del amor no sería en sí mala ni buena, sino relativa a la calidad del objeto en que él pone la mira; y según fuese el objeto, la virtud del amor variaría entre lo sumo de las influencias nobles y lo ínfimo de las causas de abatimiento y abyección: entre lo más alto y lo más bajo; porque tal como el amado es y tal como necesita, para su complemento, a quien le ama, así lo rehace y educa con la más sutil y poderosa de las fuerzas. Condición del alma que, ya por útil a sus propósitos, ya sólo por la complacencia que halla en ella, desea en el amante el amado, o la descubre en él o la crea; y de este modo la sugestión de amor vuelve al amante en hechura del espíritu que le enamora. En la poética expresión del amor es sentimiento frecuente el anhelo de refundirse y transformarse, para ser aquello que pueda determinar más íntima vinculación con el ser a quien se ama, o que ofrezca modo de hacerle mayor bien y de rendirle homenaje más singular y fervoroso. Quisiera ser, dice el amante, el aire que se embebe en tu aliento; la flor humilde que huella tu pie; el rayo de sol que te ilumina; la lejana estrella en que fijas la mirada cuando el éxtasis de tus sueños... Natural aspiración del que ama es ser amado; suspira el amador por ser amable; pero como la amabilidad que granjea correspondencia es relativa al parecer y dictamen del amado, para cada objeto de amor la amabilidad es una, y de la calidad de este objeto a quien se ha de complacer toma inspiración y modelo la amabilidad. Si en lo antiguo era sentimiento común que amar a una diosa deificaba, no es menos cierto que aquel amor que se cifre en lo propincuo a la bestia dará por fruto el salto atávico de Nabucodonosor... Sabiduría, torpeza; esperanza, duda; candor, perversidad; luces y sombras del juicio; arrojos y flaquezas del ánimo: todo bien y todo mal, todo desmerecimiento y toda excelencia, son capaces del alma a quien amor posee, según la sueñe y ambicione la otra alma su señora; lo mismo cuando obre ésta por cálculo y voluntad consciente, que cuando domine por fatal y como magnético influjo. En todo amor hay abnegación de misticismo, sea el misticismo divinal o diabólico; porque, desposeyéndose de su voluntad y su ser propio el amante, se transporta al objeto de su amor, renace en él y participa de él: «vive en su cuerpo», según el enérgico decir de Eurípides; y si el objeto es ruin o ha menester, para el término que se propone, los oficios de la ruindad, ruin hará al amador, y le hará noble y grande si por afinidad busca estas alturas, o si para el destino a que, de su natural, gravita, requiere como valedores nobleza y grandeza. Dame que mire al fondo del alma donde está el norte de tu amor, y yo te diré, como visto en cerco de nigromántico, para dónde vas en los caminos del mundo, y lo que ha de esperarse de ti en pensamientos y en obras.

Si esto fuese absolutamente verdadero, una helada impasibilidad valdría más que el amor que se cifra en quien no merece ser amado. Sólo que en la misma esencia de la amorosa pasión está contenido, para límite de esa fatalidad, un principio liberador y espontáneo, de tal propiedad y energía que con frecuencia triunfa de lo inferior del objeto; y así, aun aplicado a objeto ruin, infinitas veces el amor persevera como potencia dignificadora y fecunda; no porque el amor deje entonces de adecuar la personalidad del enamorado a un modelo, ni porque este modelo sea otro que la imagen de su adoración; sino porque es virtud del alma enamorada propender a sublimar la idea del objeto, y lo que la subyuga y gobierna es, más que el objeto real, la idea que del objeto concibe y por la cual se depura y magnifica la baja realidad, y se ennoblece, correlativamente, el poder que, en manos de ésta, fuera torpe maleficio. Una cosa hay, en efecto, capaz de superar la influencia que el ser real de lo amado ejerce en la persona del amante; y es el ser ideal que lo amado adquiere en el paradigma de la imaginación caldeada de amor, con omnipotente arbitrio sobre la sensibilidad y la voluntad que a aquella imaginación están unidas. Éste es el triunfo que sobre su propio dueño logra a menudo el siervo de amor, siendo el amor desinteresado y de altos quilates: redimir, en idea, de sus maldades al tirano, y redimido el tirano en idea, redimirse a sí mismo de lo que habría de funesto en la imposición de la tiranía, valiéndose para su bien de aquella soberana fuerza que en la intención del tirano iba encaminada y prevenida a su mal: vencedor que utiliza las propias armas del vencido, como Judas Macabeo lidiaba con la espada de Apolonio. Porque lo que importa es, no tanto la calidad del objeto, sino la calidad del amor; y más que de la semejanza con el ser real del objeto, ha de nacer, la belleza de la imagen, de la virtud del amor sincero, generoso y con sazón de idealidad. Común hazaña de esta estirpe de amor es trocar en oro el barro, en bálsamo el veneno; fecundizar lo vano, mundificar lo inmundo; poner en el corazón del amante la sal preciosa que le guarde de la corrupción, y en sus labios el ascua ardiente que depuró los del profeta. Si en el encarnizamiento y el vértigo del amor bastardo va incluido un principio de descomposición moral, una idea febrilis, cuyo proceso sugirió a Alfonso Daudet las páginas despiadadas de su Safo, el amor alto y noble lleva en sí una capacidad de ordenación y de sublime disciplina que corrobora y constituye sobre bases más fuertes todas las energías y potencias de la personalidad. Aun en su manifestación violenta, procelosa y trágica, el escogido amor mantiene su virtud purificadora y el poder de dejar levantada y entonada la voluntad que halló en indigna laxitud: del modo como ha solido suceder que cae un rayo a los pies del paralítico, y lejos de causarle daño, le vuelve en un instante y para siempre la libertad de sus miembros.




ArribaAbajo- CXIII -

De cómo una potencia ideal evita la pérdida de infinitas minuciosidades de nuestra actividad interna.


Otra benéfica influencia de una idea o sentimiento superior, que domina dentro de nosotros, es que se opone a la dispersión y el anonadamiento de infinitas minuciosidades de nuestra actividad interna. Cuando tu alma no está sujeta a un poder tal, multitud de pensamientos e imaginaciones cruzan cada hora de tu vida por ella, que se pierden, uno tras otro, sin nada que los detenga y ordene a un fin en que sean provechosos; pero si una fuerza ideal domina, activa y vigilante, en tu espíritu, gran parte de esos tus vagos pensamientos, de esas tus fugaces y leves imaginaciones, son atraídos al círculo de aquella fuerza dominante, y si algún valor de utilidad llevan en sí, ella se lo adueña y lo junta con lo demás que tiene dispuesto para su uso y provisión; porque es propio de estas grandes fuerzas del alma allegar su caudal como el avaro, que no desprecia más el ruin maravedí que la moneda de oro. Pasa, en más amplio terreno, como mientras componemos un libro, que cuanto vemos, pensamos y leemos, se relaciona con la idea que preside a la obra de nuestra fantasía, y de uno u otro modo la enriquece y va abriendo campo para ella. Y no se limita la idea que gobierna soberanamente nuestro espíritu a subordinar a su imperio esos elementos que congrega: su poder, más que con el yugo que somete, debe compararse con la simiente que fecunda; porque, al detener y penetrar de su esencia a un pensamiento que pasa por su lado, le excita frecuentemente a dar de sí un orden nuevo de ideas, acaso superior a ella misma, no de otro modo que como la generación vital obtiene del amor de los padres una distinta, autonómica, y quizá más noble, criatura.

Así como en tiempos de cándida y ferviente religiosidad, un resplandor, un rumor, cualquier cosa nimia, adquiere fácilmente para el alma sobre-exaltada del neófito un significado místico y una trascendencia profunda, por donde se explican avisos e iluminaciones sublimes, así, para quien lleva en el alma un grande amor ideal, mil pequeñeces de la realidad de cada hora, mil leves impresiones del sentimiento y del sentido, que para el común de los hombres pasan sin dejar rastro de sí, toman un poder movedor de asociaciones nuevas y fecundas, una sugestiva virtud que abre inopinadas vistas sobre lo útil o lo hermoso.


¡Cuánto pensamiento fecundo, cuánta invención feliz, cuánta verdad nueva, o nueva hermosura, o victoria para el bien, o mejora en la condición de muchos, no habrá perdido la humanidad de este modo: cruzar por una mente, como inesperado relámpago, una idea; negarle, la misma mente que la tuvo, la caridad de su atención; despreciarla, juzgarla paradoja nacida del libre juego de la fantasía; y en la profundidad adonde caen las cosas que desampara la memoria perderse la idea para siempre, cuando, atendida, cuidada, puesta bajo los auspicios de la reflexión, ella hubiera podido recorrer el trecho que va del germen al fruto, y de la quimera a la gloria!


En suma, una devoción ideal que prevalece por cierto tiempo en tu vida, aun cuando luego se marchite y pase, deja en ti el bien de la disciplina a que te sometió; de las tentaciones de que te apartó; del empleo que dio a fuerzas errátiles de tu sensibilidad y de tu mente; del entusiasmo con que embelleció tu alma; de la necesidad de orden y armonía que instituyó en ella, para siempre, con la autoridad de la costumbre.




ArribaAbajo- CXIV -

Hylas.


Hylas, efebo de la edad heroica, acompañaba a Hércules en la expedición de los Argonautas. Llegadas las naves frente a las costas de la Misia, Hylas bajó a tierra, para traer a sus camaradas agua que beber. En el corazón de un fresco bosque halló una fuente, calma y límpida. Se inclinó sobre ella, y aún no había hecho ademán de sumergir, bajo el cristal de las aguas, la urna que llevaba en la mano, cuando graciosas ninfas surgieron, rasgando el seno de la onda, y le arrebataron, prisionero de amor, a su encantada vivienda. Los compañeros de Hylas bajaron a buscarle, así que advirtieron su tardanza. Llamándole recorrieron la costa y fatigaron vanamente los ecos. Hylas no pareció; las naves prosiguieron con rumbo al país del áureo vellocino. Desde entonces fue uso, en los habitantes de la comarca donde quedó el cautivo de amor, salir a llamarle, al comienzo de cada primavera, por los bosques y prados. Cuando apuntaban las flores primerizas, cuando el viento empezaba a ser tibio y dulce, la juventud lozana se dispersaba, vibrante de emoción, por los contornos de Prusium. ¡Hylas! ¡Hylas! clamaba. Ágiles pasos violaban misterios de las frondas; por las suaves colinas trepaban grupos sonoros; la playa se orlaba de mozos y doncellas. ¡Hylas! ¡Hylas! repetía el eco en mil partes; y la sangre ferviente coloreaba las risueñas mejillas, y los pechos palpitaban de cansancio y de júbilo, y las curvas de tanta alegre carrera eran como guirnaldas trenzadas sobre el campo. Con el morir del sol, acababa, sin fruto, la pesquisa. Pero la nueva primavera convocaba otra vez a la búsqueda del hermoso argonauta. El tiempo enflaquecía las voces que habían sonado briosa y entonadamente; inhabilitaba los cuerpos antes ágiles, para correr los prados y los bosques; generaciones nuevas entregaban el nombre legendario al viento primaveral: ¡Hylas! ¡Hylas! Vano clamor que nunca tuvo respuesta. Hylas no pareció jamás. Pero, de generación en generación, se ejercitaba en el bello simulacro la fuerza joven; la alegría del campo florecido penetraba en las almas, y cada día de esta fiesta ideal se reanimaba, con el candor que quedaba aún no marchito, una inquietud sagrada: la esperanza en una venida milagrosa.

Mientras Grecia vivió, el gran clamor flotó una vez por año en el viento de la primavera: ¡Hylas! ¡Hylas!




ArribaAbajo- CXV -

Convicción, fe. La tolerancia y cómo ha de entendérsela.


Exista el Hylas perdido a quien buscar, en el campo de cada humano espíritu; viva Hylas para cada uno de nosotros. Pongamos que él no haya de parecer jamás: ¿qué importa, si el solo afán de buscarle es ya sazón y estímulo con que se mantiene el halago de la vida?

Un supremo objeto para los movimientos de nuestra voluntad; una singular preferencia en el centro de nuestro corazón; una idea soberana en la cúspide de nuestro pensamiento...; no a modo de celosas y suspicaces potestades, sino de dueños hospitalarios y benévolos, a cuyo lado haya lugar para otras manifestaciones de la vida que las que ellos tienen de inmediato bajo su jurisdicción; aunque, indirecta y delicadamente, a todas las penetren de su influjo y las usen para sus fines.

Ya por el moroso Idomeneo supimos cómo la perseverancia en una alta idealidad, cómo el fervor de un gran designio, puede hermanarse con un tierno interés por las demás cosas bellas y buenas que abarca la extensión infinita del mundo. Fijemos otro aspecto de esta misma virtud de simpatía; pasémosla de la relación entre las distintas vocaciones y formas de la actividad, a la relación entre las diferentes doctrinas y creencias: considerémosla por su influjo en nuestra convicción o nuestra fe. En esta esfera, esa virtud es la fecunda y generosa tolerancia.

La tolerancia: término y coronamiento de toda honda labor de reflexión; cumbre donde se aclara y engrandece el sentido de la vida. Pero comprendámosla cabalmente: no la que es sólo luz intelectual y está a disposición del indiferente y del escéptico, sino la que es también calor de sentimiento, penetrante fuerza de amor. La tolerancia que afirma, la que crea, la que alcanza a fundir, como en un bronce inmortal, los corazones de distinto timbre... No es el eclecticismo pálido, sin garra y sin unción. No es la ineptitud de entusiasmo, que en su propia inferioridad tiene el principio de una condescendencia fácil. No es tampoco la frívola curiosidad del dilettante, que discurre al través de las ideas por el placer de imaginarlas; ni la atención sin sentimiento del sabio, que se detiene ante cada una de ellas por la ambición intelectual de saberlas. No es, en fin, el vano y tornadizo entusiasmo del irreflexivo y veleidoso. Es la más alta expresión del amor caritativo, llevado a la relación del pensamiento. Es un transporte de la personalidad (que no se da sin un piadoso prejuicio de benevolencia y optimismo) al alma de todas las doctrinas sinceras; las cuales, sólo con ser creaciones humanas, obra de hombres, trabajada con los afanes de su entendimiento, y madurada al calor de su corazón, y ungida por la sangre y las lágrimas de sus martirios, merecen afecto e interés, y llevan en sí cierta virtud de sugestión fecunda; porque no hay esfuerzo sincero encaminado a la verdad que no enseñe algo sobre ella, ni culto del Misterio infinito, que, bien penetrado, no rinda al alma un sabroso dejo de amor...




ArribaAbajo- CXVI -

Toda fe o convicción ha de ser modificable y perfectible. La sinceridad consigo mismo.


Y además de caldearse en las fraguas de esta tolerancia, ha de ser dinámica nuestra convicción o nuestra fe; ha de ser modificable y perfectible, capaz de acompañar al progresivo desenvolvimiento de nuestra personalidad: condición, si bien se mira, entrañada en la otra, porque la idea que se relaciona y comunica con las que divergen de ella, por una activa tolerancia, es idea que sin cesar está plasmándose en manos de una infatigable simpatía.

De este modo, la suma de ideas que aquella que fundamenta nuestra convicción reúne y concilia, en determinado instante, en nuestra mente, no ha de ser considerada nunca como orden definitivo, como término y reposo, sino como hito con cuya ayuda proseguir una dirección ideal, un rumbo que llevamos: así el viajero que no conoce su camino y pregunta a los que viven junto a éste, se orienta por direcciones sucesivas, y va del árbol a la casa, de la casa al molino, del molino al sembrado.

Para que nuestro pensamiento cumpla esta ley de su desarrollo vital y no se remanse en rutinario sueño, es menester, a la vez que su aptitud de comunicación tolerante, el hábito de la sinceridad consigo mismo: rara y preciosa especie de verdad, mucho más ardua que la que se refiere a nuestras relaciones con los otros; mucho más ardua que la que consiste en el acuerdo de lo que aparentamos y decimos, con la inmediata representación de nuestra conciencia: testimonio que puede ser infiel, superficial, o mal depurado. Aquella honda sinceridad interior obliga a rastrear las fuentes de este testimonio; a saber de si cuanto se pueda y con la claridad y precisión que se pueda, celando las mil causas de error que comúnmente nos engañan sobre nuestros propios pensamientos y actos, y ejercitándose cada día en discernir lo que es real convicción en nuestra mente, de lo que ha dejado de serlo y dura sólo por inercia y costumbre, y de lo que nunca fue en ella sino eco servil o vana impresión. Consagrado a la práctica de este conocimiento reflexivo, buscándose a sí mismo en sus veneros hondos, el pensamiento varonil no teme, aunque ese constante esfuerzo de sinceridad y de verdad perpetúe en su seno las desazones de la agitación y de la lucha, porque desdeña la voluptuosidad de la quietud, con tal de eliminar de sí lo exánime y caduco y vivir sólo, a ejemplo del trabajador, de lo que gana cada jornada con sus fuerzas.




ArribaAbajo- CXVII -

No es la convicción más honda la más igual y tranquila.


Al través de las dudas, de los desmayos y reanimaciones, de las angustias y porfías de la lucha que se desenvuelve en lo interior de la conciencia y de la que se sostiene al pleno sol de la contradicción humana, la idea que resiste, y triunfa de cuantas armas se le oponen, se fortalece, acicala y magnifica. No es la mejor y más acreditada prueba con que pueda abonarse la sinceridad de una fe la que consiste en afirmar su igualdad inalterable, sin borrascas, sin alternativas, sin más y menos de fervor y confianza; como no sea en aquellas almas anticipadas a la celeste beatitud, que, por candor del corazón o simplicidad de la mente, salen fuera de la ley común a las otras. Pero en quien palpita con el turbio torrente de la naturaleza humana, en quien lidia los combates del mundo, una fe perennemente igual, sin tentaciones, sin deliquios, una fe que no oyó nunca pasos de enemigo interior, antes suele acusar la escasa profundidad a que ha arraigado en el alma donde asiste, manteniéndose limpia y serena porque no la frecuentan la mente con una atención ahincada ni el sentimiento con un celoso afán de amor.

No estimes, pues, la superioridad de tu fe sólo por la paz que reine en sus ámbitos. Una fe verdadera es como entraña que participa del soplo de tu vida; y la vida no consiente uniformidad, igualdad, paz sempiterna. Sólo en la máscara o la estatua hay una expresión inmutable; la fisonomía real refleja los movimientos desiguales de un alma, que varían y renuevan cien veces la apariencia del color y la línea. No es el amor más libre de nubes el que más dura y ahonda. No es la fe más firme y enérgica aquella en que faltan una discordancia, una ansiedad, un descontento de sí misma, que la estimulan, por el dolor y la inquietud que le causan, como acicate que llevara metido dentro del corazón. Acaso duerme inalterable la fe que no reposa sino en la pasividad de la costumbre, y es comparable al charco que, desdeñado por la furia del viento, permanece en un ser; pero la fe compuesta de la misma sustancia que nosotros, la fe de un alma viva, es mar inquieta, que pasa de las calmas de la contemplación a las turbulencias del pensamiento acongojado, y de la pleamar del místico transporte a las bajantes de la flaqueza y de la duda.




ArribaAbajo- CXVIII -

Las petrificaciones orgánicas. Fe petrificada. Los que creen que creen.


¡Con qué pasmosa sutileza la obra lenta y asidua de sustitución, de que provienen las petrificaciones orgánicas, trueca el despojo vegetal en concreción silícea, sin cambiar en lo mínimo su forma y estructura!

Esta piedra fue fragmento soterrado de un tronco. Descompuesta la sustancia vegetal, cada molécula que ella perdió en disolución secreta y morosa, fue sustituida al punto, y en su propio lugar, por otra de sílice. Cuando la última partecilla orgánica se hubo soltado, todo fue piedra en el conjunto; mas ni una línea, ni un relieve, ni un hueco, ni un ínfimo accidente de la construcción interna del tronco, faltaron en la conservación de la apariencia. Ésta es la superficie del tronco, con sus grietas y arrugas; éstas son las fibras corticales, y éstas las capas leñosas, y éstos los radios que van del núcleo a la corteza, y éste el obscuro y compacto corazón del árbol. Aun cuando ese artificio de la Naturaleza se hubiera consumado ante un espectador perenne, éste no hubiese reparado en él; tal ha sido la lentitud, tal la perfección, de la obra. Todo está intacto en la apariencia; todo ha cambiado en la substancia. Donde hubo el resto de un árbol, sólo hay un trozo de piedra.


Ve ahí la imagen de lo que pasa en multitud de almas, que un día tuvieron una convicción que exaltaba el amor, una fe viva, personal, nutrida con la savia de su corazón y de su pensamiento, apta para renovarse y ganar en capacidad y simpatía. Luego, apartaron su atención del trato íntimo con las ideas, porque la atrajo a lo exterior el bullicio del mundo; o bien, celosos de la integridad de su creencia, la guardaron de cuanto significara una remoción, un arranque innovador; y sea por lo uno o por lo otro, mientras descansaban confiados en la idea que juzgaban con vida para siempre, llegó un tiempo en que ya lo que llevaron dentro de sí fue sólo una seca concreción, imagen engañosa de la fe que antes alentaban; con toda la disciplina que ella estableció, con todas las costumbres que determinó, con todo aquello que la constituía formalmente; con todo lo de la fe, menos su jugo y su espíritu. La paz y constancia que el alma toma entonces por signos de la resistente firmeza de su sentimiento no son sino inmovilidad de cosa muerta. La obra lenta y delicada del tiempo, obrando sin perceptible manifestación, ha sido bastante para sustituir el espíritu que creó la forma por la forma vacía de espíritu. El tiempo ha robado al alma la esencia de su fe, y el alma no lo siente. Duerme, soñando en su pasado; tan incapaz de abandonar la creencia a que un día se atuvo, como de sacar de ella nuevo, original amor, nuevo entusiasmo, nueva ternura, nueva poesía, nueva ciencia... Así soportan en el alma el petrificado cadáver de una fe, rígidos devotos, graves prelados, apologistas elocuentes; quizá, sabios teólogos; quizá, ilustres pontífices. ¿Puede llamárseles convencidos o creyentes? No, en realidad. ¿Impostores? Tampoco. Su sinceridad suele ser tan indudable como su ignorancia de lo que ocurre en su interior. Creen que creen, según la insustituible expresión de Coleridge.




ArribaAbajo- CXIX -

Empezar por la simulación y acabar por la sinceridad.


Otra forma de engaño, de las que usurpan la autoridad de la razón en el gobierno de nuestras ideas, es la que podría calificarse, en cierto modo, de contraria a la que acabamos de considerar: el entusiasmo y fervor que se encienden, inopinadamente y con fuerza avasalladora, en la dolosa práctica de una fe mentida.

Empezar por la simulación y concluir por la sinceridad, no es un caso infrecuente en las opiniones de los hombres. Tomas partido, adoptas una idea, sin convencimiento real, quizá por motivo interesado, quizá siguiendo pasivamente huellas de otros. Luego, en la confesión o actividad de esa idea, te ilusionas hasta creerte firme y desinteresadamente convencido; y así, lo que primero fue máscara y engaño, pasa a ser, hasta cierto punto, verdad, capaz de inflamarte en llamas de pasión, y aun de arrebatarte al sacrificio generoso.

No implica esto que hayas llegado a convencerte: implica sólo que el simulacro con que engañaste a los demás ha concluido por engañarte a ti mismo, y piensas y sientes como si dentro de ti hubiera una idea que te gobernase por los medios propios de la madura convicción o de la fe profunda, cuando no hay sino una sombra traidora, a la que, imprudentemente, hiciste camino en tus adentros pensando tener dominio sobre ella, y que te ha robado tu libertad, obrando en ti como el mandato hipnótico a que se obedece, sin saberlo, después que se ha vuelto a la vigilia. ¿Cuántas veces el mentiroso concluye por creer, con toda ingenuidad, en sus inventos? El discutidor falaz ¿cuántas veces pasa, sin transición consciente, de la artificiosidad de sus sofismas, al apasionamiento cierto y a la ilusión de que rompe lanzas por la verdad? ¿Cuántas el enamorado falso, compadecido de sí mismo, llora como penas de amor las que mueve el despecho de su ambición o de su orgullo? El más vil culpado ¿cuántas halla, en la dialéctica de su interés, recursos con que aplacar a su conciencia, y aun, con que obtener que ella le declare inocente? ¿Cuántas el divino poeta llega a sentir la realidad de lo que finge, hasta tomar, olvidando su personalidad verdadera, el alma de sus criaturas?...

Caso semejante a ésos es éste del ilusionado por sus propios fingimientos de entusiasmo y de fe. Quien tenga hecha una mediana observación en los secretos de las opiniones humanas, no dejará de conocer algún ejemplar de este linaje de convencidos y creyentes, que empezaron por un aparentar habilidoso, o cuando más, por una adhesión sin fervor ni madurez reflexiva, y que, después de mezclados en el tumulto de la acción, créense ellos mismos sinceros, lo cual es casi como si lo fueran, y obran al tenor de esta sinceridad, y tal vez se manifiestan capaces de los extremos de constancia, lealtad y valentía, en que muestra su temple la convicción heroica.

La primera palabra que, afirmando falsamente una idea, se dice en alta voz; el primer acto con que se aparenta servirla, ante las miradas ajenas, son ya un paso en el sentido de olvidar lo que hubo, en la intención, de mentira. Después, amores y odios que nacen de la acción; el interés y la vanidad, mancomunados en pro de la perseverancia; la sugestión de la sociedad de que se entra a formar parte; la táctica sutil y poderosa del hábito: todo conspira a redondear la obra. De esta manera, se cría un remedo de convicción que engaña a la propia alma en que se produce; que no es una pura falsedad, un arte de cómico, puesto que arrastra consigo el corazón y la creencia, y tal cual te figuras a ti mismo, así te hace aparecer ante el mundo, siendo tú el primer engañado; pero que dista más aún de la convicción entera y verdadera: aquella que tiene su asiento en la razón y que no llega a ti cautelada por el interés y la costumbre, sino que te busca de frente y triunfa de ti esgrimiendo, como arma, tu propio y libre pensamiento.




ArribaAbajo- CXX -

Posible autosugestión en el apóstol. Una anécdota de Rousseau.


Aun en el revelador, en el profeta, en el apóstol, en el que amoneda ideas con su busto y leyenda, y sin descender a contar en este número al impostor que lleva adelante la grosera simulación de una fe; aun en aquéllos ¿cuántas veces la idea que es fundamento de su originalidad, talismán de su dominio y su gloria, puede haber tenido por principio, no la intuición inspirada, ni el hondo y laborioso discurso, ni la segunda vista del corazón; no estas vías de sinceridad; sino un cálculo del interés, una volubilidad de la mente, un juego sofístico, encubridores que dieron paso dentro del alma a la idea; la que, a favor del tiempo, concluye por interesar y cautivar al mismo que la concibió sin creer en ella, hasta el punto de aparecérsele un día como absoluta verdad, y exaltarle a la fe ciega, y ocupando el centro de su alma, de donde ya no habrá fuerza que la quite, servir en adelante de norma y de motor a la actividad de ese grande espíritu para que él la honre y la propague?...

Yo no olvidaré nunca la revelación de Marmontel, en sus Memorias, sobre el origen de la filosofía naturista de Rousseau: de aquella abominación por los resultados de la cultura, y aquella fe en la bondad de lo espontáneo y primitivo, que fueron como el tuétano de sus obras y dieron nervio y carácter a su pensamiento. Refiere Marmontel confidencias de Diderot, que bien pudieran no discordar con la verdad, aun cuando sabidas enemistades fueran parte a excitarlas. Paseaban juntos el autor de La Religiosa y el del Emilio, y manifestó éste su propósito de concurrir al certamen abierto por la Academia de Dijon sobre el influjo de las ciencias y las artes en la moralidad de las costumbres. -¿Qué tesis sostendrá usted? -preguntó el enciclopedista. -La afirmativa -respondió Juan Jacobo. Observó a esto Diderot que lo común y trivial de la solución afirmativa alejaba toda probabilidad de lucimiento, en tanto que lo audaz e inaudito de la negativa prestábase de suyo al interés y la originalidad. -Es cierto... -dijo, después de meditar un instante, Rousseau-; a la negativa me atengo. Y su «memoria» del certamen -semilla donde están virtualmente contenidas tantas cosas de su obra futura-, la famosísima invectiva contra la civilización que destierra de la sociedad humana el candor de la naturaleza.

De aquel pueril y nada austero movimiento de ánimo nació acaso toda una filosofía, que, si en el espíritu del apóstol llegó a ser, sin duda, sinceridad y pasión, en el espíritu y la realidad del mundo fue pasión y fuego de incendio.




ArribaAbajo- CXXI -

Proposición de un soliloquio fecundo. ¡Ayúdate de la soledad y del silencio!...


¡Cuán complejo problema es éste de nuestras relaciones con nuestro propio pensamiento! ¡Cómo están ellas sujetas a los mismos engaños y artificios que las relaciones entre unos y otros hombres! ¡Y hasta qué punto es a veces necesario el más hábil, enérgico y pertinaz esfuerzo de sinceridad, para discernir, dentro de la propia conciencia, la idea que realmente vive, de la que, con semejanzas de vida, yace muerta, y de la que nunca fue en nosotros sino eco vano, remedo sin espíritu!

¿Cuánto tiempo hace, quizá, que no te detienes a mirar frente a frente la idea a que te vincula una pasada elección; el dogma, la escuela o el partido, que da a tu pensamiento nombre público?

Ayúdate de la soledad y del silencio. Procura alguna vez que un impulso íntimo del alma te lleve a esa alta mar del alma misma, donde sólo su inmensidad desnuda y grave se ve; donde no vibran ecos de pasión que te enajenen; donde no llegan miradas que te atemoricen o te burlen, ni hay otro dueño que la realidad de tu ser, superior a la jurisdicción de tu voluntad. Y allí, como si consultaras, a través del aire límpido, la profundidad del horizonte, pregúntate sin miedo: -¿Es verdad, verdad honda, que yo crea en esto que profeso creer? Tal convicción que adquirí un día y en la que, desde entonces, descanso, ¿resistirá ahora a que, en este centro de verdad, la traiga ante mis ojos? Tal sentimiento que considero vivo aún, porque alguna vez lo estuvo ¿no le hallaré muerto si me acerco a moverle? ¿No vivirá mi fe de la inercia de un impulso pasado? ¿Me he detenido a probar si cabe dentro de ella lo que he sabido después, por obra del tiempo? Cuando la afirmo, ¿la afirmación es sólo una costumbre de mis labios, o es cada vez, cual debe serlo, nuevo parto de mi corazón? Si ahora hubiera de decidir mi modo de pensar por vez primera; si no existiesen las vinculaciones que he formado, las palabras que he dicho, los lazos y respetos del mundo, ¿elegiría este campo en que milito?... ¿Y aquella duda que pasó un día por mi alma y que aparté de mí por negligencia o por temor?... Si la hubiera arrostrado con sinceridad valerosa ¿no hubiera sido el punto de arranque para una revolución de mis ideas? Mi permanencia en esta comunidad, mi adhesión a esta filosofía, mi fidelidad a esta ley ¿no son obstáculos para que adelante en la obra del desenvolvimiento propio? ¿Me digo la verdad de todo esto a mí mismo?... ¿No se cruza, entre el fondo de mi pensamiento y mi conciencia, el gesto de una máscara?...

Haz esta meditación. Ponla bajo la majestad de la alta noche, o ve con ella al campo, abierto y puro, libre de ficción humana, o junto al mar, gran confidente de meditabundos, cuando el viento enmudece sobre la onda dormida. Ayúdate de la soledad y del silencio.




ArribaAbajo- CXXII -

«Jubileo» que debería existir.


¡Ah! si todos tuviéramos por hábito esa depuración de nuestro espíritu, ese ejercicio de sinceridad, ¿qué inmenso paso no se habría dado en el perfeccionamiento de nuestro carácter y nuestra inteligencia? Pero la inmensa multitud de los hombres, no sólo ignora en absoluto tal género de meditación, reservado a los que ahíncan muy hondo en la seriedad del pensar, sino que espantan y alejan, presurosos, de su pensamiento, la más leve sombra que haya logrado penetrar por sus resquicios a empañar la serenidad del fácil acuerdo en que él reposa. Afrontar la sombra importuna que amaga a nuestra fe, y procurar desvanecerla de modo que arguya raciocinio, esfuerzo, y triunfo bien ganado, es acto de íntima constancia a que no se atreven los más; unos, por indolencia de la mente, que no se aviene a ser turbada en la voluptuosidad con que dormita en una vaga, nebulosa creencia; otros, por la pasión celosa de su fanatismo, que les lleva a sospechar que en cada pensamiento nuevo haya oculto un huésped traidor, y los precave contra el asomo de una idea con la escrupulosidad de aquel gigante de quien decían los antiguos que rondaba, sin darse punto de reposo, los contornos de Creta, para evitar que se estampase en sus playas huella de extranjero.

¿No sería capítulo importante en las prácticas de una comunión de hombres de verdad y libertad, que, al modo de los inventarios que periódicamente acostumbran hacer los mercaderes, o mejor, a la manera del jubileo de la antigua Ley, por el cual se apartaba, dentro de cierto número de años, uno destinado a renovar la vida común mediante la remisión de las deudas y el olvido de los agravios, se consagrara, cumplido cada año, en nuestra existencia individual, una semana cuando menos, para que cada uno de nosotros se retrajese, favorecido por la soledad, a lo interior de su conciencia, y allí, en silencio pitagórico, llamara a examen sus opiniones y doctrinas, tal cual las profesa ante el mundo, a fin de aquilatar nuevamente su sinceridad, la realidad de su persistencia en lo íntimo, y tomar otro punto de partida si las sentía agotadas, o reasumirlas y darlas nuevo impulso si las reconocía consistentes y vivas?

La primera vez que esto se hiciera, yo doy por cierto que serían superadas todas nuestras conjeturas en cuanto a la rareza de la convicción profunda y firme. ¡Y qué de inopinadas conversiones veríamos entonces! ¡Cuántos remedos de convencimiento y de fe, que andan ufanos por el mundo creyéndose a sí propios hondas realidades de alma, se desharían no bien fueran sacados de la urna donde la costumbre sin reflexión los preserva; como el cadáver que, por acaso, ha mantenido la integridad de su forma en el encierro de la tumba, y apenas lo toca el aire libre se disuelve y avienta en polvo vano!




ArribaAbajo- CXXIII -

No hay convicción tal que puedas dejar de trabajar sobre ella.


No hay convicción tal que, una vez adquirida, debas dejar de trabajar sobre ella. Porque, aunque su fundamento de verdad sea para ti el más firme y seguro, nada se opone a que remuevas, airees y retemples tu convicción, y la encares con nuevos aspectos de la realidad, y muestres su fortaleza en nuevas batallas, y la lleves contigo a explorar tierras del pensamiento, mares de la incredulidad y de la duda, que ella puede someter a su imperio engrandeciéndose; ni a que, corroborándola dentro de ella misma, te afanes por hacer más fuerte y armónica la conexión de las partes que la componen.

Pues, si ella es la verdad ¿no es deber tuyo entrar cada vez más adentro de la verdad, y adherirte a ella, en cuanto sea posible, por más motivos de convencimiento y amor? Trabaja, pues, sobre la convicción adquirida; relaciónala con nuevas ideas, con nuevas experiencias, con nuevas instancias de la contradicción, con nuevos espectáculos del teatro del mundo. Si ella resiste y prevalece ¿cuánto más probada no quedará su energía? ¿cuántos más elementos no habrá conquistado y sojuzgado, ordenando a su alrededor, por su propia virtud y eficacia, todas las cosas con que la pusiste en contacto? La convicción más firme será la que más multitud de ideas mantenga en torno suyo y alcance a unirlas en más ceñida y concorde relación. Todo lo que vive y progresa se mueve doblemente en el sentido de una mayor complejidad y un mayor orden. Si sólo te preocupa perfeccionar la unidad y el buen arreglo de tu convicción, sin agregarle elementos de afuera que la extiendan y reanimen, caerás en el automatismo de una fe bien disciplinada pero estrecha. Si sólo atiendes a aumentar la provisión de ideas de tu espíritu y no cuidas de repartirlas y ordenarlas, caerás en la anarquía del pensamiento contradictorio y tumultuoso. Pero cada idea que ganes para tu mente, si aciertas a ponerla en adecuada relación con la idea superior y maestra que ocupa el centro de tus meditaciones, será un lazo más que asegure la estabilidad de esta última, como nueva raíz que se desprende de ella y se entraña en el seno de las cosas.

Aun cuando supieras que nunca habías de abandonar la posición actual de tu espíritu, sino que reposarías de por vida en lo que ahora juzgas la verdad, no por eso deberías soltar de la mano los instrumentos de la investigación y del juicio, como el obrero que da por terminada su tarea: la tarea tuya consistiría, desde entonces, en extender las relaciones de tu verdad; en adaptarla a lo nuevo que trae consigo cada hora; en amaestrarla, como ave de altanería, para la caza del error; en propender a que ella envolviese en sus anillos una completa y bien trabada concepción del mundo.

Pero nadie puede afirmar: «Ésta es mi fe definitiva»; y cuando llevamos adelante ese empeño de airear y ejercitar la convicción de nuestra mente, y se levanta ante nosotros una idea que no sólo se niega a subordinarse en forma alguna a aquella convicción, sino que, planteado el conflicto, la resiste, y la hiere en lo íntimo de modo que no podemos escudarla ¿qué queda por hacer sino declarar la vieja potestad vencida, y pasar a la idea nueva el cetro de nuestro pensamiento, si hemos de proceder en estas lides según la viril y caballeresca ordenanza de la razón?...