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ArribaAbajo- CXXIV -

Una convicción bien adquirida es trabajo acumulado.


Una convicción que adquirimos con los afanes y vigilias de nuestro entendimiento es como hacienda que allegamos con el sudor de nuestra frente: trabajo acumulado; pero de igual manera que quien goza de bien ganada hacienda, no por eso, si tiene fuerzas y propicia edad, puede optar por desperdiciarlas en el ocio, enajenando a la corriente activa del mundo la parcela de vida que la Naturaleza infundió en sus entrañas y confió a su voluntad, como crédito con que lo habilitó o armas de que le proveyó para el combate: de igual manera, quien moralmente vive de los réditos de una fe que adquirió y no retempla o reconquista esta fe por el diario trabajo de su pensamiento: si hay en él capacidad de pensar ¿no es un vano y abandonado ocioso?... Y aún más lo es quien disfruta, no de una convicción que formó en otro tiempo por sí mismo, sino de la creencia que, sin esfuerzo propio, recibió por tradición, o se le trasmitió por autoridad: hacienda heredada, que él no cohonesta ni mejora, cual regalón inútil que pasa sin gloria por la vida, mientras, a su alrededor, resuena en los yunques, y vibra en la palabra, y ennegrece con su aliento los aires, el fecundo trabajo de los otros.




ArribaAbajo- CXXV -

Voces que se oponen a la emancipación de una conciencia. Primera voz: la del orgullo.


Cada vez que en tu alma se levanta un anhelo de libertad, un impulso de sinceridad, que te excita a romper la cadena, consumida de herrumbre, con que aún te sujeta una opinión pasada, y a mostrar en estatuaria desnudez tu pensamiento, voces distintas se conciertan para disuadirte, para matar en germen tu resolución viril y aprisionarte en el sofisma perezoso del «quiero creer, y no debo detenerme a sutilizar por qué creo».

Esas voces que te amilanan proceden, ya de boca de los otros, ya de lo interior de ti mismo.

Primera voz; voz de las que nacen dentro de ti: voz del orgullo. Ésta tiende, en lo flaco de tu corazón, al punto donde radican el cuidado de la vana apariencia y los respetos humanos, y de esa flaqueza saca fuerzas con que resistir a la verdad que te busca como enamorada leal y candorosa.

¿Cuál es la más necia forma del orgullo? El orgullo de la inmovilidad.

¿Quizá resistes por soberbia a reparar tu error, a abandonar tu parapeto de sofismas? ¿Quizá te envanece tu permanencia inalterable allí donde te puso tu primer vislumbre de las cosas, o donde acaso te encerraron, sin mediación de tu discernimiento, sugestiones del mundo, que tú, ciego, confundes con raíces de convicción y de fe?... ¿Y eso puede ser fundamento de soberbia? ¿Y eso puede oponerse a que restituyas tu alma a la corriente de la vida?...

¡Orgullo por inmovilidad! Nunca estará tan quieta tu alma como la piedra, a quien así concedes, sin saberlo, la superioridad en lo creado. ¿Concibes que la esclavitud engendre orgullo? Pues si esclavitud es enajenación de la personalidad, pérdida del dominio propio, ¿cuál es tu condición, mientras persistes en no tocar con tu pensamiento vivo el yugo que tu inexperiencia te impuso, sino esclavitud aceptada por la voluntad, que es como nace para el esclavo la ignominia?... Esclavo voluntario eres; esclavo de una vanidad, esclavo de una ficción, esclavo de una sombra; esclavo de tu propio pasado, que es lo que ha muerto de ti: esclavo de la Muerte.




ArribaAbajo- CXXVI -

Segunda voz: «¡Apóstata, traidor!»


Otra voz viene de las gradas de este circo del mundo, o se anticipa en tu conciencia a la que de allí se alzará si se consuma tu voluntad de emanciparte. «¡Apóstata, traidor!» clama esa voz de reconvención y de afrenta. Y el dogma o la opinión con que ella se autoriza saben bien cómo es, porque ella sonó de igual manera en los oídos de aquel que los confesó primero que ninguno: «¡Apóstata, traidor!». Ésta es la canción de la nodriza para el alma que nace a la vida del pensamiento personal después de su vegetar inconsciente en el útero de una tradición o una escuela. No hay creencia humana que no haya tenido por principio una inconsecuencia, una infidelidad. El dogma que ahora es tradición sagrada, fue en su nacer atrevimiento herético. Abandonándolo para acudir a tu verdad, no haces sino seguir el ejemplo del maestro que, por fundarlo, quebrantó la autoridad de la idea que en su tiempo era dogma. Y si acaso él no hubo menester de apostatar de esta fe, porque no fue educado en su doctrina, sino que vino de afuera a trastornarla, cuando menos formó su séquito e instituyó su comunión con aquellos a quienes indujo a apostatar. Así como remontándose al origen del más alto linaje de nobleza siempre se llegará a un glorioso advenedizo: a un aventurero heroico, a un bárbaro soldado o rudo trabajador, así, buscando en sus nacientes la fe más venerable, la idea más entonada por la majestad y pompa de los siglos, siempre se llegará al apóstata, al heresiarca, al rebelde. Y así como el honor de aquella aristocracia viene, todo él del arranque personal del hombre oscuro que, levantándose sobre el polvo, levantó a su posteridad consigo, de igual manera el magnetismo, la fuerza interna, de esta fe, son como la ondulación de aquel arranque personal de rebeldía, de desobediencia, de audacia, del hereje que apostató de la fe antigua para tener una fe suya.




ArribaAbajo- CXXVII -

La despedida de Gorgias.


Eacute;sos que están sentados a una mesa donde hay flores y ánforas de vino, y que preside un viejo hermoso y sereno como un dios; ésos que beben, mas no dan muestra de contento; ésos que suelen levantarse a consultar la altura del sol, y a veces se enjugan una lágrima, son los discípulos de Gorgias. Gorgias ha enseñado, en la ciudad que fue su cuna, nueva filosofía. La delación, la suspicacia, han hecho que ella ofenda y alarme a los poderosos. Gorgias va a morir. Se le ha dado a escoger el género de muerte, y él ha escogido la de Sócrates. A la hora de entrarse el sol ha de beber la cicuta; aún tiene vida por dos más, y él las pasa en serenidad sublime, rector de melancólica fiesta, donde las flores acarician los ojos de los convidados, que el pensamiento enciende con luz íntima, y un vino suave difunde el soplo para el brindis postrero. Gorgias dijo a sus discípulos: «Mi vida es una guirnalda a la que vamos a ajustar la última rosa».

Esta vez, el placer de filosofar con gracia, que es propio de almas exquisitas, se realzaba con una desusada unción. -Maestro -dijo uno-, nunca podrá haber olvido en nosotros, para ti ni para tu doctrina. -Otro añadió: -Antes morir que negar cosa salida de tus labios. -Y cundiendo este sentimiento, hubo un tercero que propuso: -Jurémosle ser fieles a cada una de sus palabras, a cuanto esté virtualmente contenido en cada una de sus palabras; fieles ante los hombres y en la intimidad de nuestra conciencia; siempre e invariablemente fieles!... -Gorgias preguntó al que había hablado de tal modo: -¿Sabes, Lucio, lo que es jurar en vano? -Lo sé -repuso el joven-; pero siento firme el fundamento de nuestra convicción, y no dudo de que debamos consolar tu última hora con la promesa que más dulce puede ser a tu alma.

Entonces Gorgias comenzó a decir de esta manera:

-¡Lucio! Oye una anécdota de mi niñez. Cuando yo era niño, mi madre se complacía tanto en mi bondad, en mi hermosura, y sobre todo, en el amor con que yo pagaba su amor, que no podía pensar sin honda pena en que mi niñez y toda aquella dicha pasaran. Mil y mil veces la oía repetir: «¡Cuánto diera yo por que nunca dejases de ser niño!...» Se anticipaba a llorar la pérdida de mi dulce felicidad, de mi bondad candorosa, de aquella belleza como de flor o de pájaro, de aquel amor único, merced al cual sólo ella existía en la tierra para mí. No se resignaba a la idea de la obra ineluctable del Tiempo, bárbaro numen que pondría la mano sobre tanto frágil y divino bien, y desharía la forma delicada y graciosa, y amargaría el sabor de la vida, y traería la culpa allí donde estaba la inocencia sin mácula. Menos aún se avenía con la imagen de una mujer futura, pero cierta, que acaso había de darme penas del alma en pago de amor. Y tornaba al pertinaz deseo: «¡Cuánto daría por que nunca, nunca, dejases de ser niño!...» Cierta ocasión oyóla una mujer de Tesalia, que pretendía entender de ensalmos y hechizos, y le indicó un medio de lograr anhelo tan irrealizable dentro de los comunes términos de la naturaleza. Diciendo cierta fórmula mágica, había de poner sobre mi corazón, todos los días, el corazón de una paloma, tibio y mal desangrado aún, que sería esponja con que se borraría cada huella del tiempo; y en mi frente pondría la flor del íride silvestre, oprimiéndola hasta que soltase del todo su humedad, con lo que se mantendría mi pensamiento limpio y puro. Dueña del precioso secreto, volvió mi madre con determinación de ponerlo al punto por obra. Y aquella noche tuvo un sueño. Soñó que procedía tal como le había sido prescrito, que transcurrían muchos años, que mi niñez permanecía en un ser; y que favorecida ella misma con el don de alcanzar una ancianidad extrema, se extasiaba en la contemplación de mi ventura inalterable, de mi belleza intacta, de mi pureza impoluta... Luego, en su sueño, llegó un día en que ya no halló, para traer a casa, ni una flor de íride ni un corazón de paloma. Y al despertarse y acudir a mí, la mañana siguiente, vio, en lugar mío, un hombre viejo ya, adusto y abatido; todo en él revelaba un ansia insaciable; nada había de noble ni grande en su apariencia, y en su mirada vibraban relámpagos de desesperación y de odio. «¡Mujer malvada! -le oyó clamar, dirigiéndose a ella con airado gesto-, me has robado la vida, por egoísmo feroz, dándome en cambio una felicidad indigna, que es la máscara con que disfrazas a tus propios ojos tu crimen espantable... Has convertido en vil juguete mi alma. Me has sacrificado a un necio antojo. Me has privado de la acción, que ennoblece; del pensamiento, que ilumina; del amor, que fecunda... ¡Vuélveme lo que me has quitado! Mas ya no es hora de que me lo vuelvas, porque éste mismo es el día en que la ley natural prefijó el término a mi vida, que tú has disipado en una miserable ficción, y ahora voy a morir sin tiempo más que para abominarte y maldecirte...» -Aquí terminó el sueño de mi madre. Ella, desde que le tuvo, dejó de deplorar la fugacidad de mi niñez. Si yo aceptara el juramento que propones ¡oh Lucio! olvidaría la moral de mi parábola, que va contra el absolutismo del dogma revelado de una vez para siempre; contra la fe que no admite vuelo ulterior al horizonte que desde el primer instante nos muestra. Mi filosofía no es religión que tome al hombre en el albor de la niñez, y con la fe que le infunde, aspire a adueñarse de su vida, eternizando en él la condición de la infancia, como mi madre antes de ser desengañada por su sueño. Yo os fui maestro de amor: yo he procurado datos el amor de la verdad; no la verdad, que es infinita. Seguid buscándola y renovándola vosotros, como el pescador que tiende uno y otro día su red, sin mira de agotar al mar su tesoro. Mi filosofía ha sido madre para vuestra conciencia, madre para vuestra razón. Ella no cierra el círculo de vuestro pensamiento. La verdad que os haya dado con ella no os cuesta esfuerzo, comparación, elección: sometimiento libre y responsable del juicio, como os costará la que por vosotros mismos adquiráis, desde el punto en que comencéis realmente a vivir. Así, el amor de la madre no le ganamos con los méritos propios: él es gracia que nos hace la Naturaleza. Pero luego otro amor sobreviene, según el orden natural de la vida; y el amor de la novia, éste sí, hemos de conquistarlo nosotros. Buscad nuevo amor, nueva verdad. No se os importe si ella os conduce a ser infieles con algo que hayáis oído de mis labios. Quedad fieles a mí, amad mi recuerdo, en cuanto sea una evocación de mí mismo, viva y real, emanación de mi persona, perfume de mi alma en el afecto que os tuve; pero mi doctrina no la améis sino mientras no se haya inventado para la verdad fanal más diáfano. Las ideas llegan a ser cárcel también, como la letra. Ellas vuelan sobre las leyes y las fórmulas; pero hay algo que vuela aun más que las ideas, y es el espíritu de vida que sopla en dirección a la Verdad...

Luego, tras breve pausa, añadió:

-Tú, Leucipo, el más empapado en el espíritu de mi enseñanza: ¿qué piensas tú de todo esto? Y ya que la hora se aproxima, porque la luz se va y el ruido del mundo se adormece: ¿por quién será nuestra postrera libación? ¿por quién este destello de ámbar que queda en el fondo de las copas?...

-Será, pues -dijo Leucipo-, por quien, desde el primer sol que no has de ver, nos dé la verdad, la luz, el camino; por quien desvanezca las dudas que dejas en la sombra; por quien ponga el pie adelante de tu última huella, y la frente aún más en lo claro y espacioso que tú; por tus discípulos, si alcanzamos a tanto, o alguno de nosotros, o un ajeno mentor que nos seduzca con libro, plática o ejemplo. Y si mostrarnos el error que hayas mezclado a la verdad, si hacer sonar en falso una palabra tuya, si ver donde no viste, hemos de entender que sea vencerte: Maestro, ¡por quien te venza, con honor, en nosotros!

-¡Por ése! -dijo Gorgias; y mantenida en alto la copa, sintiendo ya al verdugo que venía, mientras una claridad augusta amanecía en su semblante, repitió: -¡Por quien me venza con honor en vosotros!




ArribaAbajo- CXXVIII -

«Aún tendría otras cosas que deciros, mas no podríais llevarlas».


Desventurado el maestro a quien repugne anunciar, como el Bautista, al que vendrá después de él, y no diga: «Él debe crecer; yo ser disminuido». Funda dogmas inmutables aquel que viene a poner yugo y marca de fuego, de las que allí donde una vez se estampan, se sustituyen por siempre al aspecto de naturaleza; no los funda quien es enviado a traer vida, luz y nueva alma.

La palabra de Cristo, así como anunció la preeminencia del sentido interno y del espíritu sobre la letra, la devoción y la costumbre, dejó también, aun refiriéndose a lo que es espíritu y substancia, el reconocimiento de su propia relatividad, de su propia limitación, no menos cierta (como, en lo material, la del mar y la montaña), por su grandeza sublime; el reconocimiento de la lontananza de verdad que quedaba fuera de su doctrina declarada y concreta, aunque no toda quedase fuera de su alcance potencial o virtual, de las posibilidades de su desenvolvimiento, de su capacidad de adaptación y sugestión.

Eacute;ste es el significado imperecedero de aquellas hondas palabras de la Escritura, que Montano levantó por lábaro de su herejía: «Aún tendría otras cosas que enseñaros, mas no podríais llevarlas». Vale decir: «No está toda la verdad en lo que os digo, sino sólo la suma de verdad que podéis comportar».

Así, contra la quietud estéril del dogma, contra la soberbia de la sabiduría amortajada en una fórmula eterna, la palabra de Cristo salvó el interés y la libertad del pensamiento de los hombres por venir: salvó la inviolabilidad del misterio reservado para campo del esfuerzo nuestro, en las porfías de la contradicción, en los anhelos de la duda, sin los cuales la actividad del pensamiento, sal del vivir humano, fuera, si lo decimos también con palabras evangélicas, «como la sal que se tornara desabrida».

«Aún tendría otras cosas que enseñaros, mas ahora no podríais llevarlas%», significa, lo mismo en lo que es aplicable a la conciencia de la humanidad que en lo que se refiere a la del individuo: no hay término final en el descubrimiento de lo verdadero, no hay revelación una, cerrada y absoluta; sino cadena de revelaciones, revelación por boca del Tiempo; dilatación constante y progresiva del alma, según sus merecimientos y sus bríos, en el seno de la infinita verdad.




ArribaAbajo- CXXIX -

La idea que se organiza en escuela o partido, pierde fatalmente parte de su esencia. Nombres que engendran odio.


Desde el instante en que una idea se organiza en escuela, en partido, en secta, en orden instituido con el objeto de moverla y hacerla prevalecer como norma de la realidad, ya fatalmente pierde una parte de su esencia y aroma, del libre soplo de vida con que circulaba en la conciencia del que la concibiera o reflejara, antes de que la palabra del credo y la disciplina de las observancias exteriores la redujesen a una inviolable unidad. Y a medida que el lazo de esta unidad se aprieta, y que su propaganda y su milicia, confirmándose, han menester de más medido y estrecho movimiento, su espíritu enflaquece, y lo que la idea gana en extensión aumentando la numerosidad de su rebaño, piérdelo de hondor en la conciencia individual.

No es en las tablas de la fórmula, no es en las ceremonias del rito, ni en la letra del programa, ni en la tela de la bandera, ni en las piedras del templo, ni en los preceptos de la cátedra, donde la idea está viva y da su flor y su fruto. Vive, florece y fructifica la idea, realiza la fuerza y virtud que tiene en sí, desempeña su ley, llega a su término y se transforma y da de sí nuevas ideas, mientras se nutre en la profundidad de la conciencia individual; expuesta, como la nave lo está al golpe de las olas, a los embates de la vida interior de cada uno: libremente entregada a las operaciones de nuestro entendimiento, a los hervores de nuestro corazón, a los filos de nuestra experiencia; como entretejida e identificada con la viva urdimbre del alma.

No ya la inmutabilidad del dogma en que una idea cristaliza, y la tiranía de la realidad a que se adapta al trascender a la acción: el solo, leve peso de la palabra con que la nombramos y clasificamos, es un obstáculo que a menudo basta para trabar y malograr, en lo interior de las conciencias, la fecunda libertad de su vuelo.

La necesidad de clasificar y poner nombre a nuestras maneras de pensar, no se satisface sin sacrificio de alguna parte de lo que hay en ellas de más esencial y delicado. De esa necesidad nacen errores y limitaciones que, no sólo adulteran la íntima realidad de nuestro pensamiento en el concepto de los otros, sino que, por el maravilloso poder de sugestión que está vinculado a las palabras, reaccionan sobre nosotros mismos, y ponen como bajo un yugo, o mejor, comprimen como dentro de un molde, el natural desenvolvimiento de la idea que ha hecho su nido en nuestra alma. -«¿Qué filosofía, qué religión profesas; cuál es, en tal o cual respecto, la doctrina a que adhieres?» Y has de contestar con un nombre; vale decir: has de vestirte de uniforme, de hábito... Para quien piensa de veras ¡cuán poco de lo que se piensa sobre las más altas cosas, cabe significar por medio de los nombres que pone a nuestra disposición el uso! No hay nombre de sistema o escuela que sea capaz de reflejar, sino superficial o pobremente, la complejidad de un pensamiento vivo. ¡Y cuán necesario es recordar esta verdad a cada instante! Una fe o convicción de que sinceramente participas es, en lo más hondo de su carácter, una originalidad que a ti solo pertenece; porque si las ideas que arraigan en ti con fuerza de pasión, te impregnan el alma con su jugo, tú, a tu vez, las impregnas del jugo de tu alma. Y además, una idea que vive en la conciencia, es una idea en constante desenvolvimiento, en indefinida formación: cada día que pasa es, en algún modo, cosa nueva; cada día que pasa es, o más vasta, o más neta y circunscrita; o más compleja, o más depurada; cada día que pasa necesitaría, en rigor, de nueva definición, de nuevo credo, que la hicieran patente; mientras que la palabra genérica con que has de nombrarla es siempre igual a sí misma... Cuando doy el nombre de una escuela, fría división de la lógica, a mi pensamiento vivo, no expreso sino la corteza intelectual de lo que es en mí fermento, verbo, de mi personalidad entera; no expreso sino un residuo impersonal, del que están ausentes la originalidad y nervio de mi pensamiento y los del pensamiento ajeno que, por abstracción, identifico en aquella palabra con el mío. La clasificación de las ideas nos da, en un nombre, un vínculo aparente de simpatía y comunión con multitud de almas que, penetradas en lo substancial de su pensar, en lo que éste tiene de innominado e incomunicable, fueran para nosotros almas de enemigos. ¡Ay! cuántas veces los que realmente son hermanos de alma, han de permanecer para siempre separados por esa pared opaca y fría de un nombre; porque la íntima verdad de su alma, donde estaría el lazo de hermandad, no encuentra nombre que la transparente entre aquellos que las clasificaciones usuales tienen destinados para las opiniones de los hombres!

Y no tan sólo desconocimiento y frialdad: odio y muerte, a raudales, han desatado entre humanos pechos los nombres de las ideas: sus nombres, antes que su esencial realidad; y por de contado, muy antes que lo que está aún más hondo que ellas: el espíritu, y la intención, y la fe; odio y muerte -¡pena infinita!- entre quienes, si recíprocamente se vieran, por intuitivo relámpago, el fondo del alma, rota esa venda de los nombres adversos, se hubieran confundido, allí, sobre el mismo ensangrentado campo de la lucha, en inmenso abrazo de amor!




ArribaAbajo- CXXX -

Inconsecuencia aparente y perseverancia esencial.


Una inconsecuencia aparente, un cambio que el vulgo toma a prueba de versatilidad, puede ser, muy por lo contrario, acto de ejemplar consecuencia, acto de perseverancia en una idea más honda, en un propósito más fundamental que aquellos en que consiste el cambio: idea y propósito a cuyo natural desenvolvimiento se debe la eliminación de las formas gastadas que se abandonan y la adopción de otras nuevas; no de diverso modo que como el desenvolvimiento consecuente del germen está en pasar de la semilla a la planta, de la planta a la flor, de la flor al fruto: formas sucesivas cuyo impulso no para mientras persiste el principio vital que está presente en todas ellas y las enlaza las unas con las otras.

Inconsecuencia del árbol fuera dejar su vida inmovilizada en la flor, oponiéndose al tránsito de que nace el fruto: inconsecuencia para con la ley de su naturaleza. Quizá, si hubiera quien ignorase esta ley, viendo la flor intacta y permanente, mientras la de otros árboles había cuajado en fruto, diría: «¡Oh árbol consecuente, que no desampara la leve envoltura de la flor, y emplea, en mantenerla viva, su savia!»; mas nosotros veríamos inconstancia del árbol donde ése fidelidad y consecuencia.

Así, una vida de hombre puede estar gobernada, de lo más íntimo del alma, por una grande idea, o una inquebrantable pasión, y ser este principio dominante el que, mostrando su constancia, y su brío, impone al alma la modificación de sentimientos e ideas menos esenciales que él; aunque quizás más aparentes, quizás más vinculados a aquella parte de nosotros que perciben las miradas del mundo. Por eso el mundo ve la inconstancia que está en la superficie, y no la firmeza del amor que asiste en lo hondo.

Cuando oigas voces malévolas que hablan de apostasía en el pensar, de infidelidad en la conducta, recuerda siempre, antes de dar tu juicio, esto de que por la estabilidad y permanencia del más firme asiento de su alma suele ser por lo que el hombre varía en tal o cual relación de sus afectos e ideas; por la tenacidad de un amor o convicción más altos, cuyo adecuado camino sigue su curso en el sentido de ideas y sentimientos divergentes de aquellos con que había coincidido, en esa relación, hasta entonces; y de este modo, hay tenacísima voluntad que, vista de lejos, parece errátil vagar sin rumbo distinto, y hay caracteres en apariencia muy contradictorios que son, en el fondo, caracteres muy unos.

Todo está en conocer su resorte central y dominante; su pasión o idea superior: ese «primer móvil» del alma, no siempre manifiesto en las acciones de los hombres, y descubierto el cual vemos tal vez resolverse las disonancias de una vida en unidad y orden supremo: como aquel que, confuso y desconcertado entre sublimes ondas de música, halla de pronto el hilo conductor que ordena el vasto ruido en estupenda armonía.




ArribaAbajo- CXXXI -

Apostasía con disfraz de constancia.


La severidad del vulgo suele ensañarse sólo con la falsedad de los que mudan de doctrina por inconstantes o venales; y rara vez castiga hasta donde fuera justo esa otra falsedad que se manifiesta por la permanencia ficticia en una idea que no tiene ya raíces vivas dentro del corazón. Menos ostensible y ocasionado a escándalo, este linaje de falsedad es mucho más frecuente y no menos pernicioso que el que reprueba el vulgo. Y si aquel que, obedeciendo a un estímulo que no es el de la sincera convicción, abandona la idea bajo cuyas banderas militaba, merece nombre de apóstata, aquel otro que persevera en la exterioridad de la creencia cuando ha sentido agotarse de ella la substancia y el brío ¿no apostata de la verdad que se le anuncia por ese acabamiento de la fe que tuvo? Sí, por cierto; y aun podría decirse que cuantas veces vuelve del sueño de la noche y recupera la actividad del pensamiento sin emplearla en someterse a esa verdad, otras tantas veces apostata. Apostasía de muchos y muy altos; apostasía invisible y silenciosa, que se renueva, día a día, bajo altivas frentes, por entre las cuales va lisonjera el aura popular, y que luego los mármoles de soberbias tumbas decorarán, acaso, con los símbolos de la convicción y la firmeza...




ArribaAbajo- CXXXII -

Los amigos de Pirrón.


Si esta falsa perseverancia, y en general, si el sacrificio de la vigilante libertad de la razón en aras de una inmutable idea, no engendran, en la realidad de la vida de los hombres, todos los extravíos de pensamiento y de conducta que parecerían su inevitable secuela, débese a que, contra la voluntad del obcecado y el fanático, y quizá sin que él mismo lo advierta, el instintivo arranque de su espíritu, o la sugestión del ambiente en que vive, tuercen, para muchos de sus actos y juicios, la lógica de aquella permanencia servil.

De Pirrón, padre de los escépticos, se cuenta que, empeñado en negar toda posibilidad de certidumbre, y para demostrar la desconfianza en que debían tenerse los datos del sentido, jamás desviaba el paso de la dirección en que marchaba porque ante él se presentase un obstáculo, ya fuese éste una pared, un pozo, o una hoguera. Ocurre preguntar cómo Pirrón no era detenido por la pared, ni se abrasaba en la hoguera, ni se precipitaba en el pozo. Pero Diógenes Laercio, que esto refiere, cuida de agregar que el caminante escéptico iba rodeado de un grupo de oficiosos amigos, los cuales le obligaban por fuerza a cambiar de dirección cuando era necesario. Así, sin discordancia entre la voluntad y la filosofía de Pirrón, su filosofía dejaba de aparejar graves riesgos para profesada al aire libre, y Pirrón podía ser a un tiempo filósofo y paseante. Los dogmáticos y obsesionados superiores, inflexibles cuanto se quiera en la profesión de su doctrina, suelen salvarse, merced a dichosas inconsecuencias en la vida real, de la funesta lógica de su intolerancia, porque, como Pirrón, tienen solícitos amigos que les siguen de cerca: tan de cerca que van dentro de su propio espíritu. Estos amigos de Pirrón son la lealtad del juicio, la sensibilidad moral, el buen gusto, las fuerzas espontáneas, muchas veces inconscientes, del alma, que, llegado el momento, acuden a evitar el peligro cruzado en el sentido de la marcha, apartándola de la recta fatal.




ArribaAbajo- CXXXIII -

Tercera voz: ternura y gratitud. Cómo un primer amor puede vivir al través de los que le suceden.


Sigamos atendiendo a las voces que se levantan de tu alma cuando, por acudir a la verdad, tientas romper el lazo que te une a lo pasado en la historia de tu espíritu. Ésta que suena ahora es triste y suave; y por suave y triste, poderosa. Mézclanse en ella melancolías del recuerdo, ternuras de la gratitud.

¿Es quizá un sentimiento de fidelidad el que detiene tu impulso de ser libre? ¿Te duele ser infiel con ideas que han sido el regazo donde se adurmió tu alma, el materno seno de que se nutrió, la voz amante que oyó, al despertar, tu pensamiento?... Piensa, en primer lugar, que la separación no obliga al odio, ni aun a la indiferencia y el olvido. La autoridad de la razón puede exigir de ti el abandono del error que ella ha disipado y el amor por la verdad que ella te enseña; pero que en tu corazón quede piedad y gratitud para los sueños en que te meció el error ¿qué mal nacerá de esto? Ese sentimiento piadoso, si persiste después de tu desengaño y tu libertad, ¿por qué no lo ha de dejar vivir la razón austera, mientras él no sea obstáculo que impida tu marcha hacia adelante? ¿Y cuántos hay que, emancipados para siempre, conocen la voluptuosidad moral de cuidar, en un refugio de su alma, la imagen y el aroma de la fe perdida?...

Así, un primer amor que malogró la muerte u otro límite de la fatalidad, dura tal vez, en lo íntimo de la memoria, mucho más que como fría representación en lo pasado; dura en aquella parte mejor de la memoria que confina con los términos del corazón y que imprime en él, tiernamente, las figuras que evoca; y aun cuando la vida traiga consigo amores nuevos, aquel amor primigenio es como una caja de sándalo donde todo nuevo amor entra y se acomoda; y sigue viviendo a través de ellos, y nota con encanto correspondencias, semejanzas, miradas y sonrisas que reaparecen en otros ojos y otros labios, uniendo en lazo de inmortal simpatía dos pasiones, libres de conflicto, purificadas de celos y egoísmos de amor, por la distancia que separa a la vida de la muerte.

Para que un amor que ha escollado en la realidad persista en ti idealmente, de manera delicada y profunda, no es necesario que sacrifiques en holocausto a él el resto de tu vida, ni que selles, resumiéndolas como en la cavidad de una tumba, las fuentes de tu corazón. Si logras, por dicha, hallar otro objeto de amor que te cautive, tu fidelidad al primero puede manifestarse aún por los ecos que en tu memoria despierta esta nueva melodía que compone tu alma; por la esfumada lontananza con que el recuerdo completa y poetiza el paisaje del amor nuevo. Y de igual modo, cuando la razón te fuerza a abandonar una fe que te ha llenado el alma de amor, no es menester que cobres aborrecimiento a esa fe, ni aun lo es que dejes de amarla. Puedes serie fiel y grato todavía: fidelidad y gratitud caben en la devoción del recuerdo, que cuida sus reliquias con esmero piadoso, y evoca con melancólico afecto la imagen del perdido candor; y como en el caso de los dos amores de que te hablaba, que, en sublime hermandad, el uno hace revivir memorias del otro, se complace tal vez en notar coincidencias, afinidades, simpatías, entre los sentimientos morales con que la vieja fe te modelara y las enseñanzas en que te inicia la severa razón.




ArribaAbajo- CXXXIV -

Vestigio inmortal que deja de su paso toda fe sincera.


Una fe que verdaderamente ha arraigado en la profundidad de tu conciencia, tomando allí los principios de su savia, enviada luego a distribuirse e infiltrarse por el alma toda; una fe que concuerda con tu vida, rara es la vez que no deja, después de secarse y morir, algún vestigio inmortal, algún recuerdo de sí que no desaparece, y que, en medio de la nueva fe o la nueva convicción que la sustituyen, o de la duda en que para siempre quedas, mantiene vivo un destello de aquel pasado amor de tu alma.

Vestigio inmortal: no huella transitoria, como esa que, en los primeros tiempos de una conversión, acusa, por tal cual ráfaga de inconsecuencia, por tal cual impulso regresivo del sentimiento o de la voluntad, el esfuerzo que la fe que has abandonado hace por rescatar el corazón que fue suyo y el esfuerzo que la fe nueva ha menester aun para reducir ciertos rincones del corazón a su imperio. Este otro vestigio, más íntimo, de que quiero hablarte, es como onda difusa que persiste en todo tu ser, y no se manifiesta irregular y desentonadamente, sino a la manera de la lontananza del paisaje o del fondo del cuadro. Es como una vaga armonía, sombra sonora de una música que, amortecida por la distancia, llega, en eco perenne, desde lo más hondo de ti.

Dejan este vestigio, sobre todo, la fe y la apasionada convicción que te poseyeron en la dulce primera edad del pensamiento; cuando las creencias que adquieres cruzan sus estambres en los husos que van urdiendo el tejido más fino y resistente de tu personalidad; cuando la idea traba con las potencias afectivas asociaciones de esas que ya no se disuelven sin entrar a desanudarlas en el mismo centro del alma. La fe, el entusiasmo, la «verdad querida» de entonces, aun después que son reemplazados por otros y parecen desvanecidos hasta en la copia del recuerdo, suelen transparentarse bajo aquellos que han ocupado su lugar, e influir de alguna suerte en su tonalidad y su carácter: que es como cuando el vencido en la guerra, llega, por su superioridad en artes pacíficas, a dominar suave y calladamente al vencedor.

Perdura en las paredes del vaso la esencia del primer contenido; de modo que el licor nuevo que viertes se impregna de esa esencia; y cuantas veces mudas el licor, tantas otras veces se mezcla con el aroma propio del nuevo, el dejo del que fue servido antes que todos.

Así es como la austeridad cristiana pone su sello al paganismo de Juliano el Apóstata. Así Renan (y éste es patentísimo ejemplo) logra la extraña armonía de su espíritu: la educación sacerdotal del maestro, la fe de su adolescencia religiosa, van con él, en lo íntimo del alma, cuando él pasa el meridiano de la razón, y aroman y coloran para siempre su vida, y le dan actitud y unción de sacerdote, aun cuando predica la duda y el análisis; porque, muerta la fe como creencia, queda indeleble, en él, como virtud de poesía, como fragancia del ambiente interior, como timbre del sentimiento, como hada oculta en el misterio del alma; como fuerza ideal, mantenedora de mil hondas asociaciones y costumbres.

La duda de Renan está impregnada de religiosidad hasta los tuétanos. La iglesia de Tréguier tiende hasta el último día de Renan su sombra amiga. ¿No cabe preguntar si algo, si no tan intenso, semejante, no ocurre en todo aquel que ha tenido una fe, una apasionada convicción, realmente suyas? La esencia que ellas dejan de su paso, se apoca, se enrarece, subordina a otras su intensidad: pero nunca, acaso, se disipa. Nada permanece en absoluto; pero, tampoco, nada que ha prendido una vez con eficacia, muere del todo, en lo latente de la vida moral.




ArribaAbajo- CXXXV -

Cuarta voz: temor a la soledad y el desamparo. Los tres cuervos del descubrimiento de Islandia.


... Y dice otra de las voces disuasivas: -Teme la soledad; teme el desamparo. Cuando abandonas el dulce arrimo de una fe, cortas la amarra que mantenía tu nave sujeta a lo seguro de la costa, y te aventuras en el mar incierto y sin límites. Contigo van tres cuervos...

Cuentan las crónicas del descubrimiento de Islandia que, partiendo unos navegantes de Noruega a explorar el piélago que avanza, al norte, hacia los hielos eternos, llevaron tres de aquellas aves fatídicas consigo. Aún no había brújula entonces. Llegados a alta mar, los navegantes soltaron, como medio de determinar su ruta, a los tres cuervos, de los cuales uno volvió en dirección al punto de partida, quedóse el otro en el barco y se adelantó el restante con misterioso derrotero. Siguió la nave tras el último; y rasgado el secreto de las brumas boreales, la tierra nueva no tardó en destacarse de la confusa lejanía.

También contigo van tres cuervos -sigue diciendo la voz-, cuando, sin brújula, te pierdes, mar adentro, en el ponto desde cuya soledad no se divisa tierra firme de fe. Quizá vas hacia donde te guía el cuervo aventurado, y arribas, por fin, a nueva costa. Quizás temes lo no sabido de este rumbo, y le dejas, para seguir al cuervo cauto que te devuelve, en arrepentimiento, al puerto que te vio partir. Pero ¡ay! quizá también, sin acertar a ponerte en ninguno de los rumbos contrarios, permaneces en angustiosa incertidumbre, junto al cuervo que ha quedado contigo con fidelidad aciaga y sarcástica. ¿Sacrificarás tu fe a una esperanza aleatoria? El mar por donde se arriesgan los que dudan está lleno de naves inmóviles o errantes, sobre cuyo mástil más alto domina, como grímpola negra, un triste cuervo, posado en desolante quietud.




ArribaAbajo- CXXXVI -

En el fuerte, la duda no es desconcierto ni ocio. La duda laboriosa es, como la fe, principio de disciplina.


La fuerza de esa admonición es poderosa tratándose del flaco de espíritu, que no nació para sentir el peso de otra autoridad que la que se le impone de afuera y se contiene en una fórmula encumbrada sobre el tímido vuelo de su razón. Tema éste en buenhora afrontarse con la soledad infinita; y como el niño que esconde los ojos en el regazo de la madre, rehuya la luz y vuélvase a su seguro. Pero en el alma capaz de libertad, en el alma para quien libertad significa lucha y trabajo, no habrá temor de que la renuncia al amparo de una fe caduca sea, en definitiva, desorientación y zozobra y redunde en ausencia de aquel principio director, como polo magnético del alma, que hemos considerado necesario para mantener el orden de la vida y darla sazón de idealidad. Porque, en el fuerte, la duda no es ni ocio epicúreo ni aflicción y desánimo, sino antecedente de una reintegración, apercibimiento para una reconquista, que tiene por objeto lograr, mediante el esfuerzo indomable de la conciencia emancipada, nueva verdad, nuevo centro de espiritual amor, nuevos fundamentos para el deber, la acción y la esperanza. Y este propósito nunca es vano si leal y perseverantemente se le lleva adelante. En la generación del convencimiento y la creencia, el socorro de la voluntad suple infinito; y como el reino de los cielos, la verdad padece fuerza. Ni aun se podrá decir que, cuando tal propósito no tenga premio inmediato, cuando se prolongue mucho tiempo en búsqueda e incertidumbre, quede el alma, mientras no se arriba a término, sin potestad que la resguarde y ordene. El poder de disciplina moral estará, entretanto, adscrito al anhelo y la porfía por la futura convicción. Este tenaz empeño que concentra y reparte las energías de la mente para arrostrar las proposiciones de la duda, envuelve una potencia no menos eficazmente autoritaria que la vinculada a la fe en que se reposó. Como esta fe, se opone al desconcierto del alma y a la frigidez que la hiela; como ella, impide el vacío de los días sin objeto ideal. ¿Y cuál no será su superioridad para esa función de disciplina, si la pasada fe no era la personal y profunda, enamorada y pensadora, sino aquella otra, vegetativa y lánguida, sin calor y sin jugo, que se nutre a los pechos de la costumbre y la superstición?...




ArribaAbajo- CXXXVII -

La idea, para ser eficaz, ha de acompañarse del sentimiento. El guijarro y el árbol.


Importantísimo cuidado es éste de mantener la renovación vital, el progresivo movimiento, de nuestras ideas, sobre que vengo hablándote; pero no olvides nunca que para que tal renovación sea positivamente una fuerza en el gobierno de la propia personalidad, y no se reduzca a un mecanismo encerrado, como en la caja de un reloj, en el círculo del conocimiento teórico, preciso es que su impulso se propague a los sentimientos y los actos, y concurra así a la orgánica evolución de nuestra vida moral.

La idea que ocupa nuestra mente, y la domina, y cumple allí su desenvolvimiento dialéctico, sin dejar señales de su paso en la manera como obramos y sentimos, es cosa que atañe a la historia de nuestra inteligencia, a la historia de nuestra sabiduría, mas no a la historia de nuestra personalidad.

Toma ese guijarro del suelo; ve a abrir un hueco proporcionado a su espesor, en la corteza de aquel árbol, y de este modo, pon el guijarro en la corteza. ¿Podrá decirse que has vinculado a la vida del árbol ese cuerpo sin vida?

Hiere más hondamente en el tronco; ábrelo hasta el centro mismo donde su tejido se espesa y endurece, y en esta profundidad pon el guijarro. ¿Dirás tampoco ahora que forma parte de la vida del árbol ese trozo de piedra?

Adquieres, por comunicación magistral, o por tu esfuerzo propio, una idea, una convicción; la fijas en tu mente; la aseguras en tu memoria; la corroboras y afianzas por el raciocinio: ¿e imaginarás que eso baste para que la idea te renueve; para que modifique, en la relación que le competa, tu manera de ser, convirtiéndose en vida incorporada a tu vida, en fuerza acumulada a esa que mueve las palpitaciones de tu corazón y ajusta el ritmo de tu aliento?

Como el guijarro en el árbol, así la idea dentro de ti, mientras no la arrastra en su corriente férvida la sensibilidad, única fuerza capaz de cambiar el tono de la vida.

Si tu adhesión a una verdad no pasa del dominio del conocimiento; por mucho que la veas firme y luminosa, por mucho que sepas sustentarla con la dialéctica más limpia y más sutil, y aun cuando ella traiga implícita la necesidad de una conducta o un modo activo de existencia distintos de los que hasta entonces has llevado, ¿crees, por ventura, que acatarás esa necesidad; crees que dejarás de ser el mismo?

No te reforman de alma la verdad ni el error que te convencen; te reforman de alma la verdad y el error que te apasionan.

Vano será que cambies de doctrina, de culto o de maestro, aun cuando sea con sinceridad, si, al par de la convicción novel, no nace en ti el sentimiento poderoso que toma la idea nueva, y como levadura que se entraña en la masa, la sumerge en lo más hondo de ti, y allí la mezcla y disuelve en la substancia de tu alma, de suerte que no haya en ti cosa que no se colore, en algún modo, del matiz de la idea, y se impregne de su sabor, y se hinche con su fermento.

Gran distancia va de convencido a convertido. Conversión dice tanto como moción profunda que trastorna el orden del alma; como idea ejecutiva, que, operando sobre la voluntad por intermedio del sentimiento, que es su seguro resorte, rehace o modifica la personalidad. Convicción es dictamen que puede quedar, aislado e inactivo, en la mente.

No hablemos ya de aquellos que, sin verdadera convicción, por automatismo o con engaño de sí propios, profesan una idea, una doctrina, a cuyo fondo firme y esencial no descendieron nunca; pero aun los convencidos de verdad, sin excluir de entre ellos los más capaces de desentrañar de una idea, por los bríos de su entendimiento, toda la luz que pueda mostrarla clara y convincente a los otros: si dentro de ellos mismos la idea no despierta el eco misterioso del corazón y no concuerda con los actos, ¿quieres decirme qué vale e importa en ellos la idea para la realidad de la vida: para esa realidad que no es fría lápida donde se inscriban sentencias, sino vivo y palpitante engendro del sentimiento y de la acción?...




ArribaAbajo- CXXXVIII -

Conversiones livianas. La imaginación y la sensibilidad en la conversión.


Fácil es observar cómo espíritus que, con entera sinceridad de pensamiento, pasan del uno al otro polo en el mundo de las ideas, permanecen absolutamente los mismos si se les juzga por el tenor de su personalidad sensible y activa, aun cuando las ideas en que consiste el cambio sean de las que interesan al orden de la vida moral. Si judíos primero y luego cristianos, su cristianismo guardará la rigidez y sequedad que comunica al espíritu la férula del testamento viejo; si dogmáticos en un principio y librepensadores después, el libre pensamiento tendrá en ellos la intolerancia propia del que se considera en posesión de la verdad eterna y exclusiva. Éste es el desvalimiento práctico de la conversión puramente intelectual, tan inhábil para traer una lágrima a los ojos como para fundar o disolver una costumbre.

Pero la imaginación y el sentimiento, agentes solidarios de las más hondas operaciones que sufre la substancia de nuestro carácter, donde la voluntad radica, y por tanto -cuando persistentes y enérgicos-, fuerzas de que la idea ha menester para revestirse de imperio y poner a la voluntad en el camino de las conversiones eficaces, son también, por otro estilo que el puro entendimiento, origen de vanas conversiones: más vanas aún que las que el puro entendimiento engendra, porque debajo de ellas no hay siquiera la resistencia racional de un convencimiento lógico, aunque incapaz de traducirse en vida y acción. Tales son las efímeras y engañosas conversiones que vienen de un temblor del corazón apenas rasguñado, o de un lampo de la veleidosa fantasía; las conversiones en que un espíritu de escasa personalidad cede, como cuerpo instable, a la impresión que se recibe del nuevo hecho que se presencia, del nuevo libro que se conoce, de las nuevas gentes con quienes se vive. Para levantarse sobre cada una de estas impresiones, apreciándola serenamente en su objeto, y propendiendo a retenerla y ahondarla, y a convertirla así en sentimiento duradero y firme voluntad, si es que el objeto lo merece; o por lo contrario, a apartarla del alma, mediante la atención negativa y la táctica de la prudencia, si no hay para ella causa justa, es necesaria la vigilante autoridad de esa misma razón, que por sí sola nunca producirá más que convicciones inertes, pero que, obrando como centro de las potencias interiores, será siempre la irreemplazable soberana, sin cuyo poder una creencia que se adquiera no pasará de ciega fe o endeble sentimentalismo.




ArribaAbajo- CXXXIX -

La idea puede suscitar el sentimiento. Contradicciones íntimas. Toda pasión humana lleva en sí misma el germen de su disolución.


Además, si la idea pura no alcanza a sustituir al sentimiento ni a hacer lo que él, puede, hábil y perseverantemente, provocarlo y suscitarlo. Escogitando la ocasión; acumulando excitaciones y estímulos; entrando en alianza con el tiempo, que traspasa en sigilo las rocas en connivencia con la gota de agua; evitando la tentación hostil; cuidando la emoción favorable, incipiente y tímida, con esmero solícito, como quien quiere fuego, y para aprovechar una sola chispa que tiene, allega ramillas, y las dispone bien, y distribuye sutil y delicadamente el soplo de sus labios, hasta que la ve levantarse en llamarada: así la idea pura y fría logra arrancar, del corazón remiso, el fuego de amor que la complemente.

Vencer una pasión que nos sojuzga, y criar en lugar de ella, voluntariamente, otra pasión, es empeño heroico, pero no quimérico. Y en el mismo seno de aquella pasión que se ha de desarraigar y sustituir, hallará tal vez la voluntad el punto de partida, la piedra angular, la simiente fecunda, con que arribar a la nueva y contraria pasión. Porque nuestra complexidad personal se reproduce en todo cuanto pasa dentro de nosotros; y un sentimiento, una costumbre, una tendencia de nuestro carácter, son otros tantos complexos, en los que se agregan y organizan elementos de la más varia y disímil condición. Y así, por ejemplo, dentro de la intimidad de la pasión impura, del hábito funesto, de la voluntad extraviada, caben elementos separables, de belleza moral. Ellos no faltan ni en la ferocidad de los odios, ni en la sordidez de las falacias, ni en la brutalidad de las concupiscencias. Pertenece a la intuición del maestro psicólogo y del moralista redentor, descubrir esos aliados suyos contenidos en la pasión o el hábito de que se propone emancipar a un alma, y combatir a éstos en su propio seno, y asentar el cimiento de la regeneración sobre la misma cerviz del enemigo.

Y ¡qué inauditas contradicciones hallaríamos, si nos fuera dado sondar esa complejidad de que hablamos, en lo íntimo de cada sentimiento! ¡Qué estupendos consorcios verifica esta química del corazón!... ¿Hay afinidades que ella no manifieste y realice? ¿Hay aparentes repulsiones que ella no venza? Placer y dolor, amor y odio, son contrarios más en la esfera de la abstracción y del lenguaje, que en la de la realidad concreta y viva.

¿Cuánto no se ha dicho de la dificultad de clasificar en los términos del dolor o el placer el sentimiento de la contemplación melancólica, del ensueño abandonado y lánguido? ¿La melancolía es gozo, es pena?... Y en el parasismo de la sensualidad, cuando las células disgregadas mueven el furor y desesperación de que hablaba Lucrecio; y en la complacencia con que el espectador de la tragedia deja correr sus lágrimas, herido por los filos cariciosos del arte; y en la voluptuosidad del paladar propia del goloso de lo amargo; y en aquella otra extraña voluptuosidad del que remueve sus heridas para despertar el sufrimiento y gozarse en su encono; y en la sonrisa con que el mártir, sabedor de que el martirio es el pórtico de la bienaventuranza resplandece entre las llamas de la hoguera; y en el sarcasmo con que el poeta maldecidor mezcla el agrio de su ofensa al regocijo de la burla: en todos estos casos, los dos polos de la sensibilidad se tocan y unimisman: ya es el placer quien aprovecha del dolor y le convierte en siervo suyo; ya es el dolor quien se insinúa en el seno del placer y vive allí del jugo que de él toma, como la víbora que, trepando a un lecho de nodriza en el misterio de la noche, se nutre a pechos de mujer.

Amor y odio no se eximen de esta natural fuerza humorística que se complace en aunar las más opuestas determinaciones del sentimiento. Si amor y odio caben en un mismo impulso de alma, sábelo quien tuvo amor capaz de sobrevivir a la traición e incapaz de contener el rugido de la honra o el clamor de la venganza por la felicidad perdida: supiéronlo Lancíoto mientras Francesca leía en el libro fatal. Otelo ante el sueño de Desdémona. Si la ternura de la madre puede embeberse, sin dejar de ser tal, en la crueldad del homicida, súpolo mostrar aquel pintor antiguo que unió en el semblante de Medea la voluntad que mata y la que implora, la intención aleve y la caricia. Soberbia y humildad son enemigos que he visto abrazarse muchas veces, en palabras y gestos que transparentaban un alma de asceta, de bautista, un alma puritana. Nada más contradictorio que el miedo desolador y el ímpetu iracundo; pero el soldado novel a quien la angustia y confusión de su entrada en la batalla mueven a precipitarse, cerrados los ojos, en lo mortífero del fuego, ¿no saca del exceso de flaqueza el arranque de la temeridad? Nada aparentemente más inconciliable que el sentimiento de la admiración conmovida y el de la risa burlesca, manera del desprecio; pero ¿tienes más que volver a leer ciertas escenas del Quijote, para sentirlos, enlazados en paradoja sentimental, dentro de ti mismo?

La contradicción aparece claramente en esas situaciones de alma, en que intervienen, con proporcionado poder, dos fuerzas antagónicas. Pero en el complexo de cualquier sentimiento personal existe siempre la nota contradictoria, disonante, aunque por débil y recóndita, no trascienda, y quede desvanecida en el acorde del conjunto. -¿Cómo se engendra la pasión en el alma? Como la muchedumbre que se levanta al paso de una bandera o de un profeta. La iniciativa de una emoción dotada de misterioso poder de proselitismo y simpatía, reúne, dentro de nosotros, elementos vagos y dispersos, y los ordena a una finalidad, y los concita a la acción. Entre los elementos de tal manera congregados, los hay fieles, inconmovibles y seguros; pero los hay también que no se adhieren sin reserva y no permanecen sin desgano o malicia. Hay, en la heterogénea muchedumbre, el indolente, el forzado, el posible prófugo, el posible traidor. ¿Qué importa que no se les perciba mientras la pasión marcha a su objeto, como la horda que el furor guerrero arrebata? Ellos van dentro de ella; y no hay pasión en cuyos reales no militen de estos soldados sin estímulo. Conclúyese de aquí que toda pasión humana es, en alguno de sus elementos, contradictoria del carácter que prevalece en su conjunto. Medita en esto, y tradúcelo por esta otra proposición, tan sugestiva para cuando te convenga mantener y afianzar cierta pasión, cierta fuerza organizada, en tu alma, como para cuando te interese reducirla y vencerla: Toda pasión humana lleva en sí misma el germen de su disolución.

En lo hondo del amor más ardiente, de la fe más esclava de su objeto, hay un resabio de crítica, una veleidad de desconfianza y de duda: como la salamandra que vivía en el fuego de la hoguera; como el grano de polvo que constituye siempre el núcleo de la gota de agua. En lo hondo del escepticismo más helado y más yermo, más arraigado en la solidez de la razón, más puesto a prueba por la experiencia de la vida, hay un temblor de idealidad inconsciente, hay un hilo de ilusión y de fe, que así puede ser la brizna vana perdida en el suelo del camino, como el vestigio que dejó de su paso una oficiosa araña que un día volverá a su tarea...




ArribaAbajo- CXL -

Lucrecia y el mago.


Artemio, corregidor de la Augostólida de Egipto, en tiempo que elegirás dentro del crepúsculo de Roma, era neófito cristiano. A la sombra de su severa ancianidad, vivía, en condición de pupila, Lucrecia, cuyo padre, muerto cuando ella estaba en la niñez, había sido conmilitón y amigo de Artemio. No defraudaba esta Lucrecia el esplendor de tal nombre. Antes se le adelantaba por la calidad de una virtud tan cándida, igual y primorosa, que tenía visos y reflejos de beatitud. Un día, llegó a casa de Artemio un religioso de algún culto oriental: bramino, astrólogo, o quizá mago caldeo, de los que por el mundo romano vagaban añadiendo a su primitivo saber retazos de la helénica cultura y profesando artes de adivinación y encantamiento. El corregidor le recibió de buen grado: la religiosidad de estos cristianos de Oriente solía darse la mano con la afición a cosas de hechicería. Oyendo decir al mago que, entre las capacidades de su ciencia, estaba la de poner de manifiesto lo que las almas encerraban en su centro y raíz más apartados de la sospecha común, Artemio hizo comparecer a Lucrecia, movido del deseo de saber qué prodigiosa forma tomaba, en lo radical y más denso de su espíritu, la esencia de su raro candor. El mago declaró que sólo precisaba una copa que ella colmase de agua por su propia mano, y que bajo la diafanidad del agua vería pintarse, como en limpio espejo, el alma de Lucrecia. -Veamos -dijo Artemio-, qué estrella de inocente fulgor, qué cristalino manantial, qué manso cordero, ocupa el fondo de esta alma... -Fue traída la copa, que Lucrecia llenó de agua hasta los bordes, y hecho esto, el mago concentró en la copa la mirada, y la doncella y su tutor anhelaron oír lo que decía. -En primer termino -empezó- veo, como en todas las almas que he calado con esta segunda vista de mis ojos, una sima o abismo comparable a los que estrechan el paso del viajero en los caminos de las montañas ásperas. Y allá, en lo hondo, en lo hondo -interrumpióse, vacilando, un momento-... ¿Lo digo? -preguntó después. Y como Artemio inclinase la cabeza- ... pues lo que veo, continuó, en las profundidades de ese abismo, es una alegre, briosa y resplandeciente cortesana. Está acostada bajo alto pabellón, de los de Tiro; y duerme. Viste toda de púrpura, con el desceñimiento y transparencia que, más que la propia desnudez, sirven de dardo a la provocación. Un fuego de voluptuosidad se desborda de sus ojos velados por el sueño, y enciende, en las comisuras de los labios, como dos llamas, entre las que se abre la más divina e infernal sonrisa que he visto. La cabeza reposa sobre uno de los brazos desnudos. El otro sube en abandono, todo entrelazado de ajorcas que figuran víboras ondeantes, y entre el pulgar y el índice alza una peladilla de arroyo, sangrienta de color, que es de los signos de Afrodita. Eso es lo que esta alma tiene en lo virtual, en lo expectante, en lo que es sin ser aún: en fin, Artemio, en la sombra de que quisiste saber por artes mías... -¡Vil impostor! -gimió en esto Lucrecia, llenos de lágrimas los ojos: ¿tu ciencia es ésa? ¿tu habilidad es infamia? Traigan una brasa de fuego con que probar si pasa por mis labios palabra que no sea de verdad, y óiganme decir si anida, en mí, intención o sentimiento que guarde relación con la imagen que pretende haber visto dentro de mi espíritu! -Calla, pobre Lucrecia -arguyó el mago-; ¿acaso es menester que tú lo sepas? Tú dices verdad y yo también. -¿Justo será entonces -dijo Artemio-, menospreciar las promesas que nos cautivaban y preparar nuestro ánimo a la decepción? -No pienso como tú -replicó el mago-; ¿quién te asegura que la cortesana despierte? -Digo por si despierta -añadió Artemio-. -Señor -repuso el mago-, yo te concedo que eso pase; pero yo vi también en el fondo del alma de esa hetaira dormida que está en el fondo del alma de Lucrecia; y vi otro abismo, y en el seno del abismo una luz, y como envuelta y suspendida en la luz, una criatura suavísima, por la que el ampo de la nieve se holgara de trocarse, según es de blanca. Junto a esta dea, mujer sin sexo, puro espíritu, juzgarías sombra el resplandor de la virtud de Lucrecia; y como la cortesana en tu pupila, ella, en la cortesana, duerme... -¿Infiero de ahí -dijo el corregidor-, que aun con el despertar de la cortesana, podrían resucitar sahumadas nuestras esperanzas en Lucrecia? Demos gracias a Dios, ya que en el extravío de su virtud hallamos el camino de su santidad. -Sí -volvió a decir el mago-; pero no olvides que, como en las otras, hay en el alma de esa forma angélica un abismo al cual puedo yo asomarme. -¿Y quién -preguntó Artemio-, es la durmiente de ese abismo? -Te lo diría -opuso el mago-, si fuera bien mostrar a los ojos de Lucrecia una pintura de abominación. Piensa en la escena de la Pasifae corintia de Lucio; piensa en mujer tal que para con ella la primera cortesana sea, en grado de virtud, lo que para con la primera cortesana es Lucrecia. -¡Me abismas -prorrumpió Artemio-, en un mar de confusiones! ¿Qué extraña criatura es ésta que la amistad confió en mis manos?... -Cesa en tu asombro -dijo finalmente el mago, acudiendo a reanimar a Lucrecia, que permanecía sumida en doloroso estupor-: ella no es ser extraordinario, ni las que has visto por mis ojos son cosas que tengan nada de sobrenatural o peregrino. Con cien malvados, que durmieron siempre, en lo escondido de su ser, subió a la gloria cada bienaventurado; y con cien justos, que no despertaron nunca, en lo hondo de sí mismo, bajó a su condenación cada réprobo. Artemio: nunca estimules la seguridad, en el justo; la desconfianza, en el caído: todos tienen huéspedes que no se les parecen, en lo oculto del alma. Veces hay en que el bien consiste en procurar que despierte alguno de esos huéspedes; pero las hay también (y esto te importa) en que turbar su sueño fuera temeridad o riesgo inútil. El sueño vive en un ambiente silencioso; la inocencia es el silencio del alma: ¡haya silencio en el corazón de Lucrecia!...




ArribaAbajo- CXLI -

Ante los muros de la cárcel. El criminal heroico. Fatalidad de un momento. El epiléptico en la tumba.



Ante los muros que separan de la sociedad humana la sombra de una cárcel, cuántas veces he sentido porfiar, en el fondo de mi mente -en el fondo huraño y selvático donde las ideas no tienen ley-, este pensamiento tenaz: ¿qué no podría hacer la vida, el recobro del goce natural de libertad, acción y amor, con muchas de esas almas quitadas de la vida como agua soterrada que no corre ni envía sus vapores al cielo? ¿qué no podría hacer con ellas un grande impulso de pasión, un grande estímulo, un grande entusiasmo, un horizonte abierto, una embriaguez de dicha y de sol?...

Y ante el relato de un crimen que hace que midamos el abismo de un alma proterva, trágica por la fuerza aciaga de la perversidad y del odio, cuántas veces he experimentado, aún más intensa quizá que la abominación por el mal que fue objeto de esa fuerza, un sentimiento, de admiración y... ¿cómo lo diré?... de codicia; de codicia comparable con la que, ante el impulso desplegado por el huracán devastador, o el mar iracundo, o el alud que derriba casas y árboles, experimentaría quien se ocupara en buscar un motor nuevo, una nueva energía material de que adueñarse para magnificar el trabajo y el poder de los hombres.

En la quietud, en la acumulación baldía de la cárcel, hay fuerza virtual de voluntad y de pasión, que, enderezada a un alto objeto, sería bastante para animar y llevar tras sí, con avasallador dinamismo, a ese rebaño humano que veo pasar bajo el balcón si levanto los ojos; en su mayor parte, inútil para el bien, inútil para el mal: ¡polvo vano que solevantan el egoísmo y el miedo!

Está más cerca de aquella noche tenebrosa que de esta pálida penumbra la luz por que se anuncia súbitamente el Espíritu... Y es más fácil hacer un Pedro el Ermitaño, o un Jerónimo Savonarola, o un Bartolomé Las Casas, de un criminal apasionado, que de un hombre recto que no tenga más que la fría rectitud que se funda en interés y discreción. Cuando se pone fuego a una selva, una vegetación del todo diferente de la que había, brota y arraiga entre las cenizas del incendio. Es que gérmenes ocultos, vencidos hasta entonces por los que en la selva prevalecían, se manifiestan y desenvuelven a favor de la fertilidad del suelo, pródigo de sí, que dio esplendente prosperidad a los unos, como la dará, no menos franco y liberal, a los otros. Llámense aquéllos los gérmenes de la maldad heroica; éstos los de la heroica virtud. Vive una esperanza eternamente enamorada del alma en donde hay fuerza, condición de todas las superioridades, lo mismo las buenas que las malas. A mucha suerte de gérmenes es propicio el suelo rico de calor y de jugo.

En el conflicto de dos potencias antitéticas, que se disputan el gobierno de un alma, si la una es vencida y la otra prevalece, adquiere realidad la superstición de ciertos salvajes, que imaginan que el valor y fuerza del caído pasan a incorporarse al ánimo del vencedor. ¿Qué otro sentido tiene la observación de que es en el pesar y espanto de la culpa donde la santidad recogió siempre cosecha más opima, y de que la intensidad de la virtud guarda proporción con la causa del arrepentimiento?

Pero además de las poderosas y extraordinarias energías, para siempre anuladas con su primera aplicación al mal: aun en lo que se refiere al vulgo del crimen, ¡cuánto dolor en la fatalidad que unce el destino de una vida al yugo de lo que puede haber de fatal también en la sugestión de una ráfaga perversa!... La criminalidad recoge buena parte de su ración de almas dentro de la inmensa multitud de los que cruzan el temeroso campo de la vida sin forma propia y fija de personalidad; de los que en esta incertidumbre e indiferencia vagan, mientras el impulso de un momento no los precipita del lado de su condenación, como otro impulso de un momento los alzaría a lo seguro de la honra. Con frecuencia el culpado fue, hasta el preciso instante de su culpa, lo que yo llamaría una conciencia somnolienta, especie abundantísima. Fue, hasta ese instante, el que aún no es malo ni bueno. Fue aquel que, mohíno por su desamparo y miseria, marcha una noche, al acaso, por las calles, sin determinación de hacer cosa que tenga trascendencia en su vida. Ve, tras una ventana, un montón de oro que relumbra, y un hombre indefenso junto a él: un mal demonio le habla al oído, y roba y mata. A lo instantáneo de la tentación y de la culpa, sigue la perdurable necesidad social de la ignominia. Si el azar le hubiera puesto frente a una casa que fuese presa del incendio, y hubiese visto, allá en lo alto, una mujer o un niño a punto de perecer entre las llamas, quizá un buen ángel le habría hablado al oído, y él se hubiera consagrado de héroe, y después de tal iniciación, perseveraría, probablemente en el bien, y suyas para siempre fueran la dignidad y la gloria.

¿Con qué he de comparar lo que siento cuantas veces sé que un hombre joven y fuerte pasa, para ya no salir, o bien para salir con la cabeza blanca, las puertas de la casa de amarga paz, de la casa de esclavitud y de vergüenza? Con el sentimiento de angustia que experimentamos ante la horrenda fatalidad del epiléptico que toma las apariencias del cadáver y es llevado en vida a la tumba. ¡Quizá hubiera despertado, el epiléptico, para vivir mucho más; quizá su vida hubiese sido hermosa y buena!... ¿Y su desesperación cuando recobra el sentido en el encierro pavoroso?... Cierto es que esta desesperación dura un instante, un instante no más; porque, si mientras aún no fue sepultado puede haber duda sobre si en realidad estaba muerto: después de que ha pasado una hora en la clausura adonde no llegan luz ni aire ¿quién dudará de que ha muerto de verdad?...




ArribaAbajo- CXII -

Tentaciones regresivas en la conversión incipiente.



Si ya entrado en la vía de tu conversión, si encaminada tu voluntad en un sentido nuevo, te encuentras alguna vez volviendo a lo antiguo y reparas en que uno de tus pensamientos o tus actos se atraviesa en el curso de aquel propósito, acude sin demora a rectificar ese pensamiento o ese acto, pero no desmayes aun cuando tal contrariedad se reproduzca, ni juzgues perdido el esfuerzo que hayas hecho por abandonar la manera de vida anterior. Una transformación moral que no ha arribado a lentos impulsos del tiempo y la costumbre, sino por inspiración y arranque de la voluntad, impone al alma un apresurado trabajo de disociación, para romper con viejos hábitos, y otro, no menos activo, de coordinación y disciplina, para formarlos nuevos y oficiosos. Esta doble tarea no se realiza sin interrupciones ni sin lucha. Alguna tentación reaccionaria, algún paso atrás, algún recuerdo dotado de fuerza ejecutiva, son, en el transcurso de ella, inevitables tropiezos. La iniciativa de la reforma, el primer durable esfuerzo voluntario, importan ya, sin duda, cierta conexión de tendencias, sin la cual la idea aislada no tendría fuerza para salir fuera de sí misma; pero esta conexión no abarca, ni con mucho, en sus principios, todo el contenido del alma. Cuando la tendencia regeneradora ha hecho acto posesivo de la autoridad, aún le falta organizar su república y sojuzgar las propensiones reaccionarias o indóciles. Hay, por necesidad, un periodo intermedio, durante el cual el enemigo que va de vencida suele volver la cara y logra tal vez algún efímero triunfo. Ve la imagen de las incertidumbres de ese estado moral, en las propias transformaciones de la naturaleza, cuando se verifican por una transición más impetuosa y súbita que la acompasada que ella prefiere de ordinario, ve cómo en el tránsito de la infancia a la adolescencia, que es un caso natural de repentino cambio, el ser del niño resurte en ciertos momentos a la apariencia del alma del casi adolescente, y se da a conocer por puerilidades graciosas que resaltan en medio de una seriedad temprana, hasta que, por fin, la fuerza que lleva adelante la vida aparta de su lado esos últimos vestigios de la edad que pasó.





ArribaAbajo- CXLIII -

Un amplio don de expresión como incentivo de falsos cambios de ideas.


Reanudando lo que decíamos, la conversión entera y eficaz arguye convicción racionalmente adquirida y sentimiento hondo y persistente. Suscitar y mantener esta última energía, si por espontánea afluencia no acude, es empeño costoso, pero no superior a las instancias de la voluntad. Cuando uno de ambos elementos falta, la conversión es ciega o paralítica; y cuando uno de los dos es endeble, ella ve sólo como por relámpagos, o sólo se agita como por movimientos espasmódicos.

En el escritor, el orador y el poeta, a un tiempo amos y esclavos de la palabra, la docilidad a las sugestiones cambiantes del ambiente, de donde nacen conversiones efímeras, sin consistencia intelectual, sin verdadero ejercicio del criterio, ni activo acompañamiento de la voluntad, suele ser la desventaja inherente a un amplio e imperioso don de expresión, más apto, por su peculiar naturaleza, para recoger las cosas que en su derredor circulan y devolverlas en vívido reflejo, que para tomar su contenido del fondo de la propia personalidad. La veleidosa dirección del pensamiento, o quizá mejor: de la palabra, se dignifica y magnifica en esas grandes almas expresivas hasta asimilarse a la soberana facultad del primitivo épico: del alma casi impersonal puesta, como resonancia fiel y multiforme del pensar y el sentir ajenos, en el centro de un alma colectiva, que se reconoce toda entera en la vibrante voz del intérprete.

De tal modo: de modo que recuerda, hasta donde es posible en tiempos de alma complejísima, la epifanía social de los cantos de las edades épicas, resonó sobre la vasta agitación del pasado siglo el verbo arrebatador de Víctor Hugo, sucesivamente vinculado a las más diversas doctrinas, a las más opuestas direcciones morales que solicitaron la conciencia de sus contemporáneos; no tanto por desenvolvimiento interior del pensamiento y laboriosa evolución personal, cual la que rigió la magna vida de Goethe, cuanto por inmediata y como inconsciente repercusión de los clamores de afuera. No cabría reconocer sin salvedades, en la inconsecuencia congenial de Víctor Hugo, la majestuosa dinámica del pensamiento dueño de sí mismo, que, consagrado a la integración de su verdad, la busca en lo hondo de las cosas, y con exclusivo y pertinaz deseo; pero aun así, hay en esa inconsecuencia algo infinitamente más alto que la versatilidad que se reduce a vana impresión: hay la grandeza de un espíritu cíclico, que piensa sucesivamente como todos, porque a todos los resume, y atrae a su inmenso órgano verbal todas las ideas, porque de todas es capaz de exprimir la esencia luminosa.




ArribaAbajo- CXLIV -

La apostasía venal.


Por bajo de los simulacros, más o menos inanes y superficiales, pero todavía sinceros, de la verdadera y cabal conversión: aquella en que inteligencia, sentimiento y voluntad amorosamente se abrazan, están los que son ya engaño calculado, ficción consciente y artera; están las formas de la menguada apostasía, hija del interés, por quien diríase que las ideas, las Madres que dominan en beatitud sublime el movimiento de las cosas, descienden a cínicas terceras en los goces y provechos del mundo.

La idea, encarnándose en la realidad, es la religión, es la escuela, es el partido, es la academia o el cenáculo: es una activa comunión humana, con su lote de persecución o de poder, de proscripciones o de dignidades; y por entre unos y otros de esos campos donde plantan bandera las ideas, cruza la muchedumbre de los tentados a pasar del infortunio a la prosperidad, del descrédito al auge, o a mantenerse, merced al cambio, en el auge, y la prosperidad: desde el decepcionado anónimo que malbarata el generoso entusiasmo de su juventud por las migajas de la mesa del poderoso, hasta el dominador sagaz, el fino hombre de acción, para quien las ideas son indiferentes instrumentos de su dominio, máscaras que la oportunidad de cada día quita y pone: especie ésta de la que Talleyrand podría ser acaso el típico ejemplar. Bueno será no dar al olvido, a pesar de ello, que la apariencia de fidelidad inconmovible a una idea, encubre, multitud de veces, la misma falsedad y el mismo interesado estímulo que se transparentan en la vulgar apostasía.

Cuando no es la habilidad de la acción: la ciencia y aptitud de gobernar a los hombres, el don que el ambicioso infiel rebaja y convierte en vil industria, sino una superioridad más ideal y remontada por esencia sobre las bajas realidades humanas: la superioridad del pensador o el artista, el don de persuadir, de conmover, o de crear lo hermoso, más de resalte aparece lo abominable de la infidelidad que el egoísmo alienta. Es la ignominia del escritor venal, del poeta mercenario, llámense Paolo Giovio, o Monti, o Lebrun, y ya prostituyan los favores del numen por el oro que cae de manos del príncipe o por el que se colecta en las reuniones de la plebe.




ArribaAbajo- CXLV -

La pasión de Peregrino. Apostasía por codicia de fama. La falsa fuerza; la falsa originalidad.


Género de infidelidad no tan innoble cual la que engendra el ansia de vulgares provechos, es la que se inspira en la ambición del prestigio o el renombre: sea desviando la sinceridad del pensamiento en el sentido de una estupenda novedad, sea desviándola, por lo contrario, para agregarse a la opinión que prevalece por la fuerza de la tradición y la costumbre.

Guardó la antigüedad, y Luciano ató al remo de su sátira, la memoria de aquel filósofo de Pario: Peregrino, imagen viva de este género de inconsecuencia, y que, por lo que hay de simbólico en su fin, podría, levantándose a un significado más alto, representar toda la atormentada legión de las almas que no encuentran contento ni reposo en ninguna determinación del pensamiento, en ninguna forma de la vida. Peregrino trajo en el alma el mal del incendiario de Efeso: la vana codicia de la fama. Pensó que lograría el objeto de su sueño por la boga de la doctrina que abrazase, o por la ocasión que ésta le diera de poner a la luz su personalidad; y pasó de una a otra de las escuelas de sofistas, acudió luego al clamor con que comenzaba a extenderse la fe de los cristianos, probó después atraer las miradas de las gentes con la zamarra del cínico; hasta que su funesta pasión le llevó a dar la vida por la fama, y en unos juegos públicos, donde la multitud lo viese y se espantase, se precipitó entre las llamas de una hoguera. Arder y disiparse en cenizas fue la muerte del que había disipado a los vientos su alma incapaz de convicción.

La debilidad de Peregrino es de las pasiones que más grave daño causan a la sinceridad del pensamiento, porque pone su mira, no en aquella noble especie de fama que se satisface con la aprobación de los mejores, mientras espera la sanción perenne del tiempo, certísimo recompensador de la verdad; sino en la fama juglaresca y efímera. Este sacrificio de la probidad del pensar a la tentación de un ruido vano, se manifiesta comúnmente por dos alardes o remedos falaces: la falsa fuerza y la falsa originalidad.

La falsa fuerza consiste en violentar la medida y norma del juicio, llevando una idea que, tal como se la halló, marcaba acaso el fiel de la verdad, a extremos donde se desvirtúa; y esto, no por desbordada espontaneidad de la pasión, que puede ser exceso sublime, sino por busca consciente del efecto: para ponerse en un plano con la multitud, cuya naturaleza primitiva excluye ese sentido del grado y del matiz, que es el don que la Némesis antigua hace a las mentes superiores; porque la fuerza de la mente no es la energía arrebatada y fatal, que corre ignorante de su término, sino la fuerza que se asesora con un mirar de águila, y percibido el ápice donde están la armonía y la verdad, allí reprime el ímpetu de la afirmación, como la mano hercúlea que sofrena, en el punto donde quiere, la cuadriga que rige.

La falsa originalidad induce, por su parte, a prescindir del examen leal del raciocinio, para buscar, derechamente y con artificiosa intención, el reverso de la palabra autorizada, o las antípodas de la posición del mayor número; sin reparar en que la originalidad que determina raro y supremo mérito es la que importa presencia de la personalidad en aquello que se dice y se hace, aunque este pensamiento o esta acción, reducidos a su ser abstracto de ideas, no diverjan de un precedente conocido; porque donde hay hondo aliento de personalidad, donde la idea ha sido pensada y sentida nuevamente con la eficacia de la energía creadora, habrá siempre una virtud y un espíritu que no se parecerán a cosa de antes; como que el alma ha estampado su imagen allí, y sólo en el vulgo de las almas las hay de la condición de las monedas de un valor, que puedan trocarse sin diferencia las unas por las otras.




ArribaAbajo- CXLVI -

Paradoja sobre la originalidad.


... Pero ni aun en ésas que llamamos vulgares, las hay que se puedan trocar sin diferencia. La originalidad es la verdad del hombre.

Nada más raro que la originalidad en la expresión del sentimiento; pero nada más común y vulgar que la originalidad del sentimiento mismo. Por la manera de sentir, nadie hay que deje de ser original. Nadie hay que sienta de modo enteramente igual a otro alguno. La ausencia de originalidad en lo que se escribe no es sino ineptitud para reflejar y precisar la verdad de lo que se siente.

Figúrate ante el más vulgar de los casos de pasión; ante el crimen de que hablan las crónicas de cada día. ¿Por qué mató el criminal; por qué robó; por qué manchó una honra? ¿Qué fue lo que le movió a la culpa? ¿El odio, la soberbia, la codicia, la sensualidad, el egoísmo?... No; esas son muertas abstracciones. Di que le impulsó su odio, su soberbia, su codicia, su sensualidad, su egoísmo: los suyos, cosas únicas, únicas en la eternidad de los tiempos y en la infinitud del mundo. Nadie odia, ni ha odiado, ni odiará absolutamente como él. Nunca hubo ni habrá codicia absolutamente igual a su codicia; ni soberbia que con la suya pueda identificarse sin reserva. Multiplíquense las generaciones como las ondas de la mar; propáguese la humanidad por mil orbes: nunca se reproducirá en alma creada un amor como el mío, un odio como el mío. Semejantes podrán tener mi amor y mi odio; nunca podrán tener iguales. Cada sentimiento, aun el más mínimo, de cada corazón, aun el más pobre, es un nuevo y diferente objetivo en el espectáculo que el divino Espectador se da a sí propio. Cada minuto de mi vida que cae al abismo de la eternidad rompe un molde que nunca volverá a fundirse. ¿Y qué te asombra en esto? ¿No sabes que en la inmensidad de la selva no hay dos hojas enteramente iguales; que no hay dos gotas enteramente iguales en la inmensidad del océano?... Mira las luces del firmamento, cómo parecen muchas de ellas iguales entre sí, como otros tantos puntos luminosos. Y cada una de ellas es un mundo: ¡piensa si serán desiguales!... Cuando el pensamiento de tu pequeñez, dentro del conjunto de lo creado, te angustie, defiéndete con esta reflexión, tal vez consoladora: tal como seas, tan poco cuanto vivas, eres, en cada instante de tu existencia, una única, exclusiva originalidad, y representas en el inmenso conjunto un elemento insustituible: un elemento, por insustituible, necesario al orden en que no entra cosa sin sentido y objeto.

Jamás un sentimiento real y vivo se reproducirá sin modificación de una a otra alma. Cuando digo «mi amor», cuando digo «mi odio», refiriéndome al sentimiento que persona o cosa determinada me inspiran, no aludo a dos tendencias simples y elementales de mi sensibilidad, sino que con cada una de esas palabras doy clasificación a un complexo de elementos internos que se asocian en mi según cierta finalidad; a un cierto acorde de emociones, de apetitos, de ideas, de recuerdos, de impulsos inconscientes: propios e inseparables de mi historia íntima. La total complexidad de nuestro ser se reproduce en cualquiera manifestación de nuestra naturaleza moral, en cualquiera de nuestros sentimientos, y cada uno de éstos es, como nosotros mismos, un orden singular, un carácter.

Fijando los matices del heroísmo antiguo, notaba ya Plutarco cuánta diferencia va de fortaleza a fortaleza, como de la de Alcibíades a la de Epaminondas; de prudencia a prudencia, como de la de Temístocles a la de Arístides; de equidad a equidad, como de la de Numa a la de Agesilao. Pero para que estas diferencias existan no es necesario que el sentimiento que las manifiesta sea superior y enérgico, ni que esté contenido en la organización de una personalidad poderosa. Basta con que el sentimiento sea real; basta con que esté entrelazado en la viva urdimbre de un alma. ¡Cuánta monotonía, aparentemente, en el corazón y la historia de unos y otros hombres! ¡Qué variedad infinita, en realidad! Miradas a la distancia y en conjunto, las vidas humanas habían de parecer todas iguales, como las reses de un rebaño, como las ondas de un río, como las espigas de un sembrado. Se ha dicho alguna vez que si se nos consintiera abrir esos millares de cartas que vienen en un fardo de correspondencia, nos asombraríamos de la igualdad que nos permitiría clasificar en unas pocas casillas el fondo psicológico de esa muchedumbre de documentos personales: por todas partes las mismas situaciones de alma, las mismas penas, las mismas esperanzas, los mismos anhelos... ¡Ésta es la ilusión del lenguaje! En realidad, cada una de las cartas deja tras sí un sentimiento único, una originalidad, un estado de conciencia, un caso singular que no podría ser sustituido por el que deja tras sí ninguna de las otras. Sólo que la palabra (y sobre todo, la palabra fijada en el papel por manos vulgares), no tiene medios con que determinar esos matices infinitos. El lenguaje, instrumento de comunicación social, está hecho para significar géneros, especies, cualidades comunes de representaciones semejantes. Expresa el lenguaje lo impersonal de la emoción; nunca podrá expresar lo personal hasta el punto de que no queden de ello cosas inefables, las más sutiles, las más delicadas, las más hondas. Entre la realidad de mi ser íntimo a que yo doy nombre de amor y la de tu ser a que tú aplicas igual nombre, hay toda nuestra disparidad personal de diferencia. Apurar esta diferencia por medio de palabras; evocar, por medio de ellas, en mí la imagen completa de tu amor, en ti la imagen completa del mío, fuera intento comparable al de quien se propusiese llenar un espacio cualquiera alineando piedras irregulares y se empeñara en que no quedase vacío alguno entre el borde de las unas y el de las otras. Piedras, piedras irregulares, con que intentamos cubrir espacios ideales, son las palabras.

La superioridad del escritor, del poeta, que desentrañan ante la mirada ajena el alma propia, o bien, que crean un carácter novelesco o dramático, manifestándolo de suerte que, sobre el fondo humano que entrañe, se destaque vigorosamente una nota individual, de la que nazca la ilusión de la vida, está en vencer, hasta donde lo consiente la naturaleza de las cosas, esa fatalidad del lenguaje; está en domarle para que exprese, hasta donde es posible, la singularidad individual, sin la cual el sentimiento no es sino un concepto abstracto y frío. Consiste el triunfo del poeta en agrupar las palabras de modo que den la intuición aproximada de esa originalidad individual del sentimiento, merced a la sugestión misteriosa que brota del conjunto de las palabras que el genio elige y reúne, como brota de la síntesis química un cuerpo con nuevas cualidades: un cuerpo que no es sólo la suma de los caracteres de sus componentes.

Si todos los que escriben arribaran a trasladar al papel la imagen clara, y por lo tanto la nota diferencial, de lo que sienten, no habría escritor que no fuera original, porque no hay alma que no sienta algo exclusivamente suyo delante de las cosas; no hay dos almas que reflejen absolutamente de igual suerte el choque de una impresión, la imagen de un objeto. De aquí que la originalidad literaria dependa, en primer término, de la sinceridad con que el escritor manifiesta lo hondo de su espíritu, y en segundo término, de la precisión con que alcanza a definir lo que hay de único y personal en sus imaginaciones y sus afectos. Sinceridad y precisión son resortes de la originalidad.

Por la llegada de un gran escritor, de un gran poeta, se determina siempre la revelación de nuevas tonalidades afectivas, de nuevas vibraciones de la emoción. Es que ese hombre acertó a expresar con precisión maravillosa lo suyo: otros experimentaron ante el mismo objeto estados de alma no menos ricos, acaso, de originalidad; no menos fecundos, acaso, en interés; pero, por no hallar modo de expresarlos, los condenaron al silencio, o bien pasaron por mediocres escritores y poetas, sólo porque no supieron, como el genio sabe, traducir en palabras casi todo lo que sintieron, ya que todo hemos de entender que excede de la capacidad de las palabras.

Si la substancia de la lírica y de la psicología novelesca está libre de la posibilidad de consumirse y agotarse con el transcurso del tiempo, débese a la complejidad y originalidad de todo sentimiento real. Porque aunque cualquiera manifestación de la humana naturaleza haya de contenerse, hasta el fin de las generaciones, dentro de cierto número de sentimientos fundamentales y eternos; aunque el último poeta muera cantando lo que el primero cantó en la niñez florida del mundo, siempre cada sentimiento tomará del alma individual en que aparezca, no sólo el sello del tiempo y de la raza, sino también el sello de la personalidad, y siempre el poeta de genio al convertir en imágenes la manera cómo se manifiesta un sentimiento en su alma, sabrá hacer sensible ese principio de individuación, esa originalidad personal del sentimiento.





ArribaAbajo- CXLVII -

Versatilidad que remata en convicción firme y segura.



Una extrema versatilidad de ideas suele parar en una convicción más firme y segura que una roca. Y es que aquel vagabundear del juicio no era signo de incapacidad de creer, ni ausencia de personalidad resistente. Era, por lo contrarío, ese presentimiento de fe que persuade a no contentarse sino con la fe cabal y recia. Era la inquietud de quien busca su rumbo y no se aquieta hasta encontrarlo.

Toma el caminante un camino, y lo deja al corto trecho por otro, en que tampoco persevera. El espectador le tilda acaso de hombre vago o voluble. Luego, el caminante acierta a hallar la dirección que apetecía, y con la seguridad del sonámbulo, sin desviar siquiera la mirada, sigue imperturbable -aun en la soledad, aun en las sombras-, como el baqueano en las tierras vírgenes de América.

San Justino, padre de los apologistas cristianos, ofrece ejemplo de este modo de llegar, como por sucesivas pruebas y eliminaciones, al rumbo en que uno se reconoce orientado con fijeza. Ese hombre insigne fue primero pagano. Vagó después, abandonando a los dioses, por la extensión de la antigua filosofía; y pasó de una a otra de las escuelas de su tiempo, sin que le retuviesen ni las ideas de Zenón, ni las de los peripatéticos, ni las de los pitagóricos. Convirtióse más tarde a la religión revelada, y esta vez su espíritu arraigó y se reposó para siempre en la creencia, hasta abonar con el martirio la fortaleza de su grande amor. Pero aquel husmear anhelante de su pensamiento no fue inútil para el temple y el sello personal que tomó en él la fe definitiva, porque de todo ello quedó, en lo hondo de su alma, como un fermento, que sazona y enfervoriza a esa fe con la viril audacia de la razón independiente, y que, en la primera «Apología», pone en sus labios este grito sublime, cuyo sentido penetra, como un filo sutil, en la raíz de las intolerancias del dogma: Todo el que ha vivido según la razón merece nombre de cristiano.





ArribaAbajo- CXLVIII -

La vida es arte supremo.


Quien, voluntaria y reflexivamente, contribuye a la renovación de su vida espiritual, ¿qué hace sino llevar adelante la obra, incapaz de término definitivo, que comenzó para él cuando aprendió a coordinar el primer paso, a balbucir la primera palabra, a reprimir por primera vez el natural impulso de fiereza? ¿Qué más es la educación, sino el arte de la transformación ordenada y progresiva de la personalidad; arte que, después de radicar en potestad ajena, pasa al cuidado propio, y que, plenamente concebido, en esta segunda fase de su desenvolvimiento, se extiende, desde el retoque de una línea: desde la modificación de una idea, un sentimiento o un hábito, hasta las reformas más vastas y profundas: hasta las plenas conversiones, que, a modo de las que obró la gracia de los teólogos, imprimen a la vida entera nuevo sentido, nueva orientación, y como que apagan dentro de nosotros el alma que había y encienden otra alma. Arte soberano, en que se resume toda la superioridad de nuestra naturaleza, toda la dignidad de nuestro destino, todo lo que nos levanta sobre la condición de la cosa y del bruto; arte que nos convierte, no en amos de la Fatalidad, porque esto no es de hombres, ni aun fue de los dioses, pero sí en contendores y rivales de ella, después de lograr que dejemos de ser sus esclavos.

Sólo porque nos reconocemos capaces de limitar la acción que sobre nuestra personalidad y nuestra vida tienen las fuerzas que clasificamos bajo el nombre de fatalidad, hay razón para que nos consideremos criaturas más nobles que el buey que emplearnos en labrar el surco, el caballo cuyo lomo oprimimos y el perro que lame nuestros pies. Por este privilegio, que nos alza a una noble sublimidad: como disciplinados y como rebeldes, reaccionamos sobre nuestras propensiones innatas, y a veces les quitamos el triunfo; resistimos la influencia de las cosas que nos rodean; sujetamos los hábitos naturales o adquiridos, y merced a la táctica de la voluntad puesta al servicio de la inteligencia, constituimos nuevos hábitos; adaptamos nuestra vida a un orden social, que, recíprocamente, modificamos adaptándolo a nuestros anhelos de innovación y de mejora; prevenimos las condiciones que nos rodearán en lo futuro, y obramos con arreglo a ellas; intervenimos en la ocasión y estímulo de nuestras emociones, y en el ir y venir de nuestras imágenes, con lo que ponemos la mano en las raíces de donde nace la pasión; y aun la fuerza ciega y misteriosa del instinto, que representa el círculo de hierro de la animalidad, se hace en nosotros plástica y modificable, porque está gobernada y como penetrada por la activa virtud de nuestro pensamiento.

Esta capacidad, esta energía, se halla potencialmente en toda alma; pero en inmensa muchedumbre de ellas, apenas da razón de sí: apenas pasa, sino en mínima parte, a la realidad y la acción; y sólo en las que componen una restricta aristocracia, sirve de modo consciente y sistemático a una idea de perfeccionamiento propio. Aparecería en la plenitud de su poder si todos atináramos a considerar nuestra vida como una obra de constante y ordenado progreso, en la que el alma adelantase, por su calidad e íntimo ser, como quien asciende exteriormente en preeminencia o fortuna.

Pero ¡cuán pocos son los que se consagran a tal obra, con amor y encarnizamiento de artistas ya que no se le consagraran con devoción de creyentes en una norma imperativa de moralidad! Porque arte verdadero hay en ella; arte superior a cualquier otro. Las grandes existencias, en que la voluntad subyuga y plasma el material de la naturaleza con sujeción a un modelo que resplandece mientras tanto en la mente, son reales obras de arte, dechados de una habilidad superior, a la cual la substancia humana se rinde, como la palabra en el metro, la piedra en la escultura, el color en la tela. Así, en Goethe la obra de la propia vida parece una estatua; una estatua donde el tenaz y rítmico esfuerzo de la voluntad, firme como cincel con punta de diamante, esculpe un ideal de perfección serena, noble y armoniosa. La vida de San Francisco de Asís está compuesta como una tierna y sublime música. Para encontrar imagen a la vida de monarcas como Augusto o como Carlomagno, sería preciso figurarse uno de esos monumentos cíclicos de la arquitectura, que encarnan en la piedra el genio de una civilización: templo clásico o cristiana basílica. El arte de la vida de Franklin es el de una máquina, donde la sabia e ingeniosa adecuación de los medios al fin útil, y la economía de la fuerza, alcanzan ese grado de conveniencia y precisión en que la utilidad asume cierto carácter de belleza.




ArribaAbajo- CXLIX -

El primer instrumento de la regeneración es la esperanza de alcanzarla.


El primer instrumento de la regeneración es la esperanza de alcanzarla. Todo propósito y plan de educar, de reformar, de convertir, y aún diré más: toda persona que lo tome a su cargo, han de empezar por ser capaces de sugerir la fe en ellos mismos, y obrar, mediante esta fe, en las almas donde ponen su blanco. Es la operación, preliminar e imprescindible, del forjador que calienta el duro metal para hacerlo tratable. Y desde luego, sólo será eficaz y rendidora aquella educación que acierte a infundir en el espíritu a quien se aplica, como antecedente del esfuerzo que reclama de él, la persuasión de que el rasgo fundamental, la diferencia específica, de la criatura humana, es el poder de transformarse y renovarse, superando, por los avisos de su inteligencia y las reacciones de su voluntad, las fuerzas que conspiren a retenerla en un estado interior, sea éste el sufrimiento, la culpa, la ignorancia, la esclavitud o el miedo.

Menguado antecedente de una empresa de reforma moral, será siempre el de propender a humillar la idea que el sujeto tiene de sí y mostrarle, a su conciencia acongojada, indigno del triunfo. El maestro y el curador de almas que a esto tienden, ya por inhabilidad en que no obra la intención, ya por torcida táctica, destruyen en el alma del discípulo, el pecador o el catecúmeno, el fundamento de su autoridad, que sólo vive de la fe que sugiere; y acaso, por una opuesta sugestión, confirman y vuelven perdurables los males que hallaron tiernos todavía y las resistencias que no supieron vencer, con arte de amor, en sus comienzos. Porque si realmente puede haber una parte muerta e incapaz de reanimación en un alma viva, será aquella parte en que radique la desesperanza, estigma comparable al diabólico, que disecaba como cosa sin vida, para siempre, la carne donde se asentaba su impresión en el elegido del Mal.

No es, esta que te encarezco, la ciega confianza que consiste en suponer el triunfo, inmediato; llano su camino; rasa la tabla de las disposiciones heredadas; despreciables las potencias enemigas que de todas partes nos asedian; sin valor real la tentación; sin fuerza con que prevalecer, las reacciones posibles... Es aquel otro linaje de confianza que muestra el triunfo al final del esfuerzo pertinaz y costoso; y que enaltece el poder de la aptitud virtualmente contenida en nuestra naturaleza para llevar adelante ese esfuerzo; y que obliga a la voluntad, y la asegura, con lo imperativo del deber de intentarlo. Cualquiera otra fe, cualquier otro optimismo, es vanidad funesta, y como la desconfianza pesimista con quien se identifica a fuer de posiciones absolutas, incide en perezoso fatalismo.

Hay dos voces en el engaño tentador: la que nos insinúa al oído: «Todo es fácil»; la contrapuesta, que nos dice: «Todo es en vano». Sólo que el exceso de confianza puede llevar algunas veces a término; puede arrebatarnos, en un vuelo, a la cumbre; porque aun cuando la esperanza se vuelve loca, es capaz de cosas grandes, y la locura de la esperanza suele ser la fuerza que obra en el milagro y el prodigio; mientras que por el camino de la duda mortal no es posible llegar más que a la realidad de la decepción que ella anticipa y de la sombra que ella prefigura. Así, coronando el heroísmo de la voluntad, compitiendo con la misma eficacia de la obra, resplandece, para la ciencia del observador, no menos que resplandeció para la fe del creyente, la virtud de la esperanza viva.




ArribaAbajo- CL -

La esperanza, como luz; la voluntad, como fuerza. Omnipotencia de la voluntad.


La ESPERANZA como norte y luz; la VOLUNTAD como fuerza; y por primer objetivo y aplicación de esta fuerza: nuestra propia personalidad, a fin de reformarnos y ser cada vez más poderosos y mejores.

Porque, en realidad, ¿qué es lo que, dentro de nosotros mismos, se exime en absoluto de nuestro poder voluntario, mientras el apoyo de la voluntad no acaba con el postrer aliento de nuestra existencia?

¿El dolor? ¿El amor? ¿La invención? ¿La fe? ¿El entusiasmo? ¿El sueño? ¿El sentir corporal? ¿La función de nuestro organismo?

Hechos y potencias son ésos, que parecen levantarse sobre el poder de nuestra voluntad, para obrar o no obrar, para ser o no ser; señalándole límites tan infranqueables como los que las leyes de la naturaleza física señalan al alcance y virtud de un agente material. Pero esta maravillosa energía, que lo mismo mueve una falange de tus dedos, que puede rehacer, de conformidad con una imagen de tu mente, la fisonomía del mundo, se agrega u opone también a aquellas fuerzas que juzgamos fatales; y cuando ella se manifiesta en grado sublime, su intervención aparece y triunfa; de modo que da vida al amor o lo sofoca; anonada al dolor; enciende la fe; compite con el genio que crea; vela en el sueño; trastorna la impresión real de las cosas; rescata la salud del cuerpo o la del alma, y levanta, casi del seno de la muerte, el empuje y la capacidad de la vida.

En el vientre del muchacho esparciata, donde el cachorro oculto bajo el manto muerde hasta matar, sin que se oiga un lamento; en el hornillo donde Mucio Scevola pone la mano y ve cómo se quema, «sin retorcer ceja ni labio»; en el martirio donde Campanella, reconcentrado en su idea contumaz, calla y no sufre, la voluntad vence al dolor y le aniquila. No fue otro el fundamento de la soberbia estoica, despreciadora del dolor, que inspiró la gloriosa frase de Arria y la moral de Epicteto y que resurge en lo moderno con Kant, para asentar, más firme que nunca, sobre la ruina de todo dogma y tradición y de la misma realidad del mundo, el solio de la Voluntad omnipotente.

En la misteriosa alquimia del amor, en la oculta generación de la fe, cosas que se confunden con lo mas impenetrable y demoníaco del alma, la Voluntad se sustituye tal vez a la espontaneidad del instinto, y crea el amor donde no le hay, partiendo a golpes de hierro, pues falta fuego que derrita, el hielo de la indiferencia; y arranca la fe viva de las entrañas de la duda, como el niño a quien sacan a vivir del vientre de su madre muerta. Así, por la pertinacia de la atención y del hábito, quien quiere creer, al cabo cree; quien tiene voluntad de amar, al cabo se enamora. Ya supo de esto Pascal cuando afirmó la virtualidad de la fórmula y el rito para abrir paso a la fe dentro del alma remisa a sus reclamos.

En la divina operación del genio, la Voluntad no sólo acumula el combustible que luego una chispa sagrada inflama y consume, sino que aun esta chispa puede provenir de su solicitud; y la gracia no muy largamente concedida por la naturaleza, el don incierto, la aptitud dudosa o velada, se transfiguran y agigantan por ella, a punto de semejar una creación de ella misma, y serlo casi, alguna vez. Demóstenes, Alfieri, y aquellos que citamos ya caracterizando la vocación anticipada a todo indicio de aptitud: el pintor Carracci, Máiquez el cómico, son ejemplos del artista vencedor de su primera inferioridad, cuya más peregrina obra de arte parece ser su propio genio. La invención es a menudo un acto de voluntad, ante todo; como el que, según la tradición religiosa, sacó la luz y el mundo de las primitivas tinieblas. Y desde luego, este arranque para romper con lo sabido y usado, en que consiste la invención, ¿no es uno mismo, por su carácter y el modo de desenvolverse, con el arranque por el cual se aparta de la uniformidad del instinto y la costumbre el acto plenamente voluntario?... La Voluntad reúne el material que el genio anima; provoca y da lugar a aquella chispa misteriosa; y luego, hallada la idea en que consiste la invención, toma otra vez su férula y rige la labor paciente que desenvuelve y apura el contenido de la idea, ya en el desarrollo dialéctico, ya en el perfeccionamiento mecánico, ya en la ejecución literaria; última, esforzada lid, que Carducci compara hermosamente, por lo que toca a la invención del poeta, con los afanes del sátiro, perseguidor de la ninfa leve y esquiva en el misterio de los bosques.

Aun a lo connatural y orgánico del cuerpo, llega la jurisdicción de la voluntad. De cómo las ansias más esenciales ceden a su influjo, habla aquel rasgo de Alejandro, cuando, atormentado su ejército, y él mismo, por las angustias de la sed, logra un poco de agua que una avanzada le trae, dentro de un casco, de una fuente no muy próxima; y para animar a los suyos a soportar el sufrimiento hasta llegar a ella, en vez de beber vuelca el casco en el suelo, mientras sus labios abrasados se tienden tal vez, por instintivo impulso, al agua que se evapora en el ardor del aire... Sabido es el poder que Weber tenía para contener o acelerar por el esfuerzo consciente, las palpitaciones de su corazón. Goethe, no menos grande que por el genio, por la vida, ensalza la eficacia de la voluntad para baluarte de la salud del cuerpo, hablándonos de cómo piensa haber escapado una vez de contagioso mal sólo por la concentración imperiosa de su ánimo en la idea de quedar inmune. El sueño: obra de una magia que se desenvuelve en nosotros sin nuestra participación ni consentimiento, usa un hermoso modo de rendir parias al poder voluntario, y en las ficciones de esa magia es observación de psicólogos que un acto enérgico de voluntad, soñado dentro de lo que la imaginación pinta y simula, suele rasgar de inmediato el velo del sueño, y volver, al que duerme, a la realidad de la vida. Así, aun el remedo, aun el fantasma, de la Voluntad, es eficiente y poderoso, y vence a lo demás de las sombras que el sueño extiende y maneja sobre la íntima luz de nuestras noches.




ArribaAbajo- CLI -

La pampa de granito.


Era una inmensa pampa de granito; su color, gris; en su llaneza, ni una arruga; triste y desierta; triste y fría; bajo un cielo de indiferencia, bajo un cielo de plomo. Y sobre la pampa estaba un vicio gigantesco; enluto, lívido, sin barbas; estaba un gigantesco viejo de pie, erguido como un árbol desnudo. Y eran fríos los ojos de este hombre, como aquella pampa y aquel cielo; y su nariz, tajante y dura como una segur: y sus músculos, recios como el mismo suelo de granito; y sus labios no abultaban más que el filo de una espada. Y junto al viejo había tres niños ateridos, flacos, miserables: tres pobres niños que temblaban, junto al viejo indiferente e imperioso, como el genio de aquella pampa de granito.

El viejo tenía en la palma de una mano una simiente menuda. En su otra mano, el índice extendido parecía oprimir en el vacío del aire como en cosa de bronce. Y he aquí que tomó por el flojo pescuezo a uno de los niños, y le mostró en la palma de la mano la simiente, y con voz comparable al silbo helado de una ráfaga, le dijo: «Abre un hueco para esta simiente»; y luego soltó el cuerno trémulo del niño, que cayó, sonando como un saco mediado de guijarros, sobre la pampa de granito.

-«Padre, sollozó él, ¿cómo le podré abrir si todo este suelo es raso y duro?» -«Muérdelo», contestó con el silbo helado de la ráfaga; y levantó uno de sus pies, y lo puso sobre el pescuezo lánguido del niño; y los dientes del triste sonaban rozando la corteza de la roca, como el cuchillo en la piedra de afilar; y así pasó mucho tiempo, mucho tiempo: tanto que el niño tenía abierta en la roca una cavidad no menor que el cóncavo de un cráneo: pero roía, roía siempre, con un gemido de estertor, roía el pobre niño bajo la planta del vicio indiferente e inmutable, como la pampa de granito.

Cuando el hueco llegó a ser lo hondo que se precisaba, el viejo levantó la planta opresora; y quien hubiera estado allí hubiese visto entonces una cosa aún más triste, y es que el niño, sin haber dejado de serlo, tenía la cabeza blanca de canas; y apartóle el viejo, con el pie, y levantó al segundo niño, que había mirado temblando todo aquello. -«Junta tierra para la simiente», le dijo. -«Padre -preguntóle el cuitado-, ¿en dónde hay tierra?» -«La hay en el viento; recógela», repuso; y con el pulgar y el índice abrió las mandíbulas miserables del niño; y le tuvo así contra la dirección del viento que soplaba, y en la lengua y en las fauces jadeantes se reunía el flotante polvo del viento, que luego el niño vomitaba, como limo precario; y pasó mucho tiempo, mucho tiempo, y ni impaciencia, ni anhelo, ni piedad, mostraba el viejo indiferente e inmutable sobre la pampa de granito.

Cuando la cavidad de piedra fue colmada, el viejo echó en ella la simiente, y arrojó al niño de sí como se arroja una cáscara sin jugo, y no vio que el dolor había pintado la infantil cabeza de blanco; y luego, levantó al último de los pequeños, y le dijo, señalándole la simiente enterrada: «Has de regar esa simiente»; y como él le preguntase, todo trémulo de angustia: «Padre, ¿en dónde hay agua?» -«Llora, la hay en tus ojos», contestó; y le torció las manos débiles, y en los ojos del niño rompió entonces abundosa vena de llanto, y el polvo sediento la bebía; y este llanto duró mucho tiempo, mucho tiempo, porque para exprimir los lagrimales cansados estaba el viejo indiferente e inmutable, de pie sobre la pampa de granito.

Las lágrimas corrían en un arroyo quejumbroso tocando el círculo de tierra; y la simiente asomó sobre el haz de la tierra como un punto; y luego echó fuera el tallo incipiente, las primeras hojuelas; y mientras el niño lloraba, el árbol nuevo criaba ramas y hojas, y en todo esto pasó mucho tiempo, mucho tiempo, hasta que el árbol tuvo tronco robusto, y copa anchurosa, y follaje, y flores que aromaron el aire, y descolló en la soledad; descolló el árbol aún más alto que el viejo indiferente e inmutable, sobre la pampa de granito.

El viento hacía sonar las hojas del árbol, y las aves del cielo vinieron a anidar en su copa, y sus flores se cuajaron en frutos; y el viejo soltó entonces al niño, que dejó de llorar, toda blanca la cabeza de canas; y los tres niños tendieron las manos ávidas a la fruta del árbol; pero el flaco gigante los tomó, como cachorros, del pescuezo, y arrancó una semilla, y fue a situarse con ellos en cercano punto de la roca, y levantando uno de sus pies juntó los dientes del primer niño con el suelo: juntó de nuevo con el suelo los dientes del niño, que sonaron bajo la planta del viejo indiferente e inmutable, erguido, inmenso, silencioso, sobre la pampa de granito.




ArribaAbajo- CLII -

Sentido de esa parábola.


Esa desolada pampa es nuestra vida, y ese inexorable espectro es el poder de nuestra voluntad, y esos trémulos niños son nuestras entrañas, nuestras facultades y nuestras potencias, de cuya debilidad y desamparo la voluntad arranca la energía todopoderosa que subyuga al mundo y rompe las sombras de lo arcano.

Un puñado de polvo, suspendido, por un soplo efímero, sobre el haz de la tierra, para volver, cuando el soplo acaba, a caer y disiparse en ella; un puñado de polvo: una débil y transitoria criatura, lleva dentro de sí la potencia original, la potencia emancipada y realenga, que no está presente ni en los encrespamientos de la mar, ni en la gravitación de la montaña, ni en el girar de los orbes; un puñado de polvo puede mirar a lo alto, y dirigiéndose al misterioso principio de las cosas, decirle: «Si existes como fuerza libre y consciente de tus obras, eres, como yo, una Voluntad: soy de tu raza, soy tu semejante; y si sólo existes como fuerza ciega y fatal, si el universo es una patrulla de esclavos que rondan en el espacio infinito teniendo por amo una sombra que se ignora a sí misma, entonces yo valgo mucho más que tú; y el nombre que te puse, devuélvemelo, porque no hay en la tierra ni en el cielo nada más grande que yo!»




ArribaAbajo- CLIII -

La voluntad colectiva. Un milagro del mapa.


Omnipotente fuerza, luz transfiguradora, en los hombres, no lo es menos en los pueblos. Allí, en el mapa que tengo frente adonde escribo, veo una mancha menuda, que abre un resquicio para su pálido verde, entre la gran mancha amarilla de Alemania y el celeste claro que representa al mar. Esa mancha menuda es el más pasmoso toque de pincel que se haya impreso sobre la superficie del mundo, desde que este cuadro infinito fue originalmente pintado. ¿Sabes las maravillas de voluntad que significa para el pueblo cuya obra es, esa pinta humilde del mapa? ¿Sabes hasta qué punto ella es efectivamente su obra? No ya la riqueza, ni la fuerza, ni la libertad, ni la cultura: la tierra, el suelo que pisa, el solar sobre que está puesta la casa, el limo en donde arraiga el árbol, el terrón que desmenuza la reja, son invenciones de su genio, artificiosidades de su industria, milagros de su querer. Palmo a palmo, ese pueblo quitó su tierra a las aguas; ola por ola, rechazó el embate del mar; día por día, sintió que faltaba para sus movimientos el espacio; bajo sus pies, el sustento; en torno suyo, el hálito y el calor del terruño: como despierta el huérfano y busca en vano el regazo de la madre; y día por día, los rescató con esfuerzo sublime; día por día, tuvo tierra de nuevo; como si, al amanecer de cada sol, hundiera el brazo bajo el agua, y allá, en el fondo del abismo, tomase a la roca por sus crestas, y la alzara de un arranque titánico, y la pusiese otra vez sobre el haz de la onda... ¡Tierra del suelo sin consistencia y del color sin contornos; baja, húmeda, lisa: tú eres el mayor monumento que la voluntad del hombre tiene sobre el mundo! ¡Pueblo manso y tenaz, grande en muchas tareas; tejedor y hortelano, pintor y marino; pueblo donde se da culto a las flores, que manos blancas y oficiosas cuidan en competencia tras las ventanas de donde acaso se ve, si aclara la bruma, partir las naves que van a tierras caras al sol, por ébano y naranjas y fragantes especias! Como las vacas de tus establos, así tu voluntad es fuerte y fecunda; en el desvaído azul de tus ojos hay reflejos de acero que vienen de tu alma; nadie como tú, pueblo ni hombre, se debió tanto a sí mismo; porque tal como el pájaro junta su nidamenta con las briznas de heno, y las ramillas, y la tierra menuda, y de este modo va tejiendo, hebra por hebra, su nido, de igual manera juntaste tú ese flaco barro que huellas: ¡pueblo donde se ama a las flores, donde el candor doméstico aguarda la vuelta del trabajador en casas limpias como plata, y donde ríos morosos van diciendo, si no el himno, el salmo de la libertad!




ArribaAbajo- CLIV -

La personalidad en los pueblos.


Cuanto se dice de la unidad consciente que llamamos personalidad en cada uno de nosotros ¿no puede extenderse, sin esencial diferencia, al genio de un pueblo, al espíritu de una raza, igualmente capaces del nombre de personalidad? ¿No se reproduce en esos grandes conjuntos todo lo que la observación del psicólogo halla en el fondo de nuestra historia íntima, y no se dan en ellos también todos los grados de armonía y continuidad con que cabe que se manifieste esta síntesis viva que la conciencia individual refleja? ¿No hay pueblos cuya personalidad, compacta y fortísima, se acumula en una sola idea, en una sola pasión, y para lo demás son sordos y ciegos, como el fanático y el obsesionado; otros, en cambio, cuya unidad personal es una complejidad concorde y graciosa; otros en que dos tendencias reñidas se alternan, o mantienen un conflicto perenne, como en los temperamentos que llevan dentro de sí mismos la contradicción y la lucha; otros incoherentes, disueltos, descaracterizados por un anárquico individualismo que es como la dispersión de su personalidad; otros que no la tienen propia y viven de la ajena, en la condición del sonámbulo, bajo el influjo de la admiración o del miedo; otros que, extáticos en la contemplación de su pasado, parecen fuera de la realidad de la vida, como el que logra revivir con su personalidad de otro tiempo merced a la fascinada atención de la memoria; otros que, en su entusiasmo, furor o desconcierto, remedan la alteración personal de la embriaguez; otros fáciles para modificar su personalidad mediante su desenvolvimiento progresivo; otros propensos a inmovilizarla en la costumbre; otros, en fin, cuyo carácter sufre profunda desviación desde cierto punto de su historia, como quien, volviendo de una honda crisis moral, tórnase en todo distinto de lo que era?...




ArribaAbajo- CLV -

El genio nacional.


Si a la continuidad de las generaciones se une la persistencia de cierto tipo hereditario, no ya en lo físico, sino también en lo espiritual, y una suprema idea dentro de la que pueda enlazarse, en definitiva, la actividad de aquellas sucesivas generaciones, el pueblo tiene una personalidad constante y firme. Esta personalidad es su arca santa, su paladión, su fuerza y tesoro; es mucho más que el suelo donde está asentada la patria. Es lo que le hace único y necesario al orden del mundo: su originalidad, dádiva de la naturaleza, que no puede traspasarse a otro, ni recobrarse, si una vez se ha perdido, a no ser abismándose en la profundidad interior donde está oculta. Porque toda alma nacional es una agrupación de elementos ordenada según un ritmo que, ni tiene precedentes en lo creado, ni se reproducirá jamás, una vez roto aquel inefable consorcio.

Mantener esta personalidad es la epopeya ideal de los pueblos. Veces hay en que el carácter colectivo se eclipsa y desaparece, no disuelto por la absorción de la raza en otra más populosa o más enérgica; sino replegado sólo bajo una personalidad de imitación y artificio. Como suele suceder en los hombres, la verdad de la naturaleza cede entonces sus fueros a un amaneramiento que arraiga, más o menos someramente, en la costumbre. Tal, por ejemplo, cuando la civilización descolorida y uniforme del siglo XVIII, extendiéndose desde la corte de Francia, ahoga la originalidad, el genio tradicional de cada pueblo; y así en usos y leyes como en literatura, sustituye un modelo de convención al espontáneo palpitar de la vida; hasta que despiertan aquellas voces de las naciones que oyó Herder, y la savia estancada vuelve a subir por el árbol de cada terruño, y en todas partes el corazón y la fantasía buscan el materno calor de la memoria.

Otras veces, aún no existe personalidad, como en el temperamento del niño, maraña de tendencias anárquicas; y un gran impulso de proselitismo y pasión, que representa lo que la crisis de la pubertad, en los pueblos, levanta y fija para siempre la forma personal que no existía; como cuando a la voz del Profeta las tribus nómadas de Arabia se alzan de súbito a la dignidad de la historia; o cuando la palabra de Lutero llega a países, aún sin alma, del septentrión, y los sacude e inflama, y hace que su alma se anuncie, y que estampen su sello en la corteza de la tierra.




ArribaAbajo- CLVI -

Cambiar sin descaracterizarse.


Pero sin abdicar de esa unidad personal; sin romper las aras del numen que se llama genio de la raza, los pueblos que realmente viven cambian de amor, de pensamiento, de tarea; varían el rito de aquel culto; luchan con su pasado, para apartarse de él, no al modo como el humo fugaz, o la hoja y la pluma más livianas que el viento, se apartan de la tierra, sino más bien a la manera que el árbol se aparta de su raíz, en tanto que crece y va como concibiendo y bosquejando la idea de la fronda florida que ha de ser su obra y su cúspide.

No siempre, para juzgar si será posible en cierto sentido o dirección este desenvolvimiento, ha de darse paso a la duda porque apariencias del pasado finjan una fatalidad ineluctable y enemiga. No siempre el fondo de disposiciones y aptitudes de un pueblo debe considerarse limitado por la realidad aparente de su historia. Nuevas capacidades pueden suscitarse mientras la vida dura y se renueva; unas veces, creándolas por sugestión y ejemplo de otros, y fundiendolas en lo íntimo a favor de un fuego de heroísmo y pasión que encienda el alma y la disponga para operar en ella; otras veces, evocándolas de misterioso fondo ancestral, donde duermen y esperan, como la aurora en el fondo de las sombras: porque también en el alma de los pueblos hay de esas reservas ignoradas de facultades, de vocaciones, de aptitudes, que aún no se manifestaron en acto, o que, no bien manifiestas, se soterraron, y tienden, lenta y calladamente, al porvenir, por la oculta transmisión de la herencia. De este modo, el genio poético y contemplativo del sajón surge otra vez en la Inglaterra del Renacimiento, después de ahogado bajo el férreo pie del normando conquistador.

Cambian los pueblos mientras viven; mudan, si no de ideal definitivo, de finalidad inmediata; pruébanse en lides nuevas; y estos cambios no amenguan el sello original, razón de su ser, cuando sólo significan una modificación del ritmo o estructura de su personalidad por elementos de su propia substancia que se combinan de otro modo, o que por primera vez se hacen conscientes; o bien cuando, tomado de afuera, lo nuevo no queda como costra liviana, que ha de soltarse al soplo del aire, sino que ahonda y se concierta con la viva armonía en que todo lo del alma ordena su impulso.

Gran cosa es que esta transformación subordinada a la unidad y persistencia de una norma interior, se verifique con el compás y ritmo del tiempo; pero, lo mismo que pasa en cada uno de nosotros, nunca ese orden es tal que vuelva inútiles los tránsitos violentos y los bruscos escapes del tedio y la pasión. Cuando el tiempo es remiso en el cumplimiento de su obra; cuando la inercia de lo pasado detuvo al alma largamente en la incertidumbre o el sueño, fuerza es que un arranque impetuoso rescate el término perdido, y que se alce y centellee en los aires el hacha capaz de abatir en un momento lo que erigieron luengos años. Ésta es la heroica eficacia de la revolución, bélica enviada de Proteo a la casa de los indolentes y al encierro de los oprimidos.





ArribaAbajo- CLVII -

Cuadro de otoño.


El Invierno, viejo fuerte, se acerca. Su impetuoso resuello llega en ráfagas largas al ambiente de esta tarde de otoño, y roba a todo lo que hay de movible en el paisaje, su quietud o la suave ondulación con que se adormecía. Ahora se inquieta, como malcontento de su lugar, cuanto es capaz de movimiento: las ramas, sacudidas desde su raíz; las aspas del molino, que se persiguen entre sí con furia vana; la cadena del pozo; las ropas tendidas a secar en el cercado vecino; el polvo yacente, que se levanta en gruesas nubes. Por el cielo vagan esos blancos vellones que el viento suele agitar, como enseña, en sus combates. El balcón de la casa de enfrente no se ha abierto. Tras sus cristales asoma una cara dulce y pensativa, más pálida que de costumbre. En cambio, de esa otra cara, casi infantil, que, junto a la enorme y bondadosa de la vaca, veo pasar todas las tardes, el soplo recio hace brotar dos frescas rosas.

Sentado a la ventana, empleo mi ocio en la contemplación. Mientras en mi chimenea se abre un ojo de cíclope que desde hace tiempo permanecía velado por su párpado negro, y junto a mí mi galgo ofrece sus orejas frías y sedosas a las caricias de su amo, se fija mi atención en una muda sinfonía: la de las hojas, que desprendidas, en bandadas sin orden, de los árboles, que van dejando desnudos, pueblan el suelo y el aire, a la merced del viento. Me intereso, como en una ficción sentimental, en sus aciagas aventuras. Ora se alzan y van en vuelo loco; ora, más al abrigo, ruedan solitarias, breve trecho, y quedan un momento inmóviles, antes de trazar, lánguidamente, otro surco; ora se acumulan y aprietan, como medrosas o ateridas; ya se despedazan y entregan en suicidio a la ráfaga, deshechas en liviano polvo; ya giran sin compás alrededor de sí mismas, como poseídas danzantes... Su suerte varia es pasto de mi fantasía, cosquilleo de mi corazón. Me parecen en ocasiones los despojos volantes de un sacrificio de papeles viejos, con los que se avientan cartas de amores idos y vanidades de la imaginación, obras que no pasaron de su larva. Las imagino después el oropel de una corona destrozada de cómico. Se me figuran otras veces manos exangües y amarillas; manos de moribundo, que buscan vanamente tañer, en una lira que no encuentran, una melodía triste que saben... Caen, caen sin tregua, las hojas; y el alma del paisaje éntrase, en tanto, por las puertas del sentido, al ambiente de mi mundo interior. Me reconcentro, sin dejar de atender a las aladas moribundas. Comienza a cantar, dentro de mí, esa elegía marchita que, en el pathos romántico, hay para la caída y el murmullo de las hojas secas. Abandono; voluptuosidad de melancolía; complacencia en lo amargo fino y suave... ¿Dónde está ahora, respecto de mí mismo, el objeto de mi contemplación? ¿Adentro? ¿Afuera?... Caen, caen sin tregua, las hojas; y por un instante siento que su tristeza de muerte se comunica a todo lo visible, y sube al cielo, y le entristece también, y alcanza hasta la línea lejana en que una niebla tenue empieza a tejer su veste de lino. Pero luego, muy luego, la expresión mortal que se había extendido en el paisaje como sombra de nube, se concreta y fija nuevamente en las hojas, que son las que de veras se van y perecen, y que no volverán nunca a su árbol... En lo demás queda sólo una esfumada aureola de esa tristeza, como dolor que nace de simpatía. Las hojas son lo único que muere. El sentimiento de mi contemplación de otoño no llega a producir en mi alma esa ilusión de sueño en que la apariencia triste y bella cobra el imperio de la realidad y nos persuade casi de la universal agonía de las cosas. que este desmayo de la vida no dura. La idea de la resurrección próxima y cierta vela dentro de mí, como en penumbra o lontananza, y mantiene mi sentimiento de la escena en la clave de un recogimiento melancólico. No de otra manera, sobre el desconcierto de las hojas caídas se iergue la armazón escueta de los árboles, firme y desnuda como la certidumbre, y en el acero claro del aire graba una promesa, simple y breve de nueva vida.




Arriba- CLVIII -

Final.


Eacute;ste es mi espíritu cuando toca a su término la corriente de las ideas que para pasar a tu espíritu tenía. El alma del paisaje me da el alma de la última página; y como infusa y concentrada en ella, el alma de las otras; y mi alma misma se reconoce en la pintura de la naturaleza, y por la pintura ve, en imagen, que el libro es su verbo fiel y tiene su acento. El libro y ella son uno: un libro que se escribe, o es papel vano, o es un alma que teje con su propia substancia su capullo. Mientras vuela esta alma mía en el viento que remueve las hojas y conduce las voces de los hombres, mensajero del mundo, lazo que no se pierde, yo quedaré aprestándome otra alma, como el árbol otro follaje, y otra cosecha la tierra de labor; porque quien no cambia de alma con los pasos del tiempo, es árbol agostado, campo baldío. Criaré alma nueva en recogimiento y silencio, como está el pájaro en la muda; y si llegada a sazón, la juzgo buena para repartirla a los otros, sabrás entonces cuál es mi nuevo sentir, cuál es mi nueva verdad, cuál es mi nueva palabra.