
«Museo de limeñadas», libro de costumbres y prefiguración de las «Tradiciones peruanas»
Roy L. Tanner
Ramón Rojas
y Cañas (1830-1881) publicó su primer libro,
Museo de limeñadas, en 1853 en Lima, donde
vivía y trabajaba como periodista y escritor junto con su
amigo Ricardo Palma y otros de los llamados «bohemios»
referidos por éste en «La bohemia de mi
tiempo»1.
En 1854 dirigió El Correo de Lima, «periódico de oposición
razonada»
(Romero de Valle 277)
.
Al año siguiente, mientras realizaba tareas de
crítica teatral en unión de Palma y otros camaradas,
«devino redactor de la opositora hoja
La Voz del Pueblo»
, que se oponía al
gobierno de Echenique. Siguió con la crítica teatral
en 1857 como miembro de una sociedad de nueve personas, siendo una
de ellas Palma (Holguín Callo 573)2.
Más tarde en su vida sacó otras dos obras -Vicios
y virtudes del gran Mariscal Castilla (1874) y La guerra
del Pacífico (1880). Sin embargo, lo recordamos sobre
todo por su primer libro.
Museo de limeñadas es una obra satírica de vena costumbrista que abre una ventana sobre la sociedad limeña de mediados del XIX. Al servirse de las flaquezas de la metrópoli como tema de esa sátira, perpetúa una tradición ya bien establecida en la Ciudad de los Reyes por Mateo Rosas de Oquendo, Juan del Valle y Caviedes, Alonso Carrió de la Vandera y Terralla y Landa. A la vez continúa la temática y técnica de las obras costumbristas peruanas (Felipe Pardo y Aliaga y Manuel Ascencio Segura) así como españolas, principalmente las de Larra, donde el cuadro de costumbres se vuelve arma de invectiva y combate al enfocar atrasos y abusos sociales. Tanto Rojas como Palma gozaban de las obras del escritor español, las cuales, junto con las de Mesonero Romanos y otros costumbristas españoles, aparecían con frecuencia en los periódicos de Lima (Watson-Espener 53, 94). En el Museo se refiere a Larra en dos ocasiones (10, 21)3.
El Museo
también nos hace pensar en Palma mismo. A menudo uno que
otro aspecto del libro de Rojas nos recuerda las famosas
Tradiciones peruanas (todavía no escritas). Parece
un reflejo del Palma que habría después y del Palma
periodista que Rojas ya conocía. Es como ha dicho Ventura
García Calderón: «Sin que
alcance este escritor la gracia de Palma, puede
considerársele, sin embargo, como su precursor en el
análisis minucioso y socarrón de la realidad
limeña a mediados del siglo XIX»
(Romero de Valle
277).
Los dos escritores
compartían «muchos valores y
aspiraciones»
. Juntos redactaban artículos para el
periódico, componían crítica teatral,
asistían a tertulias y comentaban la movediza escena
limeña. La segunda comedia de Palma, «Criollos y
afrancesados» (1857), parece hacer eco al cuadro del
Museo titulado «El limeño criollo y el
afrancesado». Ambos jóvenes aspiraban a conseguir un
cargo o destino en el Estado y hasta se veían con derecho a
tal puesto (82)4.
Pero a diferencia de Palma, Rojas y Cañas evitó
«pisar por la espinosa senda de la
política»
(116) en sus escritos (al menos en el
Museo). Tras la muerte de Rojas, don Ricardo apuntó
que «fue periodista y escritor de
costumbres. Su estilo, un tanto desaliñado, era chispeante y
con frecuencia cáustico. El más notable de sus
opúsculos es el Museo de
limeñadas»
(TPC 1306).
Lo que nos proponemos en este artículo es, en primer lugar, analizar al autor del Museo en su papel de observador agudo de lo limeño y, en segundo lugar, ir considerando la interesante hipótesis de que el Museo hubiera servido de factor influyente en algún aspecto del desarrollo de las Tradiciones peruanas.
Lo que primero
llama la atención en el Museo es la postura del
narrador, la cual evoca la falta de pretensión social o
literaria tan característica de los costumbristas
españoles (Watson-Espener 31). Al principio establece una
fingida modestia retraída que se sigue sosteniendo -«mi modesta publicación»
(3),
«No tengo, pues, estilo»
(9).
Tal actitud contribuye al tono humorístico que se mantiene a
lo largo de la obra y también logra que descuellen aun
más las torpezas designadas por el autor. En varias partes
articula su propósito en escribir, a saber, que haya
más pureza en las ceremonias cristianas, que la sociedad se
depure de todos sus «ribetes de necedad y
de ridiculés»
(42) y que, quitándose el
vendón, reconozca y se purgue «de
mil lunares que la desfiguran»
(67). En efecto, no pinta
costumbres a fin de preservarlas para la posteridad sino para que
se corrijan, aproximándose en este sentido más al
tono de Pardo y Aliaga y Manuel A. Fuentes. Las únicas
buenas que retrata aparecen sólo para servir de contrapunto
o cuando lamenta la pérdida de ellas5.
Pero junto con tan elevadas metas confiesa que también
quisiera «procurar[se] algún
dinero sin recurrir a los infames recursos de
petardearlo»
(4) y por eso les insta a sus «benévolos compatriotas»
que
compren el libro y no se lo presten a nadie (102-104). Vale notar
que en todo lo que escribe le guían las creencias liberales
tan típicas de los románticos bohemios
limeños.
Con frecuencia el
discurso del Museo se vuelve meta-costumbrismo al
analizarse a sí mismo, la naturaleza de su estilo y actitud
y el atemorizante desafío que era componer artículos
de costumbres en una Lima tan aficionada «a la punzante crítica»
(7) y
tan ajena al encomio (124-125). Rojas entendía claramente la
teoría que gobernaba los libros de costumbres. Comenta el
cuidado que el escritor tiene que tener «si se le antoja pisar los arenosos terrenos de
la alusión determinada»
(55), si procura enmendar
los vicios de su ambiente o si enfrenta «la amarga realidad de lo que pasa en
Lima»
(81). Dedica muchos renglones a la cuestión
de escribir de costumbres o abusos en Lima siendo limeño o
peruano. Según él, existía una
predisposición de rechazar cualquier cosa fraguada por
«un hijo del país»
(8),
de tachar a tal persona de escritorzuelo de costumbres (110) y de
escarnecerlo «tornándolo en una
víctima injusta de la más brutal
reprobación»
(7) mientras se sigue estimando al
extranjero. En «Las tías y el sobrinito» el
autor analiza la cuestión:
(96) |
El anónimo
a que se refiere, junto con comunicados de pseudónimo, eran
en verdad armas de venganza y de crítica sumamente populares
en Lima y esgrimidas casi siempre en los
periódicos6.
Este resentimiento hacia los limeños que apreciaban
más los escritos de los extranjeros que los de los peruanos
emerge en el «Vice-prólogo» en una velada
queja-crítica sobre la novela El inquisidor mayor o
historia de unos amores del chileno Manuel Bilbao, obra
«anticlerical de costumbres
limeñas»
, que Palma había atacado desde
El Mensagero (sic) en 1852 (Holguín Callo
448-450).
Rojas siempre
está muy consciente de su audiencia limeña. Como
Palma, entabla diálogo-monólogo con ella, le hace
preguntas, reacciona, le pide que sea benévolo para con su
obra y prevé y replica posibles acusaciones de parte de su
público. Con tono pesimista lamenta que su pueblo nunca
quisiera aceptar «hermosas
verdades»
aunque él fuese capaz de concebirlas
(108-109).
La estructura del
Museo es algo creativa en cuanto al prólogo. A fin
de evitar que los lectores perezosos dejasen de leer su
prólogo en su totalidad, inventó la patraña de
dividirlo en cuatro partes -Prólogo, Vice-prólogo,
Sub-prólogo y Contra-prólogo-, lo que sí
aumenta la probabilidad de que los lectores lo recorran «hasta el final»
mientras añade
una nota más de jocosidad al tono de la obra. Los cuadros
mismos son breves, variando entre dos y ocho páginas
impresas. Los más cortos están agrupados bajo el
arbitrario título de «Ranfañote».
Otro aspecto estructural de interés son las introducciones de muchos de los bocetos. El costumbrista los emplea no sólo para suscitar interés en el asunto, encaminar al lector a él y satirizar tal cual usanza sino también para tornar al meta-costumbrismo, o sea, para discurrir sobre lo problemático que es dar a luz artículos de costumbres en el ambiente limeño. Además, el libro tiene siete láminas o grabados recordativos de Pancho Fierro aunque Rojas los adscribe a su hermano. Se burla de la manía de muchos de juzgar un tomo por la cantidad de dibujos que contiene. Los diferentes cuadros se componen de párrafos de variada extensión, ninguno demasiado largo. Las frases tienden a alargarse pero sin perjudicar la fácil comprensión de la lectura. Algo frecuentes son oraciones largas consistentes en una serie de cláusulas anafóricas y las preguntas retóricas que el autor emplea para atraer al lector y obligarlo a pensar más en lo que se va elaborando.
Consideremos ahora el tono y el estilo para luego pasar a una categorización de los vicios que más le llamaron la atención a nuestro casi desconocido costumbrista peruano.
Mayormente el tono del libro en cuestión viene informado por la sátira, la cual a menudo se ve asociada con el humorismo y la ironía. En varias ocasiones el autor también recurre al sarcasmo y con alguna frecuencia se expresa simplemente con buen humor. En ciertos momentos, cuando siente la necesidad de desahogarse, opta por la pura invectiva. Su técnica es o satirizar algún uso y luego asentar con claridad lo que ha querido decir o ir en orden contrario.
En el
Museo el tono y el estilo quedan vinculados, el uno
determinando al otro. Rojas emplea varios vehículos
estilísticos para dar voz a su perspectiva satírica.
Los de mayor resonancia en el libro son la parodia y la caricatura,
las cuales siempre andan cogidas de la mano. Hablando de la parodia
Gilbert Highet ha opinado acertadamente que es «una de las formas más encantadoras de la
sátira»
, una que «brota
del corazón mismo de nuestro sentido de la comedia, el cual
es la feliz percepción de la incongruencia»
(67).
Básicamente en cada cuadro del Museo la
práctica o limeñada destacada viene ridiculizada
mediante un diálogo o monólogo que parodia el modo de
hablar de las personas involucradas en la usanza indicada. Por
ejemplo, capta así la reacción de los limeños
que «en son de burla»
expresan
su menosprecio por el pobre costumbrista que se atreve a
señalar vicios y abusos: «¡Gua! miren pues a
ño Fulano! ¿Pues no se ha vuelto un
simplón, un oyetonaso? Sí;
véanlo criticando a su mesmo país»
(18-19).
No es infrecuente esta mímica burlesca de la
pronunciación de cierto grupo social. La ignorancia de los
que defienden por el prójimo sin saber toda la verdad se
acentúa en la siguiente exclamación: «¡Imposible! ¡No lo creo; no es
capaz! ¿Ella que comulga, que ayuna y que está
recién salida de ejercicios? ¡Ay! Ave María...
¡digo que ña Chabelita no es capaz de semejente [sic]
cosa!»
(22-23)7.
La parodia escarnece al sujeto mofándose de él al
escenificar su corrupción o punto flaco. Tal ocurre en el
caso de los medicastros de Lima, a quienes Rojas capta
engañando con soliloquios de entremés (47).
A veces esta constante parodia en el Museo viene acompañada de una descripción ridiculizante de ciertos gestos, posturas u otras acciones. De nuevo el objetivo es hacer resaltar algún tipo o uso dignos de befar, según el criterio del escritor. Los entes así señalados quedan grabados en la imaginación por ser tan plástica la imagen que se crea. Por ejemplo, como Palma haría después de él, Rojas y Cañas produce mucho humor satírico de la representación de viejas captadas en una posición o actitud no tan favorable. Considérese este retrato de la sección «¡El desnaturalizado!»:
(19) |
Vinculados con la
caricatura se notan también enfoques en la ropa y ciertas
preferencias. Como es sabido, la ropa «ha
servido históricamente para crear la imagen del
individuo»
(Meléndez 411). La ropa era un signo
social y Rojas hizo uso de ella y su significación
temática y asociativa en sus cuadros para puntualizar cierta
mentalidad e identidad cultural y social y a fin de subrayar faltas
como la vanidad de Fulano, quien, luciendo «traje de terciopelo y otros
discantes»
, se desvive por llamar sobre sí la
atención del «resto de la
población»
(66).
Varias otras
tendencias estilísticas funcionan en la obra de Rojas y
Cañas para transmitir una visión satírica. A
veces usa analogías. En otras ocasiones se vale de los
sobrenombres, como después haría Palma. A menudo saca
provecho del acuñar palabras nuevas e insertar peruanismos,
también a la futura manera de su amigo Palma así como
a la de otros costumbristas peruanos. Considérese «adefesiero»
(33), palabra defendida
por Palma en su «Neologismos y americanismos» (1384), o
«mercachifleo»
(108), «articulizar»
(110), «carterismo»
(112) y «femeniniazar»
(121). También
juega con los nombres al retratar, por ejemplo, a los
médicos, como Lizardi en el Periquillo: «el dotor Sinapismo»
(46).
El Museo
está salpicado de peruanismos. Su creador, consciente de
dirigirse a los limeños criollos de la naciente clase media,
echó mano al «lenguaje peculiar
[...] de la jeneralidad de ellos»
(85) al forjar sus
bocetos. Utiliza tales vocablos para establecer un contacto
íntimo con sus lectores, para caracterizar y parodiar y para
crear un ambiente totalmente limeño a manera de Palma.
El estilo de Rojas y Cañas se asemeja mucho al futuro estilo de las Tradiciones peruanas en el uso para fines satíricos de una técnica sumamente difundida en el Museo -el circunloquio. Prefigurando los escritos de Palma, recurre a expresiones eufemísticas a lo largo de su obra para ridiculizar, para contribuir al tono juguetón y humorístico que rige los cuadros, para agregar mayor variedad a la expresión, para añadir una nota de color cultural y a fin de aumentar el impacto visual de lo que describe. A menudo la circunlocución encarna una metáfora o la personificación. Inevitablemente pensamos en Palma cuando Rojas habla de la muerte y satiriza a los acreedores:
(50-51) |
Palma: [...] cometió la tontuna de morirse. |
(TPC 240) |
También prefigura a Palma con las locuciones perifrásticas que designan a las prostitutas o las viejas. Compárense:
R&C: «pecatrices de la noche, puras vestales de las tinieblas». |
(37) |
Palma: «gentualla de vergüenza traspapelada»; «niñas [...] del honor desgraciado» |
(322; 1077) |
Pedro M.
Benvenutto Murrieta en su libro El lenguage peruano arguye
que «la forma diminutiva tiene en el
país una especialísima importancia, y la
elocución familiar, tanto como la literaria, muestran muy a
las claras la insistente preferencia»
(133). Museo de
limeñadas confirma lo dicho. El autor esparce en sus
cuadros una amplia dosis de diminutivos, los cuales casi siempre le
sirven de una manera u otra para reforzar la sátira con que
enmarca e ilumina las odiosas inclinaciones en cuestión. Con
frecuencia se aplican a los nombres -Ricardita, Carmensita,
Pascualita- creando así un tono paternalista que destaca
fallas personales como la vanidad, ingenuidad, tontería,
superficialidad, estupidez, etc. En «Porquerías y
adefecios» Rojas anticipa al estilo y tono de las tradiciones
de Palma tanto en el uso ridiculizante de los diminutivos como en
dirigirse a las lectoras en forma jocosa:
Estilísticamente hablando, Rojas y Cañas
también se parece a Palma en el abundante uso del lenguaje
figurativo, sobre todo el símil. En el Museo, como
en toda literatura buena, el empleo de términos figurativos
«enfatiza y afila el encanto»
,
ayudando así «al lector a ejercer
su propia facultad para crear imágenes»
(Elwood
101-102). Como su «compinche» Palma, Rojas estaba
consciente de las ventajas que se conseguían mediante la
sabiamente situada amplificación del significado
básico de una palabra. En su obra echa mano al símil
y a la metáfora como vehículos del humor,
particularmente el humor de la sátira, para realzar la
descripción de los tipos, para enganchar más al
lector, para sacar a colación soslayadamente ciertas
costumbres y para remachar el punto que desea comunicar.
En cuanto a la
sátira, se encuentra tanto en el comparante o primer
término de la comparación como en el vehículo
o segundo término, como Palma haría después.
Burlándose de las nuevas modas, Rojas se refiere a la nueva
«capota que simula un apagador de
vela»
(127). Se ríe de ciertas señoritas
presuntuosas que, al recibir un saludo, se quedan «tan fruncidas y estirada[s] como las que llevan
a sepultar»
(69). Como iba a pasar en las tradiciones,
las comparaciones que satirizan a ciertos tipos en el
vehículo son particularmente humorísticos y se
compaginan con la bien conocida lisura peruana así como con
la herencia hispánica (Cervantes, Quevedo, etc.). Es interesante yuxtaponer citas del
Museo donde se befa de ciertas tendencias frailunas con
otras correspondientes de las Tradiciones peruanas.
R&C: [...] pero, ya que la ocasión se ha presentado, como fraile llamado con campanilla de comedor, |
(45) |
Palma: Por supuesto que el galán se apareció con más oportunidad que fraile llamado a refectorio. |
(TPC 802) |
Sus metáforas, aunque no tan numerosas, a veces también nos encaminan a don Ricardo.
Íntimamente
relacionados con tales fuentes del humor son los juegos de palabras
que enriquecen el estilo y el tono de Rojas y Cañas y que
Palma llevaría a la perfección en sus escritos
posteriores. Normalmente Rojas los emplea con fines
satíricos y humorísticos, como cuando alude a los
afrancesados limeños -«Paréceme que, para dar una idea de l[o]s
jóvenes Emparisados (que de puro necio [...]
merecerían hallarse empalisados) [...]»
. (90).
Ahora bien. Como
ya notado, la ironía también funciona en el
Museo, a menudo en compañía de la
sátira o el sarcasmo. Aunque no puede compararse en cantidad
y versatilidad con la ironía de Palma, «el primer ironista de la lengua
castellana»
[Unamuno] (Rumichaca 194), su uso, junto con
el sarcasmo, resulta eficaz en la realización de los fines
mofantes del costumbrista. Su inicial postura de humildad
constituye un caso de ironía ya que se colige por toda la
obra un orgullo subyacente de parte del autor por lo que va
realizando. A veces puede concernir la fingida omisión de
algo que luego se menciona o alguna contradicción. Cuando el
narrador se llama «hereje
indigno»
o «ateo
nefando»
(120), sabemos que reina una gran ironía
sarcástica por la condenación contundente que acaba
de asestar a la carrera eclesiástica. Paralelamente
desciframos la ironía sarcástica en «¡Tiene doce años la
preciosura!»
(15) sabiendo que el autor abomina de la
actitud de la niña para con los libros.
Esta ironía satírica rige buena cantidad de alusiones en el Museo. Puede operar sobre un título, una palabra, una frase o todo un párrafo. Puede divertir empleando una ligera porción de sátira o respaldar un ataque feroz. A menudo evoca el tono palmiano de las tradiciones cuando los dos autores coinciden en el uso de cierto tipo de ironía. Nótese, por ejemplo, el empleo irónico de la fingida omisión de la censura en las siguientes citas:
(105-106)8 |
Palma: Eso de que la barraca fue cloaca donde pescaban, sin caña, anchoas y tiburones las sacerdotisas de Venus [...] téngolo por chismografía y calumnia de pulperos. ¿No te parece, lector? |
(TPC 741) |
También
coinciden en el uso de la ironía cuando el muy involucrado
narrador articula expresiones antitéticas de no tomar
partido, lo que he llamado en otro lugar «a feigned
middle-of-the-road attitude»
o cuando se
deshacen de un asunto como Pilatos (Tanner, Humor 27):
R&C: ¿Me preguntan si es copiado este carácter? Ni puedo decir que sí ni puedo decir que no! Búsquenlo, y acaso encuentren muchos parecidos, en Lima. |
(59) |
Palma: Yo no lo niego ni lo afirmo. Puede que sí y puede que no. Tratándose de maravillas, no gasto tinta en defenderlas ni en refutarlas. (TPC 27)
Lo dicho sarcásticamente a menudo viene desmentido por los hechos presentes en el cuadro. Como veremos más adelante, el sarcasmo de Rojas es particularmente fuerte cuando se aplica a los curas y los médicos.
Claramente el tono
de Rojas abarca la sátira, la ironía, el sarcasmo y
la invectiva. Muchas veces los primeros tres van acompañados
de alguna porción de humorismo, a veces más a veces
menos. Rojas afirma que escribe para purificar las costumbres de
Lima, pero también había cogido la pluma para
entretener, como se hace patente en las muchas escenas o
comentarios evocadores de la risa. Lo que he apuntado en otro lugar
caracteriza bien la interrelación presente en el
Museo: «Humor, satire, and irony together pounce on
human folly as their common prey»
, «intermixing and
cross-pollinating»
en muchas variaciones y
grados (Tanner, Humor 9,10). Una de las escenas más
chistosas captadas por Rojas tiene que ver con Ricarda, una joven
vana sentada en el balcón del palco teatral, quien, mediante
un sinfín de gestos, intenta lucirse y ostentarse: «ya se mira el pecho ya se mira los hombros
[...] ya tuerce la mirada»
, etc. Tras señalar todos sus
movimientos, el costumbrista echa esta pullita: «¿A esta niña la dan de comer
azogue?»
(63).
Ramón Rojas y Cañas manifiesta un destacado propósito moralizante. Su temática gira en torno a las relaciones entre personas y las fallas personales que afectan tales relaciones. Bajo esa rúbrica sus consideraciones se extienden desde problemas fundamentales de la sociedad hasta mediocres costumbres personales, sociales y lingüísticas. Varias de las «limeñadas» eran en verdad universales, comunes entre todos los seres humanos, pero algunas atañían sólo a la sociedad limeña.
Tocante a las relaciones personales el costumbrista designa varias tendencias que encierran la insensibilidad o falta de bondad hacia los demás. En «¡Es un aplanador! -¡Es un ocioso!» Rojas examina la arraigada propensión a juzgar al prójimo y medir el grado de su virtud a base de un criterio deficiente, es decir, por la cantidad de misas y ayunos en que participa o la labor visible que lleva a cabo (22-24).
El costumbrista
peruano escribe bajo una poderosa influencia romántica y
republicana. Por ende, aboga inteligible y fuertemente por la
libertad, igualdad y fraternidad para todos. Condena el esnobismo
de ciertos aristócratas rancios, quienes se enfurecen al ver
a alguien «un poquito más
trigueño que»
ellos en los bailes de palacio
(29-30)29.
Como su amigo Palma haría después por medio de la
sátira y la ironía, Rojas denuncia la estupidez de
observar en tiempos republicanos las «quijoterías»
de la colonia,
«de esos tiempos de dominación y
vasallaje»
(29).
La insensitividad
también se manifiesta de otras maneras. En el Museo
se desprecia a aquellos que no saludan o que sienten la necesidad
de saludar demasiado o de siempre detener al prójimo con
alguna plática a pesar de la obvia prisa de éste. Se
advierte contra el prestar libros porque «un libro, nunca vuelve [caso de volver] en el
estado mismo en que fue prestado»
(102). En «Los
apodos» hace resaltar la lastimosa inclinación
limeña a murmurar o chismear «acerca de las bagatelas»
de los otros
y a engrilletarlos con sobrenombres inapropiados u ofensivos por
cualquier adelanto que realizan. Hasta confiesa el autor haber
contemplado la probabilidad de tener que cambiar su nombre a
Ño Museo después de publicar su libro. Palma, en vena
más humorística y burlona, se vale intensivamente de
los motes a lo largo de sus tradiciones (Tanner, «Art» 81-92; Bazán
Montenegro 98-105).
También cabe bajo esta categoría la tendencia en Lima a befar a cualquier persona que se preste para ello (113) y especialmente la de atacar maliciosamente con invecticas y anónimos al pobre costumbrista que se atreve a revelar los adefesios y abusos contemporáneos (96). Rojas y Cañas dedica todo un cuadro a «Los preguntones», o sea, personas tan insensibles que abruman a uno con sus preguntas incesantes (122, 123).
Las relaciones
personales y familiares son afectadas poderosamente por rasgos
tales como la vanidad, hipocresía, arrogancia, jactancia,
ingratitud, envidia y egotismo. En forma de costumbres amaneradas
todos éstos atrajeron el ojo avizor del costumbrista
peruano. En especial le llamó la atención la vanidad
en sus múltiples manifestaciones. Por ejemplo, en el cuadro
(irónico) «El jovencito de 80 años»
singulariza al viejo que se afana por parecer joven. Este «verduzco sujeto»
queda
ridiculizado al revelar su afición por los peluquines y su
propensión a «ataviarse,
perfumarse y estar entre las mocitas»
. Al final Rojas
resume la caricatura afirmando que «hay
vejestorios que sudan la gota gorda por echarla de
jovencitos»
(56, 57).
El autor percibe
en Lima una exagerada sed o «fiebre de
notabilidad»
que fomenta la vanagloria y el fuerte deseo
de «ser reparados por el resto de la
población»
(66). Dedica varias cuartillas al
fenómeno mofándose mediante la parodia y la
caricatura de los que «desprecian la
sociedad de sus paisanos»
(86). Critica esta nueva
dependencia mientras escarnece a los que se han hecho esclavos de
la moda extranjera, sintiendo singularmente la consecuente
pérdida de la «única
Limeñada que debía conservarse»
(126), es
decir, la saya y manto.
A mediados del XIX
este atuendo de las célebres tapadas, comentado hasta por el
visitador en El lazarillo de ciegos caminantes (458;
Melléndez 429), iba cediendo el paso al traje afrancesado.
Los bohemios, inspirados por el espíritu romántico,
defendieron la prenda tradicional en varios de sus escritos. En una
de sus primeras tradiciones, «Lida», escrita en el
mismo año 1853 en que salió el Museo,
Ricardo Palma las retrató como «lindas hijas del Rímac, vaporosos
serafines del amor que con sólo una mirada llena de
voluptuosidad y vida, encienden una hoguera en el
corazón»
(36)10.
Su amigo y cotertuliano Rojas y Cañas compartía los
mismos sentimientos, argumentando que «la saya y manto, es, una limeñada
perfecta»
que debería respetarse como traje
«característico del
país»
y distintivamente limeño (126).
Curiosamente Manuel Fuentes, perspicaz observador de la sociedad
limeña, abrigaba sentimientos contrarios: «ya sea que nosotros tengamos mal gusto, o que
no hayamos podido descubrir las bellezas de la saya, no lamentamos
su total estirpación»
(101)11.
En «Le
daré de patadas» Rojas señala otro «lunar»
que afeaba a su sociedad, a
saber, la costumbre de pronunciar, «por
lo regular delante de mujeres»
(60), baladronadas o
bravatas que jamás llegan a cumplirse en la carne. Nada
más común que escuchar a alguien ofrecer «dar bofetadas al mismo Cid Campeador, y sin
embargo, nada hay tan escaso en Lima, como las polémicas de
obra»
(61). Una cercana falla de personalidad, la
envidia, también viene zaherida así como la
hipocresía, otro vicio cotidiano. Todo esto parece vinculado
a la hipótesis de Rojas de que «el instinto más predominante en toda la
cristiandad, es el del egoísmo»
(101).
Ciertas
profesiones merecieron un estudio especial en el Museo.
Siguiendo la senda ya abierta por Valle y Caviedes y la que poco
después sería extendida y cultivada por Palma, Rojas
y Cañas «arremete sin
misericordia contra corrompidos galenos y clérigos
materialistas y frívolos»
(Watson-Espener 114) que
abusaban de su posición en la sociedad. A los «medicastros»
o «ignorantes mercachifles de la salud»
(44) los pone en ridículo puntualizando una serie de escenas
o «peti-piezas» en las que por medio de la parodia se
subraya sus mil pataratas y su total carencia de caridad,
compasión y ética profesional. Los capta recetando
remedios que no sirven (baños de afrecho), cobrando a los
tristes deudos del difunto sin haber hecho nada o pasando a otro
médico al enfermo grave para que no se desacrediten al morir
su paciente. Sin embargo y a pesar de tales condenaciones, el autor
se esfuerza por ofrecer una visión balanceada en el cuadro.
Reconoce la presencia de muchos médicos decentes en Lima y,
siempre preocupado por la opinión de su audiencia, jura bajo
«palabra de honor, que [su]
propósito no es tocar en lo menor, el personal respetable de
[...] facultativos»
(43; 43-53).
Su
descripción y enjuiciamiento de ciertos aspectos de la
religión católica es contundente por su franqueza y
mordacidad. Condena el materialismo del clero sin misericordia
afirmando que «el culto y la limosna
sagrada, son una mina tan inagotable, como fácil de
explotar, a todo aquel minero que se tome el trabajo de armar un
altarejo, con un santo chapucero»
(107), metáfora
que repite en otro cuadro, «Sotanas en Lima». Ve las
mesas de santo en Lima como una especulación, «un mercachifleo de
relijión»
, y al Vaticano como una posible casa de
comercio (108). Reconoce que hay clérigos virtuosos y sabios
en la ciudad de Lima a quienes acata «con ánimo sereno»
(120) pero
sobre el reverso de la medalla deja caer una fuerte
reprobación -«sacerdotes venales,
clérigos egoístas, frailes inclinados al vicio y a la
orjía, monjes concupiscentes y pendencieros»
(119). Denigra a los curas que inspiran una «humillante veneración hacia sus
personas, las cuales, casi divinizadas, «ni humanizadas
merecerían estar»
(118). Huelga decir que con tal
tono y perspectiva presagia el vigoroso anticlericalismo que
habría de caracterizar las Tradiciones peruanas de
su amigo Palma, otro joven sólidamente liberal y
romántico y testigo ocular de tales vicios.
Rojas y
Cañas censura un amplio espectro de debilidades humanas a lo
largo del Museo. Siguiendo la senda ya abierta por
Pardo12,
ironiza en particular a Lima, la ciudad supuestamente ilustrada,
culta y progresista, por su espíritu provincial y rutinario
de miras estrechas que no le permite apreciar lo que es
verdaderamente de valor. Regaña a sus paisanos por actuar
como una madre para con «todos los
Monsieurs»
(80)
mientras, como madrastras, reprenden a los pobres escritores
limeños a quienes acusan de simplones siendo los acusadores
mismos del más destacado aldeanismo y vulgaridad.
En su estudio de
los costumbristas peruanos del XIX Maida Watson-Espener nota que de
entre Felipe Pardo y Aliaga, Manuel Ascencio Segura y Ramón
Rojas y Cañas sólo el último «usa el lenguaje no sólo para lograr
efectos de caracterización y de colorido local, sino que
éste deviene asunto principal y foco de interés en
sus cuadros»
(117)13,
característica que lo acerca aun más a Palma. Una
buena muestra es el cuadro consagrado a «Los
disfuerzos», palabra netamente peruana que, pese a no figurar
en los diccionarios (aún hoy), ocupaba un lugar corriente en
la expresión limeña y peruana. El disfuerzo
quiere decir una «negación de la
naturalidad y entraña, por tanto, un esfuerzo para llamar la
atención»
(Hildebrandt 150). Juan de Arona lo
llama «peruanismo formidable»
(183). En ese artículo el autor suministra varios ejemplos
anecdóticos del uso del término en sus diferentes
formas morfológicas y luego, con socarronería pero a
la vez con cierto orgullo de limeño, lanza lo siguiente:
(78-79) |
Hasta parodia a las jóvenes de rango inferior que pronuncian «dijuerso»: «-¡Gua con el dijorsao! - Ave María con tanto dijuerzo» (79).
Otro cuadro
semejante se titula «Porquerías y adefecios».
Allí, tras confirmar que los peruanos se precian de hablar
el castellano con más perfección que en casi
cualquier otra parte de Hispanoamérica, confiesa que ciertos
vocablos se han arraigado en el país con acepciones
distintas a las que se les solía dar, incluso las palabras
del título. Con gran ironía y humor recordativos de
Palma declara que todo «es en Lima
porquería»
, dando luego una serie de
ejemplos del uso de ambas palabras: «-¿Qué tal es el "Museo de
Limeñadas"? -¡Una porquería
cabal!»
(34). En otra nota enfoca el
«¡Ay!» limeño que, como dice él,
«es más prolongado mientras
más admirativo»
- «Aaaayyy»
(75)14.
La
contemplación de la sociedad limeña por Rojas y
Cañas también incluye el frecuente escarnio de la
gente ingenua y molestosa subrayando sus «despropósitos y
majaderías»
(40). Un blanco especial para sus
dardos son los que tienen «la
simplicidad de reconocerse»
en los cuadros de costumbres
generales, quienes después acosan al pobre redactor y
«rematan su ridiculez, dándose
por agraviados»
(94)15.
Como ya hemos indicado, señala como despreciable vicio la
falta de franqueza y honestidad en las relaciones entre personas.
Bajo el irónico título de «No es menester
comprar sombreros en las sombrererías» analiza en
forma burlona el peligro que corre uno en las tertulias y los
bailes de perder su sombrero. Según esta moda reinante, los
primeros en salir de tales funciones sociales se creen autorizados
a llevarse el mejor sombrero disponible dejando «en reemplazo el suyo viejísimo y
mantecoso»
(64-65). Nuestro autor también percibe
con pena la inoportuna pérdida de la inocencia entre los
niños junto con el demasiado temprano comienzo de la
sofisticación y la corrupción. También deplora
la superstición (108, 118).
A lo largo de este
recorrido por el Museo hemos aludido a la afinidad
estilística, tonal y (en parte) temática entre el
Museo y las Tradiciones peruanas. Resulta
interesante resumir estas semejanzas y mirarlas un poco más
de cerca para así entender mejor el Museo de
limeñadas como libro costumbrista y en su papel
precursorio con relación a las tradiciones. Los dos autores
y amigos eran románticos y liberales y observadores
penetrantes del ambiente limeño. Ambos apreciaban las buenas
tradiciones y costumbres del ambiente limeño, las cuales
preservarían por la palabra escrita, mientras hacían
resaltar mediante su sátira e ironía las
limeñadas dignas de ser minadas y burladas. Cultivaron bien
el humorismo. Los dos manifiestan en sus obras un amplio
conocimiento y manejo del castellano limeño y su
potencialidad así como un interés significativo en el
uso y desarrollo del lenguaje mismo. Tocante al estilo Rojas parece
anticipar a Palma en el hábil empleo del circunloquio, el
lenguaje figurativo, el inserto de vocablos latinos y referencias
autobiográficas, la alusión literaria (don Quijote,
Larra, etc.), los juegos de
palabra, los refranes y los diminutivos, aunque siempre en escala
menor en comparación con la maestría de su amigo. La
postura narrativa también los enlaza ya que los dos se
esfuerzan por establecer una presencia muy palpable y abierta.
Dialogan y chancean con los lectores mientras presentan una fachada
de humildad irónica. Ambos escritores manifiestan en su
propia escritura una viva conciencia de las posibles recepciones de
sus escritos de parte del público, sea desconocido o
familiar. Sabiendo las «quisquillosas
susceptabilidades»
(TPC 566) de los lectores,
Rojas se mantiene dentro «de los
dominios del libro de costumbres»
(55) evitando
así nombrar a personas específicas mientras que el
tradicionista, tras haber escarmentado con «La
emplazada», desbautiza prójimos a troche y moche para
no dejar abierto un «resquicio a
críticos de calderilla y de escaleras abajo»
(TPC 1063).
Estando Rojas tan seguro del rencoroso rechazo que esperaba su
libro, satirizó vehementemente a sus futuros lectores que
iban a cometer tal injusticia (18). En una mezcla de broma y
lamentación exclama: «¡Oh!
quien pudiera ser estranjero [...]. El estranjerismo es en
Lima el único preservativo contra la feroz
crítica»
(8), aludiendo a la (para él)
asquerosa costumbre limeña de sólo aceptar
corrección si viene de voz extranjera (82-83).
Toda esta
consanguinidad estilística parece deberse al hecho de ser
ambos escritores del medio limeño, de compartir genios
chispeantes semejantes y de haber sentido los dos la influencia de
los costumbristas peruanos y españoles así como de
todos los grandes autores castellanos. También
tendría algo que ver con el constante chancear e intercambio
entre sí en el trabajo y en las tertulias. Parece
lógico que discutiesen y compartiesen sus creaciones
literarias quizás haciéndose sugerencias sobre ellas.
De todos modos, Rojas y Cañas pudo sacar a luz una obra que
parecía reflejar, aunque parcialmente, en su estilo, tono y
temática las renombradas historietas de su camarada Ricardo
Palma, las que en aquel momento todavía quedaban en el
tintero. Hasta qué punto influyó en ellas no es
factible decir, pero no parece aventurado sugerir una posible
influencia recíproca en esos primeros años. Lo que
sí se puede sacar en limpio es que ambos desarrollaron un
estilo jocoso e hiriente para sus artículos
periodísticos, el cual Palma encaminó después
al fértil terreno de la historia colonial y republicana
mientras que su amigo, no hallando una temática que le
permitiese desarrollar más sus dotes, se contentó con
publicar para la prensa y componer una que otra obra
miscelánea. Enrique Pupo Walker lo enfoca así:
«[E]n el marco equívoco del
costumbrismo, el peruano Ricardo Palma (1833-1919) fue quizá
el único escritor hispanoamericano que logró
transformar aquella literatura ocasional y pintoresca en relatos de
indiscutible vitalidad imaginativa»
(citado en
Watson-Espener 143).
A comienzos de la
segunda mitad del XIX Ramón Rojas y Cañas
vivía en una Lima que para él constituía
«un vasto almacén [...] de
costumbres sociales»
que se prestaba perfectamente
«para la edificación de un libro
de costumbres raras y chocantes»
(94). Valiéndose
de su don de expresión desarrollada en el periodismo, se
puso a producir tal libro. Tal vez bajo la influencia de Palma y
otros amigos bohemios y sin duda bajo la de los costumbristas
anteriores y coetáneos, escribió una serie de cuadros
de costumbres que acertaron a captar y comentar en forma burlona y
a veces hiriente una multiplicidad de usos propios de sus
conciudadanos así como, en varios casos, de la generalidad
de los seres humanos. Tal tomo, tras siglo y medio de relativa
obscuridad, vuelve a la luz crítica que su autor tanto
anhelaba y temía.
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