MARÍA ELENA.-
Óyeme, Blanca. Óyeme y
tendrás compasión de esta desventurada,...
(Mirándola fijamente, con voz velada
por la angustia.)
Pero ¿no lo había
comprendido?... ¿no lo habías comprendido, Blanca?... ¡Ay,
le amaba!... Aquí en Mar del Plata le conocí. Fue un
sábado, en San Pedro. Eran las cinco. En la mística soledad del
templo no se oían sino nuestras voces. Ensayábamos en el coro.
Una penumbra crepuscular llenaba el recinto y un aire de santidad flotaba en el
santuario desierto. Sólo allá en el fondo, junto
—258→
al
altar mayor, una débil lámpara velaba al Señor
Sacramentado, dormido en su sueño de inefable amor... Oímos rumor
de pasos y una joven pareja del pueblo, seguida de un pequeño cortejo,
apareció. Iban a casarse. Guardamos silencio, tal era el encanto de esa
sencillez que hacía más augusta la ceremonia. De pronto,
sorprendida, creí divisarle entre el pequeño séquito.
Sí, era él, era Alberto. El novio, pobre labriego protegido suyo,
conociendo su llegada el día anterior, había ido a invitarle. Su
presencia en la iglesia cansó igual sorpresa en las que estaban a mi
alrededor. Hablaron de él, luego de ti, oí tu nombre, y no
sé quien dijo: «la habrá olvidado». Entonces
comenzó mi culpa, sí, porque, si bien no ignoraba, por haberme
tú a menudo hablado de él, que ustedes se querían, sin
embargo esa frase me llenó de placer y llegué a desear que ese
olvido fuera cierto. Y absorbida ya por mi culpable pensamiento, seguí
contemplándole. ¿Qué fascinación ejerció en
mí aquella figura noblemente varonil que se destacaba en medio de los
sencillos labradores como un rayo de luz entre las sombras? Ah, no lo
sé... Un deseo intensísimo me acometió de seducirle, de
hacer que volviera hacia mí sus ojos dirigidos hacia el altar. No me
importó que me hallara en el templo. Tenía en mis manos el
«Souvenez-vous, Vierge Marie», llamé a María
Magdalena para que me acompañara en el órgano y canté...
Apenas había comenzado cuando le vi volverse. Yo estaba radiante y
canté como nunca. Todas me lo dijeron sorprendidas, sí, pero la
dulcísima plegaria de Massenet no fue cantada para la Virgen, no fue
cantada para los novios, no, la canté para él, sólo para
él... Cuando descendí del coro, los novios llorando me besaron
las manos, y yo temblorosa uní por primera vez la mía a la que me
tendía Alberto, al tiempo que murmuraba sus felicitaciones. «No
tanto por su voz dulcísima, señorita -me dijo- como por la bondad
inmensa de su corazón, gracias por ellos.» Y salieron... Yo
quedé la última y al persignarme una visión terrible me
paralizó de espanto. Al alzar los ojos creí, ver en los de la
Virgen una dura mirada de reproche, como si en medio de aquellas
—259→
alabanzas hubiera querido descubrirme la miseria de mi acción. No
sé si aquello fue una alucinación, pero sé que me
sentí culpable. Salí apresurada y desde aquel día no he
vuelto más a la iglesia. ¡Ah, pero ya era tarde! Ya esa
pasión desatinada se había apoderado de todo mi ser, sin que mi
voluntad influyera, sin tener casi conciencia de ello. Tú llegaste en la
hora terrible en que esa lucha desgarraba mi corazón. Debí ser
fuerte, pero lejos de resistir, bastó una palabra de ese hombre ruin
para que, como había profanado el templo, profanara la amistad, y
entonces, dos veces culpable, ofuscáronse mis sentidos por la embriaguez
de la fiebre, veláronse mis sentimientos hasta el punto de producirme un
indefinible placer la vista de tu desamparo, pensé en mi delirio que te
irías dejándolo libre, y esta idea que iba a estallar ya en un
grito de irrefrenable alegría, ahogose en mi garganta cuando vi que te
alzaste como un fantasma vengador y clavando tus ojos en los míos me
dijiste aquellas palabras que aún siento resonar en mis oídos:
«Eres una pérfida, María Elena». Esas me volvieron a
la realidad. Sentí horror de mí misma sin desplegar los labios me
dejé arrastrar como una autómata por ese hombre.
|
MARÍA ELENA.-
No, Blanca, debí ser fuerte, y en vez
de resistir, cedí.
(Bajando la voz.) Tú ya me
has perdonado, pero aún debo mi expiación a la Virgen. Esta tarde
cuando de nuevo la penumbra crepuscular inunde el templo, iré como
aquella tarde, sola, a cantar, pero esta vez la dulce plegaria será para
ella, ¡sólo para ella!
|