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ArribaAbajo Recuerdos del Pío Latino2

Federico Tobal


Como lo he dicho repetidas veces en mis memorias de la fundación del Colegio Nacional, fuera de las explosiones ligeras de la fibra juvenil contenida, el orden era admirable y sólo podrá encontrarse algo parecido en los Colegios de los Jesuitas. Y digo algo parecido, porque en los colegios de los padres de la Compañía, la fuente del orden tiene otro origen, muy diverso. Allí es el resultado de la obediencia ciega, imperiosa, despótica; es el fruto de la destrucción de la voluntad, del propio albedrío, quebrado por la dura consigna: tamquam cadaver. La severidad militar todo lo reglamenta hasta en sus menores detalles, pero algo más fuerte que la ordenanza militar encadena y encauza el pensamiento en un círculo infranqueable. Este algo es el falseamiento del espíritu religioso, convertido en temor dantesco y llevado basta el horror por el socavamiento subterráneo de la confesión. Esta magia, esta táctica, esta estrategia de los jesuitas, tendiente a dominar el alma, para lanzarla como un agente pasivo, en las llamas de la lucha y del martirio, la he palpado en el colegio Pío Latino Americano, fundado en Roma por el noble sacerdote chileno doctor Eizaguirre, bajo el pontificado de Pío IX. Ahí fuimos como desprendidos del colegio del doctor Agüero, el que es tos recuerdos evoca, el hoy doctor y ex ministro Juan José Romero, el hoy vicario castrense monseñor Milciades Echagüe, Pedro Machado, Miguel Migoya, Torcuato González y el hoy   —231→   monseñor Boneo, agregados de afuera estos tres últimos. A los pocos días de llegar, se nos preparó, como desinfectante y estimulante moral, una plática ad hoc pronunciada en la Capilla del Colegio, pronunciada por un jesuita español, es decir la quinta esencia del jesuitismo, porque el jesuita para que sea legítimo debe ser de España, como el habano de la Habana. Este jesuita, provincial de España, era hombre que debería tener cincuenta y cinco años, aunque aparentaba tener setenta, tales eran los estragos que habían labrado en su rostro los volcanes de su alma, es decir no las maceraciones, no las penitencias, hijas de un misticismo arrebatado, sino la lucha ardiente de bravas pasiones, dominadas con heroico denuedo.

Reunidos todos en la Capilla, empezó su prédica con acento airado, llamándonos desde luego la atención su fisonomía grotesca y antipática, que la palabra transfiguraba no para embellecerla, como acontecía a Mirabeau, sino para tornarla diabólica. Sus cejas pobladísimas se endurecían como puntas; sus ojos hundidos brillaban con fuego siniestro, como los ojos del búho; su boca caída y colgante de unas mandíbulas asnales, se abría como caverna en cuyo fondo aparecían, a guisa de ruinas, pedazos de dientes negros, y sus manos descarnadas y secas se crispaban como garfios, cual si quisieran agarrar y triturar algo entre ellas. Estas contorsiones eran hijas de la inspiración que espoleaba a la sibila sobre el trípode. Pero la fuente de esta inspiración era el Averno, de donde corría una elocuencia sombría, en cuadros miltonianos y dantescos, como las alas de Cetún hiriente sobre los lomos de Satán. El jesuita se detenía en su jadeante carrera para contemplar los efectos de su plática pirotécnica sobre la fisonomía de los recién venidos. Pero su sorpresa tornábase extrema al contemplar la completa placidez de todas las caras, pues hasta el dulce Migoya, cuya alma angélica parecía amasada en los principios del Kempis, dejaba asomar tímidamente en los pliegues de su boca cierta sonrisa de bondad. El orador sorprendido pero no desanimado ni vencido, reanudó con brío su afanosa tarea, redoblando la expresión de su palabra y de su mímica. Aquello era un torrente que resonaba con el estruendo de la catarata del Niágara o del salto de la Guaira. Parecía   —232→   que el ambiente chisporroteaba y el orador, como el Arcángel, blandía con furor la lanza de su oratoria, llegando al paroxismo de la exaltación en las alas de fuego de su imaginación fosforecente. En esta cúspide del más alto realismo, que envidiaría el mismo Zola, mis compañeros habían quedado estupefactos, considerando tal vez como alienado al orador, pero yo y el travieso Milciades Echagüe, no pudimos contener el acceso de risa que nos acometió y salimos precipitadamente afuera, para descargar la catarata de carcajada que nos abrumaba. Este incidente apercibido por los superiores, tuvo en mí sus consecuencias transcendentales; pues con él concurrían otros hechos que hicieron estallar la tormenta ya bastante cargada de electricidad.

Yo les decía a mis compañeros, todos fumadores menos Juan José Romero, que por eso al ser ministro de hacienda ha legislado un impuesto al tabaco. «Miren muchachos, si nosotros no damos el tirón, estos jesuitas no nos van a dejar fumar, así que yo después de la comida, cuando nos reunamos como de costumbre, sacaré muy suelto de cuerpo un cigarro, lo prenderé y lo convidaré con otro al Rector y todos ustedes hacen lo mismo estableciendo en consecuencia la costumbre por derecha de conquista». Lo dicho así fue hecho y el Rector, jesuita español, con formas de mujer embarazada, se limitó a decirme con especial dulzura: -Yo no fumo. Desde entonces todos fumábamos en las horas de recreo y yo hasta en la noche, cuando me acostaba, lo que daba margen a que el jesuita celador viniese a cada rato a decirme: «Apague la luz», aun cuando la luz no estaba encendida. Nosotros estábamos habituados a fumar cigarrillos de tabaco negro, pero allí en Roma no los había. Así es que fumábamos cigarrillos de hoja, los que se vendían a un bayoco cada uno, los que comprábamos por paquetes que tenían las armas del Papa, en señal de monopolio.

Estos y otros hechos concurrentes que callo, dieron por resultado el que los jesuitas se pusieran en campaña para catequizarme y enregimentarme. El intermediario de que se valieron era el doctor Eizaguirre, quien todos los días me hacía llamar a su departamento para que lo acompañase a tomar el café. Primero empezó, a hablarme de materias generales, después   —233→   descendió a la literatura, a la América y a la Política, haciendo gratos recuerdos del entonces coronel Mitre y otras figuras espectables de nuestro país. Luego continuó hablándome de las esperanzas que la América cifraba en sus educandos de Roma y en el precioso contingente que llevaríamos a su clero, así como también me habló de que él había resuelto dar a los jóvenes que se distinguiesen los medios suficientes para que viajasen por toda la Europa, así que terminasen sus estudios de clérigos. A esta última parte que comprendí que iba a fondo, le contesté diciendo: que mi anhelo era viajar y que desde luego procuraría hacerme merecedor del premio. «En su mano está, me dijo, estudiando y sobre todo distinguiéndose en la educación del sacerdocio, porque entiendo, añadió, que usted tiene bastante vocación». Conocí que la estocada era a fondo y que habíamos llegado al quid. Así fue le respondí con intención: «No sé si tendré vocación». Cómo, me interrogó, ¿que usted no piensa ser clérigo? Señor, -le contesté con sorna- yo no puedo adivinar el porvenir. -Pero es que los que estudian en este colegio deben estar resueltos a ser clérigos. -Sí señor, pero con sujeción al texto multi sunt vocati; paucivero electi, y yo no sé si al fin contaré con las fuerzas gigantes necesarias para el divino ministerio. -¡Ah, me dijo el doctor Eizaguirre, con una dulce sonrisa y golpeándome suavemente el cabello con la palma de la mano: Eres muy vivo. La batalla estaba dada y perdida, la había perdido porque debía perderla, pero me cabía el honor de la retirada de Jenofonte. Desde entonces mi portante quedó sólo aplazado, porque sólo era cuestión de tiempo. Los jesuitas me rodeaban, me vigilaban y me cuestionaban, porque no querían dejar la presa, que les parecía sabrosa.

Yo cuerpeaba como podía, pero al fin vino a estallar la crisis en mi contra, precisamente por obra y hecho del que me protegía, me amparaba y me amaba.

Un sacerdote, del que yo no puedo prescindir en este relato y cuyo recuerdo debo evocar con respeto y amor, fue el que decidió el que yo no fuera clérigo, ni papa, como yo le decía que quería ser. Se trataba de nuestra confesión, y él me dijo: «no te confieses con un jesuita, confiésate con un franciscano». En consecuencia   —234→   pedí que se hiciera venir a un franciscano de Aracaeli, alegando que era nuestra costumbre de América. Aquí fue Troya, pues ya la medida estaba colmada a mi respecto. En mi afán ingenuo de conversar y de sacar a relucir mis lecturas, yo le había dicho al Padre Rector que había leído la historia de los jesuitas escrita por Cretinau-Poly. Esta aserción lo sorprendió diciendo: «eso no vale nada, tenemos otros historiadores superiores», y pensando para sus adentros -este jovencito sabe mucho de nosotros. Así que esta intromisión en sus cosas y el no querer confesarme con ellos, fue el remate, en cuya virtud me notificaron que yo no podía continuar en el colegio. ¿Que hubieran pensando si yo les hubiera dicho: Jesuita nolite rapere Jesum -Si cum Jesuitis, nolite fieri sicut Jesuita y otras lindezas que yo había aprendido de los Franciscanos y Dominicos?

En consecuencia yo tuve que volverme a mis lares patrios, siempre bien amados, sin haber podido saber hasta la fecha, por qué raro equilibrio, algunos que estaban en mis condiciones se conservaron cierto tiempo aunque a la postre tuvieron también que saltar.

Fray Pedro Durand, me animó diciéndome: «No te importe; en Buenos Aires hay también Universidad, donde podrás continuar tus estudios y lo que es visitar la Europa y algo más también lo tendrás porque yo he sido nombrado Comisario General de Tierra Santa en la República donde estableceré subcomisariatos como provincias y te nombraré a ti Secretario General. De este modo irás a Jerusalem en delegación cada dos años y así podrás visitar la Europa y parte del Oriente». Debo declarar en honor a la verdad y para que no se crea lo contrario, que Fray Pedro no era enemigo de los jesuitas, cuyo mérito reconocía en alto grado, y de los que no podía ser enemigo en manera alguna, pues pertenecían a una orden copartícipe de las otras en la noble y heroica propaganda del evangelio. Su oposición provenía de celo, de emulación, de aquellas elevadas rivalidades que agigantan a los atletas en las campañas generosas y humanitaarias. Él era franciscano y trabajaba desde luego para su convento. Por otra parte la orden Seráfica, con el P. Fray Juan Pérez de Marchena, adquirió un derecho legítimo e incontrastable   —235→   en América de primogenitura, derecho que ejercieron los franciscanos, sellándolo con su martirio y con su sangre. Ellos fueron los primeros que atravesaron el mare tenebrum, los primeros que bendijeron la América, los primeros que se internaron en sus bosques y en sus pampas, acompañando a Cortés, a Pizarro y a cien otros ilustres conquistadores. Tenían fundamento, pues, para mirar a la América, como a su viña propia y a considerar preferente su derecho a segar las mieses que ellos habían sembrado los primeros.

De aquí arranca el celo del fraile que en su humildad no quería ser guardián en Buenos Aires del Convento de San Francisco, pero que por amor a su orden y en homenaje a sus derechos tenía la audacia en Roma, de poner piedras a los poderosos jesuitas, piedras que se hubieran convertido en muro, si más hubiera vivido pues no estaba solo, por cuanto con su talento se había conquistado al doctor Eizaguirre, a Pío IX y al General de la orden, siendo muy querido y apreciado por estos.

Tuve pues que resignarme, y atravesar nuevamente el océano, para venir a continuar y concluir mis estudios en la Universidad de mi país, convencido de que no hay calor superior al de su propia madre.

Perdí dos años en mi carrera, pero gané en saber y en experiencia, lo que no me habían dado los anteriores años de estudios. Acompañé en mi retorno a París, Burdeos, Havre y Southampton a mi buen amigo el nobilísimo Fray Pedro Durand. En esta última ciudad que hospedaba en sus cercanías al tirano Rosas, nos embarcamos para Río Janeiro en un paquete que por su gran calado no iba al Río de la Plata.

Allí recorrimos la ciudad, que bastante me desencantó y visitamos algunos conventos, partiendo después en un vapor inglés para Buenos Aires. Así que estuvimos a bordo Fray Pedro se sintió enfermo. Había sido herido de fiebre amarilla, sin que yo lo supiese ni lo llegase a conocer el médico de a bordo. Como se encontraba mal lo hice meter en cama y llamé al médico diciéndole: «Asista usted con esmero a este señor, que será usted recompensado. Como la enfermedad arreciaba, yo me lo pasé en la salita contigua,   —236→   velándolo las cinco o seis noches del viaje. Llegados a balizas exteriores y fondeados allí, a causa de haber izado bandera negra subí al enfermo sobre cubierta, ayudado de un criado, lo senté en una silla de brazos que había comprado para él en Río, lo arropé y bajé al comedor, volviendo con una copa de vino y una presa de gallina que casi no probó. Como las brisas marinas soplaban frescas, lo bajé a su camarote y lo acosté quedándome a la expectativa.

Al poco rato me llamó y con voz desfalleciente me dijo, «cuando veas que me voy a morir, me das mi crucifijo». Yo que no pensaba tal desenlace, traté de animarlo; pero él nada me contestó, sumergido en interiores soliloquios. Quedeme pensativo en mi silla, pero sacome de mi abstracción el eco de un suave murmullo. Me incorporé, fui a su lecho, y lo vi con sus manos plegadas rezando con una expresión mortal de despedida. Instintivamente puse en sus manos el crucifijo, lo tomó, lo besó y se estiró en la última agonía. Quedeme emocionado y después de un breve rato, torné un cigarro y me fui a cubierta a llorar como un niño. Agotadas mis lágrimas y retemplado por la experiencia que tempranamente tenía del dolor, bajé para vestirlo y disponer lo que debiera hacerse. Pero no lo encontré en su lecho, y, apercibiéndolo en la cámara, entre unos marineros protestantes, que trataban de envolverlo en una vela, salté de un brinco y me precipité, tomándolo a uno de esos ingleses por el cuello, y apostrofándolos duramente. El capitán se interpuso y cortésmente me hizo ver que la medida era necesaria, que era la ordenanza izar el cadáver en un bote, para evitar el contagio. Con esta explicación me conformé y me apacigüé, escribiendo en el acto a los señores Llavallol, para que me remitieran un buen cajón fúnebre. Recibido éste conduje el cadáver en una lancha, adornada con banderas argentinas, para sepultarlo en la ensenada de Barragán. Después de practicada la autopsia por el doctor Biedma, hice cavar en la costa por unos gauchos una fosa, y allí lo enterré dejando algunas señales en la tumba para poder practicar la inhumación. Levantada la cuarentena, me trasladé a Buenos Aires, y entregué todos los baúles de Fray Pedro, al entonces guardián   —237→   de San Francisco Fray Aldazor al que saludé primero, como obispo de San Juan, porque le traía la bula de su nombramiento.

Pasado un año fui a traer al fraile amado y respetado, en un pailebot, por comisión de sus discípulos, Tuve una peligrosa travesía, porque era Santa Rosa (Agosto de 1860) y hube de necesitar nuevamente de mi energía, porque los marineros querían echar el fraile al agua por considerarlo causa de la tormenta. Llegados los restos al puerto, los desembarcamos con toda pompa y los acompañamos hasta San Francisco, en dos columnas de amigos y de discípulos, previa la oración fúnebre que yo pronuncié, en la punta del antiguo muelle, siendo este mi primer discurso fúnebre, que fue publicado en la «Reforma» de aquella época.