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ArribaAbajoLección IV

Generación del derecho


SUMARIO.

1 al 3. De la ley del deber. Su manifestación. Efectos que produce. Autonomía.-4. Es inherente a la naturaleza humana.-5. De origen divino.-6. Se cumple voluntaria y libremente.-7. Necesidad de conocerla y de formar un criterio acerca de los actos humanos.-8. Sólo regula una faz de la vida. La faz moral.-9 y 10. El hombre se desenvuelve en otras distintas fases. Vive vida de relación con los demás seres.-11. Realiza, además del fin absoluto, fines parciales. Necesidad de un organismo para realizar éstos, y el general que producen.-12 y 13. Este organismo no es causal, pero sí armónico y simultáneo.-14. La vida externa y de relación se rige por condiciones.-15 al 17. Sus caracteres.-18 al 21. Estudio de esas condiciones.-22 al 24. Esas condiciones forman el derecho, que se distingue de la moral, pero que no puede estar en oposición con ella.-25. Definición del DERECHO.-26. Explicación de ella.

1. En la lección precedente hemos visto cómo la ley del deber aparece para hacer que el hombre se agite y se conmueva en los diversos órdenes de acción de su existencia realizando el bien, esto es, cumpliendo su destino ulterior y supremo.

2. Si tenemos en cuenta lo que en las lecciones anteriores hemos dicho respecto a la naturaleza y manera de ser del hombre, comprenderemos que la ley del deber ni coarta la libertad humana en sus manifestaciones justas y convenientes, ni puede comprenderse sin tener presente que la razón nos la enseña y la hace sobreponerse a todos los movimientos materiales del ser: pero comprenderemos también que si no coarta ni destruye la libertad humana, ni se opone al libre ejercicio de la voluntad, las dirige a ambas en determinado sentido, mejor dicho, les muestra el fin adonde deben dirigirse, enseñando, al par que siendo necesario para ello unificar, armonizándolos, los varios elementos vitales del ser, y siendo éste un acto puramente racional, la libertad y la voluntad, así como los elementos materiales, instintos y tendencias, deben estar sometidos a la razón. Sin esta acción racional y de armonizadora unificación sobre los elementos varios enunciados, y sin la resistencia natural que ellos oponen, el hombre obraría fatalmente como los demás seres, y la ley moral sería desconocida, y la ley del deber no existiría, siendo, por lo tanto, el hombre completamente irresponsable de sus acciones.

3. A este hecho complejo, pero inseparable de la humana existencia, en virtud del cual la razón se impone, y el hombre, obedeciendo a la ley del deber, sujeta a aquélla y a ésta el desenvolvimiento y libre acción de su voluntad, de sus instintos y de sus tendencias, es a lo que Kant llama autonomía, que tanto vale como voluntad sometida a la razón.

4. Así, pues, la ley del deber, en virtud de la que el hombre realiza su autonomía, es inherente y especial a la naturaleza de aquél, le está impuesta por un poder superior, y a ella debe arreglar y por ella dirigir sus acciones todas.

5. El deber es de origen divino, porque siendo el fin del hombre divino, y estando, como todo ser, obligado a cumplir su destino, el deber, esto es, la fuerza impulsiva que le obliga a acercarse al fin supremo y a realizarlo, debe ser divino en su origen: decimos además que esta idea es inherente y necesaria a la especie humana, y es claro, el hombre tiene un destino que cumplir, pues para ello se le colocó en la tierra; este destino hemos dicho que consiste en el bien supremo, pues sólo así puede acercarse al Ser infinito a que un día debe unirse; para conseguir esto en su contacto con el ser primordial y con todos los secundarios que pueblan el universo, hemos indicado que el Ser supremo le ha dado medios, cuales son la libertad, la voluntad, y leyes o reglas constantes de acción; pero fácilmente comprenderemos que esto no basta, el más grosero observador conocerá que es preciso un algo más, pues de poco serviría que el ser estuviese colocado en una situación dada que tuviese un término a que llegar, medios para arribar a él y leyes supremas para con seguridad conseguirlo, si no hubiera un algo que le obligase a agitarse en su esfera de acción.

6. Los seres inanimados se mueven en ella, como hemos dicho, a impulso de leyes fatales que no conocen, los animales por las necesidades y los instintos de conservación e individualidad; el hombre, que se diferencia de los primeros en que siente, de los segundos en que piensa y es libre, que por consecuencia a nada es arrastrado fatalmente, pues puede hacer o no hacer según su voluntad, necesitaba otra fuerza más grande, más augusta que le compeliese a su destino supremo y a los particulares que de él emanan; esta fuerza, pues, es el deber, noción nacida de la libertad, divina y esencial como principio, y que será siempre la fuerza impulsiva que, dirigiendo al hombre a su destino, le obligue a agitarse en la esfera de acción que al Criador le plugo señalar, a poner en ejercicio su libertad, a desenvolverse según las diversas leyes que presiden a su actividad para la realización del bien; véase por qué toda teoría que olvide el deber será falsa e incompleta, y tenderá, haciendo al hombre árbitro supremo de su vida, a encenagarlo en el egoísmo, pues teniendo en cuenta sólo la facultad, dejará que el hombre use de ella a su arbitrio o la desprecie, y encerrado en sí mismo olvide que debe desenvolverse y que su desarrollo ha de ser armónico con el de todos los demás seres que le rodean.

7. Pero hay más aún; como, según hemos dicho, el hombre a nada es compelido fatalmente, como es árbitro de cumplir o dejar de cumplir esa misma ley suprema del deber, como ella le obliga a realizar sólo lo que es bueno, claro está que el hombre debe ante todo tener un conocimiento cierto, un criterio seguro que le indique si la acción que realiza es productora de un bien, o si, por el contrario, va a hacer surgir un mal. Como hemos indicado en lecciones anteriores, ese conocimiento, ese criterio necesario sólo puede darlo la razón, previo el estudio profundo y detenido del ser humano en su naturaleza integral y en sus múltiples y varias manifestaciones, pues sólo así podrá conocerse y fijarse la verdadera noción del bien a que el hombre debe aspirar como a su fin supremo. Y realizándose ese estudio y adquiriéndose ese criterium en el tiempo y en el espacio, claro es que han de seguir paso a paso la marcha de crecimiento y de perfección del hombre, y que más se acercarán a la verdad, a proporción que más se espiritualice la vida y más prepondere el espíritu sobre la materia.

8. Téngase muy en cuenta que venimos hablando de la ley del deber como fuerza espiritual que obliga al hombre a evolverse espiritualmente también hacia el bien separándose del mal, y por lo tanto, que no hemos abandonado el terreno de la moralidad: empero téngase presente al par, que la moral es sólo una faz de la vida individual, tal vez la más rica, la más importante, la de más elevado origen, pero no la única; en ella la vida del hombre se agita con un solo fin, la realización del bien supremo; a impulso de una sola potencia, la ley del deber, sin consideración a otra idea que la del bien mismo; la personalidad moral del hombre puede decirse que se encierra en el bien absoluto, prescindiendo de todo lo demás.

9. Por lo tanto, impulsado el hombre por sus fuerzas puramente espirituales, moviéndose en sí y por sí para realizar el bien absoluto, infinito, y cediendo en esta acción y movimiento a la ley del deber, cumple y realiza la moralidad en el santuario de su conciencia; empero no está el hombre llamado solamente a vivir en sí y por sí, sin que su vida aparezca al exterior; no, el hombre, además de su vida interna, espiritual, vive vida externa; sus órganos, sus fuerzas, sus elementos materiales de acción le abren desde luego una nueva esfera de actividad; el hombre, como hemos dicho, en su cualidad de ser sensible, superior y sintético, exterioriza su acción, simpatiza, se une y relaciona con cuanto existe, envuelve todas las existencias con su poder absorbente, las domina todas y las asimila a sí para hacer más rica y poderosa su vida; así, pues, al lado del movimiento puramente moral e interno del ser, sobre el cual no cabe coacción ni sanción externa, porque jamás se exteriorizan los motivos, hay otro, en el que exteriorizándose éstos, la acción tiene que reunir otros caracteres.

10. En efecto, en la manifestación puramente moral del hombre, al lado de la ley del deber que le impulsa y le obliga a dirigirse racional y libremente para la realización del bien absoluto, están la voluntad, la razón, la libertad y la conciencia, que son los elementos de acción y de realización de la ley moral; en la manifestación externa y de relación del ser, como aunque existe la ley del deber que le impulsa, la voluntad que le hace querer con eficacia, la libertad que le permite desenvolverse y la razón que lo alumbra y dirige, el movimiento no es aislado, sino que se relaciona con el de otros seres y depende a veces de la voluntad de ellos, se hace necesario algo más que esos elementos puramente individuales; son necesarias condiciones de acción, de vitalidad y de movimiento, en una palabra, de desarrollo externo y de relación.

11. Hemos dicho que por razón de las fuerzas, de las facultades de que el hombre dispone como de elementos esenciales a su naturaleza, se manifiesta como un ser distinto, esto es, que existe en sí y que por sí se agita y conmueve, o lo que es lo mismo, que se personaliza, personalizando al par todos aquellos elementos, haciendo de cada uno una esfera especial de acción externa, y de su realización un fin parcial acorde con la facultad que lo determina; pero como al propio tiempo que surgen tantas esferas de acción y tantos fines parciales como son las fuerzas y facultades del hombre, éste no puede evolverse en ellas, sin que su evolución toque directamente y se relacione con la actividad de los demás seres, ya en relación recíproca, ya en relación de superioridad; es necesario que esos movimientos múltiples y varios se organicen armonizándose en una unidad superior, y espiritual por lo tanto, que es el bien.

12. Como ya hemos indicado, en los seres en general ese organismo es causal, puesto que obedece a un poder que no está en ellos; si el hombre obedeciera a la fatalidad o fuera infinito, también sería causal en él ese organismo, porque sería invariable pero como por una parte el hombre se mueve por un poder que reside en él mismo, como por otra sus movimientos y desarrollos son progresivos, puesto que se dirigen de lo contingente y limitado a lo infinito, el organismo que nos ocupa no puede ser causal, ni por lo tanto fijo y constante en sus formas, aunque lo sea realmente en su esencia. Y no obstante, ese organismo es tan necesario, tan indispensable, como que sin él no podría jamás llegarse a unificar por la armonía el vario y múltiple movimiento de la personalidad humana.

13. En la individualidad, en la personalidad moral del hombre, podrá haber choque, lucha, pero de sí a sí, en el yo, en sus elementos constitutivos, produciendo el bien o el mal, la preponderancia, y aun el aniquilamiento de ciertas fuerzas o facultades; pero el organismo permanece intacto; en el mundo externo, en el mundo de relación, las fuerzas, las facultades se entrechocan, compenetran, digámoslo así, y el triunfo absoluto de una parte es la destrucción de la opuesta, y el organismo se rompe, y la desarmonía se entroniza, y la unidad se pierde, y los destinos de la creación dejan de cumplirse.

14. Si, pues, en la vida externa y de relación del hombre, el organismo no es causal, ¿cómo podrá y deberá sostenerse? Basta fijarse un punto en ese organismo para comprender que, realizándose en el tiempo y en el espacio, y además recíprocamente, esto es, ligando manifestaciones distintas, aunque semejantes de la personalidad, ha de hacerlo de manera tal, con arte tan peregrino, que se toquen, se compenetren, digámoslo así, y que no se aniquilen ni destruyan, esto es, que ostenten el carácter de condicionalidad recíproca de un orden determinado.

15. Expliquemos esto: así como en la esfera moral la ley del deber impulsa al hombre a realizar un acto, sólo porque así produce el bien, en absoluto considerado, así en la vida externa y de relación, el hombre relacionado con su semejante, unido a él en una santa cadena que enlaza al par sus destinos individuales y parciales en un destino general y supremo, realiza un acto, porque va a ser a la vez condición para el cumplimiento de un fin propio y de otro análogo en alguno de sus semejantes, y ambos parte integrante del destino general; lo que en el primer caso es, pues, absoluto, necesario, en el segundo es relativo, contingente, condicional; el acto, como hemos dicho, no se realizará en éste sino como condición recíproca de distintas personalidades. El movimiento interno de la moralidad será siempre causal, el bien absoluto, el externo, de la personalidad relativa, condicional, un bien relativo y recíproco, pero parte integrante del bien general.

16. Claro es que esas condiciones, en virtud de las que el hombre exterioriza su acción y su pensamiento, y liga a ellos el pensamiento y la acción de sus semejantes, han de ser muy varias en su forma, en su acción y en sus límites, según las diversas esferas de actividad a que deban aplicarse, que a las veces en su esencia, acción y límites se confundirán casi con la moral, y a las veces se distinguirán esencialmente, aunque sin jamás contradecirse, porque la una y las otras tienen un mismo fin, el bien.

17. Todas esas condiciones tendrán un fondo de unidad y de necesidad indestructibles, y presentarán una doble faz permisiva y obligatoria, como después veremos.

18. El conjunto de esas condiciones reguladoras de la vida externa y de relación del hombre es lo que se conoce con el nombre de derecho.

19. Estas condiciones que ligan y enlazan recíprocamente la vida y la actividad de distintos seres, haciendo que su actividad se convierta en parte integrante de la actividad general, y que los destinos parciales que en su acción externa tienden a realizar, se conviertan por la armonía en un destino general, han de realizarse por el ser de una manera conforme en un todo con su naturaleza íntima y esencial, sin barrenar, sin destruir ninguno de los elementos esenciales y componentes de esa misma naturaleza, lo que vale tanto como decir que esas condiciones han de cumplirse voluntaria, libre y racionalmente, porque desde el momento en que pierdan alguna de esas condiciones, serán contrarias a la naturaleza íntima del ser, y por lo tanto, en vez de dirigirlo a la consecución de un destino general, suma de todos los parciales que realiza, produciría el desquilibrio, la desarmonía y el mal.

20. La libertad, pues, como facultad activa, como poder de desenvolverse el ser en sí y por sí, la voluntad, como poder que quiere con eficacia, y la razón, como elemento y poder regulador del movimiento, como luz purísima que ha de darnos a conocer el verdadero fin de nuestra acción, y el criterio que en ella debe seguirse, acompañarán siempre al derecho, como según hemos visto, se unían en íntimo consorcio con la moral: pero es más aún; así como en el mundo moral dijimos que la ley suprema del deber era la fuerza obligatoria e impulsiva, asimismo en el mundo del derecho, la ley del deber se presenta de nuevo como elemento generador del derecho.

21. Nos explicaremos: las condiciones que forman el derecho, según hemos visto, se traducen en medios por los cuales el hombre, desenvolviéndose de una manera externa, mejor dicho, exteriorizando el movimiento interno de su ser, relacionándolo con el de otros seres, hace que unos y otros converjan en un punto, en el destino general; pero como esto lo verifica el hombre voluntaria y libremente, como a nada puede ser arrastrado por la fatalidad, es claro que podrá realizar o no las indicadas condiciones, cumplir o no cumplir el derecho, como puede obrar según la moral, abstenerse o contrariarla, y así como la ley del deber le impulsa en el primer caso, así tiene que impulsarlo en el segundo, sin más que una diferencia, que en el primero la ley del deber no se exterioriza, y en el segundo sí; que en aquél la coacción es puramente interna y de conciencia, y en éste puede ser externa; que en aquél la ley del deber y la ley moral coexisten, y que en éste la ley moral genera el derecho, esto es, caracteriza y da vida a las condiciones que forman el derecho.

22. Ya en las lecciones precedentes notamos las diferencias que entre la moral y el derecho existen, y lo dicho en el párrafo que antecede puede decirse que es el resumen de aquellas diferencias.

23. Fácilmente se comprende que siendo la ley moral eminentemente espiritual en su esencia, en su acción y en su objeto, aparece de cierta manera como superior al derecho que de ella emana, y que no podrá jamás estar con ella en oposición ni ser contrario a sus preceptos; pero como entre la una y el otro hay la esencialísima diferencia de que aquélla realiza el bien absoluto y éste el bien relativo, que aquélla obra dentro del yo, en el seno de la conciencia, mientras éste sólo en la vida externa y de relación, podrá, en multitud de ocasiones, ser objeto del derecho una acción completamente indiferente para la moral, o por el contrario, prescindir aquél de un acto para ésta importantísimo.

24. Las ideas sentadas en el trascurso de estas lecciones bastan también para demostrar de la manera más cumplida que jamás el derecho y la moral pueden estar en abierta oposición, y es claro, porque tanto la una como el otro tienden a la realización de un bien absoluto general, como destino y fin supremo del hombre, sin más diferencia que la moral va a él desde luego, mientras el derecho lo hace realizando fines parciales, pero que son parte integrante del bien absoluto y general: y véase por qué, aunque el derecho sancione algunos preceptos, que para la moral son indiferentes, no se extralimita siempre que se resuelvan en condiciones para la realización de un fin parcial; pero si los preceptos del derecho envuelven un atentado a la moral, como lejos de contribuir a realizar fines parciales, se convertirá en un elemento perturbador del fin general y absoluto, el precepto en cuestión no podrá admitirse como verdadero precepto de derecho.

25. Podremos, pues, definir el DERECHO en su acepción más lata, diciendo que es la reunión orgánica de condiciones o principios racionales, eternos y absolutos que el hombre debe realizar libremente y con conciencia en su vida de relación, dependientes en su realización de la voluntad; pero no en su esencia, de la cual depende el cumplimiento del fin general del hombre.

26. Expliquemos ligeramente nuestra definición. Decimos reunión orgánica de condiciones, porque, aunque éstas sean distintas y se presenten con varios caracteres según los fines especiales que están llamadas a realizar, o las relaciones también especiales que creen o dirijan, hay una armonía tal, unidad tan constante entre todos esos fines y relaciones parciales que forman el gran todo que hemos llamado destino general, que no se puede comprender la reunión de esas mismas condiciones sin que éstas se liguen estrechamente por virtud de un organismo admirable que excluya todo antagonismo, toda oposición.

Llamamos a esas condiciones, principios racionales, eternos y absolutos, porque tendiendo en su esencia a la realización del destino general del hombre, que será siempre uno, eterno, racional y absoluto, las condiciones o principios de realización tienen natural y necesariamente que ostentar los mismos caracteres; pero téngase muy en cuenta, primero, que estamos ocupándonos del derecho en su acepción más alta, y segundo, que hablamos de condiciones o principios, esto es, de los elementos capitales y constitutivos, de la esencia de ese organismo; después veremos cómo en las formas y modos de aplicación podrá haber también condiciones que no ostenten tan altos caracteres.

Que el hombre debe realizar libremente y con conciencia en su vida de relación; y es claro, el hombre no es, no puede ser a nada compelido fatalmente; si hubiera de realizar el derecho sin libertad y sin conciencia, en vez de condición de su existencia, el derecho sería el elemento destructor de la personalidad humana, en su vida de relación, porque sin relación no puede hacer condicionalidad, ni, por lo tanto, derecho.

Dependiente de la voluntad en su realización, no en su esencia: en su realización, porque si la voluntad no tomara en ella parte activa, sería el derecho una ley fatal; no en su esencia, porque si ésta dependiese de la voluntad, le sería inferior, y no podría dirigirla y dominarla.

De la cual depende el cumplimiento del fin general del hombre: componiéndose éste de los parciales y relativos, se comprende que para realizarlo ha de realizar y cumplir todos los que le están subordinados. Por eso, como tendremos ocasión de ver, la esfera del derecho abraza toda la vida externa y de relación del hombre.




ArribaAbajoLección V

Generación del derecho


SUMARIO.

1 y 2. Indicación preliminar.-3 al 7. El hombre progresa en el terreno del derecho y según el derecho.-8. El derecho abraza todas las esferas de acción humanas.-9 al 12. Influencia del derecho en la moralidad, en la religión, en la ciencia, en el arte.-13. Cómo debe funcionar el derecho.-14. Primera función del derecho, en la vida individual.-15. Segunda función, en la vida colectiva.-16 y 17. Tercera función, en la vida de relación con los seres inferiores.-18. Extensión del derecho.-19. Diversa manifestación del derecho. Derecho objetivo y subjetivo.-20 y 21. Sujeto y objeto del derecho.-22. Fin del derecho.-23 y 24. El derecho según el lenguaje vulgar de los pueblos.

1. En la lección precedente no sólo tratamos de fijar el origen y generación del derecho deduciendo esta noción del estudio que habíamos hecho de la naturaleza esencial del hombre y de su manera especial de ser, sino que definimos la noción del derecho en su acepción científica y filosófica. Vimos allí de qué manera en esta elevada esfera las nociones de moral y de derecho se tocan, aunque sin confundirse jamás, y cómo siempre la primera ha de ser la sólida base y el sólido cimiento de la segunda. Tócanos ahora, apoyados en los conocimientos sentados, desenvolver la teoría en todas sus fases y manifestaciones.

2. Si el derecho es la reunión de condiciones que han de regular la vida externa y de relación del ser humano; si, por otra parte, han de estar en íntimo acuerdo y perfecta armonía con la manera de ser y con la naturaleza del hombre, claro es que, así como a éstas tuvimos que acudir para fijar la noción del derecho, ellas serán también las que hayan de conducirnos al desenvolvimiento y fijación del derecho en todas sus manifestaciones.

3. El hombre, según hemos visto, es un ser eminentemente activo, puesto que tiene el poder de desenvolverse en sí y por sí, puesto que es libre; pero esta actividad ni es forzada ni inconsciente, sino voluntaria y racional, o lo que es lo mismo, el hombre usa de su libertad como y cuando quiere, y además usa de ella racionalmente, que tanto vale como decir con un objeto, con un fin determinado: dicho está igualmente que ese fin, determinado por la razón, a que el hombre se dirige, es el bien absoluto, incondicional, y que para llegar a él se hace necesario que los desarrollos y desenvolvimientos que el ser practique sean progresivos, porque siendo él finito y limitado, sólo podrá acercarse a lo que es ilimitado e infinito por medio de desarrollos y perfeccionamientos constantes y progresivos: el estudio antropológico que del hombre hemos hecho nos ha demostrado cumplidamente esta verdad, y nos ha permitido sentar como ley esencial a su naturaleza la ley del progreso.

4. Ahora bien, como en el hombre nada es indiferente, como todo está en él individualmente ligado con estrecho lazo, como él a su vez se une y simpatiza con todas las existencias, como todas contribuyen a la realización de su fin supremo y general o de fines parciales que de él forman parte integrante, del mismo modo que los elementos todos componentes de su individualidad están ligados, del mismo lo están todas cuantas existencias con él se relacionan y todos los fines parciales que en esas relaciones cumple, y como todos ellos convergen en un fin general, del que son parte integrante, y no pueda llegar a él porque es el bien, sin desenvolvimientos y perfeccionamientos constantes y sucesivos, la misma ley del progreso que preside a su vida individual preside y domina también a la vida colectiva externa y de relación: rigiéndose ambas manifestaciones de la vida en parte por el derecho; éste, mejor dicho, las condiciones orgánicas que lo forman y constituyen, tienen necesariamente que ser elementos de progreso y de perfección; de otra manera, si el derecho permaneciese inmóvil y estacionario, el hombre, lejos de hallar en él las condiciones necesarias para cumplir sus destinos parciales y el general supremo que los envuelve, encontraría, por el contrario, una rémora, un elemento de desarmonía, una fuerza contraria a su naturaleza.

5. El derecho, pues, progresa para el hombre, esto es, el derecho va constantemente proporcionando al hombre nuevas condiciones para realizar nuevos fines, o con mayor seguridad y perfección los ya conocidos; así amplía constantemente las esferas de acción y relación del ser, dirige y regula el movimiento libre racionalmente y hacia el fin general, y abre nuevas esferas de actividad y de perfeccionamiento.

6. Pero al mismo tiempo que el derecho progresa para el hombre, esto es, que dilata los horizontes de su vida externa y de relación, progresa por el hombre que le comunica su actividad inteligente y racional, que lo perfecciona e introduce en nuevas esferas de vida y movimiento. El hombre, hemos dicho, en su sed de perfeccionamiento, en su deseo inagotable de tocar y unirse a lo infinito, a lo incondicional, en su aspiración espiritual y suprema de llegar a lo causal y necesario, no sólo ve siempre un más allá que su alma concibe sin tocarlo, sino que el mundo en que vive y todo cuanto le rodea se le presenta como una preparación; por eso al ocuparse del derecho no le puede concebir tampoco como manifestación final de la verdad, la busca y forma un criterio que aplica a lo conocido y que le obliga a precipitarlo en su marcha y movimiento.

7. Téngase en cuenta, sin embargo, que, como veremos luego, el derecho tiene principios, condiciones fijas que le sirven de base y fundamento, a los cuales la ley del progreso no llega y por lo que se llaman derechos absolutos o primarios; en éstos, así como en los principia cognoscendi que son inherentes a la humana existencia, la acción del hombre sólo puede tocar a la forma, y sólo en ésta puede verificarse el progreso, porque en su esencia son eternos e invariables.

8. El hombre en su vida externa, según hemos dicho, vive primero individualmente, después se relaciona con todo cuanto existe; con el Ser supremo en relación de dependencia y con la aspiración de acercarse a él; con sus semejantes en relaciones iguales creando la vida colectiva; con todos los demás seres en relación de superioridad haciéndoles objeto de su actividad aprovechándolos en su beneficio: cada una de estas relaciones hace nacer esferas especiales de vida y de actividad externa, fuentes de desarrollo y perfección: pero es más aún, el hombre, como ser físico, inteligente y racional, vive en cada una de estas fases, en cada una de ellas se desenvuelve y perfecciona, y en cada una de ellas manifiesta su actividad al exterior y realiza fines parciales que forman parte de su fin general; pues bien, todas esas esferas de acción, todas esas fases de la vida, están regidas por condiciones especiales, esto es, todas ellas están sometidas al derecho, y véase cómo éste influye en la moralidad, en la religión, en las artes, en las ciencias.

9. Hemos demostrado que la moral es superior al derecho, que debe servirle de base y fundamento; ¿cómo, pues, lo que es inferior puede influir en lo que es superior y dominante? Muy sencillamente por cierto: del conocimiento más o menos puro, más o menos acertado, que el hombre tenga de su destino, de su naturaleza, del bien, de las condiciones más o menos ciertas de que disponga para poder realizar el bien, depende que el hombre camine con certero paso hacia él, o que, por el contrario, se coloque en falsas relaciones o proceda por falsos juicios y produzca el mal; y como el derecho es la reunión de esas condiciones, y como es el que regula la vida externa y de relación, a medida que la noción de derecho sea más clara y exactamente conocida, más moral será la acción del hombre y más le acercará a realizar su destino.

10. No puede tampoco la religión ser ajena al derecho, ella nos acerca a Dios como a fuente única y purísima de bien, como al único ser incondicional e infinito, pero nuestras relaciones, los lazos en que nos unimos al Creador, por más que surjan de lo más profundo del alma, que en ella residan, se exteriorizan, y desde ese momento son objeto del derecho: pero es más aún, al exteriorizarse toman forma, no sólo en los accidentes, sino en la parte esencial, concerniente al conocimiento del Ser infinito, y el derecho presta, hasta cierto punto, condiciones para que ese conocimiento sea verdadero.

11. La ciencia, en general hablando, es el conocimiento de la verdad en un orden determinado de la vida, el producto de la inteligencia, que busca esa verdad al par que los principios en que cada orden reposa, y que son acordes con la naturaleza de las existencias que forman un orden determinado, pero esos órdenes están ligados entre sí de una manera constante, y todos ellos con el hombre, que en todos y en cada uno tiene algo que realizar, algún destino parcial que cumplir; es más, la ciencia se une al derecho para enseñarle los principios en que se asienta, como éste presta al hombre condiciones para que, penetrando en la esfera de la ciencia, pueda ordenar su acción espiritualmente y según los principios de conocimiento.

12. El arte se presenta como la realización externa de la ciencia; esto es, como el medio de darle forma material, expresiva, sensible; y ya se le considere como arte de lo bello o de lo útil, es lo cierto que tiende siempre a dirigir al hombre a lo infinito, como la ciencia misma, a la cual se une muy a menudo para ampliar las esferas de acción y de conocimiento del hombre; no puede, por lo tanto, escaparse a la acción del derecho.

13. Lo dicho hasta ahora basta para demostrar que el hombre se presenta a nuestro estudio bajo tres fases distintas, o como ser individual que vive en sí y por sí y que realiza un destino individual, o como ser que se relaciona con sus semejantes, que les presta parte de su vida, actividad y movimiento, y que recíprocamente recibe de ellos actividad y movimiento y vida, formando con ellos un todo armónico y homogéneo, y realizando un destino general, suma de todos los fines parciales de cada ser y de cada esfera distinta de acción, o finalmente, como un ser que se relaciona con todo el resto de las existencias haciéndolas suyas, dominándolas y convirtiéndolas en medios propios de desarrollo y perfección.

En esta triple esfera vital del hombre éste se manifiesta exteriormente, su acción puede ser externa en todas ellas, por lo tanto el derecho tendrá funciones muy importantes que llenar.

14. Primera función del derecho. El hombre como ser individual vive en sí y por sí, halla en sí mismo todos los elementos necesarios para desarrollarse, perfeccionarse y realizar el bien en que consiste su destino; no necesita, como ya hemos dicho, ir fuera de sí a buscar las fuerzas, las facultades, los elementos de acción; preséntase, por lo tanto, como una existencia completa, individual, distinta, con una personalidad rica y preponderante, se relaciona en sí relacionando los diversos elementos de esa personalidad, de manera tal, que puede realizar su vida sin salir de sí, pero aun en esa vida de puro individualismo que, como veremos, jamás se pierde ni desaparece por completo, el hombre, como ser finito y limitado, está sujeto a cierta condicionalidad; el derecho, pues, funciona en este estado de la vida prestándole al hombre condiciones para que sus desarrollos individuales se relacionen de manera tal, con armonía tan peregrina, que lejos de ser un obstáculo, sean un medio para conseguir el bien y realizar, por lo tanto, el destino individual que le está asignado.

El derecho en este caso ni en su forma ni en su esencia depende de la voluntad, se presenta con cierto carácter de absoluto, de necesario, que casi se confunde con la moral; su función predominante es mantener vivas y en acción las condiciones inherentes a la existencia de la personalidad humana, el derecho individual es absoluto, su función invariable en el fondo. De aquí nacen los derechos absolutos o primarios que a su tiempo estudiaremos.

15. Segunda función del derecho. La vida exuberante del hombre se desborda, sale éste de sí mismo, se une a su semejante, se relaciona con él, pero ni pierde su personal individualidad ni se somete; es que en su actividad externa toca con la actividad exteriorizada también de su igual, que se unen, que se ligan, que adunando fuerzas y facultades y elementos, van a ampliar más las esferas de acción respectivas; es que la igualdad cuantitativa y esencial de sus existencias les llama a armonizarlas o unificarlas en un pensamiento, en una aspiración común, la realización de un mismo fin; es que cada uno se encuentra pequeño en su aislamiento y tiende por la unión a engrandecerse; es, en fin, que partiendo de lo particular a lo general parece más fácil llegar a lo incondicional y absoluto. Pero en esa unión, en ese relacionamiento necesario, siempre creciente, cada vez más enérgico, del hombre con el hombre, el movimiento se opone al movimiento, las actividades chocan, las fuerzas, los elementos, las facultades luchan, y se hace necesario mayor número de condiciones, más poder, más influencia en ellas para que esos antagonismos desaparezcan, convirtiéndose en elementos de unidad armónica.

Las funciones, pues, del derecho en esta segunda manifestación de la vida son, por lo tanto, más ricas, más variadas, más múltiples que en la primera. En efecto, el derecho continuará prestando a la vida individual sus condiciones de progreso, desarrollo y perfeccionamiento; el derecho individual o absoluto no perderá su importancia, pero modificará y extenderá sus formas, además prestará al hombre condiciones para que los desarrollos simultáneos de cada uno en una esfera determinada puedan coexistir con los de los demás sin luchar, sin excluirse, muy al contrario, armonizándose, unificándose en un solo pensamiento, la realización de un fin general y común; no es en este caso la función de derecho puramente negativa y restrictiva, no; porque al par que limita la esfera de acción de uno ensancha la de otro, con una reciprocidad tal, que unas y otras se completen para formar una más ancha atmósfera. Extiéndense además las funciones de derecho a abrir al hombre nuevos campos de actividad, puesto que mientras más amplias sean las relaciones, y por ellas más poderosa y varia la vida del hombre, más rica será en actividad y desarrollo.

16. Tercera función del derecho. Cuanto existe, hemos dicho, menos el hombre, está al hombre sometido, esto es, se presenta como un medio de vida y de perfección que el hombre puede apropiarse en su provecho, pero aquí no hay diferencias, el poder del hombre sobre cuantas existencias lo rodean es igual, tiene un mismo origen y un mismo objeto, y sin embargo, puede surgir la colisión, el choque, desde el momento que varios con igual poder quieren pesar sobre una misma cosa; las funciones del derecho, en este caso, son que las condiciones con que el hombre ha de pesar sobre las cosas sean tales, que éstas sirvan para su objeto determinado y propio, que la acción de uno no contraríe ni destruya la de otro, sino que, por el contrario, puedan coexistir y ser fructíferas para el bien.

17. Señaladas las funciones del derecho en la vida del ser humano, tócanos ver cómo estas funciones se realizan en la vida externa y de relación; pero como ésta es precisamente la misión del Estado, nos ocuparemos de ello cuando hablemos de esta institución.

18. Basta fijarse un punto en la definición que hemos dado del derecho y en las indicaciones que acerca de esa noción hemos hecho hasta ahora, para que podamos señalar la extensión del derecho. Considerado éste como principio que abraza toda la acción, todas las relaciones, todos los fines de la vida, en tanto en cuanto se exteriorizan, es universal y positivo, por más que algunas veces se presente con el carácter restrictivo y de negación. Extiéndese, por lo tanto, a todos los actos de la vida individual o de relación, personal o colectiva del hombre, pero sola y exclusivamente desde el momento en que se exterioriza; pues mientras esto no sucede, los actos pertenecen a la moral y se escapan a la acción del derecho, pero téngase presente que las condiciones que lo forman sólo se ocupan de los actos que revisten forma externa, como hemos dicho, sin buscar sus causas originarias y productoras, sin entrañar, por lo tanto, jamás en la intención del agente, sin jamás medirla ni aquilatarla.

19. Manifiéstase el derecho bajo una doble faz, ya como facultad de obrar propia del yo, ya como una condición que regula las relaciones esenciales de las cosas; en el primer caso el derecho es subjetivo, o lo que es lo mismo, se agita a impulso de una voluntad personal, existe un ser activo que usa de él y que le aprovecha; en el segundo caso el derecho pesa sobre algo, se impone, digámoslo así, y se llama derecho objetivo.

20. Tendremos, pues, que siempre que se trate del derecho habrá un ser activo, voluntario e inteligente, que con pleno conocimiento se apodere de las condiciones que forman el derecho, les aplique su actividad, se desarrolle y conmueva, según ellas, y sea sujeto este elemento de vida y acción del derecho. Fácilmente se concibe que sólo el hombre puede ser sujeto del derecho, porque sólo el hombre es activo, voluntario e inteligente, los demás seres sufrirán las consecuencias del derecho, pero no podrán tomar en él parte activa.

21. Todo aquello sobre que las condiciones de derecho pueden ejercerse, todas cuantas existencias puedan ser medios de realización del derecho, serán objetos, esto es, elementos pasivos del mismo. No siempre el hombre se presenta como elemento activo, como sujeto; muchas veces sometiéndose a sus condiciones, prestándose a recibir la acción del derecho, se convierte en elemento pasivo, en objeto del derecho, pero mientras las demás existencias son objeto necesario, constante e inconsciente, el hombre será objeto voluntario e inteligente.

22. El fin del derecho no es, no puede ser, otro que conducir al hombre a la realización del bien, en que consiste su destino general, prestándole condiciones de desarrollo, de perfección y de cumplimiento de todos los fines parciales que encierra su varia naturaleza y que forman parte integrante del fin general antes indicado; como estos fines son tan múltiples y distintos, como lo mismo radican en la vida material que en la espiritual del ser humano, todo, todo, así la materia como el espíritu, así los instintos como las tendencias, las facultades como la inteligencia, todo está de cierta manera al derecho sometido, ya se ostente en la vida individual, ya en la colectiva o de relación.

23. Hemos examinado el derecho en su faz más elevada y filosófica como principio absoluto, rector y director de las acciones externas del hombre; al ocuparnos de su desenvolvimiento histórico, y presentar las diferentes escuelas y sistemas que han dividido al mundo, pudimos comprender que no siempre el derecho ha sido de la misma manera tratado y conocido, pero dijimos allí con repetición, que los grandes principios, las grandes verdades que han de servir de cimiento y punto de apoyo a la vida del hombre nunca fueron por completo desconocidas, jamás se olvidaron totalmente; que si bien no se conocía el derecho científicamente hablando, todos los hombres y pueblos tenían de él una idea, aunque vaga, casi exacta, vislumbraban que por él había de cumplir el hombre en parte su destino, y por eso a la noción de derecho añadían siempre la de relación, la de dirección, y dirección recta, igual, y es hasta tal punto exquisita y segura la intuición de los pueblos y de la humanidad, que desde los primeros tiempos la noción de derecho viene asociándose a la dirección recta, y aun las palabras escogidas en la mayor parte de las lenguas para indicar la noción que nos ocupa, parece que responden a aquellas ideas capitales.

En efecto, el lenguaje de los pueblos, por más que como medio limitado sea muy imperfecto, explica a veces ciertas ideas con una precisión, con una fuerza tales, que sorprende y admira; la noción que nos ocupa, ha hallado en todos los pueblos conocidos y civilizados palabras que le definen y explican, explicando además las ideas comunes a ella de una manera harto notable para que no la trascribamos. El justo y justicia griegos (derecho, en una palabra, e/ndikoz kai\ diksiom/nh [éndikos kaì dikaiosýne]139) lleva envuelta, no sólo la idea de relación, sino la de relación igual, porque el carácter especial de la nación no podía comprender la justicia sin la igualdad; el carácter menos filosófico, pero más frío, más egoísta, más dominador de los romanos, se revela en el jus, de jubere, precepto, orden, mandato. En los pueblos modernos se ha querido expresar con ella la idea de dirección, de relación recta, de dependencia justa; no es otra la explicación de la palabra española derecho, de la francesa droit, de la italiana dirito, de la alemana recht, de la right inglesa.

Para terminar, sólo nos resta añadir que siendo el hombre el sujeto del derecho, esto es, el ser llamado a realizarlo en todas las esferas de su actividad, se hace necesario en primer término que el hombre exista, esto es, que se manifieste de una manera distinta, fija; que todas sus fuerzas, todas sus facultades, todos sus elementos de vitalidad, de acción y movimiento sean independientes, libres y voluntarios en su acción, racionales en sus fines; en una palabra, que el hombre sea persona. La PERSONALIDAD es, pues, una cualidad necesaria para que el derecho exista.




ArribaAbajoLección VI

De la realización del derecho


SUMARIO.

1. Necesidad de que el hombre se presente como manifestación distinta, como persona.-2. PERSONALIDAD, su definición.-3. Es un principio de conocimiento.-4. Es eminentemente espiritual.-5 Esencial al hombre.-6. General a la humanidad.-7. Del principio de PROPIEDAD.-8 y 9. Su definición.-10 y 11. Principio de SOCIABILIDAD. Definición de la sociabilidad. Su análisis.-12 al 14. Por qué no llamamos a estos principios derechos absolutos.-15. De los llamados DERECHOS ABSOLUTOS. Libertad, Igualdad, Asociación. Sus caracteres.-16 y 17. Diferencias entre éstos y los principios.-18 al 25. De los principios indicados nacen los derechos absolutos. Explicación.

1. Hemos dicho que el derecho existe en tanto en cuanto el hombre en su vida externa y de relación necesita condiciones de desarrollo que le permitan realizar su destino general y los particulares que en él se encierran, pero para que el derecho pueda realizarse, esto es, para que el hombre obre según esas condiciones, en sí y en relación con los demás seres, es ante todo necesario que se presente con una existencia distinta y perfectamente caracterizada.

2. En efecto, para que los seres tengan actividad, para que puedan desarrollarse, para que puedan en su actividad y desarrollo realizar un fin cualquiera, hácese necesario que vivan; según el orden de existencia distinto de cada ser, según su naturaleza, así tendrá que ser su desarrollo, su vida y su destino. En las lecciones precedentes hemos visto que por punto general los seres que viven vida material, se desenvuelven y cumplen su destino movidos e impulsados por leyes fatales que ni conocen ni pueden apreciar ni eludir; por lo tanto, que no son existencias distintas, sino subordinadas, encadenadas, al orden particular de su existencia, encerradas en la esfera de acción y movimiento, siempre igual, siempre constante, que les ha sido trazada por la mano sublime del Creador: el hombre, por el contrario, en su cualidad de ser espiritual, libre y cognoscente; como ser, cuya existencia es varia y se desarrolla en muy variadas esferas de acción; como ser que se relaciona con los demás, que les impone su poder y su voluntad, que así se une con el Creador en lazo de dependencia como con sus semejantes en el de igualdad, y con los demás que le son inferiores como poder dominante, ni tiene una sola esfera de acción, ni en una sola puede ser estudiado y comprendido, sino que las abraza todas, así las puramente físicas como las espirituales, así los instintos y las tendencias, como la moralidad y la inteligencia; así, pues, el hombre se presenta siempre como existencia distinta, libre, conocida en todas y cada una de esas esferas de acción y de vitalidad, como persona. Esto es, como ser que no sólo vive física, sino espiritualmente, porque la idea de vida sólo significa la existencia física, mientras la de personalidad las abraza todas.

3. Deberá, pues, definirse la PERSONALIDAD, diciendo que es la cualidad inherente al ser racional, en virtud de la cual se manifiesta de una manera distinta y conserva y desarrolla su existencia en todas las esferas de la vida para realizar su destino. La personalidad es más que un derecho, es un principio esencial del ser humano, es, en el lenguaje de escuela, un principio de conocimiento. En efecto, privemos al hombre de su personalidad, prescindamos de las cualidades que en los diversos órdenes de su existencia física, moral, sensible o inteligente, tienden, conservándole y desarrollándole, a que cumpla su destino, y el hombre no podrá realizarlo y será un ser inútil en la creación, una rueda privada de objeto, de actividad y movimiento en la gran máquina del mundo; arrancad uno siquiera de los elementos que constituyen la personalidad humana, prescindid del espíritu, romped con la inteligencia, y el hombre podrá existir físicamente, pero no tendrá personalidad, no será hombre, no podrá realizar su destino o lo realizará de una manera fatal e incompleta.

Fácil es conocer que este principio es irrenunciable, no puede enajenarse, ni perderse; renunciarlo, ceder de él, perderlo, tanto valdría como renunciar a la humana condición. La personalidad presupone en el hombre el deber imperioso de conservarla y de ejercer dentro de ella su actividad, pero como su destino se liga en estrechísimo lazo con el destino de sus semejantes, como es parte integrante de un destino general, no sólo está obligado a conservar y hacer que por todos sea respetado este principio, sino que al propio tiempo tiene el deber imprescindible de respetarlo en los demás, de contribuir a que le conserven y de no ser jamás elemento dominador o destructor de la personalidad ajena; cuanto para destruir o cohibir la personalidad se haga por el hombre, será un atentado que traerá siempre como reato necesario un mal de gravedad y trascendencia suma.

4. Este principio, como ha podido comprenderse, es esencialmente espiritual, puesto que tiende a la conservación y al desarrollo del ser humano en todas las esferas de la vida; se contrariará, por consecuencia, desde el momento en que el hombre no dirija su actividad y sus desarrollos racionalmente y al cumplimiento de su destino; es tan esencial al hombre, que ningún otro ser le ostenta ni puede ostentarlo, pero al propio tiempo son vanos todos los esfuerzos que se hagan para destruirlo por completo.

5. Es tan esencial al hombre según hemos dicho este principio, que la antigüedad, a pesar de vivir en una atmósfera de pesado materialismo, a pesar de tratar al hombre sólo como a un ser sensible, prescindiendo del espíritu y de sus funciones, no pudo desconocerlo y le admitió en toda su fuerza, sólo que en el exclusivismo socialista de aquellos tiempos no la aceptó como principio general inherente al hombre, sino como privilegio de casta, de origen o de ciudadanía, adquiríase la personalidad allí por ministerio de la ley positiva, y donde ésta no llegaba no se reconocía aquélla; por eso el extranjero, el bárbaro, en el lenguaje de aquellas sociedades, no eran personas, ni tenían derechos, ni le ligaban al orgulloso ciudadano vínculos de relación; por eso la antigüedad pudo sancionar por la opinión de sus hombres más eminentes la monstruosa existencia de la esclavitud, por eso existía allí el hombre cosa y el hombre persona, y por eso también el aislamiento y la lucha fueron los caracteres dominantes de aquellas apartadas civilizaciones. Pero es tal la fuerza de los principios, que, a pesar de todo, jamás pudieron destruir por completo el que nos ocupa, y la personalidad, aun en el mismo esclavo, sobrenada sobre la voluntad y los esfuerzos de sus señores.

6. Las civilizaciones modernas, partiendo de una verdad tan grande como divina, cual es la unidad de origen y de destino del hombre, sustituyendo, por lo tanto, la vida socialista de los antiguos tiempos por el individualismo, pero no exclusivo, hacen de la personalidad el patrimonio de la humanidad entera, y no el de una tribu o el de un hombre determinados, y rompen así la pesada cadena de la esclavitud y del dominio de la materia representada por la fuerza.

7. No le basta, empero, al hombre ser persona, no le basta con ostentar su personalidad; para que ésta produzca sus resultados, para que el hombre pueda desarrollarse y cumplir su destino, hácese preciso que pueda ejercitar todas cuantas condiciones de ser puso el Creador a su disposición, y el hombre no se desarrollará ni cumplirá su destino mientras no imponga su personalidad a esas mismas cosas que le rodean y que para él se traducen en condiciones de existencia. Todas le son inferiores, todas pueden prestarle un medio de desarrollo, todas, por lo tanto, están sometidas a su dominio. El hombre les imprime su voluntad, les hace contribuir a que su personalidad sea más rica y poderosa, y surge de este poder del hombre sobre la materia que le rodea, un nuevo principio, que es el que con el nombre de propiedad se conoce.

LA PROPIEDAD, que supone desde luego superioridad de parte del que la ejercita, inferioridad de lo que es su objeto, sólo corresponde al hombre sobre las cosas que le rodean, y pueden ser medios externos que le permitan realizar su fin; no puede jamás recaer sobre el hombre, porque será siempre igual al hombre, y no cabe entre los individuos de la especie humana superioridad ni inferioridad esencial; el espíritu pesa sobre la materia y se la apropia y usa de ella hasta destruirla, pero jamás podrá de este modo pesar sobre lo que es espiritual también, y ocupa, por lo mismo, idéntico grado en la escala de la existencia. Distingamos con cuidadoso esmero la supremacía que un mayor desarrollo espiritual puede dar a un hombre sobre otro hombre, de la propiedad; esa supremacía es de dirección sólo mientras que la propiedad implica necesariamente la idea de absorción y de destrucción en caso necesario.

8. Defínese generalmente la PROPIEDAD el poder que ejerce el hombre sobre todas las condiciones y medios externos en su forma que son necesarios para el desenvolvimiento del individuo, de que éste dispone, en la cantidad y cualidades que reclaman sus necesidades. Sobre todo lo que puede ser condición o medio de desenvolvimiento, y por lo tanto, sobre todo lo externo y material puede el hombre ejercer la propiedad en la cantidad y cualidades que reclamen sus necesidades. Del principio de propiedad decimos lo mismo que del de personalidad; no se comprende, no se puede comprender al hombre sin que esencial y formalmente se personalice y apropie las cosas que necesita para su existencia múltiple y compleja. Hemos dicho que el hombre se determina en su personalidad bajo tres distintos aspectos, como ser físico, como ser moral y como ser inteligente; en todas estas fases de la vida tiene necesidades, que no por ser varias y distintas en la esencia y en la forma, son menos imperiosas ni menos imprescindible su satisfacción para que la personalidad humana pueda existir; pues bien, todo objeto externo que contribuya a cubrir una necesidad, sea del orden que sea, físico, moral e intelectual, puede ser susceptible de apropiación por parte del hombre.

9. Téngase presente que aquí hablamos de la propiedad como principio, más adelante nos ocuparemos de ella como derecho, y veremos hasta qué punto esta nueva apreciación puede modificarla.

10. La SOCIABILIDAD es la unión y relación constante, igual y necesaria entre los seres racionales para la realización de su fin general y de los especiales que en él se comprenden; es una cualidad tan esencial a la existencia humana, como lo son la personalidad y la propiedad; no sólo todas las fuerzas, todas las facultades, todos los elementos de la vida están creados para la de relación igual entre los hombres, sino que en el momento en que la sociabilidad dejase de ser, el hombre perecería con ella; su larga e imperfecta infancia, su no menos larga y triste ancianidad, la debilidad y aun carencia de fuerzas y de facultades en ambos períodos, necesitan de la ayuda y del sostén cariñoso e inteligente de nuestros semejantes. El amor, rayo de la divina esencia que se revela con fuerza sorprendente en el alma humana y que se desborda para abarcar a la creación entera, palidecería, extinguiría su llama y quedaría en instinto material y en material tendencia convertido si la sociabilidad no existiera; la palabra, manifestación del espíritu, forma terrena de la inteligencia, sería completamente inútil sin la vida de relación constante, sin la sociabilidad; por otra parte, además del destino individual de cada hombre, mejor dicho, ese destino individual forma parte integrante del destino general y solidario de la humanidad; cada hombre, cada época, cada civilización constituyen un eslabón de la preciosa cadena que enlaza a la humanidad con su destino, y como no pueda éste realizarse mientras el encadenamiento no sea constante, y como los desarrollos de todos y de cada uno comunicados y unificados formen el desarrollo general que ha de llevarnos al bien, de aquí que apenas la vida de relación se rompa y el egoísmo y el aislamiento invadan al mundo, el destino humanitario dejará de cumplirse y el hombre vagará indeciso y se convertirá en un obstáculo para que los demás hombres realicen su destino particular y el general de la humanidad.

11. El principio de sociabilidad sosteniendo la vida de relación ha sido, ¿quién podrá dudarlo? el gran elemento conservador de los adelantos espirituales del mundo; a él se debe en gran parte que la ciencia y la verdad hayan pasado de generación a generación aumentando su caudal y su influencia; a él que la lucha sostenida entre el espíritu y la materia haya sido menos fuerte y tremenda; a él que el espíritu haya ido ganando paso a paso en importancia e influencia; que los pueblos se hayan conocido y unido entre sí con estrecho lazo, y que la civilización actual haya podido aprovechar los conocimientos y las ideas de las pasadas civilizaciones.

12. Nos hemos apartado, al hablar de la personalidad, de la propiedad y de la sociabilidad, de la senda común trazada por los tratadistas, que les dan los nombres de derechos absolutos, porque creemos que ostentan un carácter de necesidad y de perpetuidad en su existencia muy superior al que a los derechos absolutos puede asignarse, porque sin los llamados derechos absolutos puede el hombre existir, y aunque de una manera incompleta, realizar su destino; pero desde el momento en que eliminemos con la inteligencia los principios de personalidad, de propiedad y de sociabilidad de la vida del hombre, éste deja de serlo, y de ninguna manera puede realizar su destino. En efecto, ¿qué sería del hombre si le faltase esa cualidad de conservación y desarrollo en cualquiera de las esferas de la vida? Si se le priva de ella en la vida material sobrevendrá la muerte, y el hombre no podrá realizar su destino sobre la tierra; y obsérvese que aun en este caso el más claro y tangible, aun puede realizarse el fin individual, puesto que, como ser espiritual, sobrevive a la materia; por eso hemos dicho que no realizará su destino sobre la tierra: pero en cambio, que sea en una de las esferas espirituales donde la personalidad desaparezca, arranquemos al hombre como la antigüedad arrancaba al paria o al esclavo una parte de su razón, privémoslo de que desarrolle su inteligencia; y ¿quién duda que un hombre reducido a este estado no puede realizar su destino por más que sea robusta y lozana su vida física y material?

13. Pues bien, privemos al hombre de la facultad de apropiarse las cosas que son medios externos y necesarios para su desenvolvimiento, impidámosle que pueda imponerles su voluntad y apropiárselas, y satisfacer las necesidades legítimas que le aquejan en cualquiera de los órdenes distintos de la vida, el ser no podrá desarrollarse convenientemente, ni, por lo tanto, realizar su destino. Decimos de la propiedad lo mismo que hemos dicho de la personalidad; en ambas tiene el hombre el deber de conservarlas y contribuir a que produzcan sus resultados, pero también tiene el deber, no menos imperioso, de respetar ambos principios en sus semejantes, y de contribuir en cuanto le sea posible a que no se vean privados de ellos, porque jamás el hombre podrá romper el lazo misterioso pero fortísimo que crea la vida de relación y que establece la admirable solidaridad que existe entre el destino de todos los individuos que componen la humanidad.

14. Finalmente, ni el hombre puede vivir aislado y señero, ni puede cumplir con su destino sino sosteniendo relaciones no interrumpidas con todos los seres, y muy especialmente con los que pertenecen a su misma especie. Ya hemos visto cómo se relaciona con Dios en relación de dependencia, cómo se relaciona con los seres físicos sensibles imponiéndoles su voluntad, sellándolos con el sello de su personalidad, apropiándoselos, en una palabra. Al ocuparnos de estudiar su naturaleza, vimos también de qué manera, imprimiendo el hombre su espiritualidad a las afecciones hijas de los instintos o de las necesidades y puramente materiales, se espiritualizan en él para tomar el carácter de duración y de perpetuidad que es propio de cuanto al hombre atañe; vimos de qué modo el amor creaba entre los hombres la vida general de relación y la especial de la familia; lazo divino esta última, decíamos nosotros, que se ensancha y se engrandece a proporción que se aumenta: primera y magnífica forma de la sociabilidad humana, de la sociabilidad, decimos, no de la asociación, porque entre ambas nociones media un abismo; la primera es un principio necesario en su esencia y en su forma, por más que sea voluntario en cuanto a los elementos constitutivos; la segunda es voluntaria en su forma y en sus elementos; la primera tiende a la satisfacción del destino general del hombre, la segunda a la realización de alguno o de varios de sus fines parciales.

15. Al propio tiempo que de la personalidad, de la propiedad y de la sociabilidad suelen ocuparse los tratadistas de la libertad, de la igualdad y de la asociación, señalando todas estas nociones con los nombres de derechos absolutos, o de derechos primarios; hemos hablado de las primeras considerándolas, no como derechos, sino como principios de conocimiento. ¿Por qué nos separamos de la forma generalmente adoptada? ¿Por qué al menos no tratamos como principio a todas ellas? Creemos de tanta importancia las primeras nociones, ya se las considere en su esencia espiritual, ya se las estudie en sus apariciones externas y de relación; vienen acompañadas de un carácter tal de perpetuidad y de invariabilidad, es tan fuerte y poderosa la sanción de que se revisten, que nos parecen muy superiores al derecho por más alto que éste quiera colocarse. En efecto, arranquemos al hombre la libertad, la igualdad, la asociación, consideradas estas tres nociones como derechos; la vida del hombre podrá ser pobre en su manifestación y en sus desarrollos, pero no por eso dejará de cumplir con su destino; arranquémosle, no ya los tres principios a la vez, cualquiera de ellos, y el hombre, como hemos visto, ni podrá desarrollarse ni cumplir el fin de su carrera. Sin el derecho de libertad le queda al hombre la libertad moral, y la libertad moral basta para la realización de su destino; quitémosle el derecho de asociación, se verá obligado a cumplir por sí solo los fines parciales de su existencia, los cumplirá de una manera mezquina, pero le queda la sociabilidad, y la vida de relación espiritual no muere; en cambio figurémonos al hombre privado de su personalidad, o lo que es lo mismo, impidámosle que se conserve y que se desarrolle; privémosle de la propiedad, de la facultad de absorber lo que es necesario para su vida; aislémoslo y rompamos con la sociabilidad, y habremos, cuando más, convertido al hombre en un ser físico y sensible, o lo que es lo mismo, el hombre espiritual habrá dejado de existir, sólo habrá quedado el hombre de la materia.

16. Además, y según veremos muy pronto, los derechos llamados primarios por los tratadistas, aunque sean esencialmente necesarios e invariables, son formalmente variables; los principios que acabamos de analizar existen desde el momento que concebimos la existencia moral del hombre, los derechos primarios necesitan, para que como derechos se les pueda considerar, que el hombre viva con vida externa y son distintos, en su forma y extensión al menos, según que se presenten en el terreno de la moral o en el del derecho, mientras aquellos principios en ambos terrenos son iguales. En efecto, sin personalidad no podemos comprender al hombre ni bajo el aspecto moral ni bajo el intelectual ni bajo el sensible, puesto que en todos y en cada uno de ellos tiene que desarrollar y conservar su ser y realizar su destino; sin propiedad, esto es, sin facultad de tomar en su provecho las existencias inferiores que le rodean, la personalidad desaparecería por completo, puesto que carecería de elementos externos, de conservación y desarrollo; sin sociabilidad, sin lazo de unión entre los seres semejantes, sin relación entre ellos, la vida no sería posible, puesto que le faltarían al hombre en sus primeros momentos los medios de conservarla; y téngase, presente que al hablar de la vida no excluimos ni la moral ni la sensible ni la de la inteligencia.

17. Por otra parte, la realización formal y externa de los derechos primarios depende, ya del criterio que el ser haya racionalmente formado de su existencia, de su fin y de los medios de que dispone para conseguirlo, ya también del grado de desarrollo y perfección en que sus facultades se encuentren, y por eso vemos, la historia asaz cumplidamente nos lo enseña, que mientras todo hombre tiene el sentimiento intuitivo de la personalidad, de la propiedad y de la sociabilidad, ni todos le tienen de los llamados derechos primarios, ni todos de una misma manera los comprenden, ni todos se valen de ellos igualmente. Y es que en el conocimiento y ejercicio de éstos, aunque entran por mucho la voluntad y la razón, se realizan según el mayor o menor grado de perfección de estas facultades, cuando el de aquéllos depende de un acto puramente espiritual.

18. Veamos ahora cómo de los principios que acabamos de estudiar nacen y se desarrollan los llamados derechos primarios. Decíamos nosotros que el hombre, por virtud de su personalidad, conserva y desarrolla racionalmente su existencia, puesto que no basta que viva; es preciso que su vida sea activa, que se desarrolle y perfeccione, pues sólo así puede cumplir con su destino, pero el hombre, colocado ya sobre la tierra como un ser distinto, encuentra en sí fuerzas, facultades y elementos, activos también, que no le permiten permanecer inerte, comprende al propio tiempo que sin salir de sí mismo puede verificar multitud de movimientos sensibles, racionales y morales que signifiquen otros tantos pasos y desarrollos hacia la perfección, que no necesita buscar fuera de sí las fuerzas impulsivas del movimiento ni verificarlo fuera de sí mismo; siéntese, por lo tanto, libre, y como comprende al par que esa facultad es una condición de su vida, la acepta y reconoce como una facultad moral, mientras sus efectos permanecen velados en el sagrado de su conciencia, como un principio entonces, como un derecho cuando los efectos de esa libertad toman una forma exterior; mientras la libertad no se exterioriza es inviolable e indestructible al propio tiempo que ilimitada, y nadie puede intervenir ni en su acción ni en su dirección, porque sólo a Dios le es dado penetrar, dirigir y ordenar lo que es puramente del espíritu; cuando se manifiesta al exterior como un derecho, si bien es inalienable e indestructible, no es, no puede ser, ilimitada. Limitarlo han por un lado el ejercicio de ese mismo derecho de parte de los demás hombres, la mayor o menor perfección de la vida social y de relación, por otro el poder que representa la razón dirigiendo la vida externa del hombre, y no dejarán de ser causas frecuentes de limitación también los hábitos, la civilización y sobre todo el predominio que la materia o el espíritu ejerzan en una época dada de la vida.

Porque el hombre es moralmente libre; sus acciones llevan el sello de la responsabilidad; si obrase fatalmente, si su actividad obedeciese a leyes inquebrantables, la responsabilidad no podría comprenderse, y como es de todo punto imposible que por más que se restrinja y disminuya el derecho que nos ocupa se destruya el principio de libertad moral, de aquí que la responsabilidad exista siempre.

19. Téngase presente que no puede comprenderse jamás la libertad, ni aun como principio, sino regida por la razón y dirigida al cumplimiento del fin humano, porque ni es la única facultad del alma, ni por sí sola puede producir otra cosa que movimientos desordenados: el predominio absoluto de la libertad nos conduciría rápidamente al egoísmo, al aislamiento, y por lo tanto, a la destrucción de los dos principios de personalidad y de sociabilidad; dirigida por la razón, iluminada por ella la libertad, será un nuevo lazo de unión entre los hombres que, comprendiendo que sus desarrollos deben armonizarse con los de los demás, convertirán la libertad en fuente de nuevas relaciones. Sin ella es inconcebible el derecho, porque el derecho y la fatalidad de las acciones no pueden adunarse, por esta razón se la da el nombre de derecho primario, así como también porque de ella surgen multitud de nuevos derechos secundarios o positivos, según veremos en el cuerpo de esta obra.

20. El mismo origen que el derecho de libertad tiene el de igualdad; no puede existir la igualdad entre los seres sin personalidad, porque tendiendo ésta a la realización de un fin, el bien, que es el mismo para todos los hombres, y consiguiéndolo por las mismas facultades y fuerzas, en el momento que con la personalidad hagamos desaparecer la unidad de fin y de facultades, habremos materializado al hombre, y de la limitación de la materia surgirá la desigualdad, pero téngase presente que la igualdad, como derecho considerada, no es ni puede ser absoluta, sino que estará en relación con la mayor o menor suma de desarrollos y con el mayor o menor poder que en ellos tenga la razón; por eso la verdadera fórmula de la igualdad (derecho) consiste en tratar desigualmente a seres desiguales.

21. La asociación no es más que la aparición concreta de la sociabilidad aplicada a los fines parciales del hombre, por eso puede haber para cada fin particular una forma particular también de asociación, y mientras que este derecho será uno en su esencia, puesto que tenderá siempre a la realización del fin, será múltiple y variado en la forma.

22. La propiedad, en fin, da origen al derecho de apropiación, que también es como veremos absoluto primario, pero modificable en su forma y externa manifestación.

23. Tenemos, pues, al hombre como un ser distinto, puesto que tiene personalidad, como un ser superior a las demás creaciones terrenas, a las que imprime su voluntad y que aprovecha para su existencia y desarrollos, como un ser que se relaciona con todos los demás, pero muy especialmente con los que le son iguales, en relaciones también de igualdad; hémosle estudiado en su triple manifestación física, moral e inteligente y externa o de relación, y caracterizado, por lo tanto, libre y racionalmente todas sus acciones: hemos analizado, aunque rápidamente, los llamados derechos primarios; más adelante veremos cómo de estas nociones aplicadas a la vida externa del hombre, surge y se desarrolla la legislación positiva y práctica.

24. El trabajo que hasta ahora hemos hecho no sólo nos dará un criterio sencillo, pero cierto y seguro, para comprender el derecho positivo, sino que sentados sólidamente los principios de donde emanar debe, nos facilitará en extremo la interpretación y la aplicación, de sus disposiciones en todos los casos en que el tenor literal de la ley no basta para aplicarla recta y justamente o en que sus antecedentes (historia) no puedan ser suficientes, para conocerle con igual rectitud y justicia.

25. Consecuentes con nuestro plan, estudiado el hombre en su naturaleza íntima y esencial y en sus variadas y múltiples apariciones, deducidos de este estudio los principios vitales y necesarios de su existencia distinta y espiritual, los derechos que emanados de esos principios le sirven de lazo en su vida externa y de relación, debemos ocuparnos de cómo el derecho, en general considerado, se realiza por el hombre libremente.




ArribaAbajoLección VII

Del principio de personalidad.-Sus efectos


SUMARIO.

1 al 3. Necesidad de conservar la PERSONALIDAD en todas sus manifestaciones.-4. Breves consideraciones sobre el sentimiento de conservación.-5. Del suicidio y de la legítima defensa.-6 y 7. Del suicidio. Su definición.-8 al 13. El suicidio considerado por las escuelas materialista y espiritualista. Es un crimen moral y social.-14 y 15. De la legítima defensa, qué es y cuándo tendrá lugar.-16. Cuestiones que deben resolverse.-17. 1.º Origen, condiciones y efectos del ataque.-18. 2.º Condiciones y efectos del peligro.-19. 3.º Medios y resultados probables de la defensa.-20 al 22. Hasta donde se extiende el deber de respetar la vida del agresor.-23 y 24. La muerte causada en legítima defensa ha de ser inconsciente.-25. Opinión de Mr. Ahrens.-26 y 27. Su examen.-28. Puede extenderse la defensa a la salud, al honor, a la propiedad.-29. A la personalidad propia y a la ajena. 30. De la legítima defensa colectiva. ¿Pueden considerarse las revoluciones como actos de legítima defensa?-31 al 35. Definición y clasificación de las revoluciones. No son actos de defensa legítima. Explicación.-36 y 37. La guerra es un verdadero acto de defensa colectiva.-38. Su carácter en la antigüedad.-39 y 40. ¿Puede privarse de la vida a uno para salvar la de otros?-41. Conclusión.-42. Del duelo. Su examen.

1. Examinemos ahora con alguna detención el principio de PERSONALIDAD de que nos hemos ocupado en la precedente lección: hemos dicho que comprendiendo todas las manifestaciones del hombre, así las puramente físicas como las espirituales, es un principio de conocimiento; que privado el hombre de su personalidad deja de ser hombre, puesto que no puede cumplir su destino; hemos visto también cómo la personalidad de los seres se une y relaciona por la sociabilidad, produciendo así la personalidad universal. Dedujimos de lo dicho que el principio que nos ocupa era tan sagrado, tan necesario e inherente a la naturaleza humana, que el hombre no podía renunciarlo ni permitir que nadie lo destruyese ni siquiera limitase, pero que al propio tiempo tenía el deber no menos sagrado e ineludible de respetarlo en todos los demás hombres, de no ser jamás rémora ni entorpecimiento para que la personalidad de los demás se conserve y produzca sus efectos, y como, según hemos dicho, ella es el magnífico manto que cobija todas las manifestaciones del ser, tanto espirituales como materiales, claro es que los deberes de que hablamos, así se refieren a la vida de la materia como a la del espíritu.

2. Si el hombre individualmente considerado tiene el sagrado e ineludible deber de respetar su personalidad y la de los demás, de conservarlas y no ser nunca obstáculo a su existencia, no será menos grave el deber que al ente colectivo sociedad, representada por su elemento racional el Estado, cumple llenar en este terreno, y véase cómo de la manera de apreciar el principio de personalidad surgen cuestiones, ya relativas a la acción individual, ya a la colectiva del Estado; de ellas nos vamos a ocupar rápidamente.

3. Por lo que hace a las relaciones individuales en que el hombre se coloca por razón de su personalidad, aparecen en primer término dos cuestiones gravísimas, que tanto en el terreno de la moral como en el del derecho, puesto que ambas manifestaciones se comprenden en ella, han sido objeto de grandes estudios y de no escasa controversia entre moralistas y jurisconsultos: entiéndase que hablamos del suicidio y de la legítima defensa.

4. Colocamos en primer término estas dos cuestiones, por más que se refieran especialmente a la vida física, con deliberada intención, porque aunque aquélla es inferior a la del espíritu, éste en la vida terrena del hombre no puede ser apreciado desde el momento en que el cuerpo que le envuelve, y es el medio de las terrenas manifestaciones, ha dejado de existir.

5. Es tan esencial la vida a los seres, de tal manera está ella ligada con la realización de su fin, que puede asegurarse no existe ser ninguno que no luche con todas sus fuerzas y con todo su poder por conservar y sostener esa vida; ese instinto se revela enérgico y poderoso en todos los seres sensibles, y tal vez no le vemos en los puramente físicos, porque nuestra limitación no nos permite entrañar muchos arcanos: ¿qué otra cosa es el estremecimiento que se apodera del animal al hallarse en peligro de perder la vida, la resistencia que opone a arrostrarlo? ¿Quién no ha visto temblar al corcel valiente y generoso al verse al borde de un abismo o al sentir que el león o el tigre se le aproximan? ¿Quién no ha oído el desconsolado lloro del niño que se encuentra colocado en un lugar del que no puede bajarse sin caer? Hasta aquí en el animal como en el hombre no hay más que un terror instintivo a dejar de ser, en el primero, no revelándose jamás la razón, no se pasará nunca del instinto, en el segundo, que los instintos pasan a ser dominados por la razón, el temor instintivo se convertirá muy luego en temor racional, y a los medios de conservación puramente instintivos seguirán muy luego también los racionales, mucho más poderosos y enérgicos140.

En efecto, como hemos indicado, mientras que el movimiento repulsivo a todo peligro es instintivo, sólo tiende a conservar la existencia física sin siquiera darse cuenta de ese deseo, ni excogitar los medios para conseguirlo; pero desde el momento en que de instintivo pasa a ser racional, ya el hombre comprende la razón de su vida, el por qué debe conservarla, y la defiende con mayores bríos, con más profunda intención.

Y cosa rara, sin embargo, el animal tiende siempre a conservar su existencia, el hombre a veces se priva de ella por un acto de su voluntad. El suicidio es un acto exclusivamente humano.

6. Pero ¿qué es el suicidio, qué consideraciones merece a la ciencia este acto de la voluntad humana?

7. SUICIDIO es el acto por el cual el hombre se priva a sí mismo de la vida. Hemos dicho que este acto es exclusivamente humano, y en efecto, jamás el animal le practica; el hombre solo, en su orgullo o en su demencia, o ya por no querer arrostrar ciertos padecimientos que alguna vez él mismo se ha proporcionado, es el que se atreve a destruir la obra del Creador destruyendo su existencia.

8. De dos diversos modos se ha considerado el suicidio, según que de él se han ocupado la escuela materialista y la espiritualista: para los primeros, para los que creen que la vida toda del hombre termina con la vida terrena y material, el suicidio puede ser un acto meritorio, y algunas veces, y por punto general, indiferente, que siempre demostrará valor: en efecto, si para el hombre no hay más allá de lo que ve y toca, si su fin y su destino tienen por término la vida material y física, claro es que el hombre, privándose de ella, no hace otra cosa que adelantar algunos momentos su fin ejercitando un acto de valor, toda vez que eso no se verifica sin algún sufrimiento, y aun dando noble ejemplo al mundo si alguna causa digna ha motivado su determinación, y véase cómo el suicidio de CATÓN al ver muerta la república romana ha sido admirado por muchos.

9. Para los que en el hombre ven una doble existencia material y espiritual, para los que, como nosotros, creen que el destino y fin supremo del hombre, salvando las barreras del mundo de la materia, está fuera de él y reside en más elevadas regiones; para los que creen que la vida terrena es sólo una vida de preparación necesaria para que el hombre realice el bien y cumpla su destino, el suicidio es un atentado gravísimo, que el hombre comete faltando a la ley del deber, hollando el derecho y cortando el hilo de su vida cuando aún no había terminado el tiempo de preparación.

10. Como hemos indicado, el hombre fue creado para algo, esto es, tiene un destino que realizar en la creación; ser espiritual, su destino debe ser espiritual, y consiste en el bien; como ser material que vive vida terrena, prepara sobre la tierra el cumplimiento de su destino ulterior, desarrollándose y desenvolviéndose material y espiritualmente. Hemos dicho también que la materia, aunque de un orden inferior al espíritu y de cierta manera subordinada a él, es sagrada en su existencia, y que atentar a ella vale tanto como atentar a la obra del Creador.

11. Por lo tanto, no siendo indiferente al hombre realizar su destino, muy al contrario, estando obligado a ello por la ley suprema del deber, no pudiendo realizar ese destino sino por medio de desarrollos y perfeccionamientos constantes y sucesivos que tiene que realizar sobre la tierra y que le acercan paso a paso a lo absoluto, a lo incondicional, no puede renunciar ni a la realización de ese destino ni a los medios para conseguirlo sin cometer un grave crimen moral y de derecho.

12. El suicidio, pues, esto es, la ruptura de los lazos que unen el espíritu con la materia, la destrucción de una vida de preparación en la que el hombre, perfeccionándose, se acerca a su destino ulterior, la falta, en fin, de cumplimiento de ese destino, jamás podrá ser considerada sino como un acto criminal, que nunca, por ningún concepto, puede ser defendido, ni menos aceptado como digno y grande.

13. La vida terrena es una vida de lucha, verdad; la vida terrena es una vida de dolor y de sufrimientos, verdad también; porque el hombre, aunque perfectible, no es perfecto, pero como esa lucha y esos sufrimientos dirigidos por la razón conducen al bien, o lo que es lo mismo, al fin supremo del hombre, el deber nos manda luchar y sufrir, y nos prohíbe abandonar la arena del combate.

14. Al lado de la cuestión del suicidio, y tal vez más compleja o importante que ésta, se presenta la de la LEGÍTIMA DEFENSA, y decimos que es más compleja e importante, porque en ella se hace necesario tener presente que no es un solo individuo el que obra, sino que hay colisión de fuerzas distintas, de voluntades diferentes; que de la colisión, de la lucha, puede resultar que uno o varios seres puedan dejar de realizar sus destinos, se vean detenidos en su carrera evolutiva.

15. En las lecciones precedentes hemos sentado como verdades axiomáticas que el hombre no sólo está obligado a cumplir su destino y aprovechar todos los medios de que para ello dispone, combatiendo todos los obstáculos que se le opongan, sino que siendo el destino de cada ser su semejante, parte integrante del gran destino universal de la humanidad, no puede el hombre ser rémora para que los demás realicen el suyo; tenemos, pues, que en el caso de colisión, de lucha material entre dos seres iguales dotados de razón, cada uno tiene el deber y el derecho de sacar a salvo su personalidad, puesto que ésta es elemento necesario para cumplir su destino, pero al mismo tiempo tiene el deber de poner de su parte todo cuanto le sea dable para que su semejante no deje de cumplir tampoco su fin, y este doble deber y estas múltiples posiciones en que el hombre se coloca con relación o otro hombre en el caso de ataque y defensa, hacen, como hemos dicho, más grave y más compleja la resolución del problema de la defensa; por eso al hablar de ella hemos tenido cuidado de calificarla con el epíteto de legítima.

En efecto, es cosa fuera de duda, en general hablando, que cuando el hombre es atacado, cuando este ataque puede destruir su existencia, disminuir sus medios de acción, constituirse en impedimento para las evoluciones necesarias y justas del ser, el hombre tiene el derecho de defenderse, de conservar sus medios de acción, de destruir los impedimentos que a sus justos desarrollos se opongan: pero, como hemos indicado, se halla frente a frente con otro hombre, su igual, y cuya existencia, cuyos medios de acción, cuyas evoluciones no son menos respetables, uno y otro tienen un destino que cumplir dependiente de aquellos accidentes, y el destino de ambos es igualmente sagrado, la colisión es del momento, no hay tribunal que juzgue, no hay razón superior que sentencie; ¿qué deberá hacer el hombre que de esta manera se ve atacado, cómo y hasta dónde podrá y deberá llevar su defensa para proceder legítimamente respecto a sí y respecto a los demás, para que ni su personalidad ni la de su semejante sufran menoscabo?

16. Para resolver este problema se hace necesario:

1.º Examinar el origen, las condiciones y efectos del ataque.

2.º Las condiciones, extensión y efectos del peligro.

3.º Los medios y resultados probables de la defensa.

17. 1.º Origen, condiciones y efectos del ataque. Basta considerar que el hombre es un ser igual, que ha sido creado, no para vivir aislado, sino en relación y unión con todos los demás seres, pero muy especialmente con sus semejantes, para comprender que en esta vida de constante solidaridad, de actividad incesante, la colisión, el choque de intereses, de fuerzas y de facultades ha de ser muy frecuente, pero el derecho por una parte, y el Estado como representación de la razón colectiva, pondrán término a ellos, haciendo triunfar la justicia, el bien; no se trata, empero, de estos casos; trátase, para nuestro objeto, de aquellos en que la colisión tiene lugar en tales circunstancias, de manera tal, que ni el derecho ni la razón puedan tomar parte en la lucha.

El ataque, pues, deberá tener un origen personal, ser injustificado, grave, físico, y por último, contrario a la personalidad del atacado, destructor de ella en todo o en parte.

Decimos que el ataque o agresión ha de ser injustificado, que tanto vale decir como ilegítimo, esto es, que el agresor carezca de todo derecho para atacar: la agresión puede legitimarse, ya porque el agresor por sí tenga derecho, ya porque el atacado haya dado lugar a la agresión. En el primer caso, cuando el agresor obra en virtud de un derecho que le permite ponerse frente a frente de otro, coartar su acción, imponer condiciones al libre ejercicio de sus facultades, restringir hasta cierto punto su personalidad activa, como cuando es un agente de la autoridad constituida, una persona que tiene derechos legítimos sobre otra; en este caso aún hay que hacer distinciones en la agresión, porque puede ésta ser injusta e ilegítima en el fondo, o justa y legítima; tanto en el uno cuanto en el otro caso, si el agresor tiene derecho para obrar, es decir, si la forma de la agresión aparece justa, aunque habiendo injusticia en el fondo, el atacado puede exigir responsabilidad al agresor, que habrá cometido un verdadero crimen; como tiene tiempo para ello, debe ceder al derecho formal que ostenta y no hay lugar a la defensa legítima; si la justicia reside en el fondo y en la forma del ataque, la agresión será perfectamente legítima. Así, pues, sólo cuando no exista justificada la agresión ni en la forma ni en el fondo, cuando de parte del agresor no haya derecho formal ni real para atacar la personalidad del agredido, cuando al derecho se haya sustituido la fuerza, al poder racional el material, entonces sólo es cuando la defensa puede tener lugar, entonces sólo cuando es legítima, y cuando, valiéndonos de la fórmula romana vis vim repellere licet, es lícito repeler la fuerza con la fuerza.

Necesario es, además, que la agresión no esté tampoco justificada por un hecho anterior de la persona que de ella es víctima, pues en este caso, si el que la sufre ha decidido la acción del agresor o la ha preparado, aunque jamás en el terreno general, es lícito anteponer la fuerza al derecho; en el particular, el que ha dado origen a que esto suceda, no puede quejarse ni rechazar por la defensa sus consecuencias.

Ha de ser, además, la agresión grave y física, porque si la agresión es insignificante, si carece de gravedad, si sólo recae sobre accidentes, no hay lugar a repeler la fuerza particular y materialmente, y debe para ello acudirse a los medios racionales y de derecho. Decimos además, que la agresión ha de ser física, y es claro, la defensa legítima sólo tiene lugar cuando dos seres se han colocado frente a frente en un estado puramente material, y de fuerza cuando el uno trata de ejercer su acción materialmente sobre el otro, imponiéndosele hasta el punto de lesionarlo o destruirlo; la coacción moral, por muy grave y reprensible que sea, no se combate con la fuerza, se combate con la razón, con el poder de la inteligencia, con la energía de la voluntad.

Finalmente, la agresión ha de ser destructora, o contraria por lo menos a la personalidad, esto es, debe ser tal que ofrezca grandes obstáculos al ejercicio físico de la personalidad, o que ponga en riesgo la vida, manifestación externa de esa misma personalidad, y sin la que no puede existir; mientras esto no suceda, la agresión no será bastante para dar lugar a la defensa que, como hemos dicho, deberá siempre tener por límite la personalidad del agresor hasta donde esto sea posible.

18. 2.º Condiciones de extensión y efectos del peligro. El peligro que traiga en pos la agresión ilegítima debe ser inminente, ineludible, continuo, y tal que pueda destruir o menoscabar nuestra personalidad. Inminente e ineludible, porque si da tiempo para poderlo precaver, si caben medios para evitarlo, la defensa, o lo que es lo mismo, el ejercicio de la fuerza física para rechazar la agresión, no sería justa ni necesaria, sería un acto de odio, de venganza, más o menos injustificado; pero nunca la defensa legítima que la moral y las leyes aceptan y disculpan: mientras haya medios para eludir o aplazar el ataque, mientras el hombre pueda evitar el colocarse en el terreno de la fuerza ciega y material, mientras pueda salvar su personalidad sin herir ni menoscabar la de su semejante, no le es lícito prescindir de la razón ni de los medios racionales de acción para apelar a los materiales.

El peligro, además, ha de ser continuo, esto es, de momento a momento, sin dejar tregua ni espacio para poder acudir a otros medios de defensa que los materiales; la fuerza ha de pesar de tal modo sobre nosotros, que sólo por la fuerza podamos contrarrestarla y repelerla; desde el momento que pudiendo acudir a otros medios no lo hacemos, la defensa deja de ser legítima.

Es necesario, por último, que pueda menoscabar gravemente o destruir nuestra personalidad, pues sólo en este caso extremo el hombre puede, por medio de actos materiales, aunque voluntarios, sobreponerse al deber en que está de respetar el derecho y la personalidad de los demás; sólo en este caso puede exponerse a ser la rémora o el elemento que imposibilite a otro hombre el cumplimiento de su destino.

19. 3.º Medios y resultados probables de la defensa: es tan grave la cuestión que nos ocupa, hasta tal punto es importante fijar sus términos para que no produzca tristísimos resultados, que no pueden menos de apreciarse con cuidadoso esmero todos sus elementos y condiciones, y ahora nos hallamos con la encontrada opinión de moralistas y jurisconsultos que no han estado de acuerdo ni sobre los medios, ni sobre la extensión y resultados probables de la defensa.

Necesario es partir desde luego de un principio; la defensa, que supone, como hemos dicho, una agresión ilegítima, coloca al hombre en una situación excepcional, en una situación de fuerza, y por lo tanto, fuera de las condiciones racionales de ser; que la defensa, para considerarla legítima, ha de tener límites, es cosa fuera de duda. ¿Cuáles deben ser éstos? He aquí la primera cuestión en que hay discordancia de opiniones: fundándose en el carácter absoluto del principio de personalidad, en lo inviolable que ésta es, deducen algunos moralistas y jurisconsultos que jamás, por ninguna causa, es permitido al hombre atentar a la vida de su semejante; que ésta, como manifestación integral externa de la personalidad, es tan sagrada que sólo es dado al que dio la vida fijar su término, y que, por lo tanto, el hombre debe preferir perder su existencia a atentar contra la de su semejante.

20. Es indudable que la personalidad, y al par la vida, que es su manifestación, son cosas tan sagradas que el hombre no puede atentar contra ellas, que no puede destruirlas; pero si bien es cierto que la vida y la personalidad del agresor son sagradas, inalienables e irrenunciables, también lo es que las mismas cualidades ostentan la vida y la personalidad del atacado; si de la de aquél depende que pueda realizar su destino, de la de éste depende a la vez que realice el suyo, y si el agresor tiene el deber de conservar su personalidad y el derecho de que los demás se la respeten, el agredido tiene el mismo deber y el mismo derecho; tenemos, pues, colocadas frente a frente dos individualidades que se manifiestan con una igualdad absoluta, que en el terreno de la razón, de la justicia y del derecho en nada se distinguen, en nada se diferencian; pero que están colocadas en una situación antirracional, en una posición puramente material y de fuerza, y que por lo mismo no se puede apreciar sino en el terreno material para deducir de parte de quién está la mayor suma de derechos; así, pues, si bien es cierto que la personalidad del agresor debe ser sagrada, no lo es menos que la del atacado lo es también; y que en igualdad de circunstancias como deben considerarse, el agresor por su voluntad, libremente y con conciencia, se ha colocado fuera de la ley, ha abandonado el terreno racional para asentarse en el de la fuerza, y si por ello resultan consecuencias, es natural y justo que él sea el que las sufra; por lo tanto, así bajo el punto de vista de la moral, como bajo el del derecho, el deber de respetar la personalidad y la vida del agresor cede ante el deber de conservar la propia y el derecho de que los demás la respeten.

21. El consentir en perder la vida por un acto de agresión ilegítima antes que tocar a un solo cabello del agresor, será un acto de heroísmo, de alta moralidad; pero al que no puede obligársenos moralmente, y mucho menos por el derecho.

22. Pero téngase presente que la moral y el derecho, que transigen, que permiten que la defensa pueda llegar hasta privar de la vida al injusto agresor, no lo prescriben, y mirarán siempre como una acción meritoria la contraria; además, es necesario tener muy en cuenta que jamás la defensa debe ser superior a la agresión, y por lo tanto, que sólo en un caso extremo puede legítimamente inferirse al agresor la muerte por defender el atacado su vida.

23. Los autores hacen aún una diferencia según que la muerte inferida al agresor sea consciente o inconsciente, diferencia que nosotros no creemos de gran importancia, pues casi puede asegurarse que para legitimar, mejor dicho, para disculpar la muerte causada en legítima defensa, el hecho ha de carecer de intención deliberada, esto es, el que se defiende no puede hacerlo con la intención de matar, sino sólo con la de rechazar la fuerza que se le hace materialmente, y esto se comprende con sólo tener en cuenta que para que la defensa sea legítima es necesario que el peligro sea inminente y continuo, esto es, tal, que no deje entre la agresión, y la defensa el tiempo material y suficiente para evitar la agresión, precaverse de sus resultados o ser defendido por el poder legítimo. La muerte causada en el caso de legítima defensa, para que pueda ser exculpada por completo ha de ser inconsciente.

24. Si no lo fuera, si con deliberada intención se infiriese, no sería la defensa causa bastante para su exculpación completa, porque no habría necesidad de ese medio para repeler la acción, toda vez que el tiempo que había mediado para resolverse al acto podría haberse aprovechado para defenderse sin matar.

25. Mr. Ahrens141, siguiendo la opinión de muchos moralistas, no sólo hace la división de que nos hemos ocupado en el párrafo anterior, sino que sienta como axioma que sólo en caso de falta de voluntad en el acto puede disculparse la muerte del agresor ilegítimo; si, como de lo dicho puede deducirse, nosotros estamos perfectamente de acuerdo con el sabio autor citado en cuanto a la proposición sentada, no lo estamos del todo con las razones que aduce para sostenerla.

Mr. Ahrens se funda en que ni la moral ni el derecho pueden jamás justificar una muerte voluntaria: que la primera, mandando practicar el bien por el bien mismo y proscribiendo el mal por ser el mal, anteponiendo a todo movimiento egoísta en pro de nuestra personalidad el orden moral, el segundo prestando al hombre condiciones para que realice su personalidad y cumpla su destino general, han de condenar siempre el homicidio voluntario. Ya hemos dicho que el homicidio voluntario, no sólo en el terreno de la moral, sino en el del derecho natural, no puede confundirse con el causado en legítima defensa, que ha de ser siempre indeliberado; por consecuencia, que las razones aducidas por el sabio autor citado no son aplicables a nuestra tesis.

26. Tendrán aplicación en el caso en que descendiendo de la abstracción del derecho absoluto vengamos al terreno práctico de la ley positiva por las dificultades con que ésta lucha para deslindar los campos, y señalar hasta qué punto puede haber o no voluntariedad en los actos, y mientras ésta no esté perfectamente demostrada aquéllos no serán justiciables.

27. El mismo autor citado, al definir el derecho de legítima defensa lo hace extensivo, no sólo a la vida, sino a la salud, al honor, a la propiedad; no sólo a la personalidad propia, sino a la de aquellos que están ligados a nosotros con vínculos estrechos, y aun a toda persona que sea víctima de una agresión injusta.

28. Hemos dicho que el derecho de legítima defensa tiene lugar siempre que se ataca la personalidad humana en su totalidad o en cualquiera de sus elementos componentes, y no cabe duda que la salud, el honor, la propiedad, son elementos integrantes de la personalidad humana, y por lo tanto, necesarios para que el hombre cumpla su destino; pero es necesario tener muy en cuenta que no es posible dar al derecho de defensa demasiada extensión, que sólo existe realmente cuando el ataque es inminente, continuo y de índole tal que ni da lugar a otro medio de repulsión, ni a que haya entre el ataque y la defensa intervalo sensible, pues si éste existe, claro es que puede buscarse la defensa fuera del terreno de la fuerza, y los ataques contra la salud, la propiedad, el honor, no son tan inminentes como los que se dirigen a la vida; puede, sin embargo, suceder que aquéllos sean la causa ocasional de éste, en cuyo caso se justifican; pero siempre es necesario que la agresión sea material, sea física, sea del momento, en una palabra, verdadera fuerza, pues sólo en este caso es permitido rechazarla materialmente por la fuerza.

29. También es muy expuesto extender demasiado la teoría de la legítima defensa a personas distintas de la ofendida; verdad es que para el hombre casi siempre la personalidad de los seres que le son muy queridos es aún más cara que la propia, verdad que a veces el sentimiento de justicia innato en nuestra alma nos hace mirar la agresión injusta contra otro hombre casi con tanta vehemencia como la que se nos hace en nuestra personalidad, que exponer nuestra vida por salvar la ajena es casi un hecho heroico, pero en estos casos se hace necesario pesar y aquilatar con mayor y más cuidadoso esmero los actos de defensa, no sea que tras de ellos se oculte un acto de odio, de venganza o de mal preconcebido, y del que queremos exculparnos y salvar la responsabilidad; si el acto es puro tratándose de terceras personas, si al realizarlo hemos procedido impulsados por un sentimiento de justicia, si hemos expuesto nuestra vida por salvar la ajena, este acto será inculpable, pero si ha habido intención oculta o móviles personales, el acto será un crimen bajo el punto de vista de la moral y del derecho. Por eso decimos que no puede darse a la teoría demasiada extensión.

30. Al hablar de la legítima defensa nos hemos circunscrito, como puede observarse, a actos puramente individuales; los autores la hacen extensiva a la vida social; algunos creen que pueden reducirse a actos de legítima defensa social las revoluciones; nosotros pensamos que no; las revoluciones no son actos de defensa ni de agresión, son movimientos colectivos en el terreno de la fuerza, son luchas en las cuales todos atacan y todos se defienden, sin ser la mayor parte de las veces posible decidir quién es el agresor ni el atacado, y menos la legitimidad o ilegitimidad de la defensa; si la teoría sentada respecto a la legítima defensa individual tiene aplicación a la vida colectiva, parécenos que sólo puede tenerla tratándose de las guerras entre nación y nación, porque en éstas se puede distinguir perfectamente entre el agresor y la víctima, y decidir hasta qué punto la agresión es legítima o no; explicaremos nuestra opinión142.

31. Diferentes acepciones se han dado a la palabra revolución; unos entienden por ella el movimiento popular que tiene por objeto derrocar una forma de gobierno constituida, para sustituirla por otra nueva forma; otros, esos mismos movimientos dirigidos a cambiar por completo las instituciones de un pueblo; quiénes, en fin, el trabajo racional de los tiempos, en virtud del cual cambian, varían y se modifican la manera de ser de los pueblos y de las instituciones; en los dos primeros casos las revoluciones revisten un carácter de lucha, de fuerza, en el último son pacíficas y racionales; en todos ellos suelen las revoluciones producir ventajosos resultados en la vida de la humanidad, pero en los dos primeros estos bienes se presentan acompañados de grandes desequilibrios y de gravísimos males, mientras que en el último los males, si alguno llega a producirse, son muy pequeños en comparación de los bienes que proporciona.

32. Por punto general puede decirse que las revoluciones nacen siempre del movimiento constante y progresivo de la humanidad, que en su no interrumpida evolución va adelantándose a lo existente, comprendiendo sus imperfecciones, y en su sed de bien y de mejoramientos, aspirando a un orden de vida más perfecto; cuando los gobiernos, cuando el Estado, comprendiendo su altísima misión racional, se apoderan de las nuevas ideas, de las nuevas aspiraciones de los pueblos y de las edades, las aceptan e implantan, la revolución es pacífica, progresiva, organizadora y produce bienes sin cuento; realmente, más que revolución es, la evolución natural, justa, divina, de la humanidad, que la acerca a la consecución de su destino.

33. No suelen, empero, los gobiernos, el Estado, comprender su misión altamente racional y civilizadora, apegados a lo presente, dominados por el egoísmo y temiendo que el movimiento progresivo de los tiempos y de los hombres merme o les arranque el poder, se empeñan en mantenerse estacionarios, en resistir, y entonces aglomerándose las nuevas fuerzas vivas, aumentándose de día en día la necesidad de un cambio, sintiéndose un malestar general, llega un momento en que los pueblos, saturados de esa vida, de esas fuerzas nuevas, rompen los diques, se colocan en el terreno de la fuerza, y destruyen todo cuanto se les pone por delante, ya sean elementos efectivos de mal, ya, como sucede muchas veces, elementos indiferentes o de bien.

34. Y preguntamos nosotros, ¿en este caso puede considerarse una revolución como caso de legítima defensa colectiva o social? No ciertamente: la primera dificultad que se presenta aquí para aceptar esa teoría es fijar quién sea el agresor; ya sabemos que se nos dirá, el agresor es el pueblo armado que se dirige contra el poder, pero por más que esto pueda ser muy claro en el terreno práctico, no lo es en el de la ciencia, de la justicia y del derecho. Agresor es el que ataca a otro, y materialmente el pueblo es el que ataca al poder, pero si éste se ha empeñado en hollar, despreciar y conculcar los derechos del pueblo, si en vez de ser para él la razón colectiva que regule el movimiento y que le ordene y dirija al bien, es, por el contrario, el elemento destructor de la armonía y creador del mal que aniquila y destruye a un pueblo, ¿quién es aquí el agresor? En buenos principios no lo será el pueblo, sino el gobierno.

Aceptemos, sin embargo, la opinión enunciada; supongamos que siempre sea el agresor el pueblo, hemos dicho que se hace necesario, para que el caso de legítima defensa exista, que la agresión sea injusta, ¿será siempre injusta la agresión popular?

Claro es que la misma dificultad que existe para fijar quién sea el agresor se debe tocar al hacer la calificación del defensor, que unas veces lo será el pueblo en revolución, y otras los gobiernos contra quienes la revolución se dirija, según que la razón, la justicia y derecho asistan a uno o a otro.

35. No nos parece, pues, que las revoluciones caben dentro de la teoría de legítima defensa, ni pueden estudiarse con relación a ella; son situaciones de fuerza, situaciones puramente materiales, en las cuales la razón pierde su imperio y las pasiones y todos los agentes materiales son los que dominan; puede comparárselas a la inundación, que rompiendo los diques, todo lo destroza y lleva consigo la desolación más espantosa, torrente embravecido que suele producir males sin cuento y que es preciso evitar, pero en cuya acción todos atacan, todos se defienden, todos luchan, sin que nadie pueda ostentar la legitimidad de sus movimientos y de su acción.

36. Otra cosa sucede con las guerras, éstas sí que en nuestro concepto pueden reducirse a la teoría de la legítima defensa. La guerra es un estado de fuerza que surge entre dos pueblos o colectividades distintas y que sólo resuelve la fuerza.

37. De la misma manera que entre los individuos, entre las naciones existe una personalidad completamente igual y respetable, en virtud de la que aquéllas se agitan en su esfera de acción determinada, progresan, se perfeccionan y cumplen su destino. Cuerpos perfectamente distintos las naciones, con fines particulares de una especialidad marcada, aunque parte integrante del fin general humanitario, ellas, como los hombres, tienen el derecho y el deber de conservar su personalidad, su vida propia y de realizarlas, sin impedir el que las demás naciones la realicen a su vez; es decir, que en esta faz no existe diferencia entre el individuo y la nación, como tampoco en que así el uno como las otras ceden a móviles tanto espirituales como materiales; si sólo aquellos dominasen el movimiento progresivo de las naciones, sería perfectamente armónico, y la paz universal la ley del mundo, pero a ello se opone la materia y las fuerzas puramente físicas, por lo que a las veces las naciones se colocan frente a frente, y como sobre ellas no hay poder racional, ninguno que se imponga, sólo la fuerza puede dirimir las cuestiones.

Una de ellas ataca a la otra que se defiende, y ya tenemos aquí el caso de legítima defensa perfectamente deslindado; de las naciones contendientes, una es agresora, otra es agredida; la agresora podrá tener o no razón en la agresión, en el primer caso será la agresión legítima, en el segundo no; la defensa será ilegítima en el primer caso, legítima en el segundo.

Tenemos claramente definido el carácter y situación de las naciones en caso de guerra, y cuanto hemos dicho respecto a la legítima defensa entre los individuos puede aplicarse a ellas.

38. En los antiguos tiempos la guerra tenía el carácter de destrucción completa del pueblo vencido, sin embargo, por un sentimiento de justicia que jamás se extingue por completo en el hombre, los pueblos de la antigüedad, en medio de su barbarie, cuidaban muy mucho de que al menos en la apariencia las guerras que declaraban fuesen justas, esto es, que la agresión se legitimase; no era otra la misión del colegio de los Feciales en Roma.

39. Para terminar cuanto a la personalidad respecta, nos ocuparemos de otra cuestión, que consiste en saber si en caso de grave peligro de la vida, que sólo puede evitarse, a costa de la vida de otro hombre, nos es lícito atentar a ella.

Aquí no hay agresión, no hay defensa, hay sólo una situación triste y desgraciada, tal, que dos o más hombres no pueden salvar simultáneamente su vida, pero sí uno si otro perece. Ha ocurrido un naufragio, los náufragos se encuentran a merced de las olas, pero la barquilla que los conduce no puede mantenerse a flote y el peso la va a hacer zozobrar, si hubiera un hombre menos todos se salvarían, ¿tiene alguno derecho para arrojar al mar a otro salvándolos así a todos?

40. Hemos dicho lo bastante en esta lección para poder resolver la dificultad; la personalidad humana es tan sagrada, que nadie puede atentar a ella, y por lo tanto en el caso que nos ocupa, sacrificar a un solo hombre para salvar a los demás, será un crimen moral, y un crimen bajo el aspecto del derecho natural.

41. El derecho positivo, que no puede ser tan severo, porque es necesario que tenga muy en cuenta la débil y deleznable naturaleza material del hombre, podrá hallar en ello una circunstancia exculpante, la moral y el derecho racional jamás.

42. Hemos tratado del principio de personalidad en los diversos actos de la vida que con ella se ligan, pero la existencia y personalidad humana van más allá de la vida física, envuelven la vida moral y racional del hombre, y por lo tanto, todos los actos que se refieren a la dignidad humana, es decir, todos los que el hombre realiza racionalmente y tienden a la consecución de su destino; el respeto que en ese terreno debe el hombre al hombre, es lo que constituye la dignidad, que debe ser por todos recíprocamente guardada y respetada; no es sólo un derecho, es una cualidad del ser que así se ostenta en la vida moral como en la racional o en la física. Cuando el hombre, en virtud de su actividad externa, como sujeto, refleja sus actos que son conocidos y apreciados por la conciencia; cuando, por lo tanto, la dignidad del hombre toma forma externa, se llama honor, y tanto aquélla como éste deben no sólo ser reconocidos y apreciados por el agente, sino por todos los demás hombres.

El honor y la dignidad humana han adquirido mayor fuerza e importancia a proporción que el principio de personalidad y el individualismo que su exageración engendra, han sido más poderosos. En la antigüedad, dominado el hombre por el absorbente socialismo de aquellas civilizaciones puramente materiales, la dignidad y el honor, manifestaciones del espíritu, se consideraban, más que bajo el punto de vista personal, bajo el social; en el mundo moderno sucede todo lo contrario: necesaria consecuencia de esto es que mientras en las antiguas edades la dignidad y el honor estaban bajo la exclusiva salvaguardia del poder, en las modernas se haya creído que éste es impotente para conocer de ellas y resolver las cuestiones que puedan surgir.

Dos causas principales han producido este efecto: es la una la preponderancia, que, como hemos dicho, han adquirido la personalidad y el individualismo; es la otra, que la dignidad y el honor han revestido caracteres de tal delicadeza, que parece como que el someter sus cuestiones a la decisión del Estado, les da una publicidad que ahonda la herida del que ha sido lesionado en ellos.

Estas dos causas por una parte, y por otra el nuevo sentimiento religioso cristiano que elevando a Dios sobre todo le hacía centro de toda verdad, de toda justicia, árbitro y dispensador supremo de todo bien y rector de todo lo creado, haciendo que el hombre acudiese a Él siempre que dudaba de la justicia del hombre, originaron una institución, mejor dicho, una costumbre, que nacida en la Edad Media, ha llegado a nosotros, sobreponiéndose a las leyes positivas, al derecho y a la razón que de consuno las condenan.

El DUELO, la lucha personal, sostenida entre aquel que ha atentado al honor de otro y el que en su honor ha sufrido, tiene, como hemos indicado, su origen en la Edad Media, y tal vez en aquellos combates singulares, llamados juicios de Dios, porque se hacía a éste árbitro de la justicia de los contendientes, y prohibidos por el papa Inocencio en 1210, y por las leyes de toda Europa, sin que el anatema de la Iglesia ni la prohibición de la ley le hayan podido desterrar.

El duelo en sí no es otra cosa que el singular combate en que aquel que cree vulnerada su dignidad y su honor trata, venciendo a su adversario, de demostrar la injusticia del atentado.

Sin graves esfuerzos de la inteligencia demostraremos, que el duelo es un atentado a la razón, a la justicia y al derecho: en efecto, basta considerar que en la lucha puede perecer uno de los contendientes, o ambos, para comprender que es un atentado a la personalidad humana, sin que haya para disculpar el acto, las razones que existían en la legítima defensa, puesto que ni la agresión reúne las condiciones que en aquélla exigimos, ni puede saberse quién es el verdadero agresor, ni fallan los medios para que la razón, representada por el Estado, conozca y decida la cuestión; por otra parte, el atentado contra el honor se dirige a una cosa puramente espiritual y va a decidirse por un acto material, en absoluto; además el duelo coloca a los que le sostienen en una situación material y de fuerza, prescindiendo y despreciando la acción del derecho, y sustituyendo la fuerza a la razón; por lo tanto, el triunfo, que será debido a la casualidad, a la destreza o a la fuerza, no podrá jamás demostrar de parte de quién están la justicia y el derecho: el duelo, pues, no sólo es atentatorio al principio de personalidad, sino que viene a conculcar todos los principios y condiciones de ser del hombre; sobre el duelo, pues, caen todos los anatemas de la razón, del derecho y de la justicia, como deben caer todos los de una religión espiritual; no tiene lado alguno defendible, y una legislación positiva bien organizada debe considerarlo si ha originado la muerte de alguno de los contendientes como delito de homicidio. Sin embargo, como los legisladores tienen siempre en mucho, y con razón, los hábitos, las creencias de los pueblos para que legislan, y la noción de un falso honor sostiene aún el duelo, es muy rara la legislación criminal en que este delito no se trata de una manera especial.

Para terminar, diremos que si los autores de derecho, teniendo en cuenta esas consideraciones, no son excesivamente severos en reprobarlo, los moralistas le reprueban en absoluto, y con sobrada razón.




ArribaAbajoLección VIII

Del principio de sociabilidad


SUMARIO.

1 y 2. Breves indicaciones que demuestran la tendencia del hombre a unirse con sus semejantes.-3 al 5. La SOCIABILIDAD es un principio de conocimiento. Demostración.-6 al 11. No han estado acordes los filósofos en la teoría de sociabilidad. Diferentes escuelas. Rápido análisis de ellas. Efectos que han producido en la civilización del mundo.-12. Definición del principio de sociabilidad. Análisis de la definición.-13. Fijación de la verdadera teoría.-14. Misión del amor como elemento creador de relaciones, de la libertad, de la voluntad, de la razón en el principio de sociabilidad.-15 a 17. Cómo los elementos indicados dan origen a la sociabilidad. Función de cada uno.-18. Resumen.-19. Parte que toma la materia en el movimiento. Su importancia. Misión del Estado.-20. Conclusión.

1. En el curso de estas lecciones hemos indicado cuál es la naturaleza esencial del ser que piensa y quiere; examinándolo en su triple esfera, hemos señalado cuáles son las facultades que de esa naturaleza esencial nacen y se desprenden; comparándolo con el ser primordial de quien emana, nos hemos elevado a la concepción del bien, de lo bello, y hemos tratado de fijar cuál es su destino ulterior; considerándolo parte distinta e integrante del gran todo, al mismo tiempo que centro sensible de unidad armónica, hemos delineado las sorprendentes relaciones que le ligan a la creación entera; estudiando sus variadas facultades, hemos dicho que son varias también las diversas esferas de acción en que se desenvuelve; teniendo en cuenta su libertad y su razón, hemos delineado la noción de derecho y deber en su faz abstracta o absoluta, y relativa o hipotética; réstanos sólo, guiados por estos conocimientos preliminares, fijar en virtud de qué principios todas las nociones presentadas en pasadas lecciones se realizan.

2. Ahora bien, si el hombre sólo puede arribar a su destino supremo en virtud del desarrollo eminentemente libre e inteligente de todas las esferas de acción absolutas o relativas que comprende; si esa misma inteligencia, si ese destino mismo le impelen con poderosa fuerza a la perpetuidad, a lo eterno; si esa evolución progresiva, ascendente, que forma su más bello y celestial atributo, no puede cumplirse mientras el hombre viva aislado, porque aislado romperá todos los lazos de relación que le unen con los demás hombres y con la creación entera sin poderse jamás elevar a lo general, a lo universal, se deduce que ni puede verificar la evolución ni menos cumplir su destino, sino hallándose unido a los demás seres de su especie, formando sociedad, en una palabra.

3. Así, pues, podemos sentar como principio axiomático o de conocimiento, respecto al hombre, el de SOCIABILIDAD: por más que a fuerza de ser demostrado se haya convertido en axioma, por más que las razones expuestas en el curso de estas lecciones sean bastantes a probar la verdad del principio, aun y a peligro de pasar por difusos, insistiremos en ello, porque queremos que todas las bases capitales de estas lecciones se apoyen en la razón, que, como antes vimos, es la luz refulgente, la fuerza armonizadora, la voz divina que alumbra, rige y manda la creación.

4. Decíamos que el fin ulterior del hombre es el bien supremo individual; usando de la facultad más noble que al hombre se ha otorgado, la de generalizar, y considerando a la especie como no podemos menos de considerarla, bajo el punto de vista de la generalidad, deduciremos que el fin de la especie es el bien supremo general; no pudiendo llegar a éste sin el mayor desarrollo general, claro es que el desenvolvimiento debe verificarse por la especie, pero como el individuo aislado sería impotente, tanto porque el fin general se compone de todos los fines especiales que convergen en un punto, cuanto porque los esfuerzos del hombre individuo desaparecerían con él, se hace necesaria esa mágica cadena que le liga con los demás, y que es la guardadora del sagrado depósito de los adelantos humanos.

5. Además, observemos al hombre en sus tendencias, en sus necesidades, y comparémosle con el resto de los seres vivos que vegetan en el aislamiento; jamás en el animal se ha manifestado la idea del porvenir; él, como en las anteriores lecciones dijimos, vive hoy y sólo para hoy; si busca una guarida que le proteja del rigor de las estaciones, se ampara de la primera que halla y está pronto a abandonarla al día siguiente; el hombre, por el contrario, si busca una habitación, la mejora y embellece, para perpetuarse en ella; aprovecha el animal los frutos espontáneos de la tierra, mientras el hombre, imprimiéndole su voluntad, produce y acopia para lejano día, del que tal vez no gozará; si el animal se une a otro de su misma especie, la unión es pasajera, efímera y del momento, mientras en el hombre crea por la simpatía la amistad que traspasa los límites del sepulcro.

¿Qué prueba esa facultad grande, civilizadora, divina, exclusiva dote del hombre, la palabra? Ella no es solamente la expresión o signo de las ideas, es al mismo tiempo el medio más fecundo de comunicación y unión entre los seres, es la fuente más grande y más preclara de civilización y de progreso, a ella deben las ciencias sus admirables adelantos; ella, ornada con las galas poderosas del bien decir, sojuzga la voluntad, encanta la razón y domina al mundo, y sería enteramente inútil si el hombre debiese vivir aislado y sin relación con sus semejantes. ¿Qué ese deseo de buscar a nuestro semejante en el momento que una idea germina en la mente, que un pensamiento surge en el alma, para comunicárselo, recibir su sanción, aclarar nuestras dudas, afirmar nuestro juicio y eternizarlo en los demás? ¿Qué, finalmente, ese deseo imperecedero, esa sed ardiente de perpetuidad, esa aspiración constante y poderosa a lo eterno, imposible si el hombre se hallase encerrado en sí mismo? ¿Qué el amor, ese sentimiento divino y poderoso que nos une a todo, pero muy especialmente a nuestro semejante de distinto sexo, con un lazo que el animal rompe un momento después de satisfecha la necesidad física, pero que el hombre eterniza, no sólo en el ser amado, sino en los hijos a quienes se une con lazos que van más allá del sepulcro? ¿Qué esa nueva creación, puramente racional y exclusiva del hombre, que surgiendo del amor en varia forma manifestado, constituye la familia, atributo especial de la especie humana, forma primitiva de toda sociedad y lazo necesario y constante de la humanidad?

La sociabilidad, pues, es no sólo un deseo, una aspiración, una consecuencia, una necesidad inherente a la especie humana, que sin ella el ser ni podría cumplir su destino supremo, ni ejercer la mayor parte de las facultades de conservación y progreso que forman su más bello patrimonio, sino que también es un principio absoluto, necesario, formal, imprescriptible, emanación divina, que el hombre no puede despreciar ni renunciar, sin despreciar y renunciar a la razón suprema que le dirige con su fuerza poderosa.

6. A pesar de ser la sociabilidad, como hemos dicho, un principio de existencia, una verdad innegable, un hecho axiomático, cuando los filósofos han tratado de investigar su origen filosófico-natural, han divagado, y su diversidad de opiniones se ha manifestado, sobre todo en las célebres escuelas que con los nombres de teológica, histórica, pactista y filosófica conocemos; tan cierto es que la variedad, que el principio libre del hombre hace nacer, aparece en todas las manifestaciones terrenas con la misma fuerza con que la variedad infinita que surge de la libertad incondicional del eterno aparece en las manifestaciones del ser, principio de todo principio, causa eficiente de todas las causas.

7. La primera escuela que a nuestra consideración se manifiesta es la que llaman teológica, de que ya hemos hablado en general, y de la que, como de las otras, sólo haremos brevísimas observaciones en esta lección; los apóstoles de ella143 dicen: «La sociedad ha sido establecida por Dios, Él la rige en virtud de leyes fijas e inmutables; considerarla como obra de los hombres es un error grosero; el fin de la sociedad, así como el del hombre, y los medios que ambos tienen para arribar a ese destino, son religiosos; por consecuencia, en su desenvolvimiento están sujetos a leyes superiores a la razón humana. Toda tentativa de perfeccionamiento o de progreso es una sublevación de la razón contra la voluntad divina; siendo, pues, esas leyes superiores a la razón y a la voluntad, no existe la libertad, y toda aspiración para formularlas en un código, es impía e imposible.»

8. La sociedad, en efecto, debe su origen al Ser primordial, creador de todas las creaciones, porque Él es el primer eslabón de la grandiosa sublime cadena que una todas las existencias con su manifestación primordial, porque Él sujeta a la idea de relación su divina determinación, porque Él no abandona jamás a ninguna de sus criaturas, y hemos dicho que las desenvuelve simultánea y armónicamente; porque Él ha sido el que nos ha dotado de fuerzas, de órganos, de facultades que sólo en sociedad pueden hallar su armónico completo desarrollo; también sus leyes son constantes e invariables, en tanto el fin humanitario es siempre uno, constante siempre, siempre divino e invariable; pero decir que aquéllas sean constantes e inmutables en su esencia y materia infinita, no es decir que lo sean en sus terrenas y finitas manifestaciones, son constantes en cuanto que las condiciones, en virtud de las cuales la humanidad realiza su destino y cuya reunión constituye (el derecho), siempre tendrán por base a la justicia eterna e inmutable, tenderán siempre al bien y a la belleza sin restricción ni límite, pero serán al propio tiempo modificables en cuanto a los medios de realizarse esas condiciones en la evolución humanitaria, porque dependiendo de la libertad y de la razón humanas, facultades que varían a impulso de mil circunstancias, las condiciones de ellas dependientes deben modificarse también.

9. La escuela histórica se levanta con Hugo y Savigny; si la teológica hace nacer de Dios el fatalismo, la histórica le busca en el instinto; el hombre, dice, «cediendo a los de unión y conservación, fundó la sociedad, y como en el instinto ni hay voluntad ni libertad, la humanidad se desenvolverá según él, y no a impulsos de leyes voluntarias y libres; es un ser orgánico que vive según las leyes generales de la naturaleza, a las que debe someter su libertad y su razón.» La misma humanidad, rompiendo la atmósfera de egoísmo en que intentan envolverla, probará que las leyes de voluntad y libertad, producto purísimo del espíritu, atributo absoluto de su esencia admirable, no pueden subordinarse al desenvolvimiento orgánico de la materia, porque no es sólo materia, que cuando el animal demuestra sólo instintos ciegos, en ella se revela con fulgor esplendente el vigoroso rayo de la esencia infinita, que en vez de ser regida por la materia, domina y avasalla la materia.

10. Cual se agita el mar cuando amenaza una tempestad, así el mundo en el pasado siglo comenzó a conmoverse y a anunciar uno de esos terribles cataclismos que aterran por su misma magnitud. Levantóse en Francia a mediados del siglo XVIII una escuela que, apoyada en los principios anteriormente proclamados por Hobbes y los filósofos socialistas, que buscaban el origen de la sociedad en la fuerza, denominaremos pactista, y que preparó la revolución, tan rica en desastres como en resultados, y que trajo al mundo una renovación política y social. Considera esta escuela al hombre como nacido en un estado de independencia, en el cual la libertad carece de trabas y restricciones, el interés les obliga a reunirse y ceder cada uno una parte de su libertad para asegurar el resto reservable; dejando a cada uno enteramente expedito el uso de la libertad y reservándole una parte activa en la gestión de los negocios, es como se gobernará la sociedad conforme a la naturaleza libre y al interés general. No nos detendremos a refutar esta tan combatida escuela, pues ya lo hemos hecho cumplidamente en anteriores lecciones, demostrando, en primer lugar, que es completa y absolutamente falso haya existido ese estado preternatural, pues el hombre nació en la familia, y la familia es la sociedad; el hombre nace de la unión de dos seres; la lentitud con que sus fuerzas, sus órganos y sus facultades se desarrollan, le obligan a vivir por mucho tiempo unido a los seres que le engendraron; la palabra crea la relación, ésta el amor, el amor la sociedad. En segundo lugar, la escuela habla de la libertad absoluta sin trabas ni restricción, y aunque puede decirse, sin temor, que ella es la base, no sólo de la sociedad, sino que también de la existencia moral del hombre, hemos visto arriba que nada puede producir sin el supremo auxilio de la razón, pues no produciendo nada la libertad infinita de Dios por sí sola, como dice Leibnitz, ¡qué podrá producir la limitada de los hombres! Finalmente, hace surgir la sociedad de una convención egoísta, pues la da por base la utilidad, en vez de asignarle, como nosotros hemos hecho, un origen divino.

11. Censores severos de cuantas teorías se oponen a lo que nuestra razón concibe como la verdad, confesaremos que, aunque incompletas todas ellas, han prestado servicios considerables a las ciencias, y contribuido, sin conocerlo tal vez sus autores mismos, a empujar el progreso humanitario.

El Renacimiento, que imprimió su sello a la Edad Media, al tiempo mismo que, inagotable fuente de purísima luz para las ciencias, abriendo al hombre el camino que conducía a la antigüedad pagana, hacía surgir el materialismo y el sensualismo, al par que las turbulencias religiosas, matando la fe, lanzaban a la humanidad en las tenebrosas vías del escepticismo y de la duda; la escuela teológica, aunque material y sensualista hasta cierto punto, aparece como manifestación divina, y mostrando al hombre su atómica pequeñez, le arranca con violencia de la atmósfera de escéptico egoísmo que la envolvía, introduciendo a Dios en el cuadro admirable de la creación, y mostrándole, como Ser primordial, absoluto, formal, incondicional, infinito, resucita y robustece la fe religiosa que comenzaba a huir de la humanidad; su misión era tan sólo poner ante sus ojos la idea de la divinidad rodeada de gloria y de grandeza; poco le importaba lo que el hombre fuese; el eterno era su norte, la fe su camino; por eso olvida completamente la idea de libertad. La humanidad se iba perdiendo en el presente, al desenvolvimiento egoísta y material se sacrificaba la libertad, la inteligencia; el despotismo, con diversas galas revestido, ahogaba la ciencia y el progreso, y he aquí que el mundo se estremece a impulso de un cataclismo social que inunda de sangre la Francia, y de su enrojecido suelo la idea de libertad, aunque no muerta, eclipsada, aparece con brillo inusitado, y rompiendo cuanto se opone a su paso, hace surgir, sin pensarlo, las nociones tan sublimes como sacrosantas de moralidad, de derecho y de deber; la histórica se empeña en arrancar a los siglos el secreto de perdidas civilizaciones, y elevando el instinto, eleva hasta cierto punto la materia, cuando se presenta un hombre que, apoyándose en la divinidad como origen primordial y causa eficiente, en la razón como principia cognoscendi, en la libertad como elemento de desenvolvimiento, en la voluntad como elemento generador del movimiento, en los instintos como manifestaciones puramente materiales, estudiando profundamente la naturaleza de la humanidad, reflexionando detenida y concienzudamente acerca de su fin y ulterior destino, se acercó con enérgico y seguro paso a la verdad, tocándola casi.

Tal fue el trabajo de Krause, filósofo profundo, sabio modesto, que aun en el lecho de muerte pensaba en la humanidad, causa de sus dolores, y que, extirpando envejecidos errores, preparó el porvenir de la trabajada humanidad.

12. Sentados estos preliminares, y antes de ocuparnos en fijar la teoría del principio de sociabilidad, tratemos de definirlo.

Entiéndese por SOCIABILIDAD la relación igual y constante regida por la razón que nace libre, voluntaria y necesariamente entre los hombres, por razón de su naturaleza esencial, y en virtud de la cual se unen para perpetuarse en todas las esferas de la vida y realizar el fin supremo general que la especie humana esté llamada a cumplir.

Decimos relación igual y constante, porque tratándose de seres absolutamente iguales, en la relación no puede haber supremacía de parte de ninguno, y porque si no fuera constante la relación, produciría una unión efímera, pasajera, material, como lo es la de los animales.

Regida por la razón, porque no puede existir acto ninguno verdaderamente humano, que no esté regido por ella; donde ella falta, el acto es puramente material.

Que nace libre, voluntaria y necesariamente entre los hombres por razón de su naturaleza esencial: libremente, porque esa relación se crea por el desenvolvimiento en sí y por sí de la especie humana: voluntaria, porque el hombre a nada es compelido fatalmente, y donde no hay voluntad ni libertad, no hay acto verdaderamente humano: necesaria, no porque se imponga al hombre con la fuerza con que la están impuestas las leyes físicas, sino porque sin la sociabilidad el hombre no lo es en la verdadera acepción de la palabra: entre los hombres por razón de su naturaleza esencial, porque sólo cabe entre seres humanos, únicos dotados de razón; y porque su naturaleza esencial, como hemos visto, no les permite vivir aislados.

Para perpetuarse en todas las esferas de la vida, porque en todas ellas tiende el hombre a la perpetuidad, y todas ellas son parte integrante de su destino general supremo.

Y realizar el destino general supremo que la especie humana está llamada a cumplir; en efecto, como el destino general supremo se compone de todos los fines parciales que el hombre realiza, ya individualmente, ya en las distintas esferas de acción, y todos ellos, armonizándose, deben unificarse, y como esto no sea posible sin la unión de todos los seres cuyos destinos son parte integrante del destino general, claro es que se unen y relacionan para el objeto indicado.

13. Pasemos ahora a formular la teoría del principio de sociabilidad, tomando por base los conocimientos antes enunciados.

Partiendo, pues, de la teoría de Krause, aprovechando al propio tiempo cuanto en el proceso de estas lecciones llevamos dicho acerca de los orígenes y manera de ser de la sociabilidad, principio de existencia tan absoluto para el hombre como el de personalidad, de que ya nos hemos ocupado; nuestra teoría estará ligada con fuertes, indestructibles lazos, a la noción que acerca de la divinidad hemos desenvuelto, a las ideas de naturaleza, destino supremo y medios para conseguirlo que a la humanidad hemos asignado, y a las ya también enunciadas deber y derecho.

14. Así como la razón, que es la más noble facultad del espíritu, encierra en sí todos los elementos constitutivos de la inteligencia, así consideraremos a la sociedad, y a la humanidad por consecuencia, como un ente en quien se combinan todos los elementos de la vida: decíamos en pasadas lecciones que tanto en el ser primario, causa eficiente, formal e infinita, como en el secundario, causa finita y derivada, se manifestaba una trinidad semejante y admirable; que tanto la evolución y determinación divina144 como la humana, tendían a un mismo fin absoluto e invariable; que este fin era el bien, lo bello. Indicamos que Dios, el ser incondicional e ilimitado, sentía con un sentimiento de infinito bien, de amor sin límite hacia todas sus criaturas, y que este sentimiento originaba la relación de superioridad sublime y sacrosanta en que estaba su determinación con el desenvolvimiento del animal, materia que vive y se agita por su voluntad poderosa con el del hombre, inteligencia que crea a impulso de esa misma voluntad prepotente; que el hombre también siente con el mismo sentimiento de amor, y que éste le pone en relación de dependencia con el ente primordial e infinito, de quien es grandiosa emanación, sublime semejanza; con los hombres, sus iguales, y con el resto de la creación armónico-unitaria; notamos igualmente que este sentimiento, que en Dios era infinito, eterno, en el hombre, su imagen, admirable, aunque finito, tendía a la perpetuidad. Decíamos que Dios, el ente eterno, causal, infinito, absoluto, incondicional, se determinaba infinitamente en sí mismo, por sí mismo y para sí mismo, sin relación al tiempo, y manifestando su poder en todos los seres que se agitaban por su voluntad, tendiendo en esta evolución al bien supremo, como destino absoluto de su divina esencia; que del mismo modo el hombre se desenvolvía finitamente en sí mismo y por sí mismo, aspirando en esta evolución al bien infinito como destino supremo, pero que como el individuo por razón de su existencia limitada no podía llenar cumplidamente esta misión en las varias esferas evolutivas de su ser, se presentaba sólo como manifestación destinada a prestar a las demás manifestaciones individuales subsiguientes medios de hacer que el desarrollo progresivo fuese casi infinito y pudiese acercarse más y más al eterno e incondicional de la causa eficiente y ser primordial. Indicamos también que la divinidad, razón suprema, infinita, incondicional, realizaba y regulaba su existencia infinita, verificando su determinación con conciencia absolutamente deliberada hacia el bien, y apartándose y extirpando el mal, su antítesis; que el hombre, razón finita y limitada, realizaba también su existencia, inclinando su propio desenvolvimiento hacia el bien, su destino, y huyendo del mal.

15. Veamos cómo de estas grandes ideas que tan estrechamente ligan a la libertad incondicional, razón infinita con el hombre, finita libertad, razón condicional, surge y se desarrolla la idea de sociabilidad, y conoceremos el origen filosófico, natural, de este principio. Siente el hombre con un sentimiento de amor profundo, creador de relaciones entre los seres que gozan de las mismas facultades, que aspiran al mismo destino; en virtud de este sentimiento, busca a su semejante, se une a él estrechamente, y forma una especie de sociedad; mas como hemos observado que en el hombre hay siempre una aspiración irresistible a lo eterno, una tendencia siempre creciente a lo infinito, un deseo indestructible de perpetuar todos los efectos de su movimiento evolutivo, esta relación que une se hace duradera, y véase aquí la sociedad ya formada por la amistad primero; por el amor después; más tarde, por la familia, y últimamente, por todas las diversas santas relaciones, por todos los estrechos sublimes lazos que de ese sentimiento de amor y de unión y de todas las demás facultades con que el Criador le dotó, necesariamente nacen y se desprenden. ¿Qué otra cosa, como ya hemos dicho, que preciosos eslabones de esa grande y divina cadena que forma y fortalece la sociedad, son la palabra, don brillante, atributo exclusivo, manifestación sublime de la inteligencia, como poder dominador, como creador agente? ¿Qué otra cosa la necesidad de comunicar al semejante la idea que surge de la mente, el sentimiento que bulle en el corazón, el pensamiento que sublima el alma? ¿Qué otra cosa aun en la vida material esa necesidad de protección sin la cual en la niñez y en la ancianidad la vida sería imposible?

16. Si, como antes probamos, existía en el hombre esa facultad grande y potente que le permite desenvolverse en sí mismo y por sí mismo de una manera, aunque finita, acorde siempre con la determinación incondicional e infinita que esa misma facultad produce en Dios; si en este mismo desenvolvimiento que la libertad origina, el hombre se dirige a Dios, causa eficiente, pero para verificar esta unión necesita que el desarrollo armónico progresivo sea infinito en su evolución y simultáneo en todas sus esferas y facultades, y para que así suceda se hace necesario que desaparezca, cuanto esto es posible, la noción del tiempo que termina y limita; la libertad, al par que origina la sociedad, porque sin desenvolvimiento la humanidad terminaría su manifestación, su existencia, necesita de la sociedad para verificar su evolución armónico-general.

17. Igualmente enunciamos que la libertad, pudiendo extraviarse, era impotente por sí sola para producir el bien, y necesitaba un algo superior que la dirigiera y regulara su movimiento; véase por qué así como la razón divina, principio esencial, infinito, ilimitado, regulador supremo, preside a la determinación armónico-unitaria de la divinidad en sí misma y en sus relaciones; la humana, emanación purísima, destello de ésta, pero causa secundaria, finita y limitada, preside al desenvolvimiento de la libertad, y auxiliada por la divina, entra en la sociedad como elemento regulador, como fuerza directiva, como principia cognoscendi, que hace comprender al hombre su destino y le dirige al bien supremo, su fin ulterior, combatiendo y aherrojando al mal como lo absoluto, principal, esencial y eterno, combate y triunfa de todo cuanto es negativo, secundario y temporal.

18. Resumiendo, pues, diremos que la sociedad es de origen divino, puesto que Dios, el ser primario y eficiente, no sólo dotó al hombre de instintos, órganos, necesidades y facultades que únicamente viviendo en sociedad pueden hallar su desarrollo y cumplimiento, sino que además puso en su corazón un sentimiento de amor, luminoso destello de su amor infinito, que creando relaciones tiende a la unión perpetua de los seres de una misma especie, de idénticas manifestaciones. Como todo en el universo que Él rige con su omnímoda voluntad es belleza y armonía, todos los órganos de la materia, todas las facultades del alma y de la inteligencia han contribuido y contribuyen a organizar, desarrollar y conservar este principio precioso, conforme a las santas inalienables leyes que bajo variadas formas presiden el desenvolvimiento de la humanidad y el del universo entero, con quien está el hombre en relaciones. Siendo la libertad el gran elemento de evolución que existe en la sociedad, ésta no puede vivir sin la libertad, y la historia de la libertad es y será la historia de la social evolución; por eso Krause, apoyado en la historia, ha demostrado que así como en los grados distintos de la existencia física de un ser predominan al principio las facultades inferiores presentándose las más elevadas sólo como embrión, así también en el origen de la sociedad los instintos, las pasiones, las concepciones, a veces erróneas de la inteligencia, que surgen de la libertad mal dirigida, han motivado su evolución, que después fortaleciéndose poco a poco la facultad más elevada del espíritu, la manifestación terrena más sorprendente de la divinidad, comprendiendo los principios generales, fuente de verdad, las relaciones de las cosas, fuente de unión, y dirigiendo la libertad, eleva al hombre a Dios, principio de todos los principios, y hace que ésta se manifieste como cualidad eminentemente espiritual; la vida de los hombres es más libre a medida que es más racional, y la humanidad avanza más rápida y con más seguro paso en las vías de progreso, por lo que podremos decir que la historia filosófica del mundo es la historia del desarrollo, de la libertad, en el género humano, producida por la razón suprema que dirige la humana y gobierna la organización social, racional y libre de la vida145; por eso las leyes que este desenvolvimiento presiden se conocen con el carácter especial de libertad y racional voluntad que las distingue de las fatales que rigen al resto de las manifestaciones puramente físicas o puramente sensibles.

19. Esto por lo que al espíritu respecta, pero tengamos en cuenta que la materia, como en anteriores lecciones dijimos, no es menos santa, no es menos inviolable que éste, por más que esté a él subordinada, por cuanto ya enunciamos que viniendo de Dios, quererla destruir era pecar contra la divinidad que la había creado, y conserva, por consecuencia, entrando, como no puede menos, la materia a formar parte de la existencia modal, que llamamos sociedad; veamos qué valor tiene en la evolución; así como hemos dicho que hay un elemento regulador espiritual de la libertad, la razón, así también existen elementos reguladores en la materia; son éstos los instintos y los sentimientos, que aunque en el hombre tienen algo de superior a los de los demás seres, porque se manifiestan con cierto viso de libertad, distan mucho de ser tan libres y voluntarios como el espíritu y la inteligencia, por lo mismo que son originados por el organismo material, y no pudiendo en la generalidad de los hombres marchar con la rapidez que el espíritu, se convierten en contrapeso, digámoslo así, del movimiento, producen en la evolución social un forzado quietismo y dan tiempo a que las ideas de progreso que surgen de las inteligencias elevadas maduren y desciendan sobre el resto de la humanidad, como el bienhechor rocío desciende de las nubes y satura y refresca la pradera; véase por qué los hábitos y las costumbres que emanan generalmente de los instintos y de los sentimientos, en cuanto no se opongan a la realización del bien, ni deben ni pueden ser despreciados en el movimiento evolutivo de los pueblos, sino que, por el contrario, deben ser recogidos con cuidado y respetados y acatados del legislador y del filósofo que no quieran edificar sobre movible arena. De aquí nace ese deber grande y civilizador, al propio tiempo que inalienable e imprescriptible, que obliga al Estado a iluminar y dirigir la marcha evolutiva de la sociedad con la luminosa e imperecedera antorcha de la ilustración, que arrancando de la razón suprema como esencia infinita, y por medio de la razón humana y social como finita forma, esclarece las fuentes de donde los elementos expresados emanan, para, aprovechando cuanto en ellos tienda al bien, a lo bello, y desechando o corrigiendo cuando de erróneo tengan, prepare el fin de la humanidad.

20. Obsérvese bien cuánta verdad encierra esta teoría, estúdiese profunda y detenidamente con qué cuidadoso esmero recoge y aprovecha cuantos elementos existen, mueven y determinan la evolución humanitaria, véase con qué filosófica grandiosidad regula aquélla en sus tres terrenas manifestaciones; ella es eminentemente religiosa, puesto que, no sólo señala y reconoce a Dios como fuente purísima de toda existencia, de toda manifestación, como razón suprema de todo desenvolvimiento, como legislador general de toda existencia modal, sino que de Él origina y hace surgir la noción filosófico-natural de sociabilidad, como del ente, causa primaria y final, existencia incondicional e infinita; busca en el divino desenvolvimiento la razón suprema del desenvolvimiento humano por medio de la libertad; origina e impele la evolución humanitaria por medio de la voluntad, como Dios impele su evolución ilimitada e infinita por medio de su voluntad soberana; y por último, así como Dios regula su determinación y todas sus manifestaciones simultáneas por medio de su razón incondicional ilimitada, así la humanidad regula su desenvolvimiento por la razón suprema de Dios como principio de todo principio, y por la humana como emanación finita de tan brillante foco. Abarca la trinidad humana sin olvidar nada, pues como libertad en acción, se ocupa extensamente del espíritu, como razón reguladora se apodera de la inteligencia, y ocupándose de los instintos y sentimientos, acoge a la materia bajo su manto protector. Es alta y eminentemente civilizadora, porque sancionando el desenvolvimiento progresivo como emanación de las relaciones en que la humanidad se halla, primero con Dios, fuente inagotable de todo bien, y después con la creación entera, sanciona y santifica el progreso, y con él hace nacer y robustece la civilización más pura.




ArribaAbajoLección IX

Del Estado filosóficamente considerado


SUMARIO.

1. Ideas preliminares.-2. Elementos componentes de la sociabilidad.-3 al 10. Encierra las tres grandes manifestaciones del ser humano.-11 al 13. La suprema dirección del hombre, como ser colectivo, toca a la razón infinita.-14 al 16. La HUMANIDAD es el hombre sintético. Tres corolarios de esta doctrina. 1.º La humanidad aspira al bien. 2.º Se desarrolla libre y progresivamente. 3.º Necesita un elemento armonizador.-17. En la humanidad residen todos los elementos de existencia que se ostentan en el individuo. Tienen un fin análogo.-18. Misión de la razón en la vida humanitaria. Noción del Estado.-19 al 21. Definición del ESTADO. Explicación. Definición de la palabra humanidad espiritualmente considerada. Elementos que encierra; particular y general, individual y universal. Cómo se unifican. Cómo realiza la humanidad su destino. Función del Estado, realiza la idea moral del espíritu.-22. Necesidad de tratar del Estado como noción espiritual.-23. El Estado realiza su misión con conciencia en todas las esferas de la vida.-24. La libertad como cualidad de la humanidad.

1. En las lecciones precedentes hemos visto que el hombre tenía el deber de agitarse, de desenvolverse, según las condiciones que su Creador y causa primordial le había asignado (el derecho); que sus esferas de desenvolvimiento eran varias, y que había recibido la facultad de relacionarlas entre sí como una consecuencia del deber de desenvolverse; demostramos también que, debiendo ser su vida evolutiva el conjunto de las relaciones que emanan de su naturaleza y su destino, no había verificado su aparición en el mundo para vivir solo y aislado cual la palmera que mece el viento del desierto, sino que hacía su manifestación como parte integrante de ese todo, ente grandioso, creación divina que se llama humanidad, que sólo así podía desenvolver su inteligencia, emanación purísima de la suprema inteligencia; su razón refulgente, destello de la razón causal; su voluntad, imagen santa de la voluntad divina; su libertad, manifestación terrena de la libertad de Dios; teniendo en cuenta su fin, sus fuerzas, sus órganos, sus facultades y su destino, dedujimos que el hombre era un ser sociable, que la sociabilidad era un principio y la sociedad la esfera donde verificar debía su movimiento evolutivo general.

Tratamos de averiguar cuál era el origen filosófico-natural de esta admirable institución, y nos hallamos perdidos en el vasto e intrincado laberinto de los sistemas que para explicarlo se han creado, los examinamos con la conciencia y detención que el estrecho círculo de estas lecciones nos permitió, y los combatimos con la razón y con la ciencia.

Ya desconfiábamos de hallar la teoría verdadera, y al tratar de formular una que encerrase la verdad y se fundase en ella, Krause nos la ofrece casi completamente formulada. Siguiendo, pues, a este filósofo, hemos podido formular la teoría de sociabilidad de la manera más fácil y sencilla.

2. La teoría de que nos ocupamos parte y se apoya, como hemos demostrado, en la divinidad, como origen primordial, causa eficiente, esto es, existencia unitaria; en la razón, como principia cognoscendi; en la libertad, como elemento de desenvolvimiento; en la voluntad, como elemento generador del movimiento; en los instintos, como manifestaciones puramente materiales.

3. Veamos ahora cómo encierra en su desenvolvimiento las tres manifestaciones del ser inteligente y le presta medios para arribar a su ulterior destino.

Decíamos que Dios, el ser incondicional e infinito, sentía con un sentimiento de amor sin límite, de bien sin condición para con todas sus creaturas; que este sentimiento originaba la relación de superioridad en que se halla con todas ellas; que el hombre también siente con un sentimiento de amor y de bien, que aunque limitado, basta para crear relaciones, ya de dependencia, ya de igualdad, ya de supremacía; que, este sentimiento, aunque limitado, tendía a perpetuarse; decíamos que Dios, el ente incondicional, se determinaba infinitamente en sí y por sí como existencia puramente espiritual; que el hombre se determinaba y desenvolvía también en sí y por sí, pero limitadamente, y aspirando, por consecuencia, en la evolución, al bien infinito, pero que como por ser limitado no podía llenar esta misión en las varias esferas evolutivas de su ser, se hacía preciso que el individuo se presentase para prestar a las manifestaciones varias y sucesivas medios de hacer que el desenvolvimiento se acercase más y más al del ente primario.

4. Indicamos también que la divinidad, razón suprema, regulaba su determinación hacia el bien con conciencia deliberada huyendo del mal, y que el hombre, razón limitada, debía regular la suya de una manera semejante.

5. Teniendo en cuenta lo expuesto, decíamos, ese sentimiento de amor impele al hombre a crear relaciones que le liguen con su semejante; esa aspiración a la perpetuidad, tendiendo a eternizar la unión, crea la sociedad; la libertad, esto es, la facultad de desenvolverse tiende a preparar la fusión del ser finito en el incondicional, y como no puede verificarse sin movimiento evolutivo ascendente de lo particular a lo general, y éste es imposible al individuo aislado, surge la sociedad y necesita el hombre de la sociedad.

6. Decíamos, además, que no bastando un elemento generador para que el movimiento fuese armónico, aparecía la razón como regulador supremo, armonizador divino.

7. Formulando, pues, la teoría, enunciamos que el principio de sociabilidad es de origen divino, puesto que Dios dotó al hombre de facultades y necesidades que sólo por la sociabilidad pueden satisfacerse, y le dio un sentimiento de amor creador de relaciones y un deseo de perpetuidad para hacer la relación duradera; que todas las facultades del alma y de la inteligencia han contribuido para el desenvolvimiento, que siendo la libertad el elemento motor, la sociedad no puede existir sin ella, así como necesita de la razón para regular y armonizar el movimiento, y que vienen los instintos como manifestaciones de la materia a ser elementos puramente de quietismo que tienden, madurándola, a que la evolución sea más perfecta.

8. De la divinidad, precioso manantial de bien y de belleza, origen primordial de toda relación, nace y se origina la sociabilidad.

9. No consiste solamente el mérito de esta teoría en asignar al principio que nos ocupa un origen tan altamente religioso, no; obsérvese con qué cuidadoso esmero recoge cuanto de grande, noble y santo encierra la humana naturaleza; véase de qué admirable manera coloca a la sociedad bajo el amparo y protección de la divinidad, su causa eficiente y creadora, sin por eso destruir el elemento libre y voluntario; de qué modo enaltece la dignidad del ser que piensa y delibera, asignando a la sociedad, como supremo fin, el bien, lo bello, en su noción más alta; reflexiónese sobre esta teoría, estúdiesela con detenimiento, y seguramente se admirarán los gérmenes de bien que encierra y desarrollará en lo porvenir.

10. En efecto, al mismo tiempo que arranca de la divinidad, se apoya en la libertad como elemento de desenvolvimiento; en la voluntad como elemento determinador del desarrollo; en la razón como regulador de la evolución; en los instintos como preciosos elementos producidos por la materia; véase, pues, cómo encierra las tres grandes manifestaciones terrenas del ente: la sensible, representada por el instinto; la inteligente, por la razón; la voluntaria, por la voluntad libre.

11. Decíamos que, según ella, la suprema dirección de la sociedad pertenecía al ser primario, causa eficiente y originaria, y es claro; no siendo la libertad, voluntad y razón humanas que originan y rigen la sociedad otra cosa que emanaciones purísimas de la libertad, voluntad y razón divinas, y hallándose el ser infinito en relación continua, aunque de superioridad, con su creatura inteligente, claro es que a la divinidad toca la dirección suprema de la evolución humanitaria, puesto que en ella están los elementos infinitos de todo desenvolvimiento.

12. Dijimos también que el fin supremo, que, según la teoría que nos ocupa, debe cumplir la sociedad, siendo el bien, lo bello, en su acepción más alta y pura, era altamente religioso, profundamente civilizador.

13. A poco que se reflexione, resultará el encadenamiento no interrumpido de cuantas teorías llevamos expuestas, y este encadenamiento perfecto es la mayor prueba de su verdad; así como la serie no interrumpida de desconocidos vegetales que cruzaban la estela formada por las naves de Colón eran para el alma del sabio marino irrecusables pruebas de la existencia de un mundo velado a la ignorancia.

14. Dedúcese de lo expuesto, que la sociedad, los pueblos, las naciones, la humanidad en fin, no son otra cosa que el hombre sintético; la teoría que acabamos de examinar lo prueba cumplidamente, unidad de elementos, unidad de origen, unidad de desenvolvimiento, unidad de destino, tienen el hombre y la humanidad; no existe entre ellos más diferencia que la duración; así, pues, podremos sentar, como ya hemos indicado, que la humanidad no es otra cosa que el hombre sintético, el hombre de vida varia y duradera, que aprovecha en pro de su desenvolvimiento los elementos que el hombre individuo que desaparece, lega al hombre que abre sus párpados a la luz; siendo esto así, fácilmente se comprende que cuanto al tratar del hombre hemos dicho, otro tanto, aunque en más extensa escala, podremos aplicar al hombre colectivo, a la humanidad; así, pues, diremos que tiene un fin supremo que cumplir, el bien, que marcha hacia él por medio de una evolución santa en su origen, Dios, sublime en su elemento productor, la libertad, grandiosa en su terminación, el bien supremo.

15. Podremos, pues, sentar:

1.º Que la humanidad, como síntesis de todos los seres evolutivos, espirituales y emanación e imagen del espíritu primordial e infinito, la divinidad, Dios, aspira en su evolución constante al bien, a lo infinito, a lo incondicional, a Dios, como principio sublime y sacrosanto de toda belleza, de todo bien.

2.º Que para llegar a unirse a Dios, su causa eficiente, tiene que verificar una evolución libre y progresiva, en la cual todos los elementos componentes de su ser se desenvolverán voluntaria y libremente.

3.º Que siendo la libertad muchas veces un elemento ciego que puede ser mal dirigido, y la espontaneidad una facultad que por lo mismo que es fuerte y poderosa puede ser dominadora y absorbente y encerrar a la humanidad en un círculo de egoísmo impidiéndole que aspire en su desarrollo al bien universal, por lo mismo que cree bastarse a sí misma; se hacía necesario, si la evolución había de verificarse según las santas y sublimes miras del ser infinito y primordial, que existiese un elemento superior que entrase en la evolución para esclarecer la libertad y dirigir la voluntad, imprimiendo al mismo tiempo a la marcha evolutiva de la humanidad el sello augusto y grandioso de la armonía, la marca sublime del espiritualismo libre y cognoscente.

16. Recordemos que en pasadas lecciones decíamos que así como en Dios, expresión suprema de la libertad infinita, de la espontaneidad ilimitada, existía la razón incondicional como manifestación sublime de su celestial inteligencia, como forma ilimitada de su sacrosanta determinación, como facultad reguladora de la divina libertad, así también existía en el hombre, y no siendo la humanidad otra cosa que el hombre sintético, el hombre universal, debe existir para ella también un elemento que regule la libertad humanitaria.

17. Decíamos igualmente que el hombre, la humanidad, en su carrera evolutiva externa, tendían a realizar el derecho; esto es, a arribar a su destino, según las condiciones que emanadas del ser primordial e infinito, cumplen libremente, con conciencia deliberada; que en esta evolución podía también caber desconcierto y desarmonía, ya fuese porque la libertad le hiciese mirar como bien lo que realmente no lo era, ya porque olvidada la noción sacrosanta del deber, y anteponiéndole la de derecho, no menos santa, pero más dulce, por lo mismo que es permisiva, se encerrase en el yo y se envolviese en la densa atmósfera del egoísmo; que se hacía necesario, por lo tanto, si el derecho había de realizarse según las altas y sublimes miras del Creador, que alumbrase en la carrera humanitaria un destello, siquiera pálido, de la razón incondicional e infinita que gobierna los orbes; pues bien, esta razón existe sobre la tierra, dirige la marcha de la humanidad por el vasto océano de los siglos, ella es la refulgente estrella que le marca el sendero que al bien conduce, que de nuevo se lo muestra una vez perdido; ella, en fin, el puro destello de la razón suprema, incondicional e infinita, que dominando al tiempo y los espacios, dirige la humanidad y la regula y armoniza. ¿Cómo explicar, si no, esa marcha constante, esa aspiración santa y grandiosa hacia el bien, que es el alma de la humanidad? ¿Cómo que la humanidad, tantas veces perdida en su camino, haya vuelto a entrar de nuevo en la senda del bien y de lo bello? ¿Cómo que haya podido el espíritu vencer y dominar a la materia? ¿Cómo que huyendo del mal se acerque cada día más y más al bien y la belleza?

18. Examinando, pues, a la humanidad según las teorías sentadas en lecciones precedentes, fácilmente comprenderemos que en ella residen todas cuantas cualidades esenciales asignamos al espíritu, aunque en relación con la materia, en efecto, la humanidad tiene una existencia espiritual, un fin unitario, divino, eficiente, causal, el bien; la humanidad se desenvuelve en tantas esferas cuantas son sus múltiples facultades con libertad, pues es innegable que se desenvuelve en sí y por sí, aunque aspirando al bien supremo; a Dios, como causa de todas las causas; al desenvolverse con libertad, lo hace voluntariamente, esto es, tiene la facultad de hacerlo, halla en sí la fuerza impulsiva del movimiento evolutivo; desenvolviéndose en tan varias esferas como varias son sus facultades y los destinos parciales que encierra, tiene que dar unidad a tan distintos elementos, pues de lo contrario habría desarmonía y faltaría el bien, y lo hace por medio de la razón, que no solamente armoniza todas sus esferas de desenvolvimiento llevándolas hacia el bien, sino que sin destruir la materia destruye la preponderancia que podría ejercer, y armonizándola con el espíritu la hace servir a las grandes y sublimes miras del Ser infinito, y dirige y conduce blandamente a la humanidad al templo sacrosanto de la verdad y la justicia, del bien y la belleza, en todas las esferas, esto es, determina el verdadero fin de la humanidad.

19. Pues bien, habiéndonos ya ocupado del bien como emanación de la divinidad y de la suprema destinación de todos los seres; de la libertad, como facultad que emanando del espíritu de eterna verdad, en que como principio reside, es el elemento grandioso de desenvolvimiento, de la voluntad, como fuerza impelente, creadora y generadora del movimiento, pasemos a ocuparnos de la razón como reguladora de la evolución, como armonizadora del desenvolvimiento, como existencia eterna y necesaria del espíritu, como fuerza unitaria y cognoscente que obliga a los elementos dispersos y varios a desenvolverse de una manera armónica; esto es, que presidiendo a la evolución de los individuos, la hace entrar en la general de la creación; pues bien, la razón de esta manera considerada, revistiendo forma externa, imponiéndose al hombre colectivo, al hombre sintético, para dirigirlo a la realización de su destino, es esa institución grande y civilizadora que bajo el nombre de Estado conocemos.

El ESTADO, pues, será la manifestación general, pero terrena y finita de la razón suprema, incondicional, llamada a regular y dirigir el movimiento humanitario hacia su destino, acelerando el desenvolvimiento en todas las esferas de acción y armonizándolas todas por medio de la RAZÓN, como el pensamiento divino que preside al mundo; en una palabra, no es otra cosa el ESTADO que la manifestación terrena del espíritu supremo que penetra en el mundo y se realiza en él con deliberada conciencia. Obsérvese bien que nosotros, así como al hablar del hombre como ser individual nos elevamos a la razón suprema, así al tratar del hombre como ser colectivo nos elevamos también a la razón para que ella sea el faro divino, el astro refulgente que sin cesar esclarezca el camino de la humanidad militante.

20. Apartándonos, pues, de mezquinas teorías, que sin embargo analizaremos a su tiempo, cuando nos ocupemos del Estado como forma puramente externa de gobierno, y considerando los elementos todos que entran a componer la gran noción de la evolución humanitaria en su acepción más lata, en su espíritu más filosófico y grandioso, dejando de considerar el estado como forma finita y perecedera de poder, y elevándonos a su origen altísimo y sublime, al par que entrañando en su naturaleza espiritual y armonizadora, es como hemos podido decir que es la manifestación terrena del espíritu supremo que penetra en el mundo y se realiza en él con conciencia. Expliquemos esta proposición: la humanidad, así como el hombre, tienen una idea moral que realizar, el bien, libremente concebido, sin restricción ni límite, y esta noción la realiza la humanidad en sí y por sí, porque su esencia es espiritual, puesto que no es otra cosa que la reunión de seres espontáneos y libres, que desenvolviéndose en sus diversas esferas de acción, según las condiciones necesarias a su vida evolutiva (el derecho), aspiran en su movimiento vario y armónico a un fin supremo general, que conocen y realizan en su evolución.

21. Hemos podido observar que la multitud de individuos que forman las familias, los pueblos, las naciones, la humanidad, en fin, considerada como naturaleza espiritual, encierra en sí dos elementos, a saber: primero, el elemento particular, individual, cognoscente y voluntario que les hace desarrollarse en sí y por sí, y aspirar a un destino supremo, el bien particular, como término divino de la evolución; y segundo, el elemento general universal y sustancial, también cognoscente y voluntario, que les obliga a relacionarse con los demás seres, sus semejantes, a armonizar su evolución con la evolución general, y a contribuir al fin grandioso y sublime del universal, que llegará a asumirse en el principio de todos los principios, en una palabra, a abandonar el elemento egoísta, que sólo puede producir la desarmonía para realizar ambos momentos, esto es, ambos elementos, particular y general, en la unidad divina, centro de variedad armónica, de bien: si así no fuese, si el hombre no tuviese que considerar más que al individuo solo y aislado, si no estuviese creado para resumir el particular en el general, el individual en el universal, si jamás debiese romper esa atmósfera de bronce en que le ahoga el egoísmo, todas sus facultades serían inútiles, todas las fuerzas de su espíritu innecesarias, y viviría como la hiena en los bosques; si es capaz de elevarse sobre sí mismo, si ese conjunto admirable de fuerzas libres y cognoscentes que encierra su espíritu han de realizarse en la creación; si ha de ser dueño de la tierra, si ha de llegar hasta el trono del Ser infinito, causal, eficiente, necesario es que pueda elevarse de lo particular a lo general, de lo individual a lo universal.

Si pues esto es así, si para que la evolución humanitaria sea completa y conforme a su destinación sublime, a las altas y grandiosas miras que al Creador le plugo tener sobre ella, es necesario que las evoluciones parciales de las esferas particulares se eleven al general, esto es, no sólo que el individuo se relacione con el individuo, sino que también, usando de esa facultad grandiosa, generalice y sólo mire su destino como una parte integrante del destino general, su evolución como parcial momento de la evolución general, en fin, que realice la idea que se origina en la conciencia individual, elevándola a universal, y dirigiéndola al desenvolvimiento inmutable y absoluto, elevando para ello la libertad a su mayor altura, puesto que sólo así podrá el espíritu de la humanidad hallar en sí la materia de toda evolución; pero como verificándose de esta manera el movimiento hay variedad, puesto que variedad debe necesariamente existir siempre que haya multiplicidad de desenvolvimientos y diversidad de esferas de acción, si el desarrollo se verificase de esta manera se producirá el mal, puesto que lo deforme no es otra cosa que la variedad no armonizada, y como el mal es antitético, como todo lo antitético es incompatible con la creación, por ser imperfecto, existe esa forma divina que se revela a la humanidad para armonizar el desenvolvimiento individual, reducirlo al universal, y hacer nacer la unidad vario-armónica que produce el bien, la belleza, destinación suprema de la humanidad; así, pues, el estado, considerado no ya como forma política, sino en su acepción más alta y filosófica, más sublime y grandiosa, como destello terreno de la razón suprema que gobierna al mundo, no será otra cosa que la existencia eterna y necesaria del espíritu, la fuerza unitaria y cognoscente que liga la individualidad al universal, así como la ley de la atracción no es más que la voluntad de Dios que encadena los astros en sus órbitas.

22. Decíamos que en él se realizaba la idea moral del espíritu, pues que, como hemos visto, el estado es la fuerza, que armonizando la variedad, produce el bien, y hacia él dirige a la humanidad, y el bien no es otra cosa que la idea moral y divina del espíritu, que emanación esplendente del eterno, marca a la humanidad el término feliz de su carrera; pero nótese que exigimos que el espíritu se realice con conciencia, pues mientras ésta no exista, no existirá el Estado. Muchos no estarán conformes con la teoría que acerca del Estado hemos presentado, unos la atacarán por demasiado abstracta, otros porque consideran el Estado como una institución política, y temen elevarse a la altura conveniente, quiénes porque la crean demasiado espiritualista, pero nosotros hemos debido presentarla en esta forma, porque tal nos la han ido revelando las teorías que anteriormente hemos analizado, porque tratamos del hombre, y el hombre es un ser espiritual, y al tratar de seres espirituales debemos hacerlo espiritualmente, pues según dice San Pablo en un bellísimo pasaje, Es necesario tratar espiritualmente las cosas espirituales.

El hombre animal no es capaz de elevarse a las cosas que son del espíritu de Dios, porque le parecen locura, puesto que sólo se las puede juzgar a la luz que del espíritu se desprende146.

Así, pues, si el hombre es espiritual, si el espíritu es la gran fuerza que le impele, tratemos al hombre como ser espiritual, elevémonos a la altura de su destino y elevemos cuantas cosas tienden a realizar ese destino; y pues el Estado, como centro social humanitario, es uno de los elementos en que el hombre verifica con más claridad su evolución espiritual, espiritualicemos el Estado, y pasemos a deducir las consecuencias que de nuestra teoría se desprenden.

23. Nótese que una de las cualidades más principales que hemos señalado a la realización del espíritu supremo, es la conciencia, esto es, el principio de razón, de fuerza cognoscente; sólo en este caso el Estado existe, porque sólo en este caso el espíritu realiza su evolución como espíritu, esto es, aprovechando en pro de su desenvolvimiento todos los elementos espirituales, armonizando los elementos varios y dispersos; así, pues, el Estado, para agitarse en su esfera más elevada, para que podamos considerarlo como destello de la razón suprema, es necesario, ante todo, que tomando de ella, no sólo el nombre, sino que también sus principales cualidades, rasgue las negras nieblas que envuelven los destinos humanitarios, y semejante al ángel del Apocalipsis que señalará los escogidos y los réprobos, enseñe a la humanidad que el bien, lo armónico, lo bello, es su destino; que el mal, como noción antitética, debe desaparecer del divino panorama de la creación armónico-unitaria; que así como Dios, el ente incondicional e infinito, razón suprema y causal, no sólo tiende en su evolución grandiosa al bien, huyendo del mal y extirpándolo, sino que determinándose en sí mismo se determina en todo cuanto existe y lo desenvuelve todo; así el Estado, como forma finita de la razón infinita, debe impeler a la humanidad hacia el bien, sólo porque es el bien, hacerla huir del mal y extirparlo en cuanto esto es posible sobre la tierra; armonizar el desarrollo de cada uno de los individuos que le verifican en sí y por sí con conciencia y para el bien, con el universal de la humanidad que se verifica, aunque en más amplia escala, con las propias condiciones; que así como la divinidad, fuente grandiosa de bien y de belleza, raudal sublime de variedad y de armonía, emplea la forma infinita de su razón incondicional en dar unidad a la variedad infinita y sorprendente que surge en su determinación de la fuerza impulsiva que su voluntad ilimitada imprime a su libertad causal, para que su desenvolvimiento constante y variable sea al mismo tiempo cognoscente y armónico, así también el Estado, forma condicional y finita de la razón causal, debe dar unidad a la variedad que surge del desenvolvimiento individual, que la voluntad particular, limitada, imprime a la libertad humana, secundaria, para que ese desarrollo individual y variable sea, al propio tiempo, general, cognoscente y armónico, no sólo con el incondicional de Dios, de donde emana, sino con el universal de la creación entera, con que tan estrechamente relacionado se halla; en fin, que así como Dios, empleando su razón en pro de su determinación, hace que ésta sea cognoscente, racional, así también el Estado, como forma externa y terrena de la razón suprema, hará que el desarrollo humanitario sea racional y cognoscente; el Estado, pues, no sólo tiene el deber de prestar su apoyo para que las ideas grandiosas de moralidad, derecho, libertad y voluntad se realicen en su más alta noción, sino que tiene el no menos santo de hacer que la inteligencia, en su desenvolvimiento absoluto como destello de la inteligencia primordial, regule la realización de esas ideas: y esto es claro: si el Estado, como forma limitada de la razón causal, no es otra cosa que el elemento puramente armonizador y rector del movimiento evolutivo de la humanidad hacia el bien, su destino; si para conseguir esto no sólo se hace preciso conocer y distinguir perfectamente el bien del mal, sino que también se hace indispensable que todos los elementos componentes de la humanidad y que tienden a su evolución, se desarrollen completa y racionalmente, y en ese desenvolvimiento aspiren al bien, fácil es comprender que el Estado deberá prestar a todos ellos los medios de verificar esta evolución de una manera armónica, tanto con el gran fin de la creación, cuanto con la evolución del universal cognoscente; por consecuencia, si para que la evolución se verifique es necesario que exista una materia en que se determine y una potencia que la produzca, siendo esta materia la libertad como facultad, como poder que tiene el espíritu de desenvolverse en sí y por sí, y debiendo el Estado, al regular este movimiento, prestar a sus elementos componentes cuantas condiciones de desenvolvimiento sean necesarias, ampliando, al propio tiempo, todas y cada una de las esferas de esos elementos, es necesario que el Estado preste a la libertad cuantos medios sean precisos para verificar ese desarrollo.

24. La libertad, ese rayo divino esencialmente eterno que vino a herir el alma de la humanidad, esa facultad sublime que casi bastaría por sí sola a demostrarnos la admirable semejanza que existe entre el Creador y su creatura inteligente, esa facultad ni debe ser conocida sólo individualmente ni en el estrecho círculo de la individualidad tratada, porque si queremos que en su evolución se presente como elemento de desenvolvimiento armónico, es necesario que nos elevemos a lo universal, para, huyendo del egoísmo, poder llegar hasta la más alta manifestación de la conciencia; porque, de no hacerlo así, en vez de ser la libertad una fuerza moral y cognoscente que hacia el bien nos dirija, sería una fuerza ciega que, perdida en el vasto laberinto de los parciales desenvolvimientos, nos conduciría al mal.

25. Es necesario que se realice la libertad en concreto, que tanto quiere decir como que el desenvolvimiento individual esclarecido, por la esplendente luz de la conciencia marche en íntima relación y no interrumpido consorcio con el universal, aprovechando para ello la personal individualidad cuantos medios de desarrollo y de desenvolvimiento sean necesarios, aproximándose hacia el universal y armonizándose estos varios desenvolvimientos, para que la libertad no se agite según el arbitrio individual, sino según la idea universal y divina que preside a las creaciones.

Pero esto no podría verificarse si sólo la libertad existiera; para que el movimiento se cumpla, para que la evolución termine, necesario es que además exista una fuerza de desenvolvimiento, esto es, una fuerza impulsiva que determine el movimiento, y véase aquí cómo la voluntad, esto es, la fuerza impulsiva del desarrollo, viene a tomar parte en nuestra teoría, a impeler al espíritu a que se desenvuelva en sí y por sí, a dar origen a la libertad para que verifique el desarrollo de todos los elementos, así individuales como universales, así particulares como generales.

Ella es la que obliga a cada uno de los individuos que componen la gran síntesis de la humanidad a agitarse en las distintas esferas de acción que les están marcadas; ella determina y precisa el movimiento universal, señala la evolución parcial de cada una de las facultades, origina la esfera donde debe evolver el general desarrollo de todas las facultades enunciadas; ella, en fin, es para el hombre y para la humanidad, como la voluntad de Dios para el ser incondicional, absoluto, causal.

Así como en Dios, existencia infinita y causal, incondicional e ilimitada, viene la razón, forma eterna e imperecedera, a unificar los varios elementos armonizándolos, así también en la humanidad, imagen perfecta, semejanza finita y admirable de la divinidad, y existencia finita y condicional, aunque reflejo de la infinita e incondicional, surge también el Estado como forma terrena de la razón divina; él regula el movimiento, derrama raudales de luz en la conciencia individual para dirigir su voluntad y su libertad por medio de la ilustración representada en el arte y en la ciencia, señala y dirige la evolución del universal, regula éste con el individual para que la evolución se verifique, no según el arbitrio mezquino y egoísta del individuo, sino según la idea universal y sacrosanta que se ha de realizar en lo porvenir, crea la unidad armónica que debe existir entre el desenvolvimiento y libertad universal de Dios como voluntad sustancial que se revela en los siglos con la individual del hombre y de la humanidad; subordina esa misma unidad formada por el individual y el universal en su mutua evolución para crear derechos y deberes; él, hasta cierto punto, crea el deber sobre la tierra, o al menos él nos le señala, puesto que deber no es otra cosa que el lazo, la relación que une a la sustancia finita y limitada con la infinita e incondicional, y al Estado toca determinar esa relación, fortalecer ese lazo; él es el guardador de los derechos, puesto que derecho es la existencia de esa misma eterna facultad. Así, pues, el Estado, como forma terrena de la razón incondicional, como ente moral en que se verifica la asunción perfecta del particular con el general, del individual con el universal, encierra en una sola relación el deber y el derecho, y hace, no sólo que el uno no pueda existir sin el otro, sino que el deber sea más fuerte, más preferente, más santo, más augusto, por lo mismo que es el primer eslabón de la divina cadena que une al Creador con la creatura inteligente.