Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaAbajoLección V

Realización del derecho absoluto en el concreto.-La familia; sus consecuencias


SUMARIO.

1. Carácter esencial del matrimonio. Opiniones.-2. Unos le consideran como un contrato consensual.-3. Otros como eminentemente religioso.-4. Otros bajo una doble faz.-5. Necesidad de que intervenga la religión para darle unidad.-6. ¿Deberá el legislador proteger los matrimonios? Opiniones.-7. Matrimonio temporal y disoluble.-8. Del divorcio. Su examen. Sus causas.

1. Al tratar del carácter esencial del matrimonio, las opiniones se han dividido, especialmente en nuestros días, considerándole unos como un contrato puramente de derecho, otros como exclusivamente religioso y otros como mixto, sin que la cuestión gravísima, sin duda alguna, haya sido aún resuelta convenientemente ni por la ciencia ni por la legislación.

2. Los que creen que sólo como un contrato debe considerarse, se fundan en que, filosóficamente hablando, el matrimonio no es más que un contrato consensual formado por el concurso libre y espontáneo de dos voluntades, en lo que nada hay de religioso; los fines que en este contrato han de realizarse, que son la procreación de los hijos, el auxilio de éstos y el mutuo de los cónyuges, tampoco son fines religiosos. El matrimonio, pues, es un contrato como el de sociedad, como el de arrendamiento, aunque más importante que éstos; el legislador debe dictar las reglas que crea convenientes, y sólo él tiene el derecho de hacerlo.

3. Los que creen que es esencialmente religioso, se fundan en su cualidad de sacramento, y opinan que, como tal, sólo la Iglesia tiene la facultad de intervenir y dictar reglas en la materia.

4. En fin, los que creen que debe ser considerado en su doble faz civil y religiosa, se fundan, por una parte en su cualidad de contrato, por otra en la de sacramento.

5. Todos, sin embargo, convienen en que la alta importancia de esta institución hace conveniente el que la religión intervenga, no sólo para sancionarla y darle mayor fuerza, sino para que así como es una en la esencia, lo sea también en la forma.

Y sin embargo, en la mayor parte de los pueblos, especialmente de la edad antigua, se han reconocido varias especies de matrimonio; aun en la Edad Media no existía la uniformidad que creó el concilio de Trento. La ley ha regularizado hasta cierto punto esas uniones, creando el matrimonio morganático o de la mano izquierda, en el que ni la mujer toma el rango de su marido, ni los hijos, aunque legítimos, heredan la nobleza y los títulos del padre. Es en alto grado condenable ésta que podemos llamar debilidad de la ley.

6. ¿El legislador deberá proteger los matrimonios y alentar a los que quieran contraerlos?

Esta cuestión se resuelve de diversos modos por los filósofos y por los economistas; éstos sólo ven en el matrimonio un medio de aumentar la población, por eso mientras que en economía política dominó la idea de que era necesario aumentar la población a toda costa, los gobiernos acordaron multitud de medios para que los matrimonios se multiplicasen; cuando Malthus hizo conocer su teoría de que la población aumentaba siempre más rápidamente que los medios de subsistencia, los economistas han querido que se pongan trabas a los matrimonios con el objeto de que no nazcan hombres desprovistos de medios de subsistencia, y que por lo tanto no puedan realizar su destino toda vez que no podrían asegurar la existencia de su personalidad física316.

Esto es un error grave, la prohibición de los matrimonios será causa de que se aumenten las uniones ilegítimas.

Los filósofos opinan que el Estado debe dejar al interés particular el resolver esta cuestión, y proceden con acierto, porque el matrimonio y la familia que de él nace, son instituciones superiores a la ley positiva.

7. Bentham, el filósofo utilitario, el patriarca de los sofistas ha querido presentar el matrimonio temporal como un correctivo al concubinato; ¡cómo si el matrimonio temporal no fuese un concubinato permitido por la ley!

El matrimonio, hemos dicho, está basado en el amor, y en un amor desinteresado: no se comprende que dos personas que se unen por amor quieran hacerlo sólo por un tiempo limitado. El matrimonio temporal, además de ser contrario a la naturaleza del hombre que le hace aspirar a la perpetuidad y confundirlo con los demás animales, sería un contrato lesionario para la mujer, que al retirarse de la asociación no lo haría con las ventajas que el varón, pues perdida su belleza, su juventud y su lozanía, quedaba condenada a vivir en la soledad y en el aislamiento. Además, la suerte de los hijos sería incierta siempre, siempre dudosa en esta clase de uniones, y la ley, que debe proteger al débil, no puede consentir en ellas.

La sociedad conyugal no responde a sus fines sino cuando tiene como condición esencial la de la perpetuidad.

La vida común del matrimonio es tan pródiga en placeres como en dolores y en sufrimientos, y no se llevarían éstos con paciencia por los esposos, si tuviesen a la vista la perspectiva de que a su voluntad podrían destruir esos lazos.

La opinión sostenida por Bentham no ha dejado de tener partidarios entre los filósofos, que aparte de los socialistas que, como vimos, tratan de destruir por completo la familia, creen que no puede hallarse en el derecho natural las bases de la indisolubilidad, y que ésta sólo debe considerarse como una creación de la ley positiva: porque siendo, según el derecho natural, el matrimonio sólo un contrato consensual, hay que reconocer el mutuo discenso como un medio para disolverlo.

En efecto, si el derecho natural sólo viese en el matrimonio un contrato consensual igual a la compra-venta, claro es que el mutuo discenso, esto es, el acto contrario al que lo formó, bastaría para disolverlo; pero como el derecho natural, atendiendo al carácter de contrato, a los fines parciales y al general que está llamado a realizar, lo considera necesariamente como un contrato adornado de la condición de perpetuidad, de aquí el que no baste el mutuo discenso para terminarlo.

Para reforzar el argumento se fijan en el matrimonio cuando los lazos de amor se han roto, y apoyados en el grave escándalo que a la sociedad en general y a los hijos en particular proporciona un matrimonio desunido y en lucha perpetua: en que por más que al contraerse la unión los esposos creyesen que la felicidad suprema les esperaba, una vez desengañados de que no pueden vivir juntos deben separarse, porque tal vez formando nuevas uniones hallen la tranquilidad y la paz que había huido de ellos, y por último, en que ni la Iglesia ha mirado siempre como indisoluble el matrimonio317.

Hemos dicho lo bastante para creernos dispensados de combatir detenidamente la opinión que sostiene el matrimonio temporal y disoluble, no debiendo confundirse la disolubilidad con la nulidad, porque ésta supone que no ha existido matrimonio, y aquélla rompe el que válidamente se celebró.

8. A esta separación de los cónyuges que se unieron válidamente y que podría en su caso convertir el matrimonio en temporal, se la llama divorcio, y generalmente se le divide en dos especies, que son: divorcio en cuanto al vínculo y en cuanto a la mutua cohabitación.

Muy debatida ha sido la cuestión de si el divorcio, que rompe por completo los lazos del matrimonio dejando en plena libertad para contraer nuevos vínculos a los que rompieron el primero, debe ser o no aceptado por el derecho concreto, y si el natural puede aceptarlo o rechazarlo; los partidarios del matrimonio temporal y las escuelas que desconocen el origen racional de éste y la necesidad de la familia, creen que el divorcio en cuanto al vínculo ni se opone al derecho natural, ni el derecho concreto puede menos de aceptarlo. Los que hacen una diferencia profunda y esencial entre el hombre y los demás seres físico-sensibles, los que, por lo tanto, no pueden confundir la unión sexual fatal y necesaria de éstos con la libre, voluntaria y racional de aquél, no aceptan el divorcio, que de un acto, que como todos los humanos ha de tender a la perpetuidad, hace un acto temporal, pasajero y puramente material.

En cambio, el divorcio que sólo separa a los cónyuges, que no rompe el vínculo, que dando lugar al arrepentimiento lo da también a que el matrimonio que causas especiales desunieron pueda unirse de nuevo, y evita los males que de aquella separación pueden surgir, es aceptable y lo aceptan casi todas las legislaciones positivas, porque si bien será siempre un mal, y muy grave, el que los vínculos del matrimonio se aflojen o se debiliten, este mal será en muchas ocasiones menor que el de las luchas intestinas y los escándalos diarios que un matrimonio, cuando ha perdido los lazos del amor y de la confianza, dará a propios y extraños; pero es claro que ni aun esta separación podrá verificarse por sólo un acto de la voluntad, sino que será necesario que existan justas causas graves e importantes para que la ley pueda permitirla.

Los autores señalan como causas justas para la separación de los cónyuges:

1.º El adulterio: una de las condiciones más importantes del matrimonio es la fidelidad que los esposos deben guardarse; cuando faltan a ella, cuando introducen la guerra en el seno de la familia, cuando tal vez, hijos de un punible ayuntamiento van a compartir con los legítimos las caricias y el amor del marido, más tarde acaso el fruto de su trabajo y de sus afanes, cuando es de temer que un crimen, trayendo otros, haga que tras el adulterio pueda venir hasta el asesinato, no parece que falta razón para consentir la separación318.

2.º Lo mismo podemos decir cuando uno de los cónyuges es ultrajado y maltratado por el otro; la ley, concediendo la separación, evitará más de una vez que crímenes gravísimos manchen el hogar doméstico.

3.º En la Edad Media ciertas enfermedades, especialmente la lepra, eran justa causa para el divorcio; hoy no, y ciertamente que aceptar esa causa como justa para la separación era desconocer completamente uno de los caracteres esenciales del matrimonio; el mutuo auxilio que deben prestarse los cónyuges; precisamente en el triste y doloroso caso de una enfermedad es cuando este auxilio es más necesario y cuando los lazos que unen a los esposos deben estrecharse más y con más fuerza.




ArribaAbajoLección VI

Realización del derecho absoluto en el concreto.-Apropiación


SUMARIO.

1 y 2. Definición del derecho de apropiación. Sus elementos en el derecho de Roma.-3. Limitaciones al derecho de propiedad. 1.º Por una necesidad general. 2.º Por un hecho criminal de parte del propietario. 3.º Por un acto de su voluntad.-4. Medios de adquirir el derecho de apropiación. Originarios. Derivativos.-5. Originarios. 1.º La ocupación. 2.º La accesión.-6. De la posesión. Su análisis.-7. De la propiedad literaria e industrial.

1. Ya nos hemos ocupado detenidamente del principio de propiedad y derecho absoluto de apropiación, señalando su origen y fundamento, su desenvolvimiento y evolución histórica, las diversas escuelas filosóficas que de ellos se han ocupado, y los errores en que han incurrido; tócanos ahora ver cómo aquel principio y el derecho absoluto de apropiación se realizan en el derecho concreto, convirtiéndose en una institución puramente práctica y de derecho positivo, y cómo se aplican a la vida exterior del hombre.

2. El DERECHO DE APROPIACIÓN puede definirse como la reunión de condiciones por virtud de las que el hombre imprime su personalidad a las cosas y las hace suyas en la cantidad y cualidad que reclaman sus necesidades.

Al hacerse el derecho de apropiación del dominio de la ley concreta, al regularlo y organizarlo de una manera práctica, encuentra por una parte en el hombre la facultad de apropiarse cuanto es un medio para realizar sus fines; por otra las cosas sobre que puede recaer esa apropiación, y de aquí que en el derecho concreto de apropiación o propiedad se reconozcan la facultad racional de apropiarse un bien cualquiera necesario para los fines de la vida con el nombre de derecho de propiedad y el conjunto de cosas puestas a disposición del hombre para que racionalmente use de ellas para los fines de su vida con el de propiedad de derecho.

Los romanos319 definían la propiedad: Jus utendi, fruendi et abutendi. Ésta, más que una definición, es una designación de los elementos constitutivos de la facultad que hemos llamado derecho de propiedad.

Jus utendi. La propiedad es la facultad que el hombre tiene de pesar sobre las cosas, de imponerles su voluntad, haciéndolas contribuir a la satisfacción de sus necesidades; pero para conseguir esto preciso es que tenga el derecho de usar de ellas, es decir, de sacar de ellas el partido que, según su naturaleza, esas mismas cosas le prometen; el uso a veces las dejará íntegras, y sin embargo, habrá bastado para cubrir las necesidades del hombre; a veces disminuirá la integridad de esas mismas cosas, a veces las destruirá por completo; pero las consecuencias que el uso puede traer no dependen de la facultad de apropiarse, sino de la naturaleza de las cosas, y por lo tanto, no influyen en el derecho.

Jus fruendi. Entre las cosas que existen, que el hombre se puede apropiar y que pueden servirle para la satisfacción de alguna necesidad, se hallan muchas que producen otras nuevas cosas, que fructifican, y le dan el derecho, no sólo de aprovecharlas en su estado primitivo, sino que como la propiedad tiene el carácter de perpetuidad, el hombre, cuyo poder sobre las cosas que se apropia no es efímero y del momento, sino duradero, aprovecha también todo cuanto las cosas sometidas a su propiedad producen, ya sea ésta producción puramente natural y espontánea, ya sea en parte fruto de la inteligencia y de los esfuerzos del hombre que imprime su voluntad a esas mismas cosas.

Jus abutendi, que no es el derecho de usar torcidamente y de mala manera de las cosas, sino el de disponer ampliamente de esas mismas cosas hasta el punto de destruirlas, siempre que sea necesario para que las necesidades múltiples del hombre se satisfagan. El jus abutendi, traducido en hechos, significa que el hombre puede consumir la cosa objeto de su propiedad, que puede enajenarla, que puede modificar y cambiar su faz, que puede cederla, donarla, cambiarla, en una palabra, usar de ella como mejor le plazca a su voluntad libre, entendiéndose siempre con sujeción a la razón y a la ley.

La propiedad es un derecho real, esto es, un derecho absoluto en la cosa, que todo el mundo debe respetar, y que autoriza al propietario a poderla perseguir de cualquiera que la detente.

3. Dada la vida de relación del hombre y la necesidad en que le constituye de armonizar su acción libre con la de los demás, tiene muchas veces que ceder en parte de sus derechos para evitar la conflagración que resultaría de que cada uno los ejerciese absolutamente y sin armonía ni unidad; de aquí el que muchas veces la libertad, la igualdad, la asociación, la apropiación, aunque, como hemos dicho, sean en su esencia derechos absolutos y primarios, se modifican en su ejercicio, y su esfera de acción se restringe a veces. Las limitaciones que la ley impone al derecho de propiedad, nacen: 1.º, de una necesidad general de interés público; 2.º, de un hecho punible por parte del propietario; 3.º, de un acto de la voluntad del hombre. Podríamos señalar muchos casos de una y otra especie; pero nos limitaremos a los siguientes:

1.º De una necesidad general de interés público. a. Expropiación por causa de utilidad pública. Según las reglas generales del derecho racional, el interés del hombre, el de toda la humanidad, no serían bastantes a desposeer ni por un momento al propietario de la cosa que había marcado con el sello de su personalidad, que había hecho legítimamente objeto de su propiedad. El derecho positivo, considerando por una parte la propiedad, más que como un principio y derecho absoluto, como un medio de satisfacer cierto orden de necesidades, teniendo presente por otra que en la vida de relación cada hombre debe contribuir a la realización del fin social, se apodera de la propiedad particular cuando lo juzga necesario, si bien indemnizando al propietario de las pérdidas que sufre; la expropiación, pues, en este caso, no es más que la sustitución de un medio por otro medio, de una propiedad por otra propiedad; no hay despojo, no hay pérdida de propiedad; sólo hay un cambio, una sustitución de que el propietario no podrá quejarse.

b. Nada más natural que si un propietario tiene su propiedad encerrada dentro de otra propiedad, la ley le otorgue la servidumbre de paso sobre la propiedad que circunda, la de que por ella pasen las aguas que han de fertilizar la propiedad enclavada, y otras que podríamos señalar.

c. El Estado necesita recursos para vivir; estos recursos tienen que prestarlos los coasociados, y se deben medir según la fortuna de cada uno de ellos; la propiedad, contribuyendo al sostenimiento de las cargas del Estado, sufre una limitación justa y necesaria.

2.º Un hecho parte del propietario, puede resolverse en una disminución del derecho de propiedad, si por ejemplo, se le impone una multa, una indemnización, o si, como antiguamente estaba en uso, se le confiscan sus bienes.

3.º La voluntad del hombre, creando ciertos derechos reales, limita también el ejercicio del derecho de propiedad, porque se desnuda voluntariamente de una parte de ese derecho para investir con él a un tercero, que desde ese momento entra a gozar de la cosa al par con su señor y verdadero dueño.

Entre las muchas limitaciones que la voluntad del hombre puede poner al derecho de propiedad y como ejemplo, citaremos el usufructo y las servidumbres.

El usufructo, que es el derecho a usar de una cosa ajena y a percibir los frutos que produzca, no puede ser perpetuo, tiene que ser siempre temporal, porque si no absorbería de tal modo el derecho de apropiación, que éste sería sólo una sombra.

La servidumbre es otra de las causas que, nacidas de la voluntad libre, puede limitar el derecho de apropiación, se la define diciendo que es el derecho real que pesa sobre un propietario y le obliga a consentir o no hacer en su propiedad. Variable hasta lo infinito, según la voluntad o el capricho del hombre, la ley se ocupa de algunas especies de servidumbres, más bien como por vía de ejemplo que con la idea de encerrarlas en un cuadro determinado.

Los autores suscitan la cuestión de si la ley debe consentir todas las servidumbres con que el hombre quiera gravar su propiedad, o si debe limitar esta facultad y señalar las que puedan imponerse. La razón principal que para querer limitar el derecho de servidumbre se aduce, es la de que éstas, sobre ser generalmente perpetuas, son una carga que permanece casi siempre oculta, y que puede convertirse en un elemento de dolo y de sorpresa en cada uno de los cambios y transacciones a que el movimiento de la propiedad da lugar.

4. El derecho de propiedad puede adquirirse de varios modos, unos que pueden llamarse puros u originarios; otros, que al propio tiempo que modos de adquirir son modos de transferir la propiedad, y que presentan, por lo tanto, un doble carácter.

5. Tres son los que forman la primera categoría, entre ellos figuran: 1.º La ocupación, que no es otra cosa que la toma de posesión, la apropiación de las cosas que no tienen dueño. El fundamento de la ocupación se halla fácilmente en la teoría de propiedad que hemos estudiado en la primera parte de este tratado; dedúcese de él que la ocupación no es el origen del derecho de propiedad, sino, por el contrario, el derecho de propiedad el origen de la ocupación. En efecto, el hombre tiene, como hemos demostrado, el derecho de imponer su poder y su voluntad a las cosas que le rodean, en tanto éstas le son necesarias para cubrir sus necesidades, y apropiándoselas no viola el derecho de ningún otro hombre, pero como es un ser racional, perpetúa y espiritualiza ese acto en un principio instintivo, y le da el carácter de derecho. Como apoderándose de las cosas que a nadie pertenecen y haciéndolas suyas perpetuamente no causa lesión alguna de derecho, de aquí que la ocupación sea un medio de adquirir la propiedad. Claro es que a proporción que más se adelanta en la civilización, más y más se dificultan las ocupaciones, porque es menor el número de las cosas sin dueño: aun se aplica a la caza y a la pesca.

2.º La accesión: el derecho racional acepta el principio de que lo que producen las cosas que están en nuestra propiedad nos pertenece, porque la personalidad al imponerse a ellas y marcarlas con su sello lo hace perpetuamente y para aprovecharlas en todas sus manifestaciones, y siendo una de ellas lo que producen o su acrecentamiento natural, sobre ellos ejerce también el derecho de propiedad. No así cuando la ley positiva, extendiéndola, hace que sea objeto de la accesión la suma de combinaciones industriales que se hace con materiales ajenos: esto es contrario al derecho natural, que jamás puede sancionar el principio de que uno pueda ser privado de su propiedad sin consentirlo expresamente.

6. La Posesión, objeto de las leyes de todos los pueblos, se ha presentado siempre como una noción obscura y mal definida, sin duda alguna porque casi todos los códigos han tomado por punto de partida la legislación y la teoría romana, que ni han sido comprendidas ni claramente explicadas hasta nuestros días320.

¿Qué es la posesión? La posesión no es más que la detención material de una cosa con ánimo de apropiárnosla. Hay, pues, en la posesión dos actos distintos, uno de la materia, otro del espíritu; de la materia, la aprehensio, la detentio; del espíritu, el ánimo de hacer nuestro lo que hemos aprehendido. Estas condiciones están tan íntimamente ligadas, son tan inherentes ambas a la posesión, que ésta no existe si sólo hay aprehensio, detención material, o sólo animus, acto del espíritu; la detención por sí sola está tan lejos de producir la posesión, que el loco, el demente, el idiota, pueden detener una cosa materialmente, y sin embargo, no la poseen; de la misma manera que si con intención deliberada de hacer nuestra una cosa, la aprehendemos y no la detenemos materialmente, tampoco se la posee. En el primer caso, hay un hecho puramente material, fortuito y fatal, pero que no produce resultado alguno; en el segundo, un acto del espíritu, de la razón, pero que no se ha exteriorizado; sólo cuando se reúnen el hecho material, externo, con el acto espiritual es cuando la posesión surge y produce sus efectos.

La detención ha de ser material, corporal, que tanto vale como decir que hemos de pesar físicamente sobre la cosa poseída, que ha de estar en nuestro poder, bajo nuestra mano; por eso sólo cabe posesión sobre las cosas corporales y muebles: las demás se cuasi poseen, pero no se poseen en la verdadera acepción de la palabra; el ánimo ha de ser deliberado e intencional de poseer en concepto de señor, de dueño.

Los efectos de la posesión son más importantes a proporción que se ha disfrutado de ella más largo tiempo sin interrupción ni contradicción alguna, pudiendo llegar por la prescripción hasta la propiedad y hacer que ésta recaiga en el poseedor que lo ha sido durante largo tiempo; cuando nos ocupemos de la prescripción trataremos esta cuestión, que por ahora sólo iniciamos brevemente.

El poseedor independientemente de los derechos que puede adquirir por medio de la prescripción, goza de otros que son efectos exclusivos de la posesión. En efecto, la ley reconoce en el que posee el derecho de ser sostenido y amparado en esa posesión, siempre que un tercero quiera privarle de ella, y hasta tal punto lleva la ley su rigor en la materia, que prescinde por completo del mejor derecho de ese mismo tercero, y ampara y mantiene al poseedor en el quieto y pacífico disfrute de la cosa poseída, mientras no es vencido en derecho por su contrario.

Estos medios legales concedidos al poseedor para ampararlo y sostenerlo, se llaman interdictos. Los interdictos, o sirven para mantenerse en la posesión, o para recobrar la que se venía disfrutando, una vez perdida por cualquiera causa.

7. Nadie puede dudar que el hombre tiene propiedad, y propiedad plena sobre el pensamiento, que elaborado en su cerebro, pasa después a formar parte del libro; pero si nadie puede dudar que sobre ese pensamiento existe propiedad, cuando se trata de marcar la extensión y los límites que esa propiedad debe tener la cuestión se presenta mucho más difícil de resolver; y tanto es esto así, que siendo precisamente ésta una propiedad cuya razón de ser todo el mundo comprende, es, sin embargo, y tal vez por esto mismo, la que en todo tiempo ha sido menos garantida por la ley; y es que la obra del espíritu, el producto de la inteligencia, el elemento poderoso de la civilización, el pensamiento, la idea, una vez que salen del cerebro del autor parece como que se hacen del dominio público, y que éste es sólo el que tiene derecho sobre ella; y es que el libro no reúne las condiciones necesarias para ser propiedad del autor.

El propietario, ya lo hemos dicho, tiene el derecho de usar, de disfrutar, de abusar de su cosa, esto es, de destruirla en su utilidad; el autor del libro, desde el momento que le ha publicado, es realmente tan propietario de él como el que ha comprado un ejemplar; es más, puesto ya bajo el dominio público, no puede, no debe ser árbitro de destruir su obra y de privar al mundo de la enseñanza que pueda proporcionarle. ¿Qué es, pues, el libro? No siendo una propiedad de su autor, ¿cómo debemos considerarla? En derecho racional, y considerado el libro sin relación a los materiales de impresión, no es otra cosa que el discurso pronunciado en público y recogido por los oyentes; por lo tanto, deja de ser propiedad del autor desde el momento en que se hace patrimonio del mundo entero321.

Lo que se llama propiedad literaria, derechos del autor, no es más que una protección al talento, una recompensa a la ciencia, al trabajo, que el público todo otorga al que le instruye. Cómo deberá aplicarse esta teoría a la práctica, esto es lo que presenta más dificultades; porque no es fácil, no es posible, hallar quién evalúe la importancia y el valor de un libro nuevo; así que el medio que parece más justo y que ha sido adoptado en casi todos los países, es dejar que el autor publique su libro y garantizarle que nadie más que él podrá obtener las ventajas que su expendición proporcione: la propiedad literaria, pues, se convierte en un privilegio concedido al autor, y que podrá durar más o menos tiempo. La duración y extensión de este privilegio es un punto de dudosa y difícil solución322.

Los que queriendo asimilar la propiedad literaria a cualquiera otra propiedad, opinan que debe ser perpetua, están en un error: ya hemos dicho que la llamada propiedad literaria, más que propiedad, es un privilegio concedido al autor como premio de su trabajo: perpetuar este privilegio valdría tanto en muchas ocasiones como imposibilitar la reimpresión de multitud de libros en daño de la ciencia, del hombre, del escritor y hasta del país que le vio nacer, bien porque se quedará al capricho de uno de sus descendientes el imprimirlo o no, bien porque dividida o subdividida la propiedad, fuese necesario acudir a multitud de personas para poder publicar una obra determinada323.

El sistema que parece más aceptable en esta materia, es el de conceder la propiedad del libro al autor durante su vida, y durante un espacio de tiempo más o menos largo a sus herederos; y sin embargo, por él aparece, y en efecto, es mayor el privilegio para los ensayos imperfectos y poco importantes casi siempre de un joven, que para la obra del hombre de alta ciencia, encanecido en el estudio y en el trabajo; por eso algunos creen que sería más conveniente fijar un plazo de tiempo a la propiedad literaria a contar desde la publicación del libro.

Otra de las cuestiones que respecto a la propiedad literaria se suscita, es la de saber si al que reimprime un libro sin el consentimiento del autor debe considerársele como reo de un robo; las leyes no le han considerado así, si bien lo han impuesto penas generalmente pecuniarias324.

Los productos y adelantos de la industria tampoco pueden considerarse como propiedad del inventor; en éstos, como en la propiedad literaria, el inventor sólo puede aspirar a un privilegio más o menos largo que será el premio de sus trabajos y desvelos325.

Los autores suscitan la cuestión de si es más importante la propiedad industrial que la literaria, y por lo tanto, si aquélla debe ser más atendida y privilegiada que ésta. Para los utilitarios, para los que sólo ven la importancia de un país en su mayor producción y adelanto material, la propiedad industrial es muy superior a la literaria; pero para los que, por el contrario, creen que los adelantos morales de la razón y de la inteligencia están por encima de lo material de la industria, el libro merece más protección que la máquina o el invento industrial.




ArribaAbajoLección VII

Realización del derecho absoluto en el concreto.-De la obligación


SUMARIO.

1. Examen filosófico de la obligación.-2. Definición de la obligación.-3. Derechos que nacen de ella.-4. Obligación natural y obligación civil.-5. Origen de las obligaciones. Nacen de los hechos o del consentimiento. 1.º De los hechos. Delito. Falta. Cuasi contratos.-6. División de las obligaciones.-7. A término.-8. Condicionales.-9. Condicionales; su examen.-10. Cómo termina la obligación.-11. Obligaciones que nacen de la convención.-12. Contratos. Su definición.-13. Sus elementos esenciales.

1. Nacida de un acto libre y voluntario, la obligación es de todos los objetos del derecho positivo el en que el derecho racional se realiza con mayor amplitud y con mayor fijeza. Como en la vida de relación el hombre realiza muchos fines por la acción de su semejante, que le presta medios para ello, pero como para que esto tenga lugar se hace necesario el acuerdo de varias voluntades en un punto, y como por una parte este acuerdo pueda recaer sobre un número indefinido de actos, pero, por otra, sea siempre uno el objeto, de aquí, que al par que en la obligación el elemento racional se realice con notable amplitud, las reglas de acción sean siempre las mismas.

2. Defínese generalmente la obligación: Un vínculo de derecho que nos compele a dar o hacer alguna cosa; basta decir que ese lazo, en virtud del que nos ligamos a otro, para dar o hacer, y a veces para no dar ni hacer una cosa determinada, es de derecho, para comprender que ha de contraerse libremente y con conciencia.

Para que exista obligación de derecho, se hace preciso que haya por lo menos dos personas que se relacionen entre sí: una ligándose a dar, prestar o hacer; otra, obteniendo los resultados de esa sumisión de la voluntad.

3. El derecho que nace de la obligación se llama derecho personal: está unido íntima y estrechamente a la persona, no puede exigirse más que de ésta, jamás de un tercero, aunque la cosa objeto de la obligación haya ido a sus manos. Poco importa que la persona obligada haya perdido la propiedad del objeto, contra ella se dirigirán siempre las reclamaciones o contra su heredero, porque asume la personalidad del causante.

4. Llámase obligación civil a aquella que la ley positiva garantiza, prestando medios eficaces para que pueda realizarse. Obligación natural, por el contrario, a la que, emanando de la justicia o de la equidad, no está, sin embargo, garantida por la ley civil, y por lo tanto, no da lugar a una acción jurídica. Filosóficamente hablando, es difícil hacer la distinción práctica entre unas y otras obligaciones. Puede asegurarse que la existencia de una gran parte de las obligaciones naturales se debe a la imperfección del derecho positivo, pues si éste fuera lo que racionalmente debiera ser, las obligaciones naturales entrarían a formar parte de las civiles, esto es, se hallarían garantizadas por la ley positiva. Hay, sin embargo, casos en los que esto no es posible, y son aquellos en que la ley, estableciendo reglas generales, no puede abarcar los varios casos especialísimos que surgen en la práctica.

5. Las obligaciones nacen: 1.º, de un hecho propio de nuestra voluntad; 2.º, del consentimiento libre y voluntario; en el primer caso, el hecho se denomina, según su especie, delito, cuasi delito o cuasi contrato; en el segundo, convención o contrato.

1.º Obligaciones que nacen de los hechos: éstas fueron indudablemente las primitivas, por más que sean hoy las más importantes las emanadas del consentimiento. De la misma manera que el individuo en la vida social, en la vida de relación, puede exigir que se le presten los medios para realizar su destino, de la misma manera tiene el deber, la obligación, de no ser causa de que otro ser, su semejante, deje de realizarlo; ahora bien, puede impedirse la realización del destino de nuestro semejante, ya por un hecho intencional, voluntario, deliberado, ya por una simple omisión.

El acto ilícito cometido voluntaria e intencionalmente con ánimo deliberado de dañar a otro, es un delito; el delito hace surgir obligaciones respecto a la sociedad y respecto al que ha sufrido el daño, porque si la sociedad representada por el Estado no puede consentir que se entorpezca o paralice la acción de cada uno de sus miembros que aspira a realizar su destino, porque tanto valdría esto como atentar al fin general, el perjudicado tiene también el derecho a exigir la reparación en tanto cuanto esto es posible y hacedero.

Pero no sólo por esos actos que constituyen un verdadero delito puede perjudicarse a un tercero; una omisión, una falta en el cumplimiento de un deber es a veces causa de que se produzcan males, y sin embargo, aquí no hay intención dañada, no hay verdadera criminalidad; estas omisiones, esta negligencia, constituyen lo que se llamó cuasi delito, y hoy suele denominarse falta, de ellos nace una obligación también, pero casi siempre sólo en favor del perjudicado; y si alguna vez la hace suya la sociedad, es mucho menor la responsabilidad que exige al que la cometió, que la que exigiría por un verdadero delito. Esta teoría está tan en la razón que en todos los tiempos, en todas las legislaciones, se ha hecho esta distinción.

No basta para que haya delito, cuasi delito, o falta, el simple hecho perjudicial a un tercero; es necesario que el agente haya podido darse cuenta de esos hechos, o lo que es lo mismo, que existan en él inteligencia para conocer sus consecuencias, libertad y voluntad para realizarlos o no; véase por qué el loco, el demente, el niño, el idiota, no responden de sus actos; pero es necesario tener en cuenta que en todo acto que afecte al derecho o a los intereses de un tercero, hay que considerar el hecho en sí y el daño causado por el hecho; no es responsable del hecho, no comete delito el que carece de inteligencia o voluntad; pero sí lo es por el daño que origina, que deberá resarcir en cuanto sea posible.

Si a la comisión de un delito concurren varias personas, el derecho racional, y en esto está acorde con casi todas las legislaciones modernas, mide el grado de participación de cada coautor cuanto esto es posible, y exige una responsabilidad relativa.

Cuasi contratos son los hechos lícitos que producen obligación sin que haya una convención que los haga surgir.

Al tratar del origen de los cuasi contratos, unos opinan que nacen de la máxima moral «nadie puede enriquecerse en perjuicio de un tercero», otros, «de un consentimiento presunto», otros, «de que el autor del hecho, origen del cuasi contrato, haya querido obligar a aquél en cuyo beneficio tuvo lugar el hecho»; ninguna de estas teorías es aceptable ni completa. El «consentimiento presunto» es una ficción de la ley romana, aceptada sin examen, pero que debe rechazarse, porque no obligará jamás el consentimiento si no es libre, voluntario e inteligente; la máxima de que «nadie debe hacerse rico con perjuicio de tercero», no tendrá aplicación en muchos casi contratos; y en fin, la de que «el autor del hecho haya querido obligar al que reporta el beneficio», no es aceptable tampoco; porque el cuasi contrato nace independientemente de la voluntad de los que intervienen en el hecho. El origen del cuasi contrato, mejor dicho, de la obligación que de él nace, está en que la razón y la justicia hacen nacer la obligación aun contra nuestra voluntad.

6. Por punto general, el deudor es libre de obligarse o de no obligarse, y por lo tanto, de dar a su obligación la forma o la extensión que mejor le parezca; de aquí nacen las obligaciones con término y las condicionales.

7. Dos formas puede ostentar el término en las obligaciones: éstas pueden ser desde cierto día o hasta día cierto; tanto bajo la una como bajo la otra forma, la obligación existe cierta y caracterizada; el deudor está perfectamente obligado; no hay más que una diferencia, y consiste en que la obligación desde cierto día no es exigible aunque existe, sino desde el momento en que el día llega; la ejecución está, digámoslo así, en suspenso hasta que el día estipulado viene, y desde él comienza a ser exigible; mientras que en el caso contrario, la obligación produce sus efectos hasta el día término de ella, en el cual la obligación puede decirse que termina y deja de ser exigible. En las condicionales, la obligación no existe hasta el momento en que la condición impuesta se cumple.

8. Los autores llaman condición a cualquier hecho incierto del cual se hace depender la existencia de una obligación. El hecho debe ser: 1.º, incierto, pues si fuera cierto, más que condición constituiría un término; 2.º, futuro, o mejor dicho, no conocido de las partes.

9. Como el efecto producido por las condiciones varía según el carácter esencial de éstas, de aquí el que nos sea indispensable examinar sus diversas especies; las condiciones pueden ser casuales, potestativas, mixtas, afirmativas, negativas, imposibles, resolutorias, suspensivas, expresas y tácitas.

1.º Condición casual es la que depende de la eventualidad, sin que en su cumplimiento entre para nada la voluntad de los contratantes; claro es que cuando estas condiciones existen, es necesario esperar su realización para saber si la obligación surgirá o no.

2.º Condición potestativa: en éstas, por el contrario, la realización, y por lo tanto, la existencia de la obligación, dependen de la voluntad de una de las partes, bien sea del acreedor, bien del deudor.

3.º Condiciones mixtas son aquellas en que el hecho que ha de dar origen a la obligación depende de la voluntad y de la casualidad o voluntad de un tercero; claro es que en esta especie de condiciones hay que tener en cuenta si su falta de cumplimiento fue casual o voluntaria por parte del tercero, o del obligado; en el primer caso, si por el que debía cumplirla se han puesto todos los medios posibles para que la condición se realice, la obligación existe; pero no existirá si el defecto ha estado de su parte.

4.º Condición afirmativa: consiste en hacer; en éstas surge la obligación desde el momento en que el hecho que la constituye se verifica.

5.º Condición negativa: consiste en no hacer; suscítase aquí la dificultad de cuándo debe comenzar a existir la obligación que viene acompañada de tal condición; creemos que si a la condición negativa acompaña un término, surgirá la obligación en cuanto el término en cuestión espire; pero cuando la obligación condicional es puramente negativa, parece que aquélla no puede tener verdadera existencia hasta la muerte del obligado, pues mientras éste viva es imposible saber si cumplirá o no la condición; algunos quieren que la obligación exista desde luego, siempre que se afiance la devolución en el caso de que la condición no sea cumplida.

6.º La condición imposible destruye por completo toda convención, ya sea ésta a título oneroso o a título lucrativo; los jurisconsultos romanos las tenían por no puestas cuando se trataba de testamentos y donaciones; pero no se adivina la razón por qué la ley positiva haya hecho esta excepción.

7.º Condición resolutoria es aquella que disuelve o termina el contrato; éste existe desde luego, desde luego es válido, pero cuando la condición resolutoria se realiza concluye su existencia.

8.º Condición suspensiva: ésta detiene todos los efectos de la obligación, hasta que se cumple. Respecto a estas dos especies de condiciones, los autores se preocupan del caso en que la obligación haya pasado a un tercero; parece que en este caso el tercero no puede ni debe sufrir perjuicio por la condición resolutoria sino cuando la conocía, y por lo tanto, aceptó sus consecuencias.

9.º Condición expresa: por punto general todas las condiciones deben expresarse en las obligaciones o contratos para que produzcan su efecto: suele, sin embargo, haber condiciones que no se han expresado terminantemente, y que siendo un efecto natural de la voluntad de las partes, es necesario conocerlas por su acción, y a éstas se llama tácitas.

El efecto de la condición, sea cual sea su forma, no es otro que el de modificar el carácter de la obligación en cuanto al momento de su existencia; pero en manera alguna afecta a la transmisibilidad de la obligación, ni a los herederos, si la parte que le dio origen muere antes que la condición se cumpla.

10. Cuando la obligación ha existido, esto es, cuando ha podido ser realizable, dura hasta que un hecho hasta cierto punto contrario al que le dio origen la extingue; la ley positiva señala varios de estos hechos:

1.º El pago, ejecución o solución; debemos cuidar de no confundir el lenguaje jurídico con el vulgar: según éste, pago es el acto de entregar una cantidad de dinero; en el lenguaje del derecho es cumplir con el objeto de la obligación, sea el que quiera, manifiéstese como se manifieste. Si la solución es parcial, parcialmente se extinguirá la deuda.

El derecho natural no resuelve una cuestión que se presenta con cierto carácter de gravedad, a saber: qué debe hacerse en el caso de que el deudor pague parcialmente, y el acreedor se niegue a este pago, y exija el total reembolso; la ley positiva se declara en favor del acreedor, haciendo su consentimiento necesario para que el pago o solución parcial produzca efecto.

2.º La destrucción o pérdida de la cosa objeto de la obligación no puede considerarse siempre como un medio de terminarla, pues habrá que distinguirse si el objeto de la obligación es de tal manera cierto y determinado, que no puede sustituirse ni confundirse con otro, o si, por el contrario, la cosa es indeterminada, a que los jurisconsultos llaman género: en el primer caso el deudor se libra de la obligación; en el segundo, continuando viva y existente la obligación, tiene que solventarla.

Y es porque en el primero perece real y efectivamente la cosa, y no existiendo, no puede entregarse, porque ad imposibilia nemo tenetur; en el segundo, el género es imperecedero, y por lo tanto, no hay imposibilidad de cumplir la obligación.

Pero si el deudor se constituye en mora, esto es, si debiendo entregar la cosa en un día determinado lo deja pasar sin cumplir la obligación, y por lo tanto, sin hacer la entrega, la razón dicta que la cosa perece para él, no solamente porque en poder del acreedor tal vez no hubiera perecido, sino también porque el deudor moroso ha faltado voluntariamente no entregando la cosa a su debido tiempo. Con mucha más razón será responsable el deudor de su obligación, si la pérdida de la cosa ha tenido lugar por dolo o culpa suya, y no sólo deberá ser compelido a cumplir la obligación que pesa sobre él, sino que será además responsable de los daños ocurridos al acreedor.

3.º Remisión es la renuncia voluntaria que hace el acreedor de sus derechos, aceptada por el deudor. Algunos niegan que la aceptación del deudor sea necesaria, puesto que así como el propietario puede desprenderse de su propiedad, así el acreedor podrá hacerlo de sus derechos sin intervención de nadie; otros opinan que siendo la remisión un favor otorgado al deudor, y no pudiendo hacerse favores sin que quiera recibirlos el favorecido, no puede tenerse por válida aquélla si no hay aceptación por parte del deudor; no parece muy fuerte esta razón: la verdadera debe ser que como el deudor no puede considerarse libre de la obligación mientras no conozca la voluntad del acreedor y reciba de él los medios de prueba necesarios para demostrar que la obligación ha terminado, no hay verdaderamente remisión si esto no tiene lugar.

4.º La novación, más bien que un medio de terminar la obligación, es un medio de variar su forma; cierto es que la primitiva termina, pero es sustituida con una nueva.

La novación puede ser en cuanto al deudor, en cuanto al acreedor o en cuanto a la obligación misma. En todos estos casos es necesaria la congruencia de voluntad entre los que intervienen en la novación y cuyos derechos pueden sufrir menoscabo; así no podrá innovarse la persona del deudor sin que el acreedor consienta en ello, y exceptuando las obligaciones endosables, tampoco podrá en buenos principios de derecho innovarse la persona del acreedor sin conocimiento del deudor. Una de las cuestiones más difíciles que se suscitan en la novación, es la de si en caso de que la nueva obligación no se realice, se considerará válida la primitiva. No creemos dudosa la solución: la obligación primordial ha dejado de existir desde el momento en que la novación tuvo lugar, y por consecuencia, no puede producir resultados; y tanto es esto así, que aun en el caso en que haya habido fraude en la novación, no podrá perseguirse por la obligación primitiva, sino por el dolo con que se verificó la nueva.

11. Todas cuantas relaciones individuales pueden existir entre seres libres y voluntarios, nacen de un acto de esa misma voluntad que los liga, obligándolos a una cosa determinada.

Todo acuerdo de la voluntad es una convención, pero no un contrato, porque para que éste exista se hace necesario que ese acuerdo produzca una obligación; así, pues, todo contrato es una convención, aunque toda convención no sea un contrato.

12. Contrato será: La declaración solemne y voluntaria de dos o más personas que entran en relaciones jurídicas obligatorias sobre un objeto de derecho.

La filosofía ha tratado de fijar el principio en virtud del que las convenciones y los contratos deben observarse religiosamente; al hacerlo, los tratadistas se han dividido, unos, fundándose en el perjuicio que la falta de cumplimiento de uno de los contratantes ocasionaría al otro; pero para que esa falta sea punible, es necesario que el contrato deba de ser cumplido por los que en él han intervenido; en una palabra, que haya podido nacer de ese hecho voluntario una obligación. Otros quieren que ésta nazca en el derecho de ocupación, y consideran la promesa como una dejación de derecho, y la aceptación como ocupación de ese derecho abandonado. ¡Como si pudieran ocuparse los derechos! Los que con Bentham todo lo hacen surgir del interés, dicen que de observar las convenciones resultan más ventajas que de faltar a ellas; ya hemos visto de qué modo el interés puede legitimar los derechos, y sólo añadiremos que cuando el interés nos dicte que debemos faltar a lo contratado, la falta será muy legítima para los partidarios del filósofo inglés.

Un filósofo alemán ha dicho que cada hombre tiene una esfera de acción propia en la que puede ejercer libremente su actividad y evitar que nadie se mezcle en ella; pero si abre esa esfera, si por virtud de un contrato permite que otro se apropie parte de su derecho, este acto de la voluntad es el que origina la obligación; esto es muy cierto mientras el acto de la voluntad existe: pero en el momento en que ésta falta, dejará de existir la obligación, lo cual valdría tanto como negar la obligación, o lo que es lo mismo, el derecho a exigir su cumplimiento del obligado en el caso en que se niegue a realizarla.

El lazo creado por la voluntad existe, aunque la del deudor varíe y cambie.

Las teorías que hemos sentado pueden resolver la cuestión que nos ocupa. No sólo el contrato viene a prestar una condición de cumplimiento a un fin especial del hombre, sino que como este fin especial forma parte del fin general, y el hombre está obligado a cumplir ese fin general y a prestar su apoyo y cooperación para que los demás seres le cumplan, desde el momento en que la sumisión legítima de su voluntad ha creado para él y para otro hombres que con él contrató una de esas condiciones, no puede separarse de ella sin vulnerar el derecho y destruir una condición de ser de su semejante, que tiene el deber de respetar, y a cuya realización debe coadyuvar.

13. Tres elementos esenciales han de reunirse para la validez de un contrato, a saber: 1.º Consentimiento; 2.º Capacidad en los contrayentes; 3.º Objeto lícito del contrato.

1.º La fuerza obligatoria de toda convención, ya lo hemos dicho, reside en la voluntad del hombre, que tiende a realizar un objeto determinado, un fin parcial de su existencia; pero este acto de la voluntad no puede caer bajo el dominio del derecho, no puede ser apreciado ni regulado por la ley jurídica, si no se manifiesta al exterior, si no toma una forma material y tangible, esta manifestación externa de nuestra voluntad por sí sola podrá producir una obligación unilateral, en manera alguna un contrato; para que éste exista se hace preciso que haya aceptación de parte de otra persona.

El consentimiento, pues, alma de todo contrato, es el concurso de dos o más voluntades que convergen en un punto, con la intención de obligarse.

El consentimiento, para producir obligación, ha de estar exento de violencia, error y dolo.

La base de todo contrato es la expresión libre y cognoscente de la voluntad del hombre; la violencia que coarta esa libertad o destruye esa conciencia, viciará necesariamente la base de todo contrato. ¿Qué carácter debe ostentar la violencia? ¿Hasta qué punto basta para viciar una convención o un contrato?

Los jurisconsultos romanos, siguiendo el rigorismo exagerado de la escuela estoica, creyeron y afirmaron que la voluntad existía siempre, y por lo tanto, que la violencia no podía jamás anular el contrato; la máxima voluntas coacta, voluntas est326 ha sido aceptada por modernos escritores, y aun presentada como razón poderosa de derecho natural en favor de la validez de los contratos celebrados con violencia. Todos sentían, sin embargo, la necesidad de restringir esa teoría en bien del que cediendo a la violencia había verificado el contrato, y en bien a la sociedad entera, a la que desmoralizaría completamente la impunidad en actos de esa especie. Una sutileza ha sido el único medio que los partidarios del sistema han podido hallar para que el rigorismo de la teoría y la justicia puedan hermanarse en la práctica. El autor de la violencia ha cometido un acto reprobado y punible por las leyes; la pena es la indemnización del perjuicio; y como éste consiste precisamente en la obligación violentamente contraída, la nulidad de ella es al propio tiempo la pena y la indemnización. Cuando el derecho nacido en un contrato violentamente celebrado no sea exigible por el que cometió la violencia, sino por un tercero que ha intervenido de buena fe, entonces el contrato es válido y la obligación debe cumplirse327.

Que en el terreno espiritual y austero de la moral y del derecho absoluto la voluntad siempre es voluntad, no es a nuestro entender razón bastante para decidirse por la escuela romana: 1.º porque como todas las operaciones del hombre son complejas, para que la voluntad pueda producir resultados, es preciso que se ejerza con libertad y con conciencia; más claro, en buenos principios no hay voluntad donde no hay conciencia y libertad; 2.º, para que surja una obligación es preciso que haya intención esencial y formal de obligarse; 3.º, para que los actos externos no influyeran en la vida del hombre, era preciso que éste fuera eminentemente espiritual y sin lazo ni relación alguna con el mundo de la materia.

Apliquemos estos tres considerandos a la teoría: 1.º De la misma manera que una fuerza física superior a la nuestra se apodera de la mano, nos hace herir a nuestro semejante, y nuestra voluntad, lejos de tomar parte en el hecho, lo repugna, y por lo tanto, nos quita toda responsabilidad; la violencia, que pesando sobre nuestra inteligencia, la ciega; sobre nuestra libertad, la coarta, destruye dos elementos puramente espirituales del ser, le materializa y quita al acto todo carácter de espontaneidad.

2.º Ya hemos dicho que siendo las obligaciones nacidas en el contrato un derecho secundario que debe su origen a la intención de obligarse, allí donde la intención no existe, no puede existir obligación alguna. Es indudable que cuando cedo a la violencia, lejos de tener intención de cumplir la obligación contraída, la tengo de no cumplirla.

3.º Si el hombre fuera sólo espíritu, si de tal manera el espiritualismo en él predominara avasallando e imperando en el mundo externo, que éste no influyera lo más mínimo sobre él, entonces podría decirse que su voluntad, vínculo eminentemente superior a cuanto le rodease, sería siempre libre, siempre cognoscente, y produciría siempre idénticos efectos; pero mientras el hombre tenga que recibir influencias externas, que estar ligado con fortísimo vínculo a las existencias materiales, sus movimientos espirituales no pueden ser absolutos ni idénticos.

Nosotros, pues, diremos que siempre que un hecho sea de tal naturaleza que destruya la libertad y la conciencia, o que nos haga obrar en sentido contrario a nuestra intencionalidad, será suficiente a privar a la voluntad de su carácter esencial, y a viciar el contrato y la obligación que en ese acto de nuestra voluntad coartada tenga origen. El contrato y la obligación que de él nace son nulos, mejor dicho, no existen.

Si en el contrato interviene un tercero de buena fe, declarado nulo aquél, ¿pueden alcanzar a éste las consecuencias de la nulidad? En nuestro concepto sí, porque lo que es nulo por razón y por derecho, no puede dejar de serlo jamás. La obligación no ha existido, y como sólo puede existir por un acto intencional, libre y cognoscente (voluntario) de aquel que se obliga, la aparición de un tercero, que es un acto independiente de la voluntad del obligado, no será jamás para él un acto generador del derecho.

La dificultad no es tan grave como aparece a primera vista, porque es casi seguro que entre el acto arrancado por la violencia y el de exigirse por un tercero el cumplimiento de la obligación nacida de él, debe mediar el tiempo bastante para que el que fue víctima de la violencia la haga pública, y ponga, por lo tanto, a cubierto los derechos del tercero. Si así no lo hiciera, el contrato tendría una existencia real, pues su silencio le habría dado fuerza y convalidado la voluntad quitándole todo vicio.

Como que el error vicia el conocimiento, elemento necesario para que de la voluntad nazca obligación, el error será a veces causa de nulidad de los contratos. Puede aparecer de tantas maneras y bajo tantas formas, puede afectar de tantos modos el consentimiento, que la teoría del error, como causa de nulidad de los contratos, es sin disputa una de las más graves y difíciles del derecho. Los esfuerzos de los filósofos aún no han conseguido una solución aceptable para las mil cuestiones a que la teoría del error tiene que dar lugar.

Para unos el contrato es nulo cuando el error recae sobre la sustancia de la cosa, pero no si recae sobre los accidentes.

Para otros si ha dado origen al contrato, siendo su causa determinante.

Quiénes distinguen entre el error vencible e invencible, el error sobre el objeto y el error en los motivos.

Estas teorías más bien que a fijar si el error es o no causa bastante de nulidad en los contratos, tienden a marcar cuando lo es y cuando no, lo cual hace relación a la extensión y límites del error.

Creemos que siendo la voluntad libre y cognoscente, el origen sustancial del contrato, siempre que el error, sea en la cosa, sea en la persona, sea en los accidentes, tenga un carácter tal, que sin él no nos hubiéramos obligado, el contrato será nulo.

Verdad es que debemos ser muy cautos en la extensión que demos al error, porque es preciso serlo siempre que se trate de anular o destruir actos que pueden perjudicar a terceros, y precisamente en marcar la extensión y límites del error está la gran dificultad, dificultad casi invencible en multitud de casos.

Los autores tratan también de ver hasta qué punto el error de derecho influye en la validez de los contratos. Muchos quieren que el error de derecho jamás invalide los contratos, porque dicen que nadie debe ignorar el derecho. Basta por una parte saber que el derecho es una ciencia, y por otra, que esta cuestión hace siglos que ocupa a filósofos y jurisconsultos, para comprender que su solución no es tan fácil ni sencilla como a primera vista puede aparecer328.

Finalmente, el dolo es otra de las causas que, viciando el consentimiento, anula los contratos; el dolo es el engaño que se emplea para decidir a uno a que consienta en una obligación; claro es que el engaño se complica con el error, porque engañamos para hacer que uno consienta en una cosa distinta de la que cree ser objeto del contrato.

4.º La capacidad en los contrayentes. Las leyes positivas, acordes en esto con las naturales, exigen que los contratantes puedan expresar con libertad y con conciencia su voluntad de obligarse, y cuando esa conciencia no existe, bien porque aún la razón no se halle en el hombre bastantemente desarrollada para que la conciencia aparezca, bien porque una enfermedad u otra causa cualquiera impida el libre uso de esa libertad y de esa conciencia, ya en fin por que la ley le niegue el derecho de contratar, el ser no tiene capacidad para obligarse, y la obligación creada por él es nula.

5.º Debemos, por último, ocuparnos del objeto de los contratos: éste será positivo o negativo; positivo, cuando consiste en una prestación que puede ser o de una cosa o de un hecho: negativo, que consiste en una abstención u omisión; ya sea el acto positivo o negativo, ha de reunir tres condiciones, a saber, primera, licitud y posibilidad en el acto o cosa objeto del contrato; segunda, que produzca efectos externos; tercera, actos propios de la voluntad de los contratantes. 1.º El objeto del contrato puede ser: A, ilícito e imposible, física o moralmente, bien porque se oponga a las leyes físicas, bien porque sea contrario a las morales; B, jurídicamente ilícitos o imposibles cuando sólo se opongan o contradigan a las leyes positivas; C, imposibles temporalmente; D, relativamente imposibles. 2.º El objeto del contrato debe producir efectos externos y tangibles; si no los produce pertenece a la esfera de la moral, pero no a la del derecho. 3.º Que los actos sean propios de la voluntad de los contrayentes, para que nadie pueda imponer su voluntad a un tercero, ni obligarlo ignorándolo, o contra esa misma voluntad; la obligación nace sola y exclusivamente de un hecho propio, libre y voluntario; jamás de un hecho ajeno.




ArribaAbajoLección VIII

Realización del derecho absoluto en el concreto.-De las obligaciones.-Contratos


SUMARIO.

1. División de los contratos. Indicación de algunas divisiones adoptadas por los autores. Carecen de base filosófica.-2. La clasificación debe partir del objeto intencional de los contratantes, que es lo que forma la esencia del contrato.-3. Podemos fijar una división capital: 1.º Por su manera de ser. a. Contratos que existen por sí. b. Contratos que deben a otro su existencia.-2.º Por razón del objeto. El primer miembro se subdivide: a, en contratos mediante los que trasferimos o cedemos nuestro derecho; b, contratos que recaen sobre un hecho.-4. El segundo miembro no se subdivide.

1. Como la voluntad del hombre se manifiesta de modos muy diversos, es necesario dividir los contratos y formar de ellos diferentes agrupaciones. Los autores han seguido la división clásica iniciada por el derecho romano, según la que los contratos son reales, consensuales, literales y verbales. Esta división no puede aceptarse en buenos principios de derecho racional, pero la indicamos por ser la más comúnmente seguida. Roma, cuyo derecho primitivo fue al par rudo, material y simbólico, no conoció en los primeros tiempos de su existencia más que los contratos reales: se entregaba la cosa, pasaba el símbolo de una mano a otra, pues existía el contrato; la ley no iba más adelante, no buscaba más, se había llenado la forma, se había verificado el hecho material, pues el contrato existía, surgía la obligación; poco importaba que el espíritu representado por la voluntad se manifestase o no, poco que existiera o dejara de existir el consentimiento si las formas se habían realizado, si el hecho material había tenido lugar.

Más adelante, la marcha siempre progresiva del espíritu, influyendo en la vida del pueblo rey, haciéndole sentir nuevas necesidades, crea sucesivamente el contrato verbal, el literal y el consensual, pero teniendo siempre a la vista y en primer término las formas materiales, y ocupándose siempre poco de la esencia espiritual de los contratos.

Para la ciencia que sólo ve en el contrato un acto libre y voluntario; para la ciencia que no comprende, que no puede comprender, un contrato sin consentimiento, la división anunciada es defectuosa e inadmisible; poco importa que la cosa se entregue o no se entregue; que hayan mediado palabras consagradas; que el contrato se haya reducido a escritura: ha habido voluntad de obligarse, ha habido consentimiento, pues existe el contrato; no lo ha habido, el contrato no existe. Para la ciencia, pues, no existe más que el contrato consensual, porque la ciencia no comprende contrato sin consentimiento.

No es tampoco aceptable la división que suele hacerse de contrato unilateral y bilateral o sinalagmático, por más que reconozca como base filosófica el consentimiento y la voluntad, manifestados de una manera una o varia.

No es más exacta la división de contratos en onerosos o gratuitos, ni otras muchas que pudiéramos añadir, tanto por las razones expuestas, cuanto porque según las circunstancias especiales nacidas de la voluntad de los contrayentes, pueden los miembros de una división ostentar todos los caracteres de los de otra división cualquiera, y al hacer la ciencia una clasificación, de lo primero de que debe huir es de la confusión de los términos.

2. El contrato no es, no puede ser, otra cosa más que el acto producido por el uso libre y cognoscente de la voluntad, y del que surgen obligaciones; es, por lo tanto, contrario a la ciencia, buscar el elemento esencial de los contratos fuera del consentimiento, y como éste debe ser siempre uno, invariable siempre en su esencia, no es en él donde la división o variedad formal de los contratos debe basarse.

3. La división, pues, debe surgir: 1.º De la manera de ser del contrato mismo. 2.º Del objeto que está llamado a realizar:

1.º Por su manera de ser:

a. Los contratos pueden existir por un acto sólo o exclusivo de la voluntad que por sí crea derechos y obligaciones, sin tener en cuenta acto alguno anterior; los contratos que a un acto tal deben su existencia, se realizan en sí y viven por sí y con vida propia, y pueden llamarse contratos principales: b. Pueden además los contratos, aunque surgiendo siempre del consentimiento, deber su existencia a otro contrato anterior, de tal manera, hasta tal punto, que terminado el primero, desaparece el segundo: éstos pueden llamarse contratos accesorios, secundarios, de garantía.

2.º Por razón de su objeto los contratos principales pueden tener: a, el de ceder o transferir derechos que venimos poseyendo; b, el de prestar o recibir la prestación de un hecho.

a. En efecto, nosotros podemos, por un acto de nuestra voluntad, desprendernos en todo o en parte de aquellos derechos que no ostentan el carácter de absolutos, y por consecuencia, que son enajenables; éstos existen para que nosotros usemos, disfrutemos y abusemos de ellos, en tanto en cuanto el uso, el disfrute o el abuso contribuyan a la realización de alguno de nuestros fines, y produzcan alguna utilidad. Sobre todos ellos puede el hombre obrar, ya sea cediéndolos, ya cambiándolos, ya desprendiéndose de ellos temporal o perpetuamente, en utilidad propia, de un tercero o de ambos, bien sea que tengan una existencia abstracta, bien una existencia concreta. El consentimiento y el objeto del contrato pueden manifestarse con diversas formas, y de aquí los contratos de compra-venta, locación, permuta, mutuo, comodato, donación, sociedad, depósito, etc.

b. No son sólo los derechos los que pueden reportarnos utilidad, y contribuir a la realización de los distintos fines del hombre: los hechos también son útiles, los hechos también pueden contribuir a que los fines humanos se realicen, los hechos también pueden recibir modificaciones esenciales de la voluntad del ser humano; por eso hay contratos que recaen sobre hechos, cuyo objeto son los hechos, que forman el segundo miembro de nuestra subdivisión, y que se conocen con los nombres de locación de obra y mandato.

4. Los contratos accesorios, a que se llama también de garantía, son la fianza, la prenda y la hipoteca. Hecha la división en nuestro concepto capital, de los contratos, pasemos a ocuparnos de cada uno de sus miembros, que trataremos con la debida separación.




ArribaAbajoLección IX

Realización del derecho absoluto en el concreto.-De las obligaciones.-Contratos


SUMARIO.

1. De la compra-venta. Qué sea ésta.-2. Obligaciones que nacen de este contrato.-3. De la lesión.-4. De la Permuta.-5. De la División.-6. De las Donaciones.-7. Sus especies.-8. Causas de rescisión.-9. Del Mutuo.-10. De la Usura.-11. Alteración de la moneda.-12. Arrendamiento.-13. Del Comodato.-14. Del Depósito.-15. De la Sociedad.

1. COMPRA-VENTA; es un contrato por el que uno cede a otro cierta cosa mediante un precio cierto también. Los tratadistas añaden a esta definición la palabra consensual, que omitimos, no porque neguemos al contrato que nos ocupa el que sea el consentimiento una de las condiciones esenciales de su existencia, sino porque, como reconocemos que sin él no puede existir contrato alguno, al decir contrato damos ya por supuesta la existencia del consentimiento.

Son requisitos esenciales de este contrato: 1.º Res, la cosa cierta, objeto de él. 2.º Pretium, el precio, cierto también, que se da por la cosa. 3.º Consensus, el consentimiento de los contratantes.

1.º Entiéndese por cosa cierta todo cuanto existe o puede existir determinadamente y está en el comercio; esto es, todo cuanto de presente o de futuro puede determinarse de tal modo que no deje lugar a duda y que puede ser objeto de apropiación y de traslación de dominio. Pueden, por lo tanto, ser objeto de este contrato las cosas corporales, las incorporales, como los derechos, y hasta las que no existen, como la esperanza; pero es necesario siempre que pueda determinarse y que exista y pueda ciertamente existir. Debe pertenecer al vendedor, pues nadie puede ceder la propiedad, nadie puede transferir el dominio que no tiene.

2.º El precio debe consistir en dinero, pues si consistiese en frutos o en otra cosa cualesquiera, el contrato no sería de compra-venta, sino de permuta. Entiéndese por dinero toda mercancía, todo objeto que sirve de intermediario para los cambios; lo mismo, pues, puede consistir el precio en monedas de plata u oro que en billetes de banco, que en granos de cacao o pedazos de madera con una seña especial (clacos), como se usa en algunos puntos de América para las ventas de poco valor.

3.º Consentimiento: ya de éste hemos tratado en las lecciones anteriores.

2. Como en el contrato de compra-venta el interés es doble, como tanto el comprador cuanto el vendedor van a reportar utilidad del contrato, y como los derechos y las obligaciones son siempre correlativas, claro es que crea obligaciones que deberá cumplir el vendedor, y otras que afectan al comprador.

1.º Obligaciones del vendedor. Este debe entregar al comprador la cosa objeto del contrato, en la época y lugar convenidos, trasladándole la propiedad. Está obligado a pagar daños e intereses: 1.º Cuando el comprador es turbado en la quieta posesión de la cosa por causas que provienen de inseguridad en los derechos del vendedor. 2.º Cuando la cosa tiene algún vicio que se ha ocultado al comprador y que la hace impropia para el uso a que se la destina. 3.º Cuando se le ha asignado cualidades que no tienen realmente.

2.º Obligaciones del comprador. El comprador debe pagar el precio, cumpliendo con todas las condiciones estipuladas, tanto en lo concerniente a la época y lugar, cuanto a la clase y valor de la moneda. Ocasiones habrá, además, en que deba pagar intereses desde que entró en la posesión de la cosa si se constituyó en mora. Esta obligación es independiente de que la cosa produzca o no produzca frutos, porque desde el momento en que entró en la posesión, existe el uso útil o no de la cosa misma; y no es justo que goce a la vez del uso de la cosa y del del precio. Está, finalmente, obligado a recibir la cosa, y si no quiere, puede el vendedor depositarla a riesgo de aquel.

Objeto es de acaloradas discusiones el valor que debe darse a las promesas de venta; éstas son de distintas clases, según que se ha fijado o no precio, o según se trate de una promesa recíproca o simplemente unilateral.

Como la esencia del contrato de venta es que haya un doble acto de la voluntad, un doble consentimiento, nosotros nos inclinamos a creer que cuando no se ha fijado el precio, o cuando el propietario ha ofrecido vender, pero el comprador no ha aceptado el ofrecimiento, no hay verdadero contrato de compra-venta, y por lo tanto, no surgen obligaciones. Algunos consideran que existe venta en el caso de que la promesa sea unilateral, y que cuando menos habrá lugar a exigir daños e intereses.

3. La nulidad de la venta en que ha intervenido lesión no se apoya en el derecho filosófico, toda vez que la igualdad no es condición esencial de este contrato y cada uno tiene la libertad de valorar o de hacer de su cosa lo que quiera, siempre que no haya dolo, pues cuando éste interviene, la rescisión puede decirse que no reconoce como causa la lesión, sino que es un castigo impuesto al que ha faltado a la moral y ha vulnerado el derecho. Parece justo, a pesar de todo, que se dé lugar a la acción de lesión cuando hay una enorme diferencia entre el valor de la cosa y el del precio, mucho más si la lesión recae sobre el vendedor, porque éste puede verse obligado a vender, y el comprador, al hacerlo y sufrir una lesión, puede haber procedido por error.

Al dar reglas acerca de la lesión, la ley positiva ha de tropezar con un escollo, que consiste en la valoración de la cosa para poder deducir si ha habido lesión o no. Los autores, dividiendo el valor de la cosa en valor de utilidad, de afección y real, lejos de esclarecer la materia, la han hecho más oscura y más difícil de resolver.

4. Puede decirse que la PERMUTA, anterior a la compra-venta, es el contrato en que ésta tuvo origen; se define: un contrato por el que uno da a otro una cosa en cambio de otra. Este contrato tiene lugar en toda especie de cosas, siempre que los contratantes puedan disponer de ellas.

Según el derecho natural, no existe diferencia entre la permuta y la venta, porque el dinero no pasa de ser un objeto que se cambia por otro objeto, y por eso las mismas reglas rigen a ambos contratos.

5. La DIVISIÓN es un contrato en virtud del que, dos o más copropietarios pro indiviso, sustituyen una parte divisa a la indivisa que antes poseían.

Este contrato puede equipararse a la permuta, en que cada uno de los copartícipes abandona o cambia sus derechos al todo, por los que puede ejercer sobre una parte solamente, pero divisa y en plena propiedad.

Realmente puede decirse que hay una verdadera traslación de propiedad, puesto que durante la indivisión todos los copartícipes tenían derecho sobre la parte que a cada uno correspondía en propiedad, y hecha la división, este derecho corresponde a cada propietario exclusivamente sobre su parte.

6. DONACIÓN es un contrato por el que el donante da o promete dar gratuitamente al donatario, que la acepta, la propiedad de una cosa.

Este contrato, en el que tan claramente se manifiesta la voluntad del hombre, es de derecho natural, y se ha conocido en todos los pueblos y en todas las épocas.

Es indudable que para que exista donación es necesario el concurso de dos voluntades; no puede, por lo tanto, comprenderse sin la aceptación del donatario: así, pues, mientras que no existe la aceptación, sólo hay una promesa que el donante puede dejar de cumplir.

Algún filósofo ha opinado que el derecho natural no da acción al donatario para exigir del donador el cumplimiento de su contrato; pero teniendo en cuenta que, según aquel derecho, el hombre puede obligarse por un acto de su voluntad a todo aquello que es lícito, bien sea que acompañe a la obligación un título oneroso o un título gratuito, se comprende la inexactitud de la opinión expresada anteriormente.

7. Los autores suelen dividir las donaciones: 1.º, en donación inter-vivos; 2.º, donación por causa de muerte; 3.º, donación por causa de matrimonio; 4.º, donación entre los cónyuges; 5.º, donación de segundo matrimonio; 6.º, división de bienes.

1.ª La donación entre vivos, que es la más generalmente reconocida, no es otra cosa que la donación que hemos definido ya; por ella, el donante cede irrevocablemente su propiedad a favor del donatario desde el momento en que el contrato tiene lugar.

2.ª La donación por causa de muerte es aquella en que el donante se reserva el derecho de revocarla mientras viva. Dedúcese de la definición que esta donación no tiene un carácter definitivo hasta después de muerto el donante; por eso se considera revocada si el donatario muere antes que el donante.

3.ª Donación por causa de matrimonio es la que uno de los cónyuges hace al otro, o la que un tercero les ofrece con condición de que el matrimonio se efectúe. Diferénciase de la dote en que ésta tiene por objeto el sostenimiento de las cargas del matrimonio, mientras aquélla es sólo un estímulo para que el matrimonio tenga lugar. Considéranse generalmente como hechas a la mujer para que goce de ellas, en caso de enviudar o separarse del marido por divorcio, como una indemnización.

4.ª Entre los cónyuges; son las que los esposos se hacen entre sí, cuando ya el matrimonio existe; la ley las restringe por temor de que falte en ellas la libertad y que se hagan por sugestiones o amaños.

5.ª Donación de segundo matrimonio, la razón y la ley positiva restringen estas donaciones por temor de que con ellas se pueda perjudicar a los hijos del primer matrimonio, cuyo interés olvida el cónyuge superviviente movido por los halagos de la segunda mujer.

6.ª División, es la donación hecha por el padre que en vida divide sus bienes entre los descendientes como anticipando la sucesión. Las donaciones de esta especie puede decirse que tienen un carácter mixto.

8. Las donaciones entre vivos son siempre irrevocables; sin embargo, la ley ha creído que ciertas causas afectan de una manera tan profunda las relaciones entre donante y donatario, que deben serlo de rescisión de las donaciones; estas causas son:

1.ª Ingratitud del donatario. Esta causa de rescisión no tiene origen en el derecho natural: si el donatario es ingrato, si causa perjuicios al donante, el derecho exige que sufra una pena que indemnice esos perjuicios, pero no que pueda rescindirse el contrato. La ley positiva, sin embargo, ha creído, y con cierto viso de justicia, que en caso semejante debe suponerse una condición tácita resolutoria del contrato, o lo que es lo mismo, que la rescisión sea la pena de la ingratitud. La aplicación de esta teoría es difícil cuando se han creado derechos respecto a un tercero, que por la revocación pueden ser vulnerados y la razón aconseja que se respeten en perjuicio del donante.

2.ª Nacimiento de un hijo. Fácil es de comprender que esta causa de rescisión no se funda tampoco en el derecho natural: éste nos enseña que el hombre ama más profundamente al hijo que al extraño: pero de aquí no puede deducirse que el nacimiento de hijos sea causa para rescindir un contrato. Aceptando esta causa como rescisoria para la donación, debíamos aceptarla para todos los contratos que pudiesen perjudicar o empobrecer al hijo superviviente.

3.ª Cumplimiento de la condición. Esta causa de rescisión es común a todos los contratos. Si la donación se ha hecho con ciertas condiciones que debe cumplir el donatario y no las cumple, es natural que la cosa objeto de la donación vuelva al donante, porque el contrato deja de existir, puesto que su existencia dependía de una condición y ésta no se ha realizado.

9. MUTUO es un contrato por el que se da una cosa que se destruye con el uso, con la obligación de devolver otra de la misma especie.

El mutuo transfiere la propiedad de la cosa prestada; en efecto, el objeto de este contrato es que el que recibe la cosa use de ella, disfrute de ella, abuse de ella, esto es, la consuma, puesto que en las cosas dadas en mutuo es imposible el uso y el disfrute sin la destrucción de la cosa; ahora bien, como de la reunión de estos tres elementos se forma la propiedad, claro es que al trasmitirlos en el mutuo, se trasmite la propiedad de la cosa; verdad es que por el mismo contrato está obligado a devolver una cosa igual en especie y cantidad cuando pase el tiempo por que se verificó el préstamo; pero esta devolución en nada afecta al derecho de plena propiedad que sobre la cosa ejerce desde que entró en su poder hasta que devuelve otra equivalente. El mutuatario, como propietario de la cosa prestada, sufre todos los peligros de ella; así que, si perece antes de usarla, porque ya hemos dicho que el uso la hace perecer siempre, si perece, repetimos, antes de usar de ella, perece para él, que no por esto se librará de pagar, mejor dicho, de devolver el equivalente de la cosa al mutuante.

El más usual de los préstamos que nos ocupan es el mutuo de dinero o préstamo con interés, del cual tratan, no sólo el derecho racional y positivo, sino que también la economía política y la moral.

10. Una de las cuestiones más debatidas y cuya resolución caracteriza profundamente la diferencia de ideas que traen consigo los tiempos, es la de saber si es o no lícito, según la moral y el derecho, llevar interés por el dinero dado a préstamo mutuo. Durante toda la Edad Media, teólogos y moralistas han sostenido que el interés en el mutuo era inmoral329; los jurisconsultos, por el contrario, jamás han participado por completo de esta idea, y finalmente ha triunfado su opinión.

El derecho natural, lejos de condenar el interés en el mutuo, suministra razones poderosas para aceptarlo. En el mutuo, el mutuante se desnuda, se priva por cierto tiempo de la propiedad de la cosa dada en préstamo, para que otra persona, el mutuatario, la disfrute en plena propiedad y con todas las consecuencias de ésta; el contrato, pues, siendo gratuito, se traduce en una verdadera donación temporal de la cosa; además, por virtud del préstamo, el mutuante rinde un servicio al mutuatario, y nada más natural que el que se desnuda de su propiedad en beneficio de otro, pierde los derechos y goces que a la propiedad acompañan y presta un servicio, pueda, si quiere y si se ha contratado, sacar algún provecho de este servicio.

¿Qué razón puede haber para que uno arriende una casa mediante cierto precio, y no pueda señalar un precio también por el servicio que presta dando su dinero en mutuo? ¿No puede decirse que la dación en mutuo es una especie, aunque imperfecta, de arrendamiento del dinero o cosa fungible prestada? Téngase en cuenta que no hacemos más que una comparación entre el mutuo y el arrendamiento, pues ambos contratos se diferencian esencialmente.

Puede además considerarse el interés como una compensación del peligro que corre el mutuante de perder su capital por insolvencia del mutuatario.

Ha dominado de tal modo la idea sostenida en la Edad Media, de que el mutuo había de ser siempre gratuito, que las leyes positivas, lejos de suponer, como era natural y lógico, que en caso de no haberse estipulado nada debían pagarse intereses, supone, no estipulándose éstos expresamente, que el contrato es gratuito.

Usura puede decirse que es el interés excesivo que se lleva por el capital prestado en mutuo. La cuestión antes examinada de si podía llevarse o no interés en el mutuo, ha perdido en la actualidad gran parte de su importancia, pues por punto general nadie rechaza hoy el interés, pero en su lugar ha surgido otra nueva: es a saber, hasta qué punto pueda elevarse, y si el legislador tiene derecho a fijar un máximum. A la cabeza de los defensores de la usura puede colocarse al patriarca de los filósofos utilitarios, que ha escrito un tratado con ese objeto330.

Bentham aduce varias razones en favor de la usura, que, agrupadas, pueden comprenderse en los dos argumentos siguientes:

1.º El mutuo puede y debe considerarse como un arrendamiento del capital prestado, arrendamiento de la misma naturaleza que el de las demás cosas ¿qué razón hay, pues, para fijar límite al arrendamiento en un caso y no en los demás?

Podemos desde luego combatir esta proposición del filósofo inglés, diciendo que por más que el mutuo tenga algunos puntos de contacto con el arrendamiento, no puede decirse que ambos contratos sean una misma cosa; basta para comprenderlo así y para comprender que puede fijarse un límite al interés en el mutuo, y que es imposible fijarlo al precio del arrendamiento, tener presente que el primero recae siempre sobre cantidad determinada y que se valora fijamente; cien duros, doscientos, quinientos, serán siempre una misma suma, y siempre podrá valorarse el beneficio que produzcan: mientras el segundo versa sobre cosas de valoración casi imposible; en efecto, una casa, una heredad, un fundo cualquiera, son cosas cuya estimación, cuyo valor, cuyos productos son tan variables, que sería imposible, más que imposible, absurdo, el que la ley les señalase su precio en el arrendamiento.

Hay además otra razón de gran peso en contra del argumento de Bentham y en favor de la tasa del interés; en el arrendamiento, en la compra, en casi todos los contratos puede asegurarse que hay verdadera libertad en el consentimiento; el que arrienda, el que compra, lo hace verdaderamente porque le conviene hacerlo; el que toma a préstamo, por punto general no es libre; pesa sobre él casi siempre y coarta su libertad la ley fatal e imperiosa de la necesidad. En este contrato el capitalista impone su voluntad, y es preciso que exista algo superior a esa voluntad que salve de la ruina al que impelido por la necesidad se entrega en poder de la usura.

2.º La ley que prohíbe la usura, continúa diciendo el filósofo utilitario, lejos de proteger al mutuatario, le daña y perjudica, porque le quita o disminuye los medios de tomar a préstamo, y le obliga a pagar un precio superior al que satisfaría en otro caso. Tampoco este argumento tiene gran fuerza: 1.º, porque no se alcanza cómo la ley que prohíbe la usura, disminuye o quita al que necesita los medios de adquirir a préstamo, y 2.º, porque en todo caso el interés sería a lo más el mismo que si la ley no existiera, pero no mayor, como Bentham quiere demostrar.

La cuestión de si la ley debe o no fijar un límite a la usura, no está resuelta ni en teoría ni en práctica; que el derecho racional, sancionando en principio la libertad en los contratos, parece que no puede patrocinar las trabas impuestas al que comercia y granjea con su capital, es cosa indudable; pero que la ley positiva, en ocasiones, procederá justamente coartando esa facultad como medio de moralización y para evitar males graves y trascendentales, tampoco puede negarse.

11. Otra cuestión importante respecto al contrato que nos ocupa es la de saber hasta qué punto la alteración en el valor de la moneda deba influir en la devolución de la cantidad prestada. Dos clases de alteraciones puede tener la moneda: la una cuando se altera su valor nominal, como si el legislador decidiera que el escudo de dos duros valiera cuatro; la otra alterando su valor intrínseco y real, como si a la misma moneda de dos escudos se la duplicara la liga331.

Casi siempre la ley positiva quiere que el mutuante se considere pagado por el valor nominal de la moneda; así, por ejemplo, uno prestó a otro mil duros, y el legislador después hizo que cada peso valiese dos, o mezcló tanta liga a la plata que de un peso duro hizo dos, el mutuatario cumplirá con devolver mil pesos de moneda corriente, sin fijarse en su valor nominal ni en su valor intrínseco.

Pero esto, que puede legalizar la razón de Estado o la conveniencia de un país en circunstancias dadas, jamás podrá aceptarlo el derecho racional; según éste, el valor intrínseco, el valor real y efectivo de la cosa, será siempre el que deba devolverse en su día; porque a proporción que la ley o el valor de la moneda disminuyen, aumenta el precio de los artículos que el dinero proporciona, y no hay razón ni derecho para que el mutuante pierda en el cambio.

12. La LOCACIÓN y CONDUCCIÓN o arrendamiento es un contrato por el cual uno cede a otro por cierto tiempo y mediante un precio determinado, el uso de una cosa.

Hase suscitado la cuestión de si el precio ha de consistir precisamente en dinero o puede pagarse en frutos; nosotros creemos que bien consista en una cosa o en otra, bien se pague de una vez o en varias, esto no influye en la naturaleza del contrato; hay precio, esto es, se da un valor, sea el que sea, por el uso de una cosa; hay cosa susceptible de ser usada mediante un precio, pues existe el contrato de locación.

Algunos autores quieren que este contrato se resuelva en una venta de uso, y pretenden encontrar tantos puntos de semejanza entre la locación y la venta, que así tratan de confundir ambos contratos en uno. Esta opinión no puede ser aceptable; no se puede comprender la venta sin que haya una verdadera traslación de dominio, éste abraza el uso, el disfrute y el abuso de la cosa vendida; en el arrendamiento hay uso, hay disfrute de la cosa; pero el derecho de modificar la cosa, de cambiarla, de destruirla, que puede decirse es el verdadero carácter de la propiedad, sólo le tiene el dueño; podrá estar para éste en suspenso mientras dura el arrendamiento, pero nadie puede ejercerlo, y mucho menos el arrendatario.

Por más que entre el arrendamiento y la compra-venta se quieran señalar puntos de semejanza, es innegable que existen diferencias esencialísimas entre los dos contratos.

Verdad es que el alma de ambos es el consentimiento, que valiéndonos de la frase de escuela ambos son contratos consensuales, verdad es que en ambos intervienen además cosa y precio, que en ambos la primera ha de ser cierta, estar en el comercio, prestar utilidad; que en ambos el precio deberá ser verdadero, justo, cierto; pero todos estos puntos de contacto son secundarios, y se diferencian ambos contratos precisamente en lo esencial y característico de ellos.

Por el contrato de compra-venta se transfiere la cosa y en ella el derecho de propiedad que sobre la cosa tenemos; esta transferencia tiene el carácter de perpetuidad, y da al comprador la plenitud de los derechos señoriales; por el contrato de arrendamiento se cede una sola parte del derecho de propiedad, el uso y disfrute, y esta cesión es por tiempo limitado.

En el contrato de venta el vendedor se desnuda tan por completo de todos sus derechos dominicales, que desde el momento en que el contrato se verifica nada puede sobre la cosa; si ésta perece, perece para el comprador; si acrece, para el comprador es su acrecimiento; en el contrato de locación el arrendador continúa en el uso de sus derechos señoriales; si la cosa perece, perece para él; si la cosa acrece, para él son sus aumentos.

El comprador adquiere sobre la cosa un derecho real, mientras el arrendatario sólo adquiere un derecho personal, y no se diga que éste puede reclamar la continuación del contrato de cualquiera que ostente el carácter de dueño, porque esto no nace de la índole misma del contrato, sino de que, haciéndose por un término dado, mientras éste no espire, el arrendatario tiene el derecho de hacer que su personalidad se respete y sus derechos no se vulneren en lo más mínimo.

Otra cuestión que han suscitado los autores y en cuya resolución se apoyan para equiparar ambos contratos, es la de si el arrendatario podrá ejercer las acciones posesorias (interdictos). Nosotros creemos que puede ejercerlas sin que por esto la semejanza entre los contratos sea más real y efectiva. Que el arrendatario posee, ¡quién lo duda! Si no poseyera no podría usar y disfrutar de la cosa; posee porque detiene con el cuerpo, posee porque tiene el ánimo de detener corporalmente la cosa, si bien este ánimo no es el animus-domini del propietario o del que aspira a serlo, es el ánimo de poseer para otro, en beneficio de otro; pero la posesión no es la propiedad, y aunque de cierta manera se transfiere aquélla en el arrendamiento, no se transfiere ésta como en la compra-venta.

Que puede rescindirse el contrato por no pagar el precio estipulado, lo mismo en el arrendamiento que en la compra-venta; claro es, todos los contratos se rescinden cuando no se cumplen los términos. Pero en cambio el contrato de arriendo se rescinde por abusar de la cosa, y el de venta no; y esto es obvio, puesto que en el uno se ha transferido la propiedad y en el otro se presta solamente el uso, la posesión.

Por la misma razón, esto es, porque en el un contrato se transfiere la propiedad y en el otro el uso, la pérdida de la cosa en la venta no rescinde el contrato, ni su disminución o pérdida parcial disminuyen el precio estipulado cuando ambas cosas tienen lugar en el arrendamiento. ¿Y cómo podría ser de otra manera? En la compra-venta, el comprador, una vez satisfecho el precio y puesto en la posesión de la cosa, es el propietario, el señor, el dueño absoluto de la misma cosa; de tal manera, hasta tal punto se subroga al vendedor y anula su personalidad, que aquél deja de existir. En cambio en el arrendamiento el precio se paga por el uso, por el disfrute de la cosa; no puede usarse la cosa, se hace infructífera, perece, pues perece, pues se hace infructífera para su señor, y, por lo tanto, el arrendatario que no puede llenar el objeto del contrato, cesa en las obligaciones que de él emanan.

Consecuencia también de la doctrina sentada es que si la cosa deja de producir naturalmente, pero sin hacerse infructífera, el arrendatario está obligado a pagar el precio, pues del mismo modo que si naturalmente los productos de la cosa duplicasen, el arrendador no podrá percibir doble precio, no debe sufrir pérdida en el caso de disminución natural ya indicado.

13. COMODATO es un contrato en virtud del que uno cede a otro gratuitamente el uso de una cosa, que deberá devolver pasado cierto tiempo.

El comodato se diferencia esencialmente del mutuo:

1.º, En que el objeto del primero sólo pueden ser cosas ciertas, mientras el otro puede recaer sobre cantidad y género; habrá, sin embargo, que atender, para clasificar un préstamo de mutuo o de comodato, no sólo a las cosas que sean objeto del contrato, sino a la voluntad, a la intención de los contratantes.

Nunca aparece mejor definida la diferencia, en cuanto al objeto del contrato, que cuando se presta dinero; y sin embargo, casos habrá en los que un préstamo de dinero sea, por la voluntad de las partes, un verdadero comodato. Veámoslo: se me presta una onza de oro para que use de ella, la consuma y devuelva al cabo de cierto tiempo igual cantidad; éste será un mutuo, tanto por el objeto del préstamo cuanto por la voluntad de los contratantes; pero se me presta la misma onza para usar de ella enseñándola a una persona, para constituir con ella un depósito, bajo condición que se ha de devolver la misma moneda; en este caso, por razón del objeto, el préstamo debería ser mutuo, pero la voluntad de los contratantes le hace comodato.

2.º En el comodato no se transfiere la propiedad de la cosa como en el mutuo; por lo tanto, el comodatario no puede enajenar, ni destruir, ni consumir la cosa, sino usar de ella conforme a la intención del comodante y a los términos del contrato, debiendo devolverla en esencia y tal cual la recibió, sin poderla reemplazar por otra del mismo género.

3.º Este contrato es tan esencialmente gratuito, que, si se pacta precio, deja de ser comodato y se convierte en arrendamiento.

El comodatario estará obligado: 1.º, a cuidar de la cosa como si fuera suya propia; 2.º, a no usar de ella sino dentro de los términos del contrato; 3.º, a devolverla al espirar el término por que se le prestó; 4.º, a soportar los gastos naturales de la cosa, invertidos en alimentación, conservación, etc.

Suscítase la cuestión de si en el caso de que el comodante necesite de la cosa dada en comodato antes de que espire el término por que se concedió, podrá exigirla del comodatario; la razón, la equidad y la justicia responden afirmativamente. En efecto, este contrato es esencialmente gratuito; en él todas las ventajas son para el comodatario, y no se comprende que el comodante deba además sufrir el perjuicio que le ocasionaría, en circunstancias dadas, el hallarse privado de reclamar su cosa.

Otra cuestión importante es la de si la cosa dada en comodato perece en poder del comodatario, pero sin culpa suya, quién deberá soportar la pérdida.

La legislación romana, seguida generalmente por casi todas las de los pueblos modernos, consecuente con el principio de que res perit domino, declara siempre libre de toda responsabilidad al comodatario.

Algunos filósofos modernos creen, por el contrario, que la cosa perece para el comodatario, que deberá indemnizar al comodante.

Otros, en fin, adoptan una opinión media, y dicen: en el caso de que la cosa debiera perecer, ya estuviera en poder de su dueño o en el del comodatario, perece para aquél; pero si, aunque sin culpa de éste, la cosa perece por consecuencia del uso que se hace de ella en virtud del comodato, entonces la cosa no perece para el comodante, sino para el comodatario, que deberá indemnizarle.

14. DEPÓSITO es un contrato por el que uno entrega a otro cierta cosa para que la custodie hasta que le sea reclamada.

Divídese el depósito en tres clases, a saber:

1.º Depósito voluntario: contrato nacido de un acto voluntario de dos o más personas, de las que unas entregan y otras reciben la guarda y custodia de una cosa. Este contrato es gratuito y de plena confianza.

2.º Depósito necesario: llamado por algunos autores miserable, que tiene lugar cuando, apremiados por alguna calamidad, entregamos nuestra cosa a unas personas que ni escogemos ni conocemos muchas veces, por lo que la ley positiva se ocupa de él para asegurar la restitución de la cosa depositada.

3.º Depósito judicial: es el decretado por el juez, cuando cree que de este modo se asegura la existencia de la cosa litigiosa, que podría destruirse o perderse si continuaba en poder de uno de los colitigantes.

15. SOCIEDAD, es un contrato en virtud del que dos o más personas se reúnen uniendo al par su capital y sus fuerzas individuales para conseguir un fin común y superior al que individualmente pudieran realizar.

El contrato de sociedad, así como las inmensas ventajas que puede proporcionar, fueron desconocidas de los pueblos de la antigüedad, y esto se comprende, teniendo en cuenta el carácter materialista y de aislamiento individual de aquellas civilizaciones.

En la Edad Media, el contrato de sociedad comenzó a adquirir gran importancia y a ser uno de los más poderosos auxiliares del comercio, de la industria y de la vida de las naciones.

La asociación en la época moderna puede decirse que es el alma del mundo; a ella indudablemente se deben hoy los grandes adelantos, los inmensos pasos que los pueblos han dado en las vías de la civilización y del progreso moral, científico e industrial, y los que han de dar aún en lo sucesivo.

El contrato de sociedad ostenta distintas formas, conformes con su diferente organización y la extensión del objeto que se propone realizar; las principales formas que puede presentar, son:

1.º La sociedad universal, en la que dos o más personas aportan en común todos sus bienes, excepto los que puedan recibir por herencia, que casi todas las legislaciones declaran no comprendidos en el contrato.

2.º La sociedad especial o particular, en que el objeto es hacer una operación prescrita de antemano.

3.º La sociedad colectiva, en la que los coasociados garantizan solidariamente con todos sus bienes los resultados de la gestión social.

4.º La sociedad en comandita, en la que los socios aportan una cantidad y responden solamente de ella.

5.º Las anónimas, en las que todos los socios tienen el mismo carácter que los comanditarios, y la sociedad es regida por un gerente que administra como mandatario de todos los demás.

Este contrato se disuelve y termina por las causas generales de disolución que son comunes a todos los contratos, y además por causas especiales nacidas de su índole particular, y que tienen, por lo tanto, su razón de ser en la esencia del mismo contrato.

Si, generalmente hablando, la sociedad nace del concurso de voluntades para un objeto dado, todo cuanto tienda a romper la armonía que debe reinar entre los socios es causa bastante de disolución del mismo contrato; así, pues, podemos decir que lo terminan especialmente:

1.º La muerte de uno de los coasociados. Basta fijar la consideración en el contrato que nos ocupa; basta tener en cuenta que la mayor parte de las veces se constituirá, más que por otra consideración, por la puramente personal de cada uno de los socios, para comprender que la muerte de uno de ellos deberá disolverlo; en efecto, entre los consocios supervivientes y los herederos del socio premuerto puede no haber los lazos especiales que entre éste y aquéllos existen. Claro es que ni en las sociedades comanditarias ni en las anónimas tiene esto lugar, porque, tanto en las unas como en las otras, la personalidad del socio entra por muy poco en la constitución social, y además los comanditarios no llevan la gestión.

2.º Lo dicho antes basta para convencernos del por qué la separación de uno de los coasociados disuelve la sociedad, ni podría existir confianza ni armonía cuando uno de los miembros de la sociedad debiese continuar en ella por fuerza y contra su voluntad; pero es también necesario tener presente que lo dicho no tiene lugar: 1.º, cuando la sociedad se ha establecido por un tiempo fijo y determinado; 2.º, cuando es para un determinado negocio; 3.º, cuando se trata de sociedades comanditarias o anónimas; 4.º, cuando la separación se hace con el objeto de perjudicar a los demás consocios; 5.º, cuando la separación es dolosa y tiene por objeto aprovecharse el socio que se separa de un negocio que debía ser común.

Como la base del contrato de sociedad es la igualdad, los beneficios o las pérdidas que de él resulten deben repartirse con igualdad entre los coasociados; pero es necesario tener presente que esta igualdad, para ser justa, no puede ser absoluta, sino relativa; y esta relación nace de la representación que cada miembro de la sociedad tiene en ésta, representación que no sólo la constituye el capital material, sino la inteligencia, el trabajo de dirección y demás condiciones morales de los asociados a quienes suele llamarse socios industriales.

Necesario es también tener presente que lo dicho se entiende como regla general de razón y de derecho, en el caso en que la manera de dividir los beneficios y las pérdidas y la proporción con que esto deba hacerse no se haya estipulado y puesto por condición en el contrato, porque debemos tener muy en cuenta que en los contratos será siempre ley lo que los contrayentes, usando de su libre voluntad, estipulen, mientras que no se oponga a la razón y al derecho natural.

El contrato de sociedad tal cual le acabamos de examinar es sólo la manifestación positiva del derecho de asociación relativamente a un solo fin de la vida, pero puede extenderse a todos los que el hombre está llamado a realizar, ya sean parciales e individuales, ya sean generales o universales; así, pues, en todas las apariciones del ser humano puede realizarse la asociación, así para cumplir fines puramente materiales, como puramente espirituales o mixtos.

La instrucción, la moral, el derecho pueden ser objetos de la asociación; para cada manifestación puede haber una forma especial de asociación determinada que la favorezca y perfeccione ampliando más y más la esfera de acción de cada una.

La familia es la forma primordial, y en verdad sea dicho la más amplia de toda asociación y la que envuelve, por lo tanto, y de una manera admirable todas las manifestaciones del ser, así espirituales como materiales o mixtas y verdaderamente humanas.

El estudio de la familia nos proporcionará el de las bases de toda asociación, sea el que sea su carácter, su fin o su objeto.




ArribaAbajoLección X

Realización del derecho absoluto en el concreto.-De las obligaciones.-Contratos


SUMARIO.

1. Contratos que obligan a la prestación de un hecho.-2. Arrendamiento de obras.-3. Mandato.

1. Terminado el examen de los contratos cuyo objeto es la realización de un derecho, trataremos de los que tienen por objeto un hecho y sólo obligan a practicar algunos determinados.

2. El primero es el ARRENDAMIENTO DE OBRA, por el que una persona se obliga a hacer un trabajo mediante un cierto precio.

Al examinarlo, según el derecho racional, debemos fijarnos: 1.º En su esencia y origen. 2.º En sus condiciones.

El hombre es libre; su libertad, reflejándose en la actividad del ser humano, hace que éste pueda obrar libremente dentro de la esfera de la ley y del derecho; cuantos actos practique en ella que contribuyan a la realización de su destino general, de los fines parciales que le constituyen, o a la realización del de sus semejantes, son lícitos; tiene además la obligación de dirigir su actividad a la realización de ese destino individual y propio, y no entorpecer la de sus semejantes, que es parte integrante del general y universal. Cuando uno quiere aprovechar la actividad de otro, explotar, digámoslo así, esa misma actividad en su provecho, es preciso que recurra a una convención, que pida el empleo de esta actividad en su beneficio, y que el que va a prestarla consienta en ello por su libre voluntad: el origen, pues, del arrendamiento de obra puede decirse que está en la libertad individual del ser humano. El carácter esencial de este contrato, no sólo es el que la forme el consentimiento, sino el que haya un cambio recíproco de servicios.

Pueden señalarse como condiciones esenciales de este contrato: 1.ª Que recaiga siempre sobre hechos. 2.ª Que éstos sean lícitos. 3.ª Que sea personalísimo. 4.ª Que deba mediar siempre precio o merced.

1.ª Condición. Si el contrato no recae sobre un hecho podrá ser arrendamiento; pero no lo será de obras o trabajos, sino de cosas.

2.ª Que los hechos sean lícitos, porque ni la razón, ni el derecho, ni la ley positiva pueden autorizar actos que no lo sean, que estén prohibidos por la moral, por la ley o por el derecho; poco importa que presten o que no presten utilidad; son lícitos, pueden ser objeto de este contrato; son ilícitos, no puede sobre ellos recaer convención, porque la utilidad jamás será base para la justicia.

3.ª Qué sea personalísimo; cuando contratamos una obra, un hecho, un servicio cualquiera, es porque creemos que la persona con quien formalizamos el contrato puede hacer esa obra, prestar ese hecho o realizar ese servicio tal cual nosotros deseamos, porque creemos tener seguridad o garantía de su acierto; por eso ese contrato termina siempre por la muerte del que arrendó sus servicios.

Pero ¿qué deberá decidir el derecho en el caso de que el encargado de practicar el hecho a que el contrato se refiere, no quiera verificarlo? Que todo el poder del hombre es impotente contra la voluntad negativa del hombre, es una verdad que no admite duda; para el que se obstina en no hacer, todas las coacciones son vanas; así, pues, en el caso que nos ocupa la ley sólo puede resolver la cuestión por medio de otra de daños y perjuicios.

4.ª ¿El precio deberá consistir en dinero, o en cualquier otro objeto? Según hemos dicho ya, siempre que medie estipulación, siempre que el contrato no sea gratuito, importa poco que el precio consista en metálico o en otro objeto cualquiera.

¿Podrá contratarse un arrendamiento de servicios para toda la vida del que ha de prestarlos? Según el derecho natural, el hombre es libre de aplicar su trabajo y su inteligencia como mejor le acomode; pero la ley positiva deberá ser más severa en este punto, para evitar que un contrato semejante pueda degenerar en una especie de esclavitud.

3. La multitud de necesidades que la vida de relación crea, la diversidad de actos que en ella deben realizarse, son causa de que en muchas ocasiones tenga el hombre que valerse de un tercero para poder realizar hechos que no le es dado cumplir por sí mismo.

El MANDATO, pues, es una convención en virtud de la que una persona encarga a otra, que lo acepta y sustituye su personalidad, la gestión de un negocio determinado.

Entre el mandato y la locación de obra hay tantos puntos de contacto y relación que no es muy fácil distinguir el un contrato del otro. De ambos surge la necesidad de practicar los hechos objeto del contrato; sobre hechos exclusivamente versan los dos; ¿en dónde, pues, está la diferencia? Unos han querido señalarla en que el mandato debe de ser gratuito, y la locación de obras no; pero como por punto general rara vez el contrato que nos ocupa deja de ser retribuido, los que en el precio hallaban la diferencia siguen sosteniendo que éste en la locación es verdadero precio, mientras en el mandato es merced u honorario; la distinción es tan sutil, que no puede aceptarse. El contrato será gratuito u oneroso, y nada importa que el pago que le hace oneroso se denomine salario o merced, jornal u honorario. Hay remuneración, es locación de obra, no la hay, será otra clase de contrato.

La diferencia esencial que distingue el mandato de la locación de obra no debe buscarse en su condición de oneroso o gratuito, sino en una más alta esfera; al encargar a otro que realice un hecho, hay que tener en cuenta: primero, si ese hecho es de tal naturaleza que debía y podía ser realizado por el mismo que lo encarga; y segundo, si hay sustitución de personalidad.

Podía el hecho verificarse por el mandante, debía éste por sí verificarlo, hay mandato; no podía, mejor dicho, no estaba de cierta manera obligado a practicarlo, pues hay locación; se ha sustituido la personalidad de manera tal, que el que deba practicar el hecho revista la máscara jurídica del que se lo encarga, hay mandato; sucede lo contrario, pues el contrato es locación de obra.

El mandante contrae obligaciones; por una parte, con el mandatario; por otra, con las personas con quienes el mandatario ha contratado en nombre de aquél.

Respecto al mandatario, está obligado a indemnizarle de todos los gastos, de todas las pérdidas que haya podido ocasionarle la gestión, a satisfacerle honorarios, si los trabajos del mandatario pueden apreciarse o si se han estipulado. El derecho natural que valora y aprecia como un bien el trabajo del hombre, no presume jamás que el ejercicio de ese trabajo, de esa actividad, pueda ser gratuito; el derecho positivo en general, que partiendo casi siempre de un principio materialista, aprecia en más las cosas que la actividad e inteligencia del hombre, ha considerado casi siempre gratuito el mandato, a no ser que al contratante se haya puesto como condición que debiera ser retribuido.

Obligación del mandante con las personas que contrataron con el mandatario: aquél está obligado a cumplir lo que estipuló éste, puesto que representaba su persona. Exceptúase el caso en que el segundo haya extralimitado sus poderes.

El mandatario está obligado sólo con respecto a su poderdante, y la obligación consiste en ejecutar la misión que se le ha confiado y ha aceptado, fielmente y con arreglo a las instrucciones del mandante, dando cuenta, una vez terminado el encargo.

No tiene obligación ninguna con el que contrató con él, puesto que venía representando una personalidad distinta de la suya, excepto en el caso en que haya obrado en nombre propio o prestado una garantía personal.

El mandato se extingue: 1.º cuando se ha cumplido su objeto; 2.º por la muerte del mandatario, puesto que es un encargo de pura confianza; 3.º por la revocación; si el mandato es gratuito, no puede suscitarse cuestión; pero si en él interviene precio o merced, el mandatario deberá ser retribuido en justa proporción a sus trabajos; 4.º por renuncia del mandatario, siempre que esta renuncia no pueda causar perjuicios al mandante.

Siempre que el mandato cesa por muerte o renuncia del mandatario o por revocación, es válido cuanto se ha hecho hasta el momento en que terminó por las dos primeras causas, o en que se supo la revocación por el tercer contratante.




ArribaAbajoLección XI

Realización del derecho absoluto en el concreto.-De las obligaciones.-Contratos


SUMARIO.

1. De los contratos accesorios. Contratos de garantía.-2. Fianza.-3. Prenda.-4. Hipoteca.-5. El Seguro.

1. Al par de los contratos que existen por sí, sin hallar en otros su razón de ser ni depender de otros, suelen existir contratos accesorios, secundarios o de garantía, dependientes de convenciones o de contratos anteriores o preconstituidos.

Su índole especial, su esencia, consisten en que no pueden existir por sí, en que necesitan que otro contrato haya nacido antes que ellos para darles vida; en que están ligados de una manera tan estrecha a esos otros contratos, que cuando se modifican o se extinguen o varían de forma, aquéllos también se extinguen, pierden su razón de ser.

Tres son los contratos accesorios o de garantía, a saber: 1.º, la fianza; 2.º, la prenda; 3.º, la hipoteca; aunque algunos añaden como cuarto miembro a esta división el contrato de seguros, que tanta importancia y extensión ha adquirido en los tiempos modernos; éste puede en muchos casos ser un contrato principal.

2. La FIANZA es un contrato en virtud del que un tercero responde del cumplimiento de una obligación en el caso de que éste no se efectúe por el principal obligado. Dedúcese de la definición que la fianza no puede existir sin que antes se haya verificado una convención, haya nacido una obligación; la fianza no es exigible, ni produce efectos sino en el caso en que la obligación principal no se cumpla; en fin, se extingue por sí misma, ipso facto, en el momento en que la obligación principal se modifica y muere.

Este es de todos los contratos de garantía el más natural, el más sencillo y el más antiguo; porque antes de que los pueblos primitivos se fijasen en el suelo, antes de que la propiedad se estableciese sobre sólidas bases, antes que las cosas tuvieran un valor determinado para que la prenda o la hipoteca pudieran constituirse, aparecía la palabra del hombre, la fe del hombre que prometía, y a ella únicamente podía y debía acudirse para buscar mayor seguridad a la obligación contraída; la historia del desenvolvimiento del derecho en todos los pueblos comprueba que así ha sucedido.

De la fianza nace una obligación del fiador (fidejusor) con respecto al acreedor, y otra del deudor respecto al fiador.

El fiador está obligado a pagar si el deudor no lo verifica; pero como obligado, secundaria y subsidiariamente no debe ser requerido al pago hasta que el acreedor haya tratado de obtenerlo del deudor principal sin resultado: y si a él se acudiera antes, tendrá el derecho de exigir que el acreedor se dirija contra el primer obligado, derecho que es renunciable como la mayor parte de los que se llaman positivos.

Si hay varios fiadores, la razón enseña que cada uno será responsable por la parte alícuota que le corresponde; y si el acreedor se dirige contra uno para reembolsar la totalidad de la deuda, éste podrá exigirle que divida la acción entre los cofiadores, excepto si cada uno se ha obligado separadamente y por el todo.

El derecho natural hace responsables a los herederos de la obligación que pesa sobre el fidejusor, porque de la misma manera que continúan su personalidad para disfrutar los beneficios, deben continuarla para sufrir las cargas.

El deudor estará siempre obligado a pagar al fiador cuanto éste haya satisfecho por capital, intereses o gastos: la fianza se ha verificado a petición del deudor y para favorecerle, y no puede desconocerse la tácita convención, el lazo de derecho que entre él y el fiador se ha creado.

Si la fianza ha tenido lugar ignorándolo el deudor, unos quieren que el pago sea considerado como una tácita donación, mientras otros hacen nacer la obligación en favor del fiador de un cuasi contrato, parécenos que el derecho racional debe sancionar la primera opinión.

La fianza, como contrato accesorio, termina por todas las causas que concluyen el contrato principal, pues no existiendo éste, deja aquél de tener vida, y además, por causas que le son especiales: así, pues, terminará: 1.º, si el acreedor remite la caución, en cuyo caso queda subsistente el contrato que le dio origen, pero no el de garantía; 2.º, si el acreedor se convierte en heredero del deudor o del fiador; 3.º, si el deudor hereda al acreedor; 4.º, si el fiador se hallare en el mismo caso.

3. CONTRATO DE PRENDA es aquel por el cual el deudor da al acreedor, en seguridad de la deuda, una cosa, que deberá restituirle una vez pagada íntegramente aquélla. Como eminentemente accesorio no puede existir sin una obligación principal a que sirva de garantía.

El acreedor tiene derecho: 1.º, a conservar en su poder la cosa dada en prenda mientras exista la deuda; 2.º, a venderla caso de no ser satisfecha la obligación principal; 3.º, a cobrarse del precio de la cosa, entregando al deudor solamente el resto; 4.º, a cobrar los gastos hechos en la conservación de la cosa.

El derecho de prenda es indivisible en cuanto a que la prenda responde de la totalidad del crédito, de modo que no por pagar el deudor una parte puede exigir que se le devuelva parte igual de la prenda.

El deudor tiene derecho a exigir del acreedor que una vez solventada la deuda con intereses e impensas le devuelva la cosa dada en prenda.

4. La HIPOTECA, que realmente puede considerarse sólo como una variedad del contrato de prenda, tiene lugar siempre que el deudor da al acreedor como garantía de la obligación el derecho de cobrarse sobre el valor de un inmueble determinado. Como en todos los contratos, debemos examinar: 1.º, su esencia; 2.º, su justificación racional; 3.º, sus condiciones y especies.

La hipoteca, como la fianza, como la prenda, es un contrato accesorio y secundario que sólo existe como seguridad y garantía de una obligación preexistente. El carácter esencial y distintivo de este contrato consiste, por una parte, en que sólo puede recaer sobre la propiedad inmueble del deudor; y por otra, en que éste no se desnuda de ninguno de los derechos a la propiedad anejos, ni siquiera temporalmente de la posesión; grava la cosa haciéndola responsable de la obligación principal, disminuyendo así de cierta manera sus derechos señoriales, en tanto, en cuanto no puede desprenderse de la cosa, sin que la acompañe el gravamen de la hipoteca, como una carga real que pesa sobre la finca; pero, por lo demás, el deudor continúa poseyéndola, disfrutando de ella y de lo que produzca, pudiendo venderla, cederla, donarla, etc., aunque siempre con la responsabilidad indicada.

También es esencial a la hipoteca el que dé un carácter de preferencia al acreedor, que le hace de mejor condición que a los demás, y el que la hipoteca siga a la cosa, aunque ésta cambie de dueño; esto es, que por virtud de ella la obligación toma el carácter de un derecho real.

Los que niegan a la hipoteca toda justificación racional, se fundan: 1.º, en que no se comprende cómo una simple convención, sin que la acompañe la entrega y apoderamiento de la cosa, puede dar al acreedor, un derecho real a perseguir la deuda sobre la cosa, hállese donde se halle, esté en manos de quien esté; y 2.º, en que no es justo que el deudor sea árbitro de dar la preferencia a un acreedor sobre los demás.

Esto no es bastante para destruir el carácter racional de la hipoteca, ya porque la voluntad libre y manifestada con conciencia, es la única base de la fuerza obligatoria de los contratos, puesto que los actos puramente materiales, como la entrega de la cosa y otros, sólo pueden considerarse como formas externas adoptadas por la ley positiva, jamás como elementos originarios del contrato; ya porque no hay razón que condene el contrato, porque da preferencia a un acreedor sobre los demás, toda vez que precisamente eso sucede con todos los contratos de garantía.

Las condiciones esenciales que hacen de la hipoteca un elemento de confianza y una verdadera garantía, consisten en su publicidad y fijeza; es decir, en que puedan ser conocidas de todo el que lo desee o lo necesite, la situación y cargas que pueden pesar sobre una finca, y que haya un registro donde todas las vicisitudes de la propiedad inmueble se anoten de una manera fija e indeleble; mientras estas dos condiciones no se reúnan y sean la base del sistema, no puede haber seguridad de parte del acreedor, ni la hipoteca puede producir al deudor todos los beneficios que la ley ha querido proporcionarle. Así solamente puede cesar el foco inmenso de inmoralidad, de dolo y de fraudes que las hipotecas ocultas mantenían constantemente. Casi todas las legislaciones modernas han modificado sus sistemas hipotecarios, adoptando como base de la reforma las enunciadas condiciones y creando así con el crédito hipotecario una nueva y riquísima fuente de riqueza, de industria, de progreso y de perfeccionamiento332.

Divídense las hipotecas en distintas especies, según las causas o actos que le han dado origen, y que pueden surgir de la convención, de la ley, o del mandato judicial. Hipoteca convencional, es aquella que nace de un acto libre y voluntario del hombre en virtud del que grava su propiedad a la seguridad de un crédito dado.

La hipoteca común, legal, debe su origen a la ley positiva que la crea en favor de ciertos acreedores, y a quienes por causas especiales quiere otorgar este privilegio. Generalmente se han concedido a la mujer, al menor, al incapacitado; y sin que nosotros neguemos que la ley haya sido justa en algunas ocasiones, no podemos menos de condenar esta clase de hipotecas por lo que tienen de ocultas, y porque éstas y no las convencionales son las que más se prestan al fraude y al dolo de un deudor de mala fe333.

La hipoteca judicial ha sido muy combatida, y desechada en muchas partes, por no hallarse razón plausible de que baste a crearla el solo hecho de una sentencia judicial. Ésta sólo demuestra si había o no derecho de parte del acreedor para exigir de su deudor el pago; pero en manera alguna para obtener un derecho de preferencia sobre los demás acreedores.

5. El contrato de SEGUROS, nacido en la moderna civilización, y que aún no ha adquirido todo su desarrollo, es un verdadero contrato de garantía; pero no siempre es accesorio, no siempre es secundario, a veces tiene existencia propia; las leyes positivas aún no han legislado sobre él, y puede decirse que sólo es objeto de la legislación mercantil de los pueblos modernos. Que está dentro de la esfera del derecho natural, es una cosa indudable.

Su objeto puede decirse que no es la cosa asegurada, sino más bien el peligro de perderla; así es que la prima del seguro, más que en consideración a la cosa, se da en consideración al peligro que la cosa corre. Celébrase este contrato prometiendo uno cierta suma, en que se estima el valor de la cosa asegurada, caso de que perezca, y otro un precio (prima) como pago del seguro. El seguro es actualmente objeto del profundo estudio de los filósofos, de los jurisconsultos y de los economistas, pues todos ven en él un campo inmenso que la ciencia debe conocer y cultivar.




ArribaAbajoLección XII

Realización del derecho absoluto en el concreto.-De las sucesiones


SUMARIO.

1. De las sucesiones. Su origen.-2. Es de derecho natural o de derecho positivo. Opiniones.

1. El hombre, en todas sus manifestaciones, revela su voluntad, la modifica, crea y destruye las relaciones de derecho positivo y las consecuencias que de ellas surgen; su actividad incansable, mientras alienta, crea relaciones, las modifica, las hace desaparecer por una serie constante de actos siempre voluntarios, siempre libres, inteligentes siempre: hemos visto legitimado este movimiento, porque el hombre es un ser esencialmente activo, progresivo, libre e inteligente; pero toda esta actividad, todo este movimiento, le producía el hombre mientras vivía, mientras gozaba sobre la tierra de una existencia real y positiva. Hay, sin embargo, actos productores también de derechos, modificadores de derecho, que producen, que modifican, que extinguen derechos cuando el hombre ya no existe, cuando su voluntad no puede expresarse ni imponerse.

El DERECHO DE SUCESIÓN, esto es, la manifestación de la voluntad del hombre, cuando el hombre no tiene ya voluntad; el acto por virtud del cual el hombre crea derechos, modifica derechos y destruye derechos, precisamente cuando su personalidad se pierde para la esfera de acción del derecho, cuando ha dejado de existir, es un estudio de gran importancia.

Difícilmente se presentará teoría en que más evidente resplandezca la espiritualidad del hombre, que la de sucesión; los actos a que ella se refiere, los derechos que de ella van a surgir, no comienzan a ser, no tienen fuerza, sino desde el momento en que el hombre no es, desde el momento en que la voluntad no existe; ¿cómo, pues, se concibe, que actos y derechos que surgen de la voluntad no se extingan con ella?

Si considerásemos al hombre como un ser cuya vida fuera eminentemente física y terrena, cuyas manifestaciones fueran puramente materiales, los actos de su voluntad terminarían con su vida material y terrena, no dejaría su tránsito por la tierra más que las huellas del pasado; pero el hombre es algo más que materia que siente; es espíritu, y el espíritu es eterno, imperecedero, inmortal; si sólo fuera materia, todo concluiría con la materia; pero el espíritu se impone para lo porvenir, y hace que el hombre viva de cierta manera aun después que su existencia material ha terminado. La genuina, primaria, manifestación de esta vida prolongada, la hemos visto en la familia que liga al hombre que fue con el hombre que es y con el hombre que será; la segunda en la nación; la tercera la veremos en las sucesiones. La primera puede decirse que se refiere a las manifestaciones y relaciones individuales, la segunda a las colectivas, la tercera abraza ambas, y las tres, coronadas por la ciencia, hacen que el espíritu del hombre sobreviva largo tiempo a la cubierta material que le envolviera.

Pero ¿qué es el derecho de sucesión? El derecho de sucesión no es otra cosa más que la manifestación expresa o presunta de la voluntad del hombre, que perpetuando su personalidad y trasfiriéndola dispone lo que ha de hacerse después de su muerte. Como la misma definición nos indica, al estudiarlo debemos fijar: 1.º, su origen; 2.º, su extensión y límites; 3.º, sus formas y modo de ser.

Objeto de grandes controversias y de opiniones sostenidas con calor ha sido el fijar el verdadero origen del derecho de suceder. Unos quieren hallarlo en el derecho racional, mientras otros creen que es sólo de derecho positivo.

Cada una de estas opiniones responde a una de las dos grandes escuelas que se han dividido el dominio de la ciencia: la espiritualista sostiene la primera, la materialista defiende la segunda; y ¡cosa rara y digna de estudio! mientras más ha dominado el materialismo en los pueblos y en las civilizaciones, más fuerza ha tenido el derecho de sucesión en el derecho positivo, y es que entonces se ha partido de un punto de vista puramente material y socialista, pero que daba inmensa fuerza a la familia, a saber: del derecho de propiedad que sobre ella tenía el jefe: ¡cuán cierto es que en el desenvolvimiento y marcha providencial de la humanidad, las causas más opuestas producen a veces idénticos resultados!

Los que sostienen que el derecho de sucesión es de pura creación positiva y no tiene su base en el derecho natural, se fundan: 1.º, en que los padres tienen la obligación de alimentar a los hijos, mas no de dejarles nada a su muerte; 2.º, en que la voluntad del hombre no puede ejercerse ni producir efectos cuando éste ha dejado de existir; 3.º, en que el derecho de propiedad, como todos los derechos individuales, se extingue con la vida del que lo disfruta, y por lo tanto revierten a la sociedad. Las razones en que se apoyan los adversarios del derecho de sucesión no son sólidas, ni, por lo tanto, aceptables.

Cierto que la obligación natural, sagrada, inalienable de los padres es alimentar a los hijos, y concedamos por un momento que no exista en aquéllos la obligación de dejarles nada a su muerte; ¿podremos deducir de aquí que el derecho de disponer de esos bienes para después de la muerte no exista? ¿Que no sea de derecho natural? No, ciertamente; lo único que esa teoría dice, es, que el padre sólo está obligado a alimentar a sus hijos, no a dejarles nada para después que su vida haya terminado; concedámoslo por un momento, concedamos que el padre no está obligado a dejar nada a sus hijos, ¿quiere decir esto que no pueda disponer de sus bienes? No; en buena lógica, esto quiere decir que el padre tiene una obligación menos, pero no un derecho menos; que, como señor absoluto de sus cosas, no está obligado a proceder sino en virtud de su libre voluntad, y que podrá dejarlas a quien mejor le parezca; pero aceptada la obligación de alimentar a los hijos, ¿dónde está su término, cuál es su límite racional? ¿es sólo la edad del hijo? Supongámoslo así y supongamos al propio tiempo que esa edad sea cualquiera; supongamos que un padre teme morir antes que su hijo llegue a la edad en que esa obligación se extingue, y que le deje un capital para ese caso, ¿esto no será cumplir con la obligación que los adversarios de las sucesiones le reconocen? ¿Y qué es esto más que usar del derecho de sucesión?

Además, al considerar esta cuestión por el prisma del derecho natural, no podemos hacerlo concreta, casuísticamente y en un momento especial, sino en general, en abstracto; la cuestión debe plantearse de esta manera: «El derecho de sucesión ¿es de derecho racional o de derecho positivo?» O en otros términos, y entramos a analizar el segundo miembro de la anterior división: ¿la voluntad puede obrar y producir efectos cuando el hombre ha dejado de existir?

Para los partidarios de las escuelas materialistas que niegan al hombre todo cuanto no es la existencia física, que niegan el derecho natural, el de sucesión es creación de la ley positiva; y sin embargo, ciertas escuelas alemanas que se dicen eminentemente espiritualistas, han defendido que todos los derechos y obligaciones del hombre terminan con su existencia, y que, por lo tanto, las sucesiones no pueden realmente aceptarse como de derecho natural.

Planteada así la cuestión, examinemos las razones en que la apoyan.

Sostienen por una parte que el hombre sólo tiene derechos, sólo ejercita los derechos en tanto en cuanto existe; sólo se obliga, sólo puede exigírsele el cumplimiento de una obligación mientras vive; por otra, en que rompiendo la muerte todos los lazos que le ligan al mundo, no pueden existir los que se indican como origen racional del derecho de suceder, que son el cariño a la familia y los lazos que ésta representa; puesto que el derecho, la obligación, nacen de la voluntad del hombre, se sostienen por la voluntad del hombre, los modifica la voluntad.

Nosotros hemos rechazado ya esta teoría; nosotros hemos dicho que no puede comprenderse el derecho sino como una noción superior a la voluntad del hombre, anterior a ella, independiente de ella, y por lo tanto, llamada a sobrevivirla, por más que esa voluntad del ser humano, libre e inteligente, tome una parte activa en la realización del derecho.

El hombre, al realizar el derecho, no sólo tiende al cumplimiento de su fin y destino individual, sino al del fin y destino general de sus semejantes. La terminación de su existencia, su muerte, podrán, y esto no siempre, extinguir las obligaciones y los derechos eminentemente personales y que se refieran a su destino individual; pero no los que se rocen con su vida de relación y con el destino general de sus semejantes.

Para estos derechos, para estas obligaciones, la personalidad del hombre se prolonga, y como ésta lo abraza todo, como no se puede comprender esta continuación de personalidad sin que alcance a sus bienes, la sucesión viene a realizar esa personalidad, continuándola más allá del sepulcro.

El hombre contrae una obligación por virtud de la que se relaciona con otro hombre; del cumplimiento de ella depende que éste realice una parte de su destino; pero el obligado muere; ¿podrá creerse que la obligación se haya extinguido? Sí, cuando tenga un carácter tan personal que sólo el que la contrajo pueda cumplirla. No, si puede ser cumplida por otro.

El derecho de propiedad, dicen, como todos los derechos individuales, se extingue con la vida del que le disfruta para revertir a la sociedad; por lo tanto, el derecho de sucesión no puede existir, puesto que no siendo más que el de transmitir la propiedad para después de la muerte, y extinguiéndose aquélla con la vida del propietario, falta la materia sobre que la sucesión pueda recaer. Al ocuparnos de la propiedad demostramos que uno de los caracteres esenciales de ella era la perpetuidad, sin el que no podemos comprenderla ni comprender sus modificaciones ni la mayor parte de sus efectos.

Por punto general, los que sostienen que las sucesiones se fundan en el derecho racional, buscan el apoyo de su opinión más bien en causas secundarias y en hechos aislados, que en la manera de ser esencial del hombre y del derecho. Creen unos que la universalidad con que en todos tiempos y por todos los pueblos se ha venido practicando la sucesión es prueba suficiente de que radica su origen en el derecho racional. Esta razón carece de fuerza; en primer lugar, porque se aduce una serie de hechos como elemento generador de un derecho, y hemos dicho y repetimos, que jamás los hechos, por numerosos y repetidos que sean, pueden dar origen al derecho; en segundo, porque de que una institución haya sido generalmente admitida, jamás podrá deducirse que sea justa ni legítima: la esclavitud, entre otras muchas iniquidades, ha sido reconocida y aceptada por el mundo entero durante muchos siglos, y sin embargo, ¿quién se atreverá a decir hoy que la esclavitud es siquiera tolerable ni en la moral ni en el derecho?

Tampoco pueden legitimarse las sucesiones en el cariño que liga a la familia, porque este hecho sólo es aplicable a casos dados, pero no probará que el hombre pueda siempre disponer de sus cosas para después de la muerte.

No es su origen una compensación de la servidumbre en que está la familia respecto al padre, porque esta servidumbre es un abuso de la ley positiva; en manera alguna un derecho.

En fin, no es aceptable la opinión que busca el origen de las sucesiones en la legítima esperanza que las familias deben abrigar de continuar gozando del bienestar que la fortuna del jefe les proporcionaba.

El derecho de sucesión es una consecuencia de los derechos de personalidad y de propiedad, y en ellos está su verdadero origen; ellos son los que han de legitimarlo.

Una de las más esenciales diferencias que existe entre el hombre y los demás seres físicos y sensibles, es la de que en éstos todo es efímero, pasajero y del momento, mientras en aquél, por razón de su espiritualismo, todo tiende a perpetuarse.

El hombre nace en la familia, vive en la familia y para la familia; la familia es el primer elemento de vida social, de vida de relación; por ella el hombre perpetúa su personalidad, y en efecto, jamás la personalidad humana puede considerarse ni aparece a nuestros ojos sola y aislada, sino siempre ligándose en fuerte no interrumpida relación con los demás hombres, formando parte integrante del destino general de la humanidad; por lo tanto, los movimientos todos del hombre, como tienden a crear relaciones y lazos de unión, a la realización de un destino general, ostentan cierto carácter de generalidad y de perpetuidad que no podrían existir si la muerte fuese en el hombre el término de todo; ambas condiciones se cumplen, porque la muerte, al extinguir la personalidad física del hombre, no extingue su personalidad moral ni su personalidad de derecho.

El hombre además cuenta entre sus derechos primarios y absolutos el de apropiación, y la condición de éstos es ser superiores al hombre e independientes hasta cierto punto de su voluntad, manifestándose además con el carácter de perpetuos: hagamos temporal la propiedad, y dejará de serlo para convertirse en mera detentación de la cosa, en una posesión incompleta; ¿y cómo podemos comprender la perpetuidad en el derecho de propiedad, si solo se la concedemos al hombre mientras vive?

El hombre imprime su personalidad a las cosas que se apropia de una manera firme e indeleble tal que las sigue siempre y con un poder omnímodo sobre ellas; por eso su voluntad puede modificarlas, cambiarlas, destruirlas; por eso puede pesar sobre ellas hasta el punto de imprimirles carácter para un porvenir ilimitado; por eso puede hacer que sobre ellas grave su personalidad aun después que ha dejado de existir; por eso puede poner en plena propiedad a otro en virtud del derecho de sucesión.

Los derechos de propiedad y de sucesión están tan íntimamente relacionados entre sí que no pueden existir el uno sin el otro; suprímase el derecho de propiedad y no podrán trasmitirse las cosas que poseemos a nadie; obraremos sobre ellas solamente de un modo temporal y efímero; nuestra personalidad será puramente física; quitad al hombre el derecho de disponer de sus cosas para después de su muerte y habréis destruido el derecho de propiedad y la personalidad humana.

En efecto, si el hombre sólo es propietario de las cosas mientras vive, no sólo no podrá darlas a otro por sucesión, sino que hasta los contratos todos traslativos de propiedad tienen que ser temporales; porque no se concibe que uno pueda trasladar a otro sino los derechos que posee, y como el derecho de propiedad se extingue con la vida del propietario, sólo mientras éste viva podrá aquélla producir sus consecuencias: hoy el propietario vende una finca, esta venta le desnuda de sus derechos, que pasan íntegros al comprador; y como en el primer propietario (vendedor) el derecho era perpetuo, con esta misma calidad pasa a aquél. Pero el vendedor no tiene más que un derecho de propiedad temporal y efímero: temporal y efímeramente pasará al comprador. La perpetuidad, pues, que acompaña como condición esencial de todos los derechos absolutos a los de personalidad y propiedad, puede decirse que es la base de derecho natural que tiene el de sucesión.

Entiéndase bien que hablamos del derecho de sucesión en general como la consecuencia de la personalidad y libertad humanas, como consecuencia también del derecho de propiedad; que no nos fijamos en las formas diversas que ese derecho ostenta. El hombre, en uso de su personalidad, de su libertad y del derecho de propiedad, puede disponer de lo que le pertenece en pleno dominio, no sólo mientras viva, sino aun para después de su muerte; de qué manera, en qué forma, eso, que veremos después, importa poco ahora.

La negación del derecho a disponer de la propiedad para después de la muerte, es el primer paso que se da para llegar al comunismo. Una vez arrancado a la propiedad su gran carácter de perpetuidad, deja de ser un derecho absoluto, y es muy fácil combatirla y destruirla.




ArribaAbajoLección XIII

Realización del derecho absoluto en el concreto.-Proceso histórico del derecho de sucesión


SUMARIO.

1. Se presenta obedeciendo al egoísmo y a la fuerza.-2. Al espíritu de familia y político.-3. Al espíritu racional y de justicia.

1. Las sucesiones en su proceso histórico han pasado, como todas las instituciones, por fases distintas, que partiendo del más rudo materialismo, le han ido acercando poco a poco a la razón y a la justicia.

La historia primitiva de todos los pueblos nos demuestra que el derecho de sucesión, durante ese período, era un privilegio del más fuerte; por eso la mujer jamás continúa la personalidad del que muere, jamás hereda los bienes del padre, que pasan al hijo varón, y a falta de éste al hermano o pariente más próximo, que asumiendo con los bienes la personalidad del que ha muerto, se constituyen en jefes de la familia.

Esta primera manifestación de las sucesiones es eminentemente material; en ella el derecho se otorga exclusivamente al hombre porque es el ser que representa la fuerza, el poder físico, la materia; se excluye a la mujer: 1.º, porque la mujer en esos tiempos no era nada, o mejor dicho, era una cosa que estaba siempre bajo la propiedad del hombre, y por lo tanto, incapaz de tener personalidad propia, ni de adquirirla por la voluntad de otro; 2.º, porque la mujer era objeto de herencia, y como las demás cosas que formaban parte del patrimonio del jefe de la familia, pasaba a ser propiedad del que le sustituía.

2. Este estado puramente material de los tiempos primitivos, en que sólo la fuerza física impera, no podía ser duradero; la familia, esa institución santa, ese elemento poderosísimo y providencial de civilización y de progreso, debía modificarlo, y lo modificó en efecto; no se crea, sin embargo, que el tránsito fue rápido ni decisivo; no se crea que vamos a pasar del dominio de la materia al del espíritu en un solo momento; que en la vida de la humanidad los progresos son siempre lentos, penosos siempre.

El lazo que el amor crea en la familia comienza a revelarse uniendo con fuerza extraordinaria los elementos de ésta, haciendo de la propiedad un patrimonio común, del que todos estaban llamados a gozar; de la familia una persona jurídica que no se destruía mientras hubiera quien la sustentara. La mujer entraba a gozar su parte en los bienes de la familia, pero sólo mientras a ella pertenecía, perdiendo todos sus derechos en el momento en que salía de ella para entrar por el matrimonio en la familia de su marido, esto es, desde que perdía la personalidad de la familia en que nació, para entrar en otra que le daba nombre, estado y carácter; y que esto era así, que ésta era la razón por que a la mujer se la privaba de la herencia de sus padres cuando se casaba, demuéstralo que igualmente perdía la herencia el hijo que se separaba, por la emancipación, de la familia, o que por la adopción entraba a formar parte de otra nueva.

La Edad Media ostenta un carácter singularísimo; impregnada aún de la savia materialista de la Edad antigua, siente circular por sus venas la nueva sangre que el Cristianismo le ha infiltrado. La mujer se ha elevado al nivel del hombre; la familia ha revestido el carácter eminentemente moral que la religión de Cristo le imprimiera; los lazos que unen a los individuos en su seno se fortifican, y las sucesiones se presentan como uno de los elementos de perpetuidad y unión de esa misma familia, base y cimiento de todo orden social.

Como medio de conseguirlo, aparecen los mayorazgos, las legítimas, las reservas, los retractos gentilicios y otras instituciones que tienden a dar fuerza a la unión familiar, haciendo que los bienes no se dividan, sino que permanezcan siempre en una sola mano. Que este sistema tenía un fin altamente moral, y que en más de una ocasión lo realizó, es indudable; pero como los medios de que se valió eran puramente materiales, tuvo que ceder muy pronto el puesto, impelido por el progreso de la civilización.

3. El aumento del comercio y el de las necesidades verdaderas o ficticias abriendo nuevas vías a la actividad del hombre, hicieron por una parte que las familias se disgregasen, por otra que los lazos puramente materiales que unían a los elementos componentes de ella, manteniendo la unidad patrimonial en los bienes, fuesen no sólo insuficientes, sino perjudiciales e injustos, por oponerse a la igualdad, verdadero derecho del individuo en la familia, base firmísima de ésta.

La variedad que surge de una división igual entre los miembros de aquélla, sustituyó a la unidad antigua; la cohesión entre los individuos que la componen nace, no ya del interés, sino del cariño, elemento eminentemente moral y cuyo origen está en la naturaleza espiritual del ser humano.

Las sucesiones cambian por completo; el derecho de primogenitura, base de ellas en la Edad Media, deja de serlo, y en su lugar se entroniza el principio de igualdad, fundado en que todos los elementos componentes de la familia tienen iguales derechos como hombres, e iguales títulos al cariño y protección del jefe de ella.

Que éste fue un gran paso de progreso, es indudable; destruyó la desigualdad enorme que existía en el seno de la sociedad doméstica, dio movimiento a la riqueza, y aumentó su valor, extendiendo los efectos del trabajo individual.

La civilización moderna tiende por medio de las sucesiones a la división de la propiedad, a aumentar el número de propietarios, y con ellos la suma de la riqueza pública.




ArribaAbajoLección XIV

Realización del derecho absoluto en el concreto.-De las sucesiones


SUMARIO.

1. De la sucesión de los descendientes.-2. De la de los ascendientes.-3. De la del cónyuge.-4. De la del hijo natural.-5. De la de los parientes colaterales.

1. La ley, al señalar las formas externas de la sucesión, ha debido, según hemos dicho, partir de lo que la razón y el derecho natural dictan, teniendo en cuenta que el ejercicio de este derecho tiene por base la voluntad libre del hombre; que una vez reconocida esta voluntad como base del derecho, se necesita relacionarla con otros elementos que imprimen carácter y dirección a la voluntad libre, y ha buscado esos elementos en el amor y en los lazos que unen a las familias.

El hombre parece como que concentra todo su cariño en sus hijos, que son los que han de continuar naturalmente su nombre, su personalidad moral y jurídica, cuando él haya dejado de existir: que cuando faltan los hijos, y con ellos el amor a la descendencia, éste se concentra y dirige hacia aquellos que nos han dado el ser, que nuestros primogenitores en el mundo han formado nuestro corazón, ilustrado nuestra inteligencia, dado carácter a nuestra personalidad; finalmente, cuando el hombre carece de ascendientes y descendientes, sus afecciones parece deben dirigirse a los parientes colaterales más próximos.

De esta teoría han partido la mayor parte de las legislaciones positivas, para colocar en primer lugar la sucesión de los descendientes, en segundo la de los ascendientes, en tercero la de los colaterales; en cuarto la del cónyuge superviviente, y últimamente la del hijo natural.

Las sucesiones abrazan de cierta manera la manifestación individual y la manifestación colectiva del hombre; son una consecuencia de los derechos de personalidad y propiedad, que por medio de ellas se perpetúan; y como la naturaleza, al ligar al hombre en la familia, al extender la vida de relación a la sociedad en general, lejos de debilitar los lazos familiares, los engrandece y fortifica, y como es indudable que estos lazos son más fuertes cuando se refieren al padre respecto de sus hijos; como éstos necesitan más de la protección y amparo de los que les dieron el ser, y en fin, como sean los que más natural y lógicamente deben continuar la personalidad de sus padres, por eso la razón, el derecho natural y el derecho positivo de casi todos los pueblos del mundo, han dado el primer lugar en el orden de suceder a los hijos y descendientes.

Varias importantes cuestiones se presentan a nuestro estudio respecto a este orden de sucesión; en primer término está la de saber si el derecho otorgado por la ley a los hijos y descendientes respecto a sus ascendientes, es o no contrario al de libertad, que es una de las bases en que el de sucesión se asienta.

En efecto, si el hombre puede disponer de sus bienes, no sólo porque es propietario de ellos, sino porque es libre, toda restricción de ese derecho de propiedad y de libertad será injusta y contraria al derecho racional; pero debe tenerse en cuenta: 1.º, que los derechos primarios, aunque absolutos en su esencia, no lo son en su aplicación terrena, porque la hace un ser limitado; y 2.º, que siendo el hombre un ser complejo, en cuya acción se adunan multitud de elementos varios, no puede estudiarse ni comprenderse bajo un solo aspecto y punto de vista exclusivo y determinado; ser libre y voluntario, se ve ligado en el ejercicio de su libertad y voluntad por la ley suprema del deber y por las obligaciones que de ella surgen. Esta ley eterna es la que coarta la libertad del padre para disponer de sus bienes cuando tiene hijos; ella es la que templa y modifica esa misma libertad.

¿Cuál deberá ser el límite de la restricción? Esta es la cuestión que en segundo término se presenta, y cuya solución, por lo mismo que es más práctica, es más difícil. Parece indudable que la ley positiva no debe encadenar por completo la libertad del hombre; que el derecho natural aconseja que el deber en este caso se enseñe, pero no se imponga; mas en cambio la naturaleza misma nos indica qué circunstancias, en alto grado atendibles, hacen que el hombre no deba olvidar nunca a aquellos seres que de él recibieron la existencia, y tal vez jamás pueden necesitar tanto de sus cuidados, que cuando él no existe, ni puede, por lo tanto, tender sobre ellos su mano protectora.

La ley positiva debe, hermanando el principio de libertad con el deber de familia, adoptar aquél como base y punto de partida, y disminuir todo lo posible las restricciones.

No es menos grave cuestión de saber si la división de los bienes quedados por la muerte del jefe de la familia debe hacerse con igualdad, o si habrá algún ser privilegiado en el seno de ella que deba ser en absoluto el continuador de la personalidad de aquél; en una palabra, si sobre el principio de igualdad debe colocarse el derecho de primogenitura.

Esta cuestión ha sido debatida con gran calor por publicistas distinguidos; los unos se han declarado partidarios del sistema de primogenitura, defendiéndolo aún a nombre de la libertad y de la civilización; los otros le han combatido a nombre de las mismas ideas.

Los primeros aducen como prueba: 1.º, que en Inglaterra, en el país de la verdadera libertad política, el derecho de primogenitura es la gran base social de esas mismas libertades; 2.º, que tiende a despertar el amor al trabajo en provecho del comercio y de la industria; 3.º, que se opone a la subdivisión de la propiedad, tan fatal a la preponderancia de los pueblos; 4.º, que siendo las sucesiones de derecho positivo, éste puede reglamentarlas como mejor le convenga.

Los partidarios del derecho de igualdad dicen: 1.º, que un ejemplo sacado de lo que se hace en un pueblo, por muy importante que éste sea, no puede jamás aducirse como una razón de justicia y de derecho; 2.º, que en la mayor parte de los casos, sepultando en la miseria a multitud de individuos y privándoles de los medios de ilustrarse e instruirse, producirá un resultado enteramente opuesto al que sus defensores preconizan; 3.º, que la subdivisión de la propiedad, lejos de ser un mal, es un bien de alta importancia, porque mientras mayor sea el número de propietarios, mayor también será el de los hombres interesados en el bien de la patria; 4.º, que en todas las instituciones debe colocarse la razón y la justicia por cima de la ley positiva.

El proceso histórico del derecho de sucesión, al indicar cuáles fueran su origen y fundamento, demuestra cómo, dominado el mundo por el materialismo, nació la primogenitura y se excluyó de la sucesión del padre a todos los hijos, excepto al mayor; pero muy especialmente a las hijas.

Pero como el gran elemento de justicia que debe buscarse en el seno de la familia es la realización del derecho de igualdad, porque se trata de seres que tienen unidad de origen, que ostentan unos mismos derechos, y que, por lo tanto, deben ser tratados igualmente, no con esa igualdad cuantitativa y esencial que afecta a los seres puramente sensibles, sino con la única aplicable al ser humano, con la igualdad relativa, que componiéndose de desigualdades parciales, forma la igualdad absoluta.

Y como jamás el tiempo ni el espacio podrán modificar ni destruir lo que está basado en el derecho; o los hijos le tienen a los bienes del padre o no le tienen; si lo primero, este derecho es igual para todos y no puede vulnerarlo el que uno haya nacido antes y otro después; si no le tienen, entonces el padre podrá hacer de sus bienes lo que guste, y dejarlos, por lo tanto, al mayor o al más pequeño de sus hijos.

El ejemplo de Inglaterra nada nos dice por cierto: en primer lugar, porque es un hecho, y jamás los hechos pueden considerarse como generadores de derecho; en segundo, porque se trata de un país egoísta y en el que la utilidad se sobrepone a la justicia.

El amor al trabajo, a la ciencia, los progresos de la industria, de las artes, del comercio, ni se alientan con la opresión, ni se despiertan con la miseria; la ilustración, la moralidad, la instrucción, son las únicas verdaderas fuerzas impulsoras de esos progresos, de esos adelantos. La necesidad, aguijón supremo de los seres puramente físicos, es un elemento de acción muy secundario en el hombre. Colocad a éste en la precisión de pensar constantemente en la necesidad de buscar por medio del trabajo el sustento día por día, momento por momento, y vivirá sólo físicamente, sólo día por día, sólo momento por momento. Los grandes progresos, los grandes adelantos de la humanidad se han hecho en los intervalos de ocio de ésta, cuando ha descansado, cuando ha dormitado, digámoslo así, la materia, para que el espíritu esté en vigilia y en actividad. Los pasos de adelanto y de progreso del hombre individuo, se hacen también cuando sobre la materia se sublima el espíritu por medio del descanso de aquélla. ¡Ah! El obrero inglés, la máquina animada que por espacio de catorce o diez y seis horas anuda hilos de algodón, y descansa de su penosa tarea reclinado apenas el cuerpo sobre la dura tierra, muy rara vez se levantará hasta legar su nombre a los siglos venideros. Franklin es una excepción en la vida de la humanidad.

La subdivisión de la propiedad territorial aún no ha podido definir la ciencia si es un bien o si es un mal para los hombres y para los pueblos.

Creemos, pues, que la igualdad debe considerarse como uno de los elementos necesarios y esenciales del derecho de sucesión.

2. Examinada la sucesión de los descendientes, pasemos a ocuparnos de la de los ascendientes.

Se ha creído generalmente, y no sin falta de razón, que cuando el amor no puede descender por no haber hijos en quienes se fije, asciende, y que, por lo tanto, fundándose el orden de sucesión en el amor de la familia, a falta de descendientes deben heredar los ascendientes.

Hemos dicho generalmente, porque creemos que esa teoría del amor descendiendo, ascendiendo y extendiéndose, no siempre es exacta. Verdad es que no puede existir un orden más natural de sucesión que aquel por cuya virtud nuestra propiedad pase a los descendientes; cuando éstos faltan y sólo quedan ascendientes, también parece natural que éstos sean los que continúen la personalidad del difunto; pero podrá ocurrir en muchas ocasiones que haya personas cuyo cariño sea muy superior al que profesamos a los ascendientes, y sobre todo a los parientes más lejanos, y que con justicia deben ser antepuestas a éstos. ¿Quién puede dudar que siempre el cónyuge superviviente debía ser preferido en el orden de sucesión a los parientes colaterales, y muchas veces a los mismos ascendientes?

3. El amor al cónyuge casi siempre es muy superior al que se profesa a los parientes, y a veces igual al que suele unirnos a los ascendientes; pero hay más; desde el momento en que el hombre establece economía aparte, sus bienes se separan por completo de los de sus ascendientes, y éstos no pueden contar con ellos; por el contrario, esos bienes forman la masa de propiedad de la nueva familia, y de ellos disfrutan los cónyuges: por la muerte de uno de ellos nada pierden sus ascendientes, cuando el cónyuge supérstite lo pierde todo, y está muy expuesto a pasar en un momento dado de la comodidad a la miseria.

Estas razones acrecen en importancia cuando se trata de la mujer; de la mujer, cuyos derechos son en general y como consecuencia de antiguos hábitos, de pasadas creencias y de disposiciones legales de los tiempos que fueron tan poco considerados por la ley positiva; en efecto, la mujer, al casarse, puede decirse que aporta a la sociedad conyugal un capital representado por su belleza, por sus virtudes y por la parte de inteligencia y de administración doméstica que debe ejercer en la casa; cada día que pasa significa para ella una pérdida en su belleza y en su juventud, y al faltar su marido, cuando tal vez le sea imposible volver a establecerse, no halla la menor compensación a esa suma de trabajo, de belleza y de juventud perdidas.

Además, su economía y sus cuidados por la familia y por la casa son indudablemente un aumento al capital del marido, que debiéndose a ella, va a ingresar íntegro en poder de quienes no han hecho lo más mínimo para acrecerlo. Finalmente, la mujer por el matrimonio entra a gozar de todos los bienes que el marido puede proporcionarle, y una vez roto el matrimonio por la muerte de aquél, la mujer lo pierde todo y puede encontrarse sumida en la pobreza.

Tal vez sea España el único pueblo del mundo donde se haya comprendido toda la profundidad de las razones que dejamos apuntadas, y donde, si bien se sigue la regla general que pospone al cónyuge a los ascendientes y colaterales, la institución altamente filosófica de los gananciales evita la injusticia de la disposición legal334.

Otros seres a quienes sin razón, en nuestro concepto, se pospone a los ascendientes son los hijos naturales, que por haber nacido de una unión ilegítima, no dejan de ser hijos, descendientes directos del causa-habiente de la herencia. La ley positiva parece que en este caso, posponiéndolos a los ascendientes, ha querido imponer una pena al padre por la unión ilegítima contraída, y buscado en esto un elemento de moralización para la familia; sólo en este sentido es aceptable la disposición de la ley, pero ni aun así es en derecho racional aceptable; pues la razón y el derecho natural no pueden ver en el hijo natural mancha alguna, ni castigarlo por un crimen que no ha cometido y del que es completamente irresponsable, y realmente esta pena más recae sobre el hijo que sobre el padre.

No hallamos en el derecho natural razón bastante a legitimar el derecho de sucesión más allá de los hermanos en la línea colateral, porque creemos que, fuera de éstos, los lazos familiares son muy tenues y que fácilmente se quebrantan.