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- XVII -

«Esas gentes»


Que Irene andaba mal de salud, con fuertes jaquecas y grandes trastornos del estómago, y que por eso no había ido a la estación a recibirlos a ellos, ni se les había presentado después en las tres, o cuatro visitas que la habían hecho; que en estas tres o cuatro ocasiones ni Petrilla ni su madre parecían «las de otras veces», por su sequedad de frase, su actitud violenta y su falta de ingenuidad en cuanto hacían o trataban; que don Roque no daba pie con bola delante de ellos, y torpe y desconcertado como nunca, se emperraba en corregir cada atrocidad de las que se le escapaban, con otra de mayor calibre; que reía sin ton ni son hasta por lo que era más digno de ser deplorado, y se estremecía de pies a cabeza en cuanto le nombraban o nombraba a su egregio amigo, que estaba para llegar de un día a otro; que les había puesto su carruaje «a la orden,» y todas las mañanas les enviaba al hotel alguna cosa de regalo: flores, hortalizas raras o merluza fresca, pero en cantidades enormes; y, en fin, que el pobre hombre, en hechos y en palabras, estaba fuera de sus quicios, y además muy ojeroso, macilento y sobresaltado.

Evidentes y notorios eran todos éstos y otros muchos síntomas tan anormales como ellos en la familia Brezales. Pero ¿y qué? La duquesa vieja, desde las alturas en que tenía el castillo de sus vanidades, no alcanzaba a ver esas pequeñeces que se arrastraban entre el polvo vil de los bajos suelos que no hollaban sus pies; y si las columbraba por casualidad y se dignaba parar la atención en ellas, las daba todas las interpretaciones imaginables menos la verdadera. Los duques jóvenes todo lo hallaban adecuado a las circunstancias: lo menos que podía sucederle a una modesta y oscura familia provinciana, a la cual se la dispensara de golpe y porrazo el honor de entroncar con otra de lo más ilustre y resonado de Madrid, era aquello; es decir, la enfermedad de la novia, y el atolondramiento y el marasmo de todos los de su casa. En cuanto a la «espiritual» María, habitaba en el mismo empingorotado e inaccesible castillo de su madre, y además no tenía punto de sosiego para detenerse a considerar mezquindades del vulgo con la guerra que la daba Ponchito, empeñado en ser dulzón y pegajoso con ella, cuando ella le quería para usos y destinos muy diferentes.

Pero Nino, que, con excepción de su padre, era entre todos los de su casta el que menos turbia veía la realidad de las cosas, por no ser miope del entendimiento ni tenerle ofuscado por el relumbrón de ciertas pompas, y con mayor motivo en casos como aquél, que tan particularmente y en lo vivo le interesaba, cogiendo hilos y atando cabos llegó a caer muy pronto en la cuenta de que en aquella familia pasaba algo que tenía mucho que ver con él y con los risueños proyectos que su padre le había pintado a dos dedos de realizarse; y que ese algo era de tal monta, que había trascendido fuera de los linderos del hogar. Y creía él que había trascendido tanto, porque sus íntimos de la crema, y sus amigas de la playa, y el azucarado cronista de la Estafeta local de El Océano, los mismos gomosos y gomosas que a su llegada de Madrid, de palabra y en letras de molde, le habían colmado de zalamerías y de plácemes, en atrevidas y bien transparentes metáforas, por el acordado suceso que parecía ser del dominio público, al día siguiente de llegar cesaron de mencionársele. Pero ¿qué más? Las tres cotorras de Sotillo, las mujeres más charlatanas de este mundo, que daban lo imposible por hacedero y lo hacedero por consumado en su vicio de hallar temas de expansión para su fiebre de juicios y comentos, al visitar a su familia a los dos días de llegada, hablaron de todo lo imaginable menos de ello; y eso que él estaba presente, y, de propio intento, porque ya comenzaban a inquietarle las aprensiones, les puso el cebo tentador delante de la lengua. Pues huyeron de él como unas condenadas, después de contemplarle de reojo. Y tras esta prueba tan concluyente, pasaron más días con el caso siempre perdido entre misterios en derredor de Nino, y siempre enferma e invisible Irene para él, y su padre turulato, y su madre hecha una esfinge, y la locuaz y bullanguera Petrilla, muda y recelosa y alarmante.

Apurando más la materia de sus recelos, y exprimiendo y comparando síntomas y cataduras, llegó a ver claro que en el conflicto o dificultad, o lo que fuera aquello que ocurría en el seno de la familia de don Roque Brezales, éste se encontraba en desacuerdo con todos los demás; y, colocado ya en estas alturas, y siéndole bien notoria la fatuidad del pobre hombre, y recordando que él solo era quien había negociado con su padre aquel arreglo, con afirmaciones tan extrañas para Nino como la de que Irene se había calado intenciones que jamás le pasaron por las mientes, sin gran esfuerzo de su dialéctica se plantó con los supuestos en medio de la verdad.

Admirado de que las gentes de su familia no hubieran caído en las mismas sospechas, sacolas a relucir él en ocasión de hallarse todos reunidos; pero ninguno participó de sus aprensiones. No le disgustó la discrepancia, aunque no se la fundaron en razones sólidas; porque el corazón humano es así. Sin embargo, como en aquel asunto se interesaba la cabeza más que el corazón, Nino insistió en su tema cada vez que el ajetreo de visitas, de baños y de correspondencia epistolar en que vivían sus gentes, le ponía a tiro de su palabra a alguno de ellos; pero nadie le hacía caso. Entonces resolvió escribir a su padre cuanto le estaba pasando, para que viniera apercibido; mas todos, unánimemente, se apresuraron a quitárselo de la cabeza. Si había algo, él lo desvanecería con un soplo en cuanto lo notara; y si no lo había, ¿a qué molestarle ociosamente?

Nino se sometió a este dictamen, que resultó cuerdo por casualidad; y así fue pasando, entre serias dudas y ligeras esperanzas, hasta que ocurrió el encuentro de que dio noticia a Irene su hermana, según se ha visto en el capítulo anterior.

-Pues si Irene -pensó Nino al oír lo que de ella le decían doña Angustias y su hija en aquella ocasión,- enferma e invisible para mí desde que vine, sana hoy de repente y se deja ver de todo el mundo, y esto me lo cuentan tan frescas y campechanas estas mismas señoras que ayer hacían de ello misterio impenetrable y tenebroso, ¿por qué no he de creer yo que anduve equivocado en mis supuestos, y que nada tiene que ver conmigo lo que tan malos ratos me está dando?

Y hétele ya tan satisfecho y a punto de pensar que todo ha sido mera alucinación de su fantasía, y que las cosas estaban dónde y cómo debían estar y se las había pintado a él en Madrid su padre.

Con estas ilusiones, que el más inaprensivo se habría forjado en su lugar; un terno de color de lila, corto de mangas y ancho de perneras; un sombrerete de cazo, del matiz del vestido y casi sin alas, y unos brodequines tan grandes, tan gordos y tan groseros de forma como lo permitía la costumbre entre los galanes distinguidos y elegantes de entonces... y de ahora, tras una larga batalla, reñida sin gran fruto en el campo de su tocador contra la roña de sus dientes y el despoblado de su cabeza y otras máculas y deformidades que la naturaleza y el mal vivir habían impreso en lo más visible de su persona, a las seis de la tarde estaba llamando a la puerta de don Roque Brezales para cumplir la oferta que por la mañana había hecho en la calle de la Negra a doña Angustias y a Petrilla, que por cierto la habían oído como una amenaza.

Un poco le temblaba el pulso y le latía el corazón al llamar... ¡a él! ¡a Nino Casa-Gutiérrez! ¡al mozo despreocupado y corrido aristócrata del gran mundo!... ¡y a las puertas de una sencillota provinciana! Pero, como él se decía al notar el fenómeno: «hay que considerar la importancia de esta visita con relación a los planes que me sacaron de Madrid, y lo que ha estado sucediéndome desde entonces hasta hoy en esta casa. Es el asunto éste a manera de premio gordo escapado de las manos y casi vuelto a recobrar... Pero ¿y si me equivoco otra vez, o, mejor dicho, resulta que continúo equivocado?... Por lo pronto, mucho ojo al terreno para no pisar en falso... y ello dirá.»

Firme en este cuerdo propósito, lo primero que observó fue que le pasaban a la sala, como de costumbre en aquel verano, y no al gabinete de confianza, donde, cuando menor debieran de tenerla con él, le recibían en otros tiempos. Por este lado, el aspecto de las cosas había mejorado bien poco; pero cabía la racional hipótesis de que el caso fuera obra de la doncella que le había metido allí, sin advertencia previa ni complicidad alguna de las señoras. Las cuales fueron entrando una a una en la visita, como en lenta y forzada procesión, primero doña Angustias, después Petrilla, y, por último, Irene. Doña Angustias, demasiado solemne; Petrilla, afectadamente cortés (lo propio que en los días anteriores), e Irene muy pálida, con grandes ojeras, y la luz de sus pupilas africanas desperdiciándose cobarde entre la espesura de sus pestañas negrísimas; esbelta, escultural, gallarda, como siempre, pero con cierta languidez en el andar, y una cobardía de voz tan grande como la de la mirada.

¡Cómo se le afilaron los dientes al encanijado madrileño delante de aquel manjar tan exquisito! ¡Cáspita, qué real moza le pareció, y con qué modestia tan disculpable tradujo en propio beneficio el cuadro de síntomas que fue leyendo en ella en cuanto la tuvo delante! Las ojeras, la palidez, el desmayo en el moverse, rastros eran evidentísimos de una enfermedad verdadera. Pues y aquella cobardía en el mirar, y en el hablar, y en acercársele, y en tenderle la mano ebúrnea y tibia, si no era síntoma de gratas y hondas emociones de pudorosa enamorada, o de novia consentida siquiera, al verse por primera vez enfrente de su galán, ¿de qué otra cosa podía serlo? Si no había nada de lo dicho, o no habría salido ella a recibirle, o le hubiera recibido de muy distinta manera; porque, en opinión de aquel mozo, las repugnancias y los anhelos del corazón humano tienen manifestaciones tan propias y peculiares, que no pueden confundirse jamás.

Ello fue que tradujo así los síntomas observados en Irene, y que, a la luz de estos síntomas, todo lo vio de color de rosa; por lo cual quedó sin importancia a sus ojos el haber sido recibido en la sala; lo triste de la procesión de las señoras al presentarse en ella, y los sospechosos continentes de Petrilla y de su madre.

Ésta le brindó, con ademanes más bien que con palabras, a que se sentara en el sofá, junto al cual estaban ambos de pie; y para darle ejemplo, sentose ella en la otra cabecera. Irene y su hermana se fueron dejando caer maquinalmente en los dos sillones contiguos al sofá, pero eligiendo Irene el más cercano a su madre; elección que halló Nino muy en consonancia con el estado de espíritu en que suponía él a la garrida moza. Hasta allí, gangas a un lado, todo iba lo mejor de lo posible para el escamado visitante. «Vamos a ver» -se dijo entonces,- «si esto se endereza ahora por los cauces sospechosos de todos los días, o por otros nuevos y más de mi gusto.»

Y comenzaron en el acto las reglamentarias preguntas por la salud de los ausentes. Mayor impavidez y frescura hubo, a juicio de Nino, en la voz y en el acento de doña Angustias y de Petra en aquella ocasión, que en otras idénticas bien recientes y memorables para él; pero en el fondo, en la falta de interés cariñoso y de expansiva franqueza, allá se anduvieron las preguntantes en la actual y las pasadas ocasiones. En cuanto a Irene, ni desplegó los labios ni mostró la menor curiosidad por las respuestas.

A las cuales siguió un ratito de embarazoso silencio. Durante él, discurrió el visitante, entre serios amagos de sudores fríos, que siendo aquella visita suya consagrada exclusivamente a Irene, como se lo había declarado a su hermana y a su madre en medio del arroyo algunas horas antes, podía muy bien, sin descubrir el fondo de sus verdaderas intenciones, echar todo el asunto hacia aquel lado; y de este modo, no solamente resultaría tema abundante de conversación en aquel trance, con tantas señales de acabar de extenuación fastidiosa, sino que conseguiría él colocarse en mejor y más abreviado camino para llegar a los fines que iba persiguiendo y tan de veras le interesaban.

A ello, pues. Se removió un poco en el sofá para quebrarse por los riñones hacia adelante; juntar más una pierna con la otra; pegar bien los codos a los ijares; alargar el pescuezo y poner las manos palma con palma, con los guantes entre las dos hechos una torcida; y con la voz más flauteada, y el mirar más expresivo, y la sonrisa menos antipática que pudo hallar en su pobre repuesto de estos ingredientes, preguntó a Irene, encarándose con ella en la susodicha forma, la siguiente vulgaridad:

-¿Conque tan famosa ya y tan campante?

A lo que respondió la interrogada con otro lugar común, a medias palabras y tres cuartos de voz.

-Y ¿qué ha sido ello? -insistió Nino, devorando a la joven con la mirada vidriosa.

-Poco más de nada, -respondió Irene, de cualquier modo y por responder algo.

-¡Ay, la pobre! -exclamó entonces doña Angustias, tomando el caso más a pechos que su hija,- ¡qué amargas las ha pasado!

-¡Atroces! -añadió Petrilla, acudiendo muy gustosa a reforzar las posiciones de su madre.

-Lo esencial es, para todos -repuso Nino, subrayando muy fuerte esta palabra,- que el mal se haya vencido pronto y hasta casi de repente, para no darle tiempo a que hiciera estragos, que a veces llegan a ser en la convalecencia una nueva enfermedad. Verdaderamente ha sido un fenómeno digno de notarse, y muy feliz... para todos, lo repentino del restablecimiento... ¿no es verdad? porque todavía ayer tarde, según se me dijo en la portería, continuaba usted con fiebre y en la cama...

-Es que -se apresuró a responder Petrilla, temiendo que ni Irene ni su madre lo hicieran enteramente al caso,- la mayor parte de las veces, y ésta ha sido una de ellas, el mejor médico para entender bien una enfermedad y curarla en el aire es el enfermo mismo.

-¿Quién lo duda? -exclamó el visitante, volviéndose hacia Petrilla y replegándose sobre sí mismo un poquito más todavía.

-Muchos lo dudan -replicó su maliciosa interlocutora enardeciéndose poco a poco,- y aquí se ha visto. Irene, desde que empezó a malear hace ya algún tiempo, ha estado empeñándose en que el único remedio que había para curarse bien y pronto, era el que ella proponía; pero los que andaban a su lado tenían más fe en otro que era todo lo contrario, y así ha venido la infeliz pasando la pena negra hasta esta misma mañana, en que se ha obrado el milagro...

-¿En virtud del remedio que ella proponía? -la preguntó Nino, escapándosele por los ojos la curiosidad que ya le devoraba.

-Menos que eso todavía -respondió Petrilla valerosamente:- en virtud de la promesa que se la hizo de darla gusto. Con esto sólo... vamos, con oler la medicina, y desde lejos, se puso de repente tan buena como usted la ve.

-¡Qué exageradora! -exclamaron casi al mismo tiempo, en son de chanza, Irene y su madre.

-Es la pura verdad -insistió Petrilla;- créame usted a mí.

Nino, que, como ya se ha dicho, no era lerdo, al punto caló que lo del remedio de que hablaba la pizpireta chiquilla era pura metáfora, y dio por innegable que en aquella figura retórica andaba danzando él. Pero ¿danzando bien o danzando mal? Esto era lo grave del caso. Si, según sus observaciones anteriores, don Roque se encontraba solo enfrente de toda su familia en el conflicto doméstico que tanto le había preocupado a él, no podía ser él mismo la medicina propuesta por Irene para curarse, sino la que su padre la recetaba; porque el parecer de éste era el único que Nino conocía a las claras en el delicado asunto que le había sacado de Madrid lleno de ilusiones. ¿Se habría equivocado él en sus primeras indagaciones, y estarían los pareceres de la familia divididos de otro modo... por ejemplo, Irene y su padre contra doña Angustias y Petra? Pero ¿cómo se compaginaba esto con la fruición de la última al referirle a él el milagro de la medicina, si la tal medicina era él mismo en cuerpo y alma? ¡Ah! si hubiera podido hablar a solas con Irene, o con las dos hermanas siquiera, como lo traía calculado, pronto saldría de sus dudas mortificantes; pero la presencia de su madre le obligaba a guardar allí ciertos miramientos... Sin embargo, ¿no era él oficialmente, según lo tratado y acordado entre su padre y don Roque, con aquiescencia y beneplácito de ambas familias, el novio de Irene? ¿No había venido de Madrid llamado para terminar personalmente lo que por cartas se había puesto allá a punto de terminarse? Pues siendo esto evidente, como lo era, y aquélla la primera vez que él veía a Irene desde su venida, estaba hasta obligado a conducirse en aquella ocasión de muy distinto modo que un simple amigo de la casa, fuera cual fuese la manera de sentir sobre el delicado tema, de las personas que tenía delante. Si había repugnancias en alguna de ellas o en las tres, él no tenía noticias oficiales de semejante cosa, al paso que las tenía de lo otro toda la familia de don Roque, y a esto debía de atenerse Nino. Y a esto se atuvo para buscar por de pronto una callejuela por donde deslizarse medio a escondidas y caer luego de plano en el asunto, si lo juzgaba oportuno y conveniente.

Con estos propósitos y después del brevísimo tiempo que necesitó para pensar todas estas cosas, volviose Nino otra vez hacia Irene, y díjola, encorvándose otro poco más y manoseando mucho los guantes arrugados:

-De todas maneras, y sean cuales hayan sido la enfermedad y el remedio, me felicito de todo corazón, como deben de felicitarse cuantos a usted la quieren bien, aunque nadie tanto como yo seguramente, de verla a usted libre de cuidados y de dolores y en plena convalecencia.

Se le agradeció la felicitación, pero con demasiada etiqueta, a juicio del felicitante; por lo cual, sin dejar éste que se enfriara el hierro que había puesto sobre el yunque, le descargó a suerte o a muerte este nuevo martillazo:

-Sentiría en el alma que dudaran ustedes de la cordialidad de mis palabras, conociendo, como conocen, los singulares motivos que yo tengo... o debo de tener, para que no puedan salir de otra parte que del fondo de mi corazón.

Diciendo esto, pensaba Nino: «ahora, si las cosas van por los carriles de mi gusto, la madre hará una salida discreta de la sala para dejarnos a Irene y a mí en libertad de entendernos, aurque su hermana esté presente, por el bien parecer.»

Pero también le falló este cálculo. Doña Angustias no se movió de su sitio, ni sus hijas ni ella mostraron en palabras ni en gestos la menor señal de que les inquietara poco ni mucho semejante duda. Antes al contrario, hubiera jurado Nino que hubo en Petrilla un movimiento, algo como sacudida nerviosa de mal agüero, que se conjuró con cierta mirada elocuente y una carrasperilla sospechosa de su madre. Indudablemente, Petra le era hostil; de doña Angustias no sabía qué pensar; pero, en cambio, Irene, por su actitud de sobresalto y de notoria mortificación, le daba racionales bases para otros cálculos más halagüeños. ¿Por qué no había de significar aquella extremada tirantez de espíritu la violencia en que la tenían delante de él, y la mudez a que la obligaban allí su hermana y su madre? Y siendo fundada esta suposición, ¿qué le importaban al hijo del ilustre prócer las repugnancias de aquellas dos mujerzuelas? Con estos alientos (que buena falta le hacían), y apurado ya por las necesidades de la escena, que podía acabar en ridícula para él, se encaró resueltamente con Irene, y la preguntó, disfrazando su despecho con cierto airecillo de broma:

-Con toda franqueza, Irene: usted, que es la más interesada en ello, ¿qué es lo que piensa?

-¿De qué? -preguntó a su vez Irene con muy escasa voz.

-De la cordialidad de mis palabras, de la calidad de mi satisfacción al verla a usted restablecida... y de los motivos que tengo...

-Pues que supongo -le interrumpió Irene de muy mala gana,- que habrá dicho usted lo que siente.

-¿Nada más que suponerlo? -insistió Nino trasudando.

-Y ¿por qué ha de pasar de ahí? -saltó de golpe Petrilla, que ya no cabía en su butaca,- ¿ni por qué ni para qué se ha de apurar tanto un asunto que no vale dos cominos?

-Verdaderamente -dijo doña Angustias, disimulando mal con una sonrisa forzada lo que le iba cargando el tema,- que no veo la necesidad de que se ventile con tanto empeño una cosa tan insignificante.

Nino sabía por demás que, tomadas sus palabras como habían sido tomadas allí, enderezar otras semejantes por el mismo camino era caer él en un despeñadero de majaderías. Viose de pronto acorralado en esta asfixiante estrechez; sintió el sudorcillo del bochorno; sublevósele la negra honrilla, y dispuesto a hacer una salida airosa, aunque no saliera triunfante en su litigio, decidió en el acto dejarse de paños calientes y plantear de lleno la cuestión con toda la frescura y seriedad que su importancia requería.

Sin dar tiempo a que se le enfriara la resolución, cambió su postura violenta y afectadamente distinguida por otra más natural y desembarazada, y dijo así, con voz entera y no desagradable continente:

-Señoras mías... ¿a qué andarnos, a estas alturas, con finezas resobadas y circunloquios trasnochados, como si me fueran ustedes conocidas desde ayer tarde, y pretendiera yo ganarme su estimación con travesuras y discreteos de enamorado cursi?... Hace ya mucho tiempo que nos conocemos, y yo no puedo aparentar en esta ocasión, sin hacer un triste papel y sin inferir a ustedes un agravio, que ignoran las especialísimas razones que hay para que a mí me sea muy cara la salud de Irene. ¿Estoy o no en lo cierto, señoras mías?

-Hágame usted el obsequio de explicarse un poquito más -contestó doña Angustias, acudiendo placentera al terreno a que la arrastraba Nino, mientras Irene se estremecía en su sillón y Petrilla se relamía de gusto,- para que de una vez nos entendamos y se le pueda dar a usted la respuesta que pide y necesita. También a mí... y a todas nosotras, nos gustan las cosas claras; y cuanto más entre amigos, mejor.

-Pues con eso sólo -repuso Nino sin amilanarse cosa maldita,- tenemos andada la mitad del camino. Vaya, pues, por lo claro y sin estorbos; a salvo siempre, y por supuesto, la buena, mutua y desinteresada amistad de antes...

-Eso, por entendido, -repuso doña Angustias muy cortés.

-Yo salí de Madrid -prosiguió Nino Casa-Gutiérrez,- pocos días hace, formal y honradamente convencido de que aquí se me aguardaba con parecidas ansias a las que yo tenía de que se sancionaran de palabra entre todos nosotros ciertos planes trazados por escrito poco antes. Si estos planes hubieran sido obra de mi iniciativa o de mi ingenio, yo habría temido siempre que no acabaran en bien, porque no fío nunca gran cosa de la solidez de mis cálculos; pero los habían hilado otras manos harto más diestras, más firmes y más venerables que las mías, y yo no podía dudar de la solidez de la obra; por lo cual la di desde luego por intachable y perfecta; la acogí con todo mi corazón, y hasta me permití fundar sobre ella las ilusiones más nobles, más honradas y más tentadoras que he logrado forjarme en toda mi vida... Porque es lo cierto, y lo declaro con el alma entera puesta entre mis labios, que el beneficio me parecía superior a mis merecimientos, si no se me tomaba en cuenta, como moneda de buena ley, lo inmenso de la gratitud con que le recibía... ¿Me van ustedes entendiendo mejor ahora?

-Póngalo usted más claro todavía, si le es posible, -respondió muy templada doña Angustias, con visible aprobación de su hija Petra.

-Pues allá va como usted lo desea y a mí me gusta -dijo Nino inalterable.- Con estas ilusiones tan disculpables y estas esperanzas tan bien garantidas, llegué...

Aquí se detuvo Nino de pronto, cuando más aguzada estaba la curiosidad de sus oyentes, muy complacidas las tres, y particularmente Irene, en considerar que, con el giro que iba tomando el asunto, se llegaría al fin anhelado por ellas mucho antes de lo concertado entre doña Angustias y su marido. Y se detuvo Nino, porque se abrieron las puertas de la sala y apareció de golpe en escena don Roque Brezales, moviendo mucho estrépito.

-¡Hombre, hombre! -decía esforzando su extenuada voz y queriendo dar a su cetrino rostro una animación que no le salía de adentro.- ¡Tanto bueno en mi casa y sin saberlo yo hasta que me lo ha dicho la muchacha al abrirme la puerta!... Vaya, vaya... Y ¿cómo va, mi querido don Antonino?

A todos los presentes les supo a rejalgar la interrupción de don Roque en lo más sabroso de la conversación aquella; pero Nino estaba resuelto a terminarla a todo trance, y por eso, mientras daba la mano al recién venido, le dijo por única respuesta a su saludo:

-Estábamos tratando aquí, señor don Roque, un punto delicadísimo cuando usted ha llegado...

Por la cara y la voz de Nino y las actitudes alarmantes de las mujeres, y especialmente porque ya hacía mucho tiempo que todas las caras, y todos los ademanes, y todos los ruidos de este mundo le sonaban a él a una misma cosa, dedujo el pobre hombre que el punto delicadísimo a que se refería el hijo del prócer, era su dedo malo. En esta creencia, muy bien fundada, tembláronle las carnes; y después de pedir a su mujer cuentas de su deslealtad con una mirada de agonía, se desbordó en chanzonetas que le resultaron atrocidades en su mayor parte, con el honrado fin de meter a barato el «punto delicadísimo.» Y lo consiguió; pero con el auxilio de su mujer, que procedió así un poco por caridad, otro poco por justicia, y el resto por muy justificables temores de que su marido se lo echara todo a perder si tomaba cartas con ella en aquel importante juego.

Puestas aquí las cosas y más tranquilo don Roque, dio a todos los allí presentes la gran noticia de que había tenido carta aquella misma tarde de su ilustre amigo, anunciándole su salida de Madrid al día subsiguiente.

-Es decir, mañana, -concluyó don Roque, sacando la carta del bolsillo.

-Ya he tenido el gusto -observó Nino,- de dar a estas señoras la misma noticia. Lo sabía desde ayer...

-De manera -continuó don Roque, sin hacerse cargo de lo dicho por el otro y pasando la vista por la carta,- que en el exprés de pasado mañana...

-Justamente, -interrumpió Nino.

-Tendremos la dicha -continuó don Roque,- de verle entre nosotros. Aquí lo asegura. (Leyendo la carta.) «Mi querido amigo...» ¡Siempre tan parcial y cariñoso!...

-Ya, ya -dijo doña Angustias entonces, haciendo como que echaba a broma la tenacidad de su marido;- ya estamos enterados de que la cosa no tiene duda.

-Cabalmente, -concluyó don Roque entendiendo a su mujer y diciéndola con una mirada que también fue bien comprendida por ella: «¡si tú supieras qué tripas se me han puesto a mí con la noticia de la llegada esa!...»

Nino se despidió poco después, llevándose la promesa de aquellas señoras de ventilar en ocasión más oportuna el tema que quedaba apenas esbozado allí, y sobre el espíritu una abrumadora carga de negros temores y de punzante curiosidad.




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- XVIII -

El «prócer»


En la llegada de este personaje concurrían aquel año singulares circunstancias que deben tenerse muy en cuenta aquí. Era el cuasi jefe del partido más considerable de la oposición de entonces; las Cortes se habían cerrado un mes antes apresuradamente, con un pretextillo legal de esos que siempre tienen a mano los Gobiernos para un apuro; y el apuro de aquella legislatura fue cierta repentina descomposición de la mayoría, por mal disimuladas y contrapuestas aspiraciones de ciertas y determinadas personalidades «conspicuas» de ella. Estas personalidades se habían desparramado después por las ciudades más renombradas entre las más famosas de las veraniegas de España; con el piadoso objeto de definir claramente sus aspiraciones y tendencias en sendos discursos pronunciados por fin y remate de los respectivos banquetes que darían los partidarios de sus ideas, por noble y espontáneo impulso de su patriotismo y de su adhesión incondicional y entusiástica: todo, por supuesto, con el generoso intento de afirmar la disciplina del gran partido a cuyo ilustre jefe continuaban y continuarían subordinados con alma y vida; nada por miras personales ni «bastardas ambiciones...» No había que confundir estos extremos por falta de reflexión o por exceso de malicia: ellos siempre serían ellos, es decir, los hombres leales y consecuentes, fieles y sumisos a su bandera; pero, por lo mismo, incapaces de sacrificar los sacrosantos intereses de la patria a las conveniencias de un partido.

Así hablaba la prensa ministerial, o, mejor dicho, la parte de ella adicta a los supuestos disidentes de la mayoría; la restante quería creerlo, pero sus trabajillos la costaba disimular que no podía; en cuanto a la de oposición, singularmente la del partido llamado a recoger la herencia del Gobierno cuando cayera, le pintaba tambaleándose ya; y para que acabara de caer, ensanchaba las rendijas entreabiertas, encendía los rencores y enconaba las heridas, mientras sus profetas e inspiradores se dispersaban también detrás de los enemigos para poner púlpito donde le pusieran ellos, con el honrado fin de no dejarles hueso sano y acabarlos de matar.

De los disidentes de la mayoría eran los tres personajes de los hongos feos que el lector ha conocido de vista más atrás. Hasta la fecha de los últimos insignificantes sucesos aquí narrados, no habían roto a hablar todavía con la solemnidad prometida desde Madrid, y tan ardientemente deseada por amigos y adversarios. El periodista que estudiaba la comarca «bajo todos sus aspectos,» y un redactor de El Océano, los habían interpelado, a título de reporters, con la debida oportunidad, y habían dado a luz en sus respectivos periódicos el fruto de sus indagatorias; pero éstas arrojaban poca luz en comparación de la que esperaba la pública curiosidad; y aun de esa poca hubo que quitar algo a instancias encarecidísimas de los interpelados. Menos luz daba todavía lo que traían y llevaban los amigos de la localidad, que los asediaban en la playa y les servían de cortejo en la población. «¿Has visto hoy a Froilán, o a Gorgonio... o a Perico?» se preguntaban unos a otros a lo mejor, porque es de saberse que todos alardeaban de tratarlos con esta llaneza. «¡Ah!... ¡Oh!...» solía responder el preguntado; «¡qué cosas, chico... qué cosas!... Si ese hombre dijera en público lo que se dejó decir en particular, con ese talentazo que tiene y ese pico que Dios le dio,... te digo que la mar, chico, ¡la mar!...» Y nada en substancia, por más que se les tiraba de la lengua por propios y extraños; o porque nada habían dicho con claridad ellos, o por no haber sido bien entendidos de los otros. Indudablemente faltaba el teatro, la ocasión, el banquete. Sobre esto de la falta del banquete, corrían varias versiones. Según unas, de los enemigos, consistía en que los soldados de aquellos capitanes eran pocos y no todos bien vestidos; según los de casa, Froilán y Gorgonio y Perico andaban un tanto melindrosos en el particular, como si hubiera negociaciones pendientes con los de Madrid para su inteligencia mutua, transigiendo en esto los unos y concediendo los otros lo de más allá... Franqueza les sobraba y estimación de veras para decir a sus partidarios «ahora;» y cuando no lo decían, sería por algo, y ese algo debía de respetarse. Entretanto, se vivía alerta y se tomaban medidas para que, en el caso de celebrarse el banquete, concurrieran a él, para hacer a aquellos hombres ilustres los debidos honores, las personas más notables de la población, con un pretexto que no faltaría.

Pues bueno: el marqués de Casa-Gutiérrez, duque del Cañaveral, era, como ya se ha dicho, el cuasi jefe de su partido; el alter ego del jefe indiscutible, y hombre, además, de gran prestigio entre sus fieles, ducho en artimañas y travesuras políticas y de una elocuencia brillante y demoledora. Claro es que con estas prendas personales y en unas circunstancias como aquéllas, la llegada del señor duque debía de ser muy sonada; porque, aunque no lo deseara él, estaba interesado en que lo fuera el pundonor político de sus partidarios de allí, que blasonaban de acérrimos, pasaban y se tenían por gentes adineradas, y rabiaban por echar a Froilán, a Gorgonio y a Perico, los tres gallitos de los otros, otro gallo digno de ellos que les cantara bien claro, y en un lance de compromiso hasta los arrojara del corral. ¡Banquete! No uno, ciento darían ellos al ilustre prócer, si el prócer los deseaba o las conveniencias del partido los pedían. Y banquetes de primera, con comensales abundantes y bien vestidos; elocuentes, los más de ellos; mayores contribuyentes, casi todos; de lustre y prosapia... ¡uf! uno sí y otro no, si bien se miraba.

Se removió, por consiguiente, el partido entero y verdadero en aquella localidad, buscándose, recontándose y codeándose los partidarios; y ésta fue la más negra para don Roque Brezales, el soldado más ardoroso y entusiasta de todos los de aquella benemérita legión. Lo fue primeramente, porque, a pesar de sus talegas y de su amistad íntima con el gran personaje, casi abanderado del partido, todavía no había conseguido capitanearle en aquel apartado confín de la madre patria. Bien sabía Dios que él había hecho todo lo posible porque le otorgaran allí esa investidura que tan desaforadamente apetecía. No daba el pobre hombre en la consistidura de aquello. Su ilustre amigo parecía estar muy de su parte; y, sin embargo, la cosa, con todos sus inherentes relumbrones y prestigios, se deslizaba por sí misma dulce y tranquilamente, como las aguas apacibles por su cauce natural, hacia aquella condenada persona que le había vencido en las luchas de La Alianza y en todos los terrenos en que se habían encontrado frente a frente. Y como se decía en sus grandes nostalgias del empecatado predominio: «ese hombre no es más rico ni mayor contribuyente que yo; ni se viste con mejor sastre, ni paga la ropa más cara ni más a punto que yo; ni tiene más lucida familia ni mejor puesta la casa que yo; ni cuenta arriba con tan poderosos amigos, ni me pone la raya en hablar con sentido en juntas ni en leer de golpe un impreso... y así y con todo, por más que me arrastro y por más que me ayudan a arrastrarme, no acabo de llegar... ¿En qué mil demonches estribará ello?» Pero nunca daba en el hito, o en el ite, como decía él.

Mientras el partido no se movía, menos mal, porque no le tentaban las ocasiones de tremolar en su diestra el glorioso pendón de la falange aquella; pero cuando llegaba la hora de hacer algo, ¡qué sudores pasaba! Porque no acomodándose resignado a desempeñar segundos papeles por creerse con indiscutibles derechos al principal, y siendo como era el partidario más decidido y fogoso, se veía y se deseaba para trabajar con ahínco sin que se trasluciera que trabajaba como simple soldado de filas y no como capitán. Que hubiera allí un comité y que no fuera él quien le convocara y le presidiera, no podía concebirlo ni, en su opinión, debiera tolerarse.

Esto en lo usual y corriente de su vida política; pero en la excepcional ocasión de que se trata aquí, había para don Roque Brezales un segundo clavo que alcanzaba con la acerada punta hasta lo más hondo del depósito en que guardaba él, en confuso revoltijo, sus honrados sentimientos de hombre de bien y sus vanidades de persona visible. El tormento de ese nuevo clavo le sentía don Roque imaginándose que cuantas gestiones hiciera enderezadas a solemnizar la llegada de su egregio amigo, eran a modo de toque a concejo para congregar testigos del desastre que estaba decretado para el negro conflicto de su casa. Pero hay que confesarlo en honra suya: logró sobreponerse a sus flaquezas, y trabajó la partida como un desesperado. Todo programa de honores y festejos le parecía poco, y llamaba pusilámine y roñoso al correligionario de más envergadura, mientras andaba hurgándolos a todos con una agilidad y un entusiasmo, como si no tuviera asuntos de mayor importancia para él en qué ocuparse. Conociendo, como el lector conoce, el estado anormal y borrascoso de sus adentros, cualquiera pensaría que se entregaba el pobre hombre a aquellos ajetreos con el fin de emborracharse con ellos para matar sus pesadumbres; y acaso, acaso no anduvieran esas imaginaciones a dos ápices de la realidad. «Desengáñese usted,» le decía a Sancho Vargas, que le ayudaba mucho en la brega, «aquí no hay más que pico y mucha farsa: todos son unos caballeros muy valientes y muy opíparos, cuando se trata de decir: yo soy el gallito del catarro, y esto dispongo y esto manipulo; o de poner los puntos encima de las haches al hombre de mejor cosmografía; pero dígales usted que se meneen o que se rasquen el bolsillo a contrapelo... ¡cascabeles! ya están torciendo el morro y volviéndose de espaldas... Lo mismo que esa papelería de chicha y nabo: si usted quiere una alabanza bien puesta en letras de molde, ha de escribirla usted a su gusto, como nos acaba de pasar ahora y le está pasando a usted toda la vida. Pues, hombre, lo que yo digo: para estos viajes no se necesitan alforjas... ¡Vaya, vaya!... Ya ha visto usted el asunto estos días atrás: todo les parecía miseria para asombrar a los otros; y si no es por mí, y a todo tirar por usted, esa gran persona llega mañana sin tener quien la reciba más que nosotros dos. No le demos vueltas, señor don Sancho: bien estipuladas las cosas, aquí no hay más que un hombre de agallas, que soy yo, aunque me esté mal el decirlo; y, a todo tirar, otro, que es usted. Ésta es la verdad. Pues verá usted la zurramulta de ellos que le van a hacer a mi ilustre amigo el redibú tan pronto como llegue.»

Algo había de cierto en el fondo de estas duras apreciaciones; pero no tanto ni tan negro como lo pintaba el despechado Brezales. El «egregio prócer» tuvo al día siguiente un recibimiento bien lucido, y no fue todo él obra de los mangoneos de don Roque y Sancho Vargas. Cierto que algunos periódicos no contaron más que lo que se les había dado la víspera puesto ya en solfa; pero, en cambio, el cronista de la Estafeta local de El Océano volcó, por propio y natural impulso, todo el cesto de las lisonjas de los grandes días. ¡Cómo le puso de ilustre patricio, estadista gigante, ciudadano perínclito, talento preclaro y caballero sin tacha! ¡Cómo empalmaban las nubes de incienso unas con otras, y qué bien y con qué arte se extendían después a «la egregia familia, ornamento y gala de la colonia distinguidísima y elegante» que honraba a la sazón con su presencia «nuestra playa incomparable!» Pero ¡ay! ni la alusión más remota a aquello de los «transparentes cendales» y «las gasas tenues» de la otra vez. Bien lo notó don Roque, y bien estimada quedó por él la omisión en toda su terrible elocuencia. El fracaso de su gran proyecto debía de ser ya del dominio público, cuando el lisonjero periodista no aprovechaba aquella ocasión de lucirse en el cumplimiento de un sagrado deber del oficio. De aplaudir era la conducta, como rasgo de prudencia; pero ¡qué prudencia tan mortificante para el buen hombre, por las causas de que nacía! ¡Y qué causas, gran Dios, y qué efectos! sobre todo el que no había estallado aún y debía de estallar muy pronto, y a su presencia, y por su palabra... y entre sus manos. ¡Horror! Pero era preciso, estaba decretado que sucediera eso, y sucedería, costárale lo que le costara. Vencería sus repugnancias, dominaría su flaqueza para arrojar por la ventana la gloria y la felicidad de su familia; pero haría la hombrada, aunque el esfuerzo le costara la vida.

Hubo en la explanada de la estación hasta seis coches particulares de respeto, sin contar el landó flamante de don Roque; y en el andén pasaron de cincuenta las personas que acudieron a dar al duque la bienvenida y tener la honra de estrechar su mano. Allí estaban los hombres más visibles del partido, y lo que pudiera llamarse el estado mayor de cada hombre: unos en concepto de partidarios profesos; otros en el de simples catecúmenos, y tal o cual en el de amigo puramente de los unos o de los otros, pero con estómago bien constituido para alistarse en aquella bandera... o en otra por el estilo, si la ocasión se presentaba, porque las particulares conveniencias lo exigieran. Sancho Vargas no cabía en el andén; pero, en cambio, a Pepe Gómez, que también andaba por allí, porque era de los de don Roque, todo espacio le venía ancho con su modo de ser inconmovible y arreglado. Don Lucio Vaquero, con los hombros y las paletillas cubiertos de caspa (y eso que al salir de casa con la levita nueva le había cepillado bien su señora), no fue de los últimos en llegar. También éste era de los de don Roque, igualmente que don Felipe Casquete y don Anselmo Gárgaras, los tres consocios suyos del gran salón del Casino, y los tres fortísimos capitalistas y principalísimos contribuyentes por lo urbano. Eran asimismo de su cortejo tres concejales simples y un teniente de alcalde; y si no formaba a su lado el Gobernador también, era porque la digna autoridad, como se lo había mandado a decir a última hora, se abstenía de concurrir a aquel acto por el carácter político que le imprimían las circunstancias; pero, como particular, asistía en espíritu al recibimiento y tendría el honor de pasar a ofrecer sus respetos al señor duque tan pronto como llegara a su hotel de la playa. De manera que con esta adhesión y aquellos concurrentes, la falange de don Roque era la más brillante de todas las de sus más «conspicuos» correligionarios, incluso el jefe, que, fuera de la suya propia, no llevaba una representación de cuatro millones de pesetas en efectivo, ni en capacidades otras que la de un procurador que empezaba, y la de un beneficiado de la catedral. Porque los dos canónigos y el magistrado de la Audiencia, que también figuraban entre los concurrentes, habían ido allí de cuenta propia, y no de la del jefe, como se lo aseguró al principio a don Roque el aprensivo don Anselmo Gárgaras. Nino, con su cuñado y Ponchito Hondonada, llegaron al andén los últimos de todos, y a punto de entrar el exprés en la estación.

El gran personaje descendió de un sleepingcarr, y cayó entre los suyos como un Júpiter casero entre diosecillos de tres al cuarto. Todos temblaron un poco, no de miedo, sino de pequeñez, con excepción de don Roque, que tembló además de espanto y consternación por lo que él sabía y el lector no ignora. Y cuidado que el hombre aquel no era para asombrar a nadie por la talla ni por la fiereza; porque presentes estaban otros que le sacaban un buen pico en corpulencia y eran hasta más indigestos de mirar que él; pero aquel aseñorado continente; aquella agradable soltura de movimientos; aquella elegante sencillez de vestido, aquella magistral correspondencia entre el moverse, el hablar y el sonreír; aquella hermosa cabeza tan llena de luz; aquel rostro tan radiante de ideas... y de malicias; aquella voz tan sonora; aquella frase tan limpia y bien acentuada; hasta aquel manejo admirable del sombrero, de los guantes, del reló... en fin, aquel estar en todo, y siempre bien y sin esfuerzo ni violencia... eso, eso y el prestigio de su nombre, y el recuerdo de sus grandes luchas en el poder, y sus batallas en la oposición, era lo abrumador y asfixiante para aquel montón de hombrucos que se creían gigantes en la pequeñez de sus escondrijos. Por más que cerraban los ojos, no dejaban de ver en aquella piedra de toque la alquimia de su oro de baja ley, por lo referente a sus humos de personajes de nota; excepto Sancho Vargas, que se creía siempre tan grande como el más talludo, dicho sea en honor de su modestia.

Don Roque Brezales, por su gusto, hubiera elevado a documento público y solemne el testimonio de que el primer saludo del grande hombre había sido para él, y para él el único abrazo que se había dignado otorgar allí. Para los demás, un apretón de manos; y gracias. ¡Y decir a Dios que aquella eminencia, que aquel asombro con quien él debía de entroncar los oscuros timbres de su familia dentro de pocas horas, de un par de días a lo sumo, tendría que saber!... ¡Qué barbaridad! Le aturdió la visión de este suceso, y estuvo a pique de caer de rodillas delante del recién llegado, para decirle: «áspenme, desuéllenme, descuartícenme vivo; pero yo creo en ti; yo no te niego; tuyo soy con cuanto tengo, espero y valgo.»

Después de los saludos, de las finezas, de los piropos inoportunos, de los chistes malogrados, de las risotadas fuera de lugar por parte de los unos, y de los chispazos de refinada cortesía y de mordicante gracejo del otro, llegó el momento del desfile hacia casa; momento previsto y bien meditado por don Roque. Nadie podía disputarle la honra de llevar al prócer en su carruaje, ni, por consiguiente, la de acompañarle él mismo, en primer lugar. En segundo, podría acompañarle también el que pasaba por jefe del partido... haciéndole demasiado favor... luego Nino, si acaso como de familia; pero como Nino se había presentado allí con su cuñado y el otro que aspiraba a serlo, y los tres no cabían, que se las arreglaran como pudieran.

Y así se hizo al cabo. Montaron el duque, su procónsul reconocido y Brezales en el carruaje abierto de éste; arreó el cochero, y partió a trote largo hacia lo espeso de la ciudad, siguiéndole una buena parte de los coches de respeto cargados de gente, y quedándose a pie el resto de ella, unos murmurando en grupitos, y otros alejándose a la desbandada. De éstos era Sancho Vargas, que, no habiendo obtenido puesto de preferencia en el carruaje principal, no quiso aceptarle en los de segunda, ni perder el tiempo y algo más en el cambio de sus serias impresiones con los vulgares maldicientes de los grupitos.

Entre tanto, el landó rodaba por el empedrado de la gran avenida con mucho estruendo, aunque no con todo el que don Roque deseaba para que fuera oído y visto aquello con la atención y el asombro que su importancia requería. El hombre iba febril y espelurciado de vanidad, emparejado con la gran persona, atento a su embriagadora palabra, y al mismo tiempo al mirar de los transeúntes y de los curiosos de tiendas y balcones.

-Reparen ustedes bien esto -decía a unos y a otros con la mirada chisporroteante;- reparen ustedes que va en mi coche, en mi propio coche; que yo voy a su lado conversando con él, como entre iguales, sin dársenos un pito por este pobre infeliz que va solo enfrente de nosotros y por condescendencia mía; reparen ustedes que en un pueblo de tantísimos miles de almas, yo solo he sido digno de codearme con él y de tratarle...

Pero detrás de este arrechucho de vanidad satisfecha, le caía encima, de repente y por ley forzosa del encadenamiento de sus ideas, todo el peso de su negra desventura; y entonces se sentía poseído de la tentación de arrojarse del coche para romperse la crisma contra los adoquines de la calle.




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- XIX -

En la playa


Era de necesidad que saltara el tema en las conversaciones de familia, en cuanto el personaje llegara a su casa y se sacudiera el polvo del camino y las moscas de su cortejo. Y saltó, después del despacho ordinario, o sea el informe minucioso sobre cosas y personas circundantes, hecho por las dos duquesas principalmente, con notas o ilustraciones del duque mozo y de su cuñado Nino. Por cierto que, según aquel informe, la egregia familia del recién llegado personaje tenía bien poco que agradecer a la temporada. ¡Qué soso, qué desentonado... y qué cursi estaba aquello! Cuatro títulos de guardarropía; media docena de ricachos de la clase de tenderos jubilados; ocho o diez tribus pudientes del riñón de Castilla; seis o siete elegantes de Villalón y de Segovia; un periodista insulso; las presuntuosas de Gárgola; las hijas de Ibáñez el del Tribunal de Cuentas... y así por este orden; y además, Froilán, Gorgonio... y Perico (ya los llamaban de este modo en la colonia veraniega). Aquí tosió el duque de cierto modo, y entraron Nino y el otro duque a informarle del estado en que tenían sus asuntos políticos estos hombres, que no eran tan ranas en el intríngulis de la cosa pública como en el arte de llevar con gracia los atalajes de campo, particularmente los sombreros de castor. Los informantes no dijeron cosa notable que el lector ignore, ni que tampoco ignorara el señor duque. Aquellos hombres habían hablado muy poco, y eso algo turbio. Indudablemente, había trabajos de componenda entre ellos y los de Madrid; pero, hubiéralos o no, la escasez de partidarios en la localidad y la sospechosa estética de su indumentaria, no eran un gran aliciente para echar los bártulos a la calle en la solemnidad de un banquete con humos de acto político de larga cola. Evidentemente andaban alicaídos, y no había que pensar en que dieran juego.

-Pues celebro en el alma que se confirmen de ese modo todas las noticias que yo tenía -respondió el personaje;- porque vengo con poquísimas ganas de conversación y con menos tiempo disponible. Y para lo que había de adelantarse al fin y al cabo... a ellos y a nosotros bien conocidos nos tiene la patria, y por eso nos oye siempre como quien oye llover... y gracias; porque, en buena justicia, debiera de tirarnos con algo cada vez que sacamos los frasquetes de elixir en las plazas públicas... o en los escaños del Parlamento... Lo poco que se puede hacer para acabar de hundir a esta chusma que nos manda, y venir nosotros cuanto antes, que es a lo que se tira siempre entre los ilustres estadistas de mi talla, ha de prepararse callandito y lejos de aquí: en un conciliábulo que se celebrará dentro de ocho días, y para el cual estoy citado. Conque id sacando la cuenta: dos días de viaje hasta París, y uno más por lo que pueda ocurrir, son tres; rebajados éstos de ocho, quedan cinco, que son los que os ofrezco para gozar a vuestras anchas de mi egregia compañía... Y vamos a otra cosa cuanto antes, por lo mismo que no hay tiempo que perder. ¿Cómo va nuestro asunto, Nino... o, más propiamente, tu negocio?...

Nino respondió, sin pararse en barras, que rematadamente mal. Negolo el resto de la familia, con algunas de las razones ya conocidas del lector; entró el prócer en serios cuidados por estimarlas en poco; mantúvose Nino en sus trece, y acabó la porfía por encerrarse el padre y el hijo en la habitación de éste para ventilar el caso con la debida formalidad.

Desde los primeros capítulos de la historia, que minuciosamente relató Nino, comprendió su padre que el negocio de que trataban ambos era pleito perdido para ellos.

No prosigas -le dijo,- que con lo oído me sobra para saber que eso no tiene compostura por ninguna parte. Y si he de decirte todo lo que siento, no me maravilla: fue un albur jugado por mí con la esperanza de que la hija tuviera tan poco sentido común como su padre. No resultó así, y la casa se nos vino abajo, como todo lo que se edifica en el aire... Porque vuelvo a decirte que, a ciencia y conciencia de lo que vales en buena venta, no te traga, hijo mío, ninguna mujer de las condiciones de Irene. Es la verdad; y no te duela, porque yo no tengo toda la culpa de que no seas moneda de mejor ley. Por fortuna, nuestras gentes de allá no te darán la silba completa porque no tienen, que sepa yo, más que indicios vagos de la intentona. En cuanto a las gentezuelas de acá, tampoco deben de estar en grandes interioridades del caso; porque las repugnancias de la novia son de la misma fecha que la gran majadería de su padre, y esto es una buena garantía para mis supuestos. De todas maneras, si algo se murmura por ahí que no te corone de gloria, con decir discretamente, en un apuro, otro tanto en sentido inverso... vaya usted a saber de qué lado nacieron las dificultades. En un apuro he dicho, y no a humo de pajas, Nino. Primeramente, porque sería una canallada imperdonable en ti ponerte a mentir ociosamente de esa manera; y además, porque es de conveniencia para todos nosotros, y de absoluta necesidad para mí, que lo poco que queda por hacer en este descalabrado negocio lo haga yo solo. Por consiguiente, no des otro paso más de los que has dado; abstente de ver a esa familia en estos días, y deja a mi cargo lo que queda que tratar con ella, a fin de que no se pierda todo en la jugada: ya que se nos quema la casa, salvemos siquiera... las chinches.

Así prometió hacerlo Nino, sin atreverse a investigar las razones del mandato ni el intríngulis de la metáfora; y se acabó la conversación.

Por la tarde, que lo era de día festivo, comenzaron las visitas al prócer. La primera fue la de una comisión del partido, presidida por el jefe, todos ellos de punta en blanco. Ya le habían visto por la mañana en la estación del ferrocarril y bastante bien vestidos; pero ahora se trataba de la visita oficial y solemne, y no tenía nada que ver la una con la otra. Como la materia se había agotado en la primera, sí es que había verdadera materia tratable entre los de casa y el forastero, repitiéronse las mismas frases de repertorio; salieron a relucir las indispensables agudezas, y retoñaron, por consiguiente, algunas majaderías, que no llegaron a medrar, gracias al cuidado que ponía el señor duque en cazarlas al vuelo con la certera puntería de sus discreciones de hombre superior y mundano. Por conclusión de la visita quisieron los más atrevidos sondearle un poco los pensamientos en lo tocante a planes propagandistas en aquella localidad, en la que tenía tantos, ¡tantísimos partidarios y admiradores de su... de su!... Pero el señor duque los atajó en este atolladero para decirles, frescura de menos o de más, lo propio que había dicho a su familia acerca del mismo asunto pocas horas antes. Con lo que se les ennegrecieron un tantico las ilusiones a algunos de los visitantes, pues los más sesudos de ellos se alegraron de la noticia, y se dio la visita por terminada.

En seguida llegaron dos chicos de la crema indígena, acompañados de Casallena y Juanito Romero. Los cuatro iban en representación de la bizarra juventud organizadora de la tan anunciada «Jira elegante al Pipas, en honor y obsequio de la aristocrática colonia,» que era aquel año «ornamento de la ciudad y de su playa incomparable,» para invitar al señor duque y a su ilustre familia. El distinguido esparcimiento aquel se había aplazado algunos días por esperar la llegada del ilustre personaje y con objeto de que pudiera disfrutarle. Si aceptaba, como lo esperaban los corteses invitantes, se llevaría a cabo dos días después. El duque tenía noticias de todo ello por su familia, y aceptó la invitación, muy agradecido al parecer. Los distinguidos jóvenes de la comisión, hechos un puro caramelo de rosa, le dejaron media docena de ejemplares del programa, estampado en un papel, inverosímil por lo tenue y pintoresco, que trascendía a Jockey-Club, y salieron de la estancia de medio lado y muy encorvaditos por los riñones.

Por salir ellos se presentó en el vestíbulo del hotel el periodista de marras, aquél que había estudiado ya la comarca «bajo todos sus aspectos.»

-¡Aquí está esa calamidad! -exclamó el duque al recibir su tarjeta, en la cual le pedía permiso para tener el honor de interviewarle.- Que pase, -añadió, arrojando desdeñosamente la tarjeta encima de un velador.

Pasó el periodista con la llaneza del que se cuela en su propia casa; y antes de que concluyera de pronunciar las primeras fórmulas de su saludo, ya le estaba diciendo el personaje:

-Pero, hombre, ¿y tiene usted conciencia para venir a inficionar con la peste de su oficio estas apacibles y honradotas soledades? ¿Es posible que no haya nada sagrado para ustedes?

-¡Pues si éstos son los grandes sitios de pesca, señor duque! -contestó el otro, acomodándose tan guapamente a las humoradas del personaje.- Después de todo, si con mi oficio se peca aquí, ustedes tienen la culpa del pecado ese, porque detrás de ustedes andamos nosotros por necesidad.

-Y bien de cerca, ¡caramba! Ni siquiera me deja usted sacudirme el polvo del camino.

-En eso está la salsa del oficio, señor duque: en que nadie nos tome la delantera...

-Pues con toda su diligencia de hoy, y por lo concerniente al saco de mis pensamientos, le va usted a robar el dinero a su periódico.

-¡Tan cerrado me le presenta usted?

-O tan vacío...

-Pura modestia... En fin, señor duque, ¿qué quiere usted que digamos?

-Poco más de nada.

-A ver...

Sacó el periodista los trastos del oficio, y se dispuso a ejercitar los derechos de su altísima institución; pero el duque, tocándole ligeramente las manos con una suya entreabierta, le dijo:

-Guarde usted esa herramienta, que no hace aquí falta maldita... y escuche usted, advirtiéndole de paso que estoy muy deprisa, por lo cual no me siento ni le invito a usted a que se siente. O hay o no hay franqueza entre gentes que se conocen.

-Perfectamente, señor duque.

-Pues bueno; y óigame ahora: estoy pidiendo a Dios que se lleven los demonios a esta granujería que le está sacando el redaño a la patria, y que vengamos nosotros cuanto antes a sustituirlos en el poder, porque así es de justicia y de necesidad. Diga usted esto en la forma más decente que pueda, y buen provecho le haga a usted, al periódico y al inocente lector que malgaste un perro chico en satisfacer el candoroso afán de averiguarlo.

-¿Nada más? -preguntó el periodista sonriendo y afinándose una guía del bigote.

-¿Y le parece a usted poco? -replicó el duque tendiéndole la diestra para que se largara cuanto antes.

-Verdad que otros dan menos todavía, y no tan claro -dijo el periodista comprendiéndole.- Conque bien venido, señor duque; muchas gracias, y hasta...

-Hasta siempre, amigo mío, -concluyó el personaje conduciéndole hasta la puerta.

Que no tardó en abrirse de nuevo para dar paso al Gobernador civil de la provincia, que iba a visitarle como amigo particular.

Estando los dos en los comienzos del diálogo, entraron los tres personajes de los hongos feos, o sean Froilán, Gorgonio y Perico, según sus íntimos de la ciudad. Hallándose ellos cuatro encerrados con el de casa, hablaron larga y detenidamente, Dios y ellos saben de qué. Después salieron los cinco en dulce amor y compaña a respirar el aire libre de las inmediaciones, porque a todos ellos les hacía buen estómago, particularmente al recién llegado de Madrid, que se asfixiaba ya en la estrechez de su habitación con el peso de las visitas que habían llovido sobre él y el temor a otras que pudieran acometerle en seguida.

Y a fe que había en las inmediaciones del hotel del señor duque, no solamente aire puro y salino de que henchir los pulmones hasta ahitarlos, sino cuánto podían apetecer los ojos para recrearse y la curiosidad para satisfacerse hasta el mareo. Del panorama, no se diga, porque solamente ponían en duda su condición de «incomparable» los que le conocían por los asertos de los cronistas finos que no soltaban de la pluma aquel piropo; de la gente, por ser día festivo aquél, como ya se ha advertido, a borbotones en todas partes: en las frondosas avenidas que confluían en la gran explanada central; en el Mantón o paseo, o, mejor dicho, prado de aquella forma, que era como el remanso común a todos los ríos confluentes; en la vasta galería del balneario; en el arenal; en la cenefa de espumas, aquella cenefa plagada de ratones, según la pintoresca ocurrencia, que ya se mencionó en su lugar correspondiente, de uno de los tres personajes conocidos últimamente con los nombres de Froilán, Gorgonio y Perico; en los verdinegros bosquecillos, misteriosos, umbríos y fragantes; en el apartado y tortuoso caminejo peonil; en el merendero humilde, en el salón de conciertos y en el café aristocrático. Después, la exposición de carruajes en la correspondiente parada; el estruendo de los que llegaban o pasaban de largo; el asendereado velocipedista sudando el quilo, despatarrado en su máquina, vestido de abate con pujos y perneando en el aire, la figura más desgarbada y ridícula que ha producido el sport de nuestros días, perdido entre las nubes de polvo que levantaban los coches, maldecido de algunos transeúntes y compadecido de todos los demás; el silbido del tren, que se detenía henchidas sus entrañas de viajeros ansiosos de gozar aquel deleite, o que arrancaba llevándose otros tantos que ya habían devorado su correspondiente ración; los más o menos diestros jinetes, no siempre en fogosos ni gallardos potros; y, por último, el matraqueo desapacible del desvencijado cesto de alquiler que, cubierto de harapos y de herrumbre, venía a ser en aquel cuadro de lujos domingueros, por la fuerza del contraste, lo que la horda de mendigos en el cortejo de una boda rica en el pórtico de una catedral.

Descomponiendo el conjunto en detalles y colores, resultaban cebo abundante para todos los gustos, y temas de muchas reflexiones de agradable entretenimiento para el observador que no tuviera cosa de mayor substancia en que emplear las fuerzas del discurso. Como le sucedía, verbigracia, a Fabio López, que andaba por allí con la cabeza algo gacha y ladeada, el ojo avizor y el puro entre los dientes, tan pronto codeándose con los paseantes del Mantón, como encaramado en un altozano con la visual certera en los ratones hembras que iban y venían por el arenal, o pasando revista a las mujeres que traían o llevaban los coches de lujo, las matracas de alquiler o los trenes del ferrocarril. Esto de las mujeres guapas era el único vínculo que le ligaba cordialmente a la «juventud del día:» o en todo lo demás, no quería nada con ella; ni siquiera el estilo del ropaje.

-Esto será un resabio ea opinión de esta piara de zangolotinos deslavazados que me miran a veces con cara de lástima los cuellos de la camisa y las carteras del levisac -pensó en determinado momento;- pero aparte de que tengo pagado, y con recibo que lo acredita, cuanto llevo encima de mí, espejo en que no se verán más de cuatro y más de veinte de ellos, resabio por resabio, mil veces más procesable es este otro, que ya se ha hecho de moda por lo visto: mis paisanas con lo mejor del ropero a cuestas para venir aquí, y la elegante y distinguida colonia... ¡reconcho con la distinción y la elegancia! recibiéndolas hechas un puro guiñapo: ellas con boína y alpargatas de a treinta cuartos, y ellos poco más que en calzoncillos y camisa de dormir... ¡Canastos con la elegancia y la educación de mi abuela! Pero la culpa la tenéis vosotras, inocentes de los demonios, que no venís de la ciudad con los trapos de la cocina en justa correspondencia... Y así y todo, que os metieran mano estas intrusas con lo reguapísimas que sois... ¡Reconcho, cuantísima chica guapa hay ahora en mi pueblo!... Da gusto, vamos, lo que se llama gloria, verlas... El mejor día le rompo yo la crisma a mi sobrino, ese gomoso de... ¿Pues no se atreve a sostenerme que tiene mucho chic, y mucho qué sé yo, eso de las alpargatas y del camisón de dormir?... Vamos, hombre, le digo a usted, ¡reconcho! que a veces... ¡Si yo creo que hay tonto de esos capaz de negar a su padre y a su madre, y a Dios del cielo, por un diploma de distinguido!... ¡Off! Pues aguántate con aquel grupito de ellos que está allí enfrente: el otro sobrino mío, Casallena, Picolomini y otros tales... con tres distinguidas de boína, y supongo yo que también de alpargatas... ¡Reconcho! ¡Y cómo se retuercen y pespuntean, y qué tiernos de ojos se ponen los angelitos de Dios! ¡Ahhh! Estarán discreteando de lo más fino... ¡Como son chicos de pluma!... ¡Canastos la que se pierde mi otro sobrino con no estar ahí! Casi a media marquesa, por barba podían salir... ¡Y qué honra para todos ellos y para sus modestas familias!... ¡Reconcho! a ese hombre que se largó a su aldea a curarse los dolores del vacío, no sé qué le haría yo ahora... Aquí hay mucha tela en qué cortar hoy, y es demasiado trabajo ese para mí solo. ¡Y cuidado que entre los dos podía salir algo bueno!... ¡Pues dígote lo que viene por este otro lado! Froilán, Gorgonio y Perico, con... ¡Toma! si es el otro personaje que llegó esta mañana: «el duque,» como le llaman sus amigos de acá... ¡Reconcho, no se les cae de la boca!... Gran estampa tiene, eso sí; pero, con estampa y todo, buena castaña te han dado, según dicen; y más gorda, al zascandil de tu hijo. Y me alegro, ¡canastos! que una africana tan hermosa como esa, es digna de mejor paradero. ¡Ojalá, reconcho, que no tuviera otro que el que yo la diera!... Por lo demás, esto rechispea y va como la espuma. No es todavía un Père Lachaise, como diría cierto señor recomendado mío que, al volver de París, todo lo comparaba. con aquel famoso cementerio, que era lo que más le había asombrado en el mundo; pero llegaremos, llegaremos allá; porque es indudable que sacamos alguna disposición para ello... ¡Vaya! Por supuesto, lamentándolo mucho; porque parece ser que por ese camino se provoca la emulación del despilfarro entre las clases, y se relajan mucho las costumbres. ¡Reconcho con las costumbres! Cuando yo corría la tuna, la verdadera tuna, cada vez que iba a la Universidad, no había aquí ni una choza, ni un árbol, ni un hombre, ni un sendero; ni otros ruidos que los de la mar, entretenida en darse testerazos contra las peñas, sin que alma viviente se cansara en verlo, ni mucho menos en cantarla ditirambos por la gracia... ¡Fuera usted a saber entonces lo que se hacían esos señores moralistas en sus huroneras de la ciudad, en la cual se morían de viejas muchas gentes que sólo de oídas conocían esto!... Verdad que tampoco lo vi yo hasta que se plantó en estos yermos la primera fonda, y hubo un ómnibus en que venir a admirarla... ¡Ya ha llovido desde entonces, canastos, y ha pasado dinero por aquí! ¡Pues si hablaran de veras esas aguas!... ¡Reconcho, lo que ellas habrán visto!... Y eso sería lo verdaderamente curioso que tendría la mar. Porque a mí no me digan de otros milagros que se le cuelgan a esa señora... como el de ser todo lo que ahora se ve aquí, obra de la necesidad de sus «aires salinos» y de sus «ondas amargas.» ¡Mentira, reconcho! No hay tal necesidad ni tales milagros. La mar es tan antigua como el mundo, y hasta hace muy pocos años a ningún pudiente de tierra adentro se le había ocurrido echarse en brazos de ella para curarse los lamparones. El milagro fue del capricho, o de la moda, que trajo aquí a la primera mujer guapa. Ésta, ¡reconcho! ésta, la mujer guapa, ha sido la hechicera de estos prodigios. Desaparezca (¡no lo permita Dios!) de estos lugares esa hada benéfica; que no vuelva a verse la mujer guapa en esas galerías, ni en ese arenal, ni en estos paseos, ni en estos hoteles, y se acabó la supuesta necesidad de los baños de ola; y volverán estos risueños vergeles a ser «campos de soledad, mustio collado,» como en los tiempos más florecientes del partido progresista, con su duque de la Victoria... Y lo que sostengo siempre: bórrese esa figura tan hermosísima de la haz de la Historia y de la Fábula, como diría uno que yo sé; y a ver qué queda en el mundo, digno de que por ello le conceptúe habitable un hombre de mediano gusto. ¡Pidan ustedes entonces Odiseas, ni Quijotes, ni Alejandros, ni Césares, ni batallas de Otumba y de Marengo, ni la Constitución del año doce... ni camisa limpia tan siquiera!... ¡Ah, la mujer guapa, reconcho!... Vamos, otra parrandita ahora de graciosos de la plebe, para acabarlo de jeringar. Insisto en que debe de haber clases; sí, señor.

Y con esto torció Fabio López el rumbo que llevaba, en dirección a lo más despejado de aquellas espesuras domingueras, pensando muy juiciosamente que el pueblo, con sus trapitos de cristianar, entretejiéndose con la masa elegante, es una nota pintoresca y decorativa de hermoso efecto en un cuadro tan animado y de tanta luz como aquél; pero que lo echa a perder todo con su pueril afán de que conste su protesta de que está allí entre lo más encopetado con perfectísimo derecho y porque le da la gana de ejercitarle, cosa que nadie le negaría, aunque sólo se limitara a desempeñar su papel con la compostura que le desempeñan los demás.

Los cuatro personajes y el gobernador continuaron largo rato hablando mucho y paseando en ala en el Mantón, sin mencionar la política ni por incidencia, de lo cual certificaron más de cuatro fisgones que les seguían la pista muy de cerca, esperando algunos de ellos hasta ver andar a la greña al señor duque con los que le acompañaban. Así es que, cuando se supo que iban los cinco departiendo campechana y amistosamente, y aun poniendo en solfa, con exquisita gracia, mucho de lo que se les metía por los ojos al andar, cundió cierto desaliento entre bastantes partidarios del uno y de los otros. Porque somos así los sencillotes provincianos: queremos a los prohombres de la política tales como los soñamos en el Diario de las Sesiones y en las batallas de los periódicos: no sólo irreconciliables con sus adversarios, sino hasta guapos y bien vestidos.

Por desaparecer ellos del Mantón, llegaron a él don Roque Brezales con sus amigos Vaquero, Gárgaras y Casquete. Don Roque daba compasión por su andar desmadejado, su mirar melancólico y su color de aceituna podrida. Mientras buscaban al duque, preguntando a unos y a otros, vio don Roque pasar a Sancho Vargas, muy vestido y replanchado de pies a cabeza.

-Con permiso -dijo Brezales a sus amigos.- Vuelvo al instante.

Y apartando la gente a un lado y a otro, se abrió paso hasta que pudo tocar a Sancho Vargas en un hombro con el puño de su bastón. Volvió la cara el hombre de «la gran cabeza;» y, al conocer al que le llamaba, parose de frente a él.

-¡Oh, mi señor don Roque! -le dijo al mismo tiempo.

-¿Adónde se va por ahí, mi querido don Sancho? -le preguntó Brezales con voz cavernosa.

-Pues, hombre -respondió Vargas golpeándose una pierna con su bastoncillo acaramelado,- a todas partes y a ninguna; porque verá usted: yo venía con ánimo de saludar al duque... porque con esta clase de personas me gusta a mí entendérmelas mano a mano y sin testigos... por eso no quise formar parte de la comisión que debe de haberle visitado esta tarde; pero, amigo, resulta que ha salido de casa, según acaban de decirme en ella.

-Lo mismo nos ha pasado a nosotros -repuso Brezales,- y en su busca andamos por aquí.

-Pues yo le veré otro día, a solas y despacio; porque, como ya le he dicho a usted, a mí me gusta...

-Hace usted perfectamente -interrumpió don Roque cada vez más gemebundo y misterioso.- Y vamos al caso: yo soy el que necesito hablar despacio y a solas; pero no con mi amigo el duque, sino con usted, mi señor don Sancho.

-¿Conmigo? -exclamó éste muy picado de la curiosidad.

-Con usted -respondió Brezales,- si me dispensa el favor de oírme con la atención que yo deseo.

-¿Y puede usted dudarlo, mi señor don Roque? -le dijo Sancho Vargas ahuecándose mucho.- Estoy enteramente a sus órdenes desde ahora mismo.

-Ahora mismo, no -repuso el otro,- porque el caso no es para tratado aquí tan en público. Mañana, si no tiene usted inconveniente, a cosa de las diez, le aguardo en el escritorio.

-No faltaré, mi señor don Roque.

-Gracias, mi señor don Sancho... Pues hasta mañana... y chitón, ¿eh?

-Como una roca, mi respetable amigo. Ya me conoce usted.

-En el favor que le pido se lo demuestro bien. Conque adiós, don Sancho.

-Hasta mañana, don Roque.

Se estrecharon fuertemente las diestras y se separaron, volviéndose Brezales hacia sus amigos, y continuando Vargas sin rumbo determinado; pero muy roído de la curiosidad en que le había puesto la inesperada acometida de su acaudalado admirador.




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- XX -

Al otro día


No podía parar en cosa buena la entrada que don Roque había hecho en su casa volviendo de dejar en la suya al ilustre prócer recién llegado de Madrid. ¡Fue mucha entrada aquélla!

Como todo el que no quiere dar su brazo a torcer en un asunto peliagudo, y se agarra a un clavo ardiendo si no tiene asidero mejor para defenderse en las últimas trincheras, el iluso Brezales, en cuanto se vio dentro del nimbo esplendente del excelso personaje, apagó la candileja a cuya luz mortecina consideraba él las razones con que se le combatía en el pleito de su casa, y se dijo, con el ardimiento y la sublime ceguedad del héroe que se juega la vida en el empeño:

-Lo que deba de ser, será, aunque se junte el cielo con la tierra.

Y desde aquel instante, ciego y sordo a los hechos palpables y al retintín, que conservaba en los oídos, de las amenazas de su mujer, ya no pensó más que en empujar la bola de sus antojos para que fuera engordando hasta creerla capaz de asombrar con su volumen y de aplastar con su peso cuantos obstáculos se le pusieran por delante. Y lo consiguió, sin grande esfuerzo de su raciocinio; porque acompañando en su carruaje al duque, y rozándose con él, y oyendo su voz, y aspirando su fragancia... a no sabía qué, pero una fragancia en toda regla; saboreando su palabra y la música de su voz; adorando su prestigio; desvaneciéndose en contemplar la altura y la extensión de su fama, y en medir con la imaginación las fuerzas de su talento, y perdiéndose, por último, en la inmensidad de la consideración de que aquel hombre extraordinario venía... a lo que creía venir, tal absorción fue haciendo de estas cosas, que al cabo se sintió como borracho de todas ellas, y hasta hubo un instante en que, por la fuerza del contagio, se conceptuó ya grande, y elocuente, y afamado, y hasta hermoso, y hasta temible como él. Y este momento fue precisamente el de llegar a su casa, después de haber tratado a su otro acompañante en el landó con el más altivo menosprecio, al volver ambos de la playa.

Así es que el buen hombre se hizo extrañar hasta de Rita, que le abrió la puerta. Pisaba firme; se contoneaba mucho, con la cabeza erguida; hablaba hueco; miraba duro, y entregó el sombrero y el manatí a su doncella para que los colocara en la percha y en la bastonera respectivamente, cosa que jamás había hecho, pero que recordaba él habérsela visto hacer al duque en su casa de Madrid.

-A la señora -dijo al mismo tiempo a Rita, pero sin mirarla,- que tenga la bondad de pasar inmediatamente a mi cuarto.

Pasó él por de pronto con marcial continente, fusilado por la espalda con algunos gestos diabólicos de la doncella, y poco después se le presentó doña Angustias.

El hombre se paseaba a lo largo del dormitorio, recordando la escena ocurrida allí pocas noches antes, para gozarse en el desquite que pensaba tomar inmediatamente.

-Angustias -dijo a su mujer, plantándose delante de ella con la cabeza muy alta y una mano a medio esconder bajo la solapa de su levita abrochada.- El señor duque, nuestro ilustre amigo, ha llegado ya.

-Lo suponíamos -respondió doña Angustias, extrañándose del tono y de la actitud de su marido.- Y ¿qué más?

-¿Qué más? -repitió Brezales, llamando en su auxilio todas las fuerzas que había ido adquiriendo en la calle y de las que empezaba a desconfiar un poco.- Que venía en un lipicar, lo mismo que un rey; que me dio un abrazo en cuanto saltó al andén; que no ha abrazado a nadie más que a mí, ¡a nadie, Angustias!; que me ha preguntado por todas y cada una de vosotras con un cariño y una llaneza que me avergonzaron; que me ha distinguido entre el túmulo de gentes que le esperábamos allí, yéndose después casi que solo conmigo, hablándome de miles cosas de interés hasta su casa, donde queda rodeado de su ilustre familia...

-Pues salud se os vuelva todo, -dijo doña Angustias aprovechando una pausa de su marido.

-No va el agua por ahí -replicó don Roque con bastante entereza todavía,- sino por otro calce muy distinto.

Doña Angustias se encogió de hombros desdeñosamente.

-Si no te explicas más -le dijo,- mejor será que te calles; porque no tengo el tiempo de sobra.

Don Roque, después de dar media vuelta por el cuarto, detúvose de nuevo encarado con su mujer, y añadió a lo dicho antes:

-Ese hombre, Angustias, viene ignorante de lo que pasa aquí; ese caballero es el honor de su patria, porque es un grande hombre; ese grande hombre no puede fallar, ni equivocarse, ni dejar de ser grande... Lo digo yo, porque conozco el corazón humano y sé medir con mis luces las alturas de esos hombres... De algo me ha de servir el roce amistoso con ellos... ¿Entiendes?... Pues bueno: con ese grande hombre tengo yo una palabra empeñada; cumpliendo esa palabra, yo sería grande también, y tú lo serías a tu modo, y tu hija lo sería mucho más; porque eso es lo que tiene el sol cuando luce de verdad, que alumbra a todos por un simen: yo no lo había visto tan claro como hoy; y por eso, y porque es de justicia y de decencia, quiero y dispongo que la palabra que tenemos empeñada a ese grande hombre, que nos hace el honor de venir confiado en ella, se cumpla como es debido... y se cumplirá, porque yo quiero que se cumpla... Si alguna vez te he ofrecido cosa en contrario de esto, hazte cuenta que oíste llover; porque me vuelvo atrás, como caballero que soy. De cerca es como se ven las comenencias y los compromisos de los hombres, y de cerca acabo de verlos yo... y porque los he visto así, te digo ahora, como me lo ha gritado tantas veces la concencia en el camino: lo que debe de ser, será, aunque se junte el cielo con la tierra.

Doña Angustias oyó esta parrafada sin apartar los ojos de su marido; y en cuanto éste hubo acabado de hablar, por toda respuesta y todo comentario le largó esta palabra sola:

-¡Tonto!

Pero con tal dejillo de lástima y de ira y de burla al mismo tiempo, que resultaba un trancazo.

No necesitó más que este golpe: con él quedó el pobre hombre contundido y tambaleándose; y tan despabilado de la embriaguez que le prestaba aquellas fuerzas postizas, como si le hubieran derramado un cubo de agua por la cabeza abajo. Todos sus bríos desaparecieron en un momento; todo su valor, toda su energía, toda su entereza se disipó como por ensalmo; pero, por desgracia para el infeliz, al abandonarle estos auxiliares, en cuyos bríos confiaba, le dejaron en el meollo la visión de su conflicto, más negra y horripilante que el primer día. Se vio, pues, inerme, solo y comido de espantos, y maldijo la hora en que se le ocurrió atreverse a ser temible y valeroso; y renegó del momento en que, conociendo que sus fuerzas flaqueaban delante de su mujer, no hizo una honrosa retirada, sin dar tiempo a que le vencieran con un garbanzo, que él veía venir en el aire de aquella mirada sutil y entre los pliegues de aquella sonrisa burlona... Le dolió la palabra en lo más hondo del corazón; le escoció la herida como si estuviera el puñal envenenado; se creyó tonto de veras, por primera vez en su vida; se avergonzó de sus bravatas pueriles, y estuvo a punto de llorar, a faltas de una palabra que no se le ocurría para salir del atolladero sin el riesgo de caer en otro mayor.

Doña Angustias fue leyendo claramente todas estas evoluciones de su espíritu; y resuelta a ser implacable allí, porque para las heridas de cierta gravedad no había otra medicina que el cauterio, volvió a decir a su marido, después que le supuso ya capaz de comprenderla:

-Tonto, sí, y tonto de capirote.

-Pero... ¿por qué, mujer? -se atrevió a preguntarla Brezales en tono de súplica, con escasa voz y cobarde mirada, después de aguantar resignado aquella confirmación de la puñalada primera.

A lo que respondió doña Angustias con gesto desabrido y casi de medio lado:

-Por lo que dices, por lo que haces y por lo que piensas; en fin, tonto de pies a cabeza, por afuera y por adentro... ¿Lo quieres más claro?

Don Roque, debajo de aquella bola con que había soñado él para aplastar al mundo entero, si todo el mundo se oponía a que se realizaran sus planes, no sabía por dónde salir ni cómo revolverse para cambiar de postura cuando menos. Al fin, haciendo un esfuerzo heroico que le imponía el suplicio moral en que se hallaba, consiguió replicar a su mujer esto poco en su defensa:

-Yo bien conozco que hice mal en venir hoy metiéndote los puños por los ojos, después de lo convenido entre los dos aquí mismo... Lo conozco y lo confieso: ¿qué más quieres, Angustias? Ésta es la verdad. Pero yo no tengo la culpa de ver las cosas patas arriba que tú... Hoy las he visto... las estoy viendo ahora mismo, tal y como el primer día; creo que para nuestro bien y nuestra honra no hay más que un camino que seguir: vengo con ese pensar en la cabeza, dale que tumba y tumba que le das; quiero que cuaje en la tuya también antes con antes, y cambeo el modo... Éste es el caso... Perdona el equivoco si te ofendió, y vayamos al caso en santa paz y concordia.

-Sobre ese caso -respondió doña Angustias, resuelta a no dejar hueso sano a su marido, con ser tan grande como era la compasión que la inspiraba ya, -se ha dicho en esta casa, y particularmente entre nosotros dos, cuanto hay que decir. Si no has acabado de entender lo que nos conviene, ni han querido entenderlo ellos tampoco, tanto peor para ellos y para ti; porque, como tú me decías antes, y de aquí no se ha de rebajar un punto, duélate o no te duela, haya escándalo o no le haya, «lo que ha de ser, será, aunque se junte el cielo con la tierra.» Conque atente a ello; y a ver cómo te las arreglas para cumplir con tu deber.

Con esto salió doña Angustias, menos iracunda de lo que ella quería aparentar, y se quedó en el cuarto su marido, desaplomado, inmóvil y melancólico.

Pasó el resto de la mañana meditando mucho y sin salir de allí; comió poco, en silencio y a la fuerza; por la tarde vinieron a buscarle sus amigos Vaquero, Gárgaras y Casquete para ir en su compañía a visitar al duque: le pedían ese favor porque, yendo solos, temían cortarse algo delante de él; reavivó un poco las extenuadas fuerzas del pobre hombre el sacudimiento que produjo en su incurable vanidad la pretensión de sus amigos, en cuya compañía no tenía él inconveniente en volver a verse cara a cara con el duque después del fracaso de sus recientes bravatas; aceptó el envite hasta como ocasión de orear un poco sus pesadumbres, y pian, pianino, se fueron los cuatro veteranos del comercio de aquella ciudad en dirección a la playa, donde les ocurrió lo que el lector sabe, y además que se volvieron al anochecer sin saludar al personaje, quizás porque no puso el señor don Roque gran empeño en encontrarse con él.

Al otro día, y tras una noche de lúgubres insomnios y de horrendas pesadillas, bajó al escritorio más temprano que de costumbre: un poco, porque en la soledad de espíritu en que se hallaba, se le caía la casa encima; y otro poco, porque se le hacía siglos el tiempo que faltaba hasta la venida de su amigo Sancho Vargas, a quien tenía citado, como se sabe.

Lo había pensado bien, o, mejor dicho, la idea había brotado en su mente por propio, natural y espontáneo impulso de la razón cohibida y amordazada: había sido una ocurrencia, casi de inspiración divina. Se vio solo y vencido y menospreciado de los suyos, con la carga de sus compromisos a cuestas y ahogándole con su peso. Jamás los había considerado tan serios ni tan grandes. Faltar a ellos, le parecía la mayor de las iniquidades, y la más atroz de las inconveniencias, y hasta el más enorme de los atrevimientos. Pero no bastaba que él lo creyera así y que eso fuera la verdad, si la que había de ser nuera del duque y la madre de la nuera se empeñaban en todo lo contrario; y en este conflicto, el mayor en que podía verse un hombre serio, un comerciante capitalista de primera talla, un padre cariñoso y un marido providente, ¿qué hacer? ¿A dónde volver los ojos en demanda de justicia, o siquiera de un consejo? ¿Qué juez, qué caballero, qué sabio, era bastante de fiar para encomendarle el depósito de un secreto tan delicado y resonante como aquél?... Y al punto oyó una voz en sus adentros que le decía: «¡Sancho Vargas, hombre de Dios! ¿Cómo lo dudas?» Y a Sancho Vargas veía en los dibujos de las cortinillas, y en las siluetas de las mesitas de noche, y en los leones yacentes de las alfombras, y en las niñas de sus ojos, y en las alas de su corazón. Al hombre de los proyectos colosales no podía faltarle el rayo de luz que él necesitaba para salir de la negra oscuridad que le envolvía; y esta persuasión le indujo a buscar a Sancho Vargas cuanto antes; y la misma le seguía confortando mientras, con la visera de la gorra sobre la oreja izquierda, las manos en los bolsillos del pantalón y los pliegues de la bata desceñida zarandeándose de acá para allá, se paseaba al día siguiente a lo largo del departamento que ocupaba él solo en el escritorio.

A las diez en punto llegó «nuestra gran cabeza,» levantándola mucho y acompasando el andar, como aquél que va poseído de la importante misión que lleva y de lo mucho que la merece. Recibiole Brezales conmovido y lacio; estrechole la diestra en silencio; en silencio le obligó a que se sentara en su mismo sillón, ni limpio ni entero, pero al fin amplio y de muelles; en silencio retrocedió para cerrar la puerta con llave; y, sin que ni las moscas le oyeran, volvió hacia su atril y se sentó en una silla de paja contigua al entarimado en que se alzaban más de medio pie sobre el suelo destinado al común de las gentes, el atril y la butaca, y por ende, Sancho Vargas que la enaltecía más y más con sus ilustres y orondas posaderas. De este modo, los rayos de su luz se derramaban sobre la cabeza de don Roque de alto abajo, lo cual daba al de arriba ciertos vislumbres o remedos de olímpica divinidad, que le caían muy bien para el papel que desempeñaba o iba a desempeñar allí.

Preparada la escena de este modo, se descubrió Sancho Vargas, que rojeaba de calor; y don Roque hizo otro tanto, no se sabe si por seguir el ejemplo o por casualidad. Lo que no tiene duda es que con aquellas ceremonias y aquellas cataduras, parecía el de arriba un padre agonizante, y el de abajo un penitente moribundo. Y más lo parecieron cuando Brezales, después de carraspear un poco y de meter las dos manos y la gorra entre las rodillas, comenzó a declarar en voz cavernosa todo su secreto, con la cabeza gacha; mientras el otro la oía con la suya apoyada en una mano, el codo sobre el atril, el oído derecho muy alerta y los ojos casi cerrados.

-¡Siga, siga! -decía el oyente, sin cambiar de postura, al declarante, cada vez que éste se detenía en su confesión, como si algún respetillo humano le obligara a ello.- Siga, y no le dé cortedad, por gordo que ello sea.

Y entonces el penitente bajaba más la cabeza, -apretaba de nuevo las manos y la gorra con las rodillas y soltaba otro capitulejo de la historia, con todos sus pelos y señales.

-¡Ánimo, ánimo, mi señor don Roque! -le decía Sancho en la nueva parada,- y ábrame todo su corazón sin reparos de ninguna clase, que yo también vivo en el mundo y conozco bien sus pompas y no me asusto de nada. Confiese ciego a la amistad que le guardo, y no tema que le deje sin los consuelos que necesita, y sin un buen consejo de los muchos que han de ocurrírseme, aunque me esté mal el decirlo...

-¡Gracias, gracias, señor don Sancho de mi alma! -contestó en este trance el penitente, con la voz temblorosa y los ojos goteando, aprieta que aprieta las manos con las rodillas.

Y por este arte continuó la escena hasta llegar don Roque a la última palabra del último capítulo de la tragedia. Entonces humilló todavía más la cabeza, extremando al mismo tiempo el golpeteo con las rodillas, mientras el de lo alto respiraba fuerte, enderezaba el tronco y se revolvía en el sillón, como si se dispusiera a bendecir al contrito penitente después de perdonarle sus pecados.

-Ésta es la historia, mi buen amigo don Sancho -habló al fin el angustiado Brezales, atreviéndose a levantar un poco la cabeza, pero sin llegar con la mirada más que a la pechera con bordados del de arriba;- historia que sólo es conocida a la hora presente, en toda su verdad, de Dios, de mi familia y de usted, a quien se la he confiado por la estimación de formalidad en que le tengo. Conque usted dirá ahora lo que mejor le parezca.

Carraspeó aquí Sancho Vargas, acomodose nuevamente en el sillón, y habló de esta suerte:

-Comienzo, mi señor don Roque, por dar a usted las más rendidas gracias por el favor y la honra que me dispensa tomándome por confidente y consejero en un asunto de familia tan reservado y espinoso; y dicho esto, paso a examinar el asunto con toda la profundidad y todo el aplomo que por sí mismo requiere. Referido asunto tiene, salvo mejor parecer, tres caras para mí: la conveniencia o inconveniencia para usted y su familia de que se lleve a ejecución ese proyecto; el compromiso contraído por ustedes con el señor duque, y la manera de romperle, caso de que sea necesario y justo que se rompa.

-¡Ese es el golpe! -exclamó Brezales, irguiéndose de pronto y casi aplaudiendo a su amigo.- «Caso de que sea necesario y justo... ¡y justo! que se rompa.» Usted lo ha dicho.

-Vamos por partes, mi señor don Roque -continuó Vargas, muy satisfecho del éxito de su exordio, pero tratando de disimularlo.- Hay sus más y sus menos, en mi humilde entender, en eso de la honra que le cae a una familia de la posición brillante de la de usted, por entroncar con otra de muchos cascabeles como la del señor duque del Cañaveral. Ya sabe usted que yo tengo mis ideas especiales y bien fundadas, aunque me esté mal el decirlo, sobre el valor real y positivo de ciertas cosas y determinadas gentes; pero dejando esto a un lado, y sin meterme a discutir si es negocio o no es negocio para una chica tan brillante como la Irene, ese muchacho sin posición ni carrera, porque cada cual tiene sus gustos, vamos a lo del compromiso contraído por usted con el señor duque. Si Irene consintiera, aunque de mala gana...

-¡Primero la descuartizan!

-Ya lo he visto por el relato, ya... Si su madre le ayudara a usted siquiera...

-Pero ¿no me ha oído usted lo que me pasa con ella?

-A eso voy, mi señor don Roque; a eso voy -dijo aquí Sancho Vargas con mucha gravedad para contener el berrinchín de don Roque, que comenzaba a insinuársele, y levantándose del sillón, porque también el otro se había levantado de la silla y se golpeaba un muslo con la gorra.- Y yendo a eso; y porque Irene no quiere, y porque la ayuda su madre. y la Petra se pone al lado de las dos, y porque no hubo mayormente claridad en la manera de hacer usted y su señora en su día la proposición a la interesada; y porque así lo ha reconocido su madre, y se ha echado atrás en su compromiso; por todo esto junto, mí señor don Roque, y cada cosa de por sí, entiendo yo que el tal compromiso, justa o injustamente, que en eso no me meto, está roto por parte de la familia de usted.

-¡Es que no está roto todavía! -exclamó Brezales casi gritando,- ni quiero yo que llegue a romperse, porque no lo encuentro ni conveniente ni honrado.

-Le estoy dando a usted una opinión que se me ha pedido -replicó Vargas con un poco de altanería;- que se me ha pedido, entiéndalo usted.

-Estoy en ello, señor don Sancho -respondió Brezales con relativa humildad, reconociendo su falta;- y usted me dispense si se me ha ido un poco la burra... ¡Pero está uno tan atribullido de disgustos y pesares!...

-Ya me hago cargo, mi señor don Roque -díjole el otro, deponiendo algo su gravedad;- pero considere usted, para disculparme, que los hombres de seso y fuste, cuando somos llamados a entender en negocios de importancia, estamos obligados a decir nuestro leal parecer, duela o no duela. Si quiere usted que me calle...

-Siga usted, mi buen amigo; siga usted, -respondió Brezales, evidentemente desencantado ya y casi arrepentido de haber puesto su pleito en aquellas manos, que no le enderezaban por donde él apetecía.

-Con ese mandato de usted -añadió Vargas,- sigo para decir, por término y remate del asunto examinado al pormayor, que puesto usted en el caso de romper el compromiso, justa o injustamente, pero obligado a ello por las circunstancias, hay que pensar en el modo de romperle.

-¡Esa es la negra! -exclamó don Roque con los pelos crispados y los ojos hundidos.- ¿Quién tiene cara para irle a ese gran caballero con esas coplas a estas alturas?

-Usted mismo, señor don Roque -contestó Vargas con gran sosiego; -usted mismo; y si no se atreve, cualquier amigo de usted: ya sabe usted que los tiene que son bien de fiar en ese asunto y en otros de más importancia todavía, aunque me esté mal el decirlo.

Iba don Roque a asirse con avidez a aquel cabo que le echaban en su naufragio, cuando se oyeron unos golpecitos dados a la puerta. Acercose a ella Brezales; preguntó quién llamaba por el resquicio de las dos hojas, y le dieron una contestación que le hizo dar un salto y llevarse las manos a la cabeza.

-¡Cielo santo! -exclamó al mismo tiempo; y volviendo en seguida de puntillas hasta donde estaba Sancho Vargas contemplándole con asombro, le dijo muy callandito:- ¡No me abandone usted, por el amor de Dios! ¡No me deje usted a solas con él!

-¿Con quién? -le preguntó Vargas cada vez más admirado.

-Con el duque, que está ahí afuera preguntando por mí, -respondió don Roque entre espasmos y crispaturas.

-Pues que pase cuanto antes -dijo Vargas.- Vaya, hombre: ¡ni aunque se nos viniera el cielo abajo! Arréglese, arréglese algo el vestido -añadió mientras él hacia lo propio con el suyo, aunque no con tanta necesidad como su interlocutor,- y abra en seguida... y alegre un poco esa cara de difunto.

Obedeciole Brezales cuanto le fue posible en su aceleramiento; y antes de acabar de abrir la puerta para que entrara el personaje, ya había empezado a gritar:

-¡Hombre, hombre!... ¡Tanto bueno por aquí, y nosotros sin saberlo!... Pase, pase, mi ilustre amigo, a honrar esta pobre choza; y perdone lo que le hemos hecho esperar. ¡Estos condenados negocios que le obligan a uno a encerrarse con llave a lo mejor, para tratarlos como es de ley!...

Pasó el duque entre este vocerío, muchos manoteos de don Roque y grandes reverencias de Sancho Vargas; y después de los saludos y excusas y protestas y todo lo de costumbre en un caso como aquél, dijo el personaje sin querer sentarse todavía, por más que se lo rogaban:

-Aunque no soy comerciante de profesión, yo también traigo mi negociejo correspondiente que tratar en reserva con usted, mi señor don Roque, amén del propósito de verle y de saludarle, y muy contados los minutos de que puedo disponer.

Quedose el hombre como si el techo se hubiera desplomado sobre su cabeza, y miró con angustia a Sancho Vargas, que ya se disponía a despedirse por haber entendido bien la indirecta del duque. A duras penas pudo contestarle:

-Estoy siempre a las órdenes de usted, mi ilustre y descomunal amigo y señor.

-Y yo -replicó el duque, celebrando con una sonrisilla picarona la gracia del adjetivo,- apreciándole a usted en todo lo que vale, y no sabiendo nunca cómo pagarle la adhesión y los favores que le debo.

Despidiose de los dos el que estaba allí de sobra; tendiole la mano el prócer muy campechanamente; y como esto pasaba muy cerquita de la puerta, en cuanto salió por ella Sancho Vargas se dignó cerrarla el señor duque con el salero del mundo.

-¡Muerto soy! -exclamó para sí Brezales al enterarse de ello con espanto.




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- XXI -

Las chinches del señor duque


Sentados ya frente a frente el personaje y su amigo, mientras éste temblaba y se moría de congoja, el otro, con los síntomas que tenía delante y los datos que sobre la misma enfermedad le había suministrado su hijo, iba leyendo en el alma del pobre atribulado igual que en un libro abierto.

Como fruto de estas observaciones sagaces, y quizás también de un sentimiento muy humano y caritativo, si no fue obra de otro móvil menos piadoso, aunque bien pudiera haber entrado en ella un poco de cada cosa, el señor duque, que resplandecía de frescachón y guapote, y de elegante, y oloroso (hasta el punto de atreverse a jurar en sus adentros el acoquinado Brezales que le salían de la ancha frente, y de los cabellos grises, y de las niñas de los dominantes ojos, en fin, de toda la augusta cabeza, rayos de luz que le turbaban a él la vista y le freían las entrañas), llegó a decir en un tono con dejillos de chancero:

-De buen grado, mi excelente amigo don Roque, le haría a usted yo ahora, como introducción al motivo secundario de mi visita, porque el principal ya sabe usted que es el de satisfacer el gusto de saludarle, una ligera disertación, que tal vez resultara entretenida, sobre lo falible de los cálculos humanos y otras zarandajas por el estilo, con la indispensable filosofía, más o menos casera, que iríamos deduciendo de la tesis, para concluir por recomendársela a usted como probado remedio contra las injustificables mortificaciones de eso que se llama vulgarmente y a cada paso «grandes conflictos de la vida.» Pero como podría ocurrir que la amenidad no resultara, o que la disertación no viniera aquí a pelo enteramente, o que, viniendo, no existiera la necesidad de hacerla, démosla por hecha y discutida, y permítame que entre de lleno en el segundo motivo de los dos que aquí me traen.

Don Roque no pescó una miga del verdadero meollo de esta parrafada. Estaba poseído de arriba abajo de una sola idea; a esa idea le sonaban todos los ruidos que oía, y en ese dedo malo sentía todos los golpes que se daban a su alrededor. Notó, sí, que el duque le miraba con risueña faz y le trataba hasta con mimo; pero estos síntomas, lejos de levantarle los ánimos, más se los abatían; porque cuanto más distante estuviera su egregio amigo de la negra realidad de las cosas, mayores serían su asombro.y su indignación al conocerla de repente.

Por eso se limitó a responderle, con la forzada abnegación del desdichado que comienza a subir las gradas del patíbulo:

-Estoy enteramente a las órdenes del señor duque. Lo que sea de su gusto, será del mío.

-Pues deseo, ante todo, mi complaciente y bondadoso amigo -dijo el duque sin abandonar el tono familiar y casi chancero con que había empezado a expresarse allí,- conocer el estado de las cuentas pendientes entre nosotros dos.

Don Roque vio, con los ojos de sus preocupaciones, una rendija muy ancha, algo como boca de sima que acababa de abrirse cerca de sus pies, y dio por hecho que por aquel tragadero iba a colarse él muy pronto hasta los abismos de la tierra.

-¿Cuentas pendientes entre nosotros, dice usted? -repitió maquinalmente el pobre hombre para ganar un poco de tiempo en su agonía.

-Así como suena, señor don Roque -añadió el otro contemplándole con vivo interés, como si adivinara lo que le estaba pasando.- Cuentas sin metáforas ni simbolismos; cuentas de números prosaicos en columna cerrada...

Brezales vio, al oír esto, que la rendija cercana a sus pies se cerraba poco a poco, al mismo tiempo que iba abriéndose en el cielo un agujerito por donde salía un rayo de luz que le templaba la sangre y le entonaba los desconcertados nervios.

-¡Qué cuentas ni qué ocho cuartos! -exclamó entonces volviendo, como por milagro, de la muerte a la vida.- Pues, hombre, ¡estaría bueno que a una persona como usted, fuera yo!... ¡Quite usted allá!... Usted tiene todas sus cuentas saldadas conmigo.

-Perdone usted que lo niegue, -replicó el personaje formalizándose un poco.

-Pues yo me retifico en mis trece; y a ver qué adelanta usted con negármelas, -insistió Brezales valerosamente.

-Y yo deploro -repuso el duque formalizándose otro poco más al parecer,- que a usted le dé por ahí, creyendo hacerme un favor en ello.

-No hay tal favor, señor duque.

-Pues si no le hay, menos me explico todavía, el empeño de negar usted un hecho tan evidente.

-Y si hubiera intento de favor, ¿por qué no había de haberle? -preguntó don Roque galleándose ya con el duque, lo mismo que si fueran de una misma pollada los dos.

-Por no venir enteramente al caso, -respondió el otro acabando de formalizarse.

-¿Por qué? -volvió a preguntar Brezales sin perder chispa de sus bríos.

-Porque hay algo en ese favor, que no entona bien con la estimación en que yo quiero que me tenga usted a mí, ni con la en que yo le tengo y quiero tenerle a usted... En fin, mi señor don Roque, cuestión de escrúpulos de delicadeza que deben de respetarse sin ponerlos en tela de juicio. Nada de esto se opone a que yo le acepte a usted las intenciones con todo mi corazón, por lo que tienen de generosas; pero permítame que insista en mi pretensión de conocer el estado de nuestras cuentas atrasadas. Porque yo, mi buen amigo, podré ser algo moroso en saldarlas, por no andar siempre en mí los medios y los buenos propósitos a un mismo nivel; pero de eso a no reconocerlas, o a aceptar lo que usted pretende, hay una distancia enorme. ¿Me va comprendiendo usted?

-Puede que sí -respondió don Roque, bastante contrariado con aquello que reputaba baza perdida para él.- Pero figúrese usted, mi regio amigo, que con el mejor de los deseos no pudiera complacerle a usted en este instante, porque no tenga los apuntes a la mano, o porque se los haya llevado el demonio... que bien pudiera ser así.

-Pues lo sentiría en el alma -dijo el personaje con todas las señales de la mayor sinceridad,- porque yo, con esta vida agitada que traigo, y tan extraña a esas mecánicas aritméticas del hogar, apenas conservo otros rastros de esos favores que usted se ha servido hacerme, que los que quedan en mi corazón; lo cual es bien poco, ciertamente, para saldar a conciencia una cuenta en el Mayor de su casa de usted... o en el libro en que se halle la mía.

-Pero, señor duque -dijo aquí Brezales hispiéndose un poco más,- ¿se puede saber a qué santo vienen eses apuros con que me ha salido usted de repente? ¿Vamos a vernos hoy por última vez en la vida? ¿Vamos a morirnos uno de los dos?

A lo que respondió el duque, inmediatamente:

-¡No lo permita Dios, que sabe lo que estimo la amistad de usted y el apego que tengo a la vida!

-Pues entonces, hombre -añadió Brezales creyéndose vencedor en la porfía,- ¿a qué vienen esas solfas? Dejemos el caso que vaya paulativamente marchando de por sí hasta donde los vientos le lleven...

-Mire usted, señor don Roque -interrumpió el personaje, volviendo a su natural gracejo que tan bien le caía,- yo, hombre desgobernado, como todos los de mi oficio, para muchas cosas de la vida ordinaria, tengo el sistema, que en mí es ya una necesidad de carácter, de no levantar un pie para moverme, sin ver cómo queda sentado el otro...

-Ese es el modo de andar sobre seguro.

-Con mayor firmeza se andaría, a mi juicio -observó el duque muy risueño,- estudiando más el terreno aún no pisado, que el que va quedando atrás; pero hay que respetar todos los gustos, y el mío, en este particular, es tal y como acabo de pintársele a usted. Pues bien, amigo mío: siendo éste mi gusto, y dejando símbolos a un lado, y viniendo a lo concreto de mi negocio, yo tenía sumo interés en conocer el estado de nuestras cuentas atrasadas, porque me había permitido esperar que no hallaría usted inconveniente en añadirlas otro rengloncito más, sin estar borrados los anteriores.

Al oír esto, vio don Roque Brezales que el agujerito de antes se dilataba desmesuradamente en su cielo de esperanzas; sintió que le retoñaba la sangre en las venas; que adquiría todos los alientos perdidos, y que la silla en que se sentaba se iba alzando poco a poco hasta levantar dos palmos por encima de la de su encopetado interlocutor. Aquel hombre tan ilustre y resonado, con quien él tenía un compromiso imposible de cumplir; aquel prócer deslumbrante que, una vez sacado a plaza el tema del desdichado negocio, podía llamarle a él, sin faltar enteramente a la justicia, trapacero, y aun zascandil si a mano viniera; aquel gran caballero, en fin, que tanto miedo le daba, necesitaba y le pedía, o iba a pedirle, dinero. ¡Por allí, por allí asomaba el desfiladero de salvación! Por aquel desfiladero emprendería él la huida, y llegaría a puerto seguro y a situarse en posición tan ventajosa, que hasta podría mirar al grande hombre de alto abajo. ¡Cascabeles si había cambiado el simen de las cosas en poco tiempo! En menos del que se tarda en apuntarlas aquí, vio don Roque todo este cuadro; y no bien le hubo visto, respondió a su interlocutor, esponjándose pasmosamente en la silla y dándose una manotada en el pecho:

-Todo cuanto soy y valgo es de usted, señor duque; y ya sabe usted que no hablo por hablar en estos casos.

-Me consta, amigo mío -dijo el duque,- como le consta a usted que yo no soy desagradecido; pero...

-¡Pida usted por esa boca! -dijo Brezales, casi amenazando al otro.

-Mire usted que no voy a pedirle media peseta.

-¡Aunque me pida usted la luna!... Aquí hay trigo para largo, y la mejor voluntad para servir a un amigo como usted.

-¡Mire usted que no tengo garantías!

-Mejor que mejor. Si las tuviera, ¡valiente maravilla de servicio sería el que pudiera yo hacerle a usted!

-Mire usted que puede ocurrir que no vengamos tan pronto; que yo no cuento con otro caudal que el de las esperanzas de esa venida, y que, aun viniendo, soy hombre de manos limpias e incapaz de hacer ahorros, aunque no de mirar por el bien y la prosperidad de los buenos amigos...

-Todo eso está de más para mí, señor duque... Hágame usted el mayor favor que puede hacerme diciéndome, cuanto antes, qué dinero es el que necesita.

-Pues, señor -dijo aquí el duque riéndose de todas veras,- está visto que, contra los impulsos generosos de usted, no hay reflexiones que valgan.

-Ni tanto así, -contestó Brezales, que ya se había puesto de pie, señalando con el pulgar la punta del índice de su diestra.

-Déjeme usted siquiera -expuso el duque levantándose también,- darle una explicación del motivo extraordinario de esta petición...

-Por oída, señor duque, por oída -insistió don Roque, cada vez más poseído de los demonios que le hormigueaban en el cuerpo.- ¿Cuánto es lo que usted necesita?

-Pues, ¡ea!... Cuatro mil duros, -respondió el personaje, estudiando en la cara de don Roque el efecto de la cifra disparada de aquel modo.

-¡Cuatro mil duros! -exclamó Brezales haciendo una mueca a las barbas del personaje, que iba de asombro en asombro.- ¿Y a eso llamaba usted cantidad? ¡Eso es una porquería, señor duque! Hágase usted y hágame a mí más honra, pidiendo cosa de mayor juste... Le pondré siquiera seis.

-De ningún modo, señor don Roque, -contestó el otro con notoria sinceridad.

-Pues de cinco no rebajo un lápice, -replicó Brezales caminando ya hacia el atril.

-Es usted el mismo diablo -dijo al propio tiempo el duque, quizás no muy pesaroso de aquel singular tesón del inverosímil comerciante,- y no hay más remedio que ceder a sus tentaciones.

-Pues, hombre -rezongaba Brezales mientras se sentaba en el sillón y abría la portezuela del casillero que tenía delante y sacaba un libro talonario de una de las casillas,- ¿qué idea tenía usted formada de mí? ¿Para qué son los amigos pudientes... y para qué mil demonios, sirve el dinero, si no se emplea o se tira por la ventana en ocasiones como ésta?... ¡Vaya, vaya!...

Y no cesó de hablar por el estilo hasta que se puso a llenar una de las hojas apaisadas del talonario.

Mientras en esto se ocupaba, el duque cogió pluma y papel de encima del mismo atril, y escribió también algo que puso en manos de don Roque en cuanto éste le entregó el talón que había extendido.

-Ahí va esa miseria, -dijo don Roque.

-Ahí va -dijo el otro,- lo único con que puedo pagarla en este instante.

Comenzó a leer don Roque el papelejo:

-«He recibido de...» ¡Cascabeles! ¿Por quién me toma usted a mi?... ¡Pues esto sólo nos faltaba!...

Y con marcial continente rompió en muchos pedazos el recibo, y los arrojó en el cesto de los papeles inútiles.

-¡Pero don Roque! -exclamó el duque cada vez más asombrado.

-Ni una palabra más sobre este asunto, si no quiere usted que riñamos...

-Pero la declaración siquiera de la deuda...

-La palabra de usted me bastará, si llega el caso.

-Puedo morirme.

-Lo sentiría por la patria y por la veneración que a usted le tengo.

-Usted me confunde, amigo mío.

-Y usted me paga con sobras llamándome de ese modo...

No había manera de luchar contra aquel torrente. Comprendiéndolo así, el duque apretó ardorosamente la diestra del comerciante con las dos manos suyas; y esto fue lo último que se habló allí sobre tan delicado particular.

Poco tiempo después se despedía el personaje, manifestando a don Roque que por la tarde tendría el honor de subir a saludar a su familia.

-El honor será para ella, -contestó Brezales con la mayor serenidad, porque la posesión absoluta de sí mismo le había hecho hasta elocuente de veras, amén de fino y cortesano.

En cuanto se quedó solo el buen hombre, faltó muy poco para que hiciera dos zapatetas en el aire. ¡Tan a gusto se encontraba sin la cruz que le venía agobiando tanto tiempo hacía!

-Ahora -pensaba casi a voces,- ya es distinto... Podré perder la pompa y la felicidad de mi hija... y de todos nosotros, pompa y felicidad que se nos va por los aires, porque el diablo lo ha querido; me quedará ese clavo adentro para toda la vida; pero que me obliguen a ponerme cara a cara con ese guapo; que salga a plaza la cosa, y a ver quién de los dos tose más recio. ¡Cascabeles!... ¡Y le parecían mucho seis mil duros! Sesenta mil hubiera dado yo igualmente por comprar lo que he comprado con ellos. Si ese hombre barrunta lo que me pasa, no sabe lo que ha vendido... Pues, con todo y así, si le contara yo el caso a mi amigo Vaquero, o, es un suponer, a Gárgaras o al mismo Casquete, con lo riquísimos que son, eran capaces de decir que me había dejado robar. ¡Sinvergüenzas!

El egregio duque, entre tanto, salía del portal y echaba calle abajo con su apostura arrogante, su cara resplandeciente y su aire, en fin, de personaje de nota, trascendiendo a holgura y abundancia, lo mismo que si fuera mina ambulante de onzas de oro.

-Yo no sé -pensaba mientras andaba,- si esto que acabo de hacer será enteramente correcto, o un punible abuso de fuerza mayor; porque el dichoso don Roque no tiene pizca de sentido común. Pero es lo cierto que el sablazo era de absoluta necesidad en la crítica situación en que me hallo. Yo contaba con mi ilustre yerno, cerrando los ojos a la elocuencia de muchos y muy desastrosos precedentes de este caballero; pero resulta que también él contaba conmigo por idénticas necesidades: de modo que llegamos a juntarnos el hambre con la gana de comer; y puesto yo en este trance, y ya que el Estado no acaba de prestarse a levantar las cargas domésticas de sus grandes hombres, ni yo he sabido nunca aprovecharme de la sartén de la Hacienda nacional cuando la he tenido por el mango, ni en España ha cuajado hasta ahora la costumbre de dar un pan por el trabajo de comer otro, ¿qué hacer? Pues lo de ordinario: pedírselo a quien lo tenga, con el honrado propósito de pagarlo en días más florecientes... propósito que no abunda entre los menesterosos de mi calibre tanto como se cree. Se imponía, pues, la necesidad de una víctima. Y ¿quién con mejores títulos para serlo que este pobre mentecato que lo tiene a mucha honra, y está nadando en dinero, y además me debía una buena indemnización? ¡Qué demonio! si apurando la tesis, hasta debiera remorderme la conciencia por no haber explotado bien el frenesí de largueza en que cayó. Le pude haber sacado el redaño, y aún le hubiera parecido poco. Porque es evidente que trataba de comprar a fuerza de oro las que no tenía ya para mirarme sereno a la cara. ¡Inocente de Dios! ¡De qué pequeñeces se avergüenza todavía! ¡Si él supiera de qué tamaño son las deslealtades y las caídas entre las gentes con quienes ando yo!... ¡Si le fueran conocidas siquiera las de mi casa! ¡Si supiera qué peine es mi hijo, y qué ganga se pierde con no echársele de yerno, y a mi mujer de consuegra!... En fin, yo soy lo mejor de la familia, y no es inmodestia, porque me queda, cuando menos, la virtud de conocerlos a todos y de estimarlos en lo que valen; un poco de rubor para no entrar con todas, como romana del diablo, y algo en mis adentros que me hace como arrepentirme de haber explotado en Madrid el candor de ese pobre hombre, y casi felicitarme ahora de que no haya prosperado la zancadilla... Porque no tiene duda que a la presente fecha se ha llevado el demonio lo suyo, dando al traste con todas aquellas combinaciones; y me guardaré yo muy bien de empeñarme en componer lo que no tiene ni debe de tener compostura. Quédense, pues, las cosas como están, sin dar ociosamente otro cuarto al pregonero; vuélvase cada mochuelo a su olivo antes con antes, en paz y en gracia de Dios y como si nada hubiera pasado, porque no sería racional otra cosa, ni conveniente perder yo las amistades con este buen sujeto; y por de pronto, alabemos a la Providencia divina, que ha cuidado de que en este desastre no se haya perdido todo para mí ni para los pajaritos de mi casa, que no viven del aire. Es indudable que al mundo le queda un buen pedazo que no se ha podrido todavía; y esto siempre es un consuelo para los pocos hombres que sabemos conocerlo y estimarlo, porque aún no estamos enteramente dejados de la mano de Dios.




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- XXII -

La «jira elegante»


Para que todo estuviera en punto de caramelo y nada faltara en aquella coruscante fiesta de la high life, así trashumante como indígena, quiso la buena fortuna que llegara a tiempo de concurrir a ella Alhelí, el cronista más almibarado y oloroso de todos los cronistas de salones madrileños; la más competente, indiscutible y respetada autoridad en materia de moños aristocráticos, picadillos y contorsiones pschout, y sauteries y faive o'clocks. Díjose que había venido, no solamente invitado, sino con dietas y estancias pagadas, préalablement, por algunos amigos y otros valientes apasionados, suyos de la crema de allí, que le reputaban por el único mortal digno de manejar la estrofa de gancho fino y punto de Flandes a la altura que pedía el caso; en fin, que había venido para aquello, como Homero al mundo para cantar lo de Troya. Cierto o no cierto el dicho, el hecho fue que apareció la víspera de aquel día en la vía pública, rodeado de admiradores que le devoraban con los ojos el terno de tricot fantasía, el sombrerillo de paja y los botines de dril; todo en conjunto y cada cosa de por sí, de la más «alta y atrevida novedad,» como decía él. El mozo (pues lo era, aunque linfático y de pocas creces) se dejaba admirar con entera conciencia de merecerlo, no sólo por lo admirable del vestido, sino por tener plato en todas las mesas de lustre y acceso a todos los cotarros del «buen tono;» moneda en que pagaban las gentes del «gran mundo» las lisonjas de su pluma, que no valía para otros destinos ni vivía de otra cosa.

Al día siguiente fue de los primeros en concurrir a la explanada del embarcadero; pero con otro vestido y otros requilorios muy diferentes de los de la víspera: llevaba encima un atalaje adecuado a las exigencias de la ocasión; algo así como «a la marinera» de teatro; guantes de muchos cosidos, borceguíes a la inglesa, grandes anteojos de mar colgando de una bandolera, y entre manos una bocina descomunal de reluciente azófar, sobre cuyo destino guardaba el obstinado secreto; secreto que era la desesperación de sus amigos, a los cuales consolaba asegurándoles que el detalle «había de quedar,» porque, como irían viéndolo, compondría distinguidísimamente en el cuadro. Era una novedad que quería introducir él, tomándola de otros del sport de Madrid, en los que acababa de adoptarse con gran éxito.

La verdad es que con aquellos atalajes y aquel cortejo que le envolvía y escuchaba y le seguía en cada parada, en cada discurso y en cada vuelta por el andén, el mozo parecía amo, jefe y director de todo aquello; y más lo pareció cuando, por aproximarse la hora de la cita, comenzaron a llegar hasta los menos diligentes de los invitados, y él a salir a su encuentro para hacerles agasajo y cortesía, según las prendas y merecimientos de cada uno... ¡Oh, cómo se crecía allí y se agrandaba a los ojos de los chicos de su séquito! No parecía sino que en el apretón de manos, en la ceremoniosa cabezada, en el familiar apóstrofe, en la sonrisa afable o en la mirada sutil, daba a cada recién llegado la credencial de suficiencia para formar en aquella legión de escogidos, y que, al acompañarlos hasta el borde de la escalera de embarque, decía a la comisión que funcionaba abajo sobre la cubierta del vapor allí atracado: «Podéis recibirlos sin escrúpulo: van garantizados por mí.»

De este modo fue desfilando por aquel tablero, en poco más de un cuarto de hora, la flor y nata de la colonia forastera y de la gente de la ciudad... con alguna que otra excepción que no hubiera merecido el pase del superfino Alhelí si se hubiera sometido el punto a su dictamen. Por ejemplo, la excepción de Fabio López. No supo nunca el remilgado cronista lo que se perdió con no haberse enterado el otro de la cara que él le puso al verle atravesar el tablero y acometer la escalera hacia el vapor, con su puro entre los dientes, media oreja debajo del apabullado calabrés, su garrote de acebo del país, sus zapatos amarillos, su levisac de carteras y sus navajeros clásicos.

«Pero ¿qué pito iba a tocar allí Fabio López?» -preguntará el lector, que conoce su modo de pensar sobre ciertas flaquezas de la vida humana.- «¿Por qué tomaba parte en una fiesta de aquella catadura un hombre tan incompatible con ella?» Pues Fabio López estaba allí, principalmente, porque no debía de estar: era de los hombres más tentados de la atracción de los abismos; y el diablo parecía complacerse en prodigárselos por donde quiera que andaba. En aquella ocasión se valió, para tentarle, de la pasión que la víctima tenía por sus dos sobrinos. No podía pasarse sin ellos en la mesa, ni dejar de acompañarlos con la atención a todas partes. Sabía él que en la jira que tantas y tan sangrientas burlas le debía, representaban papeles de mucha cuenta; y ardiendo en curiosidad de ver cómo se portaban en ellos, y no pudiendo disimularla, explotáronle la flaqueza los dos diablejos, y cayó el pecador otra vez más. «Sé que no vuelvo a casa vivo -les afirmó con voz y cara de tempestades,- porque aunque juro no tomar ni el aire de vuestra mesa ridícula, he de morir de indigestión de algo que yo barrunto; pero voy, voy, ¡reconcho! siquiera porque me dejéis en paz... y por adquirir con mis propias uñas más pruebas que meteros por los ojos cuando me digáis que muerdo de vicio y sin saber lo que muerdo.»

Y por eso iba, es decir, creía que iba por eso a la jira elegante aquella... como había ido en su vida a tantas otras partes, de donde no siempre había vuelto tan descalabrado como esperaba al empezar a caer; pero, en rigor de verdad, iba porque así se cumplía su destino.

Iba, como de costumbre en tales casos, poniéndose en el peor de los imaginables, y echándose la cuenta del perdido: que se viera solo entre la muchedumbre de la ratonera en que se dejaba coger; y peor que solo, mal acompañado, sin una cara amiga a qué volver los ojos, ni una persona de gusto con quien cambiar media docena de comentarios crudos, que necesariamente habían de sugerirle tipos y escenas que no faltarían en su derredor. ¡Y cuidado que la jornada era breve, en gracia de Dios, para pasada en un potro y sin un resquicio de escape en un extremo insufrible!

Por éstas y semejantes alturas de imaginación andaba el hombre cuando salió de casa aquella mañana, y llegó al muelle de los Pitorras y atravesó el ancho tablero en que hormigueaban invitados y curiosos, y le vio pasar derecho a la escalerilla el almibarado Alhelí, sin que López le viera a él, ni tampoco a persona que le fuera simpática entre las varias que conoció en dos miradas de reojo que lanzó a diestro y a siniestro. Sabía que sus dos sobrinos formaban parte de la comisión receptora del vapor, y en ello iba confiado para salvar el primer escollo de los varios que para él tenía el mar de las aventuras en que había empezado a meterse: la entrada en el barco, lleno ya de gentes desconocidas, amén de elegantes del «gran mundo» muchas de ellas. Eso de tener a quién preguntar algo, con quién hablar, y hablar recio si era preciso, en un trance tan crítico como aquél, valía más de lo que parecía. Del modo de empezarlas depende el éxito, bueno o malo, de casi todas las empresas de la vida.

Cuando llegó a poner el pie en el primer peldaño de la escalera, el Pitorra cuarto... o quinto, porque en esto hay sus dudas, lucía un poco más abajo todos sus trapitos de gala y lanzaba a borbotones el humo por la chimenea, como si despilfarrara el carbón en honra de tanta fiesta; y a la sombra de los toldos, si no nuevos, lavaditos y estirados, bullían los elegidos en pintoresco desorden, tremolando las gasas de los sombrerillos de las damas al impulso de la ventolina que soplaba, y confundiéndose en un olor solo y en una sola algarabía, el salitre de la mar, el perfume de las mujeres, el tufo de la maquinaria, y el rumor de las conversaciones; el chapoteo de la resaca al batir los pilares y escalones del embarcadero, y las fugas del vapor de la caldera por todos los resquicios que le franqueaban las llaves mal cerradas.

A Fabio López le pareció el cuadro muy vistoso, y se detuvo unos momentos con el doble fin de contemplarle y de descubrir a sus sobrinos, o de ser visto por ellos. Sucedió lo último. Conoció la voz del apodado Juan Fernández; viole en seguida venir hacia la plancha tendida entre la escalera y el vapor, y bajó, con paso resuelto como quien pisa ya terreno conocido y hasta de su legítima propiedad. Entró en la ratonera, aprovechando el pretexto de algunos apóstrofes a su deudo para echar unas cuantas ojeadas al cuadro y empezar a orientarse de él, y no quedó pesaroso de la exploración. ¡Mucha mujer guapa había por allí! Fueran de allá, fueran de acá, fueran crema fina o fueran requesón, vulgar, ellas eran guapas; y en tratándose de mujeres guapas, no había que pararse en fronteras ni en jerarquías: todas eran de todas partes y para admiración y recreo de todos los hombres de buena voluntad y mejor gusto. Con este puntalillo en los ánimos, se sintió más brioso y se atrevió a un poco más: vio sitios desocupados en el castillete de proa, y fue en demanda de uno de ellos. Hervía aquel espacio de mujeres en animado revoltijo. Mejor para él: podía hartarse de mirar sin ser observado de nadie. Pues a mirar y empezando por lo de más cerca y más a tiro de los ojos: por los pies. ¡De lo bueno a lo superior, reconcho! Pero no se podía andar despacio ni en bromas con la vista por allí. Arriba con ella: el talle. Le tenía a él sin cuidado ese particular. Al otro piso... De molde; pero ¡fuera usted a saber!... Las caras. ¡Allí sí que no cabía engaño para él, que era ya perro viejo y sabía distinguir de colores! Podía certificar que había las necesarias para perder el gusto el hombre de más cachaza, puesto a escoger entre todas las de primera. ¡Canastos, cómo abundaban las de esta clase! Y los trajes eran vistosos y hasta elegantes; pero sencillos a más no poder. Le gustaba esta circunstancia. En cambio, los hombres, sobre todo los de cierta edad, tumbaban de espaldas: unos por carta de más, y otros por carta de menos... Volviendo a las mujeres, ninguna de ellas le era enteramente desconocida. A todas las había visto alguna vez, o en la playa o entre calles en lo que iba de verano, o desde que se habían vestido de largo; porque en el montón las había forasteras y de casa. Procediendo en el examen por comparación, buenas las hallaba entre las primeras; pero ¡cuidado con algunas de las segundas! Allí estaba, entre otras, la Africana de Brezales... ¡Reconcho, qué mujer aquélla!... En el mundo no se daba otra de más adobo picante... Buena era su hermana en clase de rubia; pero ¡quiá! ni con cien leguas... ¡Qué contraste el de las dos con las tres cotorras de Sotillo, que estaban a su lado charla que te charla con unas forasteras que conocía él mucho de vista! El segundo sobrino suyo, el sportman platónico, muy soplado de smoking y cuellos de pajarita, que se le había acercado momentos antes, deprisa y corriendo, porque lograba aquel vagar en sus tareas, le informó de que las que hablaban con las de Sotillo eran las de Gárgola, guapas chicas, amén de acaudaladas... Según el mismo informante, lo de Irene Brezales con Nino Casa-Gutiérrez había concluido, sin haber comenzado propiamente; y para que no le quedara a nadie la menor duda, estaba ella presente allí, convaleciendo de la enfermedad que le había costado el susto... El gran duque se había conformado con una indemnización de cinco mil duros. Se sabía esto porque él mismo había cobrado en el Banco un talón de esa cantidad, firmado por don Roque; y debió de publicarlo el dependiente que pagó... Bien le vendría la guita al hijo del personaje, que llevaba tres días de malas en la ruleta... porque había ruleta a diario, aunque se dijera otra cosa... En lo del malogro de la boda, punto para Pancho Vila.

Y con esto se fue el mozo del smoking y de los cuellos de pajarita a cumplir con sus deberes galantes, y se quedó su tío comenzando a temer que aunque aquello, por lo tocante a mujeres, estaba de lo mejor, había de aburrirse pronto por falta de espacio en que revolverse y de un amigo con quien desahogar sus humores. Buscando lo uno y lo otro, había dejado su sitio y andaba en dirección al departamento de popa y mirando a todas partes. Muchas caras conocidas veía; pero ni una sola «de cristiano.» ¡Reconcho, si le entraba la fiebre después de desatracarse el vapor! ¿Se desembarcaría antes de verse en tal peligro?... Faltaba el modo de hacerlo, aunque quisiera. ¡Cuidado con el alud de gentes que caía sobre el vapor en aquel instante!... ¡Uf! El gran duque de la Camama... y la merluza de su hija con el novio memo detrás... y el otro duque de hueso arranciado... y el perdis de Nino... Por lo visto, las dos grandes duquesas se habían quedado en casa. Muy bien hecho... Para escaparates de droguería, sobraban algunos que ya estaban a bordo... El tonto de don Roque, que les había salido al encuentro, venía delante, como el pertiguero de la procesión, abriendo paso... Pues los llevaba hacia proa... Si era verdad lo de los cinco mil duros por vía de indemnización, Fabio López no entendía aquella ocurrencia de Brezales... Habría que darse una vuelta por allí para ver cómo se las arreglaban las dos familias frente a frente, si las noticias del gomoso eran exactas... Detrás de los personajes, Sancho Vargas, vestido de dril, con zapato bajo y sombrerito a la marinera; el periodista de marras y Pepe Gómez: los tres coleros de Su Excelencia. ¡Qué gloria para ellos! Pues ¿y para los chicos de la comisión que les hacían los honores de la casa con una solemnidad que enternecía? ¡Reconcho con la suerte que les había caído... a unos y a otros!... Pues ¡anda con el nuevo alud que se despeñaba por la escalera!... Un tipejo estrafalario y anémico, agarrado a una trompeta como la del juicio final, y seguido de una piara de gomosos...

Ese es Alhelí, -dijo a Fabio López Juanito Romero que acababa de entrar en el vapor.

-¿El de la trompeta? -preguntó López hecho una pólvora ya.

-El mismo -respondió el otro.- Verá usted qué monísimo está y qué gracia tiene visto de cerca.

-Algo así me había figurado yo -repuso Fabio López, arrancando con los dientes medio cuarterón de tripa a su cigarro,- por las noticias que tenía de él. Pero la culpa de que se consientan mamarrachos como ese entre personas formales, la tenéis tú y otros tontos distinguidos como tú, ¡reconcho! que los aplaudís, en lugar de tirarlos al agua, como voy yo a tirar a ese si no me desembarco en seguida...

Aquí le interrumpió una voz pausada y suave que le dijo por el oído del lado opuesto:

-Véngase usted conmigo, señor don Fabio, a un rinconcito muy cómodo que está desocupado cerquita de aquí, y desde donde podremos ver sin que nadie nos incomode...

Y al mismo tiempo, el que así le hablaba, que era Pancho Vila, le cogía suavemente por un brazo; Pancho Vila, con su puro sempiterno enarbolado en la pipa, y su continente impasible, tal y como el lector le vio acercarse a cierta mesa de café en los comienzos de este relato, aunque ignorando entonces cómo se llamaba, y le adivinaron por el modo de pisar, en casa de las de Sotillo, Casallena y Juanito Romero, algunos capítulos más adelante.

Dejose conducir Fabio López sin grandes resistencias; pero a condición de que también le acompañara Juanito Romero, porque no era para sufrida por él una situación tan especial como aquélla sin dos puntales, por lo corto.

Complaciole de buen grado el aludido, que no le estimaba menos que Pancho Vila; y desaparecieron los tres en las espesuras de aquel lado, mientras la comparsa de Alhelí atropellaba las del opuesto para dirigirse a proa, como una horda de caribes.

-No está mal este departamento -dijo Fabio López a Pancho Vila después de tender una mirada por los alrededores;- pero se me antoja que en el otro, en el de proa, ha de haber mayor entretenimiento para usted.

-Es posible -respondió Vila serenamente;- pero como hay tiempo para todo, todo se andará si fuere necesario...

Carraspeó Fabio López, dando con el codo al mismo tiempo a Juanito Romero, y asomáronsele a los ojos y a los labios unas ideas y unas palabras que no llegaron a conocerse, porque en aquel instante se desató en pitidos el silbato del vapor; rasgaron los aires hasta media docena de cohetes a un tiempo; rompió a tocar en el puente el paso doble de Pan y Toros la banda del Hospicio, en la que muy pocos pasajeros habían reparado hasta entonces; lanzaron fieros hurras los más entusiastas expedicionarios de tierra adentro; agitáronse pañuelos y jipijapas en el aire; silbaron desaforadamente los cien granujas congregados en el muelle al olor del espectáculo, y comenzó a desatracarse el Pitorra... cuarto o quinto.

Puesto en franquía ya, y dado el ¡avante! por el patrón encaramado en el puente y con ambas manos en la rueda, comenzaron a palpitarle al barco todas las entrañas, y las paletas de sus ruedas exteriores a batir y remover el agua, con fatiga y estridor de los pulmones caldeados, como si no pudiera con la carga. Al fin, hincó las uñas a su gusto; hizo un esfuerzo de gigante, salió del atolladero y tomó el andar que deseaba, puesto el rumbo a la frontera costa, que se desvanecía un poco entre la bruma tenue y luminosa cernida allí por las brisas del Nordeste.

Sin haberse alejado el Pitorra del embarcadero medio cable todavía, no volvió a subir otro cohete por los aires, y se calló la banda del Hospicio, y volvieron todos los pañuelos a sus bolsillos y todos los sombreros a sus cabezas correspondientes; cesó la gritería de los más locuaces y ardorosos, y hasta el mismo Alhelí puso coto a sus payasadas, y arrimó a un lado el trompetón para desenfundar los gemelos que llevaba en bandolera; los escasos asientos que iban desocupados fueron ocupándose; entró en caja todo el mundo, y sólo quedaron de pie, en el centro del castillo de proa, el duque del Cañaveral, Froilán, Gorgonio y Perico, hablando como los simples mortales, y don Roque, el periodista y Sancho Vargas, que saboreaban en silencio el jugo de sus ocurrencias. Y no se obró este cambio, casi repentino, porque no hubiera a bordo más cohetes, ni se agotaran las fuerzas pulmonares de los músicos, ni se nublara el buen humor de los pasajeros; sino porque en el escenario grandioso en que iba entrando el vapor; sobre aquella extensísima y transparente llanura en que chisporroteaba la luz y dejaba la brisa, por huellas de su paso, copos de espuma y ondas rizadas; ante aquellas barreras colosales de montes que iban alzando sus crestas a medida que se alejaban del mar, hasta desvanecerse en el ambiente del último confín de aquel seno espléndido y maravilloso, en que dormían tranquilas y apacibles las aguas indomables del Cantábrico, ni los cohetes se oían, ni la charanga sonaba, ni resultaban los chistes de los hombres que parecían allí gusanejos de corral, como siempre que la Naturaleza se ofrece en espectáculo: ella lo canta, ella lo dice, ella lo expresa todo; y ella sola es el rumor, y la armonía, y el estruendo, y la luz, y la elocuencia, y la poesía, y el arte, y la hermosura; ella lo absorbe y lo domina y lo produce todo, y es fuente y objeto a la vez de la inspiración y del sentimiento de los hombres, por livianos que sean de meollo.

Pero como también, por ley de la misma Naturaleza, los hombres son tornadizos y débiles, los de aquel día fueron sacudiendo poco a poco el yugo de la contemplación que les había impuesto la grandeza del panorama, y comenzó a despertarse en ellos el ansia de moverse y de hablar recio... de volver, en suma, a lo de antes; y reaparecieron los chistes de los graciosos, y los discreteos de los agudos, y la algarabía de las mujeres; y volvió Alhelí a hacer de las suyas, con la variante de recitar versos en francés delante de María Casa-Gutiérrez, que hallaba la ocurrencia de un gusto muy distinguido; y hasta un señor, nativo de Salamanca, que era magistrado del Supremo, y por eso llevaba sombrero de copa y levita negra, después de prorrumpir en himnos de admiración, mirando tan pronto a la mar por la boca del puerto, cuyo eje iba cortando el Pitorra entonces, como al fondo interminable de la bahía, rompió a cantar, abriéndose de brazos, con bastón y todo, y enarcando mucho las cejas, aquello de la inmensa llanura del mar... con la misma fe que si no se hubiera repetido nunca en el mundo de la realidad el cántico aquel desde que había envejecido Marina en el teatro.

Precisamente entonces fue cuando Nino Casa-Gutiérrez, aprovechando el vocerío y el movimiento de aquellos instantes y un lugar desocupado que había junto a Irene, se apresuró a ocuparle. No le satisfacían ni los datos de propia observación ni las reflexiones de su padre, para dar su pleito por perdido: quería apurar el último trámite, y que se fallara en regla. Para eso había acudido él allí. De todas maneras, un ratito de conversación con Irene era de necesidad hasta para caer él con relativa gracia delante del público, si estaba decretado que cayera. A ese fin tendía igualmente la intimidad en que parecía estar allí su hermana con las hijas de don Roque. Para lograr su objeto, no turbaría la serenidad de Irene llevándola de golpe al punto escabroso: la conduciría a él por extraños derroteros, de modo que los fisgones del concurso los creyeran departiendo tan descuidadamente como los mejores amigos. Y así vino a suceder, con levísimos errores de cálculo. Irene llegó al fin de la jornada, tan fresca y en sus cabales como estaba cuando la había comenzado. Lejos de temerle, parecía que deseaba entrar cuanto antes en el terreno a que visiblemente la conducía su interlocutor, algo más desconcertado que ella.

Estando ya los dos en lo más áspero de ese terreno, la dijo él:

-¿De manera que entre usted y yo no queda a estas horas ningún asunto pendiente?

-Absolutamente ninguno, -respondió Irene con gran entereza.

-¿Ni, con respecto a mí -insistió Nino, más sereno de semblante que de espíritu,- de nada le remuerde a usted la conciencia, ni cree haber faltado a ninguna consideración ni a ninguna palabra?

-¡Con respecto a usted... ni a nadie? -le interrumpió Irene con un dejo de repugnancia que trascendía.- ¿Cómo ha podido usted soñarlo siquiera?

-¿Luego no me reconoce usted derecho para quejarme de nada?...

-De nada, por lo que a mí toca.

-¿Quién ha tenido entonces la culpa de lo que ha pasado y usted no puede ignorar?

-Cualquiera, menos yo. Esto le baste a usted, y sea ello lo último que se hable entre nosotros de un asunto tan desagradable para mí y tan de lamentar para todos.

-¿Lo último, así como suena? -preguntó Nino, que recibía las claridades de Irene como otras tantas puñaladas.

-Así como suena, -respondió Irene secamente.

-¿De modo que, de hoy en adelante, usted y yo como si jamás nos hubiéramos conocido?

-No veo la necesidad de extremar tanto las cosas. Con volver a donde estaban algunos meses hace...

-Gracias por el obsequio.

-Pues no puedo hacérsele a usted mayor, si ese le parece poco, ni estoy obligada a más.

Y con esto quedó rematado aquel pleito, que deseaba Nino ver sentenciado en toda regla.

Iba, en la expedición un señor de Palencia, que veraneaba todos los años en aquella ciudad y había concurrido a todas las jiras de pago al Pipas, desde la invención de ese esparcimiento. Era hombre locuaz y sumamente impresionable, y pretendía conocer los rumbos de la bahía mejor que el patrón del Pitorra, y las márgenes del río tan bien como los nativos de ellas. Con esta presunción, muy bien fundada, y el entusiasmo que le poseía de pies a cabeza, andaba como un azogado de acá para allá, arrimándose a todos los grupos y cortando todas las conversaciones para cantar un detalle del panorama o pronosticar una nueva maravilla; y esta fiebre se le insinuó principalmente en cuanto el Pitorra, a la media hora escasa de haber salido del muelle, se colaba entre las dos enormes mandíbulas de la ancha boca del río.

-Estas alturas de los lados -decía temblando de emoción sobre los pies, con el sombrero echado atrás y ambas manos sobre los riñones, pero debajo de la americana cenicienta;- estas alturas que asombran y obscurecen las aguas en un buen trecho, durarán poco... En seguida verán ustedes por esta parte de la derecha una pradera verde... con un palacio en lo más lejos y empinado de ella, ¡cosa bonita! como no...

Aquí le cuajó la voz en la garganta un berrido estupendo que despertó los dormidos ecos de todas las concavidades de la tranquila comarca. Era la sorpresa elegante que había prometido Alhelí a sus amigos, Admiráronle éstos y le vieron muchos más, incluso el palentino, sentado en el molinete de proa, con el trompetón arrimado a la boca y los carrillos inflados. Un elegante, que estaba en el secreto, declaró al concurso que aquello lo había tomado Alhelí de los breaks y mailcoach aristocráticos, que habían dado en usarlo en los desfiles de las carreras. Pareció bien la ocurrencia, y hasta se aplaudió la novedad por la crema circundante; pero el palentino, con el debido respeto, se atrevió a manifestar que, no habiendo estorbo alguno semoviente delante del Pitorra en todo el Pipas, no veía la necesidad de aquel aviso, muy conveniente en una desbandada de carruajes; pero, en fin, que si aquello divertía a los señores concurrentes, por su parte podía continuar.

Y continuó en efecto, como continuó él las interrumpidas explicaciones.

-Lo que yo no he podido averiguar hasta la presente -dijo por vía de digresión,- es si hay propiamente Pipas aquí... Vamos, qué representan las aguas del río en este caudal de ellas: o si son las de un río que sale a la mar, o las de la mar que se meten por este caño que se llama el Pipas; porque siempre las vi mansas y abundantes, y me supieron a saladas... Por lo demás, al río, como ustedes observarán, no hay nada que pedirle en punto a hermosura; sobre todo por los que somos de los llanos de Castilla... Pensarán ustedes que ahora se nos parte en dos. Pues no hay nada de eso, si bien se mira...

Un nuevo estampido le interrumpió en este punto de su disertación; pero no de la trompeta de Alhelí, sino de la banda del Hospicio, que comenzaba a tocar una tanda de valses.

Al compás de la música, que no le disgustaba, continuó el palentino:

-Eso que parece dividir en dos al río, es una isla... el Pitorra pasará por el lado de acá... Cabalmente: ya está disponiéndose a ello... ¡Si conozco yo esta mecánica del río y de la embarcación como los pasadizos de mi casa! ¡Qué recreo tan hermoso por esta parte de la derecha! Acaba un verde y empieza otro mejor... Acá, una iglesia; allá, unos caseríos; y arboledas por aquí, y cercados vivos por allí... Pues dejen ustedes que el vapor revuelva aquella punta de la izquierda y tome el recodo que la sigue... ¡Cosa superior también!

Mientras en estos comentarios y noticias se enredaba el palentino, y tocaba la música del Hospicio, y berreaba el trompetón de Alhelí de tarde en cuando, y comenzaban a aburrirse algunas damas, y la tropa de gomosos agotaba el caudal de dulcedumbres destinado a entretenerlas, y Pepe Gómez se sonreía algunas veces desde lejos con Petrilla, y las de Sotillo no cerraban boca, y Ponchito Hondonada bostezaba con la suya por no tener cosa mejor en que emplearla, y Fabio López, después de despellejar vivo a Alhelí y a otros tales, se había ido animando, entre el copioso cortejo de amigos, parientes y congeniantes que le rodeaba ya, a la vista de aquellos paisajes que tan conocidos y estimados le eran desde mucho antes y por muy distintas causas que al palentino, y, sobre todo, con la reflexión de que se acercaba por momentos el término de su viaje, Sancho Vargas se había enredado de lleno en una conversación con el prócer sobre los supuestos daños que las supuestas arenas del (en opinión del señor palentino) supuesto río Pipas causaban en el puerto.

-Mi proyecto, señor duque -decía Vargas contoneándose,- para evitar estos graves inconvenientes, y que, por más señas, forma el número cuatro de los que pueden llamarse colosales y tengo en cartera, es bien sencillo... Consiste en obstruir el cauce por una estrechura que verá usted más arriba, y dar a las aguas del Pipas una nueva dirección.

-¿Por dónde? -preguntó el duque, que era hombre tan fino como de buen ojo para calar a sus interlocutores a las pocas palabras.

-Por aquí mismo, en derechura a la mar.

-Me parece bien, aunque debe de haber hasta allá una buena tiradita.

-¡Psch! Sobre dos leguas... Cosa de poco, si hubiera hoy patriotismo en los hombres y buena voluntad en los gobiernos; pero ¡vaya usted a pedir esa friolera en España, y particularmente en este pueblo que casi me vio nacer!... Todo es aquí una pura miseria, señor duque; y basta que le vean a usted sus convecinos con un proyecto grandioso en la cabeza, proyecto que le haya costado largos días de cavilación y muchas noches de velo, para que le nieguen su ayuda, y hasta se le pongan en solfa, si a mano viene... Tocante a los gobiernos...

-Diga usted con franqueza todo su sentir, señor Vargas, y sin apurarle cosa maldita el que esté yo delante... Así como así, estoy deseando ver despellejado al que nos desuella ahora...

-Pues le diré a usted, señor duque, que he sido tan afortunado con los gobiernos en los particulares de mis proyectos, como con mis convecinos.

-De manera, señor Vargas, que, hasta la fecha, es usted un proyectista inédito.

-O mal comprendido... o lo que yo me sé y no ignora el señor don Roque, que nos está escuchando... Pero esto, aunque lo deploro por el país que casi me vio nacer, no me acobarda. Yo sigo adelante en mi idea de ser útil a la patria, y confiando en que algún día, y puede que entonces ya sea tarde, se hará la debida justicia a mis desvelos.

-Pero, hombre -dijo entonces el duque, después de aprobar con una cabezada las ocurrencias de su interlocutor,- y volviendo a la del río, ¿sabe usted que yo, que le he visitado tres veces con ésta de hoy, me siento muy inclinado a la opinión de ese caballero que habla tanto? Sí, señor: es posible que no haya aquí más aguas que las de la mar que van y vienen, y que, por tanto, no exista semejante río Pipas, ni las arenas del proyecto de usted, por consiguiente.

Don Roque Brezales, con los ojos muy abiertos y los labios en embudo, miró primero al duque y después a Sancho Vargas, y luego a cada uno de los cuatro o cinco escuchantes de la conversación, que acabaron por celebrar con una risotada la ocurrencia del señor duque, lo cual dejó en una pieza al gran proyectista, pero no convencido de que calzara un punto menos de los que creía calzar antes de la conversación.

En tanto seguía el de Palencia en su tarea sin cerrar boca ni estarse quieto un instante, habiéndose impuesto ya a la mitad del pasaje del vapor: a unos, porque los ilustraba con sus noticias; y a otros, porque les servía de entretenimiento con sus donosas genialidades.

-Ya está tomada la vuelta -decía cuando acabaron de reírse los del grupo del señor duque.- Vayan ustedes haciéndose cargo ahora de este pedacito de gloria que acabamos de descubrir a la izquierda... ¡Ni pintado en un papel!... Eche usted praderas; eche usted casitas, y tómense... ¿A que no saben ustedes lo que es aquel edificio de más allá, que está levantado sobre un puro pedregal cerrado con una pared?... Pues es un convento en toda regla y con sus monjas correspondientes... Como que puede que veamos alguna en carne mortal andando al aire libre... Pero hay que fijar mucho la atención; porque, como tienen hábitos blancos, se confunden con las peñas del huerto... ¿No lo dije? Allí hay... dos, tres... cuatro acurrucaditas al socaire del convento... Vean ustedes cómo se menean de vez en cuando... Estarán jugando, a las adivinillas... o a pares o nones con los dedos de la mano. ¡Pobrecitas de Dios, con que poco se contentan! ¡Y nosotros, pecadores, sin vernos hartos jamás, ni con estos recreos tan hermosos!...

-¡Ay, mamá! -exclamó un niño de los dos que iban allí con un matrimonio de Carabanchel,- ¿no son borreguitos aquéllos que se ven junto a la huerta de las monjas que dice ese señor?

-Sí, hijo mío -respondió la madre después de enterada;- cuatro borreguitos: dos blancos del todo, y dos con pintas negras.

-¡Y pacen! -exclamó el padre tomando parte en la conversación.- ¡Qué propios están!

-Dice que pacen, mamá... ¡que pacen!

-Sí, hijo mio, sí; pacen, ¡pacen! y los cuatro a un tiempo... ¡Qué monos!

Aquí metió baza el de Palencia.

-¡Oh! De esos cuadros rústicos y al natural, se ven grandes cosas en estas orillas -dijo, volviéndose a los de Carabanchel.- Ahí tienen ustedes, en esa junquera de nuestra derecha, tres bultos negros que no se sabe lo que son a primera vista. Pues son tres bestias mayores... y de la clase caballar, como puede notarse bien ahora que levantan la cabeza como asustadas... y no es para menos, con el piporrazo que acaba de largar ese caballero... porque al ruido del vapor ya deben de estar bien hechos los ganados de por aquí... ¡Cuidado si repompan bien en estas hondonadas todos los estruendos!... Pues los de la trompeta de ese joven son de primera. Menos mal si ello resulta divertido, siquiera para él... Ahora tenemos esta tiradita por derecho entre las dos junqueras, y cátanos en uno de los puntos más estrechos del río... o lo que sea esto... ¡Vea usted, vea usted ahí, sobre la izquierda, las ruinas de un molino maquilero, bien propio para un pintor de gusto!... No, señor, no: la cosa, por donde quiera que se la mire, es de recreo, mayormente para los que estamos hechos a la sosera de Castilla... Ya vamos llegando a la estrechura; y aunque no la viéramos, nos lo haría barruntar el cuidado que pone el capitán en que el barco mire bien dónde pisa... Y cómo se le oye el pisar, ¿eh?... «p1a, pla, pla, pla...» a puro compás. Al mismo tiempo notarán ustedes que los bosques que empiezan desde aquí a un lado y a otro, asombran bastante a las aguas, y dan a la estrechura cierto... ¡Canario con el trompetazo ese, si ha retumbado bien!... El trompetero es el que no parece cosa mayor por la estampa; pero soplar, sopla que se las pela... ¡Toma! y hay una lancha allí arrimada a la orilla del bosque de la derecha, más acá de la primera islilla de las tres que tiene el río en esa parte... No sé si llegaremos hoy a pasar por entre ellas... Yo he pasado varías veces. Allí, la margen de acá es de peña viva, con muchos ramajes que suelen quedarse hasta con los sombreros de las señoras, a poco que ellas se descuiden... Pues ¡anda! que salen de la arboleda, muy cerquita de la lancha, unos caballeritos muy bien puestos... y que, o yo no sé ya lo que me miro, o por entre los troncos de los árboles descubro un tenderete blanco... ¿Apostamos a que va a ser aquí el festival?

En esto crecieron todos los rumores del vapor; revolviéronse los pasajeros; saludaron con los pañuelos los jóvenes de la orilla, que eran cuatro; pitó tres veces el silbato del Pitorra, y rugió otras tres la trompeta de Alhelí en justa correspondencia; rompió a tocar la marcha real la banda del Hospicio, entre estallidos de cohetes y hurras de los mismos señores de la otra vez, cánticos tiernos del magistrado y vocerío de todas clases; púsose al costado del vapor la lancha que había traído éste a remolque, y a la cual habían saltado, antes que los dos marineros que la gobernaban, Fabio López, Pancho Vila, Juanito Romero y Juan Fernández; y comenzó un momento después el trasbordo de los expedicionarios, con asombro de una docena de aldeanos que atisbaban la escena desde el mismo robledal en que estaba la mesa del festín, respetuosamente custodiada por cuatro camareros con mandiles blancos y vestidos negros.

Fabio López saltó a tierra con los primeros expedicionarios trasbordados a la lancha, y se quedó a la orilla, encarado con el Pitorra, convertida en ojos de curiosidad toda su cara de vinagre. Pero si se había echado alguna cuenta galana, no le salió; porque el desembarco se hacía, por medio de las dos lanchas acoderadas, con suma facilidad, sin que diera nadie el más leve resbalón ni se descompusiera una falda... Desde allí vio, entre otras cosas que no le llamaron tanto la atención, que Irene Brezales aceptaba la ayuda de Pancho Vila para bajar a la primera lancha y saltar a tierra después desde la segunda, y que su hermana Petrilla se valía de Pepe Gómez para la misma faena. Por eso se habían presentado allí los dos en el momento oportuno, como salidos por escotillón.

Y dijo Pancho Vila a Irene entonces, muy bajito y con cara de decirla cualquiera insubstancialidad de las obligadas en tales casos (y esto no lo supo Fabio López, aunque taladró con los ojos a la Africana):

-Quisiera yo saber qué suerte ha corrido cierto memorial que me permití elevar a usted, en bien de un menesteroso.

-Ese memorial -respondió Irene en el mismo tono, pero con menos firmeza de voz,- llegó a su destino; y si no se ha dado noticia de ello al firmante, ha sido por ciertas desconfianzas en el correo; pero está despachado, puede usted creerlo.

-¿Tendría usted la bondad de decirme en qué sentido? -preguntó Vila entonces,- porque el asunto es de vida o muerte para el pobre necesitado.

-Pues... como se pedía, -respondió Irene, temblándole la voz, igual que la mano entre las dos del otro que se la oprimían ardorosamente, como la mejor y más elocuente expresión de gratitud...

-De manera -dijo Pancho Vila momentos después,- que no hay para qué volver a tratar de ese asunto por ahora, es decir, por hoy...

-Para nada -respondió Irene;- y me alegro infinito de que hasta en ese detalle seamos del mismo parecer.

-Entonces -concluyó Vila,- hasta mejor ocasión.

-Hasta siempre, -respondió Irene, subrayando la palabra con energía.

Y con esto, saludó ceremoniosamente el mozo, y se separaron ambos como si no pensaran en volverse a ver en los días de su vida.

Lo que se trató entre Petrilla y Pepe Gómez fue de muy distinta clase, aunque quizás no se diferenciara tanto en los fines; y esto no se trató casi por señas y deprisa desde el vapor a la orilla de la arboleda, sino dando por ella los dos unas vueltas, como a la descuidada y para hacer tiempo. Hay que advertir que Pepe Gómez llevaba aquel día un atalaje, aunque a la ligera y de confianza y con presunciones de campestre, de lo más refino y estirado que se podía inventar, y que Petrilla se daba a Barrabás al ver a su amigo tan esclavo dentro de él, como de los que usaba de ordinario.

-¿Sabe usted -le dijo de golpe,- que me gusta mucho el modo de vestir que empieza a usarse ahora entre ustedes?

-Pues me alegra infinito, -respondió Pepe Gómez muy risueño y echándose una mirada de arriba abajo.

-No lo digo por usted -repuso Petrilla abanicándose con brío,- lo que se llama precisamente por usted, sino por esos chicos en general... Me he fijado hoy mucho en ellos... Como había tan pocas cosas en que distraer la vista, fuera de esta madre Naturaleza de que tanto nos han venido hablando unos y otros, y que, por hermosa que sea, también llega a cansar en un camino tan largo como el que traemos, y en compañía de personas tan divertidas como ese majadero de Alhelí...

-Cuidado con la tijera, Petrilla, -dijo Gómez bromeándose.

-Gracias por el aviso, señor Licenciado -replicó ella ahuecando un poco la voz.- El caso es que, reparando en el nuevo modo de vestir de esos chicos, me ha parecido mejor que el que usaban no hace mucho... porque a mí me gusta que la ropa de los hombres sea abundante... hasta cierto punto... y suelta, y con sus correspondientes arrugas... y hasta con algo de rodillera en ocasiones... Si no hay un poco de todo esto, parecen los hombres palos vestidos y esclavos de la ropa... No saben algunos lo que se pierden por no vestirse mejor...

-Pero ¿de tan poca cosa depende -preguntó Pepe Gómez, que no sabia cómo tomar aquellas singulares ocurrencias de Petrilla,- la estimación de los hombres en el concepto de ustedes... o de usted, por lo pronto?

-Y aun de menos a veces -respondió Petrilla con la mayor formalidad.- Crea usted que da rabia ver a algunos hombres, bastante guapos por lo demás, hechos una lástima en ese punto, cuando podían lucir, y valer...

Pepe Gómez se echó a reír de todas veras.

-Con franqueza, Petrilla -la preguntó en seguida,- ¿qué le parece a usted de mi modo de vestir?

-Pues con franqueza -respondió Petrilla al instante,- rematadamente mal; de lo peor, vamos.

-¿Preferiría usted verme vestido más a la moda y con arrugas y hasta con rodilleras en ocasiones?

-Sí, señor, y también sin chanclos en el invierno.

Pepe Gómez volvió a reírse; y dijo después a su desenfadada interlocutora:

-Pues prometo que ha de verme usted así desde mañana, si ese testimonio de obediencia ha de levantarme algo en la estimación de usted.

-Vea yo la enmienda por de pronto -replicó Petrilla muy seria,- y después hablaremos; que de menos nos hizo Dios.

-¿Trato hecho? -preguntó Gómez con bastante más fuego seguramente en la mirada y en la voz que en las manos, frías de suyo.

-Y de lo más solemne -concluyó Petrilla,- como todo lo que yo prometo, aunque parezca mentira... Y vamos a averiguar ahora qué es lo que va a suceder aquí, y cuándo y cómo se acabará; porque es muy conveniente conocer el terreno que se pisa en estas jiras de placer, que suelen resultar una pesadumbre.

Cuando Pancho Vila se separó de Irene, encaminose hacia Fabio López que en aquel instante se acercaba a su sobrino Juan Fernández, al cual habló de esta suerte, después de conducirle por un brazo adonde no pudieran ser oídos de nadie:

-Necesito que me proveas de un panecillo, un trozo de salchichón y, si fúere posible, de media botella de vino... No me repliques, ¡reconcho! una palabra... Es plan que traigo formado desde medio camino acá, y ni san Pablo me apea de él... Esto no es para todos los estómagos, y por demás sabes tú cuál es el calibre del mío... Por lo pronto, no se empezará a comer en media hora; y cuando se empiece, tendrá que ver... Fortuna que la mitad de la gente que hormiguea por aquí, sorteando zarzas y espantándose los tábanos, no puede ya con la murria, y está de Pipas y de viaje de placer hasta el cogote. Pero, así y todo, quedan dos docenas de valientes en toda la fuerza de su majadería; y verás qué chistes, y verás qué bombas, y verás... Como que hasta fotógrafo hemos traído en el vapor. ¡Pues no tendrán poco que ver los niños guapos tomando posturas interesantes sobre el rústico tapiz y bajo el añoso y copudo roble, a los pies de la hermosa y elegante dama!... En fin, que he resuelto volverme a pie, y que voy a picar ahora mismo. Conozco bien el camino, porque le he andado más de dos veces, y cuento con llegar a la ciudad antes que vosotros, si es que llegáis, tomando el vapor en Pedretas a las cuatro de la tarde... Y sábete que me vuelvo a pie, además de lo otro, porque no quiero ir a presidio el día de mañana... a presidio he dicho, y lo sostengo; porque si volviera como he venido, tendría que tirar al agua a ese mamarracho que nos habéis traído de Madrid y viene haciendo payasadas todo el viaje... Pero ¡ya se ve! es el que lava la cara en los periódicos a las gentes de la crema, y dice cosas bonitas a las mujeres... y por eso se le tolera, y hasta se le aplaude, y hasta se le paga, ¡reconcho! cuando debían de... ¡Si un aldeano de estos lugares hiciera lo que él ha hecho hoy!... Y ahora dime que muerdo por vicio de morder... En fin, venga el panecillo...

-Tráete dos, -dijo Pancho Vila entonces a Juan Fernández.

-¿Por qué dos? -preguntó éste.

-Porque yo voy a acompañar a tu tío, si él me lo permite.

-¡Usted! -exclamó Fabio López, -¿con tanto como tiene que hacer aquí?

-Absolutamente nada -respondió en santa calma Pancho Vila.- Todo cuanto tenía que hacer queda hecho ya, y hasta bien hecho. Conque, si usted me lo permite, iremos juntos, y, con eso tocará a menos el camino.

-Pero en paz y en gracia de Dios -dijo Fabio López,- y sin murmurar de nadie. Con esa condición, acepto y hasta muy agradecido...

-Por de contado, -respondió Vila riéndose.

-Pues vengan las provisiones en el aire.

Fuese Juan Fernández, y volvió pronto con una cestilla bien repleta de todo lo pedido y algo más.

Apoderose de ella Fabio López, y dijo a Pancho Vila:

-Ya estamos aquí de más usted y yo. Conque andando, y sígame en la confianza de que conozco a palmos el terreno. Y a vosotros -añadió encarándose con sus parientes y con Juanito Romero,- que Dios os tenga de su mano, y no os dé todo lo que merecéis en este caso particular... y en otros muchos por el estilo; y por lo tocante a los demás del distinguido concurso..., hasta el Valle de Josafat, y como si hubiéramos andado a tiros.




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- XXIII -

Del mismo al mismo


«... 20 de agosto de 188...

Con lo que se demuestra que le sobraba la razón a mi padre cuando me decía: «no des un solo paso más hacia adelante, porque ese pleito está perdido para ti.» Pero bien sabes tú que no hay reflexión que baste a contener a un hombre cuando ha empeñado en una empresa el arrastrado puntillo. «Bien que para mí esté el pleito perdido» -me decía yo con mis correspondientes esperanzas de equivocarme en el supuesto;- «pero que se me lea la sentencia y se me pongan a la vista todos sus fundamentos.» Y esto fue lo que me movió a asistir a la expedición de ayer al Pipas, y a acercarme a Irene,: y a hablar con ella... ¿Para qué, en definitiva, amigo mío? Para escuchar de su boca, amarrado al poste de un sinnúmero de consideraciones y de respetos humanos, la media docena de claridades que te dejo reproducidas textualmente unos renglones más atrás.

Y ahora me digo, con todos los cosquilleos mortificantes que siguen por ley ineludible de la pícara naturaleza humana a las heridas del amor propio en semejantes descalabros: «¿no tenía yo bastante con lo visto y observado desde que llegué de Madrid para conocer que estaba en lo cuerdo mi padre dándome el consejo que me daba? ¿No se acomodaba ese consejo en todo y por todo a mi modo de pensar? ¿No habíamos convenido los dos en que aún estaba yo a tiempo de hacer una retirada, ya que no muy honrosa, con apariencias de ello, siquiera? ¿No se veía y se palpaba que el arreglito ventajoso de que te hablé desde Madrid no era otra cosa que la caída del estúpido Brezales en el lazo tendido por mi padre a sus vanidades de aceitero rico y sin pizca de educación? ¿No estaba bien a las claras, en la misma actitud azorada y risible de ese zopenco delante de nosotros en cuanto llegamos de Madrid, que se veía solo y desamparado de toda su familia en el negocio que había formalizado con la mía? ¿No declaraban a voces esa soledad y ese abandono la extraña enfermedad de Irene, y las caras de sobresalto, y la sospechosa conducta con nosotros, y particularmente conmigo en la última visita que las hice, de la trastuela de su hermana y de la tarasca de su madre? Pues sabiendo todo esto, ¿qué necesidad tenía yo de agravar mi situación con lo que ayer me ha sucedido? ¿Qué podía decirme Irene de nuevo en la conversación que yo quería tener con ella? Lo único que, para castigo de mi temeridad, me faltaba conocer, -digo mal, comprobar, porque temores de ello, demasiados tenía yo: que no solamente era extraña a los proyectos malogrados, sino que estos proyectos le parecían de mala casta, como si sospechara que eran una explotación innoble de la simplicidad estúpida de su padre por la destreza cortesana del mío... en plata, chico, y la verdad por delante, que sospechaba lo cierto. Porque si así no fuera; si se hubiera tratado de una sencilla y honrada equivocación; si no hubiera entrado en el desacuerdo de Irene una gran dosis de repugnancia y hasta de indignación, otras hubieran sido sus palabras ayer, otra muy distinta y más cortés su conducta conmigo, y la de toda su familia con la mía en los pasados días, en consideración siquiera a la buena amistad que la había guardado hasta entonces.

Esto es, amigo del alma, lo único, relativamente nuevo, que saqué en limpio de mi ligereza de ayer; y esto que te he pintado con la escrupulosa exactitud de un penitente a los pies de su confesor, el estado desastroso en que se halla aquel castillo de prosperidades y venturas que levantamos en Madrid, o más propiamente, que levantó mi padre, sobre las vanidades de un mentecato aspirante a gran persona.

Que lamento el fracaso, dicho te lo dejo y aquí te lo vuelvo a repetir, porque es para lamentado muy hondo y para repetido sin cesar. Dejemos aparte el amor propio con todos sus escozores y mordiscos de cajón; cerremos los ojos al sinnúmero de reflexiones que puede hacerse en un lance como éste un joven distinguido, algo temeroso de los fantasmas del rumor público y de las sonrisas mordaces de la buena sociedad; olvidémonos, y sin gran trabajo por mi parte, de las prendas físicas de Irene, y pongamos el caso a la luz de las personales conveniencias, por lo que toca a las prosaicas necesidades de la vida. Por este lado, hijo del alma, he perdido un premio gordo; pero de la lotería de Navidad; y créeme: por aquí es por donde principalmente me duele el golpe del fracaso. Este hombre, que no tiene chispa de sentido común; que adora y reverencia a mi padre porque le considera como a un ser del otro mundo, y cree y espera en él lo mismo que en la divina Providencia, y aun le supone capaz, si se empeñara en ello, de crear un planeta nuevo para regalo y señorío de las gentes de su raza, es una mina inagotable de dinero. Imagíname a mí, al hijo del semidiós, casado con la hija de ese Pluto irracional; imagíname árbitro y señor de sus larguezas y entusiasmos, con mis desengaños y mis lacras, cansado del mundo chapucero; marchito y extenuado por los placeres de la vida, casi a los umbrales de sus puertas; libre para siempre de tiranos acreedores y de estrecheces asfixiantes; durmiendo tranquilo sin las pesadillas del miedo a despertarme entre los mil apuros de la realidad del día siguiente; con todas mis cuentas saldadas con los hombres sin vergüenza y con las mujeres que jamás la han conocido... la honrada abundancia, el lujo edificante y severo, la vida de familia, el amor de la propia y legítima mujer, buena moza por añadidura... considérame hasta capaz de conformarme con ella sola, y de limitar el campo de mis ambiciones mundanas al sillón del Municipio y a la velita con lazo en las procesiones más solemnes de la Catedral; en fin, considérame redimido de todo género de esclavitudes, y armado para toda la vida; y dime, con la mano puesta sobre tu corazón, si no había en este cuadro motivos para que cegara contemplándole el hombre de más serena vista.

Pues toda esa Jauja que yo daba por mía, con bien fundadas razones, se la ha llevado el demonio de la noche a la mañana en la forma que te he dicho, dejándome, para consuelo de mi desencanto, la carga ya insufrible de mis necesidades y sin una peseta en el bolsillo.

Con los pensamientos empapados en la acidez de estas visiones, volví ayer, de noche ya (porque el rigor de las mareas no se ablanda ni con la impaciencia de las señoras elegantes), de la condenada jira que, por sí sola, resultó una pesadumbre más que regular hasta para los hombres de mejores tragaderas... Además, mi hermana María, que ya de suyo es seca y altanera, no había sabido guardar con las de Brezales todo el comedimiento que me había prometido en casa y yo solicité de ella como un gran favor para salvar las apariencias en público y hacer así menos visible mi descalabro; el zángano de su novio la siguió el humor en esto como en todo, y no alcanzó la travesura y el talento de mi padre, que acudió a los quites en ocasiones bien oportunas, a enmendar las demasías de la futura vizcondesa, agravadas por las torpezas de mi despecho mal disimulado, y por las justas represalias que al cabo tuvieron que tomar las de Brezales... En suma, que el que no se enteró allí de lo que nos estaba pasando, fue porque no quiso, o por ser muy torpe de mirada. Figúrate con qué estómago me arrimaría yo a la mesa del lunch que la juventud elegante de este pueblo nos tenía preparado, en un robledal obscuro y un si es no es pantanoso, con la más distinguida, galante y honrada de las intenciones; con qué gusto escucharía las forzadas ocurrencias de los agradecidos comensales, y a qué me sabrían las payasadas de nuestro incomparable Alhelí, a quien en buena justicia debimos haber arrojado al agua, y la música del Hospicio, que no se hartaba de sonar; y por encima de todo, aquellas interminables horas de espera a que la marea acabara de bajar para que volviera a traernos, a la subsiguiente subida, toda el agua que necesitaba el río para que pudiera salir el vapor del atolladero en que le habíamos metido...

Apenas llegamos al hotel, hablé largo y tendido con mi padre. Le dije lo que me había pasado con Irene, y me respondió que bien merecido me lo tenía por ser tan mentecato como era. Yo le repliqué que bien estaba; pero que no se habían acreditado de muy discretos los que me habían metido en aquel callejón sin salida honrosa para mí. Entendió mi padre la indirecta, y me demostró en pocas palabras que el negocio había sido planteado magistralmente por su parte; y que si se había venido al suelo a lo mejor, consistía en que la insensatez de don Roque era de tal naturaleza, que estaba fuera de todas las previsiones humanas. A esto me callé, porque era cierto... y le pedí dos mil pesetas para salir de los ahogos más perentorios en que me han hundido los azares de la fortuna en estos últimos días... ¡fortuna rencorosa y negra, como jamás lo fue conmigo!... porque un mal nunca viene solo... No me dijo aquí mi padre todo lo que pudo decirme hasta en justicia, porque es hombre que no gusta de perder el tiempo en sermones ociosos con oyentes incorregibles; pero, después de prometerme la mitad de lo que yo le pedía, volvió la conversación hacia la familia Brezales, para recomendarme los mayores miramientos con ella; y tal se explicó, y de tal modo se ensartaban en sus explicaciones los dineros de don Roque, la bondad de su estulticia, nuestras grandes escaseces mientras no cambiaran las cosas... y tan conocido tengo yo a mi ilustre padre, que di como cosa hecha que aquellas chinches de que ya te he hablado y quería él salvar del incendio de nuestra «casa,» han sido un fiero sablazo en el mismísimo testuz de su malogrado consuegro. Pondría la cabeza a que estamos comiendo ya de la sangre del genízaro. Pues mírate tú: me alegraría de que así fuera; porque quien la hace, que la pague; y del lobo, un pelo...

Corriente. Sin acabarse esta conversación, se empeñó otra más acalorada entre nosotros dos y el resto de la familia, que se nos coló por las puertas. Las señoras, que de víspera estaban bien enteradas por mi padre y por mí de la realidad de las cosas, y muy indignadas desde entonces con el atrevimiento de las Brezales, después de lo referido por María de vuelta de la expedición, echaban lumbres. Querían largarse cuanto antes y hacer una salida digna de ellas: sin despedirse, y para Biarritz, por ejemplo. Combatió mi padre lo primero por las razones que yo me sabía bien, y otras muchas que expuso él con gran arte; pero si quiso triunfar, nada más que a medias, en ello, tuvo que rendirse a discreción en lo segundo. En esta pelotera, que fue larga, y retoñaron en boca de mi padre más de dos veces las penurias económicas, que son nuestra sombra por donde quiera que vamos, mi ilustre cuñado no dijo una palabra... y mi madre conjuró a María a que se dejara de remilgos con su novio y le satisficiera cuanto antes los deseos de hacerla baronesa de la Hondonada; porque bien veía lo necesitada que estaba la casa de puntales, y ya iba siendo hora de que cada palo aguantara su vela.

Resumen de todo ello: que levantaremos el campo dentro de tres días, quedándonos en Biarritz nosotros y siguiendo mi padre su viaje hasta París, donde se le aguarda para salvar la patria, y que no me atrevo a asegurarte si las mujeres de mi casa se despedirán a la francesa, o de otro modo que quizás será peor... Por lo que a mí toca, tengo un plan bien formado, y ni Poncio Pilatos me apea de él. Yo no salgo de aquí sin dejar las cosas en su punto correspondiente. Hasta ahora no se me ha oído en este pleito que acabo de perder; y yo, desde los escobazos de ayer, quiero que se me oiga por quien debe oírme. Yo no me había acordado jamás de esa mujer ni del santo de su nombre; y si he llamado a las puertas de su casa, ha sido porque el zopenco de su padre me dijo: «entra, que te están esperando;» y en esta confianza vine... para que se me diera cochinamente con la puerta en los hocicos. ¿Es esto honrado ni disculpable siquiera entre personas decentes? ¿Se me ha dado hasta hoy la más leve explicación de esa incalificable grosería? Lejos de ello, ¿no se me ha negado ayer, con las sequedades de Irene, hasta el derecho de pedirlas?... Pues yo necesito hablar de todo eso, y hablar largo y muy al caso, para que lleve cada cual su merecido; y como no se me permite hacerlo de palabra, he pensado decirlo por escrito y en caliente... En fin, que en cuanto firme esta carta voy a comenzar otra para Irene: nunca mejor que ahora que estoy en vena de escribir y con el rescoldo chisporroteando. Procuraré que no se me corra la pluma, por respeto a las advertencias y particulares fines de mi padre; pero no se me quedará en el tintero nada que deba decirse en defensa de mi causa y para lección de cursis y mentecatos; y si en éstas y otras se me va algo la burra, a mí ¿qué? Lo primero es lo primero; y arda Troya.

Conque, en gracia de este sagrado y peliagudo deber que me reclama, perdona que haga aquí punto, a reserva de continuar de palabra los comentos a esta lamentable historia, tan pronto como tenga el regalado placer de cogerte a tiro de su lengua este malogrado capitalista que te abraza,

NINO.»

«P. D. Se me olvidaba decirte que, según noticia que me dio ayer tarde mi cuñado en ciernes, volviendo del Pipas, anda Irene hace ya tiempo en amorosas inteligencias con cierto gomoso de aquí, un tal Pancho Vila, a quien yo conozco mucho, sujeto algo original y excéntrico... ¿Querrás creer que, lejos de mortificarme la noticia, tuve cierta complacencia en ella? Me parecía que el fracaso me resultaba menos duro de pelar de esa manera que de la otra; porque no es lo mismo llegar tarde que ser echado a puntapiés. Puro sofisma, por de contado; porque el descalabro mío es harto grave para ser curado con paños calientes: tanto valdría el intento de endulzar el amargor del Océano con un terrón de azúcar. También este trapillo saldrá a la colada de mis cuentas con esa huéspeda de los ojos verdinegros... Y agur, que ya se me escapa la pluma de la mano y se va sola hacia el papel que la aguarda para darse un regodeo a todo su gusto.»




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- XXIV -

Santo remedio


A media lectura de la carta, ya tuvo don Roque que dejarse caer en la butaca, empapado el cuerpo en sudor frío. Doña Angustias, que era quien leía frase a frase y casi palabra por palabra, acentuándolas todas, no solamente con la voz, sino con los ojos y aun con la carta misma, suspendió entonces la tarea; dio un paso hacia el sillón, en cuyo copete se apoyó con un brazo, y en esta postura estuvo observando a su marido.

-Sigue, -la dijo a poco el pobre hombre, con voz apagada y sin levantar la cabeza ni abrir los ojos.

Doña Angustias volvió a leer a media voz como antes y con la misma parsimonia acompasada y solemne. De tiempo en tiempo, aprovechando las pausas que hacía en la lectura, echaba una ojeada a su marido, sobre el cual iban cayendo sus palabras, vertidas de alto abajo, con la fuerza y los estragos de un pedrisco.

Esta escena, que pasaba a puertas cerradas en el dormitorio bien conocido del lector, duró media hora muy cumplida. Cuando doña Angustias la dio por terminada, don Roque se enjugaba con el pañuelo un par de lagrimones que le caían de los párpados contraídos. Su mujer, sin dejar de mirarle con compasivos ojos, esperó a que pasara aquella crisis bienhechora, cuyas causas debían de arrancar de lo más hondo del corazón y del cerebro del pobre iluso.

Duró poco la espera de doña Angustias. Por haberla notado quizás, hizo un esfuerzo don Roque para salir de su letargo penoso, y preguntó a su mujer, removiéndose en la butaca y enderezando el pescuezo, pero sin volver la cara hacia ella, que continuaba de pie a su lado:

-¿Nada más?

-¿Aún te parece poco? -preguntole a su vez doña Angustias.

-¡Psch!... Preso por mil... Aunque, como bastante, ya lo es.

-¡Vaya si lo es!

-¡Cascabeles si es bastante!

Y en esto, se alzó de la butaca, se sonó las narices muy recio, y dio un par de vueltas por el cuarto.

-¡Vaya, vaya, vaya!... ¡Jesús, María y José! -exclamaba a media voz, mientras andaba de acá para allá con la bata al desgaire, la visera de medio lado, las manos en los bolsillos del pantalón y los ojos como puños.

Su mujer le seguía con la vista sin decirle una palabra. De pronto, le dijo él a ella:

-¿Conque esa carta, por lo que me has dicho, la recibió Irene anoche?

-Cabal, y por el correo, -contestó doña Angustias.

-Por el correo -repitió Brezales, enderezándose un poco la visera.- ¿Y dices tú -añadió después de sonarse otra vez,- que no tuviste conocimiento de ella hasta?...

-Hasta esta mañana: hará dos horas.

-¿Por la misma Irene?

-No; por Petra... y eso, después de pensarlo mucho las dos. Por gusto de Irene, la carta se hubiera quemado en seguida. Cuando yo la leí, ni siquiera me hice cruces, porque de nada me extrañé. Al contrario, si bien se miraba. Después hablamos las tres largamente. Irene me pidió por Dios que te lo ocultáramos todo; pero yo la respondí, quedándome con la carta, que sobre ese particular se haría lo que debiera de hacerse; y me vine sin perder momento a leértela de punta a cabo.

-¡Bien hecho! -contestó don Roque acentuando las palabras con manos y cabeza.- ¡Bien hecho! Porque tendría que ver que yo ignorara esas cosas. ¡Jesús!... ¡Jesús, María y José!

Y volvió a pasearse por el cuarto con la cabeza gacha y las manos en los bolsillos. De pronto se detuvo delante de su mujer, y la preguntó:

-¿Y dices tú que vosotras dais por hecho que esa carta ha venido aquí por equivocación?

-Sin la menor duda, Roque: ese mentecato... por no llamarle cosa peor y bien merecida, en la prisa con que anduvo a última hora, cambió los sobres de las cartas, y mandó a Irene la que había escrito para su amigote.

-¡Qué casualidad, Angustias! -exclamó don Roque, llevándose las manos a la cabeza.

-Di mejor ¡qué Providencia! -contestó su mujer.- Porque este cambio ha sido providencial, para que acabes de caer de tu burro...

-¡Válgame el señor san Roque! -exclamó de nuevo Brezales, volviendo a pasearse por el cuarto.- ¡Válganme todos los santos de la corte celestial!... ¡Válgame el mismo Dios y Señor nuestro, Criador de todas las cosas y Divino Redentor del mundo!... ¡Hay que verlo, hay que tocarlo con las manos, para creer que no le engañan a uno y que es la pura verdad!...

Anduvo un buen rato así, ora exclamando, ora llevándose las manos a la frente y la visera de la gorra tan pronto a un lado como a otro, hasta que su inquietud fue trocándose poco a poco en abatimiento; y volvió a inclinar la cabeza sobre el pecho, y se le puso otro nudo en la garganta, y se le empañaron nuevamente los ojos, y se detuvo, de espaldas a su mujer, que no desplegaba los labios, aunque no cesaba de mirarle para enjugarse las lágrimas.

Al fin se volvió hacia ella; y con una voz, y un andar, y una expresión de mirada que daban la medida fiel del estado de su espíritu, entristecido y lacio, pero en perfecto reposo, la habló de esta manera:

-Pensarás tú que lo que más me ha echado el alma por los suelos al oírte leer esa carta, han sido las perrerías que en ella se dicen de mí... Pues te juro que te equivocas si tal piensas, Angustias... Otro sentir muy diferente es el que me ha puesto del modo que me ves. Parte pueden haber tenido, si quieres, esos improperios en el caso; pero, a todo tirar, como a manera de luz que me le ha hecho ver al primer golpe... y el caso que yo he visto; el caso, Angustias, que me espanta y no puede tener perdón de Dios, es la fuerza de vela que yo he venido haciendo, un día y otro día, un mes y otro mes, para poner a la pobre Irene en manos de ese bandolero. ¡Válgame la Divina Misericordia! ¡Qué hubiera sido de ella! ¡Qué hubiera sido de mí! ¡Qué hubiera sido de todos nosotros! Esto, esto, y mucho más de otro tanto he visto yo en toda su claridad desde los primeros renglones de la carta... No parecía sino que Dios mismo, con sus divinas manos, me iba quitando las cataratas de los ojos. ¡Qué barbaridad de cosas he visto, Angustias... y estoy viendo ahora mismo desde aquí, en donde quiera que pongo los ojos de la memoria!... Porque yo soy hombre de bien, Angustias, incapaz de hacer un daño conociéndole; pero he sido tonto, tonto de capirote, como aquí mismo me llamaste tú no hace muchos días; y a lo tonto, a lo tonto, he ido haciendo en la vida muchas atrocidades que no he debido de hacer, aunque ninguna tan gorda como ésta, que merece un grillete lo mismo que un santo un par de velas... pero basta esa barbaridad, Angustias; hasta esa, que, por dicha, no llegó a rematarse, he querido hacerla con buen fin. Mírate tú y créeme: se me figuraba a mí que casando a Irene con ese... con ese malhechor, y siendo yo consuegro, y tú consuegra de su padre, se nos metían las Indias por las puertas de casa, y con las Indias, el mismo sol de los cielos, y todas las pompas y todos los relumbres de la tierra. ¿Qué quieres? Era así, mi modo de ver; y viéndolo de este modo, no había razón que me convenciera de lo contrario; y en esta ceguedad, ¡erre que erre! y... ¡pobre hija de mi alma! ¡Qué juicio habrás formado de tu padre!... ¡y tú de tu marido!... ¡Con toda la atrocidad de lo que yo la quería... de lo que os quería y os quiero a todas! ¡Santo Dios, cuando yo era capaz de dejarme freir en aceite porque no se os chamuscara a vosotras un pelo de la cabeza!... Porque ésta es la pura verdad, Angustias, créasme o no me creas: yo he podido hacer, y vuelvo a repetírtelo, muchas burradas, ¡muchísimas! y de seguro las he hecho; pero ninguna maldad a sabiendas... Eso no; y Dios, que me escucha, sabe que no miento. Aquí arriba estaba el mal, que no me dejaba andar derecho; no aquí abajo, donde todo está sano como unos corales... ¡La ceguera, la ceguera, Angustias; la condenada ceguera de la vanidad es la que pierde a los hombres, y mayormente si son algo tontos de por sí! Pero, amiga del alma, viene a lo mejor de la borrachera un lampreazo como éste, que le desloma a uno y le hace ver las estrellitas del cielo al mediodía, y hasta las cosas más invisibles, como ahora me está pasando a mí.

-Pues no te quejes de ello -le dijo entonces afablemente su mujer:- peor fuera haberte ido a la sepultura con las cataratas.

-¡Quejarme! -exclamó don Roque.- ¡Bueno estaría ello, cuando no acabo de dar gracias a Dios por el beneficio que me hace! Si me parece que comienzo a vivir ahora, mujer, o que soy otro hombre distinto del que fui... Vamos, que estoy en lo mío, donde me bandeo mejor que antes, sin trabas que me estorben el pensar... ni tampoco la palabra. Claro: como que me atengo a mi pobreza, sin soñar en meter la mano en los caudales del vecino pudiente, para darme un lustre que se me cae de encima... Bueno: pues yo quisiera ahora que me fueras preparando, para cuanto antes, una entrevista con la pobre Irene... ¡Es mucho lo qua yo tengo que decirla para que me perdone un poco siquiera de las amarguras que la he hecho pasar, y de la barbaridad del peligro en que la puse!... como espero que me perdones tú la parte que te ha tocado de mis cabezonadas indisculpables; sólo que contigo tengo más franqueza; y es muy natural que la tenga. ¿No es verdad, Angustias?

Sonriose ésta bondadosamente, y dio por concedido todo lo que ambicionaba el pobre hombre.

-Pues Dios te lo pague -dijo éste,- y a ella y a su hermana también, por anticipado... y vamos a otra cosa. Hazme el favor de esa carta; porque, si no me engaña la memoria...

Diole la carta doña Angustias; y después de fijar él la vista en la última carilla del último de los plieguecillos, continuó:

-Justamente: aquí está lo que yo buscaba. Dime, mujer, ¿tú sabes algo de lo que se asegura en esta posdata? ¿Tiene algún fundamento?

Sonriose doña Angustias, y respondiole:

-Esa misma pregunta hice yo a Irene.

-Y ¿qué te respondió?

-Con la boca, ni una palabra.

-¡Hola, hola!...

-Pero su hermana, que es más suelta de pico, me puso al corriente de todo... y resulta que es cierta la noticia.

-¿Conque es cierta? -exclamó don Roque abriendo mucho los ojos.- ¡Vea usted qué demonio!

-Según parece -añadió doña Angustias,- es ya cosa vieja.

-Corriente, corriente -la interrumpió su marido, casi tapándola la boca con las manos.- No necesito saber más... Porque te advierto que yo no entro ni salgo, ni quiero entrar ni salir en ese particular. ¡Dios me librara! Allá vosotras, hijas mías; y si sacáis en limpio que la cosa conviene, no hay más que avisarme; y en avisándome, ya estoy yo corriendo a casa de su padre, y barriéndole el polvo de los suelos, si me la pide como condición para hacer las paces con él. Así como así, toda la guerra estriba en una miseriuca de las que yo usaba cuando era tonto... Repito que allá vosotras... y a ver si me puedes preparar para el mediodía esa conversación que yo quiero tener con Irene; porque sin dejar esas cuentas bien saldadas, no tengo cara para sentarme hoy a la mesa.

-Pues por falta de ese requisito -le replicó su mujer, alegre como unas castañuelas,- no se te ha de indigestar hoy la comida, ni has der quedarte en ayunas. Ahora mismo voy a prevenir a Irene, aunque la prevención está por demás, sabiendo tú lo buena que es tu hija...

-No importa: quiero yo que te haya oído a ti antes de verme cara a cara con ella... Son ahora las diez: a eso de las doce subiré yo del escritorio... porque tengo algo urgente que hacer allí. ¿Estás?

-Enhorabuena -respondió doña Angustias disponiéndose a salir.- Dame la carta.

-¿La carta? -repitió don Roque bajando la mano en que la tenía.- Con la carta esta, y perdona, me quedo yo.

-¿Para qué? -le preguntó doña Angustias algo sorprendida con la ocurrencia.

-Pues para una cosa que he discurrido -contestó don Roque muy entero,- según ibas tú leyéndomela. Es cosa buena, te lo aseguro, y que ha de venir muy al caso... Ya te la diré a su hora conveniente... ¡Verás qué golpe, Angustias!... No temas, no, que sea por el arte de los que daba yo antes... Esos ya pasaron, por misericordia de Dios... En fin, que me quedo con la carta, porque debo de quedarme con ella y anda, hijita, cuanto primero, a hacerme ese favor que me has prometido.

Diciendo esto, impulsaba suavemente hacia la puerta a su mujer; y a una mirada de desconfianza con que ésta le interrogó en el momento de salir al pasillo, contestó Brezales en un tono de convicción y de entereza nunca usado por él hasta entonces:

-¡Cuando te digo que no soy ya ni sombra de lo que fui!...

Media hora después, sentado don Roque Brezales en el sillón de su despacho, escribía sobre el pupitre, en medio pliego de papel comercial con el membrete de la casa, los siguientes renglones que copiaba de un borrador que acababa de perjeñar sin grandes dificultades:

«Excmo. Señor duque del Cañaveral:

Muy señor mío y dueño: tengo el gusto de poner en manos de usted la adjunta carta que, por equivocación del sobre, se ha recibido aquí, para que se la entregue usted al firmante de ella, que debe de tener interés en que llegue a su verdadero destino. Que la carta se ha leído en esta casa en familia, no necesito decírselo a usted, ni tampoco que quedamos bien enterados de ella. Como es cosa superior, se la recomiendo a usted, si quiere pasar un buen rato antes de entregársela a su señor hijo. Léala y quedará encantado.

Dando por supuesto ahora que han de abandonarnos ustedes sin despedirse de nosotros, y preciándome yo de hombre formal y de palabra, lo que en este mismo escritorio le dije de estar saldadas todas nuestras cuentas de metálico, dicho queda y aquí lo mantengo en todo su valor... En fin, que no me debe usted un ochavo a la hora presente. ¿Le parece a usted mucho rumbo el mío? Pues a mí no; porque aunque fuera doble de lo que es, me parecería poco en comparación de lo que he aprendido a costa de ello. Le advierto a usted que no me lleva nadie la mano para decirle estas cosas. Todas ellas, y otras muchas más que me callo, son discurridas por mí. Se pasmaría usted, señor duque, si supiera lo que se me han afinado los sentidos de dos horas a esta parte. Todo por obra de la misma carta. Por eso le decía a usted que, pagándola al precio a que la pago, todavía se me figura que le quedo mucho a deber.

Por lo demás, como si nunca nos hubiéramos conocido, y mande otra cosa a su escarmentado y seguro servidor q. b. s. m.

ROQUE BREZALES.

S/c 22 de agosto.»

Leída y releída por su autor esta carta después de terminada, y punteada y comeada, no con perfección ortográfica precisamente, pero con sumo cuidado, metiola don Roque en un sobre con la otra; escribió la dirección en letra a pulso y bien rasgueada, y llamó a un dependiente.

-Esta carta -le dijo,- en propia mano al señor duque. En propia mano, ¿me entiende usted? Si no está, espérese a que vuelva; y si está, diga de mi parte que necesita verle. A nadie más que a él ha de entregársela... Y a escape ahora mismo, por el tren, o en coche... o por el aire.

Salió el pinche inmediatamente; y don Roque, después de guardar el borrador de la carta en el bolsillo para leérsela a su mujer, bien seguro de que había de valerle un aplauso la ocurrencia, púsose a pasear por el despacho restregándose las manos y con los ojillos muy alegres.

-¡Vaya si estoy satisfecho de mi obra! -pensaba mientras se movía.- ¡Cascabeles si lo estoy!... A estas horas, ya habrá hablado Angustias con Irene. Dentro de un rato, ¡hala para arriba! y comienzo por leerles, a las tres, el borrador de la carta, que gustará, ¡vaya si gustará, con la tirria que ellas les tienen! Esto ya me desembaraza el camino para lo otro... y, puede que me le ahorre todo; y en seguida, las paces... ¡Las paces, Dios eterno!... que son el sosiego y el amor de antes, y la comida sin amargores, y el sueño sin pesadillas... y las caras alegres, y el diablo a la calle, y Dios con todos nosotros... Pero ¡qué cosa más admirable es este alcance de vista que tengo desde que la lectura de esa carta me quitó la venda de los ojos!... Porque no veo solamente lo que ella me puso delante, sino mucho más allá, y por un lado y por otro, y hacia arriba y hacia abajo: vamos, como si los hombres y las cosas hubieran cambiado de pronto de color para mí. ¿Pues no se me antoja ahora mismo, con sólo acordarme de ellos, que Gárgaras y Vaquero y otros tales no son más que un rebaño de judíos comilones y avarientos y sin pizca de educación? ¡Pues dígote con mis peleas en La Alianza y otras partes! ¿Para qué, señor... y por qué?... ¡Si juraría que hasta el mismo Sancho Vargas pudiera ser tonto de la cabeza, como asegura Petrilla!... Sí, señor; pudiera muy bien resultar tonto Sancho Vargas...

Pensar esto y presentársele a la puerta el mencionado, fue una misma cosa. Iba el tal espetado y rozagante como nunca.

-¿A que no me esperaba usted, mi señor don Roque? -le preguntó colándose adentro, como Pedro por su casa.

-Tanto como esperarle -respondió Brezales dejándose estrechar la mano que el otro le pedía con la suya, pero sin aquel entusiasmo de otras veces en casos parecidos.

-Es igual -repuso Vargas, arrojando el pajerillo sobre el atril de Brezales.- Porque entre hombres de seriedad y de negocios, como usted y yo, todas las horas son hábiles para tratar de ellos, y siempre se llega en sazón y a punto. ¿No es cierto, mi señor don Roque?

-Cuando usted lo asegura... -respondió éste, sin moverse del sitio en que el otro le había hallado, y volviendo las manos a los bolsillos.- ¿Y a qué debo el gusto de?...

-Pues, hombre -le interrumpió Sancho Vargas,- ya que usted se me anticipa con la pregunta, le diré que son dos los asuntos que aquí me traen por el momento; principalmente uno de ellos, por ser de índole más delicada.

-¿Quiere usted sentarse? -le preguntó entonces don Roque con bien escaso empeño, y señalándole con la vista y un estirón del pescuezo, no el sillón de la otra vez, sino una silla vulgar de las de abajo.

-Por de pronto -respondió Vargas andando hacia la puerta por donde había entrado,- permítame usted que tome esta precaución, que no estará de más.

-¡Demonio! -exclamó para sí Brezales al ver que cerraba la puerta.- ¿También éste vendrá a pedirme algo?

Volvió Sancho Vargas; sentose donde Brezales quería; sentose Brezales también, a una indicación cortés del otro, en la silla inmediata, y colocados así los dos, dijo Vargas a don Roque:

-Comenzando por lo menos, me permito recordar a usted aquellos mis grandiosos proyectos, tan inicuamente desairados en La Alianza.

-¡Valientes calamidades... los hombres de esa sociedad! -exclamó don Roque, sin poder contenerse; pero con habilidad bastante para poder echar a tiempo sobre los socios de La Alianza lo que salía de sus adentros enderezado a los proyectos de su interlocutor.

-Conformes, mi señor don Roque -repuso éste muy ufano.- Pero no van por ahí mis intentos en la ocasión presente. Convencido de que las envidias y otras miserias han de combatirme aquí, como me han combatido siempre, tenía yo pensado interesar al señor duque... Porque ya ve usted: él es hombre de gran influjo en Madrid; su partido está llamando a las puertas del poder; lo que el señor duque quisiera siendo gobierno... figúrese usted si sería en el acto cosa hecha... En fin, que teniendo esto presente, y que, según mis noticias, se va de aquí mañana Su Excelencia con toda su familia, me ha parecido muy conveniente aprovechar los instantes, contando con el apoyo de los buenos amigos; y a este fin, vengo a preguntarle a usted, si no le parece mal la pregunta, en primer lugar, cómo se halla usted de relaciones con él.

-¿Con quién? -preguntó Brezales muy avispado.

-Con el señor duque, -respondió Vargas.

-De lo peor -dijo don Roque brincando en la silla:- a matar, como el perro y el gato...

-Entendido, entendido -se apresuró a replicar Sancho Vargas.- Ya no hay más que hablar. Era una pregunta como otra cualquiera. A un lado este registro. Todo se reduce a apretar un poco más los propios, al verme yo mano a mano con él... Por lo demás, no me choca ese desconcierto, estando como estoy en determinados antecedentes, por haber tenido usted la bondad de honrarme dándomelos aquí mismo a conocer...

-Cuando yo era tonto -dijo don Roque para sí con grandes remordimientos de su conciencia.- ¡No te relamerías hoy con ese gusto, cascabeles!

-Pero, dejando también esto a un lado -continuó Vargas, a cien mil leguas de sospechar los pensamientos de su interlocutor,- que es puramente accesorio, aunque de alguna importancia en esta ocasión, y viniendo a lo principal de mi visita, ha de saber usted, mi señor don Roque, que, como hombre de fuste que soy, cuando me dispongo a hacer un favor a un amigo a quien aprecio de veras, no solamente le sirvo en lo que desea, sino que voy mucho más allá, como me sea posible. Por estas razones, cuando tuvo usted la bondad de abrirme aquí mismo su atribulado corazón y solicitar mi humilde consejo, no solamente le oí con gusto y le aconsejé conforme a mi leal saber y entender, sino que la cosa consultada no se apartó ya de mi cabeza, y seguí consagrándola de día y de noche gran parte de mis mejores pensamientos.

-Gracias, -dijo al oírlo Brezales, con una socarronería que no pescó el otro.

-No las merezco, mi señor don Roque -contestó Vargas tomando la palabra al pie de la letra.- Y vamos al punto delicado. Dando yo por roto aquel compromiso que, bien estudiado, no tenía ya buena compostura, díjeme: pues, señor, con el escarmiento sufrido por el señor don Roque, y en el estado moral... y material en que se encuentra la Irene, ¿qué es lo que más podría convenirle al uno y a la otra para alejar a los dos en adelante de todo riesgo parecido a éste?... Porque, fíjese usted bien, amigo mío: siendo la Irene una joven de mucho valer por su físico, y su padre un hombre de grandes caudales, las tentaciones del diablo han de perseguir a muchos golosos, y, por consiguiente, han de abundar los peligros de equivocarse cualquiera de ustedes dos... porque ese es el mundo, mi señor don Roque, y no hay que darle vueltas. ¡Oh, si le conozco yo bien, teniendo, como tengo, larga experiencia y mucha luz debajo del pelo, aunque me esté mal el decirlo!... Pues bien, en estos supuestos, me respondí a mí propio: lo que le conviene al señor don Roque para yerno; lo que le conviene para marido a su hija, es un hombre...

En esta palabra se detuvo Sancho Vargas, porque notó en las cejas y en los labios de don Roque ciertos signos de admiración y de sorpresa que le intimidaron un poco.

-¿Estaré, quizás, pecando de indiscreto -dijo entonces, más bien por alardear de precavido que por creer en lo que preguntaba,- hablándole a usted con la franqueza con que le hablo?

-De ninguna manera -respondió al punto don Roque con el aire más campechano del mundo:- siga usted, siga usted, señor don Sancho, que me va interesando la cosa.

-Pues con esa conformidad -repuso Vargas muy hueco,- prosigo: un hombre, dije para mí, de buena edad y no mal porte; de sólida cabeza; experimentado en las cosas del mundo y en los negocios mercantiles; bien capaz de conducir mañana u otro día los de ese excelente sujeto (si llegara a fallecer) por vías de prosperidad y engrandecimiento; y capaz también, en ese caso desgraciado, de ser amparo y sombra de toda su familia, de mirar por ella y de aconsejarla con prudencia y sabiduría. Pero volví a preguntarme: ¿existe un hombre a mis alcances que reúna todas estas prendas? Existe, me respondí al instante. Y existiendo ese hombre, me pregunté otra vez: ¿querría... se prestaría?... En fin, ¿podría contarse con él para llevar a remate una obra tan delicada y expuesta como esa? Creo que sí, volví a responderme; porque esa persona, aunque con la cabeza ocupada de continuo en grandes problemas, es todo un hombre del mundo y de la sociedad cuando llega el caso, y sabe sentir y estimar las cosas como es debido... En fin, mi señor don Roque -añadió Vargas, echando el resto en lo fino, en lo risueño y en lo generoso- puedo contar con ese hombre, y tengo el honor de ofrecérsele a usted para los fines indicados.

-Pues tantísimas gracias -respondió Brezales en el mismo tono en que se le había hecho la oferta.- Y ¿se puede saber -añadió, dispuesto a apurar la materia que le estaba interesando vivamente,- quién es ese hombre tan generoso y tan... vamos, tan conveniente para mí y para todos los de mi casa?

-Como que a eso vengo, mi respetable amigo -respondió Vargas muy templado:- a decirle a usted quién es esa persona; aunque pensaba yo hace un instante que, con las señas que ha tenido el gusto de darle, podría usted haber caído...

-Pues no he caído. ¡Vea usted qué torpeza la mía!

-Ya lo observo, mi señor don Roque; pero es igual para el caso... Pues ese hombre, aunque me esté mal el decirlo, soy yo.

-¡Usted! -exclamó Brezales haciéndose más sorprendido de lo que estaba en realidad.

-¿Me creía usted incapaz -dijo Vargas muy travieso,- de echarme por esos caminos? No sería extraño, acostumbrado, como está, a verme marchar por otros tan diferentes y tan altos... Pero yo soy así, mi respetable y querido amigo: hago a todo, y bajo y subo cuando el caso llega. Ahora, por las razones que le dejo expuestas a usted, bajé de mis cumbres, y me dije: pues, señor, si podemos prestarnos esa familia y yo ese mutuo y buen servicio, ¿por qué no nos lo hemos de prestar? Y éste es el caso, mi apreciable señor don Roque; y aquí me tiene usted esperando su respuesta.

-¡Por vida del ocho de copas! -dijo entonces Brezales, fingiendo que le apuraba mucho el trance.- ¿Conque usted había pensado todas esas cosas tan bien pensadas y tan?... ¡Cascabeles, cuánto lo siento!...

Se le cayó una aleta a Sancho Vargas con esta exclamación de su amigo; el cual, notando la avería, añadió a lo exclamado:

-Ya ve usted: no es plato de gusto para nadie decir a otro que se nos viene con un favor en cada dedo: «se estima la intención; pero no pueden aceptarse,» como tengo que decirle yo a usted en el presente caso.

-¿Así, sin más ni más, señor don Roque? -preguntó Sancho Vargas con cierto dejillo de altanería.

-Sin más ni más, señor don Sancho -le respondió Brezales muy templado.- Como se dicen o deben decirse siempre estas cosas tan serias... entre buenos amigos.

-Pensaba yo -repuso Vargas,- que, cuando menos, menos, se tantearía antes la voluntad de ella.

-¿La de Irene? -preguntole don Roque con ojos de asombro.

-Justamente.

-Por consultada, amigo mío, por consultada -insistió Brezales levantándose al mismo tiempo de la silla.- Conozco esa voluntad como la mía propia; y créame usted, ni a ella ni a mí nos ha ocurrido pensar en esas cosas que ha pensado usted por nosotros, haciéndonos un grandísimo favor.

-Después de lo pasado -apuntó Vargas, algo descompuesto ya,- creía yo...

-Pues precisamente por eso -dijo don Roque. -Precisamente por el ejemplo de lo que acaba de pasarnos. No sabe usted, don Sancho amigo, lo que ese ejemplo nos ha enseñado a todos los de esta casa, particularmente en el modo de mirar y de ver cosas y gentes.

-¿De manera -repuso Vargas enteramente desaplomado,- que, en lo tocante a mi proposición, como si nada hubiera dicho?

-Absolutamente igual, señor don Sancho -respondió, Brezales.- Por de contado que eso no quita que se estimen como es debido el buen deseo, y la generosidad, y la... en fin, todo lo bueno y caritativo que hay en la ocurrencia de usted.

Sancho Vargas, descuajaringado y mustio, y roído además por el despecho que aquel inesperado fracaso le producía, se levantó también; y tendiendo de mala gana la diestra al desconocido Brezales, le dijo con ronca voz y sin mirarle a la cara:

-Lo menos que un hombre como yo puede pedir a otro como usted, en la delicada situación en que en este instante me hallo, es que guarde el secreto de lo que se le ha confiado... por una disculpable equivocación.

A lo que respondió Brezales con gran frescura, porque verdaderamente se iba desconociendo y transformando de hora en hora:

-Aunque no hay ninguna ley que a guardar ese secreto me obligue, porque yo no le llamé a usted a mi casa para que se confesara conmigo, puede descansar en la confianza de que no he de abusar de la que usted puso en mí.

-Cuento con ello; y adiós, señor de Brezales.

-Adiós, señor de Vargas.

Cogió éste el pajerillo que antes había puesto sobre el atril; hizo a don Roque una media reverencia, y salió del escritorio con un aire que anunciaba grandes intenciones de no volver a pisarle.

El padre de Irene, con las manos en los bolsillos, los pies muy afirmados en el suelo y la gorra echada atrás, le vio salir y le siguió con los ojos hasta que desapareció por la puerta que daba a la escalera. Entonces, moviéndose hacia el atril, con la gorra ya en la mano y los ojos muy brillantes, exclamó casi en voz alta:

-¿No lo dije? ¡Tonto virado! Si es cosa vista: fallo que yo eche desde hoy, no tiene vuelta.




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- XXV -

Las catacumbas


Después espesaron los rocíos y comenzaron a enfriarse las madrugadas; soplaron las primeras rachas del noroeste, y se llevaron por delante los últimos celajes veraniegos; perdió la mar todas sus galas de las grandes etiquetas: los «vaporosos tules,» las «esmeraldas líquidas,» las «irisadas crenchas...» y cuanto ven en esa egregia dama los soñadores ojos de la poesía bonachona y elegante. Por perder, perdió hasta las «embriagadoras armonías» de sus «arrullos blandos,» y se echó encima los ropajes grises, macizos y desaliñados de los días «de confianza» en los meses invernales; y comenzó a ensayar en el fondo de sus abismos el zumbido de las largas noches tenebrosas y el rugir de sus galernas y huracanes.

Con estos síntomas desapacibles, los últimos bañistas de la playa tiritaron de frío y de tristeza, y se largaron tierra adentro sin volver la vista atrás. Los ociosos hospederos apagaron entonces sus hornillos y fogatas; requirieron las improductivas cacerolas, y se desbandaron también hacia sus cuarteles de invierno, cruzándose quizás en el camino éstos y los otros con los nativos de la ciudad, que tornaban a ella cansados de la vida campestre en las aldeas circunvecinas. Los taciturnos balnearios, los encumbrados chalets y los hoteles, grandes y chicos, después de recoger y amontonar sus cachivaches y dar una escobada a los suelos, cerrason sus puertas y ventanas; y hartos de huéspedes volanderos y de sus algaradas y trapisondas, dispusiéronse a dormir, entre los horrores de la digestión y en aquella soledad que parecería la de las tumbas sin el bramar continuo del enfurruñado Océano, el sueño de las marmotas hasta los primeros calores del venidero estío.

En la ciudad aconteció entonces algo parecido a lo que acontece en el seno de la patriarcal familia al siguiente día de despedir a los parientes y amigos que vinieron con motivo de las fiestas del santo patrono del lugar. Cada cual vuelve a su oficio, y a su ropa, y a su cuarto, y a su cama, y a su sitio en la mesa, y a su andar y vivir ordinarios, dentro y fuera de la casa: unos con pesadumbre por amor a la vida ruidosa y desordenada, y otros muy complacidos por gustar del método reglamentado, de la puchera clásica, del hogar en orden... y de una prudente y saludable economía; porque los regodeos y jolgorios, por breves que sean, siempre resultan caros.

La gente moza, con la espalda vuelta a las frías soledades de la playa y la vista fija, en los pavorosos problemas del invierno que se les venía encima, se quedó suspirando y royéndose las uñas. Todo lo veía negro y vulgar y fastidioso, mirando hacia adelante; y volviendo hacia atrás los ojos de la memoria, ¡qué diferencia! ¡Adiós, placeres elegantes! ¡esparcimientos distinguidos! ¡niñas arrebatadoras! ¡marquesas incomparables! ¡chicos ilustres del gran mundo! ¡personajes de copete! ¡bailes, jiras, conciertos y veladas! La intriguilla amorosa, interrumpida a lo mejor; el anhelado , apenas saboreado; la ardiente mirada, sin explicar; la frase aquélla, en enigma todavía... ¡y el del banquero A, y la de los Condes de B!... ¡y Chuncha Olivete, y Manolo Gonzálvez! ¡Oh, dioses inmortales, qué pesadumbre!...

Para consolarse de ella y echarse a pechos aquel interminable invierno que avanzaba cargado de chaparrones inclementes, la perspectiva de una esperanza de compañía zarzuelera en el teatro; dos bailes en el Casino; una novena solemne en tal iglesia de moda, y a pasto las reuniones de confianza en casa de las de Sotillo... ¡Y sea usted crema para esa, y juventud distinguida y elegante, con un ropero de lo mejor, y unas aptitudes de las más sobresalientes! ¡Pícaras capitales de provincia, que no tienen más sociedad que la postiza de los veranos! ¡Era cosa de emigrar de allí y renegar de la patria nativa, que no se cuidaba de entretener y amenizar los interesantes ocios de sus distinguidos hijos!

En cambio, los padres y otros ciudadanos que habían pasado ya de la edad de las ilusiones juveniles, se encontraban tan guapamente en aquella tranquilidad y en aquel orden beatíficos, como las personas cuerdas del ejemplo de más atrás, después de largarse sus huéspedes con el desorden y los ruidos a otra parte. La ciencia del bien vivir no consiste, al fin y al cabo, en otra cosa que en conformarse cada cual con lo que tiene en su casa; y en ese particular, eran unos verdaderos sabios los hombres de aquella ciudad costeña, que no se entristecían cosa maldita en invierno con la falta de los huéspedes del verano.

De ellos era indudablemente, es decir, de los que vivían muy bien acomodados a aquella honrada pobreza de recursos, un sujeto ya maduro y algo huraño, muy conocido del lector por haberle visto conversar con Casallena en el segundo capítulo de esta insípida, pero puntual historia, que, envuelto en largo y espeso capote, y azotado por las iras de un noroeste con granizo, subía, al comenzar de una noche de noviembre, calle arriba, calle arriba... calle arriba, por un laberinto de ellas, a cual más angosta y empinada. Llegó como pudo a lo más alto de todo, donde había un pedacito de mundo llano, y en este pedacito un portal muy ancho y a media luz, irradiada de una candileja de petróleo, prisionera entre hierros y candados; precaución muy cuerda contra los rateros de aquellas alturas, que robaban las libres al menor descuido de los guardianes de la puerta. En aquel refugio pateó el hombre un ratito y sacudió los faldones del gabán para descargarse del agua que había agarrado de cintura abajo, porque de cintura arriba le había librado un paraguas de una buena parte de ella; y después de este proceder de perro de lanas, echó escalera arriba poco a poco, oyendo el gritar adentro de una voz que le era bien conocida. Llamó a una puerta; abriola un sirviente, guapo mozo; le cogió el paraguas de la mano; despojose él después de su gabán; colgole en la percha del vestíbulo, bien alumbrado, y asomó entonces por un hueco inmediato, cerrado por un cortinón, Fabio López en zapatillas, con las manos en los bolsillos del pantalón, una boína de punto negro calada hasta las orejas, y una cara de todos los demonios.

-¡Hola! -exclamó el que llegaba.

-¡Hola! -repitió el otro, volviendo a desaparecer detrás de la cortina.

Colose tras él y por el mismo resquicio el recién llegado, y se arrimó a la chimenea que había en aquella estancia (y cuya boca estaba tapada con un periódico extendido de alto abajo para que adquiriera así mayor tiro la corriente de aire), sin curarse, al parecer, de Fabio López, que empezaba a dar vueltas por el cuarto.

-¡Vaya una hora de venir! -dijo al cabo y viendo que no chistaba el otro.

-Hombre -contestó éste volviéndose hacia el reló, que cumplía honradamente sus deberes en la pared frontera a la chimenea:- todavía no han dado las siete.

-Ya, ya.

-Y está lloviendo hace media hora... y hasta granizando.

-¡Ya, ya! ¡Canastos con las gentes delicadas de estos tiempos! Querrán que se les ponga coche, o palanquín como al emperador de la China... y además, alfombrada la calle, y con estufas. Y así y todo, temerán que se les reproduzcan los dolores del epigastrio... ¡Le digo a usted, reconcho!... Pues verá usted los otros señoritos. «¡Como llovía tanto!...» Porque al uno se le van los pies en cuanto se mojan las calles; el otro ¡uy!... se constipa en seguida. ¡Es tan delicado de cutis!... ¡Reconcho!... si fuera para ir al asalto de doña Circuncisa, o a comer de gorra al banquete del gobernador, o a una junta de mayores contribuyentes...

El hombre de la chimenea se sonrió sin volver la cara; cogió una silla de las más próximas; sentose, y arrimó los pies a la lumbre para secarse las botas y las perneras. El da casa, que se enteró de ello, corrió a quitar el periódico colgado delante de la fogata, no por rasgo de cortesía, sino porque no se metiera el otro en lo que no entendía ni le importaba.

-Y ¿qué hay de bueno? -preguntó maquinalmente el último, mientras el primero recogía el periódico.

-Que el mejor día -respondió López algo retrasado y volviendo a sus paseos,- hago yo aquí una barbaridad.

-¿Con quién?

-Con una burra de cocinera que yo tengo hace más de setenta años... ¡Reconcho, qué animal!

-¿Por qué?

-Le digo a usted que tiene días en que es cosa de matarla; y hoy ha sido uno de ellos.

-Vaya todo por Dios.

-Esta mañana tuve que salir a eso de las diez por un arrastrado asunto que no era mío ni me importaba tres castañas... lo que me pasa cada lunes y cada martes; y dejé encima de esa mesa, entre el Código civil, por más señas, y un tomo de las obras de Bretón de los Herreros, el plato en que anoche me dibujó al humo Octavio, aquella ronda de alguaciles tan hermosísima que usted vio. Pues, amigo, que vuelvo a las doce; que noto la falta del plato; que me pasa una sospecha por el magín; que llamo a esa animal; que la pregunto... ¡reconcho!... ¿y qué cree usted que me contesta, hombre?... Pues nada: que entró aquí, no sé a qué cosa; que vio el plato, y que, como estaba sucio, se le había llevado... para fregarle. ¡Y le fregó, reconcho!

-¡Qué barbaridad!

-¡Ah! pues si no hubiera tenido pareja...

-¿El plato?

-No, señor: la barbaridad.

-¿Luego la tuvo?

-Como siempre, ¡canastos! porque esa burra nunca hace una burrada sola: lo menos un par de ellas, ya se sabe.

-¿Cuál fue la otra?

-Ayer me regalaron la mejor pieza de langosta que ha salido de los mares. «Para pasado mañana,» la dije, no a la langosta, sino a la cocinera; y bien recio, porque tiene un oído como esa pared, la bestia de los demonios. Pues, señor: el primer principio que sale hoy a la mesa, la langosta... ¡y en la salsa que me gusta a mí! Al ver aquella nueva atrocidad, lo primero que me ocurrió fue ir a la cocina con la fuente y rompérsela encima de los cascos a la arrastrada fregatriz; pero por un milagro de Dios, me conformé con llamarla, ponerla el guisote en la mano y decirla: «ahora mismo se lo llevas a la portera para que se la coma de mi parte; pero sin olerlo tú siquiera en el camino; porque si sé que lo hueles, hasta la porcelana te vas a tragar hoy...» Claro que, ni mis sobrinos ni yo catamos la langosta. ¡Reconcho!... ¡y con lo riquísima que debía de estar! Por supuesto, mis sobrinos no la hincaron el diente, porque estaba yo delante... Los conozco bien.

-Y ¿por qué no la cató usted ni consintió que ellos la cataran? -preguntó el amigo con cierta curiosidad.

-Porque habíamos comido ya de carne -respondió el otro hecho una pólvora.- ¿O tampoco sabe usted que hoy no se puede promiscuar, reconcho? Pues ¿por qué mandé yo ayer que se guardara para mañana?... Todavía duraba la marimorena que yo armé cuando subía usted por la escalera. ¿No la ha oído? Pues bien he gritado.

Sorprendió López a su amigo mirándole con gran atención y sonriéndose de cierto modo, y díjole:

-Sí, señor, yo soy así; porque las cosas, ¡reconcho! o se hacen como es debido, o no se hacen. ¿Se manda que no se promiscue? Pues no se promiscua ni con el olfato; y no digo yo una langosta chapucera, como la de hoy: un ternero trufado mando yo en igual caso al cajón de la basura o a los pobres del Asilo... ¿Está usted? Pues bueno: eso no quita que Íñigo y yo no congeniemos; porque una cosa es la ley de Dios, y otra muy distinta la astucia de los hombres. ¿Me entiende usted? Lo peor de todo es, reconcho, que el pecado ese le va a pagar, si no está ya pagándole, quien menos culpa tiene; porque esa pobre mujer, que no estará muy avezada a platos fuertes, va a saltar en astillas en cuanto se eche al cuerpo la ración de pólvora que la mandé. Porque es lo que tiene la receta que yo uso para las langostas: se deja tragar como una seda; pero después es ella. ¡Reconcho!... ¡levanta en vilo!

El amigo que se calentaba los pies soltó al fin la carcajada, sin poner un solo comentario a las donosas mixturas de Fabio López; el cual dejó sus paseos en corto, se sentó al otro lado de la chimenea, empuñó las tenazas y comenzó a arreglar los tizones. Aquello, vistos los antecedentes del sujeto, equivalía a los golpes de la batutta del maestro en la hojalata de su atril, o al repiqueteo de la campanilla de un presidente acomodado ya en su sitial. Podía darse por comenzada la fiesta, o por abierta la sesión.

Saltaron varios asuntos y preguntas al redondel: sobre la identidad de una persona cuya muerte se anunciaba en los periódicos locales de aquella fecha; el alcance de un decreto publicado en la Gaceta, referente al personal de Telégrafos; la muestra que había estrenado una zapatería de la calle de San Basilio; un cuadro al óleo, expuesto dos tiendas más abajo de esta zapatería; la enfermedad de un canónigo conocido de ambos interlocutores; la cesantía de un estanquero; la temperatura oficial de aquel día; el precio de los besugos... Y nada: ni un solo tema de éstos prosperó allí. Apenas apuntados ya estaban muertos; y a otro en seguida... para ser despachado también de un golpe seco y a cara vuelta, por el contrario.

La llegada del sobrino Juan Fernández en traje doméstico, por una puerta de comunicación entre aquella vivienda y otra contigua, cambió algo el aspecto de las cosas; pero muy poco. Después se oyó el llamador de la puerta de la escalera.

-El otro valiente, -dijo el amigo de Fabio López, que le conoció por el modo de llamar.

-Y cierre usted la cuenta con él, -gruñó éste, cogiendo a pulso con las tenazas un tizón que estaba bien donde estaba, para ponerle donde no debía estar.

Y entró el valiente, que acreditó bien que lo era en el chorrear de su paraguas y relucir de sus botas. Era un mozo rehecho y bien templado; jurisperito por lujo, y artista de la mejor cepa; bien pertrechado de malicias cultas, y más rico de ingenio y suelto y socorrido de pluma de lo que a él se le figuraba. Se quejó lo menos que pudo de las inclemencias del tiempo, y se sentó lejos de la chimenea, después de encender un pitillo en un ascua de ella, cogida con las tenazas que, para eso sólo, le cedió el amo de casa.

Como si se complacieran en desmentirle, fueron llegando sucesivamente Juanito Romero; un contemporáneo de los dos viejos amigos, hombre de arboladura inglesa, con aficiones y hasta ciertos títulos diplomáticos; un pintor indígena, tan de admirar en sus cuadros como de aplaudir en los donaires de su conversación; un aristócrata de gustos democráticos, sin dejar por ello de ser apasionado del sport y lector asiduo del Fígaro parisiense y de la Revista de ambos mundos; Casallena y su pariente, aquel doctor carnicero de quien ya se hizo mención en otra parte de este libro... y el último de todos, por aquella noche, el otro sobrino de Fabio López, el gomoso del smoking y los cuellos de pajarita. Faltaba Pancho Vila, entre otros pocos más.

-A Pancho Vila -dijo Romero,- no le esperen ustedes.

-¿Por qué? -preguntó Fabio López.

-Porque le han caído entretenimientos bastante más agradables que el de esta tertulia, dicho sea sin ofensa. Es cosa arreglada ya.

-¿Cuál?

-Su casamiento con la de Brezales.

-¡Reconcho!... ¿Con la Africana?

-Con la misma. Me lo ha dicho él, el propio Pancho, esta tarde. Han hecho las paces las dos familias, y dentro de un par de meses...

-Pues protesto, ¡reconcho! -exclamó López armando un chisporroteo de todos los diablos en la chimenea, a fuerza de revolver desaforadamente los tizones.

-Y ¿por qué? -preguntó su amigo de enfrente.

-Porque no hay en el mundo más que un hombre que sepa estimar a esa mujer en todo lo que vale, y ese hombre no es el que se la lleva.

-Pues no es esto sólo lo que hay, -añadió Romero.

-¿Pues qué más que eso puede haber ya, tratándose de esa mujer, canastos?

-Es que no se trata de ella ahora -respondió el otro después de celebrar con una risotada de las suyas el dicho de Fabio López,- aunque algo la toque de cerca. Sé, por el mismo autorizado conducto, que también se casa su hermana.

-¿Esa guindilla? -preguntó López, volviéndose rápido hacia Juanito Romero, que celebró con otra carcajada la pregunta.- Y ¿con quién se casa?

-Pues asómbrese usted: con Pepe Gómez.

-¿Con Pepe Gómez? -repitió el otro asombrándose de veras.- ¿Con ese alfeñique blando, avefría de los demonios?...

-Con ese mismo.

-Vamos, hombre: va a ser cosa de irse uno del mundo, por no ver ciertas enormidades.

-Pues ahí verá usted.

-Pero no me digas ¡reconcho! que ese maniquí de sastrería, con aquellas patillitas recortadas, y aquel vestidito reluciente...

-Le advierto a usted que ya no gasta la ropa con barniz, ni chanclos en cuanto llueve. Es condición que ella le ha puesto.

-¿Esa sola?

-Que se sepa...

-Y aquella alma de sorbete, y aquellos dientecitos de cristal, y aquel andar y sonreír de aire colado, ¿con qué se enmiendan? ¿con qué se meten en calor, reconcho?

-Eso será cuenta de ella -contestó Romero con otra carcajada.- El hecho es innegable.

-¡Hombre, hombre... no me digas!... ¡Y fíese usted ahora de pintas de mujer!

Por estos resquicios se coló la conversación de la tertulia en los asuntos de la familia Brezales relacionados con la del «prócer» de Madrid. Se conocía de público hasta lo del trueque de las cartas de Nino, y era evidente que a lo aprendido con aquella lección providencial, debía don Roque el cambio que se notaba en su modo de ser. Apenas iba al Casino ya; y cuando iba, hablaba poco, en estilo llano y muy a tiempo. No había que mencionarle La Alianza, ni «los intereses del partido,» ni los proyectos de Sancho Vargas, ni a Sancho Vargas mismo; tampoco intimaba con Vaquero, Gárgaras, Casquete y otros tales. Sus negocios, por ocupación; su familia, por todo recreo... y nada más. Se conocía bien a sí propio, y no quería meterse en caballerías peligrosas, de las cuales había salido siempre mal y desairado, miradas las cosas desde lejos. Con este modo de ser y de conducirse, resultaba un buen hombre en toda regla, digno, muy digno de tener imitadores entre otros sujetos de su pelaje, que aún continuaban creyéndose hombres de importancia porque tenían cuatro pesetas más que el vulgo de las gentes. Por la fuerza de las cosas, había resultado algo filósofo; y una noche de las últimas había dicho en el Casino: «desde que me bajé de las alturas sin cimientos en que antes vivía, a los llanos en que vivo ahora, me parece que he crecido media vara... por adentro, y que alcanzo más que el doble con la vista alrededor.» Y esto lo había dicho en el momento en que se elevaba Sancho Vargas hasta los cuernos de la luna, hablando de un proyecto «colosal» que andaba concibiendo para fomentar, por cuenta del municipio, la recría de sanguijuelas en unos barrizales del común. Pues ni por esas se había apeado Sancho Vargas de su cabalgadura. De la dote que daba Brezales a sus hijas, se contaban espantos. El hombre era más rico aún de lo que parecía, y estaba dispuesto a echar la casa por la ventana en honor de...

-¿Y qué me dicen ustedes -interrumpió de pronto Fabio López, dale que le das a los tizones,- sobre eso de los humos de Huelva?... Asunto nuevo, gracias a Dios, e interesante para este amigo (el de enfrente), que comienza ahora a enterarse de él, según acaba de declararme por lo bajo... ¡Reconcho, qué suerte la de algunos! Yo siempre estoy enterado de todo lo que no me importa un rábano, y además me revienta.

De estos jarros de agua se valía aquel hombre para matar las conversaciones que no le divertían; siendo de advertir que había noches en que no soltaba el jarro de la mano.

Se guardó muy bien Juanito Romero de insistir en sus curiosos informes, y pasó de un salto a tratar de las reuniones de las de Sotillo: quiénes concurrían a ellas, y para qué, y si se proyectaban hasta charadas y cuadros vivos, éstos, del género religioso. Tampoco cuajó el asunto. Se tocó otro nuevo en otro rincón del concurso, y lo mismo. Se apuntó otro diferente en otro lado... Igual. De esta manera se trató allí en breve tiempo de infinitas materias del teatro; del caso de la fumarela fregoteada y del subsiguiente de la langosta; de Derecho penal; de un comiso de cajetillas; de Disciplina eclesiástica; de un crimen en Barcelona; del gran Canciller de Alemania; de cirugía; de un correo trasatlántico; de matemáticas; del sport; de una anécdota boulevardière referida por el Gil Blas; del coche de don Lucio Vaquero; de un Murillo de pega, colado por legítimo a un tratante en cuadros; de una tabla del siglo XV robada en un convento de Navarra; de la última comedia estrenada en el Español, de Madrid; del último libro de un autor de fama... hasta que por este carril se fue deslizando la conversación hacía el terreno del Arte y de las Letras, donde jamás vertían Fabio López ni su amigo el agua de sus jarros, y gustaban de verse reunidos todos los tertulianos: en guerra abierta, sí, como en todos los demás campos, y completamente disconformes unos con otros; pero, al cabo, reunidos por el común entusiasmo de un culto para el cual no sobraban los templos ni los fieles en aquella ciudad; y por eso sólo el amigo especial de Fabio López, hombre algo dado al vicio de las letras, llamaba las Catacumbas a aquel ignorado refugio, adonde no llegaban, en las horas de culto, ni las miradas del César, ni el tufo de los paganos ritos de abajo.

Y en verdad que el amigo Alhelí, incapaz de leer en los hombres más adentro de sus pecheras, y aun para eso habían de estar adornadas de brillantes, se hubiera visto y deseado para sacar de aquella tertulia algo que ofrecer en sus crónicas almibaradas a la voracidad distinguida de sus elegantes lectoras. Por lo pronto, su pluma, avezada a pintar a la luz del fausto palatino, no hubiera sabido moverse en la relativa estrechez de aquella estancia, casi cubiertas sus paredes, vestidas de modesto papel verde, por grandes y sencillos armarios abarrotados de libros útiles; algunos cuadros de buenas firmas; un diploma de Licenciado en Derecho; una gumía y un fez, con auténtica; la vera efigies de un amigo, por misericordia de Dios vivo aún, grabada en acero; y la de otro, muerto ya, fotografiada; un reló junto al grabado; un barómetro junto al diploma, y un espejo sobre la chimenea; el suelo tapizado de moqueta; en el centro de él una mesa de «señor jurisconsulto;» sobre la mesa una lámpara colgada del techo; y en los huecos de los balcones, jaulas con canarios, que a lo mejor salían reclamándose... Y nada más. ¡Ni un muñeco, ni un bibelot, ni una escudilla, ni un trapo de esos que cuestan un sentido!

Después, ¿con qué ojos había de mirar el adamado cronista, aunque exprimiera su meollo de peluche, empapado antes en almizcle y triple esencia de myosotis, un congreso de hombres incompatibles entre sí por la edad, por el genio y por el corte del ropaje? ¿Qué se le daba a él de aquellas porfías obstinadas, de aquellos chispazos geniales sobre puntos jamás ventilados en los concursos de sus devociones? ¿Para qué servían los debates mismos sobre más levantados asuntos en aquel oscuro rincón, sin eco y sin horizontes; con aquellos modales, y aquellas salidas extrañas a lo mejor, y aquellas interjecciones crudas?... ¿Cómo había de descubrir él, ni menos saborear, la salsa de todo aquello, aunque hubiera adivinado sus curiosos orígenes, y el paradero de los más de sus fundadores, y el precio en que se estimaron las modestas sillas vacantes, y el lujo decorativo que se despilfarró en las instancias que elevaron los muchos golosos de ellas, y que andaba por el mundo más de un libro con fortuna, cuyas páginas más salientes habían pasado por allí antes que por los tórculos que las estamparon?

Y luego, «aquel hombre» preocupándose de pequeñeces, y poniendo en solfa y tomando a chanza los asuntos más graves de la vida... ¿Qué precedentes, ni qué motivos, ni qué luz poseía el trivial y cominero folletinista para penetrarle y medir toda la hondura que alcanzaba lo que había debajo de aquella pintoresca y original superficie en que chisporroteaban los cráteres del ingenio? Y sobre todo, ¿cómo podría creer que en los tiempos que corrían se daban por satisfechos con aquello poco para matar el hastío de las largas noches del invierno, unos hombres que habían corrido algo el mundo, y, cuando menos, sabían leer y escribir y vestían «de señores»?

Y menos lo comprendería y mayor sería su asombro, al ver que en cuanto sonaron las ocho y media en el reló de la pared, es decir, la hora de salir él de la cama en Madrid, se levantó de su silla el impaciente Fabio López, y la arrimó a la pared, y en seguida hizo otro tanto con las pocas que estaban desarrimadas; y golpeó con las tenazas las ya mustias ascuas de la chimenea; y se levantaron de sus correspondientes sillas, casi a un tiempo, todos los tertulianos; y desfilaron en tropel, como a toque de corneta, sin detenerse en el vestíbulo más que lo indispesable para apurar los últimos retales de la conversación de adentro, mientras se vestían los abrigos y recogían los paraguas.

Porque eso aconteció en aquella ocasión, como acontecía de ordinario.

Y aconteció además que, bajando hacia su casa el tertuliano que había subido a la tertulia el primero de todos, un buen trecho antes de llegar al fin de su jornada se topó con un señor; amigo suyo, envuelto en pieles y bufandas; el cual señor (que suspiraba de continuo por un paseo de invierno, con estufas y cubierto de cristales, y había hecho la hombrada aquella noche, aprovechando una escampadita, de alejarse cien varas de su portal, por un motivo de suma urgencia), detuvo al otro y le dijo, cuidando mucho de que, al hablar, no se le colara el aire frío por la boca:

-¡Será usted capaz de venir de esa tertulia!

-Lo soy, -respondió el detenido.

-¡Qué barbaridad! ¿Con esta noche?

-Con esta noche; y no me las dé Dios peores.

-¡Mire usted que es rareza! Pero, hombre, ¿qué atractivos puede tener eso para ustedes? Vaya usted contando. Hay que ir hasta los quintos infiernos, y por lo más triste y desamparado de la ciudad.

-Convenido.

-Se concluye cuando debiera empezar, en noches tan largas como éstas.

-Exacto.

-Después, según mis noticias, nunca están ustedes allí conformes en cosa alguna... y hasta riñen a veces unos con otros.

-Bien: ¿y qué?

-Que dónde está la golosina de esa tertulia.

-Pues en todo eso.

-¡Vamos! -dijo el señor de las pieles, tocándose la sien derecha con un índice enfundado en lana muy tupida, y apartándose del otro al mismo tiempo:- ¡están de aquí!

El cual «otro» continuó el interrumpido andar hacia su domicilio, admirándose, por casualidad, de lo que abundaba en el mundo la materia novelable, y deplorando amargamente al mismo tiempo que no le hubiera dotado Dios a él del arte necesario para saber utilizarla en la estrechez de los moldes de su ingenio.





SANTANDER, diciembre de 1890.






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