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Nuestra Señora de la Estrella en La Rioja

José Muñoz Maldonado (conde de Fabraquer)

Pilar Vega Rodríguez (ed. lit.)

En la provincia de Logroño y en una colina sobre la margen derecha del río Ebro, se halla el pueblo de Briones, y a media legua de la población un famoso santuario de Nuestra Señora de la Estrella, que perteneció hasta 1835, en que se extinguieron las órdenes religiosas en España, a la de Jerónimos.

Aquel monasterio fue construido por una causa prodigiosa, según refiere la tradición del país y memorias que se guardan en el archivo —516— del monasterio, que en un principio se llamó de Nuestra Señora de la Encina.

En los tiempos más remotos, aunque desconociéndose la época fija y determinada, había aparecido en una encina muy vieja una imagen de la Virgen. Los naturales del país la recibieron con la mayor devoción y alzaron para su culto una modesta ermita. Dejaron a su puerta la encina que, contando varios siglos y carcomida por el tiempo, tuvieron que cortar, empero de su tronco salió un renuevo, que convertida hoy en una secular encina, se conserva en medio del camino que conduce a una ermita que llaman «el Humilladero» y fue la primitiva capilla de esta imagen.

Los milagros que comenzó a obrar desde su aparición llamaron de tal modo la atención de los pueblos y de los reyes, que ya en el año de 1060 el rey de Navarra, D. Sancho García, hizo formal y solemne donación de aquel santuario que llama en el privilegio de donación Nuestra Señora de Aríceta, voz vascongada, que en castellano quiere decir «Encinas», al obispo de Álava D. Nuño, con el encargo de que rogasen por él y su familia a la milagrosa imagen.

Gozó la posesión de esta imagen el obispo D. Nuño y sus sucesores hasta que extinguido el obispado de Álava, en el año de 1087, volvió a agregarse el santuario de Nuestra Señora —517— la Encina al obispado de Calahorra, a cuyo servicio había antes pertenecido, así como todo el obispado alavés, erigido por los reyes de Navarra cuando conquistaron la Rioja.

Hoy, en virtud del Concordato de 1851 celebrado entre la reina Doña Isabel II y el papa Pio IX, ha vuelto a erigirse la sede episcopal de Álava en Vitoria, tal cual existió a la muerte de su último obispo Forttuni, que tenía su silla en Armentia a principios del siglo undécimo.

Extinguido el obispado de Álava, pasó el santuario de la Encina a los obispos de Calahorra, que la poseyeron hasta que el obispo D. Juan de Guzmán lo donó a los monjes de San Jerónimo, para que erigiesen allí un templo capaz y fundasen un monasterio de su orden en 1419, lo que verificaron mediante la confirmación de esta donación por bula del papa Martino V.

Escasos de recursos los religiosos no pudieron dedicarse a labrar el monasterio, y solo a costa de grandes sacrificios e implorando la caridad de los fieles devotos de la Virgen pudieron levantar junto al santuario una pequeña casa, donde estrecha e incómodamente vivían, aguardando con fe que la Virgen santa les proporcionaría medios proporcionados para la obra de que se habían encargado.

No fue vana su piadosa esperanza: un milagroso —518— suceso debía de proporcionarles abundantes recursos para la construcción del templo y monasterio y cambiar el nombre que la imagen a cuyo culto se habían consagrado, llevaba por tantos siglos.

Había un hombre poderoso y muy rico en Navarra, el arcediano de Calahorra, D. Diego Fernández de Entrena, natural de la villa del mismo nombre. A sus riquezas, al esplendor de su sangre, juntaba una gran piedad y reconocidos talentos. Tenía a la vez una gran posición civil y eclesiástica. La reina de Navarra, Doña Blanca, le había hecho su tesorero, era el ministro de su hacienda, y el papa Martino V, que había sido elegido pontífice en el concilio de Constanza, en aquella augusta asamblea altamente reformadora, le había nombrado su refrendatario1.

Este rico y poderoso señor, entre otras muchas obras de piedad, se hallaba en 1492, labrando a su costa en la villa de Haro, un monasterio para los monjes de San Gerónimo, de los escritos de cuyo santo doctor era el entendido arcediano un gran admirador, y de sus virtudes un fiel imitador.

Volvía una noche de Haro a Entrena después de haber pasado el día entretenido con gran complacencia en ver el trazado de la obra que estaba construyendo, cuando le sorprendió en el camino —519— una deshecha tormenta. Los horribles truenos y pavorosos relámpagos, lo recio del granizo, lo caudaloso de la lluvia en medio de la más espantosa oscuridad disiparon la comitiva de sus criados, y tomando los caballos espantados diversas direcciones, encontróse enteramente solo y perdido el camino teniendo que pararse sin saber en qué sitio y paraje se encontraba.

La tempestad arreciaba, soplaban desencadenados los vientos y solo interrumpían momentáneamente la profunda oscuridad el luminoso rastro de las exhalaciones que venían a destrozar los más elevados árboles. Asustado el noble eclesiástico veíase en el mayor desamparo, todos sus criados le habían perdido y andaban errantes por aquellos campos. No había dónde abrigarse, ni veía de dónde pudiera venirle remedio humano. En su angustiosa posición, acudió al cielo, se encomendó fervorosamente a María, la Madre del Salvador del mundo, e imploró su auxilio en su terrible necesidad. Sus súplicas habían llegado al trono de la Reina de los ángeles, y apenas hubo concluido su corta y devota oración cuando vio cerca de sí una refulgente estrella, que con sus resplandores iluminaba parte del terreno mostrándole los precipicios en que a punto estuvo de verse despeñado, y que cual en otro tiempo había guiado a los —520— Magos de Oriente a Nazaret, le invitaba a seguir su movimiento. Lleno de fe y confianza, depuesto su terror a vista del celestial prodigio, dirige su caballo en pos de aquel resplandeciente guía, y dócil el animal atraviesa los campos, salva los arroyos que las lluvias habían convertido en violentos torrentes, y llega a la casa que los monjes Jerónimos tenían cerca del santuario de la Encina.

Ignora el noble Entrena el punto en que se halla, pero ábrese su corazón a la confianza y a la expansión. Hállase en un sitio habitado, y ahí podrá encontrar un albergue, recobrar sus fatigados miembros el necesario descanso y enjugar sus vestidos empapados en agua. Aquel sitio es la casa que los monjes Jerónimos han labrado en su pobreza en la imposibilidad de construirse un monasterio.

Allí halla el arcediano de Calahorra, el tesorero de la Reina, el refrendatario del Papa, la más cordial y grata acogida: reposa allí aquella noche, cuenta a los monjes sus apuros y terrores de la víspera, y cómo una estrella milagrosa le ha conducido a aquella santa casa, tal vez para que enterado de la imposibilidad en que se halla de convertirse en monasterio según los deseos del prelado D. Juan de Mendoza y del papa Martino V, cumpla él tan santa y piadosa empresa. —521—

Mientras se recogió para buscar el descanso a sus padecimientos y recobrarse del susto que le había ocasionado la tempestad y el extravío, estuvo inquieto, y en vano procuró conciliar el sueño desvelado con el pensamiento de que María, la estrella de la mañana, le había llevado por medio de otra refulgente estrella, en medio de aquella oscurísima noche y no sin misterio, a aquellas casas que debieran convertirse en un monasterio para honra y culto suyo, y que la falta de recursos tenía reducidas a estrechas y miserables viviendas de los monjes Jerónimos.

Determinó el piadoso arcediano desde antes del amanecer del día siguiente, emplear parte de su inmenso caudal en fabricar el monasterio a los monjes Jerónimos, a quienes comunicó su proyecto y que atribuyeron a un verdadero milagro, acordando con el piadoso fundador y en memoria de aquel suceso el cambiar el nombre de la santa imagen, llamada hasta entonces de la Encina, en el de Nuestra Señora de la Estrella.

El monasterio que fabricaba en Haro y que consagraba a los monjes Jerónimos, fue dedicado a convento de frailes Agustinos, porque el opulento arcediano era también muy devoto del santo doctor de la Iglesia, obispo de Tagaste2.

Fue tal la liberalidad y el celo del noble D. Diego Fernández de Entrena para labrar la —522— nueva iglesia de Nuestra Señora de la Estrella y monasterio de monjes Jerónimos, que habiendo comenzado la obra en el año de 1423, en siete años quedó completamente terminada y pudo en el de 1430 hacer entrega de ella al prior del nuevo monasterio.

Este edificio era de grandes dimensiones y de una arquitectura muy sólida, habiendo llegado hasta nosotros atravesando el espacio de cerca de cinco siglos. La iglesia, de mucha capacidad, es de poco gusto, excepto el panteón en que se admira por los inteligentes una magnífica estatua de Nuestra Señora de los Ángeles y un cuadro de San Sebastián, pintado al óleo por el célebre Mudo3.

El monasterio tenía todas las comodidades apetecibles, reuniendo además de buenos patios un hermoso y espacioso local para recoger los frutos de la uva y de la oliva, y una huerta cerrada de más de media legua de circunferencia. Hermosas alamedas había enfrente de la portería, con otros sitios de recreo para los antiguos monjes.

Esta espléndida fundación del opulento arcediano de Calahorra fue tan de su gusto, que determinó acabar en ella sus días, cuidando personalmente del mayor culto de la santa imagen de Nuestra Señora de la Estrella, de quien se hizo especialísimo devoto. Tres años sobrevivió —523— a su liberal donación y los tres años los pasó al lado de los religiosos Jerónimos, que a su muerte, agradecidos a tantos beneficios, le dieron una magnífica sepultura en la capilla mayor al lado de la Epístola, en donde descansan sus venerables restos.

Al extinguirse en 1835 las órdenes religiosas, la magnífica huerta y las demás tierras pertenecientes a este monasterio han pasado a la propiedad de particulares, que las han comprado a la nación, hallándose en buen estado de brillantez a consecuencia del cuidadoso esmero con que se han cultivado, no sucediendo lo propio con el edificio, que está en completo abandono.

La imagen de la Virgen continúa aun hoy siendo objeto de la particular devoción de los naturales de aquel país, y la pequeña ermita que por los pasos que hemos visto llegó a ser una espaciosa iglesia y un inmenso monasterio de Jerónimos, hoy reconstruida por el Concordato de 1851, la antigua diócesis de Álava por tantos siglos agregada a la de Calahorra, volverá a la jurisdicción del nuevo obispo, reanudándose la donación que ochocientos tres años antes de hoy hiciera el rey de Navarra y de Rioja, en 1060, de esta santa imagen al obispo de Álava D. Ñuño.

Muchos son los milagros verificados por la —524— protección de esta santa imagen, por lo que de todas partes acudían a ponerse al amparo de su patrocinio e invocar el remedio de sus necesidades.

A una fuentecilla cercana al monasterio y que por esta razón se llama la Fuente santa, acudían hace siglos y acuden hoy los peregrinos con fe ardiente, creyendo hallar la salud al beber sus aguas, cuyo cristalino raudal se conserva siempre el mismo en todos tiempos, sin crecimiento ni disminución, cómo empleado en beneficio y salud de los fieles adoradores de Nuestra Señora de la Estrella.

FUENTE

Muñoz Maldonado, José (conde de Fabraquer), Historia, tradiciones y leyendas de las imágenes de la Virgen aparecidas en España, Madrid, J. J. Martínez, [1861], pp. 515- 524.

Edición: Pilar Vega Rodríguez.

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