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ArribaAbajoTestimonio de una mujer del exilio

Carmen Romero


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Testimonio de una mujer del exilio


Cómo y cuándo llegué a México

Han pasado muchos años pero aún evoco, con claridad luminosa, el azul tan intenso del cielo y del mar, en aquella mañana de primavera de 1942 frente a las costas españolas, tan cerca de mis ojos y ya tan lejanas... La tierra que perdía, que me arrebataron... Medio escondida en la proa de aquel barco, trataba de ocultar mis lágrimas, aunque algunos de nuestros compañeros de viaje estaban tan emocionados como yo.

Este barco correo, que habíamos logrado tomar en Marsella, navegaba por el Mediterráneo hacia el puerto de Orán; eran los últimos días del mes de abril. Si pudimos embarcarnos en él fue una gran suerte, después de haber perdido al Maréchal Lyautey, que nos hubiese dejado directamente en Casablanca, como al grueso del grupo, ansioso de escapar de Francia en aquellos trágicos días de la Segunda Guerra Mundial.

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El sol que bañaba la cubierta era un don maravilloso que confortaba mi debilitado cuerpo, después de un duro invierno sin calefacción, enferma y hambrienta, en el ambiente de inseguridad, obscuridad y terror reinante en la bombardeada ciudad de Burdeos ocupada por los alemanes, de donde habíamos logrado salir mis padres y yo, después de casi dos años de residencia obligada.

¿Podríamos al fin escapar del infierno de la guerra y llegar adonde no fuésemos perseguidos como delincuentes por el solo hecho, en mi caso, de haber seguido a mis padres en su lucha por el derecho y la libertad? Estas preguntas me las hacía mientras navegábamos, recordando el trabajo que nos costó llegar a Marsella, unos directamente de Pau y yo hacia Privas (Ardêche) para recuperar nuestras pequeñas pero necesarias pertenencias, adonde alguien de la resistencia las había enviado.




Huyendo de la Gestapo

Anteriormente, una madrugada, habíamos atravesado la línea de demarcación por la montaña, con ropas de campesinos, brincando alambradas para escapar de las garras de la Gestapo, mientras los perros policías de los alemanes olfateaban y ladraban y así llegar, llenos de esperanza, a la llamada zona libre y caer esta vez bajo otras garras: las de unos inhumanos colaboracionistas, gendarmes franceses, que nos detuvieron mientras esperábamos al borde de la carretera, muertos de frío, el coche que debía recogernos y que nunca llegó.

Había estado cantando una lechuza, precisamente en el árbol bajo el que nos cobijábamos del relente de la mañana. Alguien dijo que esa ave de mal agüero nada bueno podía anunciarnos y, efectivamente, al rato llegaron los gendarmes que   —119→   nos detuvieron. Después de conducirnos a la gendarmería y confirmar que veníamos huyendo de la zona ocupada por los alemanes, lo lógico hubiese sido su ayuda o, por lo menos, no haber impedido, privándonos de la libertad, nuestro penoso viaje hacia Marsella donde tendríamos la oportunidad de documentarnos y alcanzar el barco que nos traería a México.

Mi padre y el exdirector general de seguridad de España, Francisco Buzón, fueron llevados al campo de concentración de Gurs, donde seleccionaban a los judíos que serían enviados hacia Alemania, para su exterminio en las cámaras de gas. Mi madre y yo, a Grénade sur Adour, pueblecito de los Bajos Pirineos, próximo a Pau. Estábamos confinadas en el único hotel del pueblo, bajo la vigilancia de una pareja de gendarmes alsacianos, ansiosos de que pronto toda Francia fuese ocupada por los nazis, y que parecían querer vengar en nosotras cuanto estaba tardando lo que deseaban.

Afortunadamente, el alcalde del pueblo, un francés liberal y humanitario, no pensaba lo mismo. Mientras, mi madre, enferma y en un terrible estado nervioso, tuvo que ser intervenida quirúrgicamente en el mismo hotel.

Cuando podía, me comunicaba telefónicamente a la Legación de México, con don Gilberto Bosques, al que estaré eternamente agradecida por sus gestiones en agilizar los trámites para nuestros salvoconductos y documento de identidad y viaje que nos permitirían nuestra llegada a México.

Como la documentación todavía no llegaba, nuestro protector, el alcalde de Grénade sur Adour, coincidiendo con un viaje a Pau, nos prometió que se informaría, lo que también aprovecharon en la gendarmería con la intención de sacarnos del pueblo por la fuerza y subirnos al tren que nos conduciría a Pau y de allí al campo de Gurs, donde también nos internarían.

Nuestro destino no fue ése. Al reconocernos el alcalde,   —120→   cuando éramos conducidas por la ciudad de Pau como delincuentes, entre dos gendarmes, nos dio la buena noticia de que les papiers ya habían llegado a la prefectura, y que mi padre y el coronel Buzón habían sido liberados.

La permanente neblina que nos borra el pasado, no es lo bastante densa para impedirme el recuerdo de nuestra alegría al encontrarnos. Pero todavía nos faltaba camino por recorrer y vicisitudes que soportar.




En libertad: las hermanas en Privas

Apenas reunidos, y ya documentados, no quisimos desperdiciar un momento y proseguimos nuestro interrumpido viaje. En el ferrocarril decidimos, para no duplicar esfuerzos, que yo iría a recuperar el equipaje tan indispensable, y los demás directamente al puerto de Marsella para gestionar nuestro embarque. Bien avanzada la noche, cambié de tren, no sin antes ponernos de acuerdo en que nuestra próxima cita sería en el consulado de México.

A Privas llegué temprano en la mañana dirigiéndome a la casa de unas hermanas catalanas que todavía no conocía, pero que formaban parte de la resistencia. Creo recordar que una de ellas se llamaba Rosa Sardá. Me alojaron generosamente y con la mayor naturalidad. Allí descansé y recuperé fuerzas, mientras esperaba al día siguiente que saldría el autobús que conectaba con el tren.

Después de una serie de peripecias -el autobús tuvo una avería-, las aglomeraciones y la larga cola en la estación, logré alcanzar el último vagón del tren ya arrancando y mi llegada a Marsella fue precisamente en domingo, cuando el consulado estaba cerrado.

No sabiendo qué hacer regresé a la estación, que recuerdo   —121→   con grandes escaleras, también invadida de gente, ya que la mayoría se desplazaba a los lugares más seguros. Entre la multitud encontré a mis padres buscándome. Ellos tampoco habían caído en la cuenta del día en que estábamos, aunque suponían que ése sería el de mi llegada.

Ahora sonrío al pensar en cuán difícilmente me vencía el desaliento. ¡Pero es que cuando todo se ponía negro de repente salía el sol!

Sin embargo, me encontré con la desagradable noticia de que nuestro amigo Buzón estaba detenido; parece ser que había una orden de extradición franquista en su contra, negándole las autoridades del puerto su salida. Y por si fuera poco, habíamos perdido el barco. El Maréchal Lyautey ya había zarpado hacia Casablanca sin nosotros.

Ante lo inevitable, sin poder ayudar a nuestro amigo, habiendo agotado nuestras gestiones y los últimos tickets de racionamiento, al fin pudimos conseguir pasaje, conjuntamente con un grupo de compatriotas que estaban en nuestras mismas condiciones, en un barco correo que nos llevaría a Orán. Todavía estuvimos unos días en Marsella esperando la salida de ese barco que nos rescataría del peligro.




No hay máscaras para los extranjeros

Sentados en la terraza de un café de la Canebiére, recordábamos con tristeza nuestra odisea a la salida de París cuando era inminente su ocupación por los alemanes. Días antes, como existía la amenaza de que el enemigo arrojase gases asfixiantes, el gobierno francés ordenó que se distribuyesen máscaras antigas para que la población pudiera protegerse de un posible ataque.

De acuerdo con las disposiciones, al día siguiente, muy   —122→   temprano, fuimos a recoger nuestras máscaras a la alcaldía correspondiente. Después de una larga cola, cuando tocó nuestro turno, nos dijeron: «pas pour les étrangers».

Logramos salir de París, cuando ya el gobierno francés lo había abandonado, el 12 de junio de 1940, con lo que pudimos, en una roulotte. Íbamos con don Luis Fernández Clérigo y algunos de sus familiares. Tomamos la carretera para St. Nazaire con el propósito de embarcar en el Champlain, barco que debía partir hacia México. Dejamos atrás una ciudad desolada ante una inminente ocupación.

A media mañana, al pasar por Chartres nos encontramos con que acababa de ser bombardeada. Casi sin poder avanzar por la aglomerada carretera a causa de las tropas en retirada, y de los vehículos civiles que habían agotado el combustible bloqueando el camino, nos sentábamos en la cuneta esperando se descongestionase mediante el reparto de la escasa gasolina que aún les quedaba a los que estaban delante y no nos dejaban circular.

Eran horas de angustia ya que suponíamos que los alemanes nos iban pisando los talones.

Los campesinos solidarios -para ellos todos éramos iguales- nos repartían fruta y cuando llegaba la noche nos alojaban en los pajares o en sus casas. Después de superar muchos problemas llegamos a Nantes; allí fuimos informados que el Champlain no tomaría el pasaje en Saint Nazaire, sino en Burdeos. Sin pensarlo, emprendimos de nuevo nuestro dificultoso viaje. Cuando logramos llegar a Burdeos, después de dos días, y casi exhaustos, nos encontramos con la angustiosa noticia de que el barco había sido hundido.

Quedábamos carentes de recursos y alojamiento. La ciudad estaba recibiendo a un numeroso contingente de refugiados franceses de París, más los que se iban agregando por el camino huyendo ante el temor del rápido avance de las tropas   —123→   alemanas sobre el territorio francés que no les oponía resistencia.

Burdeos, ciudad con una población relativamente pequeña, de la noche a la mañana se encontró con más de dos millones de personas. No quedaba lugar para nadie, ni siquiera un hueco en alguna banca de cualquier plaza o parque donde poder cerrar los ojos un rato. Si acaso, nos sentábamos en los bordes de las aceras. Cuando se desocupaba el asiento de un café, inmediatamente alguien corría a ocuparlo. Afortunadamente hacía calor. Un invierno en Burdeos a la intemperie, hubiese sido muy difícil de soportar.

No sé cómo, mi padre entró en contacto con un marinero que generosamente nos ofreció, dándonos las llaves, un viejo departamento que tenía por el muelle y que no ocupaba por vivir en un barco. En ese departamento tuvimos la oportunidad de padecer y presenciar una gruesa y nunca imaginable población de chinches hambrientas que se desplegaron en un ataque perfectamente organizado en cuanto apagamos la luz. Al amanecer, salimos disparados, batiéndonos en retirada en la medida que nos lo permitieron nuestras aún más disminuidas fuerzas. Poco antes de entrar los alemanes en Burdeos, acabábamos de encontrar un cuartito con una sola cama en un hotel frente a la estación.




¡Que vienen los alemanes!

Nos disponíamos a descansar, pero oímos por el patio «les boches sont là». Hubiésemos podido seguir huyendo, pero era tal nuestro agotamiento que claudicamos. Además, no sabíamos todavía si una parte de Francia la iban a considerar «libre».

El 22 de junio Francia firmó su rendición, precisamente en   —124→   el histórico vagón de ferrocarril donde los germanos se habían rendido en 1918. Nos fuimos a Chambéry, pueblito cerca de Burdeos que era un gran bosque de pinos. Un grupo de yugoeslavos serbios se dedicaba a la tala del bosque. Mi padre intentó trabajar como leñador, pero físicamente no pudo. Al día siguiente lo dejó.

Teníamos que trabajar y probamos de todo. En colaboración con otros refugiados experimentamos la cría de conejos, la fabricación de maletas que estaban agotadas, pero de cartón, único material disponible; la fabricación de jabón, con nuevas fórmulas, ya que no contábamos con la materia prima convencional. En todo fracasábamos. Hasta que regresamos a Burdeos y nos pusimos a hacer camisas para hombre, sin haberlas hecho nunca. Al principio, nuestro trabajo era un desastre; a mí me tocaba irlas a entregar y pasaba gran vergüenza. Poco a poco, nos fuimos perfeccionando.




Rehenes inocentes


¿Dices que nada se pierde?
si esta copa de cristal
se me rompe, nunca en ella
beberé, nunca jamás.


Antonio Machado                


Al principio, los alemanes llegaron como blancas palomas, no parecían meterse con nadie y dejaban vivir. Hasta a algunos temerosos judíos, que no habían logrado escapar, parecían ignorarlos. Pero, poco a poco, fueron apretando el cerco y más aún a quienes suponían que estaban en la resistencia. Por cualquier cosa agarraban rehenes inocentes que después fusilaban al amanecer en represalia por algún atentado o cuando   —125→   venían los aviones ingleses, la Real Fuerza Aérea, a bombardear los objetivos militares alemanes.

Había que ganarse el pan de cada día y después ir a ver dónde lo conseguíamos, mediante largas colas, en la ciudad o en los pueblitos de los alrededores que yo recorría en bicicleta. Llegó un invierno y después otro. Mi madre se enfermó y a mi padre una noche llegaron los alemanes y se lo llevaron conjuntamente con un grupo de refugiados, todos militares profesionales. Pensamos que fue por una denuncia. Recuerdo sus botas, cómo registraban la casa y cómo nos amenazaban los SS.

Después de varios días, pudimos localizar a los detenidos en el Fort du Hâ, una prisión medieval que sólo el pensar en ella me da escalofríos. Todos los días iba temprano a ese lugar siniestro a llevar algo de comida a mi padre. Permaneció incomunicado en una celda de castigo cuarenta días. Durante los meses que estuvo prisionero nunca lo vimos y si salió de allí, fue gracias al entonces alcalde de Burdeos quien mediante una estratagema, lo reclamó a la zona francesa de la prisión y así un día fue liberado.

Al salir mi padre, permanecimos ocultos en una casa hasta que pudimos conseguir un guía que conocía la zona vulnerable donde podríamos atravesar la línea de demarcación entre las dos Francias.

Tengo borrada nuestra salida de Marsella. Creo que fue una mañana gris y fría, pero no olvido a los que se quedaron. A algunos los volvimos a ver, a otros, nunca. Nos dieron encargos para cuando llegásemos, era un grito de auxilio en su desesperación, cuyo eco se fue perdiendo según pasaba el tiempo.

Ya en alta mar, camino de la libertad, meciéndonos en el Mediterráneo rumbo a África del Norte, hacia Orán, mientras el azul se convertía en blanca espuma, pintando en el cielo esas tierras lejanas y soñando en qué nos depararía el futuro,   —126→   llegué a la conclusión de que ser refugiada a veces tiene su encanto. Pero todavía íbamos vigilados por un policía que debía acompañar al grupo hasta Casablanca. ¿Sería por si nos arrepentíamos?




Llegada a Orán

En Orán ya habíamos estado anteriormente. Fuimos a parar allí mi madre y yo, un 19 de marzo de 1939, hacía ya tres años cuando salimos de Madrid, dejando nuestro hogar y paisaje por última vez. Muchos años más tarde, cuando regresamos, ya no era igual ni éramos nosotros los mismos.

Aquel triste Madrid sitiado y, aún más, convulsionado por el reciente levantamiento interno, no lo abandonamos hasta última hora, cuando las tropas de Franco se disponían a entrar en la ciudad. Los acontecimientos se habían precipitado. Cataluña había caído desde el 7 de febrero, y casi un millón de españoles en terribles condiciones habían sido empujados hacia la frontera francesa.

Cumpliendo órdenes de mi padre, nos llevaron por carretera hacia el aeropuerto de Alicante y allí esperamos el avión de Air France que debía recogernos y nunca llegó. Ya perdidas las esperanzas nos dirigimos al puerto de Valencia donde tuvimos la fortuna de embarcar, esa vez en un carguero griego, que humanitariamente estuvo recogiendo, hasta donde le fue posible, a combatientes y población civil amontonada en los muelles tratando de huir cuando ya todo estaba perdido. Nosotras fuimos las dos únicas personas que logramos bajar de aquel barco en Orán. Por feliz coincidencia mi padre estaba allí, después de su salida de Cataluña donde, a última hora, estuvo al mando de su defensa.

Trataba de conseguir y consiguió, después de que nosotras   —127→   desembarcamos, una avioneta que le dejó cerca de Madrid que ya no se sabía a quién pertenecía, y así liberar a mi hermano, combatiente de «la quinta del biberón» que había quedado atrapado.

Aunque al desembarcar en Orán la tristeza y zozobra nos acompañaban, debo reconocer que nuestra estancia en esa ciudad fue acogedora y a la mayoría de sus gentes las recuerdo con gratitud y cariño.

Del puerto, nos instalaron en un cuarto del hotel Touring Club donde después se nos unió mi hermano. Allí permanecimos un mes sin salir a la calle y haciendo una sola comida al día, el presupuesto no daba para más...

Un matrimonio francés sin hijos que vivía cerca del hotel adoptó a una niña española procedente de un barco cargado de niños, la mayoría huérfanos de la guerra que habían sido evacuados para salvarlos de los bombardeos franquistas. Me conmovió que la madre adoptiva hubiese guardado el vestido roto que traía la niña como medio de identificación en el caso de que alguien la buscase.

Cuando un grupo de masones franceses nos consiguió un permiso provisional de residencia mientras mi padre tramitaba la de París, nos cambiamos a un departamento cerca del barrio moro.

Los vecinos que teníamos en el barrio d'Oudjda, en su mayor parte hijos de emigrantes del Levante español, trataron de hacernos grata nuestra estancia. En las noches, me traían serenatas con las canciones de entonces que todavía el evocarlas me emocionan, y cuando nos marchamos hacia París nos dieron una despedida...

¡Cuántas veces mis hijos me han gastado bromas recordando cuando mi madre les contaba con indignación que una vez un moro tocó a la puerta para decirle: «te compro a la hija»! Ahora, en 1942, por segunda vez, pero desde Marsella, llegábamos   —128→   de paso para Casablanca a un Orán que me resultaba familiar. Habíamos residido allí mi madre, mi hermano rescatado y yo, durante seis meses, mientras obteníamos el permiso de residencia en París (en donde permanecimos, hasta la entrada de los alemanes en 1940).

Cuando el barco atracó, después de que la sirena anunció su llegada, estaba anocheciendo. Echaron anclas, procedieron a descargar equipajes y carga de las bodegas, mientras los pasajeros iban desembarcando. Menos nosotros, nuestro grupo, allí esperando desconcertado, sin saber por qué nos retenían ya que el resto del viaje debíamos hacerlo en ferrocarril.

Desde el barco, por conducto de un pequeño cargador moro, mandé una nota a una familia española antigua residente. Los habíamos conocido durante nuestra permanencia anterior. Rodríguez se apellidaban, y tenían una sastrería en la Avenue d'Oudjda. Es justo mencionarles, ellos ayudaban, en lo que podían, a los refugiados que por allí pasaban tratando de documentarse y trabajar en algo, para así librarse del campo de concentración de Boghari, en Argelia. En la nota les explicaba nuestra situación y les pedíamos algo de comer. El hambre siempre nos perseguía... Desconcertados, sin ninguna información, permanecimos toda la noche en el barco.




Camino de Casablanca

A la mañana siguiente, nos avisaron de improviso que teníamos que desembarcar rápidamente ya que el tren salía en una hora; la estación quedaba distante y el recorrido sería a pie. Nos apresuramos cuanto pudimos cargando nuestras cosas. En el muelle nos esperaban nuestros amigos, a los que apenas pudimos saludar y darles las gracias rápidamente por las provisiones que nos traían. En nuestro grupo, aproximadamente   —129→   de veinte, había personas mayores y algunas enfermas. Hicieron un gran esfuerzo para seguir a los demás con tantos escalones por subir desde el puerto. Uno de ellos tuvo un vómito de sangre, cuyas consecuencias fueron fatales.

Siempre escoltados por nuestro inseparable policía, llegamos a tiempo para alcanzar el tren, con la ayuda del pintor Gerardo Lizárraga, integrante del grupo. En ese ferrocarril transahariano, cuyos asientos de madera estaban ya ocupados, pasamos un día y toda una noche de pie. El recorrido se nos hizo interminable con sus múltiples paradas. Entre el calor del día y el frío intenso de la noche, atravesamos la frontera del Sultanato hasta llegar a Casablanca.

En el refugio de Océan Plage nos alojamos con la satisfacción de haber llegado y vernos cómodamente instalados sobre una colchoneta y ya reunidos con el grueso de la expedición. Conversábamos con nuestras vecinas inmediatas de colchoneta, la madre y hermanas de Diego y Luis Castillo. A otros les tocó el refugio de Aïn Seba. Pero todos esperando nuestra tabla de salvación, el Nyassa, que debía llegar de Lisboa.

Océan Plage era un balneario que había sido adaptado como refugio. En su playa de gran oleaje, se lanzaban los más intrépidos, entre ellos estaba Pepe Guarner, hermano del coronel. Formándonos y mediante la entrega de una especie de moneda de cobre aplastada, que nos daban previamente, repartían la comida.

Nosotros otra vez estábamos sin equipaje, ahora, perdido. Para reclamarlo nos estuvieron dando un permiso que aprovechábamos para visitar Casablanca, el pequeño París, con su ambiente y fisonomía tan peculiar, donde meses más tarde se celebraría una histórica conferencia de Roosevelt y Churchill, en la que se decidió exigir a Alemania, Italia y Japón, una rendición sin condiciones.



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El Nyassa: barco de la esperanza


Lo importante no es vivir
sino navegar.


Rubén Darío                


Al fin, después de casi una semana de espera, llegó el barco procedente de Lisboa.

El Nyassa, trasatlántico de 9.000 toneladas, durante la guerra hizo tres viajes a México transportando refugiados. Nuestro viaje de mayo, erróneamente se piensa que fue el primero. En realidad el primero fue fletado en enero de 1942 desde Marsella por un comité israelita. Al no completar el cupo debido a dificultades migratorias que se les presentaron a los judíos, al llegar el Nyassa a Casablanca el 30 de enero, pudo recoger a 136 españoles que estuvieron en posibilidades de pagarse el viaje por sus propios medios, más una ayuda de la JARE de 5.000 francos por persona. Esto fue coordinado por José Alonso Mallol, que representaba a la JARE en Casablanca.

Llegaron a México el 3 de marzo, o sea que fue el viaje más largo de los tres. No se le ha considerado el primer Nyassa, por ser mixto, no colectivo. El tercer Nyassa, o sea el último, también fue el último barco que llevó a México refugiados españoles en forma colectiva, llegó a Veracruz en septiembre de 1942.

El barco, el Nyassa, tenía un nombre lleno de esperanza que aún hoy nos emociona. Para nosotros, la mayoría famélicos, humillados y perseguidos, el Nyassa fue madre amorosa. Durante casi un mes nos cobijó, sobrealimentó, meció y, hasta nos arrulló con el «ancima tiruliruliru, abaixo está el tirulirulá», mientras nos llevaba a la tierra prometida: México.

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No todos los que creían poder embarcar tuvieron esa suerte. Las autoridades sanitarias no autorizaron la subida al barco de unos pobres muchachos con un inoportuno sarampión. Sin embargo, se filtraron nueve polizones (naturalmente refugiados) vestidos de moros cargando equipajes, y otros que se introdujeron en la madrugada antes de zarpar, evadidos de la construcción del ferrocarril transahariano que, en su mayoría, fue hecho con el sudor y la sangre de los perseguidos.

Con un mar tranquilo salimos del puerto y ese tranquilo mar nos acompañó toda la travesía. Para mí esa travesía fue como un sueño, como una tregua, en que no habría que inventar cómo resolver nuestros problemas inmediatos: dónde alojarnos, si podríamos comer, si nos detendrían... Una cura maravillosa respirando todo el yodo del mar, mientras convalecía de mi pleuresía y cicatrizaban mis ulcerados sabañones.

Trataba de aprisionar lo más grato, aunque lo otro, lo que quedaba atrás, lo cargaría siempre.




Vuelta al pasado

El verano de 1936 no habíamos salido de vacaciones, porque mi padre decidió que era mejor no moverse de Madrid, que «algo muy gordo se estaba tramando» y nos quedamos en nuestro piso de Núñez de Balboa 4, esquina con Villanueva, en el barrio de Salamanca, casi frente a la estatua ecuestre de Espartero, frente al Retiro, donde íbamos mi hermano y yo a montar en bicicleta.

Aunque quedaba distante de nuestra casa, esa mañana alcanzamos a oír el cañoneo en el Cuartel de la Montaña así como tiroteos aislados en algunas calles y azoteas. A partir de entonces, nuestra vida cambió. Mi padre, militar retirado, se reincorporó de inmediato al lado del gobierno legalmente constituido.   —132→   Todo era confusión aunque se suponía sería cuestión de días la vuelta a la normalidad. Sin embargo, según pasaba el tiempo, todo se fue complicando, aparte de que las cosas empezaban a escasear y los aviones enemigos nos visitaban con frecuencia.

Ya en el mes de octubre mi padre decidió que nosotros, como población civil, estorbábamos y debíamos salir de Madrid. Estuvimos unos días en Alicante y de allí, acompañados de nuestra madre que no hacía más que llorar, nos embarcamos el 6 de octubre de 1936, en un destroyer inglés, el Anthony. Después de una tormenta en el golfo de Lyon, de la que nos salvamos de milagro, desembarcamos en Marsella con lo que quedó, pues hasta las lanchas salvavidas las barrió el agua. Llegamos a París donde nos mandaban a estudiar a mi hermano y a mí. Mientras tanto, nuestro padre quedaba en España defendiendo Madrid al mando del Segundo Cuerpo de Ejército.

Según pasaba el tiempo, las noticias que leíamos en los periódicos franceses cada vez eran más alarmantes y las directas de España escaseaban. El «no pasarán», la batalla del siete de noviembre en Madrid, donde sabíamos que estaba nuestro padre, nos producían más angustia que si estuviésemos allá.




La vuelta a España

Y de repente, nuestro regreso a España, cuando se presentó mi padre para llevarse a mi hermano -no quería que su hijo fuese un desertor- ya que iban a llamar a filas a los de «la quinta del biberón», integrada por jóvenes menores de edad para cumplir deberes militares.

Nuestros amigos franceses, y algunos españoles, decían que estábamos locos, pero mi padre tenía una fe ciega en la victoria   —133→   de la República, y creía que los países interesados en el triunfo de la democracia y la libertad no nos dejarían abandonados. Aparte de que era militar y su honor y deber estaban en España.

Naturalmente regresamos todos a España. Mi madre quería estar cerca de su hijo y yo seguía la suerte de los demás. El viaje de vuelta a España lo hicimos en coche, atravesando los Pirineos Orientales por Port-Bou el 16 de octubre de 1937.

El Madrid que encontramos estaba mucho peor que cuando lo dejamos hacía un año.

Llegamos en plena obscuridad a nuestro departamento. Cuando nos disponíamos a descansar de la fatiga y emoción de un regreso que me parecía pesadilla, empezó el ulular de las sirenas. Corrimos hacia la casa de enfrente, al refugio, que no era más que el sótano. Esa noche nos levantamos dos veces ya que los bombardeos aéreos y los obuses no nos dejaban en paz. Más tarde, a fuerza de oír las alarmas, nos volvimos fatalistas, prefiriendo el calorcito de la cama que enfriarnos en un sótano.

Mi hermano se incorporó a filas y mi madre y yo tratamos de organizarnos y colaborar con los madrileños, que fueron un ejemplo en esa ciudad sitiada que era Madrid y a la que nos tuvimos que adaptar de repente, después de venir del entonces inconsciente París.




Atrás quedan los recuerdos

Después de dos guerras, cargábamos muchas cosas; en las vivencias de unos y otros nos reconocíamos. Ya nos habíamos acostumbrado a no acostumbrarnos.

Lo que deseaba en la travesía es que el viaje del Nyassa siguiese y siguiese y seguir contemplando a los delfines que saltaban   —134→   delante de la proa. Don Odón de Buen, nuestro ilustre compañero de viaje, nos decía que estos cetáceos aprovechan la fuerza del agua que desplaza el buque para quitarse un cangrejo parásito. Don Odón citó un día a un grupo de pasajeros a cubierta para atestiguar un acto insólito, en el que arrojó por la borda la Legión de Honor francesa que en un tiempo le fuera otorgada. Declinaba ese honor ya que no podía considerarlo como tal después del comportamiento de los franceses con la mayoría de los españoles que se vieron obligados, en trágicas circunstancias, a pedir asilo en Francia.

A los pasajeros se les notaba que disfrutaban del viaje y poco a poco su semblante iba cambiando. Cuando caía la tarde, a los más jóvenes y a algunos que no lo eran tanto, las marejadas de amor se les metían en la sangre propiciando idilios y a veces tormentosos amores clandestinos, que al poner los pies en la tierra debieron apagar.

Hay una anécdota que retrata el hambre atrasada tan feroz que traíamos, combinada con el apetito que se despierta en el mar; al comentar un grupo de pasajeros con el capitán del barco que el pan que nos servían estaba algo crudo, llegó una comisión de la cocina a explicarnos que no daba tiempo a dejarlo que se cociese más en el horno por el gran consumo que hacíamos de él.

Por otro lado, estábamos expectantes y preocupados de que en cualquier momento aumentase el número de pasajeros, pero tanto la futura mamá como los mellizos supieron esperar hasta la llegada a puerto. Al papá, más tarde, lo escucharíamos como primer violín en la Sinfónica de Bellas Artes.

Había familias completas, otros se reunirían con los que habían podido salir antes, otros iban solos. Entre tantos, el matrimonio Monedero, así como Gabriel Vidal, los Sánchez Plaza, Luis Muñoz, los Bilbao, Carnicero, Germán Iñurrátegui, las Molina Conejero, el Dr. Rallo, la familia Samblancat,   —135→   Doña Caridad Fe con sus hijos, la familia Serra Hunter, el Almirante Rizo y su hijo Antonio Passy (su nombre de artista), la familia Arrando, Mercedes Díaz, que era una niña, y su mamá, los Llaneza, los Corchero, la familia Galán, Eugenio y Álvaro Araúz con sus familias, los Pareja, el coronel Mangada y su hijo, el rabino español Coria, los hermanos Escalera, la viuda de don Julián Zugazagoitia2 en pleno luto, con sus hijos, la viuda de Cueto con sus hijos, Antonio Plá, la familia de la Lama, Francisco Martret, Lorenzo de Rodas con su familia y más y más, hasta completar casi un millar.

Y así, entre el orfeón de los catalanes en popa, el impresionante coro de los vascos, los conciertos improvisados, las noticias del periódico que se elaboraba a bordo, las conferencias, las alarmas repentinas que nos hacían correr hacia los botes con nuestros chalecos salvavidas, y los siempre bien recibidos toques del gong, se nos pasaron los días volando, es decir, navegando...

También tuvimos un acompañante interesado en nosotros: un submarino alemán, aunque más tarde supimos que no era sólo uno. Nos libramos de él al bombardearlo y hundirlo aviones aliados frente a las Bermudas, donde tenían su base. Después apareció la mancha de aceite en el mar. Todo ocurrió tan cerca, que pasamos un mal rato con los zangoloteos de babor a estribor y de popa a proa que estremecían el barco y a nosotros, cuando explotaban las bombas a nuestro alrededor.

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Duró una semana nuestra estancia obligada en las Bermudas, donde sólo fueron invitados a desembarcar unos cuantos. Durante esa semana los ingleses nos investigaron, uno por uno, asombrándonos de que tuviesen fichas bastante documentadas de la mayoría. Inspeccionaron todo, mientras nosotros no sabíamos dónde esconder, por miedo a que pusiesen el barco en cuarentena, a otros muchachos que habían sido contagiados de sarampión en el refugio de Casablanca.




¡Por fin... Veracruz!

El 22 de mayo de 1942, fecha imborrable, el Nyassa arribó a Veracruz con su cargamento: «otro río español de sangre desbordada...». Fue volver a nacer pero ahora en México, en el continente americano, con nuestra afinidad de lenguas y de sangre.

La mayoría ya rindieron tributo a esta tierra. En ella, pudieron asentarse y aunque nunca se olvida el dolor de perder a la patria, rehicieron sus vidas, tratando de corresponder a la generosa hospitalidad que nos brindó el general Cárdenas.

Una comisión, presidida por don Indalecio Prieto, recibió el barco. Hubo emocionantes bienvenidas e intercambios de información. Nos notificaron que el tren que nos conduciría a la capital saldría en la noche, y nos entregaron sesenta pesos por persona. Ya en tierra, al entrar en contacto con la ciudad y su gente, no dejábamos de admirar su fisonomía, colorido, la alegre música y sobre todo el volver a oír español, pero con ese acento veracruzano que nos hacía tanta gracia. Yo me quedaba embobada y mi padre en varias ocasiones me regañó: «Niña, camina ¡y ya no mires tanto a la gente!».

Al leer El Dictamen de Veracruz, que se autonombraba el decano de la prensa, primer diario mexicano que llegaba a   —137→   nuestras manos, quedamos asombrados por su acogida tan poco cordial. El constatar por ese medio la forma en que se expresaban de nosotros, fue muy doloroso. Después, reflexionando, supusimos sería propaganda pagada por gente de cierto sector reaccionario e ignorante de nuestra historia. Abrigamos la esperanza de que el tiempo y los hechos les harían cambiar de opinión.

Como contrapartida, nos atrajo un expendio de pollo frito. Algunos quisieron probarlo. Cuando fueron a liquidar la cuenta, no les permitieron pagar porque «eran los refugiados que acababan de llegar».

También nos encontramos con la noticia de que un submarino alemán, seguramente alguno de los que nos seguían, torpedeó y hundió frente a las costas de Miami, al Potrero del Llano, barco tanque petrolero mexicano que viajaba de Tampico a Nueva York. Días más tarde, el Faja de Oro, otro barco mexicano, también fue hundido. Consecuentemente, el entonces presidente Manuel Ávila Camacho, en un trascendental discurso, declaraba la guerra al Eje. ¡Otra vez la guerra nos acompañaba!




Hacia México, capital

De acuerdo con lo previsto, al caer la tarde nos dirigimos a la estación para tomar el tren nocturno que nos llevaría a nuestro destino final. Aunque casi todo el recorrido del ferrocarril fue en la noche, tratábamos de descubrir el accidentado paisaje del país donde residiríamos.

Además de los cocuyos que ponían chispas de luz azul en nuestros ojos, adivinábamos entre las sombras los cafetales y naranjos.

Según avanzaba el tren e íbamos ascendiendo, a algunos,   —138→   los mayores, afectados por la altura, o en parte sugestionados, les preocupaba si el residir en una ciudad de 2.200 metros sobre el nivel del mar podría afectarles y eso les impediría desarrollar sus actividades.

Temprano por la mañana llegamos a la capital muy alegres e inexplicablemente mareados. Habíamos estado bebiendo en las paradas del tren una exótica horchata que nos ofrecían. Entre la sed y el calor de mayo nos la apurábamos rápidamente. Más tarde, aprendimos que eso era el pulque...

En «la región más transparente», que todavía lo era, nos alojaron en distintos hoteles. A nosotros nos tocó uno muy modesto en la avenida Hidalgo.




Queríamos ver la ciudad

Era sábado, mi madre se quedó descansando y yo acompañé a mi padre para conocer un poco la ciudad. Atravesamos la Alameda, ligeros, felices, sin tener que preocuparnos en llevar documentos de identidad. Fuimos caminando preguntando aquí y allá hasta llegar a la calle Uruguay, al Gran Hotel, donde habían alojado a otro grupo de nuestro barco.

Al siguiente día, domingo, visitamos San Juan, ya que una ciudad se supone se la conoce mejor por sus mercados. Para nosotros, después de años de austeridad, fue todo un espectáculo. Por doquier esos olorosos bodegones con sus frutas, algunas hasta entonces de sabor desconocido. Los nopales, que no creíamos comestibles, los puestos de exóticas flores, los pájaros de coloridos plumajes prisioneros enjaulas diminutas... Niños que nos interpelaban «¿Le ayudo, güerita?», que apenas percibíamos entre el vocinglero. Empujones contra canastas, la música de una marimba y cargadores que se abrían paso a la voz de «¡golpe avisa!»

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No tardamos mucho en tener una cotorrita escandalosa que andaba suelta por la casa así como un perro callejero que nos adoptó a pesar de las protestas de mi madre. ¡Fue un grato despertar a las pequeñas cosas que iluminan!

Ya cansados por querer verlo todo y con gran apetito, nos dirigimos a la pensión de doña Satur, esposa de Vela, ex chofer de don Manuel Azaña, que más tarde se ocuparía del transporte escolar del colegio Madrid.

En esa «histórica» pensión-restaurante, situada en Revillagigedo 47 y Victoria, por cincuenta centavos se comía paella, ensalada y postre. Aparte, era grato encontrarnos con muchos conocidos y poder comentar toda clase de acontecimientos relativos al medio en que nos íbamos a integrar.

Ese mismo día apalabrábamos, en el mismo edificio, un lindo departamentito amueblado que se nos hizo un palacio y yo conseguí un trabajo para la semana siguiente en la avenida Juárez 30, oficina de un exiliado que había llegado antes, que hacía cine y necesitaba una recepcionista telefonista. ¡Todo iba rápido y por buen rumbo! El edificio de Revillagigedo 47 y Victoria, la calle López, especialmente el 82 y el edificio Ermita, fueron los lugares más frecuentados por los refugiados. Según creo todavía algunos siguen habitando en ellos.

Poco a poco fuimos organizando nuestras vidas. Naturalmente que yo hubiese querido seguir estudiando. Alguien dijo que la universidad está en los libros. ¡Me tuve que conformar con la frase! Con los bolsillos vacíos pero ricos en proyectos, nuestra energía acumulada se desbordaba en todo.

Mi padre fundó la revista militar Defensa, dependiente de esa Secretaría, con colaboraciones de militares mexicanos y españoles. Con él trabajaban Gerardo Lizárraga y Álvaro Araúz. Más tarde yo también me incorporé.

El trabajo que había estado haciendo, si trabajo se llamaba, era aburridísimo puesto que no podía ser telefonista sin teléfono   —140→   ni recepcionista sin visitas. Consecuentemente, me fui a trabajar con mi padre. Allí lo pasaba bien, con personas interesantes y divertidas y el continuo entrar y salir de tantos refugiados por esa oficina de la calle Humboldt, que más bien parecía una peña de café. Se comentaba y discutía de todo, de la guerra, de política, de lo que se publicaba, hasta de la utopía del metro de México, por medio de una operación de trueque. Muchos lo consideraban imposible por el tipo de subsuelo. Se forjaban entre realidades y fantasías los grandes proyectos que entre todos construían y después se derrumbaban como castillos en el aire.

Cuando mi hermano Carlos, que salió antes que nosotros de Francia para Santo Domingo, al fin pudo venir a México a reunirse con nosotros, nos mudamos a la calle de Dolores 4, departamento más amplio, donde cabríamos todos. Él aportó sus ahorros, producto del trabajo de tres años en esa isla. Así se formó la Sociedad Mexicana de Publicaciones. Se editaron los dos primeros libros de Álvaro Araúz y algún otro.

Desde el punto de vista económico las cosas no iban muy bien. En honor a la verdad y a mi madre, nuestra casa se defendía mejor con la aguja que con la pluma.




Había que estudiar

Mi hermano se quedó sin sus ahorros y yo tuve que buscarme otro trabajo que fuese lucrativo, aunque no tan ameno. Fui becada por el colegio Madrid, saliendo del trabajo iba a mis clases y así me preparaba para la lucha cotidiana.

Guardo gratos recuerdos de aquella época en que casi no teníamos un quinto pero había tiempo y nos dábamos el lujo de tomarnos un cafecito en algún Kiko o Sanborns, pasearnos en las noches por Madero, frente a Lady Baltimore, cita obligada   —141→   de los que entonces éramos jóvenes, ya que al Papagayo en la avenida Juárez, al Tupinamba, al Betis, al Chufas, al café París, etc., yo no iba, a menos que acompañase a mi padre.

Asistíamos a los cocteles de la Oficina de Información Aliada, a los actos en Bellas Artes, exposiciones, conferencias. No nos perdíamos nada, como si quisiésemos recuperar el tiempo perdido. Organizados por la Asociación de Periodistas, hacíamos sketchs por radio y en el Centro Republicano, entonces en la calle de Tacuba, se formó el cuadro artístico de «Los cuatro gatos» donde ensayábamos sainetes madrileñísimos de Arniches. Más tarde debutaríamos a lleno completo en el teatro Arbeu y en el Ideal, que ya no existen, pero que son bien representativos de esos tiempos.

Recuerdo los bailes de los sábados en la Casa de Andalucía, en el Centro Veracruzano, Loma Linda, Orfeó Catalá. Las excursiones los domingos a los alrededores de la ciudad en autobús o en tranvía que tomábamos en el Zócalo para ir a Xochimilco. La ciudad entonces, de poco más o menos un millón de habitantes, se disfrutaba. No había que apresurarse y al pasar por la Alameda, alcanzaba el tiempo para oler una flor. El paseo de la Reforma, que empezaba en el «Caballito», estaba precioso. Cuántas veces lo he caminado y admirado, con sus palacetes a derecha e izquierda.

Yo trabajaba en el número 30, una hermosísima mansión que me recuerda en algo a la Casa del Lago, con sus escalinatas, sus cristales biselados y un cuidado jardín con enormes magnolias. Al lado, estaba la biblioteca Benjamín Franklin y justo enfrente el Waikiki. Dos culturas distintas.

Poco a poco, la ciudad va cambiando; nosotros también. ¡Casi medio siglo...! Era yo una niña cuando la gran tragedia de España empezó y ahora soy abuela.

Mientras tanto nuestro mundo sigue dando vueltas y en alguna me he de quedar como se quedaron aquí, en tierra   —142→   mexicana, los seres queridos que vinieron conmigo.

Sí, a través del tiempo la vida ha sido dura aunque no todo ha sido llanto, también ha habido risas. Me considero privilegiada comparándome con otros, con los que se quedaron en el camino.

Quisiera que no hubieran existido los motivos que nos arrojaron de España, no haberla perdido. La sigo añorando. Pero no puedo borrar que aquí he pasado la mayor parte de mi vida, que es donde eché mis raíces, y sin ellas, no se puede vivir.

Dentro de mis limitaciones me he afanado por corresponder a la hospitalidad que recibimos de México, pero lo más importante: le he dado hijos y nietos que aman a su país, a los que he tratado de transmitirles mi respeto a la rectitud, los valores humanos y la fraternidad.

Recientemente asistí en Veracruz a la conmemoración de los 50 años de la llegada del Sinaia, el barco que trajo al primer gran contingente de refugiados. Después vendrían otros...

Se develó una placa, nada más con la leyenda ¡Gracias México! La brevedad de dos palabras que expresan lo que no se puede olvidar: se nos abrieron las puertas, veníamos de la obscuridad y el desaliento y nos llenamos de luz.