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Nuevos deslindes cervantinos

Juan Bautista Avalle-Arce




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Mirentxurenzat, gure alaba polita.




ArribaAbajo Prólogo a la primera edición

(Madrid, Edhigar, 1961)


De los presentes ensayos dos son inéditos: «Tres vidas del Persiles (Cervantes y la verdad absoluta)» y «El curioso y El capitán (Cervantes y la verdad artística)». Los demás han aparecido en la forma siguiente: «Conocimiento y vida en Cervantes» en Buenos Aires, como homenaje a la memoria de mi maestro Amado Alonso (Filología, V); «Grisóstomo y Marcela (Cervantes y la verdad problemática)», en la Nueva Revista de Filología Hispánica, de México (volumen XI), con el título «La Canción desesperada de Grisóstomo»; en la misma revista y volumen apareció también «El cuento de los dos amigos (Cervantes y la tradición literaria)», con el título «Una tradición literaria: el cuento de los dos amigos». Los tres han sufrido diversos cambios por adición, con el fin de ampliar o reforzar las interpretaciones allí expresadas.

La inclusión de «El cuento de los dos amigos (Cervantes y la tradición literaria)» a primera vista quizá parezca poco pertinente, ya que se trata del estudio de los avatares de ese cuento desde el siglo XII hasta el XIX. Mas no sólo Cervantes utilizó dicha materia en dos oportunidades (la Galatea y El curioso impertinente), con diversidad de tratamiento artístico e ideológico, sino que también, la mera repetición del tema en su obra brinda excelente oportunidad para analizar la actitud del novelista ante la tradición literaria. En otras palabras, dicho estudio atiende a establecer un deslinde entre tradición y creación en esos pasajes de la obra cervantina. Su pertinencia, en ese sentido, se presenta como de doble filo: por un lado, análisis de la función de lo tradicional en la Galatea y El curioso impertinente; por el otro, examen del comportamiento artístico e ideológico de Cervantes dentro de la perspectiva que permite el estudio de una tradición de más de siete siglos de vigencia literaria.

El título del libro expresa la intención, paladina o latente, de estos ensayos: establecer dentro de la obra cervantina una zona de linderos entre la proteica variedad de actitudes que el autor adopta ante el problema en marcha del arte. Y arte y vida son las dos caras de la medalla. La labor de síntesis implícita en estos deslindes analíticos es el trabajo en que quedo empeñado.

Por último, cumple hacer público mi agradecimiento a la American Philosophical Society y a Ohio State University. A la primera por una generosa ayuda de costa; a la segunda por haberme nombrado University Postdoctoral Fellow, eximiéndome así de obligaciones docentes por un año.




ArribaAbajoPrólogo a esta edición renovada

(Barcelona, Ariel, 1975)


La «labor de síntesis» de que hablaba yo hace años, todavía no la he podido efectuar, porque otras sirenas, históricas y literarias, me han llevado con sus cantos a otros siglos. Pero mi interés por Cervantes, vida y obra, no decayó nunca en los años que han mediado entre la primera edición de estos Deslindes y el momento presente. Prueba de ello son varios trabajos que salieron en diversas revistas, y que la amistosa insistencia de mi querido Francisco Rico me ha decidido a añadir a mis antiguos Deslindes, y sacar el todo a relucir en la forma de esta «edición renovada y muy ampliada».

La «renovación» a que aludo hace referencia al hecho de que todo el antiguo volumen ha sido retocado para ponerlo al día. Pero mi puesta al día no ha sido tanto con la inevitable bibliografía que se acumula cada año que pasa (aunque algo de ello encontrará el lector), sino, más bien, poner mi viejo libro a la altura de mis actuales circunstancia intelectuales. Aclaro, y no por vanidosa tozudez sino por estricta necesidad de verdad, que mis ideas no han cambiado de cauce, sino que el rodar de ellas mismas y las nuevas lecturas acumuladas les han labrado un cauce más profundo. Eadem sed aliter. Y si no indico mis nuevas apostillas a mis viejos textos, es porque no padezco de la vanidad de creer que la gestación de mis ideas pueda interesar al prójimo.

La forma en que va «ampliado» el viejo texto (aparte de las intercalaciones recién mencionadas) queda ilustrada en los cuatro últimos capítulos. La proveniencia de ellos es como sigue: el capítulo VI apareció en Papeles de Son Armadans, 1965, con el título abreviado de «Tres comienzos de novela»; iba dirigido a «los 80 años fecundos» de D. Américo Castro, cuya muerte tan reciente ha enlutado al hispanismo universal. El capítulo VII, con el título de «Poesía, Historia, Imperialismo: La Numancia», apareció en el Anuario de Letras de México, 1962. El capítulo VIII salió en el Boletín de la Real Academia Española de 1968, con el título de «La captura de Cervantes», y el capítulo IX, «Don Quijote o la vida como obra de arte» (sin el subtítulo de «A manera de coda», que aquí lleva), salió en Cuadernos Hispanoamericanos, 1970. También en estos cuatro capítulos hay alguna apostilla nueva y ocasional.

Por último, quiero aclarar la coyuntura que me ha decidido a lanzar a la plaza pública estos nuevos deslindes. Decía yo que otros intereses me han impedido, hasta hoy, llevar a cabo la labor de síntesis a la que he vivido abocado por tantos años. Pero esa síntesis que no he podido realizar yo, la ha realizado un distinguido equipo de cervantistas en el volumen intitulado Suma cervantina, que ha salido en Londres en 1973. Esa especie de enciclopedia cervantina fue ideada, dirigida y realizada por mi fraternal E. C. Riley y por mí. Para no caer en el feo vicio del autobombo, espero que el curioso lector tenga estas consideraciones en cuenta, y así, si siente la necesidad de compulsar y ampliar el texto que tiene entre manos, en particular en lo bibliográfico, que acuda a los capítulos correspondientes a la Suma cervantina. Son la natural caja de resonancia de muchas de estas páginas.

Asimismo, y para la misma época en que comience a circular este volumen saldrá otro en Madrid, titulado Don Quijote como forma de vida. Se trata de una obra que me comisionó la Fundación Juan March, honroso encargo que no puede por menos que tener algunos puntos de concomitancia con estos Nuevos deslindes cervantinos, aunque, por lo general, he tirado por otros rumbos. Pero queda alertado el lector acerca de esta suerte de minisistema planetario que forma mi obra cervantina.

Claro está que no he tratado de recoger en este nuevo volumen toda mi producción cervantina, ni falta que hace. Gran parte de esa producción está constituida por reseñas de libros, que son demasiado breves para codearse con algunos de los trabajos aquí incluidos, y, además, las reseñas sólo suelen tener la vigencia de los libros reseñados. En cuanto éstos empiezan a alejarse de nuestra órbita, se llevan en la suya a las reseñas. Tampoco he recogido lo escrito y publicado en inglés por mí sobre Cervantes. Mis trabajos cervantinos ingleses están pensados para un público distinto, y, en consecuencia, en otras circunstancias, con otro marco de referencias. Si los resultados de algunos de esos trabajos me han parecido válidos, hace tiempo que quedaron incorporados a mi labor crítica en nuestra hermosa lengua española.

Y por hoy no tengo más que decir. Hasta pronto, si Dios quiere.

Euskaletxea, mayo de 1975.






ArribaAbajo I. Conocimiento y vida en Cervantes


I

Cualquier lectura de las obras de Cervantes, por apresurada que sea, evidencia el interés absorbente que tenía para el novelista el tema de la verdad, y las formas del conocimiento para alcanzarla.1 A pesar de su tono un poco chusco, hay unos versos delViaje del Parnaso en que se podría cifrar la suma de los esfuerzos cognoscitivos cervantinos: «Diera un dedo / por saber la verdad segura, y presto» (cap. VI). En el adverbio se condensa la urgencia inmediata de esta rigurosa necesidad intelectual; el adjetivo «segura» nos denota la duda que acucia al pensador a la caza de esa evasiva silueta que es la verdad.

Conocimiento y verdad aparecen en la obra cervantina indisolublemente unidos a un tercer término: vida. El problema es, pues, trino y uno. Porque Cervantes, para su bien o para su mal, no es ningún Montaigne, buscándole solución a los problemas que lo asaltan en el ensimismado aislamiento de la torre de su castillo. Para el novelista los postulados de estas cuestiones se pueden haber hallado en los libros, pero las respuestas correspondientes, por lo general, se van recogiendo al vagar por los polvorientos caminos de España. Sus respuestas, por lo tanto, no serán de razón lógica. Sus afinidades lo empujaban por otros rumbos, y el norte de éstos no estaba determinado por lo abstracto, sino por lo concreto, no por la teoría, sino por la vida que la reviste. Así se explica que sus contestaciones no estén dadas como abstracciones intelectuales, sino que aparezcan inextricablemente enlazadas con las vidas de sus personajes. Los problemas se encaran desde dentro del vivir de cada uno de ellos y se proyectan luego contra el ámbito total de sus existencias, con toda la dramática incertidumbre de éstas. De ahí la vitalidad de sus respuestas; de ahí, también, la forma asistemática que asumen.

Las soluciones de Cervantes al problema epistemológico, siempre renovadas, proteicas casi en las formas que revisten, se pueden colectar al recorrer los jalones literarios de sus treinta años largos de actividad creadora (Galatea, 1585; Persiles, 1617). Pero, por razones de claridad expositiva, he preferido la agrupación temática a la encadenación cronológica. He comenzado por analizar la actitud cervantina ante la epistemología tradicional.2 Para mi propósito me basta con la interpretación más simplificada de la misma, como el triple camino hacia la adquisición del conocimiento a través de la autoridad, la experiencia y la razón. Pero Cervantes, como todo verdadero artista, no acepta nada sin retribuirlo con creces. Partiendo del status quo de la triple vía cognoscitiva, nuestro autor se interna por frondosidades vislumbradas pero no exploradas. A estos diversos y novedosos aspectos dedico el resto de mi estudio.




II

El conocimiento a través de la autoridad representa la forma primigenia del conocimiento judaico-cristiano, cimentada inconmoviblemente en la Revelación. Se puede decir más: el conocimiento por autoridad es la base ineluctable e irreductible de toda religión. El campo adecuado de esta forma cognoscitiva es el del dogma, y su uso en otros diversos campos había sido fuertemente rebatido, siglos antes de Cervantes, por diferentes pensadores, entre los que se destacan nítidas las voces de Roger Bacon y San Alberto Magno. La aceptación de la validez del principio de autoridad en cualquier campo está, desde luego, en proporción directa a la fe, religiosa o de cualquier otra naturaleza. Fe y autoridad son las dos caras de la medalla, y en esta forma indisoluble se nos presentan centrando el vivir de don Quijote. Pero aquí conviene hacer un alto aclaratorio, ya que al tratar de Cervantes siempre se corre el riesgo de simplificar demasiado. La vida de don Quijote no es sólo la encarnación de la fe y la autoridad, sino, también, muchas otras cosas más, pues como toda vida es una compleja vorágine. El honrado labrador que recoge al maltrecho hidalgo después de la malhadada aventura con los mercaderes toledanos, le increpa:

-Mire vuestra merced, señor, pecador de mí, que yo no soy don Rodrigo de Narváez [...] ni vuestra merced es Valdovinos ni Abindarráez, sino el honrado hidalgo del señor Quijana.

-Yo sé quién soy -respondió don Quijote- y sé que puedo ser, no sólo los que he dicho, sino todos los doce Pares de Francia, y aun todos los nueve de la Fama.


(Parte I, cap. V).                


La vida de don Quijote, o una vida cualquiera, lleva en sí las formas embrionarias de todas las vidas. Lo que ésta será quedará determinado por el empeño con que afirmemos nuestra voluntad de seguir siendo algo o de dejar de ser ese algo.3

La tragedia íntima de don Quijote radica en el hecho de que su guía es una suerte de verdad revelada que permanece enteramente inaccesible para los racionalistas circunstantes. Es claro que esa guía no es de índole religiosa, sino literaria, puesto que son los libros de caballerías las autoridades que respaldan sus juicios y acciones, como se nos dice en este ejemplo: «A nuestro aventurero todo cuanto pensaba, veía o imaginaba le parecía ser hecho y pasar al modo de lo que había leído» (I, cap. II). O de este otro: «Todas las cosas que veía con mucha facilidad las acomodaba a sus desvariadas caballerías» (I, cap. XXI). Esta fe ciega en la autoridad admitida lleva a don Quijote al extremo de negar la experiencia sensorial, como en el caso de su nocturna entrevista con Maritornes:4

Él la pintó en su imaginación de la misma traza y modo que lo había leído en sus libros de la otra princesa que vino a ver el mal ferido caballero, vencida de sus amores, con todos los adornos que aquí van puestos. Y era tanta la ceguedad del pobre hidalgo, que el tacto, ni el aliento, ni otras cosas que traía en sí la buena doncella, no le desengañaban, las cuales pudieran hacer vomitar a otro que no fuera arriero; antes le parecía que tenía entre sus brazos a la diosa de la hermosura.


(I, cap. XVI).                


Se produce así un grave conflicto, pues los diferentes nortes que propugnan don Quijote por un lado, y los demás por el otro, hacen que estas vidas estén en violento entrechoque continuo. Este conflicto, a su vez, es el eje alrededor del cual giran en patética sucesión las miserias y grandezas de don Quijote. La aventura de los mercaderes toledanos es, en resumidas cuentas, el choque, anticipado ya por el lector, entre dos orientaciones vitales distintas. Nuestro hidalgo confiadamente espera que los mercaderes acepten sus mismos principios rectores. Sin haber visto a Dulcinea, por fe sólo, ellos deberán «creer, confesar, afirmar, jurar y defender» que no hay doncella más hermosa en el mundo. El escepticismo de los toledanos se resuelve en una lluvia de palos, no sin antes haber dejado bastante malparado el principio cognoscitivo de la autoridad.5

En este continuo batallar para afirmar su verdad superior la fe de don Quijote se va embotando. La primera señal de desaliento ocurre cuando don Lorenzo de Miranda expresa sus dudas acerca de la existencia real de los caballeros andantes y nuestro héroe responde: «Si el cielo milagrosamente no les da a entender la verdad de que los hubo, cualquier trabajo que se tome ha de ser en vano, como muchas veces me lo ha demostrado la experiencia» (II, cap. XVIII).6 A esto sigue de cerca la aventura de la cueva de Montesinos, de la que dice don Quijote: «Lo que he contado lo vi por mis propios ojos y lo toqué con mis mismas manos» (II, cap. XXIII). Esta verdad tangible, sin embargo, se ve ensombrecida de inmediato por las dudas ajenas, y para atestiguar su veracidad el hidalgo se humilla a interrogar sobre el caso al mono de maese Pedro (II, cap. XXV). Y como culminación de este desintegrarse de la fe tenemos la angustiada petición de don Quijote a Sancho después de la aventura de Clavileño: «Sancho, pues vos queréis que se os crea lo que habéis visto en el cielo, yo quiero que vos creáis a mí lo que vi en la cueva de Montesinos. Y no os digo más» (II, cap. XLVII). El desengaño en su verdad revelada y superior se aproxima ya al desenlace.7

Hay, sin embargo, otra ruta que lleva al conocimiento que sí es viable por todos, y ésta es la experiencia. Su validez como forma cognoscitiva la podemos colegir a través de las siguientes palabras de Ricardo en El amante liberal: «No tiene otra cosa buena el mundo, sino hacer sus acciones siempre de una misma manera, porque no se engañe nadie sino por su propia ignorancia» (p. 121b). Esto se asemeja a la teoría, tan vieja y tan nueva, del «eterno retorno» que enlaza a través de los siglos a los atomistas griegos y a Nietzsche, y es esta supuesta periodicidad de los acaeceres humanos la que confiere a la experiencia una cierta aureola de infalibilidad y universalidad. Así y todo, Cervantes no deja de ponerle cortapisas, como evidencian las palabras de Sigismunda: «Los varones prudentes por los casos pasados y por los presentes juzgan los que están por venir» (Persiles, libro II, cap. VIII). O sea, que la experiencia es válida como elemento de juicio a posteriori en la esfera de los acontecimientos humanos, que luego se podrá proyectar en el futuro con ciertos visos de probabilidad, eso sí,8 pero no es válida como forma cognoscitiva independiente, según veremos.9 Y aun aceptando la delimitación de Sigismunda del campo del conocimiento empírico, la experiencia no es infalible. Un poco antes, en el Persiles, el viejo Mauricio, astrólogo él mismo, había dicho:

El astrólogo judiciario, si acierta alguna vez en sus juicios, es por arrimar a lo más probable y a lo más experimentado, y el mejor astrólogo del mundo, puesto que muchas veces se engaña, es el demonio, porque no solamente juzga de lo por venir por la ciencia que se sabe, sino también por las premisas y conjeturas, y como ha tanto tiempo que tiene experiencia de los casos pasados y tanta noticia de los presentes, con facilidad se arroja a juzgar de los por venir.


(I, cap. XIII).                


Aun en este caso extremo de conocimiento la experiencia puede fallar.10

El empírico, aquel que basa su conocer en lo experimentado, no sale muy bien parado en la obra cervantina. Comenzando por el propio don Quijote y su desdichado experimento con la recién manufacturada celada. Cuando la rehace, el buen hidalgo evita cuidadosamente hacer nueva experiencia y se acoge, en cambio, a su fe interna: «Quedó satisfecho de su fortaleza y, sin querer hacer nueva experiencia della, la diputó y tuvo por celada finísima de encaje» (I, cap. I).

Caso mucho más serio por las consecuencias es el de Anselmo en El curioso impertinente. Él está obcecado con la prueba experimental de la honestidad de su mujer y arguye con su amigo Lotario: «No puedo enterarme desta verdad si no es probándola de manera que la prueba manifieste los quilates de su bondad, como el fuego muestra los del oro». A lo que contesta Lotario:

Dime, Anselmo, si el cielo o la suerte buena te hubiera hecho señor y legítimo posesor de un finísimo diamante, de cuya bondad y quilates estuviesen satisfechos cuantos lapidarios le viesen, y que todos a una voz y de común parecer dijesen que llegaba en quilates, bondad y fineza a cuanto se podía extender la naturaleza de tal piedra, y tú mesmo lo creyeses así, sin saber otra cosa en contrario, ¿sería justo que te viniese en deseo de tomar aquel diamante y ponerle entre un ayunque y un martillo, y allí, a pura fuerza de golpes y brazos, probar si es tan duro y tan fino como dicen? Y más, si lo pusieses por obra, que, puesto caso que la piedra hiciese resistencia a tan necia prueba, no por eso se le añadiría más valor ni más fama; y si se rompiese, cosa que podría ser, ¿no se perdía todo? Sí, por cierto, dejando a su dueño en estimación de que todos le tengan por simple.


(I, cap. XXXIII).                


Con estas palabras Lotario demuestra lo fútil, más aún, lo erróneo de entrometer la experiencia en materias vitales.

Otro ejemplo de la misma actitud cervantina ante la inseguridad y falacia del conocimiento empírico nos lo ofrecen las siguientes palabras de Rosamunda en el Persiles: «La experiencia en todas las cosas es la mejor maestra de las artes» (I, cap. XIV).11 Esta afirmación categórica se halla desmentida en su totalidad por la vida de la propia Rosamunda. Con la experiencia como maestra lo único que ha obtenido es sumirse en los últimos hontanares del vicio.12

Íntimamente relacionada con la validez de la experiencia se halla la frase recurrente -casi leitmotiv en ocasiones- «ver con los ojos y tocar con las manos», con ecos de la actitud del incrédulo apóstol Tomás, aunque en Cervantes la frase no hace más que introducir aún mayor incredulidad. Con menor frecuencia se halla un latín que podríamos considerar su equivalente, en especial dentro de la circunstancia novelística, tomado del Evangelio de San Juan (X, 38): Operibus credite et non verbis. Ambas frases unidas las hallamos en la entrevista del paje que trae los regalos de la duquesa con Teresa Panza, Sansón Carrasco y el Cura, ocasión en la que dice el Bachiller: «Nosotros, aunque tocamos los presentes y hemos leído las cartas, no lo creemos». A lo que replica el paje: «Dude quien dudare..., la verdad es la que he dicho, y ésta que ha de andar siempre sobre la mentira, como el aceite sobre el agua; y si no, operibus credite et non verbis» (Quijote, II, cap. L).13

La prueba externa, visible y tangible, es engañosa, dado que la experiencia sensorial es la forma más falaz del conocimiento, aspecto en que Cervantes está de acuerdo con los escépticos de los siglos XVI y XVII. A esto se aúna el hecho, mucho más importante para nuestro tema, de que para el novelista la convicción interna del individuo se infunde sobre la cosa externa al ir a determinar su grado de validez. Y es aquí donde Cervantes se aparta por completo del escepticismo sistemático de un Francisco Sánchez, por ejemplo. Así se explican las palabras de Sancho, cuando en plena noche él y su amo vagan por El Toboso a la búsqueda del palacio de Dulcinea, y dice: «Aunque yo lo veré con los ojos y lo tocaré con las manos, y así lo creeré yo como creer que es ahora de día» (II, cap. IX). El palacio de Dulcinea es creación de la imaginativa de Sancho y todas las pruebas físicas de su existencia se estrellarán contra la roca de su íntima convicción en su urdimbre fantástica.14

De la mano de la experiencia a menudo va la razón en la obra cervantina.15 Normalmente se identificaría este fenómeno con el estoicismo, pero aplicado a España hablar de estoicismo o senequismo es cuestión vidriosa. Para delimitar el verdadero alcance de las palabras, y así entendernos mejor, el lector me dispensará este breve excurso. En España el estoicismo tiene una marcha a descompás del resto de la Europa occidental, puesto que su difusión como doctrina es bastante tardía. Pero Séneca se leía ya, ávidamente, desde el siglo XV, y circula con amplitud entre los erasmistas del siglo siguiente. Aunque el terreno es sumamente resbaladizo, osaré generalizar un poco para redondear el esquema temático: la filosofía del Pórtico, en su aspecto doctrinal, es tema de pocos en la España renacentista, pero en el estilo español de vida habían cuajado actitudes comúnmente llamadas estoicas, aunque sensu stricto no lo sean (voluntarismo, sobriedad, paciencia en la adversidad, etc.).16 El español ha senequizado su ideal de vida, aunque en la inmensa mayoría de los casos no hubiese tenido clara conciencia intelectual de lo que representa Séneca, ni el senequismo, ni mucho menos el estoicismo. La forma de vivir apetecida ha coincidido históricamente en España con actitudes que vulgar y tradicionalmente se han venido llamando senequistas o estoicas. En este sentido lato cabe hablar de un senequismo español, o mejor dicho, de un filosenequismo español, para distinguir entre forma de vida (filosenequismo) y forma de pensamiento (senequismo, como en un Arias Montano o en un Quevedo). El filosenequismo vital cala muy hondo en la historia de los españoles, mientras que el senequismo intelectual es más bien tardío y no de tan ricos frutos como en el resto de Europa. Es el filosenequismo el que aflora con regularidad en las crisis de la conciencia individual o colectiva de los españoles.

Es en la Galatea -obra primeriza que, por lo general, se mece con las corrientes predominantes- donde más a menudo se aparean experiencia y razón como guías de nuestro vivir. El discreto Damón dice allí: «Si los nuevos amadores nos guiásemos por lo que la experiencia y la razón nos enseñan, veríamos que todos los principios en cualquier cosa son dificultosos» (libro III, p. 45a). El tono condicional de esta afirmación («Si...») debería poner al lector en guardia en seguida. La poca simpatía de Cervantes por los principios abstractos se manifiesta aquí una vez más.17 Por esta razón Lenio, el pastor desamorado, hace hincapié, en su diatriba contra el amor, en la ciencia en general («ciencia averiguada» la llama) y en la experiencia y razón (Galatea, libro I, p. 17b). Sin embargo, esta desapegada actitud, lógica y objetiva, se derrumba ante los embates de la pasión, y Lenio termina, como los otros pastores enamorados, llorando sus cuitas de amor.18

La razón como la suprema guía estructural del quehacer humano recibe un rudo golpe que la descabalga en el Quijote. El protagonista de la novela, para cumplir su misión, necesita crearse un mundo adecuado a las empresas que está por acometer, ya que ellas son totalmente extrañas a la España del siglo XVII. Pero razón y mundo son dos concomitantes de la firme voluntad de ser de don Quijote, quien empieza su creación ab initio, por querer dejar de ser Alonso Quijano y querer ser don Quijote. En el ad-mundo del héroe las cosas están organizadas sistemática y lógicamente, si aceptamos como premisa inicial el fin moral a que apuntan sus acciones. Aceptado el afán utópico de recrear el mundo ideal de la caballeresca todas las cosas tienen perfecta congruencia, Alonso Quijano tendrá que ser don Quijote, Aldonza Lorenzo, Dulcinea, los molinos, gigantes, etc., etc. La validez de la misión del protagonista impone el imperativo de esta transmutación de la realidad, que se efectúa por un sencillo y heroico acto de voluntad. Este mundo se sostiene, pues, por la razón lógica del querer ser de don Quijote. Si nos adentramos en su mundo vemos cómo éste se estructura de acuerdo con la misma e ineluctable razón lógica, pero, desde nuestro punto de vista, ésta es la razón de la sinrazón, ya que, a todas luces, la premisa inicial de la que parten todos estos supuestos es una total «sinrazón».

Los personajes del mundo circunstancial no comparten, desde luego, la utopía y no aceptan, por lo tanto, la premisa inicial y se niegan a adentrarse en ese mundo -las ocasiones en que sí se adentran es con la intención de engañar al héroe: princesa Micomicona, caballero de los Espejos, etc.-. Este alejamiento vital hace que las acciones de don Quijote y su mundo todo aparezcan gobernados por una ilógica esencial. Aquí se originan los choques entre mundo real y ad-mundo quijotesco que continuamente amenazan destruir este último, pero que don Quijote sobrelleva impertérrito pues sabe que la integridad de su mundo radica en la voluntad.19

Lo esencial aquí es que en el ad-mundo de don Quijote la razón engendra un producto totalmente irracional cuando se lo compara con el mundo de que depende, en relación semejante a la de la planta y la tierra en que tiene echadas sus raíces. O sea, que la razón puede engendrar sinrazón, con lo que se invalida la supremacía total de la razón como principio rector único, afirmación que por estos mismos años comienza a circular en boca de los nuevos racionalistas.20

El subjetivismo de Lenio, ya mencionado, da al traste con sus raciocinios objetivos. De igual manera se invalida la llamada que don Quijote hace a la razón -«Estemos a razón, Sancho», dice el hidalgo (II, cap. XVI)- para tratar de demostrar a su escudero que el Caballero del Bosque no es en realidad el bachiller Sansón Carrasco, cuando lo es efectivamente. La fuerza del bullir de las circunstancias impide en ambos casos la visión reposada y objetiva. El ángulo de visión se determina, en cambio, por cuestiones temperamentales, por las afinidades electivas tales cuales las moldea la voluntariosa actitud personal ante la vida. Entre conciencia y objeto se interpone la subjetividad de las ansias de un específico devenir humano que imprime en la conciencia individual la valoración de la realidad sobre las apariencias, o viceversa. Por eso los personajes cervantinos viven en fluctuación subjetiva entre el aspecto externo de las cosas y su realidad radical, entre parecer y ser. Esta ambivalencia de la conciencia humana se señala ya en la Galatea, donde se dice: «Muchas veces lo malo nos parece bueno, y lo bueno malo, y así amamos lo uno y aborrecemos lo otro» (libro III, p. 40b). O sea, que los correlatos de las conciencias cervantinas pocas veces se dan objetivados.

De esta afirmación inicial el problema se abre como enorme abanico que cubre grandes y diversas zonas de la producción cervantina. En La señora Cornelia se establece en forma aún más clara este tema general: «Entre el sí y el no de la duda cada uno puede inclinarse a la parte que más quisiere y cada uno tendrá sus valedores» (p. 216a); la conciencia queda así librada al subjetivismo individual. En el entremés de El vizcaíno fingido la reiterada verdad que menciona de continuo Solórzano no hace más que dorar las apariencias que encubren el inminente fraude real. Es hacia este aspecto negativo, en que las apariencias ofuscan el conocimiento certero, que Cervantes se inclina más a menudo. A veces es una nota nítida pero aislada, como en El celoso extremeño: «Se convirtió [Loaysa] en un pobre tullido, tal que el más verdadero estropeado no se le igualaba» (p. 174b). Las apariencias de Loaysa sobrepasan a la más verídica realidad. En otras ocasiones el tema se desarrolla en una verdadera sinfonía, como en La ilustre fregona -«Ésta es, señor, la verdadera historia de la Ilustre Fregona que no friega» (p. 196a)-, donde se orquesta magistralmente el conflicto entre el ser y parecer de los principales personajes.21

Esta oscilación entre el y el no de la duda es la que resuelve la aventura de la cueva de Montesinos, o mejor dicho, la deja sin solución general pero con todas las posibles soluciones particulares que dictaren las inclinaciones personales: «El mono de maese Pedro le había dicho [a don Quijote] que parte de aquellas cosas eran verdad y parte mentira; él se atenía más a las verdaderas que a las mentirosas, bien al revés de Sancho, que todas las tenía por la propia mentira» (II, cap. XXIX). El problema no se resuelve de una manera tajante, absoluta y racional, sino que se le abre al individuo el amplio campo de las soluciones posibles que enmarca la visión subjetiva.

Las opiniones acerca de lo que es verdad se multiplican al compás del movimiento pendular de nuestras afinidades electivas. De allí las opuestas explicaciones del desmayo de la bruja Cañizares,22 o las diferentes maneras de apreciar la entrada del gallardo Ricaredo en la corte de Isabel de Inglaterra.23

Con arrebatador crescendo la fuerza de las apariencias llega a nublar el conocimiento de tipo matemático,24 y nos lleva al problematismo total de las palabras finales del alférez Campuzano en El casamiento engañoso, que introducen el coloquio entre Cipión y Berganza:

Muchas veces después que los oí [a los perros] yo mismo no he querido dar crédito a mí mismo, y he querido tener por cosa soñada lo que realmente estando despierto con todos mis cinco sentidos, tales cuales Nuestro Señor fue servido dármelos, oí, escuché, noté y finalmente escribí sin faltar palabra por su concierto, de donde se puede tomar indicio bastante que mueva y persuada a creer esta verdad que digo [...] A mi pesar y contra mi opinión vengo a creer que no soñaba y que los perros hablaban [...] Pero, puesto caso que me haya engañado y que mi verdad sea sueño, y el porfiarla disparate, ¿no se holgara vuesa merced, señor Peralta, de ver escritas en un coloquio las cosas que estos perros, o sean quién fueren hablaron?


El relativismo a que conduce la oscilación pendular de nuestra conciencia cognoscitiva aparece en altorrelieve en un cuento, seguramente de origen folklórico, que Cervantes recoge en su obra. Pero hay aquí una característica esencial que contribuye a dar mayor nitidez al problema: la ambivalencia no se refiere a una circunstancia externa al individuo, sino que es experiencia vivida. El cuento aparece en dos ocasiones: por primera vez en el entremés de La elección de los alcaldes de Daganzo, por segunda, en boca de Sancho (Quijote, II, cap. XIII). En la primera versión el candidato a alcalde, Berrocal, ha probado un vino que le sabe a palo, cuero y hierro. Al acabarse la tinaja se halla en su fondo un palo a cuyo extremo había atada una correa de la que pendía una llave. Esto no es nada del otro mundo: un objeto cualquiera puede tener tres y más cualidades distintas. Pero el relativismo se pone en marcha y con un leve cambio en el material folklórico se le da un cariz totalmente distinto al asunto.25 En la versión de Sancho son dos los catadores y uno de ellos es el que opina que el vino sabe a hierro, y el otro que sabe a cordobán. La verdad única, idéntica a la solución del primer caso, se escinde aquí en sus componentes y, mucho más importante, los catadores se empeñan en defender la validez exclusiva de cada uno de sus aspectos -«los dos famosos mojones se afirmaron en lo que habían dicho»-. Cada uno de estos individuos camina por un radio de la realidad, lo que parece llevarlos a una casi colisión ideológica. Pero aquí Cervantes no escamotea la realidad última, lo que sería el centro del círculo -como hace en casi todas las otras ocasiones- y hay una armonización final. Ambas cualidades, opuestas en apariencia, coinciden en el vino por una circunstancia racional.

En este caso el problema de la realidad se desmonta pieza a pieza con lógica cuidadosa y se nos muestra por el haz y el envés. Pero en el episodio del baciyelmo, mucho más conocido y estudiado, se preserva intacto su problematismo. Nuevamente nos hallamos ante dos planos distintos de la realidad, aunque aquí se agudiza el contraste situándolos en los polos opuestos de la escala valorativa. Dichos planos se hallan sostenidos por las voluntades en pugna del Barbero y de don Quijote. El Barbero, guiado por su experiencia, atraerá el objeto a su propio nivel ínfimo de la realidad e insistirá que es una bacía. Don Quijote, autorizado por sus libros de caballerías, lo exaltará al nivel máximo de la realidad que le permite su ángulo de visión, y lo llamará el yelmo de Mambrino.

La solución a la antítesis no se dará aquí en el punto coincidente de ambas voluntades trascendentes, pues dicho punto no existe en la realidad física. La armonización de yelmo y bacía no se podrá dar en este plano. La antítesis se resuelve, en cambio, por invención verbal, rasgo éste muy renacentista,26 y se pone, significativamente, en boca de Sancho. Con certero sentido de la lengua, Sancho arrasa la doble realidad existente, y de sus cenizas, como nuevo fénix, emerge una tercera y novísima realidad, la del baciyelmo.27 Esta proyección ideal de los objetos reales bacía y yelmosintetiza armónicamente las realidades previas y sus apariencias y, dicho sea de paso, está por fuera de las posibilidades cognoscitivas de la autoridad, experiencia o razón. Al mismo tiempo, esta solución brota de los labios del circunstante cuya voluntad -y, por ende, su ser íntegro- no había sido puesta en juego por la disputa. Cervantes hace que sus personajes se planten cara a cara con la vida y que se forjen a sí mismos en dramática lucha, a brazo partido con ella. Como resultado, el contenido vital válido de nuestra conciencia o de nuestras acciones será el producto de la sim-patía, en su significado etimológico, que se establezca entre el hombre y sus circunstancias.28 Pero este lazo correlativo no hay que entenderlo en el sentido orteguiano de simbiosis metafísica («yo soy yo y mi circunstancia»), sino cargado de la valorativa imprescindible para el feliz devenir humano, todo empapado fuertemente de voluntarismo.

Don Quijote planta los pies firmemente en tierra al verse confrontado con la bacía del Barbero y, en un supremo acto de voluntad, respalda la validez de su interpretación con toda la fuerza de su creencia en sí mismo.29 Pero es muy otro el caso con la albarda de la mula del Barbero, que también había entrado en la lista de despojos. La concurrencia se esfuerza repetidamente en disolver esta albarda en sus aspectos problemáticos llamándola jaez, a semejanza de la bacía-yelmo, pero don Quijote rehúsa dictaminar sobre el pleito y deja la solución a cargo de sus azuzadores.30 La albarda-jaez está fuera del círculo de sus intereses vitales y no demanda el dramático y angustioso acto de voluntad. Para el caso, bien podría haber sido materia amorfa, ya que no se puede establecer ningún lazo de simpatía.

Los contenidos de nuestra conciencia tienen, pues, una cierta trascendencia, aunque muy distinta en sus fines a la trascendencia de la filosofía-teología medieval. Aquí es cuestión de proyectar nuestro pensamiento sobre un objeto dado, y es, precisamente, esta proyección la que determina el valor circunstancial de dicho objeto. Esto, desde luego, no ocurre en una manera abstracta, metafísica si se quiere, sino que va acompañada del empuje desalado y total del individuo en su afán por defender la validez absoluta de su perspectiva. De esta ligazón íntima entre la conciencia y el valor de un objeto surge el concepto de la verdad como el punto de vista individual. Así dirá uno de los personajes de La española inglesa: «Llegándome a esta opinión, que yo tengo por verdad averiguada» (p. 152b).

En el vivir de don Quijote este perspectivismo adquiere proporciones heroicas. Los ejemplos brotan a borbollones. Escojo dos cualesquiera: «Yo imagino que todo lo que digo es así, sin que sobre ni falte nada, y píntola en mi imaginación como la deseo» (I, cap. XXV). Y este otro: «Pues yo te digo Sancho amigo, dijo don Quijote, que es tan verdad que son borricos o borricas, como yo soy don Quijote y tú Sancho Panza; a lo menos a mí me parecen tales» (II, cap. X).

Resulta evidente que tal perspectivismo proporciona una guía muy falible para recorrer el camino que nos lleve a las verdades de validez extra-personal. El conocimiento se puede definir como la trayectoria que liga nuestra conciencia con una zona determinada de la realidad. Pero esta realidad es multiforme, ya que no se la puede definir como «esto» o «aquello» o «tal», sino que abraza todos estos términos en íntima trabazón. El verdadero conocimiento empezará, pues, por orientar nuestra conciencia en la debida dirección. De otro modo, nuestros esfuerzos cognoscitivos serían tan fútiles como si uno tomase cuidadosa puntería con un arco y en el momento antes de disparar la flecha diese varios rápidos pasos de costado. Así, pues, las flechas de nuestro pensamiento inquisitivo deben partir de una posición firme y segura. Y la única forma de emplazar nuestra conciencia de tal manera es centrándola en el autoconocimiento.

Este tipo de conocimiento merece todo el respeto de don Quijote, aun cuando él no lo posee, y en su escala valorativa sólo cede la primacía al temor de Dios. Así se lo explica a Sancho cuando éste va a partir para la ínsula Barataria.31 El alcance de la significación del autoconocimiento se aclara aún más en el Persiles: «Las verdades que uno conoce de sí mismo no nos pueden engañar» (II, capítulo XII). Se establece así el primer eslabón de una cadena epistemológica que Cervantes, con asistematismo característico, deja sin rematar.

Sancho, de acuerdo con el pedido de su amo, adquirirá conocimiento de sí mismo, pero sólo después del tremendo vapuleo que le propinan sus insulanos. Durante su gobierno todos sus esfuerzos han estado vertidos hacia afuera: juicios, disputas, rondas. Ahora, maltrecho y dolorido, se ensimisma y se ilumina su conciencia: «Yo no nací para ser gobernador, ni para defender ínsulas ni ciudades de los enemigos que quisieren acometerlas. Mejor se me entiende a mí de arar y cavar, podar y ensarmentar las viñas, que de dar leyes ni de defender provincias ni reinos» (II, cap. LIII).32

En el viejísimo tema folklórico que anima El retablo de las maravillas Cervantes entreteje el tema del autoconocimiento. Todo un pueblo se halla en estado de alucinación colectiva, afirmando ver lo que no existe, debido a un prurito de honra. El no ver la representación del retablo los calificaría, ipso facto, de judíos y bastardos. El gobernador, sin embargo, llevado por la seguridad que tiene de conocerse a sí mismo y estar libre de tales tachas, se niega en un aparte a aceptar la fantástica visión del retablo.33 A pesar de esto, la fe en su conocimiento se doblega ante el canon social y sus dudas no se hacen públicas. El darles publicidad provocaría la sanción colectiva y él quedaría deshonrado. Correr riesgo semejante es impensable en ese momento histórico.34 Sólo después de la revolución romántica se puede dar el caso de un individuo que luzca su deshonra como un galardón.

Este tema del nosce te ipsum, de rancia prosapia en la filosofía occidental, se vuelve a difundir por los cuatro costados de Europa merced al humanismo renacentista. En la obra cervantina, fuera de los aspectos parciales ya estudiados, el autoconocimiento reviste en ocasiones importancia fundamental, ya que puede llegar a convertirse en el resorte dramático de toda una obra, como es el caso en La señora Cornelia. En esta novelita los posibles desenlaces giran alrededor de la voluntad del duque de Ferrara, quien ha gozado en secreto a la señora Cornelia Bentivoglio. Su autoconocimiento, respaldado por un acto de voluntad, lleva la obra a un desenlace satisfactorio para los participantes. El momento climático en que la acción se vuelca hacia ese rumbo se cifra en las palabras del duque, cargadas de voluntarismo y conciencia de sí mismo: «Aunque me precio de caballero, más me precio de cristiano; y más, que Cornelia es tal que merece ser señora de un reino; pareciese ella, y viva o muera mi madre, que el mundo sabrá que si supe ser amante, supe la fe que di en secreto guardarla en público» (p. 218b).

En escala mucho más amplia la autognosis centra y resuelve los conflictos de las principales vidas no quijotescas que pueblan la primera parte de esta novela. El demostrar este punto me impone una digresión. El lector recordará que durante el escrutinio de la librería de don Quijote la Diana de Jorge de Montemayor -primera y más feliz de las novelas pastoriles españolas- se salva de las llamas condicionalmente. El Cura no la condenará al brazo secular del ama siempre y cuando «se le quite todo aquello que trata de la sabia Felicia y de la agua encantada» (I, cap. VI).

Se refiere aquí el Cura al episodio central de la Diana, verdadero eje de toda la acción. Los tres primeros libros de la novela pastoril están dedicados a la presentación de diversos casos de amor, encarnados en parejas de enamorados con diferentes problemas eróticos. La solución la hallan en el libro IV, en el palacio de la sabia Felicia, donde concurren todas las parejas. Felicia les hace beber de su agua encantada y todos los problemas se resuelven. Los enamorados se emparejan nuevamente y reina la felicidad. La solución ofrecida por Montemayor no es tal en opinión de Cervantes. Como explicó hace años don Américo Castro en su Pensamiento de Cervantes (pp. 150-151), el amor, fuerza vital, no puede ser desviado por medios sobrenaturales. No se debe hacer tabla rasa con las angustiadas vidas pastoriles y someterlas sin discriminación a un artificial elixir anti-vital. Para Cervantes este problema, como todos los otros, debe resolverse dentro del ámbito de las existencias en juego, no en arbitrario alejamiento de las mismas. Cualquier otra solución es volverse de espaldas a la vida y entretenerse en teorías.

El error de Montemayor -pecado casi, dentro de la concepción de la vida de Cervantes- merecerá no sólo la expurgación textual del escrutinio, sino una corrección formal y ejemplar. Dada la idiosincrasia cervantina, ésta no revestirá aspectos teóricos, sino que se encajará en lo más hondo del vivir de sus personajes. Cervantes creía firmemente que el movimiento se demuestra andando.

Desde este punto de mira veo yo el episodio central del primer Quijote, el de la venta de Juan Palomeque el Zurdo. Pero, para evitar malentendidos, me apresuro a aclarar que no considero que esto sea resultado exclusivo de la acción de una fría causalidad extra-artística. El amplio ademán con que Juan Palomeque acoge en su venta a tan diversos personajes tiene su explicación y valoración artísticas en sí mismo. Pero aunándolo a la crítica de la Diana del capítulo VI, el episodio de la venta brilla con nuevos destellos.

En el Quijote hay una transmutación total de los oropeles de la Diana, suficientemente indicada en la metamorfosis del palacio de la sabia Felicia, ahora venta del avieso zurdo Juan Palomeque. Aquí concurren también diversos casos de amor, aunque ya no se encarnan más en los transparentes Sirenos, Silvanos y Selvagias, sino en personajes muy concretos y tridimensionales: don Fernando y Dorotea, Cardenio y Luscinda, el cautivo y Zoraida, doña Clara y don Luis. Pero la solución no depende ahora de medios sobrenaturales como en la Diana. Ya se ha dicho que éste es, justamente, el blanco a que apunta la crítica cervantina.35 La misma crisis central se resolverá ahora de acuerdo con el contexto de las vidas de los personajes. No se atiende aquí a un artificioso remedio general, sino a una solución vital y particular. Ésta será el resultado del buceo de cada uno de estos individuos en su propia conciencia hasta que la ilumine el autoconocimiento. La verdad interna a que se llegue será la que guiará las acciones. Los desencontrados amantes se ven reunidos en cada uno de los casos por este conocimiento de sí mismos. Luscinda, por ejemplo, increpa a su engañador del siguiente modo: «Antes por ser tan verdadera y tan sin trazas mentirosas me veo ahora en tanta desventura; y desto vos mesmo quiero que seáis el testigo, pues mi pura verdad os hace a vos ser falso y mentiroso» (I, cap. XXXVI). O Dorotea hará que don Fernando vuelva a la buena senda, diciéndole: «Cuando todo esto falte, tu misma conciencia no ha de faltar de dar voces callando en mitad de tus alegrías, volviendo por esta verdad que te he dicho, y turbando tus mejores gustos y contentos» (ibid.). A todo lo cual «el valeroso pecho de don Fernando [...] se ablandó y se dejó vencer de la verdad, que él no pudiera negar aunque quisiera» (ibid.).

Pero el autoconocimiento no es algo estático que reviste una forma única y permanente. Es, al contrario, algo cambiante, proteico, que requiere una revisión y ajuste continuos de nuestro ser total, puesto que vivir es la cadena ilógica de nuestros devenires. Sancho lo explica así en uno de sus momentos más reflexivos y filosóficos: «Como ya pasó, no es, y sólo es lo que vemos presente» (II, cap. V). El peligro que corre el ser humano es de seguir con la vista clavada en lo que ya pasó, haciendo caso omiso de la renovación ininterrumpida que labra el presente. En el instante mismo en que el individuo deja de clavar su vista en la realidad actual, lo que observa no es más la vida sino una abstracción, no se entiende ya con la circunstancia vital, sino con su concepto.

Este peligro, que en Cervantes adquiere las proporciones casi de un pecado, se ve ilustrado profusamente en su obra. El ejemplo más obvio lo constituye el caso del Curioso impertinente. El gran crimen de Anselmo es el haber hecho una abstracción de la vida; la ha ignorado, o mejor dicho, la ha desnudado de todos sus aspectos problemáticos, y encara la cuestión vital de la honra de su mujer, Camila, como si fuese un acertijo de índole matemática. Anselmo se niega a aceptar la existencia de incógnitas en la vida, incógnitas que se resolverán, en la vida, de acuerdo con las circunstancias que las rodeen. Actúa, en cambio, llevado de un apriorismo de aplicación perfectamente legítima en la ciencia, pero de una inadecuación dramática en lo concerniente a la vida.

Despojada ésta de toda su problemática, convertida en un rótulo más de frasco de laboratorio, Anselmo se halla dispuesto a entregarse a su experimento trágicamente ingenuo. El instrumento utilizado en su indagación es la experiencia, única forma del conocimiento aceptada por él, lo que hubiera bastado de por sí para garantir los catastróficos resultados, como ya queda explicado (supra). El problema en su forma abstracta, tal como lo ve la mente empírica de Anselmo, se reduce a estos términos: si Camila es tan honesta como lo parece, la experiencia refrendará las apariencias.36 Para su desgracia, Camila es muy de carne y hueso, y ante la encrucijada vital que le plantea su incauto marido su reacción será dictada, no por el cálculo de probabilidades, sino por la imprevisible autonomía de la mente humana. Para colmo de males, Lotario, el encargado del experimento, rehúsa ser encasillado por el frío apriorismo de Anselmo, con lo que se hace inevitable el adulterio final.

El rehusar aceptar la problemática de la vida y, al contrario de esto, el refugiarse en la abstracción, forman la base del mortal error de Anselmo. Parece como si él mismo lo hubiera entendido así, pues en su último escrito, que la muerte no le dejó terminar, dice: «No estaba ella obligada a hacer milagros» (I, cap. XXXV). El milagro sería esperar que un individuo actúe en forma extrahumana como abstracción abúlica e insensible al margen de la vida.37

Catástrofe similar a la de Anselmo sufre el Carrizales de El celoso extremeño. Pero aquí el problema está presentado en forma aún más aguda. Para Carrizales la experiencia es algo demasiado humano, que lo llevaría peligrosamente cerca de las corrientes vitales. La evita, pues, cuidadosamente, dado que experimentar equivaldría, en cierta medida, a entremezclarse con la vida, lo que el protagonista quiere evitar a todo trance. A él no le basta con abstraer, sino que opera una disección total de la vida, apartando de sí, con meticulosidad, aquellos elementos capaces de infundir sospechas a su naturaleza celosa. Empieza por fabricarse un islote en plena ciudad, que lo separa completamente de ella:

Compró [una casa] en doce mil ducados en un barrio principal de la ciudad, que tenía agua de pie y jardín con muchos naranjos. Cerró todas las ventanas que miraban a la calle y dioles vista al cielo, y lo mismo hizo de todas las otras de casa; en el portal de la calle, que en Sevilla llaman casa-puerta, hizo una caballeriza para una mula, y encima della un pajar y apartamiento, donde estuviese el que había de curar della, que fue un negro viejo y eunuco; levantó las paredes de las azoteas de tal manera, que el que entraba en la casa había de mirar al cielo por línea recta, sin que pudiese ver otra cosa; hizo torno que de la casapuerta respondía al patio [...] compró, asimismo, cuatro esclavas blancas y herrolas en el rostro, y otras dos negras bozales [...] Dígame ahora el que se tuviere por más discreto y recatado ¿qué más prevenciones para su seguridad podía haber hecho el anciano Felipe, pues aún no consintió que dentro de su casa hubiese algún animal que fuese varón?


(Pp. 173b-174a).                


El tenaz empeño de Carrizales lo lleva a convertir su casa en un foco de anti-vida, ya que sus moradores o son la negación de lo vital (eunuco, esclavas), o representan sólo un aspecto parcial de la totalidad de la vida (animales únicamente del sexo femenino). La abstracción ha resultado perfecta. Felipe de Carrizales puede descansar en la creencia de que sus celosos esfuerzos son garantía suficiente de que las corrientes vitales pasarán de largo por su zaguán sin llegar a introducirse al interior de la casa, donde él podrá cómodamente representar su hueca parodia de la vida. Pero ésta no admite desviaciones abstractas.

Estas encarnaciones de la no-vida, sobre las que Carrizales construye su castillo de naipes, reaccionan de manera imprevisible para él, pero comprensible para nosotros, al verse puestas en contacto con las fuerzas elementales. En el negro eunuco hay todavía la suficiente vitalidad para deleitarse en la música, y a la dueña -la única que había gozado de una semblanza de vida- le queda la curiosidad vital necesaria para tratar de averiguar lo que sucede al otro lado de esas imponentes paredes. Al estructurar su teoría del vivir el vejete Carrizales no había contado con estos resquicios, que actúan como verdaderas minas de su castillo. Por ellos, precisamente, se desliza Loaysa, quien encarna la marejada vital que anega finalmente ese pobre islote del no-vivir y a su dueño. El teorizador cae así víctima nuevamente de sus propias abstracciones.

El mismo conflicto central que anima El celoso extremeño se nos presenta en más apretado conjunto en el entremés de El viejo celoso. Las relaciones entre ambas son íntimas, al extremo que el protagonista se llama aquí Cañizares, con claro eco del Carrizales anterior. El ambiente en que se desarrollará la acción también recrea casi punto por punto el de la casa de Carrizales.38 El pecado de Cañizares es el mismo de su alter ego novelístico: en ambos casos se trata de arrancarle a la vida todas aquellas características en desacuerdo con estas mentalidades celosas. Pero en el entremés las notas están dadas en tono menor, de abierta farsa, al punto que se evita ahora el desenlace trágico. Los personajes han descendido unas gradas de su original nivel novelístico y actúan en un mundo de motivaciones sencillas -simplificaciones que en parte se pueden atribuir al diverso género literario que las presenta-. Los complejos volitivos que provocan nuestras acciones se desnudan aquí y aparecen con la simplicidad de objetivo propia de la caricatura. Porque Cañizares es eso, el contorno lineal, un poco deformado, de Carrizales. El problema vital, sin embargo, se mantiene intacto y es el mismo que da forma sustancial al Celoso extremeño y al Curioso impertinente.39 Hay en el entremés unas palabras de doña Lorenza, esposa de Cañizares, que evidencian la íntima relación ideológica que existe entre todas estas obras. Ella se ve sometida a un sistemático asedio dialéctico por parte de su sobrina, que la quiere convencer que pruebe el adulterio. La situación es la misma, aunque de signo opuesto, a la de Camila en el Curioso, donde se trata de la honra en la mujer y no de la deshonra. En esta ocasión dice doña Lorenza: «Estas cosas, o yo sé poco, o sé que todo el daño está en probarlas» (IV, p. 154). Justamente lo que la inteligencia ofuscada del curioso impertinente se rehúsa a aceptar, atrayendo sobre sí la destrucción final. Con estas palabras de doña Lorenza queda cerrado el perfecto círculo ideológico que se trazó en diez años de continuo y tenaz avalorar, repensar y recrear el mismo problema, los diez años que van de la publicación del Curioso impertinente en el Quijote de 1605, a la del Viejo celoso en las Ocho comedias y ocho entremesesde 1615.

Un mundo irreal con algunas características semejantes ocurre en el segundo Quijote (cap. LVIII). Aquí un grupo de gente acomodada se ha reunido en un bosque con el fin exclusivo de deleitarse reviviendo momentáneamente la vida arcádica. Ellos tienen plena conciencia de la artificialidad de este mundo facticio, que esto es representación y no vida.40 Pero en el medio del tablado irrumpe don Quijote, quien ignora las diferencias que van de literatura a vida, al punto que para él son términos intercambiables. El mundo pastoril queda aceptado por el hidalgo en sus propios términos, sin tasas ni modificaciones, ya que no se detiene a considerar que esto es una abstracción irreal y artificial, cerrada herméticamente a la vida.41 La crisis, inevitable en tales circunstancias en la obra cervantina, se origina cuando don Quijote pretende sustentar la validez real de este mundo teórico, de existencia sólo literaria. Firme en su empeño, el hidalgo manchego se ve brutalmente pisoteado por un rebaño de toros, que encarnan una de las manifestaciones más ciegas y primigenias del vivir.

Otro aspecto del conflicto entre vida y abstracción intelectual aparece en El licenciado Vidriera. El problema no es aquí producto de las lucubraciones de un gentilhombre florentino, como Anselmo, o de un decrépito indiano, como Carrizales, sino que centra y moldea la vida de todo un intelectual. La crisis se desarrolla en tres etapas sucesivas, que en el transcurso de la novela se simbolizan por los tres nombres adoptados por el protagonista: Tomás Rodaja, el licenciado Vidriera y Tomás Rueda.

Esta revolución onomástica halla su paralelo en el Quijote, aunque en éste las proporciones son aún mayores.42 Al héroe del Quijote se lo identifica por la siguiente sucesión de nombres, dejando de lado las conjeturas del comienzo del libro: Alonso Quejana, Quijana, don Quijote de la Mancha, el Caballero de la Triste Figura, el Caballero de los Leones y, finalmente, Alonso Quijano el Bueno. Los diversos avatares de su vivir quedan claramente rotulados por esta polionomasia. Cada nuevo nombre reproduce en cierta medida, el sacramento del bautismo. A la consecución de una nueva personalidad, o de nuevos atributos de la vieja, corresponde el nuevo nombre que se confiere el héroe en auto-bautismo. El Caballero de los Leones es el antípoda de Alonso Quijano el Bueno, y entre ambos nombres media el abismo que representa la reconciliación final con la vida tal cual es, como preparación para la muerte. Asimismo, el doble nombre Saulo de Tarso-San Pablo implica un total y dramático cambio de frente vital que corresponde, salvadas las diferencias, a las diversas personalidades simbolizadas en la triada Tomás Rodaja-el licenciado Vidriera-Tomás Rueda.

Ese período de la vida del protagonista de la novela ejemplar caracterizado por el nombre Tomás Rodaja, se centra alrededor de la adquisición de saber intelectual. Este proceso educativo se nos presenta como el fruto de dos diversas actividades: por un lado, el empirismo de sus viajes por Italia y Flandes,43 por el otro, el intelectualismo de los cursos seguidos en la Universidad de Salamanca. Terminada su educación, Tomás Rodaja está pronto a afrontar el mundo, pero le ocurre una catástrofe torcedora de sus intenciones. Una mujer se enamora de él y, ante la falta de correspondencia, le da a comer una fruta emponzoñada que le hace perder el juicio. En su locura se cree hecho de vidrio, de ahí el segundo de sus nombres: el licenciado Vidriera.44 De su antiguo ser lo único que permanece es su saber acumulado. Es este, precisamente, el instrumento que utiliza en la segunda etapa de su vivir para desnudar al mundo circunstancial de sus apariencias, presentándolo en toda su sórdida realidad. Ante su incisiva mirada las más diversas clases sociales se ven despojadas de las caretas asumidas para adquirir visos de responsabilidad. Pero, y aquí la sangrienta ironía, su propia realidad sufriente es un misterio que el licenciado Vidriera no puede descifrar, puesto que se halla carente de autoconocimiento.

La caritativa intervención de «un religioso de la Orden de San Jerónimo» hace que el pobre loco recupere el juicio. Cambio de personalidad, cambio de nombre: ahora se llamará Tomás Rueda. El agonizante momento de revelación, cuando por fin identifica su yo consciente, se cifra en las solemnes palabras que le dirige al grupo de burlones: «Señores, yo soy el licenciado Vidriera, pero no el que solía: soy ahora el licenciado Rueda. Sucesos y desgracias que acontecen en el mundo por permisión del cielo me quitaron el juicio, y las misericordias de Dios me lo han devuelto» (p. 165b). Trata de vivir con su saber a cuestas y hace públicas sus credenciales de intelectual: «Yo soy graduado en Leyes por Salamanca» (p. 165b), le anuncia a los circunstantes. Pero este saber, sobre el que había fundamentado firmemente su vida mientras permanecía ignorante de su verdadero ser, se ha convertido ahora en algo hueco y vacío, todo vanidad, y le obstaculiza el camino hacia la realización de su propia esencia. «Perdía mucho y no ganaba cosa, y viéndose morir de hambre, determinó de dejar la corte y volverse a Flandes, donde pensaba valerse de las fuerzas de su brazo, pues no se podía valer de las de su ingenio» (p. 166b).

El saber acumulado, considerado en sí mismo, con o sin los oropeles de licenciaturas salmantinas, no ofrece la base suficiente para estructurar sobre él toda una vida. El licenciado Vidriera no había sido más que un espectador en el teatro de la vida y Cervantes tiene pocas simpatías por este tipo de vivir inactivo, abúlico, en que las acciones se reflejan sobre el hombre, en vez de marcarlas éste fuertemente con el sello de su personalidad.45 Entre la vida y su propio ser el licenciado Vidriera ha interpuesto todo el volumen de su educación, lo que, si bien le concede la perspectiva necesaria para el ejercicio de la crítica, le impide inexorablemente el actuar efectivo. Pero el recién adquirido conocimiento le permitirá a Tomás Rueda despojarse del manteo del intelectual, y su vivir pasivo, y arrojarse en lo más profundo de las más violentas corrientes de la vida. Al estatismo de su filosofar le sucede ahora la dinámica de la soldadesca, lo que sería la verdadera novela de la vida de Tomás Rueda, no del licenciado Vidriera, y que Cervantes no escribe. Al llegar a Flandes Tomás Rueda se pierde en la masa anónima de los tercios españoles. Pero es justamente en este torbellino de vidas y muertes que Rueda halla su identificación final y definitiva. Muere allí «dejando fama en su muerte de prudente y valentísimo soldado», según rezan las palabras finales de la novela.

Está visto, pues, que los tres nombres son tres divisorias que representan tres etapas en las fortunas del protagonista, y simbólicamente el hombre del Renacimiento las hubiese cifrado en tres vueltas de la rueda de la diosa Fortuna, o sea en tres vueltas de la Rueda que lleva como nombre el protagonista. Además, estos tres nombres corresponden a tres períodos vitales radicalmente distintos: el formativo, el crítico y el activo. El período formativo se centra en los años de universidad en Salamanca y en los viajes; es bien propio que en este período Rodaja sea un estudiante. En su período crítico el protagonista se convierte en un espectador de la vida, en sentido orteguiano, lo que casa bien con su condición de crítico, o sea, el hombre que considera la vida como espectáculo. En el período activo el protagonista es, como debe ser, un soldado o un agonista, para decirlo con Unamuno. Pero el delicado y equilibrado juego de correspondencias no para aquí: el período formativo-estudiantil lleva el sello del nombre Tomás Rodaja, o sea del diminutivo de Rueda, ya que el estudiante es la forma diminutiva del hombre que será. En el período de crítico-espectador el protagonista se llama el Licenciado Vidriera. El grado universitario con que se denomina sirve para reforzar la autoridad de su crítica, mientras que el nombre Vidriera subraya la cualidad sustancial de toda buena crítica: nos deja ver a través de las apariencias de las cosas para poder llegar a lo esencial. Además, ese nombre, el Licenciado Vidriera, es un apodo, un alias (o sea, etimológicamente, un otro), algo que no es de él mismo, pero recuérdese que en ese período de su vida el protagonista vive en-ajenado, no es él mismo, en una palabra, está loco. Y por último, el período activo-agonista, cuando el protagonista ha recuperado el juicio y ha llegado a la identificación plena de sí mismo y de su destino, ese es el momento cuando el personaje asume el nombre Tomás Rueda, o sea la forma llena y positiva de aquel Rodaja, diminutivo de su niñez. Con la plenitud del hombre y del nombre se acaba la historia del Licenciado Vidriera.46




III

Hasta aquí el tema de estas páginas ha sido el de la verdad accesible al entendimiento humano por el discurso lógico. El evidente relativismo de esta verdad está muy en consonancia con la endeblez y variabilidad de los esfuerzos de la naturaleza humana. Sin embargo, los personajes cervantinos, en lo que se refiere a lo cognoscible, se preocupan solamente por el hic et nunc, como ellos mismos bien lo saben. En La casa de los celos, por ejemplo, Reinaldos de Montalbán se ve recriminado por Malgesí debido a unas malsonantes razones que ha proferido y que se podrían entender en desmedro de la fe. Reinaldos se excusa diciendo: «Nunca las pasa [las razones] mi intención del techo» (I, p. 134).47 Este techo aislador convierte al mundo en inmanente, y es con esta salvaguardia que los personajes discuten y se afanan en hallar la verdad tras las apariencias. El uso anterior de la autoridad como forma del conocimiento también cae dentro de esta categoría, ya que estas autoridades pertenecen al más acá humano.

Pero hay otra verdad, aquella trascendental y absoluta de la fe religiosa, que por siete largos siglos había dirigido y aunado los esfuerzos del pueblo español. En la época de Cervantes este vivir fideicéntrico había sido solemnemente reafirmado y apuntalado por la Reforma Católica, y los edictos del Concilio de Trento se habían convertido en leyes del reino en España. A este aspecto de la verdad, como fruto de la fe y del dogma, Cervantes dedicó su último libro, el más olvidado y menos entendido de todos: Los trabajos de Persiles y Sigismunda. Historia septentrional.48

Cervantes, que en repetidas ocasiones demostró su idoneidad como crítico literario, tenía en la más alta estima a este hijo póstumo. Ya en el prólogo a las Novelas ejemplares decía que el Persiles «se atreve a competir con Heliodoro». Con Heliodoro, nada menos, el modelo indiscutido de este género de las novelas, aureolado por la respetabilidad inmarcesible de la antigüedad clásica. Poco más tarde, en la dedicatoria del segundo Quijote, Cervantes reitera su juicio valorativo, dándole mayor amplitud y afirmándolo con toda la arrogancia de la fe en sí mismo, la fe del escritor supremamente seguro de sus objetivos, materiales y técnica:

Con esto me despido ofreciendo a Vuestra Excelencia los Trabajos de Persiles y Sigismunda, libro a quien daré fin dentro de cuatro meses, Deo volente; el cual ha de ser o el más malo o el mejor que en nuestra lengua se haya compuesto, quiero decir de los de entretenimiento; y digo que me arrepiento de haber dicho el más malo, porque, según la opinión de mis amigos, ha de llegar al estremo de bondad posible.


Esta valoración hiperbólica, vale la pena repetirlo, se halla en los preliminares de lo que nosotros consideramos su obra maestra.

Pero al leer el Persiles teniendo ante nuestros ojos el juicio anterior, nos sorprende hallar que estructuralmente -y también temáticamente si nuestra lectura es superficial- el libro es un rifacimiento de las novelas bizantinas, género que en 1617 estaba en franca decadencia.49 Vistas todas estas circunstancias, ¿qué tiene el Persiles que le confiere preeminencia artística sobre el Quijote en la escala de valores de su autor? La mayoría de los críticos ha preferido no abordar el problema, y si se han visto obligados a hacerlo salen del paso con algunas generalidades poco convincentes. La de mayor acogida es la que ve en el Persiles un verdadero tour de force, por el arte con que se reelaboran y representan situaciones y complicaciones de larguísima tradición literaria. A esto se agregan, en la mayoría de los casos, los primores estilísticos. No es este el lugar para hacer un estudio del Persilesdesde estos puntos de vista. Mas el cifrar la explicación de la novela en estos aspectos me parece altamente inadecuado, en especial dadas las cualidades de su autor. Lo que intento a continuación es interpretar la incógnita de la obra desde el punto de mira ideológico.

La novela comienza en el mundo semifantástico de la Europa septentrional, entre los bárbaros. Aquí comienza la peregrinación hacia Roma de la pareja de enamorados Persiles y Sigismunda. Los protagonistas, sin embargo, se escudan a lo largo de casi todo el libro bajo sus nombres fingidos de Periandro y Auristela. El cambio onomástico ocurre en el último libro, una vez que han llegado a Roma y han sido suficientemente catequizados en la fe católica.50 La referencia al sacramento bautismal es transparente aquí. Solamente después de la catequesis, cuando han dejado de ser neófitos, pueden los protagonistas asumir sus nombres permanentes con los que vivirán en el seno de la Iglesia: Persiles y Sigismunda.

Roma, la meta de la peregrinación, aparece aquí en toda la fuerza de su valor tradicional de urbs y orbis, pero sin connotaciones políticas, pues ambos términos están cargados de valor espiritual: la ciudad papal, y el símbolo universal de la fe católica. Como dice el propio Cervantes en el Persiles: «Roma es el cielo de la tierra» (II, cap. VII). El viaje a Roma es, sin embargo, sumamente accidentado, porque en principio, y según dice Antonio Vilanova, en su hermoso estudio sobre el Persiles, este viaje «es a la vez una peregrinación amorosa, una peregrinación piadosa a la ciudad de Roma, y una imagen de la vida humana, trabajosa peregrinación sobre la tierra».51 Las peripecias azotan a los personajes y los llevan a la deriva a la isla Bárbara, a Golandia, la isla Nevada, el reino de Policarpo, la isla de las Ermitas, Portugal, España, Francia y, por último, Italia. Esta frondosa geografía se complica aún más con las amplias referencias que se incluyen a Tule, Noruega, Inglaterra, Polonia, etc. Como consecuencia de este continuo abordar a diversos países las alusiones lingüísticas adquieren una polifónica confusión digna de la torre de Babel. Así, pues, la geografía del Persiles abraza en amplísimo ademán lo fantástico y desconocido (Tule, Golandia) y el mundo circunstancial y cotidiano de la Europa meridional. Lo mismo se puede decir de los idiomas, que recorren la gama de un mítico «bárbaro» al normal y diario español o portugués, pasando, entre otros, por el inglés, polaco y noruego.

De la mano con la riqueza geográfica y lingüística va la profusión de referencias a dos ideas recurrentes: la omnipresencia de la muerte y la de la religión católica. Un hojear rápido del Persiles deja un saldo de muertes extraordinario. Para mencionar algunas, nada más, allí mueren Cloelia, Manuel de Sousa Coutiño, Taurisa y sus dos enamorados, Rosamunda, Clodio, Cenotia, don Diego de Parraces, el conde marido de Constanza, el conde Domicio, el robador de Feliz Flora, el viejo Castrucho, Ortel Banedre, Pirro y Maximino, sin contar las numerosas muertes de personajes anónimos, o las hecatombes generales, como la de la isla Bárbara. La fe católica tiene solemnísima entrada con el Credo que recita la mujer del español Antonio:

Creo en la Santísima Trinidad, Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo, tres personas distintas, y que todas tres son un solo Dios verdadero, y aunque es Dios el Padre, Dios el Hijo y Dios el Espíritu Santo, no son tres dioses distintos y apartados, sino un solo Dios verdadero. Finalmente, creo todo lo que tiene y cree la Santa Iglesia Católica Romana, regida por el Espíritu Santo y gobernada por el Sumo Pontífice, vicario y visorrey de Dios en la tierra, sucesor legítimo de San Pedro, su primer pastor después de Jesucristo, primero y universal pastor de su esposa la Iglesia.


(I, cap. VI).                


Después de esto las referencias a la fe católica corren ininterrumpidas, hasta rematar en ese otro solemne acorde final que es la lista de las enseñanzas religiosas de Sigismunda (IV, cap. V). La novela queda perfectamente enmarcada entre estas dos profesiones de fe religiosa.

La muerte es el fin inevitable de todo lo que sea vida, y no presta atención alguna a las diferencias de nacionalidad o idioma. Pallida mors aequo pulsat pede pauperum tabernas regumque turres. Y con no menos seguro pie la fe católica viajará por las cuatro partidas del mundo, penetrando en los últimos rincones del universo humano, ya sean conocidos o desconocidos, ya sea Tule o Roma. Y el Verbo derribará todas las barreras lingüísticas, así sean bárbaras o romances. Porque hay una sola Verdad, absoluta y eterna. O en las palabras de uno de los personajes más peregrinos del Persiles, el polaco Ortel Banedre: «La verdad ha de tener siempre su asiento, aunque sea en sí misma» (III, cap. VI), palabras que adquieren toda su luminosa trascendencia al ser compulsadas con la siguiente afirmación dogmática de don Quijote: «Donde está la verdad, está Dios, en cuanto a verdad» (II, cap. III).

El denominador común de estos diversos aspectos novelísticos es su universalidad. Universales en intención, ya que no de hecho, son la geografía y los idiomas del Persiles. La muerte y la religión católica son universales por definición. Aquí yace, a mi entender, el verdadero significado del Persiles. La novela es la universalización de la experiencia humana, proyectada no contra el telón de fondo de lo temporal, sino de lo eterno; no lo relativo, pero lo absoluto; no lo particular, sino lo universal. El Quijote bordea las sinuosas costas de lo relativo humano, mientras que el Persiles hace vela audazmente hacia lo desconocido literario, puesto que fundamenta su materia novelística en aspectos de la totalidad de nuestro ser no tratados aún en la historia de la ficción hispánica.52 El Persiles será la aventura del propio Cervantes, pues, habiendo cortado las amarras que lo atan al relativismo humano, hace rumbo hacia los inexplorados mares del Universal Absoluto. En sustancia, el Quijote había agotado el relativismo como móvil artístico, y había recorrido toda la gama de aventuras en tierra, debajo de tierra (Cueva de Montesinos, Sancho en la sima), y sobre la tierra (Clavileño). En parte por eso, el Persiles se encarará con lo Absoluto como materia novelística, y se lanzará al mar para engarzar aventuras marítimas.53 Cualquiera otra opción hubiera sido repetir, en cierta medida, el Quijote, con su cortejo de perspectivismos y verdades relativas. Pero todo esto ha quedado atrás, y hay ahora un imperativo de certezas y verdades absolutas. Por eso el Persiles.

Pero universalizar implica, al mismo tiempo, abstraer, o sea, purificar un objeto de todas sus gangas, al punto que se lo pueda elevar y consagrar como el símbolo permanente y válido de todos sus semejantes. La universalización y la abstracción son dos aspectos del mismo quehacer intelectual. Conviene aclarar, sin embargo, que este tipo de abstracción es totalmente distinto al del Celoso extremeño, por ejemplo. Las abstracciones del Persiles están construidas con toda firmeza sobre los inconmovibles cimientos del dogma católico, mientras que las de Carrizales se bambolean y derrumban en los tremedales del relativismo de nuestras vidas. A esta intención universalizadora del autor, que implica, por lo tanto, una abstracción, obedece el acartonamiento de los personajes. En contraposición con los del Quijote, casi todos son aquí unidimensionales. No son cuerpos opacos de carne y hueso, sino transparentes símbolos de validez universal: Persiles y Sigismunda son los amantes perfectos, Rosamunda es la lascivia, Clodio, la maledicencia, etc. (infra).

Dentro de este marco universal-absoluto del Persiles creo que hay que buscar el sentido de los abundantes milagros de la novela. Con frecuencia se habla en la obra de hechos extraordinarios que se denominan milagros, e inmediatamente después el autor se fatiga en enseñarnos los resortes perfectamente racionales que produjeron tal hecho.54 El verdadero milagro es aquel que no es susceptible de aprehensión a través del conocimiento lógico, que mora en las mismas regiones que la Verdad Absoluta, o, como dice el propio Cervantes en el Persiles: «Los milagros suceden fuera del orden de naturaleza, y los misterios son aquellos que parecen milagros y no lo son, sino casos que acontecen raras veces» (II, cap. XII). En sentido estricto, pues, y como se encarga de aclararnos el autor, lo que tiene lugar en la novela son misterios, que sí están al alcance de nuestros raciocinios. La denominación milagros, impropia como se ve, hace, sin embargo, que nuestros espíritus se tensen en preparación al vuelo trascendente que requiere el reconocimiento de un verdadero milagro. Pero el desmonte lógico de lo seudomilagroso nos trae nuevamente al mundo racional, a tierra, como flecha disparada al cielo. Este movimiento de sístole y diástole de nuestro espíritu produce una delimitación cuidadosa entre la verdad absoluta del milagro y la verdad racional del misterio, pero este deslinde sirve también para demostrar la proximidad de ambas esferas. Nuestro espíritu, debidamente preparado, podrá recorrer el trayecto que las separa, así como lo hacen Persiles y Sigismunda. La profusión de supuestos milagros, con la consecuente distensión y contracción de nuestro espíritu, es como la ascesis previa necesaria para la intelección de la Verdad Absoluta.55

El retratar la Verdad Absoluta en esta novela implica el uso de formas artísticamente finitas, acabadas de tal manera que no dejen resquicio por donde el menor detalle escape a la dirección trascendente impuesta por el tono general. Podríamos hablar, en la terminología de Wölfflin, de «formas abiertas» y «formas cerradas». Las formas abiertas, características de un amplio sector de las literaturas hispánicas, fueron usadas con gran frecuencia por Cervantes. Así en El coloquio de los perros,56 en Rinconete y Cortadillo,57 o en el primer Quijote con su cita final de Ariosto: Forse altri canterà con miglior plettro. Es El celoso extremeño, a mi ver, la obra que nos ofrece, el mejor ejemplo de la práctica de las formas abiertas en Cervantes. En la versión del manuscrito de Porras de la Camara, el desenlace de la vida de Loaysa se nos indica en estos términos: «Él, desesperado y corrido, dicen que se fue a una famosa jornada que entonces contra infieles España hacía, donde se tuvo por nueva cierta que le mató un arcabuz que le reventó en las manos». En la versión corregida para la imprenta se lee: «Él, despechado y corrido, se pasó a las Indias». En el manuscrito la novela queda perfectamente cerrada: Carrizales, muerto; su mujer, en un convento, y Loaysa, asimismo muerto. No hay posibilidad alguna de continuación. Al ser revisado para la imprenta, el texto sufre un cambio de capital importancia. Loaysa no sólo no muere, sino que es despachado a las Indias. Como un segundo Carrizales va al Nuevo Mundo para olvidar los reveses de fortuna sufridos en la madre patria. Y, la vida siendo lo que es, Loaysa bien podría haber vuelto a España, como Carrizales, cargado de oro y de años, abocado a las mismas posibilidades vitales que su víctima, con lo que las posibles proyecciones de la novela, permisibles por su forma abierta, han dado un círculo completo.

En sustancia, pues, lo que ha hecho Cervantes en la versión impresa del Celoso extremeño es darnos dos momentos de la vida de un mismo personaje que se desdobla e identifica por dos nombres distintos: el senil y declinante llamado Carrizales, y el juvenil y donjuanesco rubricado Loaysa. Loaysa es el germen de Carrizales, así como éste encarna el agosto de aquél. Comparemos, al respecto, el principio y el final de la novela: « [Carrizales] vino a parar a la gran ciudad de Sevilla, donde halló ocasión muy bastante para acabar de consumir lo poco que le quedaba. Viéndose, pues, tan falto de dineros, y aun no con muchos amigos, se acogió al remedio a que otros muchos perdidos en aquella ciudad se acogen, que es el pasarse a las Indias, refugio y amparo de los desesperados de España». Y el final de la novela dice así: «Él [Loaysa], despechado y casi corrido se pasó a las Indias». La forma abierta de la novela impresa ha desembocado en una construcción cíclica, que Cervantes seguramente aprendió en el Lazarillo, según se podrá ver más adelante (cap. VI: «Tres comienzos de novela [Cervantes y la tradición literaria. Segunda perspectiva]»). Aunque me apresuro a agregar que hay dos diferencias esenciales entre ambas obras: una es la ausencia de determinismo en El celoso extremeño, y la otra es la presencia en la novela ejemplar, evidenciada en el párrafo final, de un autor que se coloca al margen del movimiento cíclico de sus personajes para mejor dar testimonio de él.58 Y esta construcción cíclica sirve en El celoso extremeño para subrayar la estupenda ironía de que seductor y marido cornudo son los mismos en su proyección temporal: víctima y victimario se enlazan así en la misma voluta del tiempo, y demuestran, con claridad inalcanzada hasta entonces, cómo las posibilidades artísticas pueden pujar con las posibilidades vitales.

En el Persiles estas formas abiertas se evitan cuidadosamente, pues no se le pueden permitir al lector o al personaje ejercicios especulativos de la índole del que me acabo de entregar. Esto sería desviar la dirección única, trascendente, que tiene la novela. Por eso Cervantes va atando los cabos sueltos y convirtiéndolos en apretado haz, lo que se hace por medio de recapitulaciones parciales, por ejemplo, la del propio Persiles que comienza en II, cap. XI, o la de Arnaldo en IV, cap. VIII. Esto de por sí es insólito en Cervantes, pero debemos entender que es imprescindible para que todos los destellos novelísticos converjan en el Universo Absoluto.59 De ahí que el Persiles termine con la siguiente revista total de personajes, única en la obra cervantina:60

Feliz Flora determinó de casarse con Antonio el Bárbaro, por no atreverse a vivir entre los parientes del que había muerto Antonio. Croriano y Ruperta, acabada su romería, se volvieron a Francia, llevando bien que contar del suceso de la fingida Auristela. Bartolomé el Manchego y la castellana Luisa se fueron a Nápoles, donde se dice acabaron mal porque no vivieron bien. Persiles depositó a su hermano en San Pablo, recogió a todos sus criados, volvió a visitar los templos de Roma, acarició a Constanza, a quien Sigismunda dio la cruz de diamantes, y la acompañó hasta dejarla casada con el conde su cuñado; y habiendo besado los pies al Pontífice, sosegó su espíritu y cumplió su voto, y vivió en compañía de su esposo Persiles hasta que biznietos le alargaron los días, pues los vio en su larga y feliz posteridad.


Para terminar este esbozo del tema quiero mostrar cómo la universalización trascendente explica la imitación de un determinado género literario. El Persiles es, externa y superficialmente, una imitación de la novela bizantina. La textura novelística estará determinada, como en su modelo, por la peripecia. Pero la peripecia no es otra cosa que la abstracción de la experiencia humana. En ella el hombre deja de actuar con la totalidad de su ser, pues se ve privado del imprescindible apoyo de su volición. En otras palabras, el que actúa es el hombre hecha abstracción de su voluntad. Esto le impide dominar sus circunstancias, y son, precisamente, las circunstancias las que lo dirigen y llevan a la deriva. O sustituyendo términos: el hombre se encuentra desnudo ante la Providencia. Pero, al mismo tiempo, la peripecia, en siendo abstracción del actuar humano, está libre de las rémoras de lo temporal y particular, y, por lo tanto, es susceptible de ser elevada al rango de paradigma universal de un tipo de vivir abstracto. Por ello, Cervantes, el inventor único, imita conscientemente un género que ya había pasado su cenit. Pero en esta forma, y en el Persiles, Cervantes trasciende la verdad relativa y eleva la materia novelística al plano de lo absoluto. He aquí la razón por qué, para su autor, el Persiles es el mejor libro de entretenimiento escrito en lengua castellana.






ArribaAbajo II. Tres vidas del Persiles

(Cervantes y la verdad absoluta)


En el dilatado campo novelesco del Persiles todavía predominan las sombras sobre las luces. La diversidad de planos de la ficción, aún más extremados que en el Quijote, dificulta el ceñido ajuste de la lente crítica. He presentado ya mi interpretación del sentido ideológico último de esta novela, pero sin mayores particulares. Mi intención ahora es, justamente, analizar más de cerca ciertos episodios relacionados de la obra y observar su ajuste dentro del marco total, ampliando al mismo tiempo el enfoque para abarcar consideraciones de orden estético.

A tal efecto, el punto de partida será la historia del español Antonio, que se narra muy al principio de la novela (libro I, caps. V-VI). Persiles y Sigismunda están presos en la Isla Bárbara y ella está a punto de ser sacrificada, cuando, a raíz de una disputa entre los bárbaros, se origina un incendio que rápidamente amenaza asolar la isla. De manera fortuita los dos protagonistas se ven salvados de una muerte inminente merced a la buena ayuda del español Antonio y su familia. Aquí se produce un largo narrativo cuya culminación es la cristiana muerte de Cloelia. Este espacio de calma entre los botes novelísticos se dedica al recuento, en primera persona, de la vida del español Antonio. Luego de haber servido con distinción en los ejércitos del emperador Carlos V, Antonio nos dice:61

Volví a mi patria honrado y rico, con propósito de estarme en ella algunos días gozando de mis padres que aún vivían y de los amigos que me esperaban, pero ésta que llaman Fortuna, que yo no sé lo que se sea, envidiosa de mi sosiego, volviendo la rueda, que dicen que tiene, me derribó de su cumbre adonde yo pensé que estaba puesto, al profundo de la miseria en que me veo, tomando por instrumento para hacerlo a un caballero, hijo segundo de un titulado que junto a mi lugar el de su estado tenía. Éste, pues, vino a mi pueblo a ver unas fiestas. Estando en la plaza en una rueda o corro de hidalgos y caballeros, donde yo también hacía número, volviéndose a mí, con ademán arrogante y risueño, me dijo: «Bravo estáis, señor Antonio; mucho le ha aprovechado la plática de Flandes y de Italia, porque en verdad que está bizarro, y sepa el buen Antonio que yo le quiero mucho». Yo le respondí, porque yo soy aquel Antonio: «Beso a vuesa señoría las manos mil veces por la merced que me hace; en fin, vuesa señoría hace como quien es en honrar a sus compatriotas y servidores, pero con todo eso, quiero que vuesa señoría entienda que las galas yo me las llevé de mi tierra a Flandes, y con la buena crianza nací del vientre de mi madre, ansí que por esto ni merezco ser alabado ni vituperado, y con todo bueno o malo que yo sea, soy muy servidor de vuesa señoría, a quien suplico me honre como merecen mis buenos deseos». Un hidalgo que estaba a mi lado, grande amigo mío, me dijo, y no tan bajo que no lo pudo oír el caballero: «Mirad, amigo Antonio, cómo habláis, que al señor don Fulano no le llamamos acá señoría». A lo que respondió el caballero, antes que yo respondiese: «El buen Antonio habla bien, porque me trata al modo de Italia, donde en lugar de merced dicen señoría». «Bien sé, dije yo, los usos y las ceremonias de cualquiera buena crianza, y el llamar a vuesa señoría, señoría, no es al modo de Italia, sino porque entiendo, que el que me ha de llamar vos ha de ser señoría a modo de España; y yo por ser hijo de mis obras y de padres hidalgos, merezco el merced de cualquiera señoría, y quien otra cosa dijere (y esto echando mano a mi espada) está muy lejos de ser bien criado.» Y diciendo y haciendo, le di dos cuchilladas en la cabeza muy bien dadas, con que le turbé de manera que no supo lo que le había acontecido, ni hizo cosa en su desagravio que fuese de provecho, y yo sustenté la ofensa, estándome quedo con la espada desnuda. Pero pasándosele la turbación puso mano a su espada, y con gentil brío procuró vengar su injuria; mas yo no le dejé poner en efecto su honrada determinación, ni a él la sangre que le corría de la cabeza de una de las dos heridas.


(Libro I, cap. V).                


Con estas acciones principian las andanzas de Antonio, ya que se ve obligado a abandonar su hogar, y luego de diversas peripecias viene a dar a la Isla Bárbara.

Esta anécdota seminal de la biografía de Antonio está tomada del leidísimo Examen de ingenios del doctor Juan Huarte (Baeza, 1575), hecho que, muy de pasada, fue notado ya por otros estudiosos.62 Quiero insistir ahora en ello por dos motivos. Primero, ver de cerca cómo imita Cervantes. Segundo, buscar el sentido de la anécdota dentro del vivir novelístico de Antonio, con lo que quedamos lanzados dentro de la corriente del Persiles. A continuación, el texto del doctor Huarte:63

A propósito de esta doctrina, quiero contar aquí un coloquio que pasó entre un capitán muy honrado y un caballero que se preciaba mucho de su linaje, en el cual se verá en qué consiste la honra, y cómo ya todos saben de este nacimiento segundo. Estando, pues, este capitán en un corrillo de caballeros tratando de la anchura y libertad que tienen los soldados en Italia, en cierta pregunta que uno de ellos le hizo le llamó vos, atento que era natural de aquella tierra e hijo de unos padres de baja fortuna, y nacido en una aldea de pocos vecinos. El capitán, sentido de la palabra, respondió diciendo: «Señor, sepa vuestra señoría que los soldados que han gozado de la libertad de Italia no se pueden hallar bien en España, por las muchas leyes que hay contra los que echan mano a la espada». Los otros caballeros, viendo que le llamaba señoría, no pudieron sufrir la risa, de lo cual corrido el caballero, le dijo de esta manera: «Sepan vuestras mercedes que la señoría de Italia es en España merced, y como el señor capitán viene hecho al uso y costumbre de aquella tierra, llama señoría a quien ha de decir merced». A esto respondió el capitán diciendo: «No me tenga vuestra señoría por hombre tan necio que no me sabré acomodar al lenguaje de Italia estando en Italia, y al de España estando en España. Pero quien a mí me ha de llamar vos en España, por lo menos ha de ser señoría de España, y se me hará muy de mal». El caballero, medio atajado, le replicó diciendo: «¿Pues cómo, señor capitán, vos no sois natural de tal parte e hijo de Fulano? ¿Y con esto no sabéis quién yo soy y mis antepasados?» «Señor, dijo el capitán, bien sé que vuestra señoría es muy buen caballero, y que sus padres lo fueron también, pero yo y mi brazo derecho, a quien ahora reconozco por padre, somos mejor que vos y todo vuestro linaje». Este capitán aludió al segundo nacimiento que tienen los hombres en cuanto dijo: «Yo y mi brazo derecho, a quien ahora reconozco por padre», y tales obras podía haber hecho con su buena cabeza y espada que igualase el valor de su persona con la nobleza del caballero.


(Biblioteca de Autores Españoles, LXV, 480).                


Obsérvese el nítido marco de miniaturista que Huarte da a su anécdota. En su obra, el episodio tiene trascendencia parecida a la del exemplum medieval. Sus posibilidades artísticas se recortan y quedan limitadas a los efectos puramente ejemplificadores. La intención del autor (aquí y en las otras anécdotas del Examen) se confina a acercar al lector un punto de doctrina un poco abstruso, por medio de la inserción de un ejemplo adecuado y accesible a todos. El capitán y el caballero son simplemente títeres, y sus acciones, en consecuencia, no se precipitan hacia la inevitabilidad impuesta por las circunstancias, sino que se esfuman ante la veleidad del titiritero.64

Antes de continuar, conviene advertir que el propio Huarte seguramente tomó sus materiales, en este caso, de la cantera popular. Poco antes, Melchor de Santa Cruz de Dueñas, en su Floresta española (Toledo, 1574), había recogido el siguiente cuentecillo:65 «Vn estudiante, preciándose de muy priuado de vna señora, fuela a visitar con otro, y ella llamáuale vos, y él la llamó señoría. La señora, muy enojada, le preguntó por qué la llamaba señoría. Respondió el estudiante: Suba V. m. vn punto y abaxaré yo otro, y andará la música concertada». La difusión del cuentecillo queda atestiguada por el hecho que lo recoge Santa Cruz, cuya obra es un archivo de frases, dichos y chistes populares a mediados del siglo XVI. Me parece evidente, además, que el cuentecillo debía zumbarle en la memoria a Huarte, quien lo pormenoriza para encuadrarlo dentro de unas circunstancias apropiadas a su fin didáctico.

Pero retomemos el hilo de la exposición. Hemos visto a Huarte de San Juan admitir y conformar la anécdota en apoyo de su fin doctrinal. En el Persiles todo esto es muy distinto, puesto que Cervantes es, antes que nada, creador de vidas y no exégeta de doctrinas. El cuento adquiere la trascendencia que le confiere su repercusión en todo un ámbito vital, ya que centra el vivir entero de un personaje. Bien es cierto que la biografía de Antonio se puede entender, y así lo hace él mismo, como una ilustración del tópico de casus Fortunae, pero no es cuestión aquí de un arbitrario ejemplificar, sino de la vivencia inicial en una cadena que da realidad sustancial al personaje. Puestas las cosas en este plano, la anécdota se torna infragmentable y gravita, además, inevitablemente, hacia afuera de su marco original. Las penalidades, miserias y glorias del español Antonio tienen aquí su punto de origen. Y la «simpatía» del lector se ve requerida de continuo por la inmediatez del relato en primera persona. Al contrario del Examen no caben aquí posibilidades de alejamiento; cercanía e intimidad es lo que Cervantes requiere del lector, como también de sus personajes.66 El aprobar o desaprobar las cosas que se viven de cerca es secundario; lo importante es el grado de proximidad a esas mismas cosas. De ahí el cambio simple y contundente de la forma narrativa de la tercera a la primera persona.

Algo semejante ocurre con las circunstancias dentro del episodio. En el Examen de Huarte, éstas se ven enmarcadas rigurosamente por su calidad de anécdota ejemplificadora y se establece por ello una bien encajonada corriente en ambas direcciones entre el punto de doctrina y el ejemplo, entre la formulación genérica y su encarnación particular. La simplificación de nuestros complejos volitivos es característica esencial de la literatura ejemplar, ya que de este modo se facilita la inserción de lo particular humano en lo universal doctrinal. En el Persiles, desde luego, no hay formulación genérica como tal, solo la maraña de los acaeceres del vivir del español Antonio. Pero si escudriñamos un poco más el problema veremos que sí hay un punto de doctrina, sólo que éste no se nos presenta como teoría prefabricada y abstracta, sino que está revestido y apuntalado por la vida palpitante del español Antonio. Porque su vivir está orientado por el concepto del honor, de allí sus duelos y desgracias. Pero si lo que podríamos llamar el «punto de doctrina» se identifica con la vida de Antonio, no es por frío apriorismo, sino que es el resultado final del curso voluntarioso y determinado que éste le imprime a sus acciones. Sólo como consecuencia de esto podemos decir que la historia del español Antonio se identifica con el concepto del honor. Siguiendo la sinuosa senda del hacer y no-hacer humanos hemos llegado a las mismas conclusiones que en el Examen con su recta avenida doctrinal de ambos sentidos. Pero entre los dos resultados, tan semejantes, se interpone la fina alquitara de la reelaboración artística cervantina que destila novelísticamente todo un vivir humano.67

Antonio se nos revela, pues, como un español que vive abrazado al concepto del honor, y éste lo impele en determinadas direcciones, que se subrayan en la obra por el voluntarismo que acompaña sus acciones. Mas no es ésta la única vida que se nos revela en el primer libro del Persiles. Allí se relatan también, y por los propios interesados asimismo, las aventuras y desventuras del italiano Rutilio (caps. VIII-IX) y del portugués Manuel de Sousa Coutiño (cap. IX).

Rutilio es un maestro de baile, natural de Siena, que se enreda en amoríos con una de sus discípulas: «Entré a enseñarla los movimientos del cuerpo, pero movila los del alma, pues, como no discreta, como he dicho, rindió la suya a la mía, y la suerte, que de corriente larga traía encaminada mis desgracias, hizo que, para que los dos nos gozásemos, yo la sacase de en casa de su padre y la llevase a Roma» (cap. VIII). El primer eslabón en la cadena de las desgracias de Rutilio se forja así en la fragua de los deseos sensuales. La lascivia le hace dar el primer traspié y sigue azotando su vivir hasta dar con él en la Isla Bárbara.68

La narración que sigue de inmediato a la del italiano Rutilio es de carácter y sentido muy distintos. La vida toda del portugués Manuel de Sousa Coutiño se halla polarizada por el amor que siente por Leonora. Una larga y forzosa ausencia de Manuel hace que Leonora se vea abocada a la elección entre el amor humano y el amor divino: esperar el regreso de Manuel y casarse, o tomar el velo en un convento. Dos tipos de bodas enmarcan el futuro de Leonora, las humanas o las místicas. Ella se decide por las últimas, elección que Manuel acepta resignadamente con las palabras del Evangelio: Maria optimam partem elegit. Carente ahora del norte de su vivir, el amor humano, la vida del portugués se derrumba; sin sustancia animadora el vivir se acaba, lo que en el caso de Manuel ocurre en forma literal.69

En el primer libro del Persiles tenemos, pues, un tríptico de vidas, conceptos rectores de las mismas y de sus respectivas nacionalidades, que se puede expresar en las siguientes fórmulas: Antonio-español-honor; Rutilio-italiano-lascivia; Manuel-portugués-amor. Ideológicamente, Cervantes nos presenta en estos tres vivires el concepto quintaesenciado que un español del siglo XVI tenía de tales nacionalidades. Una virtud, una pasión o un vicio simbolizan y cifran el vivir nacional encarnado en cada uno de estos personajes. Las tres historias constituyen la perfecta demostración de tres enunciados distintos.70

Sobre estos trípticos comienza Cervantes a estructurar lo que en el ensayo anterior llamé la materia universal del Persiles. En progresión amplificadora se pasa del hombre a la nacionalidad, al sentimiento. Y sobre todo esto, que todavía se aprecia por el lector como concretamente humano, dos entelequias: Persiles y Sigismunda. La progresión de la novela es ésta, ya lo he dicho: de lo imperfecto a lo perfecto, de lo particular a lo universal. Se trata de un verdadero «camino de perfección» -lección íntima del Persiles- que tiene que desembocar forzosamente en Roma, dada la orientación del autor. Y los hitos camineros son estos trípticos en los que Cervantes va dando unidad a la variedad, antes de someter el todo a la unidad final y definitiva de la Verdad Absoluta.

Mas no conviene adelantar demasiado camino. Las tres historias ocurren en el primer momento del desarrollo de la novela, cuando la acción transcurre en los míticos mares y tierras del Septentrión europeo. Pero estas tres vidas novelescas brotan de gérmenes reales y circunstanciales, y el mundo físico que los rodea, como lo son Quintanar de la Orden, Siena o Lisboa (patrias respectivas de Antonio, Rutilio y Manuel), que identifican a los personajes en sus andanzas por los mares septentrionales. La escisión aparente entre el mundo mítico de la Isla Bárbara y el histórico de España, Italia o Portugal, se funde en una tercera realidad, que es el mundo mítico-real en que transcurren estas vidas y que tiene la validez artística que le confiere la autonomía del mundo novelístico todo del Persiles. Reflejos de la realidad vivida por Antonio, Manuel y Rutilio alcanzan a la Isla Bárbara y ésta se nos aproxima en su calidad de telón de fondo de las historias. Al mismo tiempo, estos personajes «reales» se mitifican en cierta medida debido a las circunstancias en que se hallan al narrar sus vidas. El mundo del Persiles crea así un doble e indisoluble nudo entre Mito e Historia, y cada uno de estos términos se recrea en el otro y cada uno de ellos adquiere validez merced al firme apoyo en su opuesto.

Las vidas de los tres personajes están incrustadas en el mundo del Mito y en el de la Historia y obvian en la práctica artística la antítesis teórica entre ambos términos. La narración de sus aventuras hace que el sol del Mediodía llegue a la Isla Bárbara y el Septentrión mítico se ilumina con los rayos de la Historia. Al mismo tiempo, cuando la acción de la novela nos transporta y enfrenta con la realidad física de Portugal, España o Italia, la sola mención de los nombres de estos personajes basta para que en lo real cotidiano se entrometa lo fabuloso de la Isla Bárbara, lo que se subraya en la acción de la novela con el cuadro que los peregrinos hacen pintar apenas llegan a Lisboa y llevan en adelante consigo, en el cual se reproducen sus aventuras anteriores en los mares septentrionales (libro III, cap. I). La llegada a la Europa meridional marca el momento de máxima actualidad histórica, pero los personajes -y, por ende, la novela toda- se miran alternativamente, mejor aún, simultáneamente, en la realidad de sus patrias y en la reproducción del mito septentrional. En esta forma ambos términos adquieren la congruencia previa necesaria a la armonización. Este supra-mundo artísticamente creado por Cervantes, en que se funden y armonizan lo mítico y lo circunstancial, se sostiene, en parte, por el apoyo que le ofrece el tríptico vital de Antonio, Rutilio y Manuel, y estas tres historias tienen, a su vez, total justificación artística dentro de la especial intención creadora del autor.

Cuando esta intención llega a cristalizar en la obra literaria lo hace a la vez en el plano ideológico y en el plano verbal. Este proceso representa la lenta búsqueda de expresión artística de un cierto contenido ideológico. Mas en la mayoría de los casos, y así ocurre en el Persiles, materia y forma son indisolubles, y la una moldea la otra, en acto simultáneo y recíproco. Al seguir el contorno de uno de estos elementos el crítico está trazando la silueta del otro.

El cómo y el por qué de la inserción de estas tres vidas afectará, por consiguiente, los aspectos más íntimos del Persiles. En el ensayo anterior interpreté la intención de Cervantes en esta obra como un esfuerzo determinado y consciente de retratar la Verdad Absoluta. Esto implica la universalización de la materia novelística, ya que la Verdad Absoluta tiene vigencia y halla expresión por todo el ámbito de lo creado. Y aquí entra también la presentación armonizada, para y por la intención artística, de Mito e Historia, dado que, desde su altura, el Universal-Absoluto los ilumina por igual. En esta perspectiva suprema los elementos antitéticos se resuelven en una síntesis orgánica. Si la intención del Persiles apunta hacia la Verdad Absoluta, su expresión artística armonizará por necesidad todas las antítesis. Así, pues, la multiplicidad anecdótica de estas tres vidas se resuelve en la generalización etopéyica, pero es esta misma multiplicidad la que franquea el paso entre Mito e Historia, términos que a su vez confluyen, junto con todo el material de acarreo, en la Roma literal y simbólica del final novelístico. Allí remata la creación de este supra-mundo, que si bien obedece y refleja un concepto ideológico rector, es indisociable de su expresión artística, ya que esta fecundísima simbiosis arraiga en el humus que le proporcionan, entre otras, las vidas de Antonio, Rutilio y Manuel.




ArribaAbajoIII. Grisóstomo y Marcela

(Cervantes y la verdad problemática)


Don Américo Castro, de quien deben partir todas las indagaciones cervantinas -y muchas más-, fue, según creo, el primero en interpretar la muerte del pastor-estudiante Grisóstomo como un caso de suicidio, aunque algunos comentaristas (Clemencín, Rodríguez Marín), ya habían registrado fielmente tal posibilidad. Hasta la fecha en que Castro puso la cuestión sobre el tapete parece ser que los lectores del Quijote, I, cap. XIV, habían creído que Grisóstomo murió de amores, de un corazón destrozado.71 La interpretación del egregio maestro, basada en una lectura ceñida al texto de la Canción desesperada del desastrado Grisóstomo, me invita a volver sobre el tema, pues creo que este episodio nos deja vislumbrar aspectos poco explorados de la mente cervantina, tan problemática siempre.

Cuando me aboqué al estudio de este episodio por primera vez hace unos años, me pareció que se obtenía la suficiente claridad exegética al ceñirse uno a la muerte de Grisóstomo en sí. Veo ahora que con esta restricción de enfoque me negué a mí mismo los aspectos de mayor enjundia de todo el episodio, dentro del cual la doble posibilidad antitética del fin de Grisóstomo (suicidio-muerte natural) adquiere cabal coherencia. Ahora, además, lo considero remate de una serie de eslabones fuertemente articulados entre sí más que materia aislable. Para captar la complejidad del episodio entero hay que empezar ab ovo Ledae, vale decir, con la irrupción de don Quijote en el mundo pastoril de los cabreros, quienes lo inician en la trágica historia de los amores de Grisóstomo y Marcela, que ocupa los capítulos XI a XIV.

Pero debo hacer una pausa más antes de entrar en materia, ya que entre mis páginas de entonces y mis páginas de ahora se interpone una exégesis ajena muy digna de tenerse en cuenta. Me refiero a la elocuente defensa de la interpretación tradicional de la muerte de Grisóstomo (murió de amores), que hizo Luis Rosales en su tan interesante libro Cervantes y la libertad.72 En buen método creo necesario exponer las ideas de Rosales al respecto antes que las mías, porque sus ideas, también surgidas al reactivo de la interpretación de Américo Castro (suicidio), expresan, y sustentan su polo opuesto (muerte natural). Así como ya he citado a Castro en defensa del suicidio de Grisóstomo, ahora haré la crítica de la defensa de Rosales de la tesis opuesta. Después pasaré a fundamentar mi firme y renovada creencia que la doble posibilidad antitética del fin de Grisóstomo (suicidio-muerte natural) es de perfecta coherencia artística dentro de la recta interpretación de todo el episodio (caps. XI-XIV).73

La interpretación de Rosales está provocada por la actitud polémica que él adopta. El esquema de sus raciocinios es, más o menos, el siguiente: a) desde la época del Pensamiento de Cervantes (1925) Américo Castro acusa al novelista de una heterodoxia embozada en hipocresía; b) al dictaminar que Grisóstomo se suicidó Castro refuerza su tesis de heterodoxia cervantina, pues tal muerte en el mundo post-tridentino es anticatólica; c) si Grisóstomo murió de amores, esto sería un grave socavón en la heterodoxia cervantina. Desde este punto de mira tanto la actitud de Castro como la de Rosales son de lamentar, pues el texto literario queda así irremisiblemente sujeto a una previa toma de posición ideológica. Para no meter a Cervantes en más banderías, pródigas de estrépito y avaras de luz, más vale acercarse a los textos con paso humilde pero a pecho limpio.

Puesto ya a demostrar su tesis, Rosales parte de un supuesto previo: «El ejemplar suicidio de Grisóstomo era sólo una imagen poética» (II, p. 491). Aquí, como a lo largo de toda su demostración, Rosales parece olvidar (o parece querer hacernos olvidar) que Grisóstomo se murió de veras, y que su misteriosa muerte había sido precedida por un poema suyo, la Canción desesperada, en el que anunciaba su inminente suicidio. O sea que la muerte metafórica de Grisóstomo sólo lo es para el crítico, pues al pastor-estudiante lo llevan a enterrar cuando se lee su debatido poema.

Dado que Américo Castro halló las alusiones al suicidio en los versos de la Canción, y dado que Rosales ve en tal suicidio una imagen poética, no es de sorprender que este último crítico enfoque todo su análisis en las estrofas del poema. Y nos brinda unas bellas y lúcidas páginas, entre ellas las que estudian la técnica poética de la metáfora continuada. Pero al llegar a esta coyuntura se me viene a los puntos de la pluma una expresión que le gusta prodigar a Rosales: una ficha, o una cita, no constituye un texto. O sea que todo desglose o cita corre riesgo propincuo de traicionar el pensamiento o la intención del autor citado al aislar esa ficha de su contexto verbal, situacional, ideológico, artístico e intencional. Verdad irrebatible para los que sudamos en estas lides. Ahora bien: la técnica analítica de Rosales cojea, precisamente, de ese pie, ya que la Canción desesperada, a pesar de su extensión, constituye una ficha o una cita en relación con todo el episodio de Grisóstomo y Marcela. Para la recta interpretación de la Canción desesperada, tal cual aparece en el Quijote, esa ficha debe ser reintegrada a su con-texto, para ser leída (coleída) dentro del marco de imprescindibles referencias que nos brinda todo el episodio, o sea la perspectiva de los capítulos XI a XIV.

El análisis de Rosales es de mérito superior en lo que se refiere a la Canción desesperada, mas no al episodio. O sea que la labor crítica de Rosales le viene pintiparada a aquella primitiva versión del poema que todavía se conserva arrinconada en un manuscrito poético anónimo y heterogéneo de la Biblioteca Colombina.74 Dicho análisis sería de certera maestría aplicado al poema en sí, en su forma aislada y absoluta, desligado de la circunstancia literaria en que se incrusta en el Quijote, que son los vivires en pugna y entrecruzados de cabreros y pastores, de Grisóstomo y Marcela, de don Quijote y Vivaldo.

Esto me lleva a oponer un nuevo y último reparo a la tesis de Rosales, o, por mejor decir, a su método crítico, ya que, según se verá, la tesis de la muerte natural y la tesis del suicidio se ensamblan, en mi interpretación, para darnos una de las más genuinas creaciones poéticas de Cervantes. De lo que se trata ahora es de que hay discrepancias notorias entre lo que dicen los versos de la Canción desesperada y lo que dice la prosa de los demás personajes del episodio, al punto que el propio Cervantes creyó oportuno y prudente salir al paso de tales desajustes y trató de explicarlos por boca de Ambrosio.75 Por su parte, Rosales también da su explicación de tal anomalía: «Las discrepancias entre el texto del Quijote y la canción tienen [...] causa legítima, conocidísima y viable» (II, página 495). Se trata de que el texto de la Canción desesperada es anterior al Quijote, y su versión original es la que se guarda en los plúteos de la Biblioteca Colombina, según queda dicho. En consecuencia, si la canción es ajena al Quijote, lo que en ella se diga no puede constituir prueba de cargo en el pleito de la muerte de Grisóstomo.

Pero Rosales procede en forma atropellada al llegar a este punto, pues sus afirmaciones tienden a crear la ilusión (de la cual, al parecer, él ha sido la primera víctima) de que la versión del poema de la Biblioteca Colombina es la misma que se inserta en el Quijote.76 Pero ya he dicho que Adolfo de Castro (y Rodríguez Marín, y cualquier lector interesado) halló «notabilísimas variantes» entre las dos versiones. Es obvio, pues, que Cervantes retocó considerablemente el poema al insertarlo en el Quijote, y esto no es una suposición más o menos bien fundada sino una prueba de la más concreta evidencia visual.

Puestas las cosas así en su sitio, ¿cómo se explica que hayan, sin embargo, tantas faltas de concordancia entre los versos de la Canción y la prosa del Quijote, si aquélla fue corregida en detalle previa inserción en ésta? ¿Es que las numerosísimas variantes representan correcciones hechas al tuntún y a ojo de buen cubero? Pero el propio Rosales, que es fino poeta, además de buen crítico, se ha encargado de decirnos que las variantes son perfectivas. ¿Es que Cervantes no tiene conciencia de la circunstancia novelística en que va a incrustar el renovado poema? Pero bastante he dicho ya en el capítulo I sobre los supuestos olvidos y descuidos cervantinos.77

La solución insoslayable que se impone es que Cervantes, aquí como en innúmeros casos, sabía muy bien lo que hacía -¡increíble resulta tener que decir estas cosas todavía, pero ellas se imponen por sí solas!-, y si sabía pulir a fondo y perfeccionar su poema, también tenía ciencia cierta del lugar y forma de encaje de la canción en su novela. Por todo ello resultan altamente significativas variantes como éstas:

1.


Ofreceré a los vientos cuerpo y alma
en lauro y palma de futuros bienes


(Ms. Bibl. Colombina)


Ofreceré a los vientos cuerpo y alma
sin lauro o palma de futuros bienes


(Quijote, I, cap. XIV)

2.


Con mi desdicha aumenta su ventura,
no es desventura para ser tan triste


(Ms. Bibl. Colombina)


Con mi desdicha aumenta su ventura,
aun en la sepultura no estés triste


(Quijote, I, cap. XIV)78                


Lo que hacen estas variantes es reforzar la idea de la muerte en general y del suicidio en particular (ejemplo l), ya que al escribir «sin lauro o palma de futuros bienes» se expresa cabalmente la conciencia post-tridentina de la condenación del suicida. O sea que los versos de la Canción desesperada, como paso previo a su inserción en el episodio de Grisóstomo y Marcela, se corrigen para reforzar la idea de la muerte por suicidio. Y esto en un momento en que los nuevos versos van a encajar en una circunstancia novelística en la que sobrenada la idea de muerte por amores. Por todo ello, me parece inescapable la conclusión de que prosa y verso han sido manipulados aposta para presentarlos en sus aspectos de oposición conceptual más aguda, con fines de realzar y ahondar el misterio de la muerte de Grisóstomo. Y como siempre en el Quijote, el diálogo en contrapunto que entablan la prosa y el verso en este episodio se resolverá en una armonía superior, como tantos otros diálogos de amo y escudero. Y todo ello condice muy bien con las características de todo el episodio, según se verá.

En consecuencia, y para terminar con estos preliminares, el diálogo entre Vivaldo y Ambrosio, del que he insertado una muestra más arriba, no es, como creyó Rodríguez Marín y cree Rosales, una estreñida autodefensa del autor por las evidentes discrepancias entre prosa y verso, entre el poema y su coyuntura novelística. Muy al contrario: se trata, más bien, de ese recatado toque de atención que suele dispensar Cervantes al discreto lector,79 para que aprecie, recapacite y medite sobre algún aspecto u otro de su obra. En este caso en particular, creo evidente que se trata de una invitación a ahondar en el sentido de esas mismas divergencias que el propio autor se ha apresurado a señalar y subrayar. Esto es reconocer en Cervantes el mínimo innegable en cualquier escritor mediocre: una activa conciencia artística. Lo otro es hacer de Cervantes un papanatas, que anulaba con su prosa lo que decían sus versos, y que, en consecuencia, salió escritor por carambola.

Y ahora podemos ir al grano, o sea al análisis del episodio en sí.

Al mundo pastoril llega don Quijote maltrecho de su aventura con el escudero vizcaíno, y pletórico de lecturas que él rememora a boca llena en su conversación con Sancho (cap. X). Los acogen unos cabreros, y es al contacto con esta realidad circunstante que don Quijote prorrumpe en su famoso discurso sobre la Edad de Oro. Pero la atención del hidalgo no está encaminada únicamente a la recreación hermética de dicho mito -como ocurre, por ejemplo, en las novelas pastoriles, donde actúa como leitmotiv-, sino, más bien, a presentar el contrapunto entre el «entonces» poético e inasible y el «agora» histórico y actualizado.80 La exclusión mutua que representan ambos términos la subraya Cervantes al comentar acerca de sus respectivas actualizaciones parciales y del momento (don Quijote, la Poesía, el «entonces»; los pastores, la Historia, el «agora»). «Toda esta larga arenga -que se pudiera muy bien escusar- dijo nuestro caballero, porque las bellotas que le dieron le trujeron a la memoria la edad dorada, y antojósele hacer aquel inútil razonamiento a los cabreros, que sin respondelle palabra, embobados y suspensos, le estuvieron escuchando» (cap. XI). Hay una incomprensión que pronto teñirá todo el episodio.

Terminado el discurso la narración vuelve a enfocar a los cabreros, el plano de la realidad cotidiana. Pero las elocuentes palabras de don Quijote han sido un toque de atención que debe alertar nuestra imaginativa para que procedamos dentro de un doble marco de referencias; el inmediato y circunstancial de los rústicos cabreros, y el mediato y eludido del pastor ideal, el que habita el mítico «entonces». Sigue el contrapunto, aunque tácito ahora. Así cuando los rústicos desean agasajar a sus huéspedes, quieren que «cante un compañero nuestro que no tardará mucho en estar aquí; el cual es un zagal muy entendido y muy enamorado, y que, sobre todo, sabe leer y escrebir y es músico de un rabel, que no hay más que desear» (capítulo XI). Lo que es la excepción en el mundo histórico de los cabreros es la regla en el mundo poético del pastor mítico.

La aparición del alabado zagal parece como si fuera a reproducir el mundo armonioso de ese mismo mito: «Apenas había el cabrero acabado de decir esto, cuando llegó a sus oídos el son del rabel» (cap. XI). Pero con el nuevo cabrero en la escena las cosas vuelven a su perspectiva verista: él cantará, sí, pero no idílicos amores, sino un romance que le compuso su tío, el beneficiado, y que relata los amoríos y rencillas entre el cantor, Olalla y Teresa del Berrocal.81 Termina el romance y Sancho remacha el clavo de la disparidad de mundos al recordarle a su amo: «El trabajo que estos buenos hombres tienen todo el día no permite que pasen las noches cantando» (cap. XI). El oficio vital es antagónico del poético.

De este mundo tupidamente circunstancial la narración se interna en el mundo poético de Grisóstomo. Mejor dicho, el relato del caso de Grisóstomo comienza por un nutrido sistema de alusiones que actualizan, en diverso contexto, el contrapunto inicial entre el «entonces» y el «agora». El conflicto se plantea ahora en estos términos:82

[Grisóstomo] mandó en su testamento que le enterrasen en el campo, como si fuera moro, y que fuera al pie de la peña donde está la fuente del alcornoque, porque, según es fama, y él dicen que lo dijo, aquel lugar es adonde él la vio la vez primera. Y también mandó otras cosas, tales, que los abades del pueblo dicen que no se han de cumplir ni es bien que se cumplan, porque parecen de gentiles. A todo lo cual responde aquel su gran amigo Ambrosio, el estudiante, que también se vistió de pastor con él, que se ha de cumplir todo, sin faltar nada, como lo dejó mandado Grisóstomo, y sobre esto anda el pueblo alborotado.


(Cap. XII).                


Grisóstomo vive una verdad poética y la encauza por conocidos tópicos literarios: por amores se vuelve pastor (tópico que viene desde la pastourelle francesa), y su última voluntad es que lo entierren en el lugar donde por primera vez vio a su amada, tema frecuentadísimo en el tradicional testamento de amores.83 Él se encierra y aferra voluntariosamente a un «entonces» inactualizable, lo que provoca la violenta reacción de los abades del lugar, que viven el «agora» histórico.

Mas no es Grisóstomo el único que se ha vuelto pastor por amores. La hermosa Marcela ha trascordado a muchos más, y allí en la sierra se forma un mundillo pastoril de nítidas características poéticas: «Aquí sospira un pastor, allí se queja otro; acullá se oyen amorosas canciones, acá desesperadas endechas. Cuál hay que pasa todas las horas de la noche sentado al pie de alguna encina o peñasco, y allí sin plegar los llorosos ojos, embebido y transportado en sus pensamientos, le halló el sol a la mañana, y cuál hay que, sin dar vado ni tregua a sus suspiros, en mitad del ardor de la más enfadosa siesta del verano, tendido sobre la ardiente arena, envía sus quejas al piadoso cielo» (capítulo XII). Pero el mundo pastoril de la literatura es una realidad previa, dada e inconcusa, mientras que aquí nos hallamos ante algo facticio y de motivación racional, que se sostiene por el voluntarismo de Marcela, de querer ser ella misma en su condición pastoril. Y es esto, a su vez, lo que desencadena la metamorfosis colectiva. Hay aquí, pues, dos nuevos tipos de contraposiciones: una entre la Arcadia ideal y la Arcadia facticia, y otra, más inmediata, entre esta última y la sierra no-arcádica (la localización del episodio).

Otra presentación de dualidades de semejante corte la hallamos en el momento en que don Quijote y los cabreros emprenden camino hacia los funerales de Grisóstomo. «Y no hubieron andado un cuarto de legua, cuando, al cruzar de una senda, vieron venir hacia ellos hasta seis pastores, vestidos con pellicos negros y coronadas las cabezas con guirnaldas de ciprés y de amarga adelfa. Traía cada uno un grueso bastón de acebo en la mano. Venían con ellos, asimesmo, dos gentileshombres de a caballo, muy bien aderezados de camino, con otros tres mozos de a pie que los acompañaban» (cap. XIII). Los pastores enlutados son amigos de Grisóstomo, «pastorilizados» por obra y gracia de Marcela, y tránsfugas, por lo tanto, de su circunstancia real. Son pastores fingidos, cuyo vivir mentido está en deliberado contraste con la verdad esencial que viven los cabreros. Por otra parte, los dos caballeros viandantes (uno de los cuales es Vivaldo), atentos a su circunstancia dada -«muy bien pertrechados de camino»-, son la contrapartida de la mítica caballería que encarna don Quijote, y la distancia que los separa se acrece en el diálogo subsiguiente.

Y llegamos con esto al problema de la muerte de Grisóstomo.84 ¿Suicidio o muerte natural? Empecemos por el suicidio en sí. Como nos dice Castro, es éste un tema propio de las primicias literarias del Renacimiento: la Celestina y el teatro de Juan del Encina, entre otros. Tema literario, no trasunto de experiencias vitales. Procedimiento estoico por excelencia -un aforismo de Séneca dice: «Es morir bien, morir voluntariamente»-, en el suicidio se ve el supremo acto de la voluntad humana, idea que a siglos de distancia todavía obsesiona al Kirílov de Dostoievski. Pero tal concepción del suicidio choca con un escollo insalvable en la España de la segunda mitad del siglo XVI; la Reforma católica identifica el suicidio con la condenación del alma. Como casi todas las actitudes post-tridentinas, ésta llegó a arraigar de tal manera en el alma española, que en pleno Romanticismo, capa de tantos desmanes, se frustró el estreno de Hernani, magníficamente traducido por Ochoa, porque los suicidios del último acto, al son de la insoportable bocina de Ruy Gómez, eran «ideas [...] y costumbres que contrastan con las nuestras», al decir de Larra, suicida él mismo, en paradoja vital muy hispánica.85

Aparte la condena ético-religiosa, gravita sobre el suicidio otra fulminación, de índole estético-literaria. El suicidio, como todo acto de sangre, no tiene cabida en el orbe de lo pastoril, que es donde se han refugiado Grisóstomo y Marcela. En sus Anotaciones a Garcilaso (1580), Fernando de Herrera reprueba justamente tales hechos porque quebrantan el marco idílico: «La materia desta poesía es las cosas i obras de los pastores, mayormente sus amores, pero simples i sin daño, no funestos, con rabia de celos, no manchados con adulterio» (s. v. Égloga).86 Que Cervantes conocía muy bien estas Anotaciones queda suficientemente evidenciado por el hecho que la dedicatoria de la primera parte del Quijote está taraceada de la que puso Herrera a su edición de Garcilaso.

Así y todo, esta segunda condena es, para Cervantes, la de menos importancia, puesto que la quebranta en aras de la intención artística, e inicia la Galatea con la cruenta muerte de Carino, quien cae apuñalado ante los atónitos ojos de Elicio y Erastro. La otra condena, la ético-religiosa, sí es intocable -o poco menos, como parecería demostrarlo el caso de Grisóstomo-. En realidad, son contados los suicidios que conozco en la literatura post-tridentina, pero vale la pena repasarlos para ver en qué circunstancias surge el tema. Recojo aquí algunos de los más significativos. En ocasiones está dictado el suicidio (y excusado) por la materia histórica de la obra, como ocurre con el suicidio colectivo de la Numancia del propio Cervantes, o en Los áspides de Cleopatra de Rojas Zorrilla. En el Desengaño de celos (1586), novela pastoril de Bartolomé López de Enciso, el suicidio es producto del estoicismo a machamartillo del autor, quien, por lo demás, vivía a descompás con el tiempo.87 Por último, en las Novelas amorosas y ejemplares (1637), de doña María de Zayas y Sotomayor, se cuenta el suicidio de una hechicera, pero obsérvese que esta mujer ya había perdido su alma por el oficio a que se había dedicado. En este caso la forma de su muerte no hace más que confirmar su condenación.

Esto en cuanto al suicidio. Pasemos ahora al muy significativo título de la composición en que Grisóstomo se despide de la vida: Canción desesperada. El verbo desesperar (se) tiene por los años en que escribe Cervantes dos sentidos. El Tesoro de Covarrubias nos dice, s. v. Desesperar: «Perder la esperanza. Desesperarse es matarse de cualquier manera por despecho; pecado contra el Espíritu Santo. No se les da a los tales sepultura; queda su memoria infamada y sus bienes confiscados, y lo peor de todo es que van a hacer compañía a Judas.88 Esto no se entiende de los que, estando fuera de juicio, lo hicieron, como los locos o frenéticos». El Diccionario de Autoridades puntualiza y ejemplifica las dos acepciones: «Vale también matarse a sí mismo por despecho y rabia, como sucede al que se ahorca o se echa en un pozo»; el ejemplo correspondiente procede de la Arcadia de Lope: «Determinado a desesperarse, por entre unos tiernos sauces (árbol dedicado a semejantes actos) subió ligero al monte» -dicho sea de paso, es un suicidio frustrado-. La otra acepción, «enojarse, impacientarse gravemente», se ejemplifica con unos versos de Quevedo: «Hay cosquillas pequeñitas / de las que con ademán / dicen lo de la ventana / y haranme desesperar». Estas acepciones se repiten en Terreros y Pando (Diccionario castellano) y continúan, abreviadas, en las últimas ediciones del Diccionario de la Academia.

Cervantes conocía ambas acepciones. He aquí varios ejemplos en que alude evidentemente al suicidio: «Sólo imaginaba que, según le vio triste y melancólico después de la batalla, que no podría creer sino que a desesperarse hubiese ido» (Galatea, libro III, Biblioteca de Autores Españoles, I, 37b). «Con justo título pueda desesperarse y ahorcarse» (Quijote, I, capítulo XXV). En el Persiles (libro II, cap. XIV, ed. cit., p. 610b), un marinero intenta suicidarse, y Persiles comenta: «Con la vida se enmiendan y mejoran las malas suertes, y con la muerte desesperada no sólo no se acaban y mejoran, pero se empeoran y comienzan de nuevo. Digo esto, compañeros míos, porque no os asombre el suceso que habéis visto deste nuestro desesperado». En el Quijote (II, cap. XXI), el cura amonesta al falso suicida Basilio diciéndole «que atendiese a la salud del alma antes que a los gustos del cuerpo, y que pidiese muy de veras a Dios perdón de sus pecados y de su desesperada intención... porque su alma no se perdiese partiendo desesperado de esta vida». De la acepción «perder la esperanza» o «impacientarse», basten los siguientes ejemplos:89 «No se desesperó de hallar el fin desta apacible historia» (Quijote, I, cap. VIII, ed. Riquer, p. 89); «El ventero se desesperaba de ver la flema del escudero [...] el ventero [...] estaba desesperado por la repentina muerte de sus cueros» (I, cap. XXXV, pp. 368 y 369).

Ahora podemos examinar los textos que se refieren a la muerte de Grisóstomo. Algunos de ellos robustecen la idea de que se suicidó, y la hacen incontrovertible; otros llegan a invalidarla casi por completo.

Ante todo, si tenemos en cuenta la primera acepción del verbo desesperarse, el título de la canción de Grisóstomo puede significar «canción del suicida» o «del suicidio», interpretación a que casi nos obligan varios de sus versos:


Y entre tantos tormentos, nunca alcanza
mi vista a ver en sombra a la esperanza,
ni yo, desesperado, la procuro;
antes, por estremarme en mi querella,
estar sin ella eternamente juro
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
¡Celos! Ponedme un hierro en estas manos.
Dame, desdén, una torcida soga
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Yo muero, en fin; y por que nunca espere
buen suceso en la muerte ni en la vida
pertinaz estaré en mi fantasía
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Diré que la enemiga siempre mía
hermosa el alma como el cuerpo tiene,
y que su olvido de mi culpa nace,
y que en fe de los males que nos hace,
Amor su imperio en justa paz mantiene.
Y con esta opinión y un duro lazo,
acelerando el miserable plazo
a que me han conducido sus desdenes,
ofreceré a los vientos cuerpo y alma,
sin lauro o palma de futuros bienes
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Y todos juntos su mortal quebranto
trasladen en mi pecho, y en voz baja
-si ya a un desesperado son debidas-
canten obsequias tristes, doloridas,
al cuerpo, a quien se niegue aun la mortaja.90


A todas luces, Grisóstomo se quita la vida, ahorcándose de un árbol con un lazo (recordemos la definición del Diccionario de Autoridades: desesperado es el «que se ahorca»), o acuchillándose, tanto monta,91 a sabiendas de que muere «sin lauro o palma de futuros bienes», vale decir, consciente de que va al infierno. El texto es tan claro que nos fuerza a tomar este otro como prueba de suicidio: «Allí me dijo él que vio la vez primera a aquella enemiga mortal del linaje humano, y allí fue también donde la primera vez le declaró su pensamiento tan honesto como enamorado, y allí fue la última vez donde Marcela le acabó de desengañar y desdeñar, de suerte que puso fin a la tragedia de su miserable vida» (cap. XIII). A impulsos del desdén y el desengaño, Grisóstomo, actor trágico, pone fin a su propio drama con un acto voluntario.

Ahora los textos en contra. Ante todo, el título del poema puede interpretarse simplemente como «canción desesperanzada», canción de un amante que ya no espera conseguir sus deseos. A esta interpretación nos llevan varios pasajes de nuestro episodio. El zagal que trae la nueva declara: «Murió esta mañana aquel famoso pastor estudiante llamado Grisóstomo, y se murmura que ha muerto de amores de aquella endiablada moza de Marcela» (cap. XII), afirmación que corrobora el cabrero Pedro cuando, al terminar de contar la historia de Marcela, dice: «Por ser todo lo que he contado tan averiguada verdad, me doy a entender que también lo es la que nuestro zagal dijo que se decía de la muerte de Grisóstomo» (ibid.). Marcela, por su parte, declara: «Antes le mató su porfía que mi crueldad» (capítulo XIV). Y su amigo Ambrosio compone este epitafio (ibid.):


Yace aquí de un amador
el mísero cuerpo helado,
que fue pastor de ganado
perdido por desamor.
Murió a manos del rigor
de una esquiva hermosa ingrata,
con quien su imperio dilata
la tiranía de amor.92


Pero hay más. El zagal que cuenta el fin de Grisóstomo termina con estas palabras, que vuelvo a copiar en parte por su importancia probatoria: «Mandó en su testamento que le enterrasen en el campo como si fuera moro, y que fuera al pie de la peña donde está la fuente del alcornoque, porque según es fama (y él dicen que lo dijo), aquel lugar es adonde él la vio la vez primera. Y también mandó otras cosas tales, que los abades del pueblo dicen que no se han de cumplir, ni es bien que se cumplan, porque parecen de gentiles». Ya se ha visto que esto no indica más, por parte de Grisóstomo, que la estricta observancia de los tópicos poéticos. Su propio rigor mimético promueve un grave escándalo. Mas, desde el punto de vista que nos concierne ahora, ¿en qué forma contribuye este texto a desentrañar el problema del fin terreno del estudiante-pastor? Pues bien, de haber sido suicida Grisóstomo, el único lugar donde lo podrían haber enterrado hubiera sido, precisamente, en el campo, «como si fuera moro» -recuérdese lo que dice Covarrubias: «No se les da a los tales sepultura», en sagrado, se entiende, actitud que sigue manteniendo la Iglesia católica-. Por otra parte, los abades del pueblo, se hubieran desentendido de las últimas voluntades de un precito que, para el caso, bien podría ser «gentil», puesto que moría voluntariamente fuera del seno de la Iglesia.

La ambigua dualidad del título de la Canción desesperada se aumenta y proyecta retrospectivamente sobre todo el episodio. ¿Fue Grisóstomo un suicida o no? La respuesta es lo de menos para la comprensión del texto y de la intención de Cervantes. Lo que sí interesa observar es la presentación perfectamente equilibrada de los indicios en pro y en contra. Sólo que a la deposición de partes no sigue el fallo del juez. Cervantes no dictamina. El juicio queda inconcluso, puesto que se cierra en cuanto se han presentado las pruebas.

Lo más cómodo para el crítico sería desechar este aspecto del episodio como un caso de hipocresía cervantina, ya que el suicidio estaba condenado por la Iglesia, y tratar el tema podría dar pie a diversos inconvenientes. Hipocresía todo lo «heroica» que quiera Ortega y Gasset, pero hipocresía al fin. El fácil rótulo «Cervantes ingenio lego» ha cedido el lugar a este otro, no menos fácil: «Cervantes ingenio hipócrita».

La naturaleza ambivalente de la muerte de Grisóstomo tiene coherencia total con la estructura general del episodio entero y encasillarla sin el menor esfuerzo interpretativo equivale a anular uno de los pasajes más profundos y sentidos de la primera parte del Quijote. Si recapitulamos un poco se verá que la totalidad del episodio es una majestuosa orquestación del acuciante tema cervantino de la realidad ambivalente, que se escinde aquí con nitidez en sus componentes: Edad de Oro-Edad de Hierro; «entonces» poético-«agora» histórico; pastor mítico-pastor real (cabreros); pastor fingido (Grisóstomo y amigos)-pastor real; caballero mítico (don Quijote)-caballero real (Vivaldo); caballero mítico-pastor real; caballero real-pastor fingido (amigos de Grisóstomo); obligación de amar-libre albedrío (Marcela); religión (abades)-mito (Grisóstomo); Arcadia mítica-Arcadia facticia; poesía rústica-poesía artística; lenguaje rústico (cabreros)-lenguaje correcto (don Quijote); suicidio-muerte natural, y otras muchas parejas antinómicas. Todas ellas coexisten ahora en íntima trabazón en la circunstancia artística, con lo que queda superado el problema esencial que postula Cervantes desde su primera obra, la Galatea: las relaciones entre Literatura y Vida y su compatibilidad efectiva.93

Por lo demás, proyectado ahora el episodio en su peculiar composición contra el ámbito total de la obra cervantina, también demuestra una fuerte cohesión que lo enclava en la médula del arte de su autor. La presentación de dualidades es típica de la mente cervantina, hasta el punto de que muy a menudo la acción (o ideación) novelística se desarrolla en un contrapunto provocado por la doble visión. El ejemplo concreto más evidente y mejor conocido de este dualismo es el Quijote mismo, con su pareja amo-escudero, pero también hay muchas Novelas ejemplares con doble protagonista: La ilustre fregona, Las dos doncellas, La señora Cornelia, El coloquio de los perros, Rinconete y Cortadillo.94 Con énfasis en lo antitético de la dualidad hay que mencionar, además, La española inglesa (antítesis sustancial del título), el pleito de los mojones que cuenta Sancho (Quijote, I, cap. XIII) y el archiconocido de la bacía-yelmo.95

Hay un texto cervantino que nos pone sobre la pista de la explicación de esta necesidad dualística -la abundancia de ejemplos no me permite llamarla de otro modo-. Se lee en La señora Cornelia: «Las infamias mejor es que se presuman y sospechen, que no que se sepan de cierto y distintamente, que entre el sí y el no de la duda cada uno podrá inclinarse a la parte que más quisiere, y cada uno tendrá sus valedores» (BAE, p. 216a). Lo esencial de esta cita es la negación implícita de un árbitro extrapersonal que zanje las cuestiones vitales. Éstas, al contrario, quedan entregadas al subjetivismo de la conciencia individual, que elegirá «entre el sí y el no de la duda». Cervantes no nos da halladas, hechas y resueltas las verdades vitales, así como él tampoco las encontró en tales condiciones. Lo que hace es presentarnos imparcialmente los elementos para que fundamentemos nuestros juicios, en ejemplo máximo de colaboración artístico-ideológica entre autor y lector.

Inciso parenético. Durante años ciertos sectores de la crítica han insistido en atribuir a Cervantes respuestas discursivas a problemas de proposición ajena. Es evidente que esto y mucho más hay en la obra cervantina, así como el teclado de una máquina de escribir contiene toda la literatura occidental. Pero no es cuestión de atribuirle una respuesta a todo trance y a humo de pajas. A menudo en Cervantes hay una evidente renuencia a la declaración explícita (la cueva de Montesinos es otro ejemplo egregio que agregar a los aquí colectados) y, cuando ha terminado la deposición de partes, su gesto es el de un tolle et lege laico, en el que la responsabilidad judicial se traspasa al lector. La creación artística, para que ésta sea valedera, no puede ser unipersonal -hastío que nos provoca la novela naturalista, por ejemplo, con una causalidad predeterminada que no nos acepta en su ámbito-, y así lo entendió Cervantes, quien en momentos culminantes de su obra narrativa deja las posibilidades abiertas y al arbitrio del avisado lector. La misión del crítico, por lo tanto, la concibo yo como una puntualización de las posibilidades, a la que bien puede seguir una opción interesada, pero sólo después del análisis de la disyuntiva.

Por otra parte -y esto está íntimamente ligado a lo precedente-, existe en el novelista una cierta postura negativa ante el racionalismo (vid. supra «Conocimiento y vida en Cervantes»). Ciertos misterios de la vida no deben verse expuestos sin discriminación al impertinente escrutinio de nuestros raciocinios: «No todas las verdades han de salir en público, ni a los ojos de todos», nos dice en el Persiles (I, cap. XIV). Ciertas esencias del vivir deben permanecer en una penumbra que nos permita vislumbrarlas, pero no desentrañarlas, con el consecuente rebajamiento en la escala de nuestras aspiraciones vitales. En ello hace hincapié don Quijote cuando dice a la duquesa: «Dios sabe si hay Dulcinea o no en el mundo, o si es fantástica, o no es fantástica; y éstas no son de las cosas cuya averiguación se ha de llevar hasta el cabo» (II, cap. XXXII).

Creo que la interpretación de la muerte de Grisóstomo -suicidio o muerte natural- debe colocarse dentro de este complejo ideológico para que el episodio adquiera toda su resonancia, y para que resulte inteligible su dualismo antitético, que rebasa los términos de esa muerte para dar fisonomía propia a estos cuatro capítulos. Por un lado, presentación de los elementos de juicio para que el lector escoja «entre el sí y el no de la duda». Palabras de Grisóstomo en su poema: sí, es un suicida; aseveraciones de los abades: no, no lo es. Cada cual podrá formarse su opinión y defenderla. Al novelista, según Cervantes, le atañe la presentación de los materiales necesarios para la formulación de un juicio; el fallo dependerá de la postura vital que se adopte: bacía, yelmo o baciyelmo.

Y aún debemos agregar esa suerte de repugnancia cervantina a presentar todas las cosas en sus esquemas comprensibles, pero desprovistas, por lo mismo, de la poesía ínsita en las zonas de penumbra. La muerte de Grisóstomo, doblemente poética por sus circunstancias y por la tradición literaria en que entronca, no es para Cervantes «de las cosas cuya averiguación se ha de llevar hasta el cabo».96




ArribaAbajoIV. El curioso y El capitán

(Cervantes y la verdad artística)


Al escribir la segunda parte del Quijote, Cervantes recogió algunas críticas dirigidas a diversos aspectos de la primera. Que estas censuras sean propias -¿severa autocrítica?, ¿ademán irónico?- o ajenas no viene ahora al caso. Basta el solo hecho de su acogida para darles una validez que no podemos desatender. En dos ocasiones estas censuras van enderezadas a comentar en forma desfavorable la inserción en la primera parte de dos cuentos ajenos al argumento central. Me refiero, claro está a la novella de El curioso impertinente (I, caps. XXXIII-XXXV) y al relato de El capitán cautivo (I, capítulos XXXIX-XLI). Los textos de la segunda parte que hacen al caso son los siguientes: el primero está puesto en boca de Sansón Catrasco, en el delicioso coloquio que tuvo con don Quijote y Sancho:

Una de las tachas que ponen a la tal historia -dijo el Bachiller-, es que su autor puso en ella una novela intitulada El curioso impertinente; no por mala ni por mal razonada, sino por no ser de aquel lugar, ni tiene que ver con la historia de su merced del señor don Quijote.


(II, capítulo III).                


El segundo pasaje encierra en cifra todo un aspecto capital de la teoría cervantina del arte narrativo, y debe, por lo tanto, copiarse íntegro. Dice así:

Dicen que en el propio original desta historia se lee que llegando Cide Hamete a escribir este capítulo, no le tradujo su intérprete como él le había escrito, que fue un modo de queja que tuvo el moro de sí mismo, por haber tomado entre manos una historia tan seca y tan limitada como esta de don Quijote, por parecerle que siempre había de hablar dél y de Sancho, sin osar estenderse a otras digresiones y episodios más graves y más entretenidos; y decía que el ir siempre atenido el entendimiento, la mano y la pluma a escribir de un solo sujeto y hablar por las bocas de pocas personas era un trabajo incomportable, cuyo fruto no redundaba en el de su autor, y que por huir deste inconveniente había usado en la primera parte del artificio de algunas novelas, como fueron las del Curioso impertinente y la del Capitán cautivo, que están como separadas de la historia, puesto que las demás que allí se cuentan son casos sucedidos al mismo don Quijote, que no podían dejar de escribirse. También pensó, como él dice, que muchos, llevados de la atención que piden las hazañas de don Quijote no la darían a las novelas, y pasarían por ellas, o con priesa o con enfado, sin advertir la gala y artificio que en sí contienen, el cual se mostrara bien al descubierto, cuando por sí solas, sin arrimarse a las locuras de don Quijote, ni a las sandeces de Sancho, salieran a luz. Y así, en esta segunda parte no quiso ingerir novelas sueltas ni pegadizas, sino algunos episodios que lo pareciesen, nacidos de los mesmos sucesos que la verdad ofrece, y aun éstos, limitadamente y con solas las palabras que bastan a declararlos; y pues se contiene y cierra en los estrechos límites de la narración, teniendo habilidad, suficiencia y entendimiento para tratar del universo todo, pide no se desprecie su trabajo, y se le den alabanzas, no por lo que escribe, sino por lo que ha dejado de escribir.


(II, cap. XLIV).                


En resumidas cuentas: desde muy temprano la crítica -ocurrencia real o ficción irónica- repudió la inserción de las dos novelitas por ser extrañas en contenido al eje argumental, en breve, por ser impertinentes. En ciertos sentidos ésta es una cuestión bizantina, ya que su pertinencia, es un hecho físico: ambas novelitas pertenecen al cuerpo de la primera parte del Quijote. No es mi intención valerme de perogrulladas al decir que la inserción de las novelas zanja el problema de su pertinencia: allí están y allí deben estudiarse. Cualquier otra postura es críticamente falsa, ya que evade la realidad literaria. La premisa de que parto es, pues, la evidente pertinencia de ambas. Lo que me incumbe como crítico no es, por lo tanto, el discurrir sobre si estas novelitas deberían estar allí o no (bizantinismo puro), sino cómo y por qué están allí. En otras palabras, atender al fino montaje que las hace pertinentes y pertenecientes, en términos no ya de la realidad física, sino -y en forma capital- de la realidad artística.

Hasta años recientes, sin embargo, la crítica había preferido emplazar ambos relatos y juzgarlos en términos de sus valores extraliterarios (tradicionalidad del cuento intercalado, congruencia de la moral allí expuesta, etc.). Américo Castro resumió en unas páginas de El pensamiento de Cervantes (pp. 121-123) el estado de la cuestión en aquella época y emitió a su vez su fallo, basado, sin embargo, en razones de índole no-artística. Desde entonces dos estudios han colocado la cuestión en su recta perspectiva: el cuento en relación al arte narrativo que configura el primer Quijote. Me refiero a un breve ensayo de Julián Marías,97 y a un estudio de Bruce W. Wardropper,98 que, por azar, fueron publicados con el mismo título, a las claras indicativo de la postura adoptada por ambos críticos. Es de lamentar, sin embargo, y ello también se hace evidente en el título, que ambos se circunscriban al Curioso, haciendo caso omiso de su complemento y contrapartida -términos cuya propiedad resultará clara más adelante-, la historia del Capitán cautivo.99

Pero no es ni justo ni razonable enjuiciar a Marías y a Wardropper por lo que no escribieron. A lo que ellos dicen sobre El curioso impertinente yo me suscribo calurosamente, y en sus interpretaciones se hallará el germen de este estudio. Marías ve la novella como una suerte de juego de balanzas, en el que la deliberada aproximación del Curioso a la Literatura -las múltiples referencias cervantinas al hecho de que esto es ficción- hace que la obra en que éste encaja aparezca como no-ficción, como Vida. O en la terminología de la época: las cualidades «poéticas» del cuento hacen que, por contraste, sus oyentes (el ventero, su hija, Sancho, etc.) adquieran contorno «histórico». Nosotros, lectores del Curioso, compartimos esta experiencia vital con el corrillo formado alrededor del Cura lector, y esta efímera comunidad basta para concretizar momentáneamente a las criaturas literarias.100

Por su parte, Wardropper nos hace recordar la oposición renacentista entre Arte y Naturaleza, que se refleja en el campo literario en la pareja de opuestos: tratamiento artístico-tratamiento natural. El Quijote se configura, en gran medida, por el propio hecho de sus oscilaciones entre ambos términos. La verdad natural, empírica, es la que viven los personajes del Quijote; la verdad artística, artificial, es la que viven los personajes del Curioso. En términos de la estética de Cervantes: el artificio es a la verdadera historia lo que El curioso impertinente es al Quijote.

El interés de la crítica en El curioso impertinente no ha decaído en años más recientes, aunque no se puede decir lo mismo acerca de El capitán cautivo, que sigue huérfano de estudios. En esta medida se sigue frustrando, a mi entender, la interpretación a fondo del Curioso: toda incursión exegética en esta novella que no considere al mismo tiempo su complemento narrativo del Capitán cautivo se andará por las ramas, por más bien encaminada, sabia y erudita que aparente ser. De inmediato pasaré a fundamentar este extremo. En este sentido, los estudios que mencionaré a continuación, muy meritorios algunos de ellos, se quedan cortos.

La crítica psicológica había dejado al Anselmo del Curioso impertinente más o menos ileso hasta la fecha, pero también a él le ha llegado su turno. A base de las definiciones de Alfred Adler sabemos ahora que Anselmo era un neurótico, y al comparar su empresa con ciertas expresiones de Pascal, ella adquiere la envergadura de toda una «revuelta metafísica». Éstas son las conclusiones del estudio de la hispanista francesa Lucette Roux.101 Los indudables aciertos de la Srta. Roux no tienen nada que ver con la posibilidad de que Anselmo haya sido un neurótico o no. Creo urgente volver a insistir en lo dudosos que me parecen los resultados de la «crítica psicológica», cuando ésta se aplica a creaciones artísticas como Anselmo, o a figuras históricas como el Padre Las Casas, que actuaban dentro de sistemas expresivos y represivos tan distintos a los de nuestra sociedad.102

El otro estudio extenso que cabe reseñar sobre El curioso impertinente se acota un campo mucho más familiar y trajinado, aunque no explorado del todo. Me refiero al estudio de la influencia italiana en la novella cervantina, tema que analiza C. P. Otero con particular referencia a Boccaccio.103 En realidad, Otero estudia de consuno la influencia italiana en El curioso y en El celoso extremeño, pues, según él, ambas «son de lo más italiano de la obra de Cervantes» (Letras I, p. 94). Extraña un tanto esta afirmación en referencia a El celoso extremeño, pues es sabido que su esquema general se relaciona estrechamente con un cuento popular marroquí.104 Pero esto no desmedra los méritos efectivos que tiene el trabajo de Otero en otros aspectos; sin embargo, no me ha ayudado ni mucho ni poco en el terreno en que planteo yo el estudio de las dos novelas intercaladas en el Quijote de 1605.105

Hasta aquí los logros de la crítica moderna, algunos de los cuales irán implícitos en las páginas que siguen. Por mi parte, me parece que la comprensión y análisis del puesto del Curioso quedarán siempre incompletos mientras no se agrande el enfoque para abarcar también la historia del capitán Ruy Pérez de Viedma. A esto nos fuerza la contigüidad de ambos relatos, la cualidad que comparten de ser ambos materia extraña al argumento medular y, sobre todo, la actitud del propio Cervantes, que los hace equiparables en el pasaje copiado del capítulo XLIV de la segunda parte. A los efectos de demostrar estos asertos, y otros más, me atendré al orden del relato en el Quijote.

La escena en que se hallan los personajes del Quijote es la venta de Juan Palomeque el Zurdo, venta que nos da el envés «esperpéntico» del palacio de Venus, de larga tradición en la literatura pastoril, donde se reúnen diversas y desencontradas parejas de enamorados (vid. supra, «Conocimiento y vida en Cervantes»). Allí concurren, en el capítulo XXXII, don Quijote, Sancho, Dorotea, Cardenio, el cura, el barbero, Juan Palomeque, su mujer e hija y Maritornes. Don Quijote pronto se retira a dormir sus fatigas, pero quedan los demás, trabados en viva discusión de sobremesa. Ésta versa, precisamente, sobre la literatura, sobre los libros de caballerías y los de historia. En cierta medida nos hallamos ante un segundo escrutinio,106 aunque el aprovechamiento estético de la teoría expresada en esta ocasión sobrepasa en riqueza y variedad al de la primera.

Ocurre que Juan Palomeque es acérrimo partidario de los libros de caballerías, de los que posee dos (el Cirongilio de Tracia y el Felixmarte de Hircania), y tibio admirador de los de historia, cuyo representante único en su reducida «librería» es la Historia del Gran Capitán Gonzalo de Córdoba, con la vida de Diego García de Paredes. Como siempre en Cervantes, la literatura no se da como una abstracción volcada sobre sí misma, sino en íntima comunión con la vida, término que, dentro del cuadrante ideológico cervantino, es el polo opuesto del otro. Estos términos opuestos, sin embargo, son tan interdependientes a los efectos de su definición y validez como lo son los polos físicos entre sí. En consecuencia, aun esta parva representación de la literatura queda definida en términos no abstractos, por sus diversos ángulos de incidencia en las vidas allí concurrentes. Para el ventero los libros de caballerías satisfacen los reprimidos deseos de actividad del hombre sedentario; la ventera -lo confiesa sin ambages- los halla útiles, pues le quitan de encima al marido por un rato; Maritornes halla en ellos una manera de desfogar su lascivia, y la hija del ventero, por último, ve en estos libros la proyección de sus juveniles ensueños románticos (ed. Riquer, p. 324). Según estos diversos sentires, pues, la creación literaria adquiere su validez en términos que son estrictamente extraliterarios, de filiación vital. Hasta el desaforado mito caballeresco puede concretizarse merced a una endopatía cordial, y revestir formas diversas de las que le imprime el voluntarioso esfuerzo de don Quijote.

El cura replica a todo esto con raciocinios objetivos, en los que se niega la entrada al concomitante emocional de la literatura: los libros de caballerías son fábulas vanas y mentirosas, condenables como tales, mientras que historias como las del Gran Capitán y Diego García de Paredes son dignas de todo encomio por su veracidad.107 Pero la opinión del cura, a su vez, tampoco obedece a razones puramente estéticas, ya que la discriminación está basada en un principio de moral. Apreciación de los libros de caballerías diametralmente opuesta a la anterior, pero afincada en motivos de índole tan extraliteraria como la otra. Panegírico y condena no tienen en cuenta la existencia de la caballeresca como creación de arte, al punto que esta forma literaria queda fijada, en la ocasión, en lo que tiene de congénitamente extrínseco.

La respuesta del cura no hace más que enardecer al ventero. Para él no hay términos medios ni gradaciones: la literatura es toda por igual veraz, sin distingos de historicidades o ficciones poéticas. De esta igualación casi quijotesca se desprende, por consiguiente, que es más ejemplar y admirable héroe don Felixmarte de Hircania, que despatarraba ejércitos de un millón seiscientos mil soldados por sí solo, que Diego García de Paredes, cuyas hazañas apenas si pasaban de detener una rueda de molino con el dedo. Es evidente lo absoluto del criterio de Juan Palomeque: todo es verdad -¿o todo es mentira?, pregunta no del todo impertinente, según se verá-. Menos evidente es lo absoluto del criterio del cura, lo que no lo hace menos tajante: la ficción es falsa, la historia es verdadera.108

Las cosas han llegado a este punto cuando aparecen los papeles que narran la novela del Curioso impertinente. Conviene ahora recapitular desde la perspectiva que nos permite la aparición de la novelita. En el curso del capítulo XXXII la literatura ha sido enjuiciada desde diversos puntos de vista, lo que no excluye la comunidad radical de ellos: todos consideran, elogian o denigran la literatura desde fuera de sí misma. Se juzga la obra de arte por sus cualidades extrínsecas, lo que lleva a un inevitable desacuerdo: el cura querrá quemar los libros de caballerías, el ventero preferirá que se quemen los de historia. Este extremo discorde de crítica extraliteraria hace realzar la extraña actitud de los circunstantes ante El curioso impertinente. En palabras del cura, la novelita será leída «por curiosidad siquiera» (p. 329). Por primera vez en este capítulo nos hallamos ante un motivo desinteresado que, dadas las circunstancias, bien se puede entender como de orden estético. Desde su aparición El curioso se coloca por encima, o al margen, de todo utilitarismo: será leído por sí, vale decir que, a pesar de las opiniones ya reseñadas, el valor literario se convierte de golpe en algo inmanente. Este valor no halla su justiprecio en algo foráneo a él, sino en sí mismo. Ya no más horacianismo (utile et dulce, delectare ut prodesse, etc.): lo dulce se convierte aquí en categoría independiente, de una efectividad ajena por completo a lo que no sea su intención artística.

Otro criterio a contrastar con la lectura del Curioso es el de la valorativa absoluta del ventero y del cura. Si aceptamos el sentir del ventero (toda la literatura es verdad), se establece ipso facto la siguiente ecuación: Felixmarte de Hircania = Diego García de Paredes =Curioso impertinente, lo que da en forma imprevista una apremiante densidad espacio-temporal a los concurrentes a la lectura de la novelita. Si ésta es verdad, más verdad, de ser posible, serán los que la leen: el cura, usted o yo.109 Por otra parte, si atendemos ahora al criterio absoluto del cura (la ficción es falsa, la historia es verdadera), nos hallamos ante otro hecho inesperado y de capital importancia para explicar la función del Curioso. Al final de su lectura el propio dogmatizador, el cura, sucumbe a la fuerza de la ficción y comenta: «No me puedo persuadir que esto sea verdad; y si es fingido, fingió mal el autor, porque no se puede imaginar que haya marido tan necio, que quiera hacer tan costosa experiencia como Anselmo» (capítulo XXXV, p. 374). Este comentario no atiende, desde luego, al hecho que todo esto ha sido invención pura, y lo enjuicia, en cambio, como si fueran acontecimientos históricos. Su imaginativa ha desconcertado al cura, y por un momento la ficción se le transparenta en historia. ¡A qué distancia estamos de su dogmática afirmación inicial: «No ha de haber alguno tan ignorante que tenga por historia verdadera ninguna destos libros» [los de ficción]! (capítulo XXXII, p. 327).110

Todos estos planteos de una expresión teórica (la verdad literaria) no son, en rigor, igualmente teóricos, ya que están montados sobre sendas voluntades en tensión. Ya he dicho (vid. supra, «Conocimiento y vida en Cervantes») que Cervantes no fue nunca amigo de las teorías como tales. La literatura es para cada uno de los interlocutores del capítulo XXXII, y en la medida de sus respectivos caletres, experiencia vital. La lectura del Curioso impertinente introduce el término antónimo: unas vidas que se dan sólo como experiencia literaria. En este juego de opósitos estriba, precisamente, como ya dijo Marías, parte de la «humanidad» que se infunde en los oyentes de la novella. Lo que sigue es algo exquisitamente literario, fingido y artificial, pero, como realidad sui generis que es, tendrá también sus propias leyes que gobernarán su mecánica. Las reacciones entre los principios rectores de estos dos niveles de literatura (novella y novela) son los que dan opacidad a los cuerpos transparentes de los personajes que habitan tanto la venta de Juan Palomeque como el ámbito ideal de la novelita. Pero esta opacidad es de diversa coloración, y si en el caso de los huéspedes del zurdo Palomeque contribuye a que éstos se nos acerquen, en el caso de Anselmo, Lotario y Camila les hace confundirse con el inalcanzable horizonte de una ficción dentro de otra. El compás de la imaginativa se tiene que abrir al máximo para abarcar ambos extremos (Palomeque y Anselmo, verbigracia), mas conviene advertir desde ya que es el terreno comprendido entre ambos puntos el que termina de perfilar la especial intención artística implícita en la mera coexistencia de dichos extremos.

Como se puede apreciar, Cervantes prepara con cuidado la presentación del hermético y concienzudamente ficticio orbe del Curioso impertinente. Se tratan de cortar todas las amarras que lo puedan asir a la realidad del momento, y esto se consigue con un toque magistral. Al introducir a los dos protagonistas, Anselmo y Lotario, se nos avisa que eran «tan amigos que, por excelencia y antonomasia, de todos los que los conocían, los dos amigos eran llamados» (cap. XXXIII, p. 329). Estas últimas palabras nos colocan en lo más inalcanzable y utópico de la literatura: un cuento tradicional. Porque la historia de Anselmo y Lotario se nos aparece en un principio, según se puede ver en el quinto estudio de este volumen, como recreación de una antiquísima tradición literaria: el cuento de los dos amigos. Vagaroso bien mostrenco, que se pasa de generación a generación, la tradición literaria, aun en forma de alusión, como ocurre aquí, nos coloca en el país del mito, ya que su propia existencia se debe al abandono previo de toda suerte de coordenadas circunstanciales. De esta manera Anselmo y Lotario representarán su drama en el escenario más alejado de la venta de Juan Palomeque. La ficción del Curioso se aparta, pues, todo lo posible de la no menos ficción de Palomeque y sus huéspedes, y su orbe se representa autónomo.

Lo que ocurre en este mundo está en la memoria de todos los que han leído el Quijote, pero conviene repasar algunos incidentes que contribuyen a demostrar su mecánica. Lo primero que hay que observar es que la empresa que obsesiona a Anselmo está totalmente «fuera del uso común» (p. 332), o, para ser más precisos, es exactamente lo opuesto de lo que sanciona el uso común. Desde la primera conversación entre los dos amigos nos hallamos en un mundo patas arriba, como ha observado Wardropper; un mundo en el que se busca, no la honra, sino la deshonra; en el que, como dice Anselmo, «voy huyendo del bien y corriendo tras el mal» (p. 341). Claro está que la lógica que rige estas acciones tiene por fuerza que ser la ilógica, oposición de ideología que en el plano artístico se capta en la abundancia de expresiones antitéticas.111

La anormalidad ética de Anselmo es contagiosa, como en otro plano lo es la locura de don Quijote. Así, por ejemplo, cuando Anselmo descubre que Lotario lo engaña porque no ha estado cortejando a Camila -los valores al revés; lo engaña porque no lo engaña- y le reprocha esto, Lotario se pica, y «casi como tomando por punto de honra el haber sido hallado en mentira, juró a Anselmo que desde aquel momento tomaba tan a su cargo el contentalle y no mentille, cual lo vería si con curiosidad lo espiaba» (p. 345). Los valores éticos de Lotario también se transmutan ahora en sus opuestos, y todo queda cuidadosamente puesto del revés.

Todo ello implica un movimiento pendular (típico, por lo demás, del novelar cervantino), que en El curioso impertinente adquiere un ritmo frenético a impulsos de la inversión de valores morales predicada en la actitud que adopta Anselmo. A partir de este compás inicial el cuento rápidamente se estructura sobre un fantástico juego de rebote entre verdad y mentira. En él presto se esfuma para sus personajes (y aun para el lector) todo concepto divisorio entre la una y la otra basado en un principio de objetividad. Y era sobre este principio de objetividad, precisamente, que descansaba casi toda la literatura hasta ese momento lograda. Así, por ejemplo, después de la caída de Camila, Lotario recita un soneto amoroso, y ante las razones en él expresadas, ella pregunta: «Luego, ¿todo aquello que los poetas enamorados dicen es verdad? -En cuanto poetas no la dicen -respondió Lotario-; mas en cuanto enamorados, siempre quedan tan cortos como verdaderos» (cap. XXXIV, p. 352). O sea, que algo puede ser simultáneamente verdad y mentira: el soneto, en cuanto es literatura es falso, pero en la medida que es vida es cierto. A todo lo cual concluye Anselmo: «No hay duda deso».112 Y aquí conviene que el lector cavile sobre el lugar que ocupa este episodio en la narración. El soneto de marras, real en cuanto todos nosotros lo hemos leído, es fruto de la minerva de Lotario, quien existe sólo como personaje de un cuento, que a su vez se da como lectura de otro personaje, el cura, quien, por último, tiene únicamente la validez que le inculque nuestra experiencia de lectores. ¿Hasta qué punto la igualdad implícita en este último eslabón (lectura = experiencia vital) es transmisible a lo largo de esta cadena de entidades similares? Y todo esto para que se nos diga en el remate de ellas, el diálogo entre los protagonistas del cuento, que la expresión literaria es falsa en cuanto literatura. ¿«No hay duda deso»?

La complejidad del Curioso impertinente se hace, de pronto, inescapable presencia, que se perfila con mayor nitidez y fuerza de impacto al proseguir la lectura. El engaño y deshonra de Anselmo son hechos acabados; él, sin embargo, cree ser el burlador, como que cree estar engañando a su mujer con el fatal experimento. Lotario, por su parte, a pesar de gozar ya los favores de Camila, llega a sentirse víctima de una decepción por parte de su amante al ver a un hombre descolgarse de los balcones de la casa de ésta (cap. XXXIV, p. 355). Herido en su amor propio, Lotario cuenta a su amigo la verdad de lo sucedido con Camila, con lo que, a su vez, traiciona a su amante. Para disculparse, ésta fragua un embuste, sobre el que volveré de inmediato, y del que son víctimas por igual su amante y su marido. Y, por último, Leonela, la criada de Camila, los burla a todos, con lo que se desencadena el trágico desenlace. Obsérvese, antes de pasar adelante, que todos estos complicados engaños conducen de hecho, en el plano oblicuo de esta experiencia literaria, a la intrascendencia de una Comedy of Errors a la bufonada de un Viejo celoso. Mas aquí, en el caso de Anselmo, el tópico literario (el marido engañado) se trasciende a sí mismo y se engarza en la intimidad de unas vidas, ficticias, sí, pero que reaccionan ante el trajinado tópico, con la impremeditación y tono trágico propios del devenir humano. Lo que se revela en un principio como algo decantadamente literario (dos amigos, marido engañado) llega a confundirse en este momento con la compleja mecánica que rige lo vital.113

Volvamos atrás ahora, al engaño de Camila. Su cómplice, en un momento de despecho, la ha denunciado a su marido. Se trata ahora de urdir algo que, basado en esa misma denuncia, la pueda exculpar y cohonestar ante los ojos de Anselmo. En la temática de la época esto caería dentro del apartado general de «engañar con la verdad», ¡pero qué hondas y novísimas repercusiones tiene el tema en esta ocasión! A los efectos de este engaño dentro de otro engaño (el adulterio inicial), las cosas se disponen de la siguiente manera: Camila y Leonela ocupan el escenario. Anselmo, a sabiendas de los protagonistas, se esconde en el equivalente de los bastidores. La escena está dispuesta para iniciar la representación de la farsa del marido engañado. Por un momento se vivirá una parodia burlesca de la vida, pero aun aquí ésta se inmiscuye pertinaz. Al ocupar su puesto designado por el director de escena (Camila en este caso), Anselmo lo hace «con aquel sobresalto que se puede imaginar que tendría el que esperaba ver por sus ojos notomía de las entrañas de su honra» (capítulo XXXIV, p. 358). Pero era esto, precisamente, lo que él buscaba al comenzar su malhadado experimento. En un momento de arrebato él ha querido vivir una abstracción, hacer de su vida y las otras contingentes a ella algo susceptible de la fría manipulación universalizadora del experimento. A su pesar, los aspectos concretos de estas vidas se niegan a la universalización (o abstracción, vista por el envés), ya que, como vidas que son, se fraguan en el conjugar imprevisible del aquí y ahora. Otra vez, en el momento más exacerbadamente «literario» (una farsa dentro de una novella) se vislumbran los soportes vitales de todas estas bambalinas.

Y comienza la representación. Nos hallamos ante un fingimiento y engaño dramatizados, con lo que se actualiza la tragedia total de Anselmo. La ficción de todo este «entremés» hace que la tergiversación inicial de valores, halle aquí su punto crítico. Los móviles de las dramatis personae hacen evidente que las repetidas palabras «fama» «honra», «crédito», «lealtad», etc., encubren sus antónimos, y que, en esencia, nos hallamos ante un colosal fraude léxico, ideológico y vital. Cerca ya del desenlace, cuando Lotario ha cumplido con su papel, él se retira de la escena, deseando «verse con [Anselmo] para celebrar los dos la mentira y la verdad más disimulada que jamás pudiera imaginarse» (p. 364). Este inusitado apareamiento en que la verdad es mentira, y viceversa, se machaca y agudiza en las palabras que se ponen en boca de Camila, que ha quedado con Leonela representando la escena final ante su atónito marido: «Mejor será decirle [a Anselmo] la verdad desnuda [sensu stricto, repetir la mentira total que han representado], que no que nos alcance en mentirosa cuenta [vale decir, que se entere de la verdad]» (p. 365). Y más abajo, como ritornello obsesionante: los personajes de la farsa «pareció que se habían transformado en la misma verdad de lo que fingían» (ibid.).

La lección que se puede extraer de este vertiginoso barajar de verdad y mentira es que nos hallamos ante una ocasión en que las acciones y los valores son ciertos en cuanto literatura (el entremés representado), pero falsos en cuanto vida (el adulterio allí encubierto). Y la zona de deslindes entre esa verdad y esa mentira radica en un punto de vista, el de Anselmo, o Lotario, o Camila. En el plano abstracto en que ha querido colocarse Anselmo hay una perfecta divisoria entre verdad y mentira (supuesto ínsito en toda actitud empírica), pero en el plano oblicuo e ineludiblemente concreto a que lo fuerza el propio curso de su vivir, verdad y mentira se dan amazacotadas en forma casi inextricable.114 Y al llegar a este punto conviene repetir la sempiterna pregunta que nos plantea el tema de este ensayo: ¿hasta qué punto es falsa la literatura y cierta la vida? En diversos planos, el ventero, su mujer, su hija, Maritornes, el cura, Anselmo, Lotario y Camila han dado cada cual su respuesta, que está validada en cada ocasión por la experiencia personal involucrada en ella. Y sobre todos estos seres se yergue, gigante, don Quijote, quien vive la literatura.

Con el final de la farsa, representada para beneficio de Anselmo, se termina el capítulo XXXIV, y la historia del Curioso impertinente se ve momentáneamente interrumpida por la aventura de los cueros de vino. Pero antes de estudiar la función de este brusco corte en el relato, obsérvese el felicísimo rasgo estilístico con que se cierra la primera parte de la novella: «Con esto quedó Anselmo el hombre más sabrosamente engañado que pudo haber en el mundo» (p. 366). En esta antítesis se destila toda la contradictoria esencia del sentido y la forma del Curioso impertinente.

Dicho queda que a todo esto don Quijote dormía. En sueños todavía, se levanta ahora para acuchillar unos cueros de vino que él identifica en su alucinación con el gigante Pandafilando de la Fosca Vista, el enemigo de la princesa Micomicona (Dorotea). Al igual que Anselmo, don Quijote desempeña un papel que le ha sido preasignado por un mendaz director de escena (Camila en un caso, Dorotea en el otro). Se trata, asimismo, de un engaño: Anselmo vive el engaño de la ficción representada ante sus ojos, lo que ocurre dentro del marco artificial de la novella. Don Quijote vive la ficción de su sueño, que funciona dentro del marco fingido del engaño de Dorotea (y también él está «sabrosamente engañado»). Y todo esto dentro de la inmensa bóveda ficticia que es el Quijote. Nuestro racionalismo nos ha acostumbrado a considerar la distancia que media entre vida y literatura, entre realidad y ficción. Nuestra tarea de siempre, como lectores y como críticos, ha sido sopesar cuánto se puede separar la ficción de la realidad (como en los casos de la novela caballeresca, sentimental o pastoril), o bien indicar como aquélla se puede modelar sobre ésta (la novela picaresca, y en general todo lo que conocemos bajo la imprecisa rúbrica de realismo). Aquí, en este pasaje del Quijote, se trata, por primera vez, de explorar la distancia que puede separar la ficción de la ficción, y al mismo tiempo, de cómo una puede ser modelo de la otra. El buscado paralelismo de las acciones de Anselmo y don Quijote, y la forma en que éstas inciden sobre aquéllas, marcan las diferencias y enlazan, todo a la vez, ambos mundos de ficción, mundos que adquieren plena validez e identidad sólo dentro del universo ficticio que es el Quijote. Y toda esta mecánica celeste se hace presente con el mutuo cruce de órbitas que representan el Curioso frente a las aventuras de don Quijote, y el sueño de éste frente a la lectura del Curioso.115

«Sosegados todos, el cura quiso acabar de leer la novela porque vio que faltaba poco» (cap. XXXV, p. 370). Bien poco falta. Ha llegado el momento de la liquidación de este mundo ficticio, que comienza por desintegrarse en su aspecto físico: «Para acabar de concluir con todo, volviéndose a su casa [Anselmo] no halló en ella ninguno de cuantos criados ni criadas tenía, sino la casa desierta y sola» (p. 372). En cuanto a las vidas que pueblan este mundo, ya han quedado desintegradas en su aspecto moral en el engaño consumado; les falta sólo la obliteración física, que no se hace esperar. Pronto mueren los tres protagonistas: Anselmo, en bancarrota moral y espiritual (muere fuera de la religión); Lotario, en batalla con los soldados del Gran Capitán;116 Camila, en un convento. Con un ademán de su creador este mundo ha vuelto a la nada de donde surgió. Pero esta breve trayectoria ha iluminado para siempre y con nitidez toda una serie de problemas artísticos e ideológicos más o menos latentes. Y como último ejemplo, considérese el caso de la muerte de Anselmo, al margen de la religión. Con voluntarioso ademán él se ha creado un mundo que, si se derrumba, no es por flaqueza suya, sino por una suerte de gravitación vital. Don Quijote, otro voluntarioso creador de mundos, destruye el suyo con un último acto de voluntad. Es éste el que abdica a la abstracción, el que muere con ejemplaridad humana.

Pero hay que volver al curso de la narración. Hemos llegado al capítulo XXXVI, cuya materia se introduce con el siguiente epígrafe: «Que trata de la brava y descomunal batalla que don Quijote tuvo con unos cueros de vino tinto, con otros raros sucesos que en la venta le sucedieron». Este enunciado ha causado general extrañeza, puesto que el acuchillamiento de los cueros de vino tuvo lugar en el capítulo anterior.117 La única explicación que se había dado de esta anomalía era considerarla evidente descuido por parte del autor al dividir, a posteriori, su obra en capítulos. Ahora bien, un excelente estudio moderno ha echado por tierra estas consejas: la extraña conformación de los capítulos del Quijote -aquel famoso comienzo: «La del alba sería»- obedece a una consecuente intención artística, que en términos generales se define como la captación de la vida como fluir.118 Después de dicho estudio no se debe hablar más de descuido, a menos de haber agotado las explicaciones de orden estético-ideológico. Como en el caso del epígrafe en cuestión no ha ocurrido nada por el estilo, aventuraré una hipótesis exegética, que al menos atiende a la evidente unidad que es la obra de arte.

Después de todo lo que antecede debe resultar clara la pertinencia de la interrupción narrativa ocasionada por la aventura de los cueros de vino. Se establecen de tal manera una serie de correspondencias insólitas entre los distintos niveles de la ficción, y lo que hace a todo esto más inaudito es que el autor no nos da aviso alguno de la inminente pirueta mental que describiremos personajes y lectores (el epígrafe del cap. XXXV dice sólo: «Donde se da fin a la novela del Curioso impertinente»). Al volver a nuestro punto de apoyo -el trampolín provisto por el nivel básico de la narración- se nos vuelve a internar en el ad-mundo ficticio que es el Curioso impertinente, aunque esta vez se nos pone sobre aviso por el exordio del autor: «Sosegados todos...». A esto sigue la rápida liquidación del mundo del Curioso, y al aniquilarse este orbe y terminarse la lectura, las cosas parecen estar sicut erant in principio. Pero esto es aparente nada más; sólo ocurre así si no prestamos la atención debida a la interrupción mutua que ha puesto en marcha la mecánica que mueve estos mundos ficticios dentro de un universo asimismo ficticio. El autor quiere que fijemos la atención en lo ocurrido, y que lo veamos ahora con la perspectiva que permite un hecho acabado, distinta a la que se obtiene en la lectura corrida, que equivale al acaecer simultáneo. La interrupción de los cueros de vino es de importancia capital para avizorar el concepto de ficción que forja Cervantes, y no debe, por lo tanto, dejársela caer en saco roto. Se impone una llamada más al distraído lector, y se la encubre en el epígrafe del cap. XXXVI.119

El texto del mismo capítulo relata la llegada de nuevos personajes (Luscinda y don Fernando) y la crisis que se provoca al enfrentarlos con Cardenio y Dorotea. Pero hay una solución efectiva a todos estos problemas y es el uso del autoconocimiento, como ya dije en el primero de estos ensayos. En el plano ideológico ahora se contraponen dos niveles distintos: en El curioso impertinente Anselmo ha aplicado un falso principio cognoscitivo (la experiencia) al problema que es la vida, lo que provoca su destrucción. En el texto que sigue, otros personajes, confrontados con el mismo problema, adoptan una actitud opuesta: no se salen de sí mismos para buscar la verdad, sino que se sumen voluntariosamente en el hontanar de sus conciencias. Y triunfan. El plano abstracto de Anselmo se corresponde, con signo opuesto, con el plano concreto de estos otros personajes, y ambos planos están ligados por una delicada taracea artístico-ideológica.

Capítulo XXXVII. La mutación de valores personales efectuada en el capítulo precedente hace imposible continuar el engaño de don Quijote en el mismo plano que se lo había comenzado. Dorotea no puede seguir siendo la princesa Micomicona, ya que la esencia de su vivir ha quedado identificada con su pasión por Cardenio: «El buen suceso de la señora Dorotea impedía pasar con su disignio adelante» (p. 386). Hay que fraguar un nuevo engaño, y de ello se encarga la propia Dorotea en las siguientes palabras, cargadas de doble sentido:

Quienquiera que os dijo, valeroso caballero de la Triste Figura, que yo me había mudado y trocado de mi ser, no os dijo lo cierto, porque la misma que ayer fui me soy hoy. Verdad es que alguna mudanza han hecho en mí ciertos acaecimientos de buena ventura, que me la han dado mejor que yo pudiera desearme; pero no por eso he dejado de ser la que antes, y de tener los mesmos pensamientos de valerme del valor de vuestro valeroso e invenerable brazo que siempre he tenido. Así que, señor mío, vuestra bondad vuelva la honra al padre que me engendró, y téngale por hombre advertido y prudente, pues con su ciencia halló camino tan fácil y tan verdadero para remediar mi desgracia, que yo creo que si por vos, señor, no fuera, jamás acertara a tener la ventura que tengo; y en esto digo tanta verdad como son buenos testigos della los más destos señores que están presentes.


(P. 388).                


Al igual que en la representación de Camila ante el escondido Anselmo, se trata aquí de un nuevo «engañar con la verdad», en que las cosas son verdad o mentira según el plano en que se las coloque. Así, pues, las afirmaciones de Dorotea son falsas en el plano de la literatura (la princesa Micomicona), pero ciertas en el plano de su vida. En el quehacer vital las cosas se dan en forma simultánea y esencialmente compatible como esto y lo otro, según el plano en que las coloquemos, como los famosísimos Silenos de Alcibíades, que eran ridículos o divinos, según cómo se los mirase. Pero en el quehacer literario, hasta el momento de escribirse el Quijote, esta complejidad radical sólo se supo captar como progresión (desarrollo lógico-cronológico), y, en muchos casos, como incompatibilidad (unidad ético-moral). La primera aproximación a lo simultáneo de lo vital se halla, precisamente, en estos pasajes (todo es verdad y mentira a la vez), en los que, además, se hace evidente la compatibilidad de los opuestos. La diversidad de planos que produce estas distintas valoraciones se halla ínsita en los propios vivires: Camila, modelo de esposas, esposa infiel; Dorotea, mujer pueblerina, princesa Micomicona. Y la expresión de estos vivires participa de todos estos planos a la vez. Por ejemplo: Camila y Dorotea se han impuesto, de su libre arbitrio, vivires en que se conjugan esas parejas de opuestos. Las manifestaciones de ambas heroínas, en consecuencia, captan la duplicidad que encarnan. Esta simultaneidad y compatibilidad vitales apuntan, desde luego, el vasto -universal- dilema del baciyelmo, con lo que se demuestra, una, vez más, la infragmentable unidad de los pasajes aquí estudiados.

Todo esto nos lleva a un relativismo absoluto, aunque sólo aparentemente. En este agitado mar de dudas acerca de lo que pueda ser verdad y mentira se distingue en el horizonte la tierra firme del autoconocimiento. Es partiendo de la autognosis que se establecen las verdades de validez vital en el mundo cervantino. Ésta es la lección que ha aprendido Dorotea en el capítulo anterior, y en lo que concierne a su propia vida no se llama a engaño. Éste afectará a aquellos que traten de llegar a la verdad por caminos que parten desde fuera de sí mismos, como Anselmo (la experiencia) o don Quijote (la autoridad).

En este punto llegan a la venta el capitán cautivo, Ruy Pérez de Viedma, y Zoraida. La presencia del capitán hace que don Quijote prorrumpa en su otro gran discurso de la primera parte: el de las armas y las letras. Con la dinámica peculiar del arte cervantino, este discurso provoca un movimiento en dos direcciones opuestas. Hacia atrás, nos retrotrae al no menos elocuente discurso de Lotario a Anselmo, donde se preludia el tema de ahora en las siguientes palabras: «Las cosas dificultosas se intentan por Dios, o por el mundo, o por entramos a dos... Las que se intentan por Dios y por el mundo juntamente son aquellas de los valerosos soldados» (cap. XXXIII, p. 336), y síguese una breve descripción de la vida del soldado. Sobre estas notas aisladas de Lotario se estructura la gran sinfonía de don Quijote. Hacia adelante, como ya notó Casalduero, la contraposición entre armas y letras del discurso introduce la historia del cautivo y la de su hermano el oidor, y este último es responsable del feliz desenlace de las aventuras del capitán. Y al llegar a este punto observe el lector la riqueza y variedad de los remaches con que Cervantes eslabona su cadena narrativa.

El cautivo prologa su historia con un breve comentario de orden crítico, que conviene recordar: «Estén vuestras mercedes atentos, y oirán un discurso verdadero a quien podría ser que no llegasen los mentirosos que con curioso y pensado artificio suelen componerse» (cap. XXXVIII, p. 399). Hay aquí una no muy velada alusión al Curioso impertinente que invita a la comparación. El nexo de unión entre la novella y el Quijote sería, en estos términos, un artificio, pero creo haber demostrado que este artificio está cargado de sentido vital, que se evidencia con toda nitidez en la interrupción de los cueros de vino. La historia del capitán, por su parte, parece arraigarse en el texto más sólidamente, ya que se une a él por vidas: es la vida del capitán la materia de la historia, y es el mismo capitán, ahora huésped en la venta, quien la cuenta. Si bien esto es esencialmente otro artificio, apunta a diverso blanco que el Curioso: éste es estilizado gesto literario, creado, vivido y válido como literatura (aquí la razón de la censura final del cura, que se ha dejado llevar por su vivencia, y lo enjuicia como acaecimiento verídico). La historia del cautivo es estilizado gesto «histórico», creada -aunque se la supone inconcusa realidad dada-, vivida y válida como historia. Y al llegar a este punto nos espera otra sorpresa. En deliberado paralelismo con el Curioso, el relato del cautivo también se ve enjuiciado a su final por los oyentes. El crítico esta vez es don Fernando, quien dictamina: «Todo es peregrino, y raro, y lleno de accidentes que maravillan y suspenden a quien los oye» (cap. XLII, página 437). Nuevamente, entre realidad (literaria o histórica) y conciencia se interpone la vivencia personal, y este relato, tan verídico como lo puede hacer Cervantes, se ve juzgado como si fuera una creación poética. Pues los efectos en el oyente que describe don Fernando, son, precisamente, los términos en que la crítica aristotélica describe los efectos deseados de la creación poética. La ficción del Curioso se transparenta en historia, y la historia del capitán en ficción.

Y con esto comienza el capitán el relato de sus aventuras (cap. XXXIX). Al pisar el umbral de ellas se produce un instante de desconcierto: «En un lugar de las montañas de León...» son las palabras que inician el relato. Su evidente correspondencia verbal y de situación con las que abren el Quijote parece querer apuntar nuestra imaginativa hacia lo apodícticamente ficticio -la novela que tenemos entre manos-, intención contraria en absoluto a la naturaleza de todo este episodio. Mas esto es congruente con la realidad esencial del arte cervantino, que es la ironía, lo que equivale a decir la presentación de opuestos. El Quijote es la ars magna oppositorum, por antonomasia, lo que se evidencia hasta la saciedad a lo largo de toda la obra, desde la obvia oposición argumental entre amo y escudero, hasta la más sutil y estilística implicada en el preámbulo del capitán y la materia de su relato.

En este último sentido, y a riesgo de apartarme brevemente del tema de estas páginas, conviene hacer ciertas aclaraciones que contribuyen a deslindar la totalidad de sentido del arte cervantino. La vida del Renacimiento, que justiprecia la riquísima variedad de las circunstancias cósmicas, trata de justificar su puesto en el universo en términos de una armonización de las variedades contradictorias. Para ejemplificar baste mencionar la filosofía sincretista de un Pico della Mirandola, la vida proteica de un Leonardo da Vinci, el espíritu conciliador de Erasmo y secuaces, o bien el muy concreto concepto del cortesano. Por un lado, hallamos una actitud de admiración y regocijo ante la realidad múltiple (el arte de un Rabelais); por el otro, un innegable afán de codificación taxativa (la estética neoaristotélica). Ambas actitudes se rigen, sin embargo, por el mismo entrañable deseo de armonización, que formalmente permitiría la variedad en la unidad. A los efectos de esta concordancia universal los hombres del Renacimiento se debaten entre dos principios rectores de antagonismo hipostático: la naturaleza y la razón. Naturismo y racionalismo traspasan todo el pensamiento y arte renacentistas, pero, en realidad, no hacen más que agravar la eterna y vibrante discordancia.

El siglo XVII recibe esto último como inevitable herencia, y lo erige en norma vital. Nada de intrínsecamente nuevo hay en ello, ya que esta periodicidad está ínsita en el propio latir de la civilización occidental: antigüedad clásica-cristianismo, Edad Media-Renacimiento, siglo XVI-siglo XVII, etc. Por diversos motivos que ahora no vienen al caso la apreciación del vivir humano se polariza nuevamente, y éste queda esencializado en su antinomia de materia y espíritu. De ella se desprende toda una serie progresiva de opuestos que repercuten y llenan todo el ámbito seiscentista. La dualidad es el canon vital: la cuna y la sepultura, la vida es sueño, y tantos otros aspectos conocidísimos del arte y el pensamiento de la época. La unidad está más allá del poder o querer humano, lo que no es óbice para que cobije y guíe al hombre en la forma de la Verdad revelada y absoluta de la religión, que trasciende a la naturaleza y a la razón.

Cervantes cabalga en la zona divisoria de estos dos momentos, y es él quien da la solución humana de efectividad actuante. La antinomia que el hombre del Quinientos lucha vanamente por armonizar, y sobre la que descansa la estética del Seiscientos, esa contradicción es conciliable en términos del aquí y ahora. El punto en que los opuestos se hacen compatibles es la creación artística. El arte asimila y armoniza la discordia elemental para forjar un supramundo acabado, en el que los elementos constituyentes pueden mantener íntegra su pristinidad. En este sentido el Quijote es el magnífico remate a los esfuerzos armónicos del Renacimiento.120

Y para terminar con estas consideraciones. Cuando Cervantes se aboca al Persiles ha resuelto ya el problema de todos los opuestos. Pero esa tarea se ha efectuado de tejas abajo. Sobre las verdades -plural, cuya efectividad queda analizada- del arte está la Verdad de la religión. Aquí no cabe compatibilidad, sino subordinación; por ello se crea un mundo artístico de complejidad equiparable a la del Quijote, pero que apunta en forma trascendente a la Verdad única. Esto es el Persiles, que traspasa, en consecuencia, el marco renacentista que inspiró la labor previa.

Para retomar el «rastrillado, torcido y aspado hilo» de este ensayo: a partir del citado preámbulo del capitán la narración se arraiga profundamente en la realidad histórica española. Don Juan de Austria, Lepanto, La Goleta, Argel, el propio Cervantes, son sólo algunos de los nombres que dan densidad circunstancial al relato. Pero no pienso entrar en tales materias.121 Prefiero mencionar, aunque más no sea de pasada, el hecho, evidente por lo demás, que la especificidad del relato radica en aquello que no es elemento cronístico, vale decir, en los factores que Cervantes no halla dados en la historia de su época. A la objetividad histórica de la narración hay que sumar, como cantidad mayor, el subjetivismo de lo autobiográfico: verbigracia, aquel «tal de Saavedra», cuyas hazañas se recuerdan (cap. XL, p. 410). Y todo esto al servicio de una intención estética (el tema de este ensayo), que, como tal, se vuelca sobre sí misma.

La raigambre histórica que celosamente proporciona Cervantes a su relato es de dos tipos: uno es el ya mencionado afincamiento de la narración en los sucesos contemporáneos. El otro lo constituye el voluntarioso injerto de la vida del cautivo, tal como él la narra, en la «historia» de don Quijote y demás oyentes. La circunstancialidad de los acontecimientos en que participó el capitán le confiere a este la pátina de la Historia, que recubre, por asociación, a la heterogénea concurrencia que lo escucha. Y ésta, a su vez, venía cargada de la historicidad relativa que le había conferido la artificialidad del Curioso impertinente. Los concurrentes quedan iluminados así por dos focos que con diversa intensidad emiten nítidos destellos concretizadores. De esta manera, pues, los dos niveles históricos del relato del capitán (el universal de sus campañas mediterráneas y el particular de su presencia en la venta del zurdo Palomeque) concurren a lo mismo: a dar características tridimensionales a un mundo ficticio. Y así se llega, por opuesta avenida de aproximación, al mismo punto que con el Curioso impertinente.

Para no alargar más este estudio observaré un solo detalle. Al igual que la novella de Anselmo, el relato de Ruy Pérez de Viedma también se ve interrumpido. Al contar la pérdida de La Goleta recuerda cómo un tal don Pedro de Aguilar había escrito dos sonetos al efecto. Uno de los circunstantes no se puede contener y revela que este don Pedro es su hermano, y recita, de inmediato, los dos sonetos. Se cierra la interrupción y continúa su cuento el capitán. Mas obsérvese que este paréntesis está destinado a poner en altorrelieve la circunstancialidad apodíctica del relato. Por decirlo así, pasamos de lo «histórico» a lo «más histórico». En El curioso, por su parte, la interrupción sirvió para hacernos pasar de un tipo de ficción a otro. Pero lo histórico termina siendo enjuiciado como ficticio, y la ficción como historia. Y con estas fluctuaciones y dobles paréntesis narrativos (en la narración del Quijote, por un lado, y en la de las novelitas, por el otro) se forja una infragmentable unidad, tanto más admirable cuanto mayor es la diversidad allí encerrada.

En conclusión: estos dos cuentos intercalados se nos presentan en situación antagónica. El curioso se identifica con lo más refinadamente literario, mientras que el capitán encarna todo aquello de evidencia históricovital. Pero si no se hace abstracción del texto en que ambos están montados, se observa que los términos de la antinomia pueden ser compatibles -no se trata aquí de solución racionalista- como correlatos de un intrincado sistema de vidas ficticias y ficciones vitales. Con plena intencionalidad artística, el continente (Quijote) y el contenido (Curioso, Capitán) se truecan en sus funciones por el artificio de las interrupciones, con lo que se truecan también los valores respectivamente encarnados. De la consecuente amalgama surge, por primera vez en la historia literaria, un tipo de narración donde todos los opuestos están ínsitos y en compatibilidad, como en la propia vida de su creador.



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