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Poesías

Nicomedes Pastor Díaz

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Prólogo de esta edición

de Juan Eugenio Hartzenbusch

     En el año de 1840 publicó sus versos en Madrid el Sr. D. Nicomedes-Pastor Díaz con el discreto prólogo que sigue a éste, y debiera excusar el nuestro; pero la costumbre o manía reinante de prologuizar toda publicación exige que, antes de lo que previno muy al caso el autor, vaya impreso algo de otra pluma, que de seguro no ha de ser tan propio ni tan necesario.

     Aquí sólo convendría manifestar que no es la presente colección igual del todo a la del año 1840; pues, en efecto, sale ordenada en otra forma, y enriquecida con catorce composiciones, de gran valor algunas, y todas de alguno.

     Después de tal aviso, nada puede añadirse que no sepa el lector, o pueda saber, ya por sí, ya por la noticia biográfica inserta en el primer tomo, de estas obras, ya en fin por el prólogo que va reimpreso a las pocas páginas. Quien ignore que el señor Pastor Díaz ha sido uno de los mejores poetas españoles de nuestros tiempos; el que no conozca ya el carácter por que se distingue su poesía, no espere de nosotros una filosófica disertación, destinada a probar qué fue Pastor Díaz como poeta, y por qué lo fue: aquello nos lo declara él mismo; esto nos lo indica también suficientemente, y no tratamos de esclarecerlo más, porque no es tiempo aún de que salgan a luz todos los secretos y pormenores de una vida forzosamente relacionada con las de otros, que, o viven aún, o bajaron al sepulcro dejando a sus familias tiernos recuerdos, que merecen ser atendidos y respetados.

     «Mis versos (dijo nuestro difunto amigo en el prólogo ya citado) no pertenecen al porvenir, ni a la sociedad, ni a la moral, ni a la religión, ni a objeto alguno universal, o, como ahora se dice, humanitario; son composiciones individuales.» Ama mi corazón todo lo triste, añade en una de las obras nuevamente agregadas a nuestro libro; y en la primera de él, intitulada Mi inspiración, se nos presenta desde luego como cantor de amores y desventuras: una visión, una fantasma, que se le aparece misteriosa y lúgubre y le llama infeliz, le anuncia:



                                          «...                        El dedo del destino
Trazó tu oscura y áspera carrera.
Yo he leído en su libro diamantino
     La suerte que te espera.
     A vano, eterno llanto
Te condenó, y a fúnebres pasiones...
     El rigor de la suerte
Cantarás sólo, inútiles ternuras,
La soledad, la noche, y las dulzuras
     De apetecida muerte.»


     La predicción de la fantasma, en su parte primera, no fue cumplida. Llevado pronto Nicomedes Pastor Díaz a puestos honrosos, luego a mandar una provincia, después al Consejo de la Corona y al Senado; Embajador y Ministro, condecorado con cinco grandes cruces, insigne en el periodismo, en el Parlamento y en el Parnaso, la carrera de Pastor Díaz como hombre público no fue ni oscura ni áspera, sino llana, próspera y brillante. Pero las amarguras de su juventud habían puesto desde muy al principio la queja en los labios de su musa, que nunca supo sonreír sino con tristeza. La prematura muerte de una mujer tiernamente amada, célebre por él con el nombre de Lina, fijó su carácter poético; nacieron de una tumba las flores de la corona que ornó sus sienes; y para todas las impresiones que agitaron su corazón después, y le movieron a tomar en las manos la lira, sólo tuvo, como el cantor de Eliodora,

Voz de dolor y canto de gemido.

     Vemos ya declarado, por quien mejor lo pudo saber, el hecho con la causa, la índole poética melancólica de los versos de nuestro amigo, y la razón de ella: fue un deplorable suceso, de consecuencias permanentes, una desgracia de la juventud, que lastimó el corazón del autor y su imaginación, igualmente sensible, para toda la vida. En los discursos, en las lecciones, en las demás obras de Pastor Díaz, aparece el repúblico, el literato, el orador, el hombre de Estado; en sus poesías el hombre a solas: allí su ingenio, aquí su corazón: pudiéramos decir de ellas, repitiendo una inscripción muy sonada, tiempo antes que naciese nuestro poeta: Son coeur est ici, son esprit est partout.

     A la verdad, muchos han sido los escritores que experimentaron en su juventud pérdidas semejantes, y no se acibaró tanto y tan largamente por eso el carácter de su poesía. Y no eran hombres que sentían menos que otros las pesadumbres; pero sabían o podían sentir cual el mal el bien, y en la vida hay de todo. Pastor Díaz hubo de nacer con una predisposición señalada para la elegía; y reuniéndose en él una causa natural y otra fortuita y fuerte, hubo de escoger para sus poemas asuntos dolorosos, los cuales no escasean en la vida más apacible. A los diez y siete años no cumplidos, cuando, según él mismo nos lo dice, amaba sin objeto, ya las inspiraciones de su musa eran tristes, ya (quejándose de soledad espantosa) deseaba la muerte. Vivía entonces, y no la conocería tal vez aún, la que había de ser otra Laura para el Petrarca nuevo, y ya la queja era la voz del joven poeta. Desde el primer arrullo ya emite la tórtola tonos dolientes: el presentimiento de la desgracia es en ciertos corazones innato; y entre temerla antes y plañirla después, consumen los breves días de su existencia. Quien apetecía morir si no había de gozar las dichas de amor, para él todavía incógnitas, bien podía, al amar con objeto, y hallarse separado de él, anhelar otra vez la muerte, como fin de una ausencia cruel y desesperada. «¡Verla y expirar!» decía Leandro a las olas que le repelían de la torre, donde le esperaban en vano los brazos amantes de la tierna Hero.

     Procede a la composición dirigida A la muerte, que tiene la fecha de 1829, la que lleva el título de La inocencia, escrita después (en 1830); pero está muy bien colocada primero, porque los afectos del autor expresados en ella se refieren de hecho a tiempos anteriores. Contaría Pastor Díaz de veinticuatro a veinticinco años a lo sumo cuando se hallaba en la situación que allí se describe. Podía entonces decir a Amelia:



                                           «Y cuando de tu angélica ternura
         Inspirado me veo,
Yo creo en la virtud, en la hermosura,
         Y hasta en la dicha creo.»


     Amargo es, por cierto, ese hasta, cuya explicación se hallará en los versos siguientes:



                                           «Ángel de la inocencia, yo te imploro!...
       Disipa estas quimeras.
Celestial hermosura, yo te adoro...
       Mas ¡ay! Tú no me quieras.
No se fijen tus vagas ilusiones
       Sobre mi ardiente seno.
Teme el triste furor de mis pasiones
       Y su oculto veneno.
Todos los fuegos que mi pecho inflama
       Son rayos matadores.
Quema mi corazón todo lo que ama;
       Sólo inspira dolores.»


     Desde que Pastor Díaz había escrito El amor sin objeto, hasta cuando se retrató en estas estrofas, había recorrido muchas revueltas en el laberinto del mundo; por fortuna podía decir:



                                           «Allá en otros momentos
Podré sentir, mi bien, palpitaciones,
Nunca remordimientos.»


     Acaudalaba ya experiencia bastante para prorrumpir en este otro pensamiento, uno de los más profundos y más bellos que se leen en las obras de nuestro autor:



                                           «Y abarcando a su fin de una mirada
       Mi efímera existencia,
Diré: Felicidad... o no eres nada,
       O fuiste la Inocencia.»


     ¡Hermosísimo rasgo, de exquisita delicadeza y sólida verdad! La dicha nace de la virtud, y la virtud del hombre, el cual es por naturaleza frágil, suele ser hija del arrepentimiento: así, a la candidez inmaculada de la inocencia no iguala felicidad alguna: toda otra virtud, toda otra dicha será puramente de hombres; la felicidad propia de la inocencia es de ángeles, criaturas predilectas de la Suma Sabiduría.

     Siguiendo el autor la historia de sus deseos y sentimientos, nos cuenta:



                                               «Corrí a las fuentes dó mi labio ardiente
Beber el bien quería;
Y a su hidrópico afán inobediente,
El néctar del deleite no corría...
     Y corrió por mi mal... ¡y era veneno!
Bebiéronle conmigo:
Crimen en vez de amor ardió en mi seno;
Fui amante inútil y funesto amigo.»


     Al crimen sigue indefectiblemente el remordimiento: estos versos, pues, a pesar de su fecha, se refieren a un tiempo, según va dicho, posterior.

     En las composiciones tituladas Desvarío, Su memoria y A la luna, encontrará el lector acá y allá esparcidos los trémulos y confusos rasgos de la catástrofe tan vivamente sentida por el poeta: de una vaguedad tétrica semejante participan los versos de Su mirar y Una voz. A la fuerza del tiempo, consolador el más eficaz de los tristes, ceden las penas en el corazón del amante de Lina; ya era dulce su sueño, sus días plácidos; ya no pasaban por su frente negras nubes que le arrancasen lágrimas, cuando en una noche serena y clara, levantando con gratitud los ojos al cielo, vio delante de sí revolar una Mariposa negra, que turbó de nuevo la paz de su espíritu, laboriosamente adquirida; y, con pesar ya sobre el volcán gruesa capa de nieve,

                                           «Las nieves del volcán se derritieron
Al fuego que ligeras encendieron
     Dos alas de crespón.»


     En la lucha que mantiene el hombre consigo mismo, no hay arma, no hay auxilio, por endeble que sea, que no baste para decidir la victoria del sentimiento: La mano fría de la razón es impotente para extinguir la llama que brota más pujante cuanto más concentrada estuvo. Aconsejamos al lector que vea la composición titulada La mano fría, o ya entre las primeras, porque allí es su lugar por la fecha, o ya entre las últimas, porque a ellas corresponde más por su objeto y su tono.

     Dulcísimo es el de los versos dedicados a la muerte de aquel hermano, que se le murió en la niñez; misericordioso y benévolo el de los que forman la composición aplicada A un ángel caído; blandamente amorosas (como que expresan el cariño filial) las estrofas con que remite su retrato Nicomedes-Pastor a su digna madre. Bajo los rudos majestuosos arcos del acueducto de Segovia discurre con severa filosofía; con la autoridad de la ciencia católica en el largo romance que leyó la noche de Navidad de 1857 en casa del Sr. Marqués de Molins: de la titulada El quince de Octubre juzgarán los políticos; en ciertos versos de ella habló el autor en nombre de algunos; los sentimientos expresados en los cuartetos A S. M. la Reina Gobernadora fueron los de muchos millones de habitantes de España. Con citar aquí La Sirena del Norte habremos recorrido la lista de todo lo bello, de casi todo lo que en poesía escribió nuestro amigo: no mucho en cantidad, mucho, sí, por su alta valía: el tierno Latorre y el sentido cantor de la Arrebolera, nos dejaron aún menos rasgos de sus felices plumas, atinadas hasta en aquella sobriedad para producir, que deja al lector con deseo de más largo placer entre la admiración de lo que disfruta.

     D. Nicomedes-Pastor Díaz, nacido con exquisita sensibilidad y con imaginación ardiente, viviendo su juventud en una época turbulenta, cuando el hierro y el fuego devastaban su patria; cuando veía derrocar los alcázares de lo pasado, y no alzaba todavía la edad presente sus monumentos para la venidera; herido en sus afectos, contrariado en sus más dulces inclinaciones, burlado en el logro de sus más vehementes anhelos, reservó casi exclusivamente para sí la voz de su poesía, que no pudo ser sino dolorosa; y cantando sus sentimientos en dulce sonido, atrajo a su alrededor a las almas tiernas, que le oyeron y le oyen con viva simpatía, con melancólico deleite, con admiración y entusiasmo. Producto de su juventud los más de sus versos, a la juventud los dedicó, más capaz de sentirlos y saborearlos, que la madurez de la vida ni su decadencia. Los jóvenes hallarán en ellos fieles pinturas de pasiones y padecimientos, de esperanzas y desengaños, que les son ya o les habrán de ser conocidos; algo tal vez oscuro en el pensamiento o por la expresión, mucho que les admire, mucho que los enseñe, nada que ofenda, nada que perjudique ni su moralidad ni su gusto.

     La poesía de Pastor Díaz se explaya en conceptos graves o delicados, o brillantes y enérgicos; su versificación bien trabajada une del continuo la propiedad, la variedad y la armonía. No diremos que por variar el ritmo de los endecasílabos convenga usarlos de la factura de estos:



                                           Así las ondas de este Landro hermoso...
¡Mísero yo! No soy más que un mortal...
Miro do quier como un mortuorio manto...
Y sobre sus tormentos y avenidas...
La copa busca de un pensil de estrellas...


     Sin embargo, estos versos, con la buena, con la oportunísima entonación que les daba Nicomedes-Pastor al leerlos, encantaban al que los oía. El verbo convulsar, el violento monosílabo lee, convertido en consonante de ve; leerá e ideal hechos voces disílabas, y alguna que otra incorrección harto leve, ¿qué son entre tantos excelentes versos que forman esta colección preciosa, modelo de arte métrica de los mejores que puede presentar nuestro siglo en España? No eran tan esmerados, por cierto, los autores del siglo de oro de nuestras letras, cuyo estudio se prescribe en reglamentos y cátedras, en libros de clase y en controversias críticas. El que busque versos defectuosos en las obras de Pastor Díaz, tardará en encontrarlos; quien los apetezca fluidos, valientes, sonoros, buenos en fin, abra por cualquiera de sus páginas este libro, sincera historia de un corazón doliente, sembrada de episodios y digresiones interesantes, donde una rica imaginación reviste de galas deslumbradoras las maduras sentencias de la filosofía.

Juan Eugenio Hartzenbusch



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Prólogo del autor

En la edición de 1840

     Al dar a la prensa estas composiciones, creo de mi deber manifestar el principal motivo que me ha decidido a hacerlo. Si la prensa fuera el público, no me atrevería a llamar su atención sobre estas producciones; pero le respeto demasiado, y le conozco lo bastante, para que yo pueda presumir que dar a la estampa meramente este libro es publicarle. La prensa es un medio de copiar como cualquier otro; y cuando el número de personas, que por afición, por curiosidad o por cortesía me piden copias de mis versos, ha llegado a ser demasiado considerable para que yo pueda satisfacerlas a todas, he creído más cómodo, formar esta pequeña colección y tenerla impresa.

     Por otra parte, habiéndoseme llamado más de una vez poeta, debo presentar mis títulos a fin de no usurpar un nombre no merecido, y de no arrogarme, a la sombra del misterio, una reputación fundada en lo que no existe; porque tal vez no existirá más que lo que al presente imprimo. Las composiciones que ahora doy a luz, muchas de ellas publicadas ya en folletines o en periódicos literarios, cuentan por la mayor parte siete u ocho años de fecha. Hace tiempo que, dedicado a negocios y ocupaciones de muy distinta naturaleza, no he podido entregarme al delicioso placer de hacer versos. Tal vez no puedo hacerlos ya; tal vez no los haré nunca. En esta época desventurada, las facultades poéticas se extinguen pronto, la imaginación se desencanta, el corazón se hiela, el gusto, en vez de perfeccionarse, se corrompe, las ilusiones se disipan, y la región poética del mundo se eclipsa, quedando sólo a la vista el mundo real y positivo, o la parte de él llamada así por los desdichados que creen que la imaginación, el sentimiento, el alma, el amor de lo bello y el éxtasis de lo sublime no son nada, como los ciegos pudieran llamar mundo real al que ellos palpan, creyendo fantástico el que nosotros vemos.

     He aquí las razones que me asisten para aventurarme a dar a luz estas páginas; he aquí la disculpa de mi osadía.

     Por lo demás, todo el que lea el prólogo que escribí para las poesías de mi amigo el Sr. Zorrilla, conocerá la poca importancia que yo puedo dar a estos versos, y aun al género a que pertenecen. En aquel escrito están consignados mis principios literarios, y allí se puede ver lo que a mis ojos vale y significa la estéril y anárquica literatura de nuestra edad. Mis versos son hijos de esta triste edad, y de esta literatura más triste aún: no pertenecen al porvenir, ni a la sociedad, ni a la moral, ni a la religión, ni a objeto alguno universal, o, como ahora se dice, humanitario: son composiciones individuales, acentos aislados, plegarias, suspiros, desahogos, gemidos solitarios de un corazón que, como la mayor parte de los corazones que nos rodean, gime y llora solamente por haber nacido. Y si nadie puede estar más convencido que lo estoy yo de que la poesía debe tener un fin social, y una misión fecunda, moral y civilizadora; si a nadie pueden parecer más vanas, fútiles y efímeras todas esas obras de escombro, que van esparciendo como el polvo de su camino los que hoy peregrinan por el desolado campo de las artes; si creo que la ráfaga del huracán que sobre ellos sopla, barrerá pronto ese polvo, y barrerá sus huellas; si estoy evidentemente penetrado de que poesía social no puede existir donde no hay sociedad, y de que en Europa la sociedad pereció, y no hay más que individuos; y si de tan terrible anatema creo heridas las más célebres producciones y las más ilustres capacidades literarias de nuestra época, dejo a cualquiera colegir lo que de estos obscuros cantos podré yo creer y esperar. Por eso he dicho que no los publicaba, sí que los imprimía. En la poesía puede suceder lo que en la arquitectura; en torno de los monumentos es preciso que se eleven las obras pasajeras que sólo duran la vida de un hombre. A par del Escorial y del Vaticano se alzan miles de casas comunes, que se derriban y se renuevan cada generación: y al pie de las Pirámides levanta el árabe su barraca de palmas, que dura sólo un día; como a vista de Homero, Virgilio, Dante, Tasso, Shakespeare y Calderón, que, cantaron para los siglos y para las generaciones, hoy se escribe para una población, para una clase, para una tertulia. He aquí todo el interés, toda la importancia que, a lo más, doy a mis versos. Hasta desgracia es no tener más fe, y carecer de la arrogante presunción del que estampó al frente de los suyos: Exegi monumentum aere perennius.

     Por eso al imprimir estos preludios, he creído deber disculparme para con el público y para con los artistas, del arrojo de publicarlos.



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Primer período: Adolescencia



                                                 Mi inspiración
   Cuando hice resonar mi voz primera
Fue en una noche tormentosa y fría:
Un peñón de la cántabra ribera
      De asiento me servía:
      El aquilón silbaba;
La playa y la campiña estaban solas;
Y el Océano rugidor sus olas
      A mis pies estrellaba.
 
   No brillaban los astros en el cielo,
Ni en la tierra se oía humano acento;
Estaba oscuro, silencioso el suelo,
      Y negro el firmamento.
      Sólo en el horizonte
Alguna vez relámpagos lucían;
Y al mugir de las mares respondían
      Los pinares del monte.
 
   Fuera ya entonces cuando el pecho mío,
Lanzado allá de la terrestre esfera,
Vio que el mundo era un árido vacío;
      El bien, una quimera.
      Nunca un placer pasaba
Blando ante mí, ni su ilusión mentida;
Y el peso enorme de una inútil vida
      Mi espíritu agobiaba.
 
   Quise admirar del mundo la hermosura,
Y hallé do quiera el mal. De amor ardía,
Y nunca a mi benévola ternura
      Otro amor respondía.
      Sólo y desconsolado,
Cantar quise a la tierra mi abandono,
Mas ¿dó tienen los hombres voz ni tono
      Para un desventurado?...
 
   Al destino acusé, y acusé al cielo
Porque este corazón dado me habían;
Y de mi queja, y de mi triste anhelo
      Los cielos se reían.
      ¿Dó acudir?... ¡Ay!... Demente
Visitaba las rocas y las olas
Por gozarme en su horror, llorar a solas,
      Y gemir libremente.
 
   Un momento a mi lánguido gemido
Otro gemido respondió lejano,
Que sonó por las rocas, cual graznido
      De acuático milano.
      De repente se tiende
Mi vista por la playa procelosa,
Y de repente una visión pasmosa
      Mis sentidos sorprende.
 
Alzarse miro entre la niebla oscura
Blanco un fantasma, una deidad radiante,
Que mueve a mí su colosal figura
      Con pasos de gigante.
      Reluce su cabeza
Como la luna en nebuloso cielo:
Es blanco su ropaje, y negro velo
      Oculta su belleza
 
   Que es bella, sí; de cuando en cuando el viento
Alza fugaz los móviles crespones,
Y aparecen un rápido momento
      Celestiales facciones.
      Pero nube de espanto
Tiñó de palidez sus formas bellas,
Y sus ojos, luciendo como estrellas,
      Muestran reciente el llanto.
 
   Cual ciega tromba que aquilón levanta
En los mares del Sur, así camina;
Y sin hollar el suelo con su planta,
      A mi escollo se inclina.
      Llega, calladamente
En sus brazos me ciñe, y yo temblando
Recibí con horror ósculo blando
      Con que selló mi frente.
 
   El calor de su seno palpitante
Tornóme en breve de mi pasmo helado:
Creí estar en los brazos de una amante,
      Y... «¿quién, clamé, arrobado,
      Quién eres... que mi vida
Intentas reanimar, fúnebre objeto?
¿Calmarás tú mi corazón inquieto?
      ¿Eres tú mi querida?»
 
«¿O bien desciendes del elíseo coro
Sola, y envuelta en el nocturno manto,
A ser la compañera de mi lloro,
      La musa de mi canto?
      Habla, visión oscura;
Dame otro beso, o muéstrame tu lira;
De amor o de estro el corazón inspira
      A un mortal sin ventura.»
 
«No, me responde con acento escaso,
Cual si exhalara su postrer gemido;
Nunca, nunca los ecos del Parnaso
      Mi voz han repetido.
      No tengo nombre alguno;
Y habito entre las rocas cenicientas,
Presidiendo al horror y a las tormentas
      Que en los mares reúno.»
 
   «Mi voz sólo acompaña los acentos
Con que el alción en su viudez suspira,
O los gritos y lánguidos lamentos
      Del náufrago que expira.
      Y sí una noche hermosa
Las playas dejo y su pavor sombrío,
Sólo la orilla del cercano río
      Paseo silenciosa.»
 
   «Entro al vergel, só cuya sombra espesa
Va un amante a gemir por la que adora;
Voy a la tumba que una madre besa,
      O dó un amigo llora.
      ¡Pero en vano mi anhelo!
Sé trocar en ternezas mis terrores,
Sé acompañar el llanto y los dolores;
      Más nunca los consuelo.»
 
«¡Ni a ti, infeliz!... el dedo del Destino
Trazó tu oscura y áspera carrera.
Yo he leído en su libro diamantino
      La suerte que te espera.
      A vano, eterno llanto
Te condenó, y a fúnebres pasiones,
Dejándoos sólo los funestos dones
De mi amor y mi canto.»
 
   «De ébano y concha ese laúd te entrego
Que en las playas de Albión hallé caído;
No empero de él recobrará su fuego
      Tu espíritu abatido.
      El rigor de la suerte
Cantarás sólo, inútiles ternuras,
La soledad, la noche, y las dulzuras
      De apetecida muerte.»
 
   «Tu ardor no será nunca satisfecho;
Y sólo alguna noche en mi regazo
Estrechará tu desmayado pecho
      Iluso, aéreo abrazo.
      ¡Infeliz si quisieras
Realizar mis fantásticos favores!
Pero, ¡más infeliz si otros amores
      En ese mundo esperas!»
 
   Diciendo así, su inanimado beso
Tornó a imprimir sobre mi labio ardiente.
Quise gustar su fúnebre embeleso;
      ¡Pero huyó de repente!
      Voló; de mi presencia
Desapareció cual ráfaga de viento,
Dejándome su lúgubre instrumento,
      Y mi fatal sentencia.
 
   ¡Ay! se cumplió!.,. que desde aquel instante
Mi cáliz amargar plugo a los cielos,
Y en vano a veces mi nocturna amante
      Torna a darme consuelos.
      Mis votos más queridos
Fueron siempre tiranas privaciones;
Mis afectos, desgracias o ilusiones;
      Y mis cantos... ¡gemidos!
 
   En vano algunos días la fortuna
Ondeó sobre mi faz gayos colores;
En vano bella se meció mi cuna
      En un Edén de flores;
      En vano la belleza
Y la amistad sus dichas me brindaron;
Rápidas sombras, ¡ay! que recargaron
      ¡Mi sepulcral tristeza!...
 
   Escrito está que este interior veneno
Roa el placer que devoré sediento.
Canta, pues, los combates de mi seno,
      ¡Infernal instrumento!
      Destierra la alegría,
Que nunca pudo a su región moverte;
Y exhala ya tus cánticos de muerte
      Sin tono ni armonía.
 
   Y tú, amor, si tal vez te me presentas,
No pintaré tu imagen adorada;
Describiré el horror de las tormentas,
      Y mi visión amada.
      En mi negro despecho
Rocas serán mis campos de delicias,
Lánguidas agonías mis caricias,
      ¡Y una tumba mi lecho!
 
               El amor sin objeto(1)
   Vanamente mis ojos inquietos
Por do quiera se tienden y giran;
Vanamente mis labios suspiran
Abrasados de fúnebre ardor.
   Soledad espantosa me cerca,
Noche eterna mi pecho ha cubierto;
Para mí todo el mundo es desierto...
¡Pues que nadie responde a mi amor!
 
   Todo es fuego mi pecho exaltado;
Sólo amando me place la vida,
Y fijando en otra alma querida
De existir la penosa ilusión.
   Ilusión... ilusión desgraciada
Que la triste verdad no realiza;
Ilusión que mi pena eterniza...
¡Porque nadie responde a mi amor!
 
   Yo no sé lo que quiere mi pecho,
Yo no sé porque tiemblo y qué lloro,
No conozco lo mismo que adoro,
No hallo objeto a mi triste pasión.
   Sólo encuentro un inmenso vacío
Donde el alma se agita sedienta,
Y esta sed de querer se acrecienta...
¡Porque nadie responde a mi amor!
 
   Tal vez amo en mis tristes delirios
A un fantasma que forja mi mente;
Y dó quiera le miro presente,
Le da vida mi fúnebre ardor.
   Yo le escucho, le estrecho en mis brazos,
Yo su aliento de aroma respiro;
Yo... ¡infelice!... demente deliro...
¡Nadie, nadie responde a mi amor!
 
   Vanamente de nácar y rosas
El Oriente engalana la aurora;
Vanamente su faz brilladora
Lanza el sol con radioso esplendor
   Ni la tarde en los campos me agrada,
Ni de noche la luna brillante;
Luz y sombra buscaba en mi amante,
¡Ay!... ¡y nadie responde a mi amor!
 
   Con mi amante risueña la aurora
Me inundara de blanda alegría;
Con mi amante gozara yo el día,
Campo y sombras, y grato frescor.
   Con mi amante la luna me viera,
De sus rayos bañado y de llanto,
Apurar ese mágico encanto
¡Que a las penas les presta el amor!
 
   Tú tal vez, corazón que yo busco,
Tú tal vez solitario palpitas,
Y en fantásticos sueños te agitas,
Y suspiras y lloras cual yo.
   Ven a mí, yo te haré venturoso,
Yo te ofrezco esas horas risueñas,
Yo te ofrezco esa dicha que sueñas...
Ven, querida... ¡responde a mi amor!
 
   ¡Ven a mil... yo no busco hermosura;
No apetece este pecho vacío
Sino un pecho de amor como el mío,
Sino el alma, sino el corazón.
   ¡Ven!... abiertos te esperan mis brazos;
Ya parece que en ellos te estrecho;
Ya parece que siento tu pecho
Contra el mío latiendo de amor.
 
   ¡Nadie me oye!... mis voces se apagan,
Y se apaga con ellas mi vida;
Donde no halla mi pecho querida,
Un sepulcro hallará mi dolor.
   Un sepulcro es el lecho florido
Que apetece mi anhelo postrero;
Un sepulcro la dicha que espero,
Pues no existe la dicha de amor.
 
               La inocencia

A Amelia

Tendió su manto ya de oro y de rosa
      La tarde en la pradera.
¡Qué tranquilo está el mar! ¡Qué silenciosa
      La ría y la ribera!
 
Mas... ¡qué en vano a mis ojos tan brillante
      Decoración se pinta,
Si no refleja otra mirada amante
      Su inanimada tinta!
 
Que el alma sin amor, y sin profundos
      Latidos, y aun pesares,
Se halla más sola en medio de esos mundos
      Que un bajel en los mares.
 
Mas aún benigno compadece el cielo
      Mi espíritu postrado;
Y un ángel me depara de consuelo
      De su altura bajado.
 
Aun hay para mi noche luz de aurora;
      Aún Amelia me ama.
Bella inocente, ven... tu amigo llora,
      Y en su dolor te llama.
 
No tardes ¡ay!... Tus ojos virginales,
      Tu celeste inocencia,
Me infunden nuevo amor a los mortales
      Y a mi triste existencia.
 
Y cuando de tu angélica ternura
      Inspirado me veo,
Yo creo en la virtud, en la hermosura...
      ¡Y hasta en la dicha creo!
 
Ya viene allá... ¡Cuán cándidas, cuan bellas
      Se ostentan sus facciones!
Aún no surcan ¡su rostro, cual centellas,
      Fogosas las pasiones.
 
Mas sus ojos mirándome se inflaman
      De rayos de alegría,
Y con magia del cielo la derraman
      ¡Hasta en el alma mía!...
 
Ven a mi corazón, dulce hermosura;
      Ven, ángel, a mis brazos;
Ven, y de tu pureza y mi ternura
      Forme el dolor los lazos;
 
¡Ay! ven... que aunque mi pecho los rigores
      Del desengaño oprimen,
Aún no trocara al mundo mis dolores
      Por sus goces de crimen...
 
¡Santa ilusión que en la desgracia imploro!...
      A ser vuelve mi anhelo
No es ilusión esa virtud que adoro:
      Conservádmela ¡oh cielo!
 
Eternizad de este ángel la pureza,
      Y esa celeste calma:
Que es el supremo bien esa belleza
      Que da la paz del alma.
 
¡Amelia!... Un corazón desencantado
      Nada puede ofrecerte;
Ni tú hallarás donde te guarde el hado
      Más venturosa suerte.
 
Fascinada por mágicas visiones
      Creerás en otros seres;
Suspirarás por nuevas sensaciones,
      Por extraños placeres.
 
Abrazarás la nube engañadora
      De esa dicha mentida,
Y llorarás, como tu amigo llora,
      La bella edad perdida.
 
Verás al fin de era esperada calma
      Un letargo sombrío,
Y llegarán los vuelos de tu alma
      Al caos del vacío.
 
Así las ondas de este Landro hermoso
      Corren al mar vecino,
Apeteciendo el natural reposo
      De su raudo camino.
 
Hélas, empero, aquí, por los juncales,
      Tan puras, tan serenas,
Retratando en sus plácidos cristales
      Las márgenes amenas.
 
Y hélas allá cuan bravas y verdosas
      Tus ojos amedrentan;
Y en montañas alzándose espumosas...
      En las rocas revientan.
 
Quédate, Amelia mía, en la ribera,
      Quédate entre las flores;
No agoste tu lozana primavera
      Canícula de amores.
 
Vive los días de tu alegre mayo
      Enlazada a tu amigo;
Que aún tiene rama el árbol que hirió el rayo
      Para darte su abrigo.
 
 
No serás tú la nube que le encienda,
      ¡Leve vapor de aurora!
Ni será que a tu soplo se desprenda
      Su cima protectora.
 
No... ni el cariño avivaré risueño
      Que tu candor me ofrece;
Ni seré osado a despertar el sueño
      Que feliz te adormece.
 
Y ¡ojalá que jamás se despertara!
      Y piadosa la suerte,
De ese sueño a los dos nos transportara
      ¡Al sueño de la muerte!...
 
¿Quién sabe en tanto si pasión traidora
      Su tiro oculto apresta?
¿Si en tu pecho sonar podrá una hora
      De mudanza funesta?
 
¿Qué?... ¿sonó ya tal vez?... En tu alma bella
      La compasión trocada
¿Habrá encendido la primer centella
      Que brota en tu mirada?...
 
¡Tú tiemblas!... ¡tú enmudeces!... ¡tú suspiras!
      Y reprimiendo el llanto,
Mi mano estrechas, y mis ojos miras
      Con sonrisa de espanto.
 
¡Ángel de la inocencia, yo te imploro!...
      Disipa estas quimeras.
Celestial hermosura, yo te adoro...
      Mas ¡ay!... ¡Tú... no me quieras!
 
No se fijen tus vagar, ilusiones
      Sobre mi ardiente seno.
Teme el triste furor de mis pasiones,
      ¡Y su oculto veneno!
 
Todos los fuegos que mi pecho inflama
      Son rayos matadores.
Quema mi corazón todo lo que ama;
      Sólo inspira dolores.
 
Sufra yo solo, y mi feliz querida
      Enjugue en paz mi llanto;
Su voz arrulle el sueño de mi vida
      Como un celeste canto.
 
Y duerma tu ilusión con mis temores
      Tan sumida en el pecho,
Que pueda la virtud mullir de flores
      Para los dos un lecho.
 
Alcémosle, mi bien, en la espesura
      Que este valle guarece,
Lejos del mundo que con risa impura
      La inocencia escarnece.
 
Y no importa que oscuros e ignorados
      Nos rechace aquí el suelo,
Si nos ven a su gloria aproximados
      Los ángeles del cielo...
 
¡Ven, ángel mío, ven!... La unión más santa
      En mis brazos te espera...
Mira cómo la luna se levanta
      Por la azulada esfera.
 
Como ella, por el cielo sostenidos,
      Nosotros volaremos
Dó la oscura región de los sentidos
      De lo alto miraremos.
 
Y pasarán cual sombra las pasiones;
      Y allá, en otros momentos,
Podré sentir, mi bien, palpitaciones...
      ¡Nunca remordimientos!
 
Y abarcando, a su fin, de una mirada
      Mi efímera existencia,
Diré: «Felicidad... o no eres nada,
      O fuiste la Inocencia.»

1830.

 
               A la muerte

Te teneam moriens, Tib. Eleg. , lib. I.

   Ven a mis manos, de la tumba oscura,
Ven, laúd lastimero,
Dó Tibulo cantaba su ternura,
Dando a Delia su acento postrimero.
 
   Y tráeme los ayes encantados
Con que dulce gemía,
Cuando ya con los párpados cerrados,
En brazos de su amor, desfallecía.
 
   Ven, y el son de tu armónico suspiro,
Sobre mi arpa vibrando,
Al viento dé las ansias que respiro,
El fin de mi existencia preludiando.
 
   Yo lloraré de un alma solitaria
El insaciable anhelo,
Invocando en mi lúgubre plegaria
Él solo bien que me reserva el cielo.
 
   Yo ensalzaré tu celestial dulzura,
Muerte consoladora.
Yo cantaré en tus brazos tu hermosura;
Nadie en el mundo como yo te adora.
 
   Parece ya que en el dintel sombrío
De la tumba dichosa
Siento exhalarse un delicioso frío
Que el ardor templa de mi sed fogosa;
 
   Y que un ángel más bello que mi Lina,
Con semblante risueño,
En féretro de rosas me reclina,
Y el himno entona de mi eterno sueño.
 
   «Venid, exclama, a los sepulcros yertos
A terminar los males.
No es ilusión la dicha de los muertos;
¡La nada es el vivir de los mortales!...»
 
   -Lo sé, lo sé; mas de otro modo, un día,
Brillante a mis ardores
El campo de la vida se ofrecía
Vertiendo aromas y brotando flores.
 
   «Dó más placer divise, dije ufano,
Allí está mi ventura.
El ser que me formó no es un tirano;
Y el bien en el gozar puso natura.»
 
   «Destiérrese de mí la razón lenta
Y su impotente brillo;
Será mi norte lo que el pecho sienta;
Será feliz mi corazón sencillo.»
 
   Dije, y cual ave del materno nido
Lancéme en vuelo osado;
La senda del placer hollé atrevido,
Siempre de sed inmensa arrebatado.
 
   Corrí a las fuentes dó mi labio ardiente
Beber el bien quería;
y a su hidrópico afán desobediente,
El néctar del deleite no corría...
 
   Y corrió por mi mal... ¡y era veneno!
 Bebiéronle conmigo;
Crimen en vez de amor ardió en mi seno,
Fui amante inútil y funesto amigo.
 
   Denso vapor al fin anubló el alma;
Y en letargo profundo
De quietud falsa, de horrorosa calma,
Dejé los hombres, y maldije al mundo...
 
   ¡Oh natura falaz! Tú me engañaste
Con pérfida mentira,
Cuando en mi débil corazón grabaste
Esa imagen ideal por quien suspira.
 
   Pasó de mis fantásticas visiones
La magia encantadora;
¡Destino atroz!... no tengo ya pasiones;
Y un solo bien mi corazón implora.
 
   Envía sólo un rayo de contento
Sobre mi hora postrera;
Dame un solo placer, sólo un momento...
El momento no más en que me muera.
 
   Ya que entoldaste siempre mi ventura
Con tan nubloso velo,
Rasga en mi ocaso su cortina oscura,
Déjame, cuando expire, ver el cielo.
 
   ¡Ay! y al sentir ese éxtasis profundo
Que da la patria eterna,
A la que fue mi patria en este mundo
Volver me deja una mirada tierna.
 
   Llévame de mi Landro a los vergeles,
Y allí, muerte piadosa,
Bajo los mismos sauces y laureles
Dó mi cuna rodó, mi tumba posa...
 
   Apura, oh muerte, mi deseo apura...
Y a mis votos te presta.
Lleva a su colmo mi postrer ventura;
Premia un instante una pasión funesta.
 
   Propicia a la ilusión que me alucina,
Llévame a la que adoro;
Tremola entre los brazos de mi Lina
Tu crespón para mí, bordado de oro.
 
   En ellos ¡ay! exánime posando,
Mi rostro al suyo uniendo,
Al compás de su lloro agonizando,
Y sus tardías lágrimas bebiendo,
 
   Mis brazos se enlazaran a su cuello,
Que apoyo me prestara
Para esforzar el último resuello
Que en sus labios mi espíritu exhalara...
 
   ¡Ay! accede al ansiar de un alma triste,
¡Muerte que anhelé tanto!...
Y en vez de esa corona que no existe,
¡Cubra una flor no más tu negro manto!
 
   Mas no... no cederás tu poderío,
¡Oh destino inclemente!
Y contra el mármol del sepulcro mío
Con furor ciego estrellarás mi frente.
 
   Mi tierna juventud, mis padeceres,
Mi llanto no te apiada...
¡Moriré, moriré!... mas sin placeres;
¡Ay! ¡moriré fin ver a mi adorada!

1829.

               A alborada
               Poesía gallega
   ¡Ay miña pequeniña!
¡Qu'ollos bonitos tés! ¡Que brilladores!
¡Case salta a alma miña,
É vendo os teus colores,
Ver me parece todos os amores!
 
   Agora qu'á alborada
Os dulce paxariños xa cantaron,
É da fresca orballada,
N'as perlas os ramiños se pintaron,
Agora ¡qué diviños
Brillaran os teus ollos cristaliños!
 
   ¡Ay! asoma esas luces,
Asoma a esa ventana, miña hermosa;
Tú que sempre reluces
Con elas máis lustrosa
Qu'á Luna, cando nace silenciosa.
 
   Verásme aquí cantando,
Xunto estas augas craras, estas penhas,
Verásme aquí agardando
Que se rompan as lúgubres cadenas
D'a noite que m'aparta
De quén nunca a alma miña se véu farta.
 
   Mírame, sí, querida,
Cando d'o blando sono te levantes,
Máis fresca, é máis garrida
Qu'estas frores fragantes,
Qu'á espuma d'estas ondas resonantes.
 
   ¿E ainda non parecen
Eses olliños teus? ¿Dormes rosiña?
¿Dormes, é resplandecen
Os campanarios altos d'a mariña?
¿Ainda non oiche
Aquela dulce voz que m'aprendiche?
 
   ¿Déixasme qu'aquí solo
Á as áugas lles dirixa os meus acentos,
É non vés ao meu colo
Fartarme de contentos,
É amante aproveitar esteis momentos?
 
   Des d'aquí vexo os mares
Serenos, estenderse alá no ceo;
Oio d'aquí os cantares
Da pillara fugaz, d'o merlo feo,
Pero o teu seno lindo
Non ovexo, meu bén, qu'estas durmindo.
 
   Xa se foi o luceiro;
Desperta d'esa cama, miña rosa;
Desperta, é ven primeiro
Abrir á venturosa
Ventana d'o teu carto: ven graciosa.
 
   Sál como sempre sales,
Máis diviña qu'á diosa de Citera
Salindo dos cristales,
Máis galana qu'á leda primavera
Esparcindo rosales:
Venus pra min, amante,
Primavera, mañan, é fror fragante.
 
   Xa te vexo salindo
Mirarme, é retirarte avergonzada,
¿É de quén vás fuxindo
Tontiña arrebatada?
¿Do teu amor que canta n'a enramada?
 
   Non fuxas, non, querida;
Ven aquí: baixa á escala sin temores:
Esa frente garrida
Á miña man á cubrirá de frores;
Xa as teño aquí xuntiñas;
¡Qué venturosas son! ¡Qué bonitiñas!
 
   Ven despeinada ainda
Darme o primeiro abrazo, darm'a vida
¡Canto es así máis linda!
Ven qu'a mañan frorida
Solo pr'os que se queren foi nacida.
 
   Non, non, durme, descansa,
Naide turbe o reposo d'o teu peito:
Plácida quietud mansa
Sin cesar vele o téu hermoso leito:
Durme, que non tés penas,
É acaso en min soñando te enaxenas.
 
   Reposen os teus ollos,
Eses ollos diviños, venenosos:
Tamén finos cogollos
N'os rosales pomposos
Agardan por abrirse recelosos.
 
   Sí, miña prenda amante:
Eu cantarei aquí mentras que dormes.
¡Ay qu'o Landro brillante
Non é dourado Taxo; nin o Tormes
Alinda o meu retiro!
Durme, si, durme, mentras qu'eu suspiro.

Mayo 11 de 1828.

               La inmortalidad
               Epístola a Genaro(2)
... anne aliquas ad caelum hinc ire putandum est
Sublimes animas; iterumque ad tarda reverti
Corpora? Quae lucis miseris tam dira cupido?...
Virg. AEneid. lib. VI.
   Decretada ya está por el Destino
Mi eterna suerte al fin: siempre sombrío,
Sólo la oscura soledad me agrada;
Claustros y torres, bosques y ruinas.
 
   Buscando alivio a una pasión tan triste,
Cual hoy me abrasa lo interior del pecho,
Vengo a templar las llamas que me cercan,
Junto a estos muros santos, dó reposan
Generaciones mil; aquí gustoso
Cerca miro las olas estrellarse,
Las luchas remedando de mi pecho;
Y más cerca, las urnas solitarias
¡Aumentando el pavor de las tinieblas!
Ellas me aguardan, ¡ay! ¡Genaro amigo!
 
   Cual incierto marino, descubriendo
La playa a dó los vientos le conducen,
Primero ve desde la erguida popa
Qué mansión el destino le prepara;
Así yo, de las olas dó fluctúo
Contemplo el puerto a dó ru rumbo lleva
La contrastada nave de mis días.
La contrastada nave de mis días.
¡Ignorada región!... ¡Oh! si a lo menos
De aquel país oscuro, algún viajero
¡Tornase a las mansiones de la vida!...
¡Supiera el hombre su eternal destino!
Mas ¡ah! no vuelven; y el postrer letargo,
Es cima que, una vez ya traspasada.
El mísero mortal nunca recobra.
 
   Pero ¿puede lo eterno a los humanos
Parar arrebatado el pensamiento?
¡En vano un muro inmenso nos separa!
¡Cuan corta es la carrera de la vida
Al rápido correr de aquella mente,
Que altiva, impetuosa, irresistible,
Supo escalar la cima de los cielos
Ensanchando el espacio, y de los mundos
La inmensidad continua dilatando!
¡Cuán estrecha, al vagar interminable
De la ambición continua de aquel pecho,
De aquellos corazones, incesantes
En querer disfrutar; de aquella hidra
Que siempre en mil pasiones renaciendo,
Nunca tranquila reposó y cansada!
¡Vano es parar el rápido torrente
A orillas del abismo en que se sume!
 
   Deseó siempre el corazón humano...
¡Hasta la tumba, deseó constante!
Vio el sepulcro; cesó la ilusión grata
De por siempre existir, y al fin un día,
A fuerza de ver muertes, convencíase
Que era fuerza morir. Más... ¿pudo entonces
Contener sus miradas, y sereno
El cuadro terminar de sus afanes
En el abismo horrible de la nada?
¿Pudo ver sin espanto el desgraciado
Su vida terminar hórrida y triste,
Sin aguardar un bien, entre las tumbas,
Que en el mundo engañoso no topara?
¿Pudo mirar el déspota tranquilo
No reinar más, ni ya bajo sus plantas
La humanidad postrarse? ¿Pudo un día
El tierno esposo, el cariñoso padre,
El sensible amador, adiós eterno
A la esposa querida, al hijo amado
Decir sereno, y de los dulces lazos
De amor... ¡por siempre más!... desenredarse?
No; que en el sueño de la corta vida
Soñó también que prolongados fueran
Con la muerte sus días; y abrazóse
Con tan dulce ilusión. Quiso a la muerte
El velo arrebatar con que cubriera
Del porvenir inmenso los abismos;
Y al abrir con sus ojos el sepulcro,
A través de las fétidas reliquias,
Del placer y la paz vio los destellos.
¡Ay! ¡No fue engaño su dichosa idea!
¡Encanto dulce! ¡imagen de consuelo!
¡Oh! si del hombre todos los delirios
Fuesen tan gratos... ¡venturoso fuera!
 
   Aquí, mi amigo, de Platón guiado,
A la luz de las lámparas sombrías
Que sobre estas columnas reverberan,
Mi mente me dictaba lo que al hombre,
Ambicioso por siempre, extender place
Más allá de la tumba ¡oh mi querido!
¿Por qué en sueño tan grato despertarme
Quiere una ciencia inútil y funesta?
¿Por qué abrirme a la luz los ojos ciegos,
Luz que no pueden, débiles, llorosos,
Sufrir sin turbación? Ya que el humano
Marchitó las guirnaldas, que a la vida
Al salir de sus manos, dio natura,
Deja que espere, al fin de su carrera,
Puro placer y paz interminable.
¡Ah! ¡qué importa si es sólo una esperanza!
También sobre la tierra una esperanza,
¡Son solamente los ansiados goces!
Al alma nunca sacia lo presente;
Esperar el placer... ¡es disfrutarle!
 
   Pero, ¿qué pudo en manos de los hombres
Puro permanecer? Todo... inocente
Nace; mas ¡ay! que al soplo del malvado
Brota la sangre... agóstanse las flores!
   Deseaba intranquilo el infelice
Sus días terminando, ver de nuevo
Sin término otra vida levantarse;
Cuna el sepulcro fue de su ventura,
E impávido corrió, de sus vacíos
A lanzarse en la sima. En todas partes
Creó delicias raras y tormentos
Su mente arrebatada, y en diversas
Esperanzas el hombre dividido
Fue, como en cultos, razas y países.
 
   Vio el muelle egipcio, el ingenioso griego,
Bajo las cavernosas catacumbas,
Mansiones de placer; deja el humano
Sus prendas breve plazo, se adormece,
Y allá despierta en ignorado reino.
El anciano Carón, barquero adusto,
Su sombra guía por neblosas ondas
Del Averno a los campos infinitos;
Ve del Erebo en la profunda noche,
En derredor de lóbregas cavernas,
Los genios de maldad silbar horribles,
¡Furias, Parcas y fúnebres ensueños!
De la orilla en el barro cenagoso,
Sumidos ve los manes insepultos,
Y escuchando los gritos penetrantes,
Que lejos dan los malos en sus penas,
Del Tártaro imagina los tormentos,
Y huye aterrado, y al Elíseo vuela,
De siempre pura luz mansión dichosa.
Allí torna otra vez a las delicias
Que tal vez suspendió; ve las queridas
Sombras que amara un día entre los hombres!...
¡Si allí bajara la que el ser me ha dado,
La estrecharía Madre cariñosa,
Cuál siempre la miré; y embriagada
Los elíseos jardines recorriendo,
A par de aquellos hijos que adoraba,
Prolongara el placer!
 
                                 En vano Tisbe
Baja amorosa al hórrido sepulcro;
Su Píramo querido, entre los bosques
De fragante arrayan, prepara el lecho
Donde un amor eterno los corona
En juventud inacabable, ardiente!...
Allí, olvidados de su error funesto,
Se estrechan con placer: llanto de fuego
Baña sus rostros; el amante labio
Se une al labio feliz; juntos palpitan
Por siempre sus ardientes corazones...
Y si algún tanto su delirio cesa,
Un breve, suavísimo desmayo,
Cual fresca aurora del tostado Julio,
Suspende sus fatigas, y de nuevo
Los encendidos besos, los suspiros
Restallan ¡ay!... para durar eternos!...
¡Oh puerta del vivir... tumba dichosa!
 
   Baja, si gustas, al risueño albergue
Dó el oriental voluptuoso espera,
Atravesando el peligroso puente,
Ceñir sus sienes con las palmas de oro
Del árbol de la dicha. En vano un día
Lloran su sangre de Ismael los hijos
Só el yugo de un sultán, o en los desiertos
¡La sed los quema y abrasados mueren!
La muerte es su placer; allá, acostados
En grutas de ámbar olorosas, miran
Serpear por campiñas de diamante
Ríos de miel y néctar deliciosos.
Allí, entre flores y banquetes santos,
Dó angélicas criaturas administran
Al labio humano copas de ambrosía,
Mil candorosas jóvenes deidades,
Más puras que el azul de los espacios,
Siempre nuevos placeres añadiendo,
Jóvenes siempre, y siempre más hermosas,
Halagan sin cesar entre sus brazos
A aquellos pechos que el amor subyuga
Hasta más lejos de la triste huesa.
Allí en días más plácidos y tiernos
Que una noche de luna a los amantes
Recostados, al margen de un arroyo,
En brazos de sus célicas amadas
Se encantan con los sones melodiosos
De mil campanas de cristal radiante,
Que se mecen pendientes de las ramas,
Como un vergel de fúlgidas estrellas.
También entre el ramaje, que guarnece
De topacio las rocas, en las márgenes
De las divinas sonorosas fuentes
Entonan dulces cánticos y trinos
Mil pintadas suaves avecillas;
Donde nadan en éxtasis absortas
Las almas de los jóvenes poetas.
Tibulo encantador, Nasón amante(3)
Melodioso Meléndez, en aquellos
Retiros cantaríais a las bellas,
De estro y de amor perpetuos embriagados.
 
¡Oh si también allá, bajo los sauces,
O en el triste rincón de una pradera,
Posado entre las hojas de un aliso,
Cantase yo la luna y las tristezas!
¡Oh si cuando, mi acento entrecortado,
Cesase de llorar, y en mi extravío,
«¡Lina adorada!» extático exclamase...
Lina me oyera, y un suspiro solo,
Un sólo palpitar sacrificara
A la triste pasión que me devora!...
¡Oh cielo hermoso, a mi deseo vano...
 
   Pero deja recuerdos ¡ay! tan dulces
A más sencilla edad; deja que el griego,
El romano, el egipcio, el persa muelle,
Y el bárbaro habitante de Bizancio,
Corran sus encantados paraísos;
Deja que torvo el Druida sangriento,
El fiero escandinavo, el bretón frío
Que en los bosques de Albión un tiempo erraba,
Circuyan las mansiones sepulcrales,
Para más destrozar sus enemigos,
Y devorar en bárbaros banquetes
Sus cadáveres negros humeando;
Deja que el europeo al cielo suba,
Entre celestes coros conducido,
A ver de Dios la majestad augusta;
Deja al árido ateo contemplando
Su ciego acaso y su espantoso nada!
 
   Tú ahora, ven conmigo, atravesando
El paso hercúleo, y las turbadas ondas
Del mar que fiera dominó Cartago.
Ve allá en la margen del Ésaro humilde
Que atraviesa los muros de Crotona,
De un templo las columnas ruinosas.
Allí sentado un venerable anciano
Te dirige su voz, la voz que un tiempo
Los doctores del Indo le enseñaron;
Oye, mi amigo, su lección divina.
Pitágoras os habla; no el empíreo,
No campos placenteros, no festines
Os promete, ni amor: «Mortal», os dice,
«Tu vida pasará como las mieses
Que doran las llanuras cada estío,
Y otra vez volverás a la existencia.
Dó quier circula el fuego de la vida,
Y de una en otra criatura, corre
La inmensa escala de los seres todos».
Bien como el agua, que del mar se eleva
Vaga en nubes, despéñase en torrentes,
Y sosegada, fecundando el suelo,
Vuelve a la mar en variado curso.
Si felizmente la virtud hermosa
Orna tu vida, ilustra tus desgracias,
Serás dichoso en existencia nueva
Que el cielo te destina. ¡Oh tú, abatido
Mísero labrador, que só el arado
Desfallecido expiras, canta alegre
Himno de gloria; que a las altas gradas
Del sólio subirás, donde ora brilla
Tu bárbaro opresor. Y si allí sabio
La deprimida humanidad doliente
Tu corazón benéfico levanta,
Más dichoso serás, y a las campiñas
Y a las cabañas tornarás tranquilo!
¡Dogma consolador! ¡Dogma del cielo!
 
 
   ¡Oh, amigo mío! ¿Pudo más suave
Esperanza halagar mortales pechos?
Otro espere de Elíseos la fragancia;
Otro al Olimpo y los mayores orbes
Subir pretenda en venturoso vuelo.
Mas ¡ay! ¡cuán poco el corazón del hombre
Si es una siempre, halaga la esperanza!
La vida es lo que anhela; en vano dura
La desgracia, y anubla de sus días
La breve aurora; la desgracia misma
Le une a la vida más. Así el salvaje
Que en Spitzberg, de los eternos hielos
Entre el duro crujir pasó su infancia,
A la margen del Betis trasladado,
Suspira, en su vergel, por la natía
Estéril roca, y el erguido abeto,
La larga noche, y la enterrada choza
Envuelta en pieles y apretada nieve.
 
   ¡Oh, mi Genaro! Déjame que ceda
A tan grata ilusión: yo también quiero
Renacer otra vez. Odié la vida...
Y la espero mejor. ¡Ah! ¡cuán dichoso
Veré la tumba abrirse, y recibirme!
Sí, naceré otra vez. Desde otro asilo
Escribiré a mi amigo mis deseos;
Aspiraré otra vez de mi ardores
La llama infausta, vana, y los pesares
De la amistad, a par de sus delicias;
Aun otra vez en mi laúd doliente
La muerte cantaré; veré de nuevo
Las amenas riberas del Landrove
De otras flores cubiertas y otras ninfas.
Viviré un día, cuando ya no truene
Sobre la tierra la injusticia armada,
Y la oliva que nazca en el sepulcro
De los malvados, cubra con sus ramos
Los dichosos jardines de mi patria.
Ya no entonces mi voz saldrá rugiente
Entonando los himnos sanguinosos
Que el libre pecho entre los hierros canta.
Solo que aún triste, mi cansada huella
Vagará en los extensos panteones,
Y el polvo de los déspotas pisando,
Recorreré el recinto religioso
Dó reposan sus víctimas heladas.
 
   Tal vez allí mi tumba descubriendo,
Meditando yo mismo en mis despojos,
Diré: «¡Aquí yace un amador sombrío!
No lejos mora su adorada Lina.»
Y el dulce sentimiento que me excite
El recuerdo que salga de la huesa.
De aquel sentir antiguo de mi pecho
Será tal vez el renovar confuso.
 
    Allí vendrá un anciano, a quien el brazo
Dará una bella joven, cual guiaba
Al venerable Ossian blanda Malvina,
Entre las tumbas de Morvén sombrío.
«Joven», aquel anciano me dijera,
Cuando en los años de que tú disfrutas
Me vieron juguetón estas orillas,
¡Oh cuánto amaba al desgraciado amigo
Que ese mármol cubrió!... ¡cuántos momentos
Entre mis brazos acalló sus penas
Y exhaló su tristeza que expiraba!
¡Cuántos, al vislumbrar de oscura noche,
Un mismo lecho en calma deliciosa
Unió nuestro cariño, y escuchaba
La triste relación de nuestros goces!
¡Cuánto esa Lina!... ¡cuánto esa memoria!...
No ames, ¡oh joven!... Y llorando entonces,
Él posara su sien sobre mis hombros,
Yo bañara sus canas con mi llanto...
Otra vez y otras mil a mi Benino
Entre mis brazos enlazando al pecho.
¿Qué hay más bello, Genaro, entre los sueños
Que al hombre pensador dulces halagan?
¿Prefieres aguardarlo en las estrellas,
Mansión extraordinaria, que no idea
Por sí la humana mente, donde en éxtasi,
Ya sin humano sentimiento, vive?
Será el supremo este deleite acaso;
Pero a quien sus encantos no imagina
Profano... ¡ni es consuelo, ni esperanza!
 
   No, amigo, no; si en lo futuro incierta
Vaga mi mente, mi razón me dice
Que sólo al soplo del placer franquea
Mi pobre corazón, fácil entrada.
¡Ay mi querido! Si la vida fuese
Dulce, como será la ansiada tumba,
No así sumiera en tétrico letargo
Aqueste corazón tan infelice,
Aqueste pecho, que vivir no puede
Sin que el aliento del amor aspire!
   Dame, Genaro, tus consejos santos;
Haz que brillen mis días más serenos,
Y deja que la mano de la Parca
Se adelante hacia mí; nunca he temido
El filo atroz que a tantos estremece!
Me acordaré, muriendo, de mi amada,
Y expiraré tranquilo; mis deseos,
Mis placeres, e inquietas esperanzas,
Y mis delirios, todos, se acabaron;
¡Venga después lo que me guarde el cielo!...
¡Mejor será que mi penosa vida!
 
   ¡Acaso mi memoria algún agrado
Te traiga entonces!... viéndose, con flores,
-Sin ambición, ni envidias, ni rencores-,
El ciprés de mi tumba engalanado.

Abril 21 de 1829.

               Mi color
   ¡Oh cual me place, hermosa,
La blancura festiva
Con que pinta la aurora
La cuna de los días!
   El cisne en los estanques
Que sus alas erguidas
Ostenta, y por los aires,
Cual blanco rayo, gira;
   La cándida paloma,
Mensajera de dichas;
El jazmín oloroso,
Y la azucena altiva;
   Las nacaradas conchas
Por la playa esparcidas,
La espuma de los mares,
Y la nieve en las cimas,
   Cuando el cierzo las nubes
Allí apiñadas limpia...
¡Qué blancas y qué hermosas
Son a mis ojos, Lina!
   Cuando la primavera
Sale vertiendo risas,
   Coronando los bosques,
Vistiendo las campiñas,
   Y a los frescos arroyos
Esmalta las orillas,
Con mil cándidas flores
Nevadas margaritas,
   Parece al firmamento,
Cuando en noche tranquila
Mil plateados astros
Por los espacios vibran;
   También la pura rosa
Con su color hechiza
El seno que perfuma,
Los ósculos que liba;
   ¡Ay qué color tan bello
El de la rosa, Lina!
El oriente y ocaso
Con sus nubes carmíneas,
   Inspirando deleites
Al expirar el día;
Los pacíficos mares
Cuando el sol ya declina,
   Y en las olas oculta
Sus trenzas de oro, tibias;
Los pechos palpitantes
Donde el amor anida,
   O en atrevido vuelo
Regalado se agita;
Las mejillas que besa
Cuando ardiente se anima...
   Todo la bella rosa
Con su color eclipsa;
¡Todo!... bien que si brotan
Halagüeña sonrisa
   Los amorosos labios
De la adorada mía...
Escóndese la rosa
No púdica... ¡de envidia!
   ¿Y no es también hermoso
El color de la espiga
Cuando en mares de oro
Fluctúa con la brisa,
   O cuando resplandecen
Allá por las marinas
Las apartadas playas
Que el horizonte alindan?
   Pues, ¿y el dorado fruto
Que en el vergel domina?
¿La olorosa naranja,
Las pomas que Amor pinta,
   Y a través de las hojas
Se mecen suspendidas?
Es hermoso el dorado;
Y más bello, mi Lina,
   El azul majestuoso
De la bóveda empírea;
El verde de los mares,
y el verde, que varía
   En mil gratos matices,
Si el aire y sol le rizan!
Vedle ya, de esmeraldas,
Y de grama que ahija,
   De las blandas praderas
Tejer la alfombra rica,
Dó el triste Sar arrastra
Sus aguas escondidas;
   Ya con tortuosas ramas
De las lozanas viñas
Vestir con verdes visos
Las amantes colinas
   Que el raudo Miño asorda.
O el Avia fertiliza;
Ya en el vergel frondoso,
Corona siempre viva
   De aquel plácido Landro
Que vio nacer mis días,
Donde voló mi infancia...
(¡Halague mis cenizas!)
   Pintar los tiernos juncos,
Las hojas, que acarician
El pérsico meloso,
Las fresas y las guindas;
   Al nogal corpulento,
Las copudas encinas
Cubrir de augusta sombra;
Y en la choza pajiza
   Dó el labrador sencillo
Goza serenas dichas,
Teñir el musgo y yedra
Que los muros abrigan.
   -Mas ¡ah! ni el blanco puro
Ni la rosa encendida,
Ni el oro refulgente,
Ni el azul que ilumina
   Los ámbitos del cielo,
Ni el verde que matiza,
Son, amada, a mis ojos,
De más plácida vista
   Que el negro de la noche,
Cuando triste respira
Mi corazón perdido
En su melancolía;
   ¡Entonces todo es negro!
Las montañas erguidas,
Los árboles espesos,
Los campos y las villas;
   Negro es el Sar medroso,
Y negras sus orillas;
Negros esos retiros
Donde el alma medita;
   Y puesto que tus ojos
También con negros, Lina...
Negro mi color sea...
¡Negra la suerte mía!

Diciembre 11 de 1828.

               Mi reclusión
   Cuando al sumirse la existencia mía
Bajo estos elevados paredones,
De sus vagos delirios e ilusiones
Libre creí mi ciega fantasía;
Cuando, dejado el mundo tumultuoso,
Estos tranquilos techos me acogieron,
Y sombras, y silencio delicioso
A mi inquietud febril sobrevinieron,
Mis labios sonrieron,
De blando gozo se inundó mi pecho,
Y exclamé satisfecho:
«¡Al fin tendré aquí paz!... y sepultado
En mi lúgubre asilo,
Aquí seré olvidado;
¡Viviré oscuro, viviré tranquilo!»
 
   «De vana gloria, y ambición exento,
Sobre el dolor y el infortunio alzado,
No se verá mi corazón manchado
De orgullo vil, ni vil abatimiento.
Yo seré el mismo; empero mis pasiones
Las mismas no serán... ¡ya se apagaron!
Sin pábulo mis ciegas ilusiones,
Un pecho dejarán que atormentaron.
Mis deseos se helaron,
Que ya no los inflama la esperanza;
Y en súbita mudanza
Despeñado al abismo del olvido,
Menospreciado luego,
Después aborrecido,
¡Al fin también se extinguirá mi fuego!»
 
   Dije, y entré. Mi tétrico retiro
Me abrió en silencio sus antiguas puertas,
¡Salve! les dije a sus paredes yertas,
Y mi triste saludo fue un suspiro.
Extático quedé; se heló mi acento;
No lloraron mis ojos cual solían,
Creí sentir la calma del contento,
Y mis afectos pareció que huían.
No huyeron ¡ay!... dormían;
Dormían fatigados, y humeando;
Estaban reposando,
Por más fuerza cobrar... ¡y despertaron!
Despertaron ardiendo,
Y otra vez circularon
Con nuevo brío en torbellino horrendo.
 
   ¡Vana fue mi quimérica esperanza!
¡Vano el encierro y soledad oscura!
Los males de mi pecho no hallan cura,
¡Jamás mi corazón tuvo mudanza!
No dejará de amar hasta que expire,
¡No dejará de arder hasta que muera!
Y aunque a breñas y a yermos me retire,
Conmigo llevaré mi pasión fiera.
Si aborrecer pudiera
Me juzgara infeliz, lo soy ahora
Porque mi pecho adora;
¡Y siempre lo seré!... mi aciaga suerte
Al amor me condena,
Y amor será mi muerte,
Amor mi vida abrasa, y la envenena.
 
   Él es, él es el bárbaro castigo
De un infeliz que no conoce el crimen;
Sus lazos son los grillos que me oprimen,
No los cerrojos de mi oscuro abrigo,
No, ¡mármoles sagrados, altos muros!
Tal vez mi bien de vuestra guarda espero
¡Oh! no me le neguéis, patios oscuros;
Atended a mi acento lastimero.
No entre vosotros quiero,
Fantasmas de placer; no, de ilusiones
Que cebéis mis pasiones;
Corred tan sólo por mi mente un velo
De letárgico olvido,
Y aquí hallaré consuelo;
Aquí el reposo que lloré perdido.
 
   Aquí de mi adorada los acentos;
No me harán palpitar, ni sus miradas
Sobre mis tristes ojos desmayadas
Tendrán en suspensión mis movimientos.
Vendrá a alumbrar mi calabozo el día.
¡Y yo no la veré!... la noche helada
Vendrá también, y entre su niebla umbría,
Tampoco la veré; ni en mi morada,
Contra mí reclinada,
Podrá tocar mi labio enardecido
La orla de su vestido;
Ni exhalando en su seno mi tristeza,
Posaré en su regazo
Mi lánguida cabeza;
¡Ni de su cuello penderá mi brazo!
   Y así borrada en mi cruel despecho
Será su imagen, su recuerdo amante.
Yo llegaré a no amar, vendrá un instante
Que yerto quede, y sin amor mi pecho.
¡Vendrá... pronto vendrá!... cuando me muera,
Cuando al sepulcro baje ya vecino...
Allá en su seno la quietud me espera;
Allí te olvidaré. No; no imagino,
Mi bien, otro destino
Donde no pueda amarte; ni en la muerte
¡Dejaré de quererte!
Que ni desgracias, ni mi oscura vida,
Ni mi injusto castigo
Me privarán, querida,
De verte siempre, y de vivir contigo.
 
   ¡Nunca! En vano se cubre mi morada
De ciega oscuridad; en sus visiones
Veo brillar tus ojos, tus facciones,
Siento sonar tu voz enamorada
Por estos patios lúgubres vagando
En el silencio de la noche oscura.
Siempre estás ante mí... siempre temblando
¡De ti imploro el abrazo de ternura!
Mi planta se apresura
Por volar a tus pies. Mas... ¡sombra vana!
Cada vez más lejana,
Mi frenético anhelo no te alcanza;
Y delira, y te sigue,
Y en trémula esperanza
¡Cada vez más iluso te persigue!
 
   Breve tal vez y turbulento sueño
Reposo intenta dar a mis ardores;
Pero entre sus fantásticos vapores
Yo te busco, y te tengo, dulce dueño!
Y torna al punto mi cruel desvelo,
Y en hórrido delirio me levanto;
Brilla la aurora; se ilumina el cielo,
¡Mas mi ilusión no cesa, ni mi encanto!
Ni el ardoroso llanto
Su curso suspendió... ¡triste mañana!...
La fúnebre campana
Pulsa en mi corazón; pero sus sones
Al anunciar el día
No alejan las visiones,
De mi siempre anublada fantasía.
 
   A todas horas sin cesar te veo;
Siempre están palpitando tus acentos
Sobre mi alma... ¡Todos los momentos,
Mi vida toda... en adorarte empleo!
Que mi vida es amar; mi pecho ardiente
Mas no sabe ni quiere; ¡mas no espera!
Mi deidad es amor (mi labio miente),
¡Mi deidad eres tu!... Yo no existiera
Si amor no sostuviera
Esta máquina débil, en alimento
Es la pasión que aliento;
Y en el combate eterno en que batallo,
Es mi sangrienta daga;
La sola dicha que hallo,
¡El único deleite que me embriaga!
 
   ¡Cuan puro este place naciera un día,
Y que en breve mudó! Mi desventura
Aquella aurora emponzoñó tan pura,
¡Hoy ya suplicio de la vida mía!
¡Tú... tú también mudaste, dulce dueño!
Ya no es tu rostro el plácido semblante
Dó lozano vigor brilló risueño,
Cuando yo no cuidaba ser tu amante,
Palidez devorante
Marchita tus mejillas nacaradas;
Tus célicas miradas
Salen allá de esos hundidos ojos...
Tus labios son ruinas;
Tus cabellos, despojos.
¡Tú también al sepulcro te avecinas!
 
   Pero nunca más gracias te hechizaron
¡Nunca tan bella así me pareciste!
¡Ama mi corazón todo lo triste!...
Y esos los rayos son que me abrasaron.
¡Pero... más triste yo! -Si se presenta
En mis ardidos labios falsa risa,
Es calma que presagia la tormenta,
Como presagia el huracán la brisa;
¡Oh mi Lina!... sumisa
Tu nombre al pronunciar, la voz me falta
Mi cabeza se exalta
Sólo a tu idea... tiemblo al escucharte,
Mi vista desvaría
Atónita al mirarte,
¡Y al asirte en mis brazos, moriría!
 
   No... no es éste el amar de los mortales;
No es este su querer pálido y frío...
¡Es gozar, es morir!... ¡luz... desvarío!
¡Gloria sin fin, tormentos infernales!
-Ven a mí, dulce bien, tú mi consuelo,
Y yo el tuyo seré; ¡y uno seremos!
No en vano tan iguales nos dio el cielo
El amor y el dolor, lazos extremos!
Ven... los dos lloraremos:
Yo enjugaré tus lágrimas ardientes,
Con besos más fervientes.
Tú sostendrás con plácidos abrazos
Mi triste caimiento;
Y si muero en tus brazos,
¡Tuyo será mi postrimer aliento!
 
   ¡Imagen de placer! ¡Sombra perdida
De un delicioso fin! ¡Sorda venganza
Del Destino, ahogó en germen mi esperanza!
Esperanza del bien... ¿dónde eres ida?
Mas... ¡cuando esperé yo!...Días pasaron
Que feliz pude ser -¡nunca lo he sido!
¡Ay! ¡cuando más mis llamas se elevaron,
Fue cuando el cielo decretó su olvido!
¡Ay dulce bien querido!...
No, ya no pido amor; guárdale pura
A quien con más ventura,
(Si con menos amor) lograrte pueda,
¡Oh! ¡nunca merecerte!
A mí sólo me queda
¡Llorar, amarte... ambicionar la muerte!
 
               En la muerte de un hermano niño
   ¡Caro hermanito mío!
¡Cómo el soplo ligero de tu vida
Dejó tu cuerpo frío!
¡Qué pronto fue abatida,
La flor de tu existencia interrumpida!
 
   ¡Cuán breve cesó el lloro
Que las primeras penas te arrancaron!
¡Como al empíreo coro
Tus lágrimas se alzaron,
Y a las caricias nuestras te robaron!
 
   Aún la undécima luna
De tu vivir efímero duraba;
Aún la vaga cuna
Tu dormir arrullaba,
Y el néctar maternal te alimentaba.
 
   ¡Cuál tu trémula mano
Ya en cariñosa muestra se tendía!
Ya juguetón y ufano,
La primera alegría
En tu purpúreo labio sonreía.
 
   Y ya tu informe acento,
Por un plácido instinto, señalaba
El rayo de contento,
Que a tu labio asomaba
Si el nombre maternal balbuceaba.
 
   Bello cual la inocencia,
En tus mejillas derramara Flora,
Sus tintas y su esencia;
Tu risa encantadora,
Era como la risa de la aurora.
 
   Dormías al arrullo
De tu Madre, envidiada y envidiosa;
Cual yace en su capullo
El botón de la rosa,
Que mece el aura, de gozarle ansiosa.
 
   Como un sutil aliento
La encapotada muerte, introducida
En súbito momento,
A tu cuna querida,
¡Vino a apagar la antorcha de tu vida!
 
   ¡Vano fue que en sus brazos
El maternal cariño te estrechase!...
Que en ansiosos abrazos
Tu calor alentase,
Y alma nueva en sus besos te inspirase.
 
   Su llanto enardecido
Sobre tus yertos miembros descendía;
Con ardiente gemido
Su pecho te oprimía...
¡Y nueva vida al tuyo dar quería!
 
   Tus ojuelos brillantes
De una pálida nube se empañaron;
Tus venas palpitantes
Su curso retardaron,
Y en inacción helada desmayaron!
 
   La Parca destructora
En tus lívidos labios ha tendido
Su mano engañadora;
Tu aliento fue oprimido,
Y el color de tus rosas extinguido.
 
   En tanto... Ángel airoso,
Rápido de los cielos descendiendo,
Con un beso amoroso
Tu vida recogiendo,
En sus labios a Dios la fue subiendo.
 
   Tu espíritu divino
Voló sobre la esfera refulgente;
Y el cielo cristalino,
En su primera fuente
Recibió el soplo que animó tu mente.
 
   Dejaste los mortales,
Dejaste nuestro suelo de dolores;
Dejaste nuestros males,
Y en eternos dulzores
Trocaste nuestros duros amargores.
 
   ¿Quién sabe si la suerte
Mil ásperas cadenas te forjaba?
Para tu dura muerte,
Si tal vez afilaba
La más cruel saeta de su aljaba?
 
   Acaso algún tirano
En ti su torva saña esgrimiría;
Tal vez luchando en vano,
En desigual porfía
Tu infelice vivir terminaría.
 
   Tal vez de injusta guerra
El odioso aparato te llevara
A desolada tierra,
Do tu vida acabara
Lejos del seno de tu Patria cara.
 
   En vano en los desiertos,
Tu lánguido ayear repetirías;
Con los brazos abiertos,
En vano te alzarías,
Y a tu mísero hermano llamarías
 
   ¡En cuán feliz instante
Las miserias terrenas te dejaron!
Pero aún tierno infante,
Los dolores turbaron
Ese corto vivir que te arrancaron.
 
   Sin gustar los placeres
Bajaste a los abismos del olvido,
Continuos padeceres,
Y continuo gemido...
Lloro continuo tu vivir ha oído!
 
   Pero no las pasiones
En sus volcanes fieros te abrasaron;
Ni en rebeldes facciones
Tus deseos se alzaron,
Y en pos de falsos bienes se afanaron.
 
   Jamás las amarguras
De los nombres más dulces conociste;
Ni en las mismas ternuras
De la amistad, sentiste
Cuanto pueda doler al alma triste!
 
   Nunca tiernos abrazos
Inflamarán el fuego de tus venas;
Nunca en amantes lazos
Sentirás duras penas,
Ni el peso oprimidor de sus cadenas.
 
   Ni de ambición sangrienta
En carro atronador serás llevado;
Ni la espada cruenta
Penderá de tu lado.
-¡Ay! duerme, duerme en sueño reposado!
 
   En el dulce regazo,
Tu alientose apagó dó se encendiera;
Tu muerte fue un abrazo,
¡Oh... feliz!... ¡quién muriera
Tan dulcemente... sin cuidar que muera!
 
Breve sueño dormirte,
¡Cuán lejos ¡ay de mí! y te ha amanecido!
¡La vida transpusiste!...
-Hermanito querido;
¡Salí tras ti clamando... y eras ido!
 
   Tiende a mí tus alitas
Del seno del Señor, donde reposas...
-Llévame adonde habitas;
Enséñame eras cosas
Que no oyó humano oído... ¡tan sabrosas!
 
   De ellas siempre sediento
Mi corazón está desque respira;
Por ti serán mi aliento...
El estro de mi lira,
¡Y nueva vida que en mis venas gira!

Junio 26 de 1829.

               Al silencio
                         Oda
   Cuando mi alma embelesada canta
Allá dentro del pecho extasiado,
-Mi labio está callado,
Mi vista absorta, estática mi planta.
Y sólo en triste giro
Rompe el silencio con algún suspiro.
 
   Mientras... la noche en negra colgadura
Enluta el orbe; callan las praderas;
En las solas riberas
Apenas el Océano murmura;
Y el silencio prosigue,
Y mi anhelante corazón le sigue.
 
   Las fúlgidas estrellar, centellean;
Giran miles de globos por los cielos,
En prolongados vuelos
Los funestos cometas se pasean,
¡Y todo calla!- en tanto...
Cunde en silencio el tenebroso manto.
 
   Temblorosa Diana se presenta
El ámbar del rocío destilando,
Huye y vuela callando;
Llega la aurora y el silencio aumenta,
Arde el sol encendido,
Arde inmenso, y no se oye su ruido.
 
¡Salve, salve, silencio majestoso!
¡Sigue, callando, tu eternal carrera,
Mientras de esta ribera,
Mirando al mar y al campo nebuloso,
Solitario palpito...
El ruidoso gozar no necesito.
 
   ¿Qué era un tiempo la grata melodía
En el vergel umbroso resonando,
Y el eco fiel y blando
Que mi amor y mis penas repetía,
Si, mientras más sonaba,
Más mi pecho afligido se apenaba?
 
   En este valle y fúnebres retiros
Oí un día mil plácidos acentos,
Amorosos lamentos,
Cánticos tiernos, flébiles suspiros...
Y del son regalado...
¡Sólo un recuerdo ingrato me ha quedado!
 
   Oí por las cabañas de esta orilla
Mil repetidas quejas elevarse;
Al pastor lamentarse,
Al pescador gritar de en barquilla,
Y en sus alas el viento
Prolongaba el tristísimo lamento.
 
   Allá en las puertas de ciudad oscura
Sólo tristes murmullos me aterraban;
En derredor zumbaban
Confusos gritos de maldad impura
Con audacia funesta,
Mientras callaba la virtud modesta.
 
   El cavernoso abismo, de su seno
Abortó los tiranos y la guerra!
Gimió dó quier la tierra:
Tembló la mar al pavoroso trueno,
Y donde se mostraron,
Allí la humanidad encadenaron.
 
   No es mío, no, los ayes lastimeros
Con que en los campos la miseria llora,
Ni recordar ahora.
Quiero vanos placeres pasajeros,
No humeantes murallas,
Ni el sangriento fragor de las batallas.
 
   Que recostado en estas rocas quiero,
Lejos huyendo el turbulento mundo,
El silencio profundo
De la noche abarcar; y el orbe entero,
Cuan compasadamente
Eterno marcha, contemplar mi mente.
 
   Sí, cual oculta el remontado cielo,
La sublime verdad en su tesoro,
Así el placer que adoro
Cubre su faz de silencioso velo;
Y el que en su seno goza
Mientras se oculta más, más se alboroza.
 
   La noche, el mar, los cielos no acabados,
Los campos y desiertos extendidos.
Los ojos encendidos
Dó prende amor en vuelos abrasados...
Todo en silencio mueve...
Y el alma mía en su quietud se embebe.
 
   Y como alguna vez ruge el Tonante
Con sorda tempestad, porque más puro
Brille el etéreo muro;
O cual se opone al triste caminante
Desierto inanimado
Porque más goce en el vergel cuidado;
 
   Así exhala natura breve acento,
Que más vivo el silencio resucita;
Más amante palpita
El corazón en fatigado aliento,
Y de variar gustoso,
Torna más dulce al plácido reposo.
Tal de noche las aguas sonorosas
Se oyen bramar, retiemblan las montañas;
De sus hondas entrañas
Lanza el abismo voces temerosas;
Y otra vez se adormecen,
Y los lúgubres ecos enmudecen.
 
   Mientras, suspira el viento en la floresta,
El río se desliza murmurando;
La fiera vagueando
Lanza por las tinieblas voz funesta;
Se queja Filomena...
Y mi amada tal vez llora su pena.
 
   Sí, mi amada, mi bien, mi dulce Lina
A mí se acerca, y mudos nos hablamos;
En silencio gozamos,
Y mi frente en su seno se reclina;
Nuestros pechos se oprimen,
Y nuestros labios ¡ay! aman y gimen.
 
   Gimen, sí, gimen: el sollozo ardiente
En que el seno agitado al fin prorrumpe.
Mi placer no interrumpe;
Más extasía la embargada mente;
Y cuanto más suspira
Más, en silencio, el corazón delira.
 
   Así, cuando mi alma se arrebata
Contemplando en las tumbas silenciosas
Las sombras pavorosas
Que animadas mi mente se retrata,
Cuando la visión crece,
Al compás, la ilusión se desvanece.
 
   Torno al silencio, los contentos míos,
El blando lloro, el meditar sereno,
Hallo sólo en su seno;
Y la pasión, los ciegos desvaríos,
La razón que los calma:
¡Salve, oh silencio... bálsamo del alma!

Enero 7 de 1829.

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