Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
IndiceSiguiente


Abajo

Obras escogidas

Fr. Benito J. Feijoo



Es imposible aquilatar actualmente el mérito relativo de las numerosas obras del P. Feijoo, sin que las preceda un profundo análisis del estado social e intelectual de España, durante la primera mitad de la pasada centuria. Nadie ignora en el día que el ilustre escritor benedictino fue el primer crítico de su tiempo, y consagró principalmente su vasta erudición a combatir, casi siempre con criterio negativo, los innumerables y crasísimos errores de sus contemporáneos en toda suerte de materias, y a promover, por tanto, la reforma de todos los abusos, legado de un lamentable período de decadencia. Ahora bien; fuerza seria conocer a dónde había llegado ésta, y en qué estado se hallaba la opinión y nuestra cultura, si hubiera de medirse exactamente cuán poderoso fue el esfuerzo, cuán grande la osadía, cuánto el talento y originalidad del gran benedictino, y sobre todo, qué extraordinario celo y desinteresado ánimo necesitaba para su ardua empresa. Como de todo escribió, y supo de todo y en todas las materias hubo de hacer frente a la rutina o a la ignorancia, apenas bastaría para poner de resalto su figura, el cuadro completo, vasto, detenidamente compuesto de toda aquella sociedad. Hoy que la investigación literaria, como la científica, procede por inducción laboriosa y paciente y antes que formular juicios generales, acumula y pone a la vista datos y hechos, muchos nos serían necesarios para esclarecer debidamente el menor tratado del P. Feijoo. No es difícil comprender la trascendencia de sus luminosas consideraciones sobre la enseñanza pública, sin el conocimiento de las leyes que la organizaban y los principios y sistemas dominantes en universidades y seminarios. En orden a la filosofía y la teología, cuánto dijo Feijoo se relaciona íntimamente con la historia de estas dos facultades en España. Por lo que dice a las ciencias naturales, matemáticas, medicina, eterna preocupación del ilustre benedictino, poner de manifiesto el inconcebible atraso en que se hallaban, sería recorrerla distancia que separaba a aquél de sus contemporáneos. Más interesante, si cabe, la pintura de aquel período, en lo que se refería a literatura y artes (que empezaban a recibir de los primeros Borbones singular protección), o a las supersticiones religiosas y vulgares, a los risibles errores comunes a la sazón en todos los ramos. Entonces, sobre este revuelto panorama de la España de Felipe V y Fernando VI, entre el bullir de ergotistas y frailes, médicos ramplones, mayorazgos estúpidos, y un pueblo comido de miseria, y entregado a su imaginación vehemente y lúgubre, resaltaría la colosal y venerable figura del célebre maestro armado de su celo y su erudición contra todos y contra todo, despreocupado y audaz pero sin orgullo, sediento de verdad, afanoso por las reformas, avivando el celo de los más ilustrados, despertando el movimiento intelectual, que alimentaron por cierto sus propios detractores combatiéndole, e iniciando en suma aquel primer periodo de regeneración; impulso formidable del cual participamos todavía. Si otros le ayudaron, si otros le aventajaron en profundidad y ciencia, ninguno en la universalidad de conocimientos; nadie, como él, dejó en sus escritos más exacto reflejo de lo que era entonces España, ni perseveró con tanto celo en la ingrata y compleja tarea que se impuso.

El alcance que tuvo su ruda campaña fue, repetimos, extraordinario; ahora, sobre el temple de las armas empleadas en ella, ya difieren las opiniones. No puede juzgarse a Feijoo con criterio absoluto. En nuestros tiempos se hizo proverbial el dicho de que al P. Feijoo debía erigírsele una estatua y pie de ella quemar sus escritos; una estatua, para el hombre que con su soplo poderoso barrió las preocupaciones de su siglo; la hoguera, dicen, para sus libros cuya oportunidad pasó, cuyas opiniones, entonces atrevidas, son hoy en buena parte dignas del olvido, o tan erróneas y risibles como las de sus impugnadores.

*  *  *

Hay, sin embargo, quien se revuelve contra aquella afirmación paradójica. El Sr. D. Vicente de La Fuente que ha escrito la más completa noticia de la vida de Feijoo, y, en nuestro concepto, el mejor juicio de sus obras, lo resume así en breves páginas, combatiendo aquella opinión ya vulgar:

«La erudición vasta y profunda en casi todos los ramos del saber humano, nadie la podrá negar a Feijoo, aun en cosas bien ajenas a su estado monástico y a sus estudios en las ciencias eclesiásticas, que eran la base de todos sus conocimientos, y en lo que se había ejercitado durante su larga carrera de profesor. En una época en que la física y las ciencias naturales se reducían a una cábala y jerigonza ridícula de palabras vacías de sentido, Feijoo se presentó adornado de muy buenos conocimientos físico-matemáticos, que demostró, no sólo combatiendo errores y el charlatanismo peripatético, sino también asentando grandes verdades y demostraciones, que aún hoy día reconoce la ciencia, siquiera de entonces acá, al cabo de un siglo, haya adelantado más. Pero no por eso dejan de ser grandes verdades las que él consignó; aun cuando hoy día estén al alcance de los principiantes algunas, que entonces solían ignorar aún los que pasaban por adelantados.»

*  *  *

»Como profesor, uno de los mayores servicios que hizo Feijoo al país fue combatir estas rutinas, y manifestar los abusos de que adolecía entonces la instrucción pública en España; iniciando felices pensamientos acerca de su reforma. Basta para ello leer los discursos que publicó sobre esta materia, en el tomo VII de su Teatro, acerca de los cuales su biógrafo anónimo se expresa así:

[«Manifiesta en ellos los abusos que se padecen en la enseñanza de la dialéctica, lógica, metafísica, física y medicina, y en esto mismo acredita el profundo conocimiento que tenía de estas facultades, y que el haberle extendido a otras materias, en lugar de estorbarle, le había hecho penetrar de raíz las superfluidades en el método de estos estudios. Los Conocimientos humanos tienen entre sí un encadenamiento tan estrecho, que es difícil sobresalir en una materia sin enterarse de otras.

»Luis Vives, aquel insigne crítico español del siglo XVI, a quien respetó el mismo Erasmo, así en el tratado De corruptione artium et scientiarum, como en el De traddendis disciplinis, abrió el camino para descubrir el atraso de las ciencias, e indicar los medios de enseñarlas con más método e instrucción de los estudiantes. Escribió en latín su obra, y así fue poco leída del común de nuestros nacionales. Con más provecho de éstos, el Padre Feijoo, puso en lengua vulgar las observaciones acomodadas a nuestro tiempo.

»El canciller Francisco Bacón, después de Vives, adelantó el plan de perfeccionar los conocimientos humanos, con admiración de todos. Mucho debió nuestro benedictino a su lectura, que se halla también recomendada por su gran amigo el doctor don Martín Martínez.

*  *  *

»En el discurso XI empieza su plan de reforma por las súmulas o dialéctica, asegurando que en dos pliegos y medio redujo cuanto hay útil en ellas, al tiempo de leer su curso de artes a los discípulos. No se detienen como debieran los que cuidan de la enseñanza pública, en busca de todos los medios de facilitarla y apartar las superfluidades; pues en este único cuidado consiste el mejoramiento de los estudios.

»En prueba de su pensamiento, hace ver la inutilidad con el ejemplo de la reducción de los silogismos; porque nunca se usa casi de ella en la práctica de la escuela, y lo mismo sucede con las modales, exponibles, apelaciones, conversiones, equipolencias, etc., en el ejercicio literario de los estudios. Y así infiere que convendría instruir sólo en estas 'reglas generales, y no descender a tanta menudencia, cuya enseñanza consume mucho tiempo, y después no es de servicio.' De todo da varios ejemplos, para demostrar, que la utilidad de la dialéctica o súmulas se logrará con poquísimos preceptos generales, que pueden ser reducidos a dos pliegos ayudados de la viva voz del catedrático y de un buen entendimiento o lógica natural, sin la cual la artificial sirve sólo, en el concepto de nuestro sabio, para embrollar y confundir.

»En el discurso XII trata de reformar la lógica y metafísica por los mismos medios de cercenar lo inútil.

»De la primera intenta desterrar las muchas cuestiones inútiles en los proemiales y universales, concluyendo en que todo lo perteneciente el arte de raciocinar se les diese a los discípulos en preceptos seguidos, explicados lo más claramente que se pudiese, sin introducir cuestión alguna sobre ellos.

»Añade: 'Todo esto se podría hacer en dos meses o poco más. ¿Qué importaría que entre tanto no disputasen? Más adelantarían después en poquísimo tiempo, bien instruídos en todas las noticias necesarias, que antes en mucho sin ellas. La disputa es una guerra mental, y en la guerra aun los ensayos y ejercicios militares no se hacen sin prevenir de armas a los soldados.'

»En la metafísica nota que los cursos de artes que se leen comúnmente en las aulas se extienden fastidiosamente en las cuestiones de si el ente trasciende de las diferencias; si es unívoco, equívoco o análogo, y otras aun de inferior utilidad; absteniéndose del objeto propio de la metafisica, que comprende todas las sustancias espirituales, especialmente las separadas esencialmente de la materia. De suerte que en estos cursos metafísicos se omite lo esencial, que podría guiar a otros estudios, y se gasta el tiempo en sutilezas inútiles en el progreso de las facultades mayores.

»El discurso XIII analiza lo que sobra y falta en el estudio de la física, haciendo hincapié en la experiencia, y en que el mismo Aristóteles, a quien se sigue comúnmente en las escuelas de España, recurrió a ellas; reprehendiendo, como muy nociva, la ignorancia de los demás sistemas filosóficos.«Para confirmar su nuevo plan trae ejemplos de los que han tratado de perfeccionar este estudio en España sobre el mismo método.

»En el discurso XIV se extiende, por su conexión con los conocimientos filosóficos, a tratar del estudio de la medicina. En él refiere habérsele elegido por individuo honorario de la Real Sociedad Médica de Sevilla; (la noticia de los progresos de ésta, y de la fundación de la Academia Médica Matritense, en 1734, habiendo aprobado sus estatutos el Consejo, atento siempre a adelantar las ciencias. Concluye en que el rumbo para acertar en esta facultad es el de la observación y experiencia, corno ya lo había propuesto Cornelio Celso siglos ha. En estos dos libros abiertos estudió el gran Hipócrates los principios de donde sacó sus aforismos e historias de las enfermedades.»]

Y sigue el señor La Fuente más abajo:

«Feijoo fue, no solamente erudito, sino profundo crítico, profundo filósofo, y hombre de pensamientos sumamente libres y despreocupados, sin faltar en un ápice ni a la Fe, ni a la ley, ni a las conveniencias sociales; antes bien con gran utilidad y ventaja de todas ellas. En varias cuestiones filosóficas de las que trata Feijoo no hemos avanzado de entonces acá ni una pulgada; en el criterio histórico quizá hemos retrocedido, pues los estudios son hoy más extensos, pero menos profundos, que en el siglo pasado. Ahora se habla y se escribe más, pero entonces se leía más. La historia fantástica, que nuestros críticos del siglo pasado dejaron muerta y casi enterrada, ha vuelto a levantar su cabeza, adornada de lentejuelas y de diamantes como puños, y dice, por boca de sus modernos fabricantes, que la historia está por escribir, y que es preciso que los hombres de imaginación la rehagan desde sus gabinetes. Esta misma opinión llevaban Anio de Viterbo, Román de la Higuera y Lupián de Zapata. El Padre Feijoo, en su Vindicación de personajes calumniados, en sus dos discursos acerca de Las glorias de España, y en otros muchos se acreditó de crítico profundo en materias históricas».

*  *  *

«Algunas de sus opiniones políticas son tan avanzadas, que hoy día asustarían a más de un sujeto. Puede citarse como muestra el principio de su discurso Honrar provecho de la agricultura y el final del otro La ociosidad desterrada, en que establece la máxima de que la multitud de días festivos nadie duda que es nociva a la utilidad temporal de los reinos, ni nadie puede dudar tampoco que es perniciosa al bien espiritual de las almas. Allí mismo describe con mucha maestría los extremos viciosos con que los ministros suelen proceder, al tratar de corregir los abusos en materias eclesiásticas, pecando o de petulante osadía, o de supersticiosa debilidad y timidez. En el discurso acerca de Las señales de muerte, al hablar del asilo, se atrevió a calificarlo entonces de pretexto, que no fue poco en aquella época para un profesor de teología. Pero lo más notable es el párrafo en que trata de la latitud que se debe dar a las doctrinas nuevas, indicando que no debe comprimírselas en demasía, aun cuando se permitan algunas ligerezas, fáciles de corregir.»

Y después de censurar el estilo y el lenguaje del Padre, añade el Sr. Lafuente, procediendo a la clasificación de sus obras:

«En materia de economía y derecho político, no todas las doctrinas que escribió Feijoo están conformes con los adelantos de las ciencias; pero como éstas son materias abstractas, conviene siempre oír a todos. Entre sus paradojas hay algunas sumamente verídicas, como las impugnaciones del tormento, del excesivo número de días festivos, de la lenidad con los criminales, y otras; pero ¿quién defenderá hoy día que los oficios deben ser hereditarios, y otros puntos a este tenor? El Padre Feijoo, en esta parte, como en otras, acierta cuando niega, y suele equivocarse cuando afirma. Su destino era para la negación y la polémica; esto es, para combatir errores y abusos, más bien que para crear y ofrecer innovaciones saludables y positivas, y eso que su carácter era no poco positivista, en la acepción que solemos dar a esta palabra. En el discurso acerca del Amor de la patria, lleva ya su excepticismo hasta un punto que da grima, y hoy día, en que la tendencia es a excitar este santo entusiasmo por la patria y por nuestra nacionalidad, no se leen sin un poco de disgusto algunas de las observaciones que contiene aquel discurso. El rey de España era entonces francés, la familia de Borbón había triunfado a duras penas de la dinastía austríaca, después de una prolongada y terrible guerra civil. El Padre Feijoo manejaba de continuo libros franceses, a los que tenía gran afición, y su lenguaje mismo se resiente de ello; por ese motivo no es extraño que tanto en aquel discurso, como en los de Antipatía entre españoles y franceses, Preferencia del francés sobre el griego, y la Introducción de voces nuevas, consignase opiniones con las que no estoy conforme. Quizá se le hubieran hecho las impugnaciones de falta de amor patrio que se hicieron sin razón al padre Mariana, si en otros discursos históricos no hubiese acreditado ardiente españolismo. Los dos discursos titulados Glorias de España, y otros muchos, en que vindica diversos puntos de nuestra historia, son muy notables. Por ese motivo tenemos que considerará Feijoo como uno de nuestros principales críticos en materia histórica, y digno de figurar en tal concepto al lado de Burriel, Flórez y Masdeu. Repartidos sus estudios críticos e históricos entre la multitud de sus heterogéneos discursos, apenas se echa de ver este gran mérito; pero salta a la vista cuando todos ellos aparecen reunidos y en conjunto.

»En materia de filosofía y letras, fue una de las cosas en que el Padre Feijoo se mostró muy adelantado a su siglo, y muchos de sus discursos, no sólo pueden consultarse hoy día con gran utilidad, sino que de algunos de ellos apenas se ha podido añadir después cosa alguna, como sucede con respecto a las cuestiones de racionalidad de los brutos, el medio entre el espíritu y la materia, existencia de otros mundos y algunos otros.

*  *  *

»Además de eso, lleva Feijoo su crítica a las varias escuelas filosóficas de la antigüedad y de los tiempos modernos, y las juzga con grande acierto e imparcialidad, sin tener en cuenta sus creencias religiosas, en puntos en que la religión no era vulnerada. Y a la verdad, era un contrasentido dejar correr las obras de los filósofos gentiles y de los clásicos romanos, objetos hoy de ojeriza y grande saña, y prohibir las de éstos, que al fin fueron cristianos, y sus escritos de ciencias naturales, inofensivas al catolicismo. En materia de estética dejó escritos algunos discursos, que aún hoy se leen con utilidad y placer. Tales son, entre otros: La razón del gusto, Despotismo de la imaginación, Descubrimiento de una nueva facultad o potencia sensitiva en el hombre, Simpatías y antipatías, El no sé qué.

»Aun en las noticias que dio con respecto a las bellas artes no dejó de hacer mucho provecho y manifestó que sus conocimientos estéticos eran trascendentales a ellos. En este concepto escribió: De la resurrección de las arles y apología de las antiguas, De la música de los templos De las maravillas de la música antigua comparada con la moderna. Algunos de estos discursos son tan importantes hoy día como cuando se escribieron, especialmente el de la Música de los templos, que está hoy día en España tan perdida, o más, que, en el siglo pasado.

»Feijoo, al hablar de las bellas artes no descuidó el dar noticias, ora históricas, ora críticas, como el Arte de enseñar a los mundos, el de beneficiar la plata, la mnemotecnia, en que no quiso creer y la taquigrafía, cuya existencia negó, pero reconoció más tarde, con noticias que tuvo de que se ejercitaba en Inglaterra.

»Pero en lo que estuvo más feliz fue en todo lo relativo a la moral cristiana y filosófica, como puntos más conexos con sus principales estudios... Algunos de ellos son de interés actual, pues consigna máximas, que si las dijera otro, hoy día se le llamaría impío. ¿Y quién se atreverá a decirlo de Feijoo, sin incurrir en la nota de tonto? Su impugnación De las romerías, De las virtudes aparentes, De las limosnas indiscretas, y otras a este tenor, son muy notables; su tratado sobre el Valor de las indulgencias plenarias y la Devoción a la Virgen son de estudio e importancia y ojalá fueran más conocidos y aun populares.»

Habla luego el Sr. La Fuente de las preocupaciones vulgares, que combatió Feijoo, tarea en la cual reside toda su fama para algunos, y dice a este propósito, terminando su notable juicio:

«De intento los he dejado aparte... (los escritos de Feijoo sobre las supersticiones de nuestro pueblo), para que se vea cuán poco es lo que sobre este punto escribió el Padre Feijoo comparativamente con lo mucho que escribió de historia, física, filosofía, medicina, moral y demás secciones en que se han clasificado la mayor parte de sus escritos. ¿A qué, pues, esta puerilidad de acordarse de las brujas y de los duendes así que se nombra el Padre Feijoo, como si de esto hubiera escrito principalmente? Aun así, preciso es reimprimir algunas de las disertaciones de Feijoo. No todos los errores han desaparecido; existen aún en pie muchos de los desatinos que impugnó aquel célebre polígrafo. Los almanaques salen aún con todas las sandeces del tiempo los Juníperos y de los almanaques de Torres, dando calor en verano y hielos por el mes de Diciembre. En Castilla la Vieja tienen gran fe en el calendario portugués del astrólogo Borda d'Agua, que honraría a la literatura de Angola y Mozambique. Sin salir de nuestra casa, tenemos algún otro análogo. Nada digo acerca de las industriales dedicadas a echar las cartas, decir la buenaventura, acertar el premio gordo, y hacer otras habilidades de este jaez. En Madrid se publica, o por lo menos se publicaba no ha mucho tiempo, La Cábala, periódico de lotería y toros, y los aficionados leían sus sibilíticos versos con tanto afán como escuchaban los paganos el oráculo de Delfos1. Mientras en España haya toros y lotería, no tenemos derecho para recriminar a ningún país, ni a los siglos pasados, por atrasos en materia de Civilización. No faltan gentes que creen en los males de ojo y en otras ridiculeces y supersticiones. De cuando en cuando se presentan otras nuevas, revestidas con el oropel de la Ciencia. Así hemos tenido en nuestros días las maravillas magnetismo, del sonambulismo y la doble vista, las mesas giratorias y los caracoles simpáticos. Ninguno de estos portentosos descubrimientos ha salido de España; todos ellos nos los han adelantado los extranjeros, como igualmente los grandes progresos de la frenología y crancoscopia, con arreglo a la cual, luego que le cortan la cabeza a un asesino, se descubre que tenía desarrollado el órgano de la asesinatividad. Y verdaderamente que no se concibe por qué se haya de agarrotar o cortar la cabeza a un pobre hombre, porque tenga en ella un chichón más o menos abultado. El Padre Feijoo nos dejó ya algunas noticias acerca de esto,... y por cierto que en las Causas y remedios del amor, algunos otros puntos, se muestra algo partidario de la medicina materialista, pero sin rayar en error teológico.

»En conclusión, queda probado el mérito de Feijoo como polígrafo en crítica, historia, filosofía, literatura y moral filosófica y cristiana, aun omitiendo sus vastos conocimientos en ciencias físico-matemáticas, historia natural y medicina, y los grandes servicios que hizo al país combatiendo preocupaciones, que quizá sus mismos detractores hubieran profesado y sostenido si vivieran en aquella época.»

*  *  *

Nacido el P. Feijoo en 1676, en Casdemiro, Galicia, provincia de Orense, hijo primogénito de noble familia, no fue primogenitura, sin embargo, obstáculo poderoso a su vocación monástica. A los 14 años profesó en la orden de San Benito, desde entonces su vida se redujo al estudio, a la enseñanza de la teología y la filosofía y a la publicación de sus numerosas obras. Profesor y escritor público estos fueron sus dos únicos títulos como también sus más importantes Publicaciones, el Teatro Crítico que vio la luz por tomos, desde 1720 a 1739 y las Cartas eruditas que en igual forma dio a la estampa desde 1742, a 1760; obras que en junto comprenden 163 artículos, o verdaderos tratados sobre las más variadas e inconexas materias. A este catálogo hay que añadir unos veintiséis opúsculos destinados en su mayoría a contestar a sus impugnadores en la irritada y acre polémica que promovieron sus escritos.

Los más importantes episodios de su vida se relacionan con esta batalla intelectual, que le causó profundos disgustos y que lo granjeó por otra parte grandes honores, vivas muestras de afecto de los hombres más ilustres, encarecidos elogios del mismo Padre Santo Benedicto XIV y la decidida protección de Fernando VI. Llegó éste al extremo de escudarle con su real manto contra la envidia o la ignorancia. Una Real orden se promulgó en 1750 para acallar la polémica literaria promovida, que decía: «Quiere S. M. que, tenga presente el Consejo que cuando el Padre Maestro Feijoo ha merecido de S. M. tan noble declaración de lo que le agradan sus escritos, no debe haber quien se atreva a impugnarlos...» ¡Singular época aquella en que una providencia real terminaba las controversias de los sabios y de los literatos! Prueba, sin embargo, este hecho algo que contradice en verdad ciertas opiniones, harto vulgares, y es, que entonces el espíritu de reforma partía de arriba, y la ignorancia, el atraso, la bestial fruición de permanecer encenagados en él era propio de los inferiores. Así es también notable que siendo el Padre Feijoo, aunque fervoroso creyente, muy osado y audaz en sus teorías, no incurriese nunca en entredicho, ni perdiera el aprecio de la parte más ilustrada del clero. Es verdad que pusieron en duda su fe los despiadados detractores y corrió algún peligro, pero salió indemne de la prueba; se mostraron aquellos crueles y poco escrupulosos en el uso de todas armas, pero no pasó la polémica del terreno puramente literario ni fueron más de unos cuantos médicos, doctores y frailes que viendo atacados sus respectivos institutos cayeron sobre él con la saña singular que han revestido siempre los celos de las diversas órdenes monásticas y el insoportable orgullo de los sabios constituídos en corporación.

Esta misma saña aumentó la fama del P. Feijoo, que llegó a ser escritor verdaderamente popular en nuestra patria. A medio millón hace subir el señor La Fuente el número de ejemplares de las diversas ediciones del Teatro crítico, las Cartas eruditas, y opúsculos sueltos; por donde se ve que no se leía tan poco en el siglo pasado como suponemos. Los extranjeros hicieron varias traducciones de aquellas obras; tres en Italia, una en Francia, y el mismo Feijoo habla de otra en inglés, y otra en alemán. De su popularidad da él mismo razón describiendo lo que le pasó en la Corte, cuando en ella estuvo de paso: «...era cosa de ver las cuestiones extrañas y ridículas que me proponían algunos. Uno, por ejemplo, dedicado a la historia, me preguntaba menudencias de la guerra de Troya, que ni Homero ni otro algún antiguo escribió. Otro, encaprichado en la quiromancia, quería le dijese qué significaban las rayas de sus manos. Otro, que iba por la física, pretendía saber qué especies de cuerpos hay a la distancia de treinta leguas debajo de tierra. Otro, curioso en la historia natural, venía a inquirir en qué tierras se crían los mejores tomates del mundo. Otro, observador de sueños, quería le interpretase lo que había soñado tal o tal noche. Otro, picado de anticuario, se mataba por averiguar qué especies de ratoneras habían usado los antiguos. Otro, que sólo era apasionado por la historia moderna, me ponía en tortura para que le dijese cómo se llamaba la mujer del Mogol, cuántas y de qué naciones eran las mujeres que el Persa tenía en su serrallo. Digo, porque vuestra señoría no torne esto tan al pie de la letra, que, o éstas u otras preguntas tan impertinentes y ridículas como éstas, venían a proponerme algunos. Si cuando no había dado a luz más que dos libros padecía esta molestia, ¿qué sería ahora, cuando los libros se han multiplicado, siendo natural que por la mayor variedad de materias que en ellos toco, me atribuyan mayor extensión de ciencia para resolver todas sus dudas, por extravagantes que sean y esto sería vivir?»

Algo descubre también de su propio carácter, lo que dice de sí mismo en su carta Política en la senectud: «Lo que con muchos acredita mi aparente robustez, y a algunos de éstos lo oiría el padre N., es que nunca me ven consultar al médico ni usar cosa de botica, como hacen los que son algo enfermizos. Pero esto consiste en que yo sé, y otros ignoran, lo poco o nada que para lo que padezco puedo esperar de los médicos.

»Es cierto que no soy de genio tétrico, arisco, áspero, descontentadizo, regañón; enfermedades del alma comunísimas en la vejez, cuya carencia debo, en parte al temperamento, en parte a la reflexión. Tengo siempre presente que cuando era mozo notaba estos vicios en los viejos.

»Sobre todo, huyo de aquella cantinela, frecuentísima en los viejos, de censurar todo lo presente y alabar todo lo pasado.

*  *  *

»Yo he vivido muchos años, y en la distancia de los de mi juventud a los de mi vejez, no sólo no observé esta decantada corrupción moral, antes, combinado todo, me parece que algo menos malo está hoy el mundo que estaba cincuenta o sesenta años ha.

»Otra cosa en que pongo algún cuidado, por no hacerme tedioso a las gentes, cuya conversación frecuento, es no quejarme importunamente de los males o incomodidades corporales de que adolezco. Hágome la cuenta de que Dios me impuso esta pensión para que padezca yo, y no para que la padezcan otros... Y ve usted aquí otra circunstancia, no expresada arriba, que ocasiona en muchos el errado concepto de que soy más fuerte y sano de lo que realmente experimento. Yo no me quejo ni publico mis dolores sino cuando son bastante vivos, sirvíendome entonces la queja de algún alivio o desahogo. Esto sucede pocas veces porque son poco frecuentes en mí los dolores agudos...

»Finalmente, observo no ingerirme, sino tal vez, que alguna razón política me obliga a ello, en las diversiones, por decentes y racionales que sean, de la gente moza. La razón es, porque en sus concurrencias alegres y festivas, la presencia de un anciano, especialmente si a la reverencia que inspira la edad añado algo su carácter, encadena en cierto modo su libertad, no permitiéndole, ya la verecundia, ya el respeto, aquella honesta soltura y esparcimiento del ánimo, que aun en los religiosos jóvenes no desdice de la modestia propia de su estatuto, en aquellos pocos ratos que la observancia concede algunas treguas para el regocijo...

«Para certificarse el padre N. de lo que añadió a vuestra paternidad de que soy bastante jovial en la conversación, era menester más experiencia que la que tuvo en el limitadísimo espacio de dos días, pues podría sucederme lo que a otros, que algunos pocos días del año gozan una accidental alegría, y en todo el resto están dominados de la tristeza. Mas la verdad, sino me engaño, es, que mi conversación sigue por lo común la mediocridad entre jocosa y seria; lo que proviene también, en parte del temperamento, y en parte de la reflexión. La aversión a todo género de chanza es un extremo vicioso, que Aristóteles llama rusticidad.»

Después de estos pequeños rasgos bastan para completar el retrato las siguientes líneas de otros de sus biógrafos, el señor D. José María Anchoriz: «Su inclusión dominante, dice, fue el estudio; su primera virtud la caridad. Recibidos sus escritos con entusiasmo indecible, circularon por todos los puntos de la Península y por muchos del extranjero, produciendo su venta cuantiosas sumas. Con ellos se cree fue edificada una casa en esta capital,2 y como, según las Constituciones de su orden, no podían los monjes poseer ninguna clase de bienes, fue autorizado por ella para disponer de los productos de sus obras, y aun impetró, y obtuvo, de su Santidad la dispensación conveniente. Jamás la pidieron limosna que no diese; y solía decir, llorando, que un virtuoso, a quien socorría diariamente de su propia mesa, le había de llevar al cielo de la mano. Si en algo su conducta contrarió a sus palabras, fue en esto, pues escribió sobre la discreción en el ejercicio de la limosna, al paso que a nadie la negaba. En los años de 1741 y 42, en que las cosechas fueron muy escasas en toda Asturias, invirtió en granos considerables cantidades, con que, socorrió a los pobres en su miseria, y a los colonos para la siembra, distribuyéndolas unas por su mano y otras por medio de comisionados que tenía en las aldeas. Los mendigos acudían en tropel a la portería del colegio a demandar una limosna, y cuando se hallaba cerrada, les arrojaba monedas desde la ventana de su cuarto. Tenía en su conversación igual gracia y amabilidad que en sus escritos, la misma agudeza y solidez en los discursos, igual profundidad en las sentencias. Después de su muerte, el monasterio de Samos, al que, por ser el primitivo de Feijoo, volvieron todos sus bienes, percibió los productos de la venta de sus obras, y es fama que con ellos costeó el magnífico templo, no inferior a algunas catedrales.

»Así vivió hasta la edad de ochenta y siete años, demostrando con su ejemplo, como lo sostuvo con su doctrina, que las tareas literarias pueden conciliarse con la longevidad.»

No hicieron realmente con su cadáver lo que él manifestó alguna vez, mostrando a qué punto llegaba su desenfrenado amor a la ciencia, y era: llevar sus despojos a un hospital para el estudio de la anatomía. A un fraile y por aquellos tiempos no se le puede pedir más.

*  *  *

El citado Sr. La Fuente, en el juicio crítico que, en parte hemos copiado, dice del P. Feijoo que fue el tipo del periodista en el siglo pasado. En nuestro concepto esta es la calificación que más le cuadra, el toque más certero que caracteriza el retrato. La forma periódica con que publicó el Padre sus obras, la falta de ilación entre ellas, las causas que le movían a escribir, como quien dice, al día, dan a los tratados de Feijoo el carácter de artículos de fondo. Mirados así es mucho más fácil ya excusar muchos de sus defectos, particularmente los literarios, del modo que hoy día se toleran en el estilo de los periodistas corrupciones de forma y cierta jerigonza de moda que pasa con ella y que no se perdonaría en un libro escrito despacio, y corregido con tiempo.

Dispuestos a resucitar en esta Biblioteca clásica el nombre de Feijoo fue además aquella exactísima apreciación rayo de claridad para elegir con mayor acierto entre los innumerables artículos los que pudieran ser hoy de más sabroso pasatiempo, y más gratos al mayor número de lectores. Una cualidad fue nuestra guía. Puesto que entre ellos había de todo, entresacamos los que más se parecieran por su índole a artículos de costumbres contemporáneas del autor, los más pintorescos y entretenidos, con objeto de ofrecerlos como muestra. Los demás, científicos, históricos, de teología o de política o no tienen ya interés suficiente, o son menos científicos en nuestros días de lo que su autor creyó. Dicho está, sin embargo, que ha sido imposible ajustarnos en la elección a un criterio riguroso. Artículos hay que no contienen exclusivamente observaciones morales, y van cuajados de citas y eruditas anotaciones. Es imposible nunca lograr una clasificación precisa de las obras de un autor, y mucho menos si este autor es, como el P. Feijoo, de los que se valen a un tiempo de todos sus innumerables recursos en un solo tratado. Pero conste al menos que tal ha sido nuestra intención: dar una muestra, la más amena y grata de los escritos del gran benedictino, así como en esta breve noticia, en la cual apenas reconocemos propio si no es la coordinación de materiales, no llevamos otro objeto que llamar la atención de los inteligentes acerca de esta personalidad literaria; que mucho hay qué hacer en España para poner al alcance de todos la historia de nuestra cultura con nutridas e interesantes monografías.

Los editores.






ArribaAbajoMúsica de los templos


I

En los tiempos antiquísimos, si creemos a Plutarco, sólo se usaba la música en los templos, y después pasó a los teatros. Antes servía para decoro del culto; después se aplicó para estímulo del vicio. Antes sólo se oía la melodía en sacros himnos; después se empezó a escuchar en cantinelas profanas. Antes era la música obsequio de las deidades; después se hizo lisonja de las pasiones. Antes estaba dedicada a Apolo; después parece que partió Apolo la protección de este arte con Venus. Y como si no bastara para apestar las almas ver en la comedia pintado el atractivo del deleite con los más finos colores de la retórica y con los más ajustados números de la poesía, por hacer más activo el veneno, se confeccionaron la retórica y la poesía con la música.

Esta diversidad de empleos de la música indujo también como era preciso mover distintos afectos en el teatro que en el templo, se discurrieron distintos modos de melodía, a quienes corresponden, como ecos suyos, diversos afectos en la alma. Para el templo se retuvo el modo que llamaban dorio, por grave, majestuoso y devoto. Para el teatro hubo diferentes modos, según eran diversas las materias. En las representaciones amorosas se usaba el modo lidio, que era tierno y blando; y cuando se quería avivar la moción, el mixo-lidio, aún más eficaz y patético que el lidio. En las belicosas el modo frigio, terrible y furioso. En las alegres y báquicas, el eolio, festivo y bufonesco. El modo subfrigio servía de calmar los violentos raptos que ocasionaba el frigio; y así había para otros afectos otros modos de melodía.

Si estos modos de los antiguos corresponden a los diferentes tonos de que usan los modernos, no está del todo averiguado. Algunos autores lo afirman, otros lo dudan. Yo me inclino más a que no, por la razón de que la diversidad de nuestros tonos no tiene aquel influjo para variar los afectos, que se experimentaba en la diversidad de los modos antiguos.




II

Así se dividió en aquellos retirados siglos la música entre el templo y el teatro, sirviendo promiscuamente a la veneración de las aras y a la corrupción de las costumbres. Pero aunque esta fue una relajación lamentable, no fue la mayor que padeció este arte nobilísimo; porque esta se guardaba para nuestro tiempo. Los griegos dividieron la música, que antes, como era razón, se empleaba toda en el culto de la deidad, distribuyéndola entre las solemnidades religiosas y las representaciones escénicas; pero conservando en el templo la que era propia del templo, y dando al teatro la que era propia del teatro. Y en estos últimos tiempos ¿qué se ha hecho? No sólo se conservó en el teatro la música del teatro, mas también la música propia del teatro se trasladó al templo.

Las cantadas que ahora se oyen en las iglesias son, en cuanto a la forma, las mismas que resuenan en las tablas. Todas se componen de menuetes, recitados, arietas, alegros, y a lo último se pone aquello que llaman grave; pero de eso muy poco, porque no fastidie. ¿Qué es esto? ¿En el templo no debiera ser toda la música grave? ¿No debiera ser toda la composición apropiada para infundir gravedad, devoción y modestia? Lo mismo sucede en los instrumentos. Ese aire de canarios, tan dominante en el gusto de los modernos, y extendido en tantas gigas, que apenas hay sonata que no tenga alguna, ¿qué hará en los ánimos, sino excitar en la imaginación pastoriles tripudios? El que oye en el órgano el mismo menuet que oyó en el sarao, ¿qué ha de hacer, sino acordarse de la dama con quien danzó la noche antecedente? De esta suerte la música, que había de arrebatar el espíritu del asistente desde el templo terreno al celestial, le traslada de la iglesia al festín. Y si el que oye, o por temperamento o por hábito, está mal dispuesto, no parará ahí la imaginación.

¡Oh, buen Dios! ¿Es esta aquella música que al grande Augustino, cuando aún estaba nutante entre Dios y el mundo, le exprimía gemidos de compunción y lágrimas de piedad? «¡Oh, cuánto lloré (decía el Santo hablando con Dios, en sus Confesiones), conmovido con los suavísimos himnos y cánticos de tu Iglesia! Vivísimamente se me entraban aquellas voces por los oídos, y por medio de ellas penetraban a la mente tus verdades. El corazón se encendía en afectos, y los ojos se deshacían en lágrimas.» Este efecto hacía la música eclesiástica de aquel tiempo; la cual, como la lira de David, expelía el espíritu malo, que aún no había dejado del todo la Ión de Augustino; y advocaba el bueno: la de este tiempo expele el bueno, si le hay, y advoca al malo. El canto eclesiástico de aquel tiempo era como el de las trompetas de Josué, que derribó los muros de Jericó; esto es, las pasiones que fortifican la población de los vicios. El de ahora es como el de las sirenas, que llevaban los navegantes a los escollos.




III

¡Oh, cuánto mejor estuviera la Iglesia con aquel canto llano, que fue el único que se conoció en muchos siglos, y en que fueron los máximos maestros del orbe los monjes de san Benito, incluyendo en primer lugar a san Gregorio el Grande y al insigne Guido Aretino, hasta que Juan de Murs, doctor de la Sorbona, inventó las notas, que señalan la varia duración de los puntos. En verdad que no faltaban en la sencillez de aquel canto melodías muy poderosas para conmover y suspender dulcemente los oyentes. Las composiciones de Guido Aretino se hallaron tan patéticas, que, llamado de su monasterio de Arezzo por el papa Benedicto VIII, no le dejó apartar de su presencia hasta que le enseñó a cantar un versículo de su Antifonario, como se puede ver en el cardenal Baronio, al año de 1022. Este fue el que inventó el sistema músico moderno, o progresión artificiosa, de que aún hoy se usa, y se llama la escala de Guido Aretino, y juntamente la pluralidad armoniosa de las voces y variedad de consonancias, la cual, si, como es más verosímil, fue conocida de los antiguos, ya estaba perdida del todo su noticia.

Una ventaja grande tiene el canto llano, ejecutado con la debida pausa, para el uso de la Iglesia; y es, que, siendo por su gravedad incapaz de mover los afectos que se sugieren en el teatro, es aptísimo para inducir los que son propios del templo. ¿Quién, en la majestad sonora del himno Vexilla Regis, en la gravedad festiva del Pange lingua, en la ternura luctuosa del Invitatorio de difuntos, no se siente conmovido, ya a veneración, ya a devoción, ya a la lástima? Todos los días se oyen estos cantos, y siempre agradan; al paso que las composiciones modernas, en repitiéndose cuatro o seis veces, fastidian.

No por eso estoy reñido con el canto figurado, o, como dicen comúnmente, de órgano. Antes bien conozco que hace grandes ventajas al llano, ya porque guarda sus acentos a la letra, lo que en el llano es imposible, ya porque la diferente duración de los puntos hace en el oído aquel agradable efecto que en la vista causa la proporcionada desigualdad de los colores. Sólo el abuso que se ha introducido en el canto de órgano, me hace desear el canto llano; al modo que el paladar busca ansioso el manjar menos noble, pero sano, huyendo del más delicado si está corrupto.




IV

¿Qué oídos bien condicionados podrán sufrir en canciones sagradas aquellos quiebros amatorios, aquellas inflexiones lascivas, que, contra las reglas de la decencia, y aun de la música, enseñó el demonio a las comediantas, y éstas a los demás cantores? Hablo de aquellos leves desvíos que con estudio hace la voz del punto señalado; de aquellas caídas desmayadas de un punto a otro, pasando no sólo por el semitono, mas también por todas las comas intermedias; tránsitos que ni caben en el arte, ni los admite la naturaleza.

La experiencia muestra que las mudanzas que hace la voz en el canto, por intervalos menudos, así como tienen en sí no sé qué de blandura afeminada, no sé qué de lubricidad viciosa, producen también un afecto semejante en los ánimos de los oyentes, imprimiendo en su fantasía ciertas imágenes confusas, que no representan cosa buena. En atención a esto, muchos de los antiguos, y especialmente los lacedemonios, repudiaron, como nocivo a la juventud, el género de música llamado cromático, el cual, introduciendo bemoles y substenidos, divide la octava en intervalos más pequeños que los naturales. Oigamos a Cicerón: Chromaticum creditur repudiatum pridie fuisse genus, quod adolescentuna remollescerent eo genere animi; Lacedaemones improbasse feruntur.3 Supónese que con más razón reprobaron también el género llamado enarmónico, el cual, añadiendo más bemoles y substenidos, y juntándose con los otros dos géneros diatónico y cromático, que necesariamente le preceden, deja dividida la octava en mayor número de intervalos, haciéndolos más pequeños; por consiguiente, en esta mixtura, desviándose la voz a veces del punto natural por espacios aún más cortos, conviene a saber, los semitonos menores, resulta una música más molificante que la del cromático.

¿No es harto de lamentar que los cristianos no usemos de la precaución que tuvieron los antiguos, para que la música no pervierta en la juventud las costumbres? Tan lejos estamos de eso, que ya no se admite por buena aquella música que, así en las voces humanas como en los violines, no introduce los puntos que llaman extraños, a cada paso, pasando en todas las partes del diapasón del punto natural al accidental, y esta es la moda. No hay duda que estos tránsitos, manejados con sobriedad, arte y genio, producen un efecto admirable, porque pintan las afecciones de la letra con mucha mayor viveza y alma que las progresiones del diatónico puro, y resulta una música mucho más expresiva y delicada. Pero son poquísimos los compositores cabales en esta parte, y esos poquísimos echan a perder a infinitos, que queriendo imitarlos, y no acertando con ello, forman con los extraños que introducen, una música ridícula, unas veces insípida, otras áspera; y, cuando menos lo yerran, resulta aquella melodía de blanda y lasciva delicadeza, que no produce ningún buen efecto en la alma, porque no hay en ella expresión de algún afecto noble, si sólo de una flexibilidad lánguida y viciosa. Si con todo quisieren los compositores que pase está música, porque es de la moda, allá se lo hayan con ella en los teatros y en los salones; pero no nos la metan en las iglesias, porque para los templos no se hicieron las modas. Y si el oficio divino no admite mudanza de modas, ni en vestiduras, ni en ritos, ¿por qué la ha de admitir en las composiciones músicas?

El caso es, que esta mudanza de modas tiene en el fondo cierto veneno, el cual descubrió admirablemente Cicerón, cuando advirtió que en la Grecia, al paso mismo que declinaron las costumbres hacia la corruptela, degeneró la música de su antigua majestad hacia la afectada molicie, o porque la música afeminada corrompió la integridad de los ánimos, o porque, perdida y estragada ésta con los vicios, estragó también los gustos, inclinándolos a aquellas bastardas melodías que simbolizan más con sus costumbres: Civitatumque hoc multarum in Graecia interfuit, antiquum vocum servare modum: quarum mores lapsi, ad mollitiem pariter sunt inmutati in cantibus; aut hac dulcedine, corruptelaque depravati, ut quidam putant; aut cum severitas morum ab alia vitio cecidi set, tum fuit in auribus animisque, mutatis etiam, huic mutationi locus.4 De suerte que el gusto de esta música afeminada, o es efecto, o causa, de alguna relajación en el ánimo. Ni por eso quiero decir que todos los que tienen este gusto adolecen de aquel defecto. Muchos son de severísimo genio y de una virtud incorruptible, a quien no tuerce la música viciada; pero gustan de ella, sólo porque oyen que es de la moda, y aun muchos sin gustar dicen que gustan, sólo porque no los tengan por hombres del siglo pasado, o como dicen, de calzas atacadas, y que no tienen la delicadeza de gusto de los modernos.




V

Sin embargo, confieso que hoy salen a luz algunas composiciones excelentísimas, ahora se atienda la suavidad del gusto, ahora la sutileza del arte. Pero a vueltas de estas, que son bien raras, se producen innumerables que no pueden oírse. Esto depende, en parte, de que se meten a compositores los que no lo son, y en parte, de que los compositores ordinarios se quieren tomar las licencias que son propias de los maestros sublimes.

Hoy le sucede a la música lo que a la cirugía. Así como cualquiera sangrador de mediana habilidad luego toma el nombre y ejercicio de cirujano, del mismo modo cualquiera organista o violinista de razonable destreza se mete a positor. Esto no les cuesta más que tornar de memoria aquellas reglas generales de consonancias y disonancias; des buscan el airecillo que primero ocurre, o el que más les da, de alguna sonata de violines, entre tantas como se ha ya manuscritas, ya impresas; forman el canto de la letra aquel tono, y siguiendo aquel rumbo luego, mientras que la voz canta, la van cubriendo por aquellas reglas generales con un acompañamiento seco, sin imitación ni primor alguno; y en las pausas de la voz entra la bulla de los violes, por el espacio de diez o doce compases, o muchos más, en la forma misma que la hallaron en la sonata de donde hicieron el hurto. Y aun eso no es lo peor, sino que algunas veces hacen unos borrones terribles, o ya porque, para dar a entender que alcanzan más que la composición trivial, introducen falsas, sin prevenirlas ni abonarlas; o ya porque, viendo que algunos compositores ilustres, pasando por encima de las reglas comunes, se toman algunas licencias, como dar dos quintas o dos octavas seguidas, lo cual sólo ejecutan en caso de entrar un paso bueno, o lograr otro primor armonioso, que sin esa licencia no se pudiera conseguir (y aun eso es con algunas circunstancias y limitaciones), toman osadía para hacer lo mismo sin tiempo ni propósito, con que dan un batacazos intolerables en el oído.

Los compositores ordinarios, queriendo seguir los pasos de los primorosos, aunque no caen en yerros tan grosero vienen a formar una música, unas veces insípida y otras áspera. Esto consiste en la introducción de accidentales y mudanza de tonos dentro de la misma composición, de que lo maestros grandes usan con tanta oportunidad, que no sólo dan a la música mayor dulzura, pero también mucho más valiente expresión de los afectos que señala la letra. Alguno extranjeros hubo felices en esto pero ninguno más que nuestro don Antonio de Literes, compositor de primer orden, acaso el único que ha sabido juntar toda la majestad y dulzura de la música antigua con el bullicio de la moderna; pero en el manejo de los puntos accidentales es singularísimo, pues casi siempre que los introduce, dan una energía a la música, correspondiente al significado de la letra, que arrebata. Esto pide ciencia y numen; pero mucho más numen que ciencia; y así, se hallan en España maestros de gran conocimiento y comprehensión, que no logran tanto acierto en esta materia; de modo que en sus composiciones se admira sutileza del arte, sin conseguirse la aprobación del oído.

Los que están desasistidos de genio, y por otra parte gozan no más que una mediana inteligencia de la música, meten falsas, introducen accidentales y mudan tonos, sólo por la moda lo pide, y porque se entienda que saben manejar estos sainetes; pero por la mayor parte no logran sainete alguno, y aunque no faltan a las reglas comunes, las composiciones salen desabridas; de suerte que, ejecutadas en templo, conturban los corazones de los oyentes, en vez producir en ellos aquella dulce calina que se requiere para la devoción y recogimiento interior.

Entre los primeros y los segundos media otro género de compositores, que aunque más que medianamente hábiles, son los peores para las composiciones sagradas. Estos son aquellos que juegan de todas las delicadezas de que es capaz la música; pero dispuestas de modo, que forman una melodía bufonesca. Todas las irregularidades de que usan, ya en falsas, ya en accidentales, están introducidas con gracia; pero una gracia muy diferente de aquella que san Pablo pedía en el cántico eclesiástico, escribiendo a los colosenses: In gratia cantantes in cordibus vestris Deo; porque es una gracia de chufleta, una armonía de chulada; y así, los mismos músicos llaman jugueticos y monadas a los pasajes que encuentran más gustosos en este género. Esto es bueno para el templo? Pase norabuena en el patio de las comedias, en el salón de los saraos; pero en la casa de Dios chuladas, monadas y juguetes! ¿No es este un abuso impío? Querer que se tenga por culto de la deidad, ¿no es un error abominable? ¿Qué efecto hará esta música en los que asisten a los oficios? Aun a los mismos instrumentistas, al tiempo de la ejecución, los provoca a gestos indecorosos y a unas risillas de mojiganga. En los demás oyentes no puede influir sino disposiciones para la chocarrería y la chulada.

No es esto querer desterrar la alegría de la música; sí sólo la alegría pueril y bufona. Puede la música ser gustosísima y juntamente noble, majestuosa, grave, que excite a los oyentes a afectos de respeto y devoción. O, por mejor decir, la música más alegre y deliciosa de todas es aquella que induce una tranquilidad dulce en la alma, recogiéndola en sí misma y elevándola, digámoslo así, con un género de rapto extático sobre su propio cuerpo, para que pueda tornar vuelo el pensamiento hacia las cosas divinas. Esta es la música alegre, que aprobaba san Agustín como útil en el templo, tratando de nimiamente severo a san Atanasio en reprobarla; porque su propio efecto es levantar los corazones abatidos de las inclinaciones terrenas a los afectos nobles: Ut per haec oblectamenta aurium infirmior animus in affectum pietatis assurgat.5

Es verdad que son pocos los maestros capaces de formar esta noble melodía, pero los que no pueden tanto, conténtense con algo menos, procurando siquiera que sus composiciones inclinen a aquellos actos interiores, que de justicia se deben a los divinos oficios, o por lo menos, que no exciten a los actos contrarios. En todo caso, aunque sea arriesgándose al desagrado del concurso, evítense esos sainetes cosquillosos que tienen cierto oculto parentesco con los afectos vedados; pues de los dos males en que puede caer la música eclesiástica, menos inconveniente es que sea escándalo de las orejas, que el que sea incentivo de los vicios.




VI

Bien se sabe el poder que tiene la música sobre las almas para despertar en ellas o las virtudes o los vicios. De Pitágoras se cuenta que, habiendo con música apropiada inflamado el corazón de cierto joven en un amor insano, le calmó el espíritu y redujo al bando de la continencia mudando de tono. De Timoteo, músico de Alejandro, que irritaba el furor bélico de aquel príncipe, de modo que echaba mano a las armas, como si tuviera presentes los enemigos. Esto no era mucho porque conspiraba con el arte del agente la naturaleza del paso. Algunos añaden que le aquietaba después de haberle enfurecido, y Alejandro, que jamás volvió a riesgo alguno la espalda, venía a ser fugitivo entonces de su propia ira. Pero más es lo que se refiere de otro músico con Enrique II, rey de Dinamarca, llamado el Bueno; porque con un tañido furioso exacerbó la cólera del Rey en tanto grado, que arrojándose sobre sus domésticos, mató a tres o cuatro de ellos; y hubiera pasado adelante el estrago, si violentamente no le hubieran detenido. Esto fue mucho de admirar, porque era aquel rey de índole sumamente mansa y apacible.

No pienso que los músicos de estos tiempos puedan hacer estos milagros. Y acaso tampoco los hicieron los antiguos, que estas historias no se sacaron de la Sagrada Escritura. Pero por lo menos, es cierto que la música, según la variación de las melodías, induce en el ánimo diversas disposiciones, unas buenas y otras malas. Con una nos sentimos movidos a la tristeza, con otra a la alegría; con una a la clemencia, con otra a la saña; con una a la fortaleza, con otra a la pusilanimidad, y así de las demás inclinaciones.

No habiendo duda en esto, tampoco la hay en que el maestro que compone para los templos, debe, cuanto es de su parte, disponer la música de modo que mueva aquellos afectos más conducentes para el bien espiritual de las almas y para la majestad, decoro y veneración de los divinos oficios. Santo Tomás, tocando este punto en la 2.ª 2.ª quaest. 91. artic. 2, dice, que fue saludable la institución del canto en las iglesias, para que los ánimos de los enfermos, esto es, los de flaco espíritu, se excitasen a la devoción: Et ideo salubriter fuit institutum, ut in Divinas laudes cantus assumerentur, ut animi infirmorum magis excitarentur ad devotionem. ¡Ay, Dios! ¿Qué dijera el Santo si oyera en las iglesias algunas canciones, que en vez de fortalecer a los enfermos enflaquecen a los sanos; que en vez de introducir la devoción en el pecho, la destierran de la alma; que en vez de elevar el pensamiento a consideraciones piadosas, traen a la memoria algunas cosas ilícitas? Vuelvo a decir, que es obligación de los músicos, y obligación grave, corregir este abuso.

Verdaderamente, yo, cuando me acuerdo de la antigua seriedad española, no puedo menos de admirar que haya caído tanto, que sólo gustemos de las músicas de tararira. Parece que la celebrada gravedad de los españoles, ya se redujo sólo a andar envarados por las calles. Los italianos nos han hecho esclavos de su gusto, con la falsa lisonja de que la música se ha adelantado mucho en este tiempo. Yo creo que lo que llaman adelantamiento, es ruina, o está muy cerca de serlo. Todas las artes intelectuales, de cuyos primores son con igual autoridad jueces el entendimiento y el gusto, tienen un punto de perfección, en llegando al cual, el que las quiere adelantar, comúnmente las echa a perder.

Acaso le sucederá muy presto a la Italia (si no sucede ya) con la música, lo que le sucedió con la latinidad, oratoria y poesía. Llegaron estas facultades en el siglo de Augusto a aquel estado de propiedad, hermosura, gala y energía natural en que consiste su verdadera perfección. Quisieron refinarlas los que sucedieron a aquel siglo, introduciendo adornos impropios y violentos, con que las precipitaron de la naturalidad a la afectación, y de aquí cayeron después a la barbarie. Bien satisfechos estaban los poetas que sucedieron a Virgilio y los oradores que sucedieron a Cicerón, de que daban nuevos realces a las dos artes; pero lo que hicieron se lo dijo bien claro a los oradores el agudo Petronio, haciéndoles cargo de su ridícula y pomposa afectación: Vos primi omnium eloquentian, perdidistis.




VII

Para ver si la música en este tiempo padece el mismo naufragio, examinemos en qué se distingue la que ahora se practica de la del siglo pasado. La primera y más señalada distinción que ocurre es la diminución de las figuras. Los puntos más breves que había antes eran las semicorcheas, con ellas se hacía juicio que se ponían, así el canto como el instrumento, en la mayor velocidad, de que sin violentarlos son capaces. Pareció ya poco esto, y se inventaron no há mucho las tricorcheas, que parten por mitad las semicorcheas. No paró aquí la extravagancia de los compositores, y inventaron las cuatricorcheas, de tan arrebatada duración, que apenas la fantasía se hace capaz de cómo en un compás pueden caber sesenta y cuatro puntos. No sé que se hayan visto hasta este siglo figuradas las cuatricorcheas en alguna composición, salvo en la descripción del canto del ruiseñor, que a la mitad del siglo pasado hizo estampar el padre Kircher, en el libro I de su Musurgia universal y aun creo que tiene aquella solfa algo de lo hiperbólico; porque se me hace difícil que aquella ave, bien que dotada de órgano tan ágil, pueda alentar sesenta y cuatro puntos distintos, mientras se alza y baja la mano en un compás regular.

Ahora digo que esta diminución de figuras, en vez de perfeccionar la música, la estraga enteramente, por dos razones: la primera es, porque rarísimo ejecutor se hallará que pueda dar bien ni en la voz ni en el instrumento puntos tan veloces. El citado padre Kircher dice que, habiendo hecho algunas composiciones de canto difíciles y exóticas (yo creo que no serían tanto como muchas de la moda de hoy), no halló en toda Roma cantor que las ejecutase bien. ¿Cómo se hallarán en cada provincia, mucho menos en cada catedral, instrumentistas ni cantores, que guarden exactamente así el tiempo como la entonación de esas figuras menudísimas, añadiéndose muchas veces a esta dificultad la de muchos saltos extravagantes, que también son de la moda? Semejante solfa pide en la garganta una destreza y volubilidad prodigiosa, y en la mano una agilidad y tino admirable; y así, en caso de componerse así, había de ser solamente para uno u otro ejecutor singularísimo que hubiese en esta o aquella corte, pero no darse a la imprenta para que ande rodando por las provincias; porque el mismo cantor que con una solfa natural y fácil agrada a los oyentes, los descalabra con esas composiciones difíciles; y en las mismas manos en que una sonata de fácil ejecución suena con suavidad y dulzura, la que es de arduo manejo sólo parece greguería.

La segunda razón porque esa diminución de figuras destruye la música es, porque no se da lugar al oído para que perciba la melodía. Así como aquel deleite que tienen los ojos en la variedad bien ordenada de colores no se lograra, si cada uno fuese pasando por la vista con tanto arrebatamiento, que apenas hiciese distinta impresión en el órgano (y lo mismo es de cualesquiera objetos visibles), ni más ni menos, si los puntos en que se divide la música son de tan breve duración, que el oído no pueda actuarse distintamente de ellos, no percibe armonía, sino confusión. Así este inconveniente segundo como el primero, se hacen mayores por el abuso que cometen en la práctica los instrumentistas modernos; los cuales, aunque sean de manos torpes, generalmente hacen ostentación de tañer con mucha velocidad, y comúnmente llevan la sonata con más rapidez que quiere el compositor, ni pide el carácter de la composición. De donde se sigue perder la música su propio genio, faltar a la ejecución lo más esencial, que es la exactitud en la limpieza, y oír los circunstantes sólo una trápala confusa. Siga cada uno el paso que le prescribe su propia disposición; que si el que es pesado se esfuerza a correr tanto como el veloz, toda la carrera será tropiezos; y si el que sólo es capaz de correr quiere volar, presto se hará pedazos.

La segunda distinción que hay entre la música antigua y moderna consiste en el exceso de ésta en los frecuentes tránsitos del género diatónico al cromático y enarmónico, mudando a cada paso los tonos con la introducción de substenidos y bemoles. Esto, como se dijo arriba, es bueno cuando se hace con oportunidad y moderación; pero los italianos hoy se propasan tanto en estos tránsitos, que sacan la armonía de sus quicios. Quien no lo quisiere creer, consulte desnudo de toda preocupación sus orejas, cuando oyere canciones o sonatas que abundan mucho de accidentales.

La tercera distinción está en la libertad que hoy se toman los compositores para ir metiendo en la música todas aquellas modulaciones, que les van ocurriendo a la fantasía, sin ligarse a imitación o tema. El gusto que se percibe en esta música suelta, y digámoslo así, desgreñada, es sumamente inferior al de aquella hermosa ordenación con que los maestros del siglo pasado iban siguiendo con amenísima variedad un paso, especialmente cuando era de cuatro voces; así como deleita mucho menos un sermón de puntos sueltos, aunque conste de buenos discursos, que aquel que, con variedad de noticias y conceptos, va siguiendo conforme a las leyes de la elocuencia el hilo de la idea, según se propuso al principio lo planta. No ignoran los extranjeros el subido precio de estas, composiciones, ni faltan entre ellos algunas de este género excelentes pero comúnmente huyen de ellas, porque son trabajosas; y así, si una u otra introducen algún paso, luego le dejan, dando libertad a la fantasía para que se vaya por donde quisiere. Los extranjeros que vienen a España, por lo común son unos meros ejecutores, y así no pueden formar este género de música, porque pide más ciencia de la que tienen; pero para encubrir su defecto, procurarán persuadir acá a todos, que eso de seguir pasos no es de la moda.




VIII

Esta es la música de estos tiempos, con que nos han regalado los italianos, por mano de su aficionado el maestro Durón, que fue el que introdujo en la música de España las modas extranjeras. Es verdad que después acá se han apurado tanto éstas, que si Durón resucitara, ya no las conociera; pero siempre se le podrá echar a él la culpa de todas estas novedades, por haber sido el primero que les abrió la puerta, pudiendo aplicarse a los aires de la música italiana, lo que cantó Virgilio de los vientos:

Qua data porta ruunt, et terras turbine perflant.

Y en cuanto a la música, se verifica ahora en los españoles, respecto de los italianos, aquella fácil condescendencia a admitir novedades, que Plinio lamentaba en los mismos italianos respecto de los griegos: Mutatur quotidie ars interpolis, et ingeniorum graciae statu impellimur.

Con todo, no faltan en España algunos sabios compositores, que no han cedido del todo a la moda, o juntamente con ella saben componer preciosos restos de la dulce y majestuosa música antigua, entre quienes no puedo excusarme de hacer segunda vez memoria del suavísimo Literes, compositor verdaderamente de numen original, pues en todas sus obras resplandece un carácter de dulzura elevada, propia de su genio, y que no abandona aun en los asuntos amatorios y profanos, de suerte que aun en las letras de amores y galanterías cómicas tiene un género de nobleza, que sólo se entiende con la parte superior de la alma; y de tal modo despierta la ternura, que deja dormida la lascivia. Yo quisiera que este compositor siempre trabajara sobre asuntos sagrados; porque el genio de su composición es más propio para fomentar afectos celestiales que para inspirar amores terrenos. Si algunos echan menos en él aquella desenvoltura bulliciosa que celebran en otros, por eso mismo me parece a mi mejor, porque la música, especialmente en el templo, pide una gravedad seria, que dulcemente calme los espíritus; no una travesura pueril, que incite a dar castañetadas. Componer de este modo es muy fácil, y así lo hacen muchos; del otro es difícil, y así lo hacen pocos.

IX

Lo que se ha dicho hasta aquí del desorden de la música de los templos, no comprehende sólo las cantadas en lengua vulgar; mas también salmos, misas, lamentaciones y otras partes del oficio divino, porque en todo se ha entrado la moda. En lamentaciones impresas he visto aquellas mudanzas de aires, señaladas con sus nombres, que se estilan en las cantadas. Aquí se leía grave, allí airoso, acullá recitado. ¡Qué! ¿a un en una lamentación, no puede ser todo grave? ¿Y es menester que entren los airecillos de las comedias en la representación de los más tristes misterios? Si en el cielo cupiera llanto, lloraría de nuevo Jeremías al ver aplicar tal música a sus trenos. ¿Es posible que en aquellas sagradas quejas, donde cada letra es un gemido, donde, según varios sentidos, se lamentan, ya la ruina de Jerusalén por los caldeos, ya el estrago del mundo por los pecados, ya la aflicción de la Iglesia militante en las persecuciones, ya, en fin, la angustia de nuestro Redentor en sus martirios, se han de oír airosos y recitados? En el Alfabeto de los penitentes, como llaman algunos expositores a los trenos de Jeremías, ¿han de sonar los aires de festines y serenatas? ¡Con cuánta más razón se podía exclamar aquí, con la censura de Séneca contra Ovidio, porque en la descripción de un objeto tan trágico como el diluvio de Deucalión, introdujo algún verso tanto cuanto ameno! Non est res satis sobria lascivire devorato orbe terrarum. No sonó tan mal la cítara de Nerón cuando estaba ardiendo Roma, como suena la armonía de los bailes, cuando se están representando tan lúgubres misterios.

Y sobre delinquirse en esto, contra las reglas de la razón, se peca también contra las leyes de la música, las cuales prescriben que el canto sea apropiado a la significación de la letra; y así, donde la letra toda es grave y triste, grave y triste debe ser todo el canto.

Es verdad que contra esta regla, que es una de las más cardinales, pecan muy frecuentemente los músicos en todo género de composiciones, unos por defecto, y otros por exceso. Por defecto, aquellos que forman la música sin atención alguna al genio de la letra; pero en tan grosera falta apenas caen sino aquellos que no siendo verdaderamente compositores, no hacen otra cosa que tejer retazos de sonatas o coser arrapiezos de las composiciones de otros músicos. Por exceso yerran los que, observando con pueril escrúpulo la letra, arreglan el canto a lo que significa cada dicción de por sí, y no al intento de todo el contexto. Explicaráme un ejemplo de que usa el padre Kircher corrigiendo este abuso. Trazaba un compositor el canto para este versículo: Mors festinat luctuosa. Pues ¿qué hizo? En las voces mors y luctuosa metió una solfa triste; pero en la voz festinat, que está en medio, como significa celeridad y presteza, plantó unas carrerillas alegres, que al rocín más pesado, si las oyera, le harían dar cabriolas. Otro tanto y aun peor, vi en una de las lamentaciones que cité arriba, la cual, en la cláusula Deposita estvehementer non habens consolatorem , señalaba airoso. ¡Qué bien viene lo airoso para aquella lamentable caída de Jerusalén, o de todo el género humano, oprimido del peso de sus pecados, con la agravante circunstancia de faltar consuelo en la desdicha! Pero la culpa tuvo aquel adverbio vehementer, porque la expresión de vehemencia le pareció al compositor que pedía música viva; y así, llegando allí, apretó el paso, y para el vehementer gastó en carrerillas unas cuarenta corcheas; siendo así que aun esta voz, mirada por sí sola, pedía muy otra música, porque allí significa lo mismo que gravissimè, expresando enérgicamente aquella pesadez, o pesadumbre, con que la ciudad de Jerusalén, agobiada de la brumante carga de sus pecados, dio en tierra con templo, casas y muros.

En este defecto cayó, más que todos, el célebre Durón, en tanto grado, que, a veces, dentro de una misma copla variaba seis u ocho veces los afectos del canto, según se iban variando los que significaban por sí solas las dicciones del verso. Y aunque era menester para esto grande habilidad, como de hecho la tenía, era muy mal aplicada.




X

Algunos (porque no dejemos esto por decir) juzgan que el componer la música apropiada a los asuntos, consiste mucho en la elección de los tonos; y así, señalan uno para asuntos graves, otro para los alegres, otro para los luctuosos, etc. Pero yo creo que esto hace poco o nada para el caso, pues no hay tono alguno en el cual no se hayan hecho muy expresivas y patéticas composiciones para todo género de afectos. El diferente lugar que ocupan los dos semitonos en el diapasón, que es en lo que consiste la distinción de los tonos, es insuficiente para inducir esa diversidad; ya porque donde quiera que se introduzca un accidental (y se introducen a cada paso) altera ese orden; ya porque varias partes, o las más de la composición, variando los términos, cogen los semitonos en otra positura que la que tienen, respecto del diapasón. Pongo por ejemplo: aunque el primer tono, que empieza en Delasotre, vaya por este orden, primero un tono, luego un semitono después tres tonos, a quienes sigue otro, y en fin, un tono; los diferentes rasgos de la composición, tomado cada uno de por sí, no siguen ese orden, porque uno empieza en el primer semitono, otro en el tono que está después de él, y así de todas las demás partes del diapasón, y acaban donde más bien le parece al compositor, con que en cada rasgo de la composición se varía la positura de los semitonos, tanto como en los diferentes diapasones, que constituyen la diversidad de los tonos.

Esto se confirma con que los mayores músicos están muy discordes en la designación de los tonos, respectivamente a diversos afectos. El que uno tiene por alegre, otro tiene por triste; el que uno por devoto, otro por juguetero. Los dos grandes jesuitas, el padre Kircher y el padre Dechales, están en esto tan opuestos, que un mismo tono le caracteriza el padre Kircher de este modo: Harmoniosus, magnificus, et regia majestate plenus. Y el padre Dechales dice: Ad tripudia et choreas est comparatus, diciturque propterea lascivus; y poco menos discrepan en señalar los caracteres de otros tonos, bien que no de todos.

Lo dicho se entiende de la diversidad esencial de los tonos, que consiste en la diversa positura de los semitonos en el diapasón; pero no de la diversidad accidental, que consiste en ser más altos o más bajos. Esta algo puede conducir, porque la misma música puesta en voces más bajas, es más religiosa y grave, y trasladada a las altas, perdiendo un poco de la majestad, adquiere algo de viveza alegre, por cuya razón soy de sentir que las composiciones para las iglesias no deben ser muy subidas; pues sobre que las voces en el canto van comúnmente violentas, y por tanto suenan ásperas, carecen de aquel fácil juego que es menester para dar las afecciones que pide la música, y aun muchas veces claudican en la entonación; digo que, a más de estos inconvenientes, no mueven tanto los afectos de respeto, devoción y piedad, como si se fomaran en tono más bajo.




XI

Por la misma razón estoy mal con la introducción de los violines en las iglesias. Santo Tomás, en el lugar citado arriba, quiere que ningún instrumento músico se admita en el templo, por la razón de que estorba a la devoción aquella delectación sensible que ocasiona la música instrumental; pero esta razón es difícil de entender, habiendo dicho el Santo que la delectación que se percibe en el canto, induce a devoción a los espíritus flacos, y no parece que hay disparidad de una a otra, porque si se dice que la significación de la letra que se canta, ofreciendo a la memoria las cosas divinas, hace que la delectación en el canto sirva como de vehículo que lleve el corazón hacia ellas, lo mismo sucederá en la delectación del instrumento que acompaña la letra y el canto. Añádese a esto, que el Santo en el mismo lugar aprueba el uso de los instrumentos músicos en la sinagoga, por la razón de que aquel pueblo, como duro y carnal, convenía que con este medio se provocase a la piedad. Luego, por lo menos para semejantes genios, convienen en la iglesia los instrumentos músicos; y por consiguiente, siendo de este jaez muchísimos de los que concurren a la iglesia en estos tiempos, siempre serán de grande utilidad los instrumentos. Fuera de que, no puedo entender cómo la delectación sensible que ocasiona la música instrumental induzca a devoción a los que por su dureza están menos dispuestos para ella, y la impida en los que tienen el corazón más apto para el culto divino.

Conozco y confieso que es mucho más fácil que yo no entienda a santo Tomás, que no que el Santo dejase de decir muy bien. Mas en fin, la práctica universal de toda la Iglesia autoriza el uso de los instrumentos. El caso está en la elección de ellos; y por mí digo que los violines son impropios en aquel sagrado teatro; sus chillidos, aunque armoniosos, son chillidos, y excitan una viveza como pueril en nuestros espíritus, muy distante de aquella atención decorosa que se debe a la majestad de los misterios, especialmente en este tiempo, que los que componen para violines ponen estudio en hacer las composiciones tan subidas, que el ejecutor vaya a dar en el puente con los dedos.

Otros instrumentos hay respetosos y graves, como el arpa, el violón, la espineta, sin que sea inconveniente de alguna monta que falten tiples en la música instrumental; antes con esto será más majestuosa y seria, que es lo que en el templo se necesita. El órgano es un instrumento admirable, o un compuesto de muchos instrumentos. Es verdad que los organistas hacen de él, cuando quieren, gaita y tamboril, y quieren muchas veces.




XII

No será fuera del intento, antes muy conforme a él, decir aquí algo de la poesía que hoy se hace para las cantadas del templo, o como llaman, a lo divino. Sin temeridad me atreveré a pronunciar, que la poesía en España está mucho más perdida que la música. Son infinitos los que hacen coplas, y ninguno es poeta. Si se me pregunta cuáles son las artes más difíciles de todas, responderé que la médica, poética y oratoria; y si se me pregunta cuáles son más fáciles, responderé que la poética, oratoria y médica. No hay licenciado que, siquiere, no haga coplas. Cuantos religiosos sacerdotes hay, suben al púlpito y cuantos estudian medicina, hallan partido; pero ¿adónde está el médico verdaderamente sabio, el poeta cabal y el orador perfecto?

Nuestro eruditísimo monje don Juan de Mabillón, en su libro de Estudios monásticos, dice que un poeta excelente es una alhaja rarísima; y yo me conformo con su dictamen, porque, si se mira bien, ¿dónde se encuentra, entre tantas coplas como salen a luz, una sola que, dejando otras muchas calidades, sea juntamente natural y sublime, dulce y eficaz, ingeniosa, clara, brillante sin afectación, sonora sin turgencia, armoniosa sin impropiedad, corriente sin tropiezo, delicada sin melindre, valiente sin dureza, hermosa sin afeite, noble sin presunción, conceptuosa sin obscuridad? Casi osaré decir, que quien quisiere hallar un poeta que haga versos de este modo, le busque en la región donde habita el fénix.

Por lo menos en España, según todas las apariencias, hoy no hay que buscarle, porque está la poesía en un estado lastimoso. El que menos mal lo hace (exceptuando uno u otro raro), parece que estudia en cómo lo ha de hacer mal. Todo el cuidado se pone en hinchar el verso con hipérboles irracionales y voces pomposas; con que sale una poesía hidrópica confirmada, que da asco y lástima verla. La propiedad y naturalidad, calidades esenciales, sin las cuales, ni la poesía ni la prosa jamás pueden ser buenas, parece que andan fugitivas de nuestras composiciones. No se acierta con aquel resplandor nativo que hace brillar el concepto; antes los mejores pensamientos se desfiguran con locuciones afectadas, al modo que cayendo el aliño de una mujer hermosa en manos indiscretas, con ridículos afeites se le estraga la belleza de las facciones.

Esto en general de la poesía española moderna; pero la peor es la que se oye en las cantilenas sagradas. Tales son, que fuera mejor cantar coplas de ciegos, porque al fin estas tienen sus afectos devotos, y su misma rústica sencillez está en cierto modo haciendo señas a la buena intención. Toda la gracia de las cantadas que hoy suenan en las iglesias, consiste en equívocos bajos, metáforas triviales, retruécanos pueriles; y lo peor es, que carecen enteramente de espíritu y moción, que es lo principal o lo único que se debiera buscar. En esta parte han pecado aun los buenos poetas. Don Antonio de Solís fue sin duda nobilísimo ingenio, y que entendió bien todos los primores de la poesía, excediéndose a sí mismo, y excediendo a todos, en pintar los afectos con tan propias, íntimas y sutiles expresiones, que parece que los da mejor a conocer su pluma que la experiencia. Con todo, en sus letrillas sacras se nota una extraña decadencia, pues no se encuentra en ellas aquella nobleza de pensamientos, aquella delicadeza de expresiones, aquella moción de afectos, que se halla a cada paso en otras poesías líricas suyas; y no es porque le faltase numen para asuntos sagrados, pues sus endechas a la conversión de San Francisco de Borja son lo mejor que hizo, y acaso lo más sublime que hasta ahora se ha compuesto en lengua castellana.

Creo que esto ha dependido de que, así Solís como otros poetas de habilidad, a estas letrillas que se hacen para las festividades, las han mirado como cosa de juguete, siendo así, que ninguna otra composición puede atenderse con tanta seriedad. ¿Qué asunto más no le que el de estas composiciones, donde ya se elogian las virtudes de los santos, ya se representa la excelencia de los misterios y atributos divinos? Aquí es donde se habían de esforzar más los que tienen numen. ¿Qué empleo más digno de un genio ventajoso que pintar la hermosura de la virtud, de suerte que enamore; representar la fealdad del vicio, de modo que horrorice; elogiar a Dios y a sus santos, de forma que el elogio encienda a la imitación y al culto? Lo grande la poesía es aquella actividad persuasiva, que se mete dentro de la alma, y mueve el corazón hacia la parte que quiere el poeta. Este no es juego de niños, dice nuestro Mabillón hablando de la poesía; mucho menos será juego de niños la poesía sagrada. Con todo la que se canta en nuestras iglesias noes otra cosa.

Aun aquellos cuyas composiciones se estiman, no hacen otra cosa que preparar los conceptillos que les ocurren sobre el asunto; y aunque no tengan entre sí unión de respeto o conducencia a algún designio, los distribuyen en las coplas; de modo que todo lo que se llama dicho o concepto, aunque uno vaya para Flandes y otro para Marruecos, se hace que entre en el contexto; y como cada copla diga algo (así se explican), aunque sea sin moción, espíritu ni fuerza, más es, aunque sea sin orden, ni dirección a fin determinado, se dice que es buena composición, como no merece el nombre de composición, como no merece el nombre de edificio un montón de piedras, ni el nombre de pintura cualquiera agregado de colores.

La sentencia aguda, el chiste, el donaire, el concepto, son adornos precisos de la poesía; pero se han de ver en ella, no como que son buscados con estudio, sí como que al poeta se le vienen a la mano. Él ha de seguir su camino según en rumbo propuesto, echando mano solo de aquellas flores que encuentra al paso, o que nacen en el mismo camino. Así lo hicieron aquellos grandes maestros, los Virgilios, los Ovidios, los Horacios y cuanto tuvo de ilustre la antigüedad en este arte. Hacer coplas, que no son más que unas masas informes de conceptillos, es una cosa muy fácil, y juntamente muy inútil, porque no hay en ellas, ni cabe, alguno de los primores altos de la poesía. ¿Qué digo, primores altos de la poesía? Ni aun las calidades que son de su esencia.

Pero aún no he dicho lo peor que hay en las cantadas a lo divino; y es que, ya que no todas, muchísimas están compuestas al genio burlesco; ¡con gran discreción por cierto, porque las cosas de Dios son cosas de entremés! ¿Qué concepto darán del inefable misterio de la Encarnación mil disparates puestos en las bocas de Gil y Pascual? Déjolo aquí, porque me impaciento de considerarlo. Y a quien no le disonare tan indigno abuso por sí mismo, no podré yo convencerle con argumento alguno.






ArribaAbajoParalelo de las lenguas castellana y francesa


I

Dos extremos, entrambos reprehensibles, noto en nuestros españoles, en orden a las cosas nacionales: unos las engrandecen hasta el cielo; otros las abaten hasta el abismo. Aquellos, que ni con el trato de los extranjeros, ni con la lectura de los libros, espaciaron su espíritu fuera del recinto de su patria, juzgan que cuanto hay de bueno en el mundo está encerrado en ella. De aquí aquel bárbaro desdén con que miran a las demás naciones, asquean su idioma, abominan sus costumbres, no quieren escuchar, o escuchan con irrisión, sus adelantamientos en artes y ciencias. Bástales ver a otro español con un libro italiano o francés en la mano, para condenarle por genio extravagante y ridículo. Dicen que cuanto hay bueno y digno de ser leído, se halla escrito en los dos idiomas latino y castellano; que los libros extranjeros, especialmente franceses, no traen de nuevo sino bagatelas y futilidades; pero del error que padecen en esto, diremos algo abajo.

Por el contrario, los que han peregrinado por varias tierras, o sin salir de la suya, comerciado con extranjeros, si son picados tanto cuanto de la vanidad de espíritus amenos, inclinados a lenguas y noticias, todas las cosas de otras naciones miran con admiración, las de la nuestra con desdén. Sólo en Francia, pongo por ejemplo, reinan, según su dictamen, la delicadeza, la policía, el buen gusto: acá todo es rudeza y barbarie. Es cosa graciosa ver a algunos de estos nacionalistas (que tomo por lo mismo que antinacionales) hacer violencia a todos sus miembros, para imitar a los extranjeros en gestos, movimientos y acciones, poniendo especial estudio en andar como ellos andan, sentarse como se sientan, reírse como se ríen, hacer la cortesía como ellos la hacen, y así de todo lo demás. Hacen todo lo posible por desnaturalizarse, y yo me holgaría que lo lograsen enteramente, porque nuestra nación descartase tales figuras.

Entre estos, y aun fuera de estos, sobresalen algunos apasionados amantes de la lengua francesa, que, prefiriéndola con grandes ventajas a la castellana, ponderan sus hechizos, exaltan sus primores, y no pudiendo sufrir ni una breve ausencia de su adorado idioma, con algunas voces que usurpan de él, salpican la conversación, aun cuando hablan en castellano. Esto, en parte, puede decirse que ya se hizo moda; pues los que hablan castellano puro, casi son mirados como hombres del tiempo de los godos.




II

Yo no estoy reñido con la curiosa aplicación a instruirse en las lenguas extranjeras. Conozco que son ornamento, aun cuando estén desnudas de utilidad. Veo que se hicieron inmortales en las historias Mitrídates, rey de Ponto, por saber veinte y dos idiomas diferentes; Cleopatra, reina de Egipto, por ser su lengua, como llama Plutarco, órgano en quien, variando a su arbitrio los registros, sonaban alternativamente las voces de muchas naciones; Amalasunta, hija de Teodorico, rey de Italia, porque hablaba las lenguas de todos los reinos que comprehendía el imperio romano. No apruebo la austeridad de Catón, para quien la aplicación a la lengua griega era corrupción digna de castigo, ni el escrupuloso reparo de Pomponio Leto, que huía como de un áspid del conocimiento de cualquiera voz griega, por el miedo de manchar con ella la pureza latina.

A favor de la lengua francesa se añade la utilidad, y aun casi necesidad de ella, respecto de los sujetos inclinados a la lectura curiosa y erudita. Sobre todo género de erudición se hallan hoy muy estimables libros escritos en idioma francés, que no pueden suplirse con otros, ni latinos ni españoles. Pongo por ejemplo: para la historia sagrada y profana no hay en otra lengua prontuario equivalente al gran Diccionario histórico de Moreri; porque el que desea un resumen de los hechos de algún sujeto, ignorando la era en que floreció, en defecto del Diccionario histórico, será menester revuelva muchos libros con gran dispendio de tiempo, y en el Diccionario, siguiendo el orden alfabético, al momento halla lo que busca. Asimismo, para la geografía son prontísimo socorro los Diccionarios geográficos de Miguel Baudrand y Tomás Cornelio; cuando faltando éstos, el que quiere instruirse de las particularidades de alguna ciudad, monte o río, si ignora la región donde están situados, habrá de revolver muy de espacio los agigantados volúmenes de Gerardo Mercator, Abrahan Ortelio, Bleu, Sansón o Da-Fer.

De la física experimental, que es la única que puede ser útil, se han escrito en el idioma francés muchos y curiosos libros, cuyas noticias no se hallan en otros. La Historia de la Academia real de las Ciencias es muy singular en este género, como también en infinitas observaciones astronómicas, químicas y botánicas, cuyo cúmulo no se encontrará, ni su equivalente, en libro alguno latino, mucho menos en castellano.

De teología dogmática dieron los franceses a luz en el patrio idioma preciosas obras. Tales son algunas del famoso Antonio Arnaldo, y todas las del insigne obispo meldense, Jacobo Benigno Bossuet, especialmente su Historia de las variaciones de las iglesias protestantes y la Exposición de la doctrina de la Iglesia Católica sobre las materias de controversia; escritos verdaderamente incomparables, y que redujeron más herejes a la religión verdadera, que todos los rigores justamente practicados con ellos por el gran Luis XIV; en que no se deroga a la grande estimación que se merecen los inmortales escritos del cardenal Belarmino y otros controversistas anteriores. Ni éstos hacen evitarla necesidad de aquellos, porque los nuevos efugios que después de Belarmino discurrieron los protestantes, y las variaciones o novedades que introdujeron en sus dogmas, precisaron a buscar contra ellos otras armas, o por lo menos a dar nuevos filos a las que estaban depositadas en los grandes armamentarios de los controversistas antecedentes.

Para la inteligencia literal de toda la Escritura Sagrada, reina hoy en la estimación de todos los profesores la admirable exposición, que poco ha dio a luz el sapientísimo benedictino don Agustín Calmet, como un magisterio destilado a la llama de la más juiciosa crítica de cuanto bueno se había escrito en todos los siglos anteriores sobre tan noble asunto. En que logró también el padre Calmet la ventaja de aprovecharse de las nuevas luces, que en estos tiempos adquirió la geografía, para ilustrar muchos lugares antes poco entendidos de la Escritura.

Para el más perfecto conocimiento del poder, gobierno, religión y costumbres de muchos reinos distantes, nadie negará la gran conducencia de las relaciones de Tabernier, Tevenot y otros célebres viajeros franceses. Otros muchos libros hay escritos en el vulgar idioma de la Francia, singulares cada uno en su clase, o para determinada especie de erudición, como las Noticias de la república de las letras, las Memorias de Trevoux, el Diario de los sabios de París, la Biblioteca oriental de Herbelot, etc.

Así que, el que quisiere limitar su estudio a aquellas facultades que se enseñan en nuestras escuelas, lógica, metafísica, jurisprudencia, medicina galénica, teología escolástica y moral, tiene con la lengua latina cuanto ha menester. Mas para sacar de este ámbito o su erudición, o su curiosidad, debe buscar como muy útil, si no absolutamente necesaria, la lengua francesa. Y esto basta para que se conozca el error de los que reprueban como inútil la aplicación a este idioma.




III

Mas no por eso concederemos, ni es razón, alguna ventaja a la lengua francesa sobre la castellana. Los excesos de una lengua respecto de otra pueden reducirse a tres capítulos: propiedad, armonía y copia. Y en ninguna de estas calidades cede la legua castellana a la francesa.

En la propiedad juzgo, contra el común dictamen, que todas las lenguas son iguales en cuanto a todas aquellas voces que específicamente significan determinados objetos. La razón es clara, porque la propiedad de una voz no es otra cosa que su específica determinación a significar tal objeto; y como esta es arbitraria o dependiente de la libre voluntad de los hombres, supuesto que en una región esté tal voz determinada a significar tal objeto, tan propia es como otra cualquiera que le signifique en idioma diferente. Así, no se puede decir, pongo por ejemplo, que el verbo francés tromper sea más ni menos propio que el castellano engañar, la voz rien, que la voz nada. Puede haber entre dos lenguas la desigualdad de que una abunde más de voces particulares o específicas. Mas esto en rigor será ser más copiosa, que es capítulo distinto, quedando iguales en la propiedad en orden a todas las voces específicas que haya en una y otra.

De la propiedad del idioma se debe distinguir la propiedad del estilo, porque está dentro del mismo idioma, admite más o menos, según la habilidad y genio del que habla o escribe. Consiste la propiedad del estilo en usar de las locuciones más naturales y más inmediatamente representativas de los objetos. En esta parte, si se hace el cotejo entre escritores modernos, no puedo negar que por lo común hacen ventaja los franceses a los españoles. En aquellos se observa más naturalidad; en estos más afectación. Aun en aquellos franceses que más sublimaron el estilo, como el arzobispo de Cambray, autor del Telémaco, y Madalena Scuderi, que se ve que el arte está amigablemente unido con la naturaleza. Resplandece en sus obras aquella gala nativa, única hermosura con que el estilo hechiza al entendimiento. Son sus escritos como jardines, donde las flores espontáneamente nacen; no como lienzos, donde estudiosamente se pintan. En los españoles, picados de cultura, dio en reinar de algún tiempo a esta parte una afectación pueril de tropos retóricos, por la mayor parte vulgares, una multitud de epítetos sinónimos, una colocación violenta de voces pomposas, que hacen el estilo, no gloriosamente majestuoso, sí asquerosamente entumecido. A que añaden muchos una temeraria introducción de voces, ya latinas, ya francesas, que debieran ser decomisadas como contrabando del idioma, o idioma de contrabando en estos reinos. Ciertamente en España son pocos los distinguen el estilo sublime del afectado, y muchos los que confunden uno con otro.

He dicho que por lo común hay este vicio en nuestra nación; pero no sin excepciones, pues no faltan españoles que hablan y escriben con suma naturalidad y propiedad el idioma nacional. Sirvan por todos y para todos de ejemplares don Luis de Salazar y Castro, archivo grande, no menos de la lengua castellana antigua y moderna en toda su extensión, que de la historia, la genealogía y la crítica más sabia, y el mariscal de campo, vizconde del Puerto, que con sus excelentes libros de Reflexiones militares dio tanto honor a la nación española entre las extranjeras. No nace, pues del idioma español la impropiedad o afectación de algunos de nuestros compatriotas, sí de faltas de conocimiento del mismo idioma, o defecto de genio, o corrupción de gusto.




IV

En cuanto a la armonía, o grato sonido del idioma, no sé cuál de dos cosas diga, o que no hay exceso de unos idiomas a otros en esta parte, o que no hay juez capaz de decidir la ventaja. A todos suena bien el idioma nativo, y mal el forastero, hasta que el largo uso lo hace propio. Tenemos hecho concepto de que el alemán es áspero, pero el padre Kircher, en su Descripción de la torre de Babel, asegura, que no cede en elegancia a otro alguno del mundo. Dentro de España parece a castellanos y andaluces humilde y plebeya la articulación de la jota y la g de portugueses y gallegos. Pero los franceses, que pronuncian del mismo modo, no sólo las dos letras dichas, mas también la ch, escuchan con horror la articulación castellana que resultó en estos reinos del hospedaje de los africanos. No hay nación que pueda sufrir hoy el lenguaje que en ella misma se hablaba doscientos años ha. Los que vivían en aquel tiempo, gustaban de aquel lenguaje, sin tener el órgano del oído diferente en nada de los que viven ahora; y, si resucitasen, tendrían por bárbaros a sus propios compatriotas. El estilo de Alano Chartier, secretario del rey Carlos VII de Francia, fue encanto de su siglo; en tal grado, que la princesa Margarita de Escocia, esposa del Delfín, hallándole una vez dormido en la antesala de palacio, en honor de su rara facundia, a vista de mucha corte, estampó un ósculo en sus labios. Digo que en honor de su rara facundia, y sin intervención de alguna pasión bastarda, por ser Alano extremamente feo; y así, reconvenida sobre este capítulo por los asistentes, respondió, que había besado, no aquella feísima cara, sino aquella hermosísima boca. Y hoy, tanto las prosas como las poesías de Alano, no pueden leerse en Francia sin tedio, habiendo variado la lengua francesa de aquel siglo a este mucho más que la castellana. ¿Qué otra cosa que la falta de uso convirtió en disonancia ingrata aquella dulcísima armonía?

De modo que puede asegurarse que los idiomas no son ásperos o apacibles, sino a proporción que son o familiares o extraños. La desigualdad verdadera está en los que los hablan, según su mayor o menor genio y habilidad. Así entre los mismos escritores españoles (lo mismo digo de las demás naciones) en unos vemos un estilo dulce, en otros áspero; en unos enérgico, en otros lánguido; en unos majestuoso, en otros abatido. No ignoro que en opinión de muchos críticos hay unos idiomas más oportunos que otros para exprimir determinados afectos. Así se dice, que para representaciones trágicas no hay lengua como la inglesa. Pero yo creo, que el mayor estudio que los ingleses, llevados de su genio feroz, pusieron en las piezas dramáticas de este carácter por la complacencia que logran de ver imágenes sangrientas en el teatro, los hizo más copiosos en expresiones representativas de un coraje bárbaro, sin tener parte en esto la índole del idioma. Del mismo modo la propiedad que algunos encuentran en las composiciones portuguesas, ya oratorias, ya poéticas, para asuntos amatorios, se debe atribuir, no al genio del lenguaje, sino al de la nación. Pocas veces se explica mal lo que se siente bien; porque la pasión, que manda en el pecho, logra casi igual obediencia en la lengua y en la pluma.

Una ventaja podrá pretender la lengua francesa sobre la castellana, deducida de su más fácil articulación. Es cierto que los franceses pronuncian más blando, los españoles más fuerte. La lengua francesa (digámoslo así) se desliza, la española golpea. Pero, lo primero, esta diferencia no está en la substancia del idioma, sino en el accidente de la pronunciación; siendo cierto que una misma dicción, una misma letra, puede pronunciarse o fuerte o blanda, según la varia aplicación del órgano, que por la mayor parte es voluntaria. Y así, no faltan españoles que articulen con mucha suavidad, y aun creo, que casi todos los hombres de alguna policía hoy lo hacen así. Lo segundo, digo, que aun cuando se admitiese esta diferencia entre los dos idiomas, más razón habría de conceder el exceso al castellano, siendo prenda más noble del idioma una valentía varonil que una blandura afeminada.

Marco Antonio Mureto, en sus Notas sobre Catulo, notó en los españoles el defecto de hablar hueco y fanfarrón: More patrio in statis buccis loquentes. Yo confieso que es ridiculez hablar hinchando las mejillas, como si se inspirase el aliento a una trompeta, y en una conversación de paz entonar la solfa de la ira. Pero este defecto no existe sino en los plebeyos, entre quienes el esfuerzo material de los labios pasa por suplemento de la eficacia de las razones.




V

En la copia de voces (único capítulo que puede desigualar substancialmente los idiomas) juzgo que excede conocidamente el castellano al francés. Son muchas las voces castellanas que no tienen equivalente en la lengua francesa, y pocas ha observado en esta que no le tengan en la castellana. Especialmente de voces compuestas abunda tanto nuestro idioma, que dudo que le iguale aun el latino ni en otro alguno, exceptuando al griego. El canciller Bacon, ofreciéndose hablar6 de aquella versatilidad política que constituye a los hombres capaces de manejar en cualquiera ocurrencia su fortuna, confiesa, que no halla en alguna de las cuatro lenguas, inglesa, latina, italiana y francesa, voz que signifique lo que la castellana desenvoltura. Y acá estamos tan de sobra, que para significar lo mismo tenemos otras dos voces equivalentes: despejo y desembarazo.

Nótese que en todo género de asuntos escribieron bien algunas plumas españolas para mendigar nada de otra lengua. La elegancia y pureza de don Carlos Coloma y don Antonio de Solís, en materia de historia, no tiene que envidiar a los mejores historiadores latinos: las empresas políticas de Saavedra fundieron a todo Tácito en castellano, sin el socorro de otro idioma. Las teologías expositiva y moral se hallan vertidas en infinitos sermones de bello estilo. ¿Qué autor latino escribió con más claridad y copia la mística, que santa Teresa? ¿Ni la escolástica en los puntos más sublimes de ella, que la madre María de Ágreda? En los asuntos poéticos, ninguno hay que las musas no hayan cantado con alta melodía en la lengua castellana. Garcilaso, Lope de Vega, Góngora, Quevedo, Mendoza, Solís y otros muchos, fueron cisnes sin vestirse de plumas extranjeras. Singularmente se ve, que la lengua castellana tiene para la poesía heroica tanta fuerza como la latina en la traducción de Lucano, que hizo don Juan de Jáuregui; donde aquella arrogante valentía, que aun hoy asusta a los más apasionados de Virgilio, se halla con tanta integridad trasladada a nuestro idioma, que puede dudarse en quién brilla más espíritu, si en la copia, si en el original. Últimamente, escribió de todas las matemáticas, estudio en que hasta ahora se habían descuidado los españoles, el padre Vicente de Toska, corriendo su dilatado campo, sin salir del patrio idioma. En tanta variedad de asuntos se explicaron excelentemente los autores referidos, y otros infinitos que pudiera alegar, sin tomar ni una voz de la lengua francesa. Pues ¿a qué propósito nos la introducen ahora?

El empréstito de voces que se hacen unos idiomas a otros, es sin duda útil a todos, y ninguno hay que no se haya interesado en este comercio. La lengua latina quedaría en un árido esqueleto si le hiciesen restituir todo lo que debe a la griega; la hebrea, con ser madre de todas, de todas heredó después algunas voces, como afirma san Jerónimo: Omnium pene linguarum verbis utuntur hebraei.7 Lo más singular es, que siendo la castellana que hoy se usa, dialecto de la latina, se halla que la latina mendigó algunas voces de la lengua antigua española. Aulo Gelio, citando a Varrón, dice que la voz lancea la tomaron los latinos de los españoles;8 y Quintiliano, que la voz gurdus, que significa hombre rudo o de corta capacidad, fue trasladada de España a Roma: Et gurdos, quos pro stolidis accipit vulgus, ex Hispania traxisse originem audivi. 9

Pero cuando el idioma nativo tiene voces propias, ¿para qué se han de substituir por ellas las del ajeno? Ridículo pensamiento el de aquellos que, como notaba Cicerón en un amigo suyo, con voces inusitadas juzgan lograr opinión de discretos: Qui recte putabat loqui esse inusitate loqui. 10 Ponen por medio el no ser entendidos, para ser reputados por entendidos; cuando el huirse con voces extrañas de la inteligencia de los oyentes, en vez de avecindarse en la cultura, es, en dictamen de san Pablo, hospedarse en la barbarie: Si nesciero virtutem vocis, ero ei, cui loquor, barbarus: et qui loquitur mihi barbarus.

A infinitos españoles oigo usar de la voz remarcable diciendo: Es un suceso remarcable, una cosa remarcable. Esta voz francesa no significa ni más ni menos que la castellana notable, así como la voz remarque, de donde viene remarcable, no significa más ni menos que la voz castellana nota, de donde viene notable. Teniendo, pues, la voz castellana la misma significación que la francesa, y siendo por otra parte más breve y de pronunciación menos áspera, ¿no es extravagancia usar de la extranjera, dejando la propia? Lo mismo puedo decir de muchas voces que cada día nos traen de nuevo las gacetas.

La conservación del idioma patrio es de tanto aprecio en los espíritus amantes de la nación, que el gran juicio de Virgilio tuvo este derecho por digno de capitularse entre dos deidades, Júpiter y Juno, al convenirse en que los latinos admitiesen en su tierra los troyanos:

Sermonem Ausonium patrium, moresque tenebunt.

No hay que admirar, pues la introducción de lenguaje forastero es nota indeleble de haber sido vencida la nación a quien se despojó de su antiguo idioma. Primero se quita a un reino la libertad que el idioma. Aun cuando se cede a la fuerza de las armas, lo último que se conquista son lenguas y corazones. Los antiguos españoles, conquistados por los cartagineses, resistieron constantemente, como prueba Aldrete en sus Antigüedades de España, la introducción de la lengua púnica. Dominados después por los romanos, tardaron mucho en sujetarse a la latina. ¿Diremos que son legítimos descendientes de aquellos los que hoy, sin necesidad, estudian en afrancesar la castellana?

En la forma, pues, que está hoy nuestra lengua, puede pasar sin los socorros de otra alguna. Y uno de los motivos que he tenido para escribir en castellano esta obra, en cuya prosecución apenas habrá género de literatura o erudición que no se toque, fue mostrar que, para escribir en todas materias, basta por sí solo nuestro idioma sin los subsidios del ajeno, exceptuando empero algunas voces facultativas, cuyo empréstito es indispensable de unas naciones a otras.




VI

Aunque el motivo porque hemos discurrido en el cotejo de la lengua castellana con la francesa, no milita, respecto de la italiana, porque esta aun no ganó la afición, ni se hizo en España de la moda; la ocasión convida a decir algo de ella, y juntamente de la lusitana, por comprehender en el paralelo, para satisfacción de los curiosos, todos los dialectos de la latina.

He dicho por comprehender todos los dialectos de la latina, porque aunque estos vulgarmente se reputan ser no más que tres, el español, el italiano y el francés, el padre Kircher, autor desapasionado,11 añade el lusitano, en que advierto se debe incluir la lengua gallega, como el realidad indistinta de la portuguesa, por ser poquísimas las voces en que discrepan, y la pronunciación de las letras en todo semejante; y así se entienden perfectamente los individuos de ambas naciones, sin alguna instrucción antecedente.

Que la lengua lusitana o gallega se debe considerar dialecto separado de la latina, y no subdialecto o corrupción de la castellana, se prueba, a mi parecer, con evidencia del mayor parentesco que tiene aquella que esta con la latina. Para quien tiene conocimiento de estas lenguas no puede haber duda de que por lo común las voces latinas han generado menos en la portuguesa. Esto no pudiera ser si la lengua portuguesa fuese corrupción o subdialecto de la castellana; siendo cierto que con cuantas más mutaciones se aparta una lengua de la fuente, tanto se aleja más de la pureza de su origen.

Si por el mayor parentesco que tiene un dialecto con su lengua original, o menos desvío que padeció de ella, se hubiese de regular su valor entre todos los dialectos de la lantina, daríamos la preferencia a la lengua italiana, y en segundo lugar pondríamos la portuguesa. A algunos les parecerá deber hacer así, porque siendo una especie de corrupción aquella declinación que insensiblemente va haciendo la lengua primordial hacia su dialecto, parece se debe tener por menos corrompido, y por consiguiente por menos imperfecto, aquel dialecto en quien fue menor el desvío.

Sin embargo, esta razón tiene mas apariencia que solidez. Lo primero, porque la corrupción de que se habla no es propia, sino metafóricamente tal. Lo segundo, porque aunque pueda llamarse corrupción aquel perezoso tránsito con que la lengua original va declinando al dialecto, pero después que éste, logrando su entera formación, está fijado, ya no hay corrupción, ni aun metafórica. Esto se ve en las cosas físicas, donde aunque se llama corrupción, o se asienta que la hay, en aquel estado vial con que la materia pasa de una forma a otra, pero cuando la nueva forma se considera en estado permanente, o in facto esse, como se explican los filósofos de la escuela, nadie dice que hay entonces corrupción, ni el nuevo compuesto se puede llamar en alguna manera corrompido. Y así, como a veces sucede que, no obstante la corrupción que precedió en la introducción de la nueva forma, el nuevo compuesto es más perfecto que el antecedente, podría también suceder que, mediante la corrupción del primer idioma, se engendrase otro más copioso y más elegante que aquel de donde trae su origen.

Por este principio, pues, no se puede hacer juicio de la calidad de los dialectos. Y excluido éste, no veo otro por donde, de los tres dialectos en cuestión, se deba dar preferencia a alguno sobre los otros. Paréceme que la lengua italiana suena mejor que las demás en la poesía; pero también juzgo que esto no nace de la excelencia del idioma, sí del mayor genio de los naturales, o mayor cultivo de este arte. Aquella fantasía, propia a animar los rasgos en la pintura, es, por la simbolización de las dos artes, la más acomodada a exaltar colores de la política: Ut pictura poesis erit. Después de los poemas de Homero y Virgilio, no hay cosa que iguale en el género épico a la Jerusalén del Tasso.

Los franceses notan las poesías italiana y española de muy hiperbólicas. Dicen que las dos naciones dan demasiado al entusiasmo, y por excitar la admiración, se alejan de la verosimilitud. Pero yo digo, que quien quiere que los poetas sean muy cuerdos, quiere que no haya poetas. El furor es la alma de la poesía. El rapto de la mente es el vuelo de la pluma: Impetus ille sacer, qui vatum pectora nutrit, dijo Ovidio. En los poetas franceses se ve, que por afectar ser muy regulares en sus pensamientos, dejan sus composiciones muy lánguidas; cortan a las musas las alas, o con el peso del juicio les abaten al suelo las plumas. Fuera de que, también la decadencia de sus rimas es desairada. Pero la crisis de la poesía se hará de intento en otro tomo.




Corolario

Habiendo dicho arriba por incidencia que el idioma lusitano y el gallego son uno mismo, para confirmación de nuestra proposición, y para satisfacer la curiosidad de los que se interesaren en la verdad de ella, expondremos aquí brevemente la causa más verisímil de esta identidad.

Es constante en las historias que el año cuatrocientos y poco más de nuestra redención, fue España inundada de la violenta irrupción de godos, vándalos, suevos, alanos y selingos, naciones septentrionales; que de éstos, los suevos, debajo de la conducta de su rey Hermenerico, se apoderaron de Galicia, donde reinaron gloriosa menos despojó por más de ciento y setenta años, hasta que aquel florentísimo reino Leovigildo, rey de los godos. Es asimismo sólo dominaron los suevos la Galicia a más también la mayor parte de Portugal. Manuel de Faria, en el Epítome de las historias portuguesas12, con fray Bernardo de Brito y otros autores de su nación, quiere, que no sólo fuesen los suevos dueños de la mayor parte de Portugal, mas también de cuanto tuvo el nombre de Lusitania, en tanto grado, que, perdida esta denominación, tornó aquel reino el nombre de Suevia. En fin, tampoco hay duda en que al tiempo que entraron los suevos en Galicia y Portugal, se hablaba en los dos reinos, como en todos los demás de España, la lengua romana, extinguida del todo o casi del todo la antigua española, por más que, contra las pruebas concluyentes, deducidas de muchos autores antiguos, que alegan Aldrete y otros escritores españoles, pretenda lo contrario el maestro fray Francisco de Vivar, en su Comentario a Marco Máximo, en el año de Cristo 516.

Hechos estos supuestos, ya se halla a la mano la causa que buscamos de la identidad del idioma portugués y gallego; y es, que, habiendo estado las dos naciones separadas de todas las demás provincias, debajo de la dominación de unos mismos reyes, en aquel tiempo precisamente en que, corrompiéndose poco a poco la lengua romana en España, por la mezcla de las naciones septentrionales, fue degenerando en particulares dialectos, consiguientemente al continuo y recíproco comercio de portugueses y gallegos (secuela necesaria de estar las dos naciones debajo de una misma dominación), era preciso que en ambas se formase un mismo dialecto.

Añádese a esto que el reino de Galicia comprehendía en aquellos tiempos buena porción de Portugal, pues se incluía en él la ciudad de Braga, como consta del Cronicón de Idacio, que florecía a la sazón. Así dice en el año de Cristo 447: Theodorico rege cum exercitu ad Bracaram, extremam civitatem Galiciae, pertendente, etc.

En fin, en honor de nuestra patria, diremos, que si el idioma de Galicia y Portugal no se formó promiscuamente a un tiempo en los dos reinos, sino que del uno pasó al otro, se debe discurrir que de Galicia se comunicó a Portugal, no de Portugal a Galicia. La razón es, porque durante la unión de los dos reinos en el gobierno suevo, Galicia era la nación dominante, respecto de tener en ella su asiento y corte aquellos reyes. Por lo cual, así los escritores españoles como los extranjeros llaman a los suevos absolutamente reyes de Galicia, atribuyendo la denominación a la corona por la provincia dominante, como antes de la unión con Aragón se llamaban absolutamente reyes de Castilla los que, juntamente con Castilla, regían otras muchas provincias de España. Y lo mismo diremos de los reyes de Aragón respecto de las demás provincias unidas a aquella corona. Siendo, pues, durante aquella unión el reino de Galicia asiento de la corona, es claro que no pudo tomar el idioma de Portugal, porque nunca la provincia dominante le toma de la dominada, sino al contrario.






ArribaAbajoDefensa de las mujeres


I

En grave empeño me pongo. No es ya sólo un vulgo ignorante con quien entro en la contienda: defender a todas las mujeres, viene a ser lo mismo que ofender a casi todos los hombres, pues raro hay que no se interese en la precedencia de su sexo con desestimación del otro. A tanto se ha extendido la opinión común en vilipendio de las mujeres, que apenas admite en ellas cosa buena. En lo moral las llena de defectos, y en lo físico de imperfecciones; pero donde más fuerza hace, es en la limitación de sus entendimientos. Por esta razón, después de defenderlas, con alguna brevedad, sobre otros capítulos, discurriré más largamente sobre su aptitud para todo género de ciencias y conocimientos sublimes.

El falso profeta Mahoma, en aquel mal plantado paraíso, que destinó para sus secuaces, les negó la entrada a las mujeres, limitando su felicidad al deleite de ver desde afuera la gloria que habían de poseer dentro los hombres. Y cierto que sería muy buena dicha de las casadas ver en aquella bienaventuranza, compuesta toda de torpezas, a sus maridos en los brazos de otras consortes, que para este efecto fingió fabricadas de nuevo aquel grande artífice de quimeras. Bastaba para comprehender cuanto puede errar el hombre, ver admitido este delirio en una gran parte del mundo.

Pero parece que no se aleja mucho de quien les niega la bienaventuranza a las mujeres en la otra vida, el que les niega casi todo el mérito en esta. Frecuentísimamente los más torpes del vulgo representan en aquel sexo una horrible sentina de vicios, como si los hombres fueran los únicos depositarios de las virtudes. Es verdad que hallan a favor de este pensamiento muy fuertes invectivas en infinitos libros; en tanto grado, que uno a otro apenas quieren aprobar ni una sola por buena; componiendo, en la que está asistida de las mejores señas, la modestia en el rostro con la lascivia en la alma:

Aspera si risa est, rigidasque imitata Sabinas,

Velle, sed ex alto dissimulare puta.

Contra tan insolente maledicencia, el desprecio y la detestación son la mejor apología. No pocos de los que con más frecuencia y fealdad pintan los defectos de aquel sexo, se observa ser los más solícitos en granjear su agrado. Eurípides fue sumamente maldiciente de las mujeres en sus tragedias, y, según Ateneo y Stobeo, era amantísimo de ellas en su particular: las execraba en el teatro, y las idolatraba en el aposento. El Boccacio, que fue con grande exceso impúdico, escribió contra las mujeres la violenta sátira, que intituló Laberinto del amor. ¿Qué misterio habrá en esto? Acaso con la ficción de ser de este dictamen quieren ocultar su propensión; acaso en las brutales saciedades del torpe apetito se engendra un tedio desapacible, que no representa sino indignidades en el otro sexo. Acaso también se venga tal vez con semejantes injurias la repulsa de los ruegos; que hay hombre tan maldito, que dice que una mujer no es buena, sólo porque ella no quiso ser mala. Ya se ha visto desahogarse en más atroces venganzas esta injusta queja, como testifica el lastimoso suceso de la hermosísima irlandesa madama Duglas. Guillermo Leout, ciegamente irritado contra ella porque no había querido condescender con su apetito, la acusó de crimen de lesa majestad, y probando con testigos sobornados la calumnia, la hizo padecer pena capital. Confesola después el mismo Leout, y refiere el suceso La Mota le Vayer13.

No niego los vicios de muchas. ¡Mas ay! si se aclarara la genealogía de sus desórdenes, ¡cómo se hallaría tener su primer origen en el porfiado impulso de individuos de nuestro sexo! Quien quisiere hacer buenas a todas las mujeres, convierta a todos los hombres. Puso en ellas la naturaleza por antemural la vergüenza, contra todas las baterías del apetito; y rarísima vez se le abre a esta muralla la brecha por la parte interior de la plaza.

Las declamaciones que contra las mujeres se leen en algunos escritores sagrados, se deben entender dirigidas a las perversas, que no es dudable las hay: y aun cuando miraran en común al sexo, nada se prueba de ahí; porque declaman los médicos de las almas contra las mujeres, como los médicos de los cuerpos contra las frutas, que, siendo en sí buenas, útiles y hermosas, el abuso las hace nocivas. Fuera de que, no se ignora la extensión que admite la oratoria en ponderar el riesgo, cuando es su intento desviar el daño.

Y díganme los que suponen más vicios en aquel sexo que en el nuestro, ¿cómo componen esto con darle la Iglesia a aquel con especialidad el epíteto de devoto? ¿Cómo, con lo que dicen gravísimos doctores, que se salvarán más mujeres que hombres, a mi atendida la proporción a su mayor número? Lo cual no fundan ni pueden fundar en otra cosa, que en la observación de ver en ellas más inclinación a la piedad.

Ya oigo contra nuestro asunto aquella proposición, de mucho ruido y de ninguna verdad, que las mujeres son causa de todos los males; en cuya comprobación, hasta los ínfimos de la plebe inculcan a cada paso que la Cava indujo la pérdida de toda España, y Eva la de todo el mundo.

Pero el primer ejemplo absolutamente es falso. El conde don Julián fue quien trajo los moros a España, sin que su hija se lo persuadiese, quien no hizo más que manifestar al padre su afrenta. ¡Desgraciadas mujeres, si en el caso de que un insolente las atropelle, han de ser privadas del alivio de desahogarse con el padre o con el esposo! Eso quisieran los agresores de semejantes temeridades. Si alguna vez se sigue una venganza injusta, será la culpa, no de la inocente ofendida, sino del que la ejecuta con el acero y del que dio ocasión con el insulto, y así, entre los hombres queda todo el delito.

El segundo ejemplo, si prueba que las mujeres en común son peores que los hombres, prueba del mismo modo que los ángeles en común son peores que las mujeres; porque, como Adán fue inducido a pecar por una mujer, la mujer fue inducida por un ángel. No está hasta ahora decidido quién pecó más gravemente, si Adán, si Eva; porque los padres están divididos; y en verdad, que la disculpa que da Cayetano a favor de Eva, de que fue engañada por una criatura de muy superior inteligencia y sagacidad, circunstancia que no ocurrió en Adán, rebaja mucho, respecto de este, el delito de aquella.




II

Pasando de lo moral a lo físico, que es más de nuestro intento, la preferencia, del sexo robusto sobre el delicado se tiene por pleito vencido, en tanto grado, que muchos no dudan en llamar a la hembra animal imperfecto, y aun monstruoso, asegurando que el designio de la naturaleza en la obra de la generación siempre pretende varón, y sólo por error o defecto, ya de la materia, ya de la facultad, produce hembra.

¡Oh admirables físicos! Seguirase de aquí que la naturaleza intenta su propia ruina, pues no puede conservarse la especie sin la concurrencia de ambos sexos. Seguirase también que tiene más errores que aciertos la naturaleza humana en aquella principalísima obra suya, siendo cierto que produce más mujeres que hombres; ni ¿cómo puede atribuirse la formación de las hembras a debilidad de virtud o defecto de materia, viéndolas nacer muchas veces de padres bien complexionados y robustos, en lo más florido de su edad? ¿Acaso, si el hombre conservara la inocencia original, en cuyo caso no hubiera estos defectos, no habían de nacer algunas mujeres, ni se había de propagar el linaje humano?

Bien sé que hubo autor que se tragó tan grave absurdo, por mantener su declarada ojeriza contra el otro sexo. Este fue Almarico, doctor parisiense del siglo XII; el cual, entre otros errores, dijo, que durando el estado de la inocencia, todos los individuos de nuestra especie serían varones, y que Dios los había de criar inmediatamente por sí mismo, como había criado a Adán.

Fue Almarico ciego secuaz de Aristóteles, de modo que, todos o casi todos sus errores fueron consecuencias que tiró de doctrinas de aquel filósofo. Viendo, pues, que Aristóteles, no en una parte sola de sus obras, da a entender que la hembra es animal defectuoso, y su generación accidental y fuera del intento de la naturaleza, de aquí infirió que no habría mujeres en el estado de la inocencia. Así se sigue muchas veces una teología herética a una errada física.

Pero la grande adherencia que con Aristóteles profesó Almarico, les estuvo mal a Almarico y a Aristóteles; porque los errores de Almarico fueron condenados en un concilio parisiense, el año de 1209, y en el mismo concilio fue prohibida la lectura de los libros de Aristóteles, confirmando después esta prohibición el papa Gregorio IX. Era ya muerto Almarico un año antes que se proscribiesen sus dogmas; y así, fueron desenterrados sus huesos y arrojados en un lugar inmundo.

De aquí es que no nos deben hacer fuerza uno u otro doctor, por otra parte grave, que asentaron ser defectuoso el sexo femenino, sólo porque Aristóteles lo dijo, de quien fueron finos sectarios, aunque sin precipitarse en el error de Almarico. Es cierto que Aristóteles fue inicuo con las mujeres, pues no sólo proclamó con exceso sus defectos físicos, pero aun con mayor vehemencia los morales, de que se apuntará algo en otra parte. ¿Quién no pensará que su genio le inclinaba al desvío de aquel sexo? Pues nada menos que eso. No sólo amó con ternura a las mujeres que tuvo, pero lo sacó tanto de sí el amor de la primera, llamada Pitais, hija, como quieren unos, o sobrina, como dicen otros, de Hermias, tirano de Atarneo, que llegó al delirio de darle inciensos como a deidad. También se cuentan insanos amores suyos con una criaduela, bien que Plutarco no se acomoda a creerlo; pero en esta parte merece más fe Teócrito Chio, que en un epigrama, vivamente satirizó a Aristóteles su obscenidad, porque fue del tiempo de Aristóteles y Plutarco, muy posterior; en cuyo ejemplo se ve que la mordacidad contra las mujeres, muchísimas veces, y aun las más, anda acompañada de una desordenada inclinación hacia ellas, como ya dijimos arriba.

Del mismo error físico, que condena a la mujer por animal imperfecto, nació otro error teológico, impugnado por san Agustín (libro XXII, De Civ. Dei, capítulo XVII), cuyos autores decían que en la resurrección universal esta obra imperfecta se ha de perfeccionar, pasando todas las mujeres al sexo varonil; como que la gracia ha de concluir entonces la obra que dejó sólo empezada la naturaleza.

Este error es muy parecido al de los infatuados alquimistas, que, sobre la máxima de que la naturaleza en la producción metálica siempre intenta la generación del oro, y sólo por defecto de virtud para en otro metal imperfecto, pretenden que después el arte conduzca la obra a su perfección, y haga oro lo que nació hierro. Mas al fin, este error es más tolerable, ya porque no toca en materia de fe, ya porque (séase lo que se fuera del intento de la naturaleza y de la imaginaria capacidad del arte), de hecho el oro es el metal más noble, y los demás son de muy inferior calidad; pero en nuestro asunto todo es falso: que la naturaleza intenta siempre varón; que su operación bastardea en la mujer, y mucho más que este hierro se ha de enmendar en la resurrección universal.

No por eso apruebo el arrojo de Zacuto Lusitano, que en la introducción al tratado De morbis mulierum, con frívolas razones quiso poner de bando mayor a las mujeres, haciendo creer su perfección física sobre los hombres. Con otras de mayor apariencia se pudiera emprehender ese asunto; pero mi empeño no es persuadir la ventaja, sino la igualdad.

Y para empezar a hacernos cargo de la dificultad (dejando por ahora aparte la cuestión del entendimiento, que se ha de disputar separada y más de intento en este discurso), por tres prendas, en que hacen notoria ventaja a las mujeres, parece se debe la preferencia a los hombres: robustez, constancia y prudencia. Pero aun concedidas por las mujeres estas ventajas, pueden pretender el empate, señalando otras tres prendas en que exceden ellas: hermosura, docilidad y sencillez.

La robustez, que es prenda del cuerpo, puede considerarse contrapesada con la hermosura, que también lo es; y aun muchos le concederán a esta el exceso. Tendrían razón, si el precio de las prendas se hubiese de determinar precisamente por la lisonja de los ojos; pero debiendo hacer más peso en el buen juicio, para decidir esta ventaja, la utilidad pública, pienso debe ser preferida la robustez a la hermosura. La robustez de los hombres trae al mundo esencialísimas utilidades en las tres columnas que sustentan toda república: guerra, agricultura y mecánica. De la hermosura de las mujeres no sé qué fruto importante se saque, si no es que sea por accidente. Algunos la argüirán de que, bien lejos de traer provechos, acarrea gravísimos daños en amores desordenados que enciende, competencias que suscita, cuidados, inquietudes y recelos que ocasiona en los que están encargados de su custodia.

Pero esta acusación es mal fundada, como originada de falta de advertencia. En caso que todas las mujeres fuesen feas, en las de menos deformidad se experimentaría tanto atractivo como ahora en las hermosas; y por consiguiente, harían el mismo estrago. La menos fea de todas, puesta en Grecia, sería incendio de Troya, como Helena; y puesta en el palacio del rey don Rodrigo, sería ruina de España, como la Cava. En los países donde las mujeres son menos agraciadas, no hay menos desórdenes, que en aquellos donde las hay de más gentileza y proporción; y aun en Moscovia, que excede en copia de mujeres bellas a todos los demás reinos de Europa, no está tan desenfrenada la incontinencia como en otros países, y la fe conyugal se observa con mucha mayor exactitud.

No es, pues, la hermosura por sí misma autora de los males que le atribuyen. Pero en el caso de la cuestión, doy mi voto a favor de la robustez, la cual juzgo prenda mucho más apreciable que la hermosura. Y así, en cuanto a esta parte, se ponen de bando mayor los hombres: quédales, empero, a salvo a las mujeres replicar, valiéndose de la sentencia de muchos doctos, y recibida de toda una ilustre escuela, que reconoce la voluntad por potencia más noble que el entendimiento, la cual favorece su partido; pues si la robustez, como más apreciable, logra mejor lugar en el entendimiento, la hermosura, como más amable, tiene mayor imperio en la voluntad.

La prenda de la constancia, que ennoblece a los hombres, puede contrarrestare con la docilidad, que resplandece en las mujeres. Donde se advierte que no hablamos de estas y otras prendas, consideradas formalmente en el estado de virtudes, porque en este sentido no son de la línea física, sino en cuanto están radiadas y como delineadas en el temperamento, cuyo embrión informe es indiferente para el buen y mal uso; y así, mejor se llamarán flexibilidad o inflexibilidad del genio, que constancia o docilidad.

Diráseme que la docilidad de las mujeres declina muchas veces a la ligereza, y yo repongo, que la constancia de los hombres degenera muchas veces en terquedad. Confieso que la firmeza en el buen propósito es autora de grandes bienes, pero no se me puede negar que la obstinación en el malo es cansa de grandes males. Si se me arguye que la invencible adherencia al bien o al mal es calidad de los ángeles, respondo, que sobre no ser eso tan cierto que no lo nieguen grandes teólogos, muchas propriedades que en las naturalezas superiores nacen de su excelencia, en las inferiores provienen de su imperfección. Los ángeles, según doctrina de santo Tomás, cuanto más perfectos, entienden por menos especies, y en los hombres el corto número de especies es defecto. En los ángeles el estudio sería tacha de su entendimiento, y a los hombres les ilustra el suyo.

La prudencia de los hombres se equilibra con la sencillez de las mujeres. Y aun estaba para decir más; porque en realidad, al género humano mucho mejor le estaría la sencillez, que la prudencia de todos sus individuos. Al siglo de oro nadie le compuso de hombres prudentes, sino de hombres cándidos.

Si se me opone que mucho de lo que en las mujeres se llama candidez, es indiscreción, repongo yo, que mucho de lo que en los hombres se llama prudencia, es falacia, doblez y alevosía, que es peor. Aun esa misma franqueza indiscreta, con que a veces se manifiesta, el pecho contra las reglas de la razón, es buena considerada como señal. Como nadie ignora sus propios vicios, quien los halla en sí de alguna monta, cierra con cuidado a los acechos de la curiosidad los resquicios del corazón. Quien comete delitos en su casa, no tiene a todas horas la puerta abierta para el registro. De la malicia es compañera individua la cautela. Quien, pues, tiene facilidad en franquear el pecho, sabe que no está muy asqueroso. En esta consideración, la candidez de las mujeres siempre será apreciable, cuando arreglada al buen dictamen, como perfección, y cuando no, como buena señal.




IV

Sobre las buenas calidades expresadas, resta a las mujeres la más hermosa y más transcendente de todas, que es la vergüenza; gracia tan característica de aquel sexo, que aun en los cadáveres no le desampara, si es verdad lo que dice Plinio, que los de los hombres anegados fluctúan boca arriba, y los de las mujeres boca abajo: Veluti pudori defunctarum parcente natura.14

Con verdad y agudeza, preguntado el otro filósofo, qué color agraciaba más el rostro a las mujeres, respondió que el de la vergüenza. En efecto juzgo que esta es la mayor ventaja que las mujeres hacen a los hombres. Es la vergüenza una valla, que entre la virtud y el vicio puso la naturaleza. Sombra de las bellas almas y carácter visible de la virtud la llamó un discreto francés. Y san Bernardo, extendiéndose más, la ilustró con los epítetos de piedra preciosa de las costumbres, antorcha de la alma púdica, hermana de la continencia, guarda de la rama, honra de la vida, asiento de la virtud, elogio de la naturaleza y divisa de toda honestidad15. Tintura de la virtud la llamó, con sutileza y propiedad, Diógenes. De hecho este es el robusto y grande baluarte, que, puesto enfrente del vicio, cubre todo el alcázar de la alma, y que, vencido una vez, no hay, como decía el Nacianceno, resistencia a maldad alguna: Protinus extincto subeunt mala cuncta pudore.

Diráse que es la vergüenza un insigne preservativo de ejecuciones exteriores, mas no de internos consentimientos; y así, siempre le queda al vicio camino abierto para sus triunfos por medio de los invisibles asaltos que no puede estorbar la muralla del rubor. Aun cuando ello fuese así, siempre sería la vergüenza un preservativo preciosísimo, por cuanto, por lo menos, precave infinitos escándalos y sus funestas consecuencias. Pero si se hace atenta reflexión, se hallará que defiende, si no en un todo, en gran parte, aun de esas escaladas silenciosas que no salen de los ocultos senos de la alma; porque son muy raros los consentimientos internos cuando no los acompañan las ejecuciones, que son las que radican los afectos criminales en la alma, las que aumentan y fortalecen las propensiones viciosas. Faltando estas, es verdad que una u otra vez se introduce la torpeza en el espíritu, pero no se aloja en él como doméstica, mucho menos como señora, sí solo como peregrina.

Las pasiones, sin aquel alimento que las nutre, yacen muy débiles y obran muy tímidas; mayormente cuando en las personas muy ruborosas es tan franco el comercio entre el pecho y el semblante, que pueden recelar salga a la plaza pública del rostro cuanto maquinan en la retirada oficina del pecho. De hecho se les pintan a cada paso en las mejillas los más escondidos afectos; que el color de la vergüenza es el único que sirve a formar imágenes de objetos invisibles. Y así, aun para atajar tropiezos del deseo, puede ser rienda en las mujeres el miedo de que se lea en el rostro lo que se imprime en el ánimo.

A que se añade, que en muchas sube a tal punto el rubor, que le tienen de sí mismas. Este heroico primor de la vergüenza, de que trató el ingeniosísimo padre Vieira en uno de sus sermones, no es puramente ideal, como juzgan algunos espíritus groseros, sino práctico y real en los sujetos de índole más noble. Así lo conoció Demetrio Falereo, cuando instruyendo la juventud de Atenas, les decía que dentro de casa tuviesen vergüenza de sus padres, fuera de ella de todos los que los viesen, en la soledad cada uno de sí propio.




V

Pienso haber señalado tales ventajas de parte de las mujeres, que equilibran y aun acaso superan las calidades en que exceden los hombres. ¿Quién pronunciará la sentencia en este pleito? Si yo tuviese autoridad para ello, acaso daría un corte, diciendo que las calidades en que exceden las mujeres, conducen para hacerlas mejores en sí mismas; las prendas en que exceden los hombres, los constituyen mejores, esto es, más útiles para el público. Pero, como yo no hago oficio de juez, sino de abogado, se quedará el pleito por ahora indeciso.

Y aun cuando tuviese la autoridad necesaria, sería forzoso suspender la sentencia, porque aun se replica a favor de los hombres, que las buenas calidades que atribuyo a las mujeres, son comunes a entrambos sexos. Yo la confieso, pero en la misma forma que son comunes a ambos sexos las buenas calidades de los hombres, para no confundir la cuestión, es preciso señalar de parte de cada sexo aquellas perfecciones, que mucho mis frecuentemente se hallan en sus individuos y mucho menos en los del otro. Concedo, pues que se hallan hombres dóciles, cándidos y ruborosos. Añado que el rubor, que es buena señal en las mujeres, aun lo es mejor en los hombres porque denota, sobre índole generosa, ingenio agudo lo que declaró más de una vez en su Satiricón Juan Barclayo, a cuyo sutilísimo ingenio no se le puede negar ser voto de muy especial nota; y aunque no es seña infalible, yo en esta materia he observado tanto, que ya no espero jamás cosa buena de muchacho, en quien advierto frente muy osada.

Es así, digo, que en varios individuos de nuestro sexo se observan, aunque no con la misma frecuencia, las bellas cualidades que ennoblecen al otro. Pero esto en ninguna manera inclina a nuestro favor la balanza, porque hacen igual peso por la otra parte las perfecciones de que se jactan los hombres, comunicadas a muchas mujeres.




VI

De prudencia política sobran ejemplos en mil princesas por extremo hábiles. Ninguna edad olvidará la primera mujer en quien desemboza la historia las oscuridades de fábula: Semíramis, digo, reina de los arios, que, educada en su infancia por las palomas, se elevó después sobre las águilas, pues no sólo se supo hacer obedecer ciegamente de los súbditos, que le había dejado su esposo, mas hizo también súbditos todos los pueblos vecinos, y vecinos de su imperio los más distantes, extendiendo sus conquistas, por una parte hasta la Etiopía, por otra hasta la India. Ni a Artemis, reina de Caria, que no sólo, mantuvo en su larga viudez la adoración de aquel reino, mas siendo asaltada de los rodios dentro de él, con dos singularísimos estratagemas, en dos lances solos, destruyó las tropas que le habían invadido; y pisando velozmente de la defensiva a la ofensiva, conquistó y triunfó de la isla de Rodas. Ni a las dos Aspasias, a cuya admirable dirección fiaron enteramente, con feliz suceso, el gobierno de sus estados, Pericles, esposo de la una, y Ciro, hijo de Darío Noto, galán de la otra. Ni a la prudentísima File, hija de Antipatro, de quien, aun siendo niña, tomaba su padre consejo para el gobierno de Macedonia, y que después con sus buenas artes sacó de mil ahogos a su esposo, el precipitado y ligero Demetrio. Ni a la mañosa Livia, cuya sutil astucia parece fue superior a la penetración de Augusto, pues no le hubiera dado tanto dominio sobre su espíritu si la hubiera conocido. Ni a la sagaz Agripina, cuyas artes fueron fatales para ella y para el mundo, empleándose en promover a su hijo Nerón al solio. Ni a la sabia Amalasunta, en quien fue menos entender las lenguas de todas las naciones sujetas al imperio romano, que gobernar con tanto acierto el Estado, durante la menoridad de su hijo Atalarico.

Ni, dejando otras muchísimas y acercándonos a nuestros tiempos, se olvidará jamas Isabela de Inglaterra, mujer en cuya formación concurrieron con igual influjo las tres gracias que las tres furias, y cuya soberana conducta sería siempre la admiración de la Europa si sus vicios no fueran tan parciales de sus máximas que se hicieron imprescindibles; y su imagen política se presentará siempre a la posteridad, coloreada, manchada diré mejor, con la sangre de la inocente María Estuarda, reina de Escocia. Ni Catalina de Médicis, reina de Francia, cuya sagacidad en la negociación de mantener en equilibrio los dos partidos encontrados de católicos y calvinistas, para precaver el precipicio de la corona, se pareció a la destreza de los volatines, que en alta y delicada cuerda, con el pronto artificioso manejo de los dos pesos opuestos, se aseguran del despeño y deleitan a los circunstantes ostentando el riesgo y evitando el daño. No fuera inferior a alguna de las referidas nuestra católica Isabela en la administración del gobierno, si hubiera sido reinante como fue reina. Con todo, no le faltaron ocasiones y acciones en que hizo resplandecer una prudencia consumada. Y aun Laurencio Beyerlink, en su elogio, dice que no se hizo cosa grande en su tiempo, en que ella no fuese la parte o el todo: Quid magni in regno, sine illa, imo nisi per illam fere gestum est? Por lo menos el descubrimiento del Nuevo Mundo, que fue el suceso más glorioso de España en muchos siglos, es cierto que no se hubiera conseguido, si la magnanimidad de Isabela no hubiese vencido los temores y perezas de Fernando.

En fin, lo que es más que todo, parece ser, aunque no estoy muy seguro del cómputo, que entre las reinas que mandaron largo tiempo como absolutas, las más se hallan en las historias celebradas como gobernadoras excelentes. Pero las pobres mujeres son tan infelices, que siempre se alegarán contra tantos ejemplos ilustres, una Brunequilda, una Fredegunda, las dos Juanas de Nápoles y otras pocas; bien que a las dos primeras les sobró malicia, no les faltó sagacidad.

Ni es en el mundo tan universal, como se piensa, la persuasión de que en la cabeza de la mujer no asienta bien la corona; pues en Meroe, isla que forma el Nilo en la Etiopía, o península, como quieren los modernos, reinaron, según el testimonio de Plinio, mujeres por muchos siglos. El padre Cornelio a Lapide, tratando de la reina Saba, que fue una de ellas, piensa que su imperio se extendió mucho fuera del ámbito de Meroe, y comprehendió acaso toda la Etiopía; fundado en que Cristo, nuestro bien, llamó a aquella señora Reina del Austro, título que suena un vasto dominio hacia aquella plaga. Si bien que, como se puede ver en Tomas Cornelio, no falta autor que asegura ser la isla, o península, de Meroe mayor que la Gran Bretaña; y así, no era muy corto el estado de aquellas reinas, aunque no saliese del ámbito de Meroe. Aristóteles16 dice, que entre los lacedemonios tenían gran parte en el gobierno político las mujeres. Esto era conforme a las leyes que les dejó Licurgo.

También en Borneo, isla grande del mar de la India, reinan mujeres, según la relación de Mandelslo, que se halla en el segundo tomo de Oleario, sin gozar sus maridos otra prerogativa que ser sus mas calificados vasallos. En la isla Fermosa, situada en el mar meridional de la China, es tanta la satisfacción que tienen de la prudente conducta de las mujeres aquellos idólatras, que a ellas únicamente está fiado el ministerio sacerdotal, con todo lo que pertenece a materias de religión, y en lo político gozan un poder en parte superior al de los senadores, como intérpretes de la voluntad de sus deidades.

Sin embargo, la práctica común de las naciones es más conforme a la razón, como correspondiente al divino decreto notificado a nuestra primera madre en el paraíso, donde a ella, y a todas sus hijas en su nombre, se les intimó la sujeción a los hombres. Sólo se debe corregir la impaciencia con que muchas veces llevan los pueblos el gobierno mujeril, cuando, según las leyes, se les debe obedecer; y aquella propasada estimación de nuestro sexo, que tal vez ha preferido para el régimen un niño incapaz a una mujer hecha, en que excedieron tan ridículamente los antiguos persas, que en ocasión de quedar la viuda de uno de sus reyes encinta, siendo avisados de sus magos que la concepción era varonil, le coronaron a la reina el vientre y proclamaron por rey suyo el feto, dándole el nombre, de Sapor, antes de haber nacido.




VII

Hasta aquí de la prudencia política, contentándonos con bien pocos ejemplos, y dejando muchos. De la prudencia económica es ocioso hablar, cuando todos los días se están viendo casas muy bien gobernadas por las mujeres, y muy desgobernadas por los hombres.

Y pasando a la fortaleza, prenda que los hombres consideran como inseparable de su sexo, yo convendré en que el cielo los mejoró en esta parte en tercio y quinto; mas no en que se les haya dado como mayorazgo o vínculo indivisible, exento de toda partida con el otro sexo.

No pasó siglo a quien no hayan ennoblecido mujeres valerosas. Y dejando los ejemplos de las heroínas de la Escritura y de las santas mártires de la ley de gracia (porque hazañas donde intervino especial auxilio soberano acreditan el poder divino, no la facultad natural del sexo), ocurren tantas mujeres de heroico valor y esforzada mano, que en tropel se presentan en el teatro de la memoria. Y tras de las Semíramis, las Artemisas, las Tomiris, las Zenobias, se parece una Aretafila, esposa de Nicotrato, soberano de Cirene, en la Libia; en cuya incomparable generosidad se compitieron el amor más tierno de la patria, la mayor valentía del espíritu y la más sutil destreza del discurso; pues por librar su patria de la violenta tiranía de su marido, y vengar la muerte que este, por poseerla, había ejecutado en su primer consorte, haciéndose caudillo de una conspiración, despojó a Nicotrato del reino y la vida. Y habiendo sucedido Leandro, hermano de Nicotrato, en la corona y en la crueldad, tuvo valor y arte para echar también del mundo a este segundo tirano, coronando, en fin, sus ilustres acciones con apartar de sus sienes la corona, que, reconocidos a tantos beneficios, le ofrecieron los de Cirene. Una Dripetina, hija del gran Mitridates, compañera inseparable de su padre en tantos arriesgados proyectos, que en todos mostró aquella fuerza de alma y de cuerpo, que desde su infancia había prometido la singularidad de nacer con dos órdenes de dientes; y después de deshecho su padre por el gran Pompeyo, sitiada en un castillo por Manlio Prisco, siendo imposible la defensa, se quitó voluntariamente la vida, por no sufrir la ignominia de esclava. Una Clelia, romana, que, siendo prisionera de Porsena, rey de los etruscos, venciendo mil dificultades, se libró de la prisión, y rompiendo con un caballo (otros dicen que con sus brazos propios) las ondas del Tíber, arribó felizmente a Roma. Una Arria, mujer de Cecina Peto, que, siendo comprehendido su marido en la conspiración de Camilo contra el emperador Claudio, y por este crimen condenado a muerte, resuelta a no sobrevivir a su esposo, después de tentar en vano hacerse pedazos la cabeza contra una muralla, logró, introducida en la prisión de Cecina, exhortarlo a que se anticipase con sus manos la ejecución del verdugo, metiéndose ella primero un puñal por el pecho. Una Epponina, que con la ocasión de haberse arrogado su marido Julio Sabino, en las Galias, el título de César, toleró con rara constancia indecibles trabajos; y siendo últimamente condenada a muerte por Vespasiano, generosamente le dijo que moría contenta, por no tener el disgusto de ver tan mal emperador colocado en el solio.

Y porque no se piense que estos siglos últimos en mujeres esforzadas son inferiores a los antiguos, ya se presentan armadas una Doncella de Francia, columna que sustentó en su mayor aflicción aquella vacilante monarquía; y si bien que encontrados en los dictámenes, como en las armas, ingleses y franceses, aquellos atribuyeron sus hazañas a pacto diabólico, y estos a moción divina, acaso los ingleses fingieron lo primero por odio, y los franceses, que manejaban las cosas, idearon lo segundo por política; que importaba mucho en aquel desmayo grande de pueblos y soldados, para levantar su ánimo abatido, persuadirles que el cielo se había declarado por aliado suyo, introduciendo para este efecto al teatro de Marte una doncella magnánima y despierta, como instrumento proporcionado para un socorro milagroso. Una Margarita de Dinamarca, que en el siglo décimo-cuarto conquistó por su persona propia el reino de Suecia, haciendo prisionero al rey Alberto, y la llaman la segunda Semíramis los autores de aquel siglo. Una Marulla, natural de Lemnos, isla del archipiélago, que en el sitio de la fortaleza de Cochin, puesto por los turcos, viendo muerto a su padre, arrebató su espada y rodela, y convocando, con su ejemplo toda la guarnición, en cuya frente se puso, dio con tanto ardor sobre los enemigos, que no sólo rechazó el asalto, mas obligó al bajá Solimán a levantar el sitio; hazaña que premió el general Loredano de Venecia, cuya era aquella plaza, dándole a escoger para marido cualquiera que ella quisiese de los más ilustres capitanes de su ejército, y ofreciéndole dote competente en nombre de la república. Una Blanca de Rossi, mujer de Bautista Porta, capitán paduano, que después de defender valerosamente, puesta sobre el muro, la plaza de Basano, en la Marca Trevisana, siendo luego cogida la plaza por traición, y preso y muerto su marido por el tirano Ecelino, no teniendo otro arbitrio para resistir los ímpetus brutales de este furioso, enamorado de su belleza, se arrojó por una ventana; pero después de curada y convalecida, acaso contra su intención, del golpe, padeciendo debajo de la opresión de aquel bárbaro el oprobrio de la fuerza, satisfizo la amargura de su dolor y la constancia de su fe conyugal, quitándose la vida en el mismo sepulcro de su marido, que para este efecto había abierto17. Una Bonna, paisana humilde de la Valtelina, a quien encontró en una marcha suya Pedro Brunoro, famoso capitán parmesano, en edad corta, guardando ovejas en el campo, y prendado de su intrépida viveza, la llevó consigo para cómplice de su incontinencia; pero ella se hizo también partícipe de su gloria, porque después de fenecer la vida deshonesta con la santidad del matrimonio, no sólo como soldado particular peleó ferozmente en cuantos encuentros se ofrecieron, pero vino a ser tan inteligente en el arte militar, que algunas empresas se fiaron a su conducta, especialmente la conquista del castillo de Pavorio, a favor de Francisco Esforcia, duque de Milán, contra venecianos, donde, en medio de hacer el oficio de caudillo, pereció en las primeras filas al asalto. Una María Pila, heroína gallega, que en el sitio puesto por los ingleses a la Coruña el año de 1589 estando ya los enemigo, alojados en la brecha y la guarnición dispuesta a capitular, después que, con ardiente, aunque vulgar facundia, exprobó a los nuestros su cobardía, arrancando espada y rodela de las manos de un soldado, y clamando que quien tuviese honra la siguiese, encendida en coraje, se arrojó a la brecha, de cuyo fuego marcial, saltando chispas a los corazones de los soldados y vecinos, que prendieron en la pólvora del honor, con tanto ímpetu cerraron todos sobre los enemigos, que con la muerte de mil y quinientos (entre ellos un hermano del general de tierra, Enrique Noris), los obligaron a levantar el sitio. Felipe II premió el valor de la Pita, dándole por los días de su vida grado y sueldo de alférez vivo; y Felipe III perpetuó en sus descendientes el grado y sueldo de alférez reformado. Una María de Estrada, consorte de Pedro Sánchez Farfan, soldado de Hernán Cortés, digna de muy singular memoria por sus muchas y raras hazañas, que refiere el padre fray Juan de Torquemada en su primer tomo de la Monarquía indiana. Tratando de la luctuosa salida que hizo Cortés de Méjico, después de muerto Motezuma, dice de ella lo siguiente: Mostróse muy valerosa en este aprieto y conflicto María de Estrada, la cual, con una espada y una rodela en las manos, hizo hechos maravillosos, y se entraba por los enemigos con tanto coraje y ánimo, como si fuera uno de los más valientes hombres del mundo, olvidada de que era mujer, y revestida del valor que en caso semejante suelen tener los hombres de valor y honra. Y fueron tantas las maravillas y cosas que hizo, que puso en espanto y asombro a cuantos la miraban. Refiriendo en el capítulo siguiente la batalla que se dio entre españoles y mejicanos en el valle de Otumpa (o Otumba, como la llama don Antonio de Solís), repite la memoria de esta ilustre mujer con las palabras que se siguen: En esta batalla, dice Diego Muñoz Camargo, en su Memoria de Tlaxcala, que María de Estrada peleó a caballo y con una lanza en la mano, tan varonilmente como si fuera uno de los más valientes hombres del ejército, y aventajándose a muchos. No dice el autor de dónde era natural esta heroína, pero el apellido persuade que era asturiana. Una Ana de Baux, gallarda flamenca, natural de una aldea cerca de Lila, que sólo con el motivo de guardar su honor de los insultos militares en las guerras del último siglo, escondiendo su sexo con los hábitos del nuestro, se dio al ejercicio de la guerra, en que sirvió mucho tiempo y en muchos lances con gran valor, de modo que arribó a la tenencia de una compañía; y siendo, después de hecha prisionera por franceses, descubierto ya su sexo, el mariscal de Seneterre le ofreció una compañía en el servicio de Francia; lo que ella no admitió, por no militar contra su príncipe; y volviendo a su patria, se hizo religiosa.

El no haber nombrado hasta ahora las amazonas, siendo tan del intento, fue con el motivo de hablar de ellas separadamente. Algunos autores niegan su existencia, contra muchos más, que la afirman. Lo que podemos conceder es, que se ha mezclado en la historia de las amazonas mucho de fábula, como es, el que mataban todos los hijos varones: que vivían totalmente separadas del otro sexo, y sólo le buscaban para fecundarse una vez en el año. Y del mismo jaez serán sus encuentros con Hércules y Teseo, el socorro de la feroz Pentesilea a la afligida Troya, como acaso también la visita de su reina Talestris a Alejandro; pero no puede negarse sin temeridad, contra la fe de tantos escritores antiguos, que hubo un cuerpo formidable de mujeres belicosas en la Asia, a quienes se dio el nombre de amazonas.

Y en caso que también esto se niegue, por las amazonas que nos quitan en la Asia, para gloria de las mujeres parecerán amazonas en las otras tres partes del mundo, América, África y Europa. En la América las descubrieron los españoles, costeando armadas el mayor río del mundo, que es el Marañón, a quien por esto dieron el nombre que hoy conserva de río de las Amazonas. En la África las hay en una provincia del imperio del Monomotapa, y se dice que son los mejores soldados que tiene aquel príncipe en todas sus tierras, aunque no falta geógrafo que hace estado aparte del país que habitan estas mujeres guerreras.

En Europa, aunque no hay país donde las mujeres de intento profesasen la milicia, podremos dar el nombre de amazonas a aquellas que en una u otra ocasión con escuadrón formado triunfaron de los enemigos de su patria. Tales fueron las francesas de Belovaco o Beriuvais, que siendo aquella ciudad sitiada por los borgoñones, el año de 1472, juntándose debajo de la conducta de Juana Hacheta, el día del asalto rechazaron vigorosamente los enemigos, habiendo precipitado su capitana la Hacheta le la muralla al primero que arboló el estandarte sobre ella. En memoria de esta hazaña se hace aun hoy fiesta anual en aquella ciudad, gozando las mujeres el singular privilegio de ir en la procesión delante de los hombres. Tales fueron las habitadoras de las islas Echinadas, hoy llamadas Cur-Solares, célebres por la victoria de Lepanto, ganada en el mar de estas islas. El año antecedente a esta famosa batalla, habiendo atacado los turcos la principal de ellas, tal fue el terror del gobernador veneciano Antonio Balbo y de todos los habitadores, que tomaron de noche la fuga, quedando dentro las mujeres resueltas, a persuasión de un sacerdote llamado Antonio Rosoneo, a defender la plaza, como de hecho la defendieron con grande honor de su sexo y igual oprobrio del nuestro.




VIII

Resta en esta memoria de mujeres magnánimas decir algo sobre un capítulo en que los hombres más acusan a las mujeres, y en que hallan más ocasionada su flaqueza, o más defectuosa su constancia, que es la observancia del secreto. Catón el Censor no admitía en esta parte excepción alguna, y condenaba por uno de los mayores errores del hombre fiar secreto a cualquiera mujer que fuese; pero a Catón le desmintió su propia tataranieta Porcia, hija de Catón el menor y mujer de Marco Bruto, la cual obligó a su marido a fiarle el gran secreto de la conjuración contra César, con la extraordinaria prueba que le dio de su valor y constancia, en la alta herida que voluntariamente, para este efecto, con un cuchillo se hizo en el muslo.

Plinio dice, en nombre de los magos, que el corazón de cierta ave aplicada al pecho de una mujer dormida, la hace revelar todos sus secretos. Lo mismo dice en otra parte de la lengua de cierta sabandija. No deben de ser tan fáciles las mujeres en franquear el pecho, cuando la mágica anda buscando por los escondrijos de la naturaleza llaves con que abrirles las puertas del corazón; pero nos reímos con el mismo Plinio de esas invenciones, y concedemos que hay poquísimas mujeres observantes del secreto. Mas a vueltas de esto, nos confesarán asimismo los políticos más expertos, que también son rarísimos los hombres a quienes se puedan fiar secretos de importancia. A la verdad, si no fueran rarísimas estas alhajas, no las estimaran tanto los príncipes, que apenas tienen otras tan apreciables entre sus más ricos muebles.

Ni les faltan a las mujeres ejemplos de invencible constancia en la custodia del secreto. Pitágoras, estando cercano a la muerte, entregó sus escritos todos, donde se contenían los más recónditos misterios de su filosofía, a la sabia Damo, hija suya, con orden de no publicarlos jamás, lo que ella tan puntualmente obedeció, que, aun viéndose reducida a suma pobreza, y pudiendo vender aquellos libros por gran suma de dinero, quiso más ser fiel a la confianza de su padre, que salir de las angustias de pobre.

La magnánima Aretáfila, de quien ya se hizo mención arriba, habiendo querido quitar la vida a su esposo Nicócrates con una bebida ponzoñosa, antes que lo intentase por medio de conjuración armada, fue sorprendida en el designio, y puesta en los tormentos para que declarase todo lo que restaba saber, estuvo tan lejos de embargarle la fuerza del dolor el dominio de su corazón y el uso de su discurso, que entre los rigores del suplicio, no sólo no declaró su intento, mas tuvo habilidad para persuadirle al tirano que la poción preparada era un filtro amatorio, dispuesto a fin de encenderle más en su cariño. De hecho, esta ficción ingeniosa tuvo eficacia de filtro, porque Nicócrates la amó después mucho más, satisfecho de que quien solicitaba en él excesivos ardores, no podía menos de quererle con grandes ansias.

En la conjuración movida por Aristogitón contra Hippias, tirano de Atenas, que empezó por la muerte de Hipparco, hermano de Hippias, fue puesta a la tortura una mujer cortesana sabidora de los cómplices, la cual, para desengañar prontamente al tirano de la imposibilidad de sacarla el secreto, se cortó con los dientes la lengua en su presencia.

En la conspiración de Pisón contra Nerón, habiendo, desde que aparecieron los primeros indicios, cedido a la fuerza de los tormentos los más ilustres hombres de Roma, donde Lucano descubrió por cómplice a su propia madre, otros a sus más íntimos amigos, solamente a Epicharis, mujer ordinaria y sabidora de todo, ni los azotes, ni el fuego, ni otros martirios, pudieron arrancar del pecho la menor noticia.

Y yo conocí alguna que, examinada en el potro sobre un delito atroz, que habían cometido sus amos, resistió las pruebas de aquel riguroso examen, no por salvarse a sí, sí sólo por salvar a sus duelos; pues a ella le había tocado tan pequeña parte en la culpa, ya por ignorar la gravedad de ella, ya por ser mandada, ya por otras circunstancias, que no podía aplicársele pena que equivaliese, ni con mucho, al rigor de la tortura.

Pero de mujeres, a quienes no pudo exprimir el pecho la fuerza de los cordeles, son infinitos los ejemplares. Oí decir a persona que había asistido en semejantes actos, que siendo muchas las que confiesan al querer desnudarlas para la ejecución, rarísima, después de pasar este martirio de su pudor, se rinde a la violencia del cordel. ¡Grande excelencia verdaderamente del sexo, que las obligue más su pudor proprio que toda la fuerza de un verdugo!

No dudo que parecerá a algunos algo lisonjero este paralelo que hago entre mujeres y hombres; pero yo reconvendré a estos con que Séneca, cuyo estoicismo no se ahorró con nadie, y cuya severidad se puso bien lejos de toda sospecha de adulación, hizo comparación no menos ventajosa a favor de las mujeres; pues las constituye absolutamente iguales con los hombres en todas las disposiciones o facultades naturales apreciables. Tales son sus palabras: Quis autem dicat naturam maligne cum mulieribus ingeniis egisse, el virtutes illarum in arctum retraxisse? Par illis mihi crede, vigor, par ad honesta (libeat) facultas est. Laborem, doloremque ex aequo si consuevere patiuntur.18




IX

Llegamos ya al batidero mayor, que es la cuestión del entendimiento, en la cual yo confieso que, si no me vale la razón, no tengo mucho recurso a la autoridad; porque los autores que tocan esta materia (salvo uno u otro muy raro) están tan a favor de la opinión del vulgo, que casi uniformes hablan del entendimiento de las mujeres con desprecio.

A la verdad, bien pudiera responderse a la autoridad de los más de esos libros, con el apólogo que a otro propósito trae el siciliano Carducio en sus diálogos sobre la pintura. Yendo de camino un hombre y un león, se les ofreció disputar quiénes eran más valientes, si los hombres, si los leones: cada uno daba la ventaja a su especie, hasta que llegando a una fuente de muy buena estructura, advirtió el hombre que en la coronación estaba figurado en mármol un hombre haciendo pedazos a un león. Vuelto entonces a su competidor en tono de vencedor, como quien había hallado contra él un argumento concluyente le dijo: «Acabarás, Ya de desengañarte de que los hombres son más valientes que los leones, pues allí ves gemir oprimido y rendir la vida de un león debajo de los brazos de un hombre. -Bello argumento me traes, respondió sonriéndose el león. Esa estatua otro hombre la hizo; y así, no es mucho que la formase como le estaba bien a su especie. Yo te prometo, que si un león la hubiera hecho, él hubiera vuelto la tortilla, y plantado el león sobre el hombre, haciendo gigote de él para su plato.»

Al caso: hombres fueron los que escribieron esos libros, en que se condena por muy inferior el entendimiento de las mujeres. Si mujeres los hubieran escrito, nosotros quedaríamos debajo. Y no faltó alguna que lo hizo, pues Lucrecia Marinella, docta veneciana, entre otras obras que compuso, una fue un libro con este título-. Excelencia de las mujeres, cotejada con los defectos y vicios de los hombres, donde todo el asunto fue probar la preferencia de su sexo al nuestro. El sabio jesuita Juan de Cartagena dice, que vio y leyó este libro con grande placer en Roma, y yo le vi también en la biblioteca Real de Madrid. Lo cierto es, que ni ellas ni nosotros podemos en este pleito ser jueces, porque somos partes; y así, se había de dar la sentencia a los ángeles, que, como no tienen sexo, son indiferentes.

Y lo primero, aquellos que ponen tan abajo el entendimiento de las mujeres, que casi le dejan en puro instinto, son indignos de admitirse a la disputa. Tales son los que asientan que a lo más que puede subir la capacidad de una mujer, es a gobernar un gallinero.

Tal aquel prelado, citado por don Francisco Manuel, en su Carta y guía de casados, que decía que la mujer que más sabe, sabe ordenar un arca de ropa blanca. Sean norabuena respetables por otros títulos los que profieren semejantes sentencias; no lo serán por estos dichos, pues la más benigna interpretación que admiten es la de recibirse como hipérboles chistosos. Es notoriedad de hecho que hubo mujeres que supieron gobernar y ordenar comunidades religiosas, y aun mujeres que supieron gobernar y ordenar repúblicas enteras.

Estos discursos contra las mujeres son de hombres superficiales. Ven que por lo común no saben sino aquellos oficios caseros a que están destinadas, y de aquí infieren (aun sin saber que lo infieren de aquí, pues no hacen sobre ello algún acto reflejo) que no son capaces de otra cosa. El más corto lógico sabe que de la carencia del acto a la carencia de la potencia no vale la ilación; y así, de que las mujeres no sepan más, no se infiere que no tengan talento para más.

Nadie sabe más que aquella facultad que estudia, sin que de aquí se pueda colegir, sino bárbaramente, que la habilidad no se extiende a más que la aplicación. Si todos los hombres se dedicasen a la agricultura (como pretendía el insigne Tomas Moro en su Utopía), de modo que no supiesen otra cosa, ¿sería esto fundamento para discurrir que no son los hombres hábiles para otra cosa? Entre los drusos, pueblos de la Palestina, son las mujeres las únicas depositarias de las letras, pues casi todas saben leer y escribir; y en fin, lo poco o mucho que hay de literatura en aquella, gente, está archivado en los entendimientos de las mujeres, y oculto del todo a los hombres, los cuales sólo se dedican a la agricultura, a la guerra y a la negociación. Si en todo el mundo hubiera la misma costumbre, tendrían sin duda las mujeres a los hombres por inhábiles para las letras, coma hoy juzgan los hombres ser inhábiles las mujeres. Y como aquel juicio sería sin duda errado, lo es del mismo modo el que ahora se hace, pues procede sobre el mismo fundamento.19






ArribaAbajoLas modas


I

Siempre la moda fue de la moda. Quiero decir que siempre el mundo fue inclinado a los nuevos usos. Esto lo lleva de suyo la misma naturaleza. Todo lo viejo fastidia. El tiempo todo lo destruye. A lo que no quita la vida, quita la gracia. Aun las cosas insensibles tienen, como las mujeres, vinculada su hermosura a la primera edad, y todo donaire pierden al salir de la juventud; por lo menos así se representa a nuestros sentidos, aun cuando no hay inmutación alguna en los objetos.

Est quoque cunctarum novitas gratissima rerum.

Piensan algunos que la variación de las modas depende de que sucesivamente se va refinando más el gusto, o la inventiva de los hombres cada día es más delicada. ¡Notable engaño! No agrada la moda nueva por mejor, sino por nueva. Aun dije demasiado. No agrada porque es nueva, sino porque se juzga que lo es, y por lo común se juzga mal. Los modos de vestir de hoy, que llamamos nuevos, por la mayor parte son antiquísimos. Aquel linaje de anticuarios, que llaman medallistas (estudio que en las naciones también es de la moda), han hallado en las medallas, que las antiguas emperatrices tenían los mismos modos de vestidos y tocados que, como novísimos, usan las damas en estos tiempos. De los fontanges que se juzgan invención de este tiempo próximo, se hallan claras señas en algunos poetas antiguos. Juvenal, sátira:

Tot premit ordinibus, tot adhuc compagibus altum

Aedificat caput.

Stacio, silva 2.ª:

Celsae procul aspice frontis honores,

Sugestumque comae.

De, modo que el sueño del año magno de Platón, en cuanto a las modas se hizo realidad. Decía aquel filósofo que, pasado un gran número de años, restituyéndose a la misma positura los luminares celestes, se haría una regeneración universal de todas las cosas; que nacerían de nuevo los mismos hombres, los mismos brutos, las mismas plantas, y aun repetiría la fortuna los mismos sucesos. Si lo hubiera limitado a las modas, no fuera sueño, sino profecía. Hoy renace el uso mismo que veinte siglos ha espiró. Nuestros mayores le vieron decrépito, y nosotros le logramos niño. Enterróle entonces el fastidio, y hoy le resucita el antojo.20




II

Pero aunque en todos tiempos reinó la moda, está sobre muy distinto pie en este que en los pasados su imperio. Antes el gusto mandaba en la moda, ahora la moda manda en el gusto. Ya no se deja un modo de vestir porque fastidia, ni porque el nuevo parece, o más conveniente, o más airoso. Aunque aquel sea y parezca mejor, se deja porque así lo manda la moda. Antes se atendía a la mejoría, aunque fuese sólo imaginada, o por lo menos un nuevo uso, por ser nuevo, agradaba, y hecho agradable, se admitía; ahora, aun cuando no agrade, se admite sólo por ser nuevo. Malo sería que fuese La inconstante el gusto: pero peor es que sin interesarse el gusto haya tanta inconstancia.

De suerte que la moda se ha hecho un dueño tirano, y sobre tirano, importuno, que cada día pone nuevas leyes para sacar cada día nuevos tributos; pues cada nuevo uso que introduce es un nuevo impuesto sobre las haciendas. No se trajo cuatro días el vestido, cuando es preciso arrimarle como inútil, y sin estar usado, se ha de condenar como viejo. Nunca se menudearon tanto las modas como ahora, ni con mucho. Antes la nueva invención esperaba que los hombres se disgustasen de la antecedente, y a que gustasen lo que se había arreglado a ella. Atendíase al gusto y se excusaba el gasto: ahora todo se atropella. Se aumenta infinito el gusto, a un sin contemplar el gusto.

Monsieur Henrion, célebre medallista de la academia real de las Inscripciones de París, por el cotejo de las medallas halló que en estos tiempos se reprodujeron en menos de cuarenta años todos los géneros de tocados que la antigüedad invento en la sucesión de muchos siglos. No sucede esto porque los antiguos fuesen menos inventivos que nosotros, sitio porque nosotros somos más extravagantes que los antiguos.

Ya ha muchos días que se escribió el chiste de un loco que andaba desnudo por las calles con una pieza de paño al hombro, y cuando te preguntaban por qué no se vestía, ya que tenia paño, respondía, que esperaba ver en qué paraban las modas, porque no quería malograr el paño en un vestido, que dentro de poco tiempo, por venir nueva moda, no le sirviese. Leí este chiste en un libro italiano impreso cien años ha. Desde aquel tiempo al nuestro se ha acelerado tanto el rápido movimiento de las modas, que lo que entonces se celebró como graciosa extravagancia de un loco, hoy pudiera pasar por madura reflexión de un hombre cuerdo.




III

Francia es el móvil de modas. De Francia lo es París, y de París un francés o una francesa, aquel o aquella a quien primero ocurrió la nueva invención. Rara traza, y más eficaz sin duda que aquella de que se jactaba Arquímedes, se halló para que un particular moviese toda la tierra. Los franceses, en cuya composición, según la confesión de un autor suyo, entra por quinto elemento la ligereza, con este arbitrio influyeron en todas las demás naciones su inconstancia, y en todas establecieron una nueva especie de monarquía. Ellos mismos se felicitan sobre este asunto; para lo cual será bien se vea lo que en orden a él razona el discreto Carlos de San Denís, conocido comúnmente por el nombre o título de Señor de San Euremont.

«No hay país, dice este autor, donde haya menos uso de la razón que en Francia, aunque es verdad que en ninguna parte es más pura que aquella poca que se halla entre nosotros. Comúnmente todo es fantasía; pero una fantasía tan bella y un capricho tan noble en lo que mira al exterior, que los extranjeros, avergonzados de su buen juicio, como de una calidad grosera, procuran hacerse espectables por la imitación de nuestras modas, y renuncian a cualidades esenciales por afectar un aire y unas maneras que casi no es posible que les asienten. Así, esta eterna mudanza de muebles y hábitos que se nos culpa, y que no obstante se imita, viene a ser, sin que se piense en ello, una gran providencia; porque, además del infinito dinero que sacamos por este camino, es un interés más sólido de lo que se cree el tener franceses esparcidos por todas las cortes, los cuales forman el exterior de todos los pueblos en el modelo del nuestro, que dan principio a nuestra dominación, sujetando sus ojos adonde el corazón se opone aun a nuestras leves, y ganan los sentidos en favor de nuestro imperio adonde los sentimientos están aún de parte de la libertad.»

Ahí es nada, a vista de esto, el mal que nos hacen los franceses con sus modas: cegar nuestro buen juicio con su extravagancia, sacarnos con sus invenciones infinito dinero, triunfar como dueños sobre nuestra deferencia, haciéndonos vasallos de su capricho, y en fin, reírse de nosotros como de unos monos ridículos, que queriendo imitarlos, no acertamos con ello.

En cuanto a que las modas francesas tengan alguna particular nobleza y hermosura, pienso que no basta para creerlo el decirlo un autor apasionado. Las cotillas vinieron de Francia, y en una porción, la más desabrida de las montañas de León, que llaman la tierra de los Arguellos, las usan de tiempo inmemorial aquellas serranas, que parecen más fieras que mujeres. No creo que sus mayores, que las introdujeron, tenían muy delicado el gusto. Si una mujer de aquella tierra pareciese en Madrid antes de venir de Francia esta moda, sería la risa de todo el pueblo; con que el venir de Francia es lo que le da todo el precio. Cada uno hará el juicio conforme a su genio. Lo que por mí puedo decir es, que casi todas las modas nuevas me dan en rostro, exceptuando aquellas que, o cercenan gasto, o añaden decencia.




IV

Las mujeres, que tanto ansían parecer bien, con la frecuente admisión de nuevas modas, lo más del tiempo parecen mal. Esto en lo moral trae una gran conveniencia. Aunque lo nuevo place, pero no en los primeros días. Aun el que tiene más voltario el gusto ha menester dejar pasar algún tiempo, para que la extrañez de la moda se vaya haciendo tratable a la vista. Como la novedad de manjares al principio no hace buen estómago, lo mismo sucede en los demás sentidos respecto de sus objetos. Por más que se diga que agradan las cosas forasteras, cuando llegan a agradar ya están domesticadas. Es preciso que el trato gaste algún tiempo en sobornar el gusto. La alma no borra en un momento las agradables impresiones que tenía admitidas, y hasta borrar aquellas, todas las impresiones opuestas le son desagradables.

De aquí viene que al principio parecen mal todas, o casi todas las modas, y como la vista no es precisiva, las mujeres que las usan pierden, respecto de los ojos, mucho del agrado que tenían. ¿Qué sucede, pues? Que cuando con el tiempo acaba de familiarizarse al gusto aquella moda, viene otra moda nueva, que tampoco al principio es del gusto; y de este modo, es poquísimo el tiempo en que logran el atractivo del adorno, o por mejor decir, en que el adorno no les quita mucho del atractivo.

Yo me figuro que en aquel tiempo que las damas empezaron a emblanquecer el pelo con polvos, todas hacían representación de viejas. Se me hace muy verosímil que alguna vieja de mucha autoridad inventó aquella moda para ocultar su edad, pues pareciendo todas canas, no se distingue en quién es natural o artificial la blancura del cabello; traza poco desemejante a la de la zorra de Esopo, que habiendo perdido la cola en cierta infeliz empresa, persuadía a las demás zorras que se la quitasen también, fingiéndoles en ello conveniencia y hermosura. Viene literalmente a estas, que pierden la representación de la juventud, dando a su cabello, con polvos comprados, las señas de la vejez. Lo que decía Propercio a su Cintia:

Naturaeque decus mercato perdere cultu.

¿Qué diré de otras muchas modas, por varios caminos incómodas? Como con los polvos se hizo parecer a las mujeres canas, con lo tirante del pelo se hicieron infinitas efectivamente calvas. Hemos visto los brazos puestos en mísera prisión, hasta hacer las manos incomunicables con la cabeza, los hombros desquiciados de su proprio sitio, los talles estrujados en una rigurosa tortura. ¿Y todo esto por qué? Porque viene de Francia a Madrid la noticia de que esta es la moda.

No hay hombre de seso que no se ría cuando lee en Plutarco que los amigos y áulicos de Alejandro afectaban inclinar la cabeza sobre el hombro izquierdo, porque aquel príncipe era hecho de ese modo; mucho más se lee en Diodoro Sículo, que los cortesanos del rey de Etiopía se desfiguraban, para imitar las deformidades de su soberano, hasta hacerse tuertos, cojos o mancos, si el rey era tuerto, manco o cojo. Mas al fin, aquellos hombres tenían el interés de captar la gracia del príncipe con este obsequio, y si cada día vemos que los cortesanos adelantan la lisonja hasta sacrificar el alma, ¿qué extrañaremos el sacrificio de un ojo, de una mano o de un pie? Pero en la imitación de las modas que reinan en estos tiempos padecen las pobres mujeres el martirio, sin que nadie se lo reciba por obsequio. ¿No es más irrisible extravagancia esta que aquella?




V

Aun fuera tolerable la moda si se contuviese en las cosas que pertenecen al adorno exterior; pero esta señora ha mucho tiempo que salió de estas márgenes, y a todo ha extendido su imperio. Es moda andar de cita o aquella manera, tener el cuerpo en esta o aquella positura, comer así o asado, hablar alto o bajo, usar de estas o aquellas voces, tomar el chocolate frío o caliente, hacer esta o aquella materia de la conversación. Hasta el aplicarse a adquirir el conocimiento de esta o aquella materia se ha hecho cosa de moda.

El abad de la Mota, en su diario de 8 de Marzo del año de 1686, dice que en aquel tiempo había cogido grande vuelo entre las damas francesas la aplicación a las matemáticas. Esto se había hecho moda. Ya no se hablaba en los estrados cosa de galantería. No sonaba otra cosa en ellos que problemas, teoremas, ángulos, romboides, pentágonos, trapecias, etc. El pobre pisaverde que se metía en un estrado, fiado en cuatro cláusulas amatorias, cuya formación le había costado no poco desvelo, se hallaba corrido, porque se veía precisado a enmudecer y a no entender palabra de lo que se hablaba. Un matemático viejo, calvo y derrengado era más bien oído de las damas que el joven más galán de la corte.

El mismo autor cuenta de una, que proponiéndola un casamiento muy bueno, puso por condición inexcusable que el pretendiente aprendiese a hacer telescopios; y de otra que no quiso admitir por consorte a un caballero de bellas prendas, sólo porque dentro de un plazo que le había señalado no había discurrido algo de nuevo sobre la cuadratura del círculo. Creo que no lo miraban mal, una vez que no se resolviesen a abandonar este estudio; pues habiéndose casado otra de estas damas matemáticas con un caballero que no tenía la misma inclinación, le salió muy costoso su poco reparo. Fue el caso, que no pudiendo el marido sufrir que la mujer se estuviese todas las noches examinando el cielo con el telescopio, ni quitarle esta manía, se separó de ella para siempre. Otros acaso querrían que sus mujeres no comerciasen sino con las estrellas. No sé si aun dura esta moda en Francia; pero estoy cierto de que nunca entrará en España. Acá, ni hombres ni mujeres quieren otra geometría que la que ha menester el sastre para tornar bien la medida.

La mayor tiranía de la moda es haberse introducido en los términos de la naturaleza, la cual por todo derecho debiera estar exenta de su dominio. El color del rostro, la simetría de las facciones, la configuración de los miembros experimentan inconstante el gusto, como los vestidos. Celebraba vino por grandes y negros los ojos de cierta dama; pero otra que estaba presente, y acaso los tenía azules, le replicó con enfado: «Ya no se usan ojos negros.» Tiempo hubo en que eran de la moda en los hombres las piernas muy carnosas; después se usaron las descarnadas; y así se vieron pasar de hidrópicas a éticas. Oí decir que los años pasados eran de la moda las mujeres descoloridas, y que algunas, por no faltar a la moda, o por otro peor fin, a fuerza de sangrías se despojaban de sus nativos colores. Desdicha sería si con tanta sangría no se curase la inflamación interna, que en algunas habría sido el motivo de echar mano de este remedio. Y también era desdicha que los hombres hiciesen veneno de la triaca, malogrando en estragos de la vida el color pálido, que debieran aprovechar en recuerdos de la muerte.

¿Quién creerá que hubo siglo y aun siglos en que se celebró como perfección de las mujeres el ser cejijuntas? Pues es cosa de hecho. Consta de Anacreón, que elogiaba en su dama esta ventaja, Teócrito, Petronio y otros antiguos. Y Ovidio testifica que en su tiempo las mujeres se teñían el intermedio de las cejas para parecer cejijuntas: Arte supercilii confinia nuda repletis. Tan del gusto de los hombres hallaban esta circunstancia.21




VI

Acabo de decir que la mayor tiranía de la moda es haberse introducido en los términos de la naturaleza, y ya hallo motivo para retractarme. No es eso lo más, sino que también extendió su jurisdicción al imperio de la gracia. La devoción es una de las cosas en que más entra la moda. Hay oraciones de la moda, libros espirituales de la moda, ejercicios de la moda, y aun hay para la invocación santos de la moda. Verdaderamente que es la moda la más contagiosa de todas las enfermedades, porque a todo se pega. Todo quiere esta señora que sea nuevo flamante, y parece que todos los días repite desde su trono aquella vez que san Juan oyó en otro más soberano: Ecce nova facio omnia; «Todas las cosas renuevo.» Las oraciones han de ser nuevas, para cuyo efecto se ha introducido y extendido tanto entre la gente de corte el uso de las Horas. Pienso que ya se desdeñan de tener el rosario en la mano, y de rezar la sacratísima oración del Padre nuestro y la salutación angélica, como si todos los hombres, ni aun todos los ángeles, fuesen capaces de hacer oración alguna que igualase a aquella, que el Redentor mismo nos enseñó como la más útil de todas. Los libros espirituales han de ser nuevos, y ya las incomparables obras de aquellos grandes maestros de espíritu de los tiempos pasados son despreciadas como trastos viejos. En los ejercicios espirituales cada día hay novedades, no sólo atemperadas a la necesidad de los penitentes, mas también tal vez al genio de los directores. Los santos de devoción tampoco han de ser de los antiguos. Apenas hay quien en sus necesidades invoque a san Pedro ni a san Pablo, u otro alguno de los apóstoles, sino es que el lugar o parroquia donde se vive le tenga por tutelar suyo. Pues en verdad que por lo menos tanto pueden con Dios como cuantos santos fueron canonizados de tres o cuatro siglos a esta parte. Es verdad que el gloriosísimo san Josef, aunque tan antiguo, es exceptuado; pero esto depende de que, aunque es antiguo en cuanto al tiempo en que vivió, es nuevo en cuanto al culto. Con que sólo la devoción de María está exenta de las novedades de la moda.

En nada parece que es tan irracional la moda, o la mudanza de moda, como en materias de virtud. Las demás cosas, como ordenadas a nuestro deleite, no siguen otra regla que la misma irregularidad de nuestro antojo; y así, variándose el apetito, es preciso se varíe el objeto; pero como la virtud debe ser y es al gusto de Dios (si no, no fuera virtud), y Dios no padece mudanza alguna en el gusto tampoco debiera haberla de parte del obsequio.

; No obstante, yo soy de tan diferente sentir, que antes juzgo que en nada es tan útil la mudanza de moda (o llamémosla con voz más propia y más decorosa, modo) que en las cosas pertenecientes a la vida espiritual. Esta variedad se hizo como precisa en suposición de nuestra complexión viciosa. La devoción es tediosa y desabrida a nuestra naturaleza. Por tanto, como al enfermo que tiene el gusto estragado, aunque se le haya de ministrar la misma especie de manjar, se debe variar el condimento; asimismo la depravación de nuestro apetito pide que las cosas espirituales, salvando siempre la substancia, se nos guisen con alguna diferencia en el modo.

Esta consideración autoriza como útiles los nuevos libros espirituales que salen a luz, como sean nuevos en cuanto al estilo. No hay que pensar que algún autor moderno nos ha de mostrar algún camino del cielo distinto de aquel cuyo itinerario nos pusieron por extenso los santos padres y los hombres sabios de los pasados siglos. Pero reformar el estilo anticuado, que ya no podemos leer sin desabrimiento, es quitar a ese camino parte de las asperezas que tiene; y el que supiere proponer las antiguas doctrinas con dulces, gratas y suaves voces, se puede decir que templa la aspereza de la senda con la amenidad del estilo.

No sólo en esta materia, en todas las demás la razón de la utilidad debe ser la regla de la moda. No apruebo aquellos genios tan parciales de los pasados siglos, que siempre se ponen de parte de las antiguallas. En todas las cosas el medio es el punto central de la razón. Tan contra ella, y acaso más, es aborrecer todas las modas, que abrazarlas todas. Recíbase la que fuere útil y honesta. Condénese la que no trajere otra recomendación que la novedad. ¿A qué propósito (pongo por ejemplo) traernos a la memoria con dolor los antiguos bigotes españoles, como si hubiéramos perdido tres o cuatro provincias en dejar los mostachos? ¿Qué conexión tiene, ni con la honra, ni con la religión, ni con la conveniencia, el bigote al ojo, de quien no pueden acordarse, sin dar un gran gemido, algunos ancianos, de este tiempo, como si estuviese pendiente toda nuestra fortuna de aquella deformidad?

Lo mismo digo de las golillas. Los extranjeros tentaron a librar de tan molesta estrechez de vestido a los españoles, y lo llevaron estos tan mal, como si al tiempo que les redimían el cuerpo de aquellas prisiones, les pusiesen el alma en cadenas.

Lo que es sumamente reprehensible es, que se haya introducido en los hombres el cuidado del afeite, propio hasta ahora privativamente de las mujeres. Oigo decir que ya los cortesanos tienen tocador, y pierden tanto tiempo en él como las damas. ¡Oh escándalo! ¡Oh abominación! ¡Oh bajeza! Fatales son los españoles. De todos modos perdemos en el comercio con los extranjeros; pero sobre todo en el tráfico de costumbres. Tomamos de ellos las malas, y dejamos las buenas. Todas sus enfermedades morales son contagiosas respecto de nosotros. ¡Oh si hubiese en la raya del reino quien descaminase estos géneros vedados!22






ArribaAbajoSabiduría aparente


I

Tiene la ciencia sus hipócritas no menos que la virtud, y no menos es engañado el vulgo por aquellos que por estos. Son muchos los indoctos que pasan plaza de sabios. Esta equivocación es un copioso origen de errores, ya particulares, ya comunes. En esta región que habitamos, tanto vituperio tiene la aprehensión como la verdad. Hay hombres muy diestros en hacer el papel de doctos en el teatro del mundo, en quienes la leve tintura de las letras sirve de color para figurar altas doctrinas; y cuando llega a parecer original la copia, no hace menos impresión en los ánimos la copia que el original. Si el que pinta es un Zeuxis, volarán las avecillas incautas a las uvas pintadas como a las verdaderas.

Así Arnoldo Brixiense, en el siglo undécimo, hombre de cortas letras, hizo harto daño en Brixia, su patria, y aun en Roma, con sus errores; porque, como dice Guntero Ligurino, sobre ser elegante en el razonamiento, sabía darse cierto modo y aire de sabio: Assumpta sapientis fronte, disserto fallebat sermone rudes; o como asegura Otón Frinsingense, una copiosa verbosidad pasó en él plaza de profunda erudición: Vir quidem naturae non habetis; plus tamen verborum profluvio, quam sententiarum pondere copiosus. Así Vigilancio, siendo un verdadero ignorante, con el arte de ganar libreros y notarios para pregoneros de su fama, adquirió tanta opinión de sabio, que se atrevió a la insolencia de escribir contra san Jerónimo y acusarle de origenista. Séneca Pelagiano hizo en el Piceno partido por la herejía de Pelagio, siendo, por testimonio del papa Gelasio, que reinaba entonces, no sólo hombre ignorante, pero aun rudo: Non modo totius eruditionis alienus; sed ipsius quoque intelligentiae communis prorsus extraneus. San León, en la epístola 13 a Pulqueria Augusta, siente que el error de Eutiches nació más de ignorancia que de astucia. Y en la epístola 15 absolutamente le trata de indocto: Indoctum antiquae Fidei impugnatorem. Sin embargo, este hombre corto revolvió de modo la cristiandad, que fue preciso juntarse tres concilios contra él, sin contar el que con razón se llamó Predatorio, en que, contra el derecho de la Sede Apostólica, hizo el emperador Teodosio presidir a Dióscoro, patriarca de Alejandría.

El vulgo, juez inicuo del mérito de los sujetos, suele dar autoridad contra sí proprio a hombres iliteratos, y constituyéndolos en crédito, hace su engaño poderoso. Las tinieblas de la popular rudeza cambian el tenue resplandor de cualquiera pequeña luz en lucidísima antorcha, así como la linterna colocada sobre la torre de Faro, dice Plinio que parecía desde lejos estrella a los que navegaban de noche el mar de Alejandría.

Puede decirse que para ser tenido un hombre en el pueblo por sabio, no hace tanto al caso serlo como fingirlo. La arrogancia y la verbosidad, si se juntan con algo de prudencia para distinguir los tiempos y materias en que se ha de hablar o callar, producen notable efecto. Un aire de majestad confiada en las decisiones, un gesto artificioso, que cuando se vierte aquello poco y superficial que se ha comprehendido del asunto, muestre como por brújula quedar depositadas allá en los interiores senos altas noticias, tienen grande eficacia para alucinar a ignorantes.

Los accidentes exteriores que representan la ciencia están en algunos sujetos como los de pan y vino en la Eucaristía, esto es, sin la substancia correspondiente. Los inteligentes en uno y otro conocen el misterio; pero como en el de la Eucaristía los sentidos, que son el vulgo del alma, por los accidentes que ven se persuaden a la substancia que no hay; así en estos sabios de misterio, los ignorantes, que son el vulgo del mundo, por exterioridades engañosas conciben doctrinas que nunca fueron estudiadas. La superficie se miente profundidad, y el resabio de ciencia, sabiduría.




II

Por el contrario, los sabios verdaderos son modestos cándidos, y estas dos virtudes son dos grandes enemigas de su fama. El que más sabe, sabe que es mucho menos lo que sabe que lo que ignora; y así como su discreción se lo da a conocer, su sinceridad se lo hace confesar, pero en grave perjuicio de su aplauso, porque estas confesiones, como de testigos que deponen contra sí propios, son velozmente creídas; y por otra parte, el vulgo no tiene por docto a quien en su profesión ignora algo, siendo imposible que nadie lo sepa todo.

Son también los sabios comúnmente tímidos, porque son los que más desconfían de sí propios; y aunque digan divinidades, si con lengua trémula o voz apagada las articulan, llegan desautorizadas a los oídos que las atienden. Más oportuno es para ganar créditos delirar con valentía que discurrir con perplejidad; porque la estimación que se debía a discretas dudas se ha hecho tributo de temerarias resoluciones. ¡Oh, cuánto aprovecha a un ignorante presumido la eficacia del ademán y el estrépito de la voz! ¡Y cuánto se disimulan con los esfuerzos del pecho las flaquezas del discurso! Siendo así que el vocinglero por el mismo caso debiera hacerse sospechoso de su poca solidez, porque los hombres son como los cuerpos sonoros, que hacen ruido mayor cuando están huecos.

Si a estas ventajosas apariencias se junta alguna literatura, logran una gran violenta actividad para arrastrar el común asenso. No es negable que Lutero fue erudito; pero en los funestos progresos de su predicación menos influyó su literatura que aquellas ventajosas apariencias; aunque la mezcla de uno y otro fue la confección del veneno de aquella hidra. Si se examinan bien los escritos de Lutero, se registra en ellos una erudición copiosa, parto de una feliz memoria y de una lectura inmensa; pero apenas se halla un discurso perfectamente ajustado, una meditación en todas sus partes cabal, un razonamiento exactamente metódico. Fue su entendimiento, como dice el cardenal Palavicini, capaz de producir pensamientos gigantes, pero informes, o por defecto de virtud, o porque el fuego de su genio precipitaba la producción, y por no esperar los debidos plazos eran todos los efectos abortivos; pero este defecto esencial de su talento se suplió grandemente con los accidentes exteriores. Fue este monstruo de complexión ígnea, de robustísimo pecho, de audaz espíritu, de inexhausta, aunque grosera facundia, fácil en la explicación, infatigable en la disputa. Asistido de estas dotes, atropelló algunos hombres doctos de su tiempo, de ingenio más metódico que él y acaso más agudo. Al modo que un esgrimidor de esforzado corazón y robusto brazo desbarata a otro de inferior aliento y pulso, aunque mejor instruido en las reglas de la esgrima.




III

Otras partidas, igualmente extrínsecas, dan reputación de sabios a los que no lo son: la seriedad y circunspección, que sea natural, que artificiosa, contribuye mucho. La gravedad, dice la famosa Madalena Scuderi, en una de sus conversaciones morales, es un misterio del cuerpo, inventado para ocultar los defectos del espíritu; y si es propasada, eleva el sujeto al grado de oráculo. Yo no sé por qué ha de ser más que hombre quien es tanto menos que hombre cuanto más se acerca a estatua; ni porque siendo lo risible propriedad de lo racional, ha de ser más racional quien se aleja más de lo risible. El ingenioso francés Miguel de Montaña dice con gracia, que entre todas las especies de brutos, ninguno vio tan serio como el asno.

Aristóteles puso en crédito de ingeniosos a los melancólicos, no sé por qué. La experiencia nos está mostrando a cada paso melancólicos rudos. Si nos dejamos llevar de la primera vista, fácilmente confundiremos lo estúpido con lo extático. Las lobregueces del genio tienen no sé qué asomos a parecer profundidades del discurso; pero si se mira bien, la insociabilidad con los hombres no es carácter de racionales. En estos sujetos, que se nos representan siempre pensativos, está invertida la negociación interior del alma. En vez de aprehender el entendimiento las especies, las especies aprehenden el entendimiento; en vez de hacerse el espíritu dueño del objeto, el objeto se hace dueño del espíritu. Átale la especie que le arrebata. No está contemplativo, sino atónito; porque la inmovilidad del pensamiento es ociosidad del discurso. Note que no hay bruto de genio más festivo y sociable que el perro, y ninguno tiene más noble instinto. No obstante, peor seña es el extremo opuesto. Hombres muy chocarreros son sumamente superficiales.

Tanto el silencio como la locuacidad tienen sus partidarios entre la plebe. Unos tienen por sabios a los parcos, otros a los pródigos de palabras. El hablar poco depende, ya de nimia cautela, ya de temor, ya de vergüenza, ya de tarda ocurrencia de las voces; pero no, como comúnmente se juzga, de falta de especies. No hay hombre, que si hablase todo lo que piensa, no hablase mucho.

Entre hablar y callar observan algunos un medio artificioso, muy útil para captar la veneración del vulgo, que es hablar lo que alcanzar y callar lo que ignoran, con aire de que lo recatan, Muchos de cortísimas noticias, con este arte se figuran en los corrillos animadas bibliotecas. Tienen sola una especie muy diminuta y abstracta del asunto que se toca. Esta basta para meterse en él en términos muy generales con aire magistral, retirándose luego, como que, fastidiados de manejar aquella materia, dejan de explicarla más a lo largo: dicen todo lo que saben; pero hacen creer que aquello no es más que mostrar la uña del león; semejantes al otro pintor que, habiéndose ofrecido a retratar las once mil vírgenes, pintó cinco, y quiso cumplir con esto, diciendo que las demás venían detrás en procesión. Si alguien, conociendo el engaño, quiere empeñarlos a mayor discusión, o tuercen la conversación con arte, o fingen un fastidioso desdén de tratar aquella materia en tan corto teatro, o se sacuden del que los provoca, con una risita falsa, como que desprecian la provocación; que esta gente abunda de tretas semejantes, porque estudia mucho en ellas.

Otros son socorridos de unas expresiones confusas, que dicen a todo, y dicen nada, al modo de los oráculos del gentilismo, que eran aplicables a todos los sucesos. Y de hecho, en todo se les parecen; pues siendo unos troncos, son oídos como oráculos. La obscuridad con que hablan es sombra que oculta lo que ignoran; hacen lo que aquellos que no tienen sino moneda falsa, que procuran pasarla al favor de la noche. Y no faltan necios que, por su misma confusión, los acreditan de doctos, haciendo juicio que los hombres son como los montes, que, cuanto más sublimes, más obscurecen la amenidad de los valles:

Majoresque cadunt allis de montibus umbrae.

Este engaño es comúnmente auxiliado del ademán persuasivo y del gesto misterioso. Ya se arruga la frente, ya se acercan una a otra las cejas, va se ladean los ojos, ya se arrollan las mejillas, ya se extiende el labio inferior en forma de copa penada, ya se bambanea con movimientos vibratorios la cabeza, y en todo se procura afectar un ceño desdeñoso. Estos son unos hombres, que más de la mitad de su sabiduría la tienen en los músculos, de que se sirven para darse todos estos movimientos. Justamente hizo burla de este artificio Marco Tulio, notándole en Pisón: Respondes, altero ad fronte sublato, altero ad mentum depresso supercilio, credulitatem tibi non placere.




IV

El despreciar a otros que saben más, es el arte más vil de todos; pero uno de los más seguros para acreditarse entre espíritus plebeyos. No puede haber mayor injusticia ni mayor necedad que la de transferir al envidioso aquel mismo aplauso, de que este, con su censura, despoja al benemérito. ¿Acaso porque el nublado se oponga al sol, dejará este de ser ilustre antorcha del cielo, o será aquel más que un pardo borrón del aire? ¿Para poner mil tachas a la doctrina y escritos ajenos, es menester ciencia? Antes cuando no interviene envidia o malevolencia, nace, de pura ignorancia. Acuérdome de haber leído en el Hombre de letras del padre Daniel Bartoli, que un jumento, tropezando por accidente con la Ilíada de Homero, la destrozó y hizo pedazos con los dientes. Así que, para ultrajar y lacerar un noble escrito, nadie es más a propósito que una bestia.

La procacidad o desvergüenza en la disputa es también un medio igualmente ruin que eficaz para negociar los aplausos de docto: los necios hacen lo que los megalopolitanos, de quienes dice Pausanias, que a ninguna deidad daban iguales cultos que al viento Bóreas, que nosotros llamamos cierzo o regañón. A los genios tumultuantes adora el vulgo como inteligencias sobresalientes. Concibe la osadía desvergonzada como hija de la superioridad de doctrina, siendo así que es casi absolutamente incompatible con ella. A esto se añade que los verdaderos doctos huyen cuanto pueden de todo encuentro con estos genios procaces; y este prudente desvío se interpreta medrosa fuga, como si fuese proprio de hombres esforzados andar buscando sabandijas venenosas para lidiar con ellas. Justo y generoso era el arrepentimiento de Catón, de haberse metido con sus tropas en los abrasados desiertos del África, donde no tenía otros enemigos que áspides, cerastas, víboras, dípsades y basiliscos. Menos horrible se le representó la guerra civil en los campos de Farsalia, donde pelearon contra él las invencibles huestes del César, que en los arenales de Libia, donde batallaban por el César los más viles y abominables insectos.

Pro cesare pugnant

Dipsades, el peragunt civilia bella cerastae.

El que puede componer con su genio y con sus fuerzas ser inflexible en la disputa, porfiar sin término, no rendirse jamás a la razón, tiene mucho adelantado para ser reputado un Aristóteles; porque el vulgo, tanto en las guerras de Minerva como en las de Marte, declara la victoria por aquel que se mantiene más en el campo de batalla, y en su aprehensión nunca deja de vencer el último que deja de hablar. Esto es lo que siente el vulgo. Mas para el que no es vulgo, aquel a quien no hace fuerza la razón, en vez de calificarse de docto, se gradúa de bestia. Con gracia, aunque gracia portuguesa (esto es, arrogante), preguntado el ingenioso médico, Luis Rodríguez qué cosa era y cómo lo había hecho otro médico corto, a quien el mismo Luis Rodríguez había argüido, respondió: Tan grandísimo asno è, que por mais que ficen, jamais ó puden concruir.

Es artificio muy común de los que saben poco, arrastrar la conversación hacia aquello poco que saben. Esto en las personas de autoridad es más fácil. Conocí un sujeto, que cualquiera conversación que se excitase, insensiblemente la iba moviendo de modo, que a pocos pasos se introducía en el punto que había estudiado aquel día el antecedente. De esta suerte siempre parecía más erudito que los demás. Aun en disputas escolásticas se usa de este estratagema. He visto más de dos veces algún buen teólogo puesto en confusión por un principiante; porque este, quimerizando en el argumento sobre alguna proposición, sacaba la disputa de su asunto proprio a algún enredo sumulístico de ampliaciones, restricciones, alienaciones, oposiciones, conversiones, equipolencias, de que el teólogo estaba olvidado. Esto es, como el villano Caco, traer con astucia a Hércules a su propia caverna para hacer inútiles sus armas, cegándole con el humo que arrojaba por la boca.




V

Fuera de los sabios de perspectiva, que lo son por su artificio proprio, hay otros que lo son precisamente por error ajeno. El que estudió lógica y metafísica, con lo demás que debajo del nombre de filosofía se enseña en las escuelas, por bien que sepa todo, sabe muy poco más que nada; pero suena mucho. Dícese que es un gran filósofo, y no es filósofo grande ni chico. Todas las diez categorías, juntamente con los ocho libros de los Físicos y los dos adjuntos De generatione et corruptione, puestos en el alambique de la lógica, no darán una gota del verdadero espíritu, filosófico, que explique el más vulgar fenómeno de todo el mundo sensible. Las ideas aristotélicas están tan fuera de lo físico como las platónicas. La física de la escuela es pura metafísica. Cuanto hasta ahora escribieron y disputaron los peripatéticos acerca del movimiento, no sirve para determinar cuál es la línea de reflexión por donde vuelve la pelota tirada a una pared, o cuánta es la velocidad con que baja el grave por un plano inclinado. El que por razones metafísicas y comunísimas piensa llegar al verdadero conocimiento de la naturaleza, delira tanto como el que juzga ser dueño del mundo por tenerle en un mapa.

La mayor ventaja de estos filósofos de nombre, si manejan con soltura en las aulas el argadillo de Barbara, Celarem, es que con cuatro especies que adquirieron de teología o medicina, son estimados por grandes teólogos o médicos. Por lo que mira a la teología, no es tan grande el yerro; pero en orden a la medicina no puede ser mayor. Por la regla de que ubi desinit phisicus, íncipit medicus, se da por asentado, que de un buen filósofo fácilmente se hace un buen médico. Sobre este pie, en viendo un platicante de medicina que pone veinte silogismos seguidos sobre si la privación es principio del ente natural, o si la unión se distingue de las partes, tiene toda la recomendación que es menester para lograr un partido de mil ducados.

El doctísimo comentador de Dioscórides, Andrés de Laguna, dice, que la providencia que, si se pudiese, se debiera tomar con estos mediquillos flamantes, que salen de las universidades rebosando las bravatas del ergo y del probo, sería enviarlos por médicos a aquellas naciones con quienes tuviésemos guerra actual, porque excusarían a España mucho gasto de gente y de pólvora.

Seguramente afirmo que no hay arte o facultad más inconducente para la medicina que la física de la escuela. Si todos cuantos filósofos hay y hubo en el mundo se juntasen y estuviesen en consulta por espacio de cien años, no nos dirían cómo se debe curar un sabañón; ni de aquel tumultuante concilio saldría máxima alguna que no debiese descaminarse por contrabando en la entrada del cuarto de un enfermo. El buen entendimiento y la experiencia, o propia o ajena, son el padre y madre de la medicina, sin que la física tenga parte alguna en esta producción. Hablo de la física escolástica, no de la experimental.

Lo que un físico discurre sobre la naturaleza de cualquiera mixto es, si consta de materia y forma substanciales, como dijo Aristóteles, o si de átomos, como Epicuro, o si de sal, azufre y mercurio, como los químicos, o si de los tres elementos cartesianos: si se compone de puntos indivisibles u de partes divisibles in infinitum; si obra por la textura y movimiento de sus partículas, o por unas virtudes accidentales, que llaman cualidades; si estas cualidades son de las manifiestas o de las ocultas; si de las primeras, segundas o terceras. ¿Qué conexión tendrá todo esto con la medicina? Menos que la geometría con la jurisprudencia. Cuando el médico trata de curar a un tercianario, toda esta baraúnda de cuestiones aplicadas a la quina le es totalmente inútil. Lo que únicamente le importa saber es, si la experiencia ha mostrado que en las circunstancias en que se halla el tercianario es provechoso el uso de este febrífugo; y esto lo ha de inferir, no por dici de omni, dici de nullo, sino por inducción, así de los experimentos que él ha hecho, como de los que hicieron los autores que ha estudiado.

En ninguna arte sirve de cosa alguna el conocimiento físico de los instrumentos con que obra; ni este dejará de ser gran piloto por no poder explicar la virtud directiva del imán al polo; ni aquel, gran soldado por ignorar la constitución física de la pólvora o del hierro; ni el otro, gran pintor por no saber si los colores son accidentes intrínsecos o varias reflexiones de la luz; ni, al contrario, el disputar bien de todas estas cosas conduce nada para ser piloto, soldado o pintor. Más me alargara para extirpar este común error del mundo, si ya no le hubiese impugnado con difusión y plenamente el doctísimo Martínez, en sus dos tomos De medicina sceptica.




VI

Otro error común es, aunque no tan mal fundado, tener por sabios a todos los que han estudiado mucho. El estudio no hace grandes progresos si no cae en entendimiento claro y despierto, así como son poco fructuosas las tareas del cultivo cuando el terreno no tiene jugo. En la especie humana hay tortugas y hay águilas: estas de un vuelo se ponen sobre el Olimpo; aquellas en muchos días no montan un pequeño cerro. La prolija lectura de los libros da muchas especies; pero la penetración de ellas es don de la naturaleza, más que parto del trabajo. Hay unos sabios, no de entendimiento, sino de memoria, en quienes están estampadas las letras como las inscripciones en los mármoles, que las ostentan y no las perciben. Son unos libros mentales, donde están escritos muchos textos; pero propiamente libros, esto es, llenos de doctrina y desnudos de inteligencia. Observa cómo usan de las especies que han adquirido, y verás cómo no forman un razonamiento ajustado que vaya derecho al blanco del intento. Con unas mismas especies se forman discursos Buenos y malos, como con unos mismos materiales se fabrican elegantes palacios y rústicos albergues.

Así puede suceder que uno sepa de memoria todas las obras de santo Tomás y sea corto teólogo; que sepa del mismo modo los derechos civil y canónico, y sea muy mal jurista. Y aunque se dice que la jurisprudencia consiste casi únicamente en memoria, o por lo menos más en memoria que en entendimiento, este es otro error común. Con muchos textos del derecho se puede hacer un mal alegato, como con muchos textos de Escritura un mal sermón. La elección de los más oportunos al asunto toca al entendimiento y buen juicio. Si en los tribunales se hubiese de orar de repente y sin premeditación, sería absolutamente inexcusable una feliz memoria donde estuviesen fielmente depositados textos y citas para los casos ocurrentes. Mas como esto regularmente no suceda el que ha manejado medianamente los libros de esta profesión y tiene buena inteligencia de ella, fácilmente se previene buscando leyes, autoridades y razones; y por otra parte, la elección de las más conducentes no es, como he dicho, obra de la memoria, sino del ingenio.

De visto entre profesores de todas facultades muy vulgarizada la queja de falta de memoria, y en todos noté un aprecio excesivo de la potencia memorativa sobre la discursiva; de modo que, a mi parecer, si hubiese dos tiendas, de las cuales en la una se vendiese memoria y en la otra entendimiento, el dueño de la primera presto se haría riquísimo, y el segundo moriría de hambre. Siempre fui de opuesta opinión; y por mí puedo decir que más precio daría por un adarme de entendimiento que por una onza de memoria. Suelen decirme que apetezco poco la memoria porque tengo lo que he menester. Acaso los que me lo dicen hacen este juicio por la reflexión que hacen sobre sí mismos de que ansían poco algún acrecentamiento en el ingenio, por parecerles que están abundantemente surtidos de discurso. Yo no negaré que aunque no soy dotado de mucha memoria, algo menos pobre me hallo de esta facultad que de la discursiva. Pero no consiste en esto el preferir esta facultad a aquella, sí en el conocimiento claro que me asiste de que en todas facultades logrará muchos más aciertos un entendimiento como cuatro con una memoria como cuatro, que una memoria como seis con un entendimiento como dos.




VII

De los escritores de libros no se ha hablado hasta ahora. Esto es lo más fácil de todo. El escribir mal no tiene más arduidad que el hablar mal; y por otra parte, por malo que sea el libro, bástale al autor hablar de molde y con licencia del Rey, para pasar entre los idiotas por docto.

Pero para lograr algún aplauso entre los de mediana estofa, puede componerse de dos maneras: o trasladando da otros libros, o divirtiéndose en lugares comunes. Donde hay gran copia de libros es fácil el robo sin que se note. Pocos hay que lean muchos, y nadie puede leerlos todos; con que, todo el inconveniente que se incurre es, que uno u otro, entre millares de millares de lectores, coja al autor en el hurto. Para los demás queda graduado de autor en toda forma.

El escribir por lugares comunes es sumamente fácil. El Teatro de la vida humana, las Polianteas y otros muchos libros donde la erudición está hacinada y dispuesta con orden alfabético, o apuntada con copiosos índices, son fuentes públicas, de donde pueden beber, no sólo los hombres, mas también las bestias. Cualquier asunto que se emprenda, se puede llevar arrastrando a cada paso a un lugar común, u de política, u de moralidad, u de humanidad, u de historia. Allí se encaja todo el fárrago de textos y citas que se hallan amontonados en el libro Para todos, donde se hizo la cosecha. Con esto se acredita el nuevo autor de nombre de gran erudición y lectura; porque son muy pocos los que distinguen en la serie de lo escrito aquella erudición copiosa y bien colocada en el celebro que oportunamente mana de la memoria a la pluma; de aquella que en la urgencia se va a mendigar en los elencos, y se amontona en el traslado, dividida en gruesas parvas, con toda la paja y aristas de citas, latines y números.





IndiceSiguiente