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Pagarasla en Campomanes

Nicolás Castor de Caunedo



[Si la hiciste en Pajares, pagarasla en Campomanes]






I

En el risueño país de Asturias y sobre la cúspide de un monte que enseñorea un estrecho valle, partido por el río Nalón, alzaba orgulloso sus robustos torreones el antiquísimo castillo de Tudela1. Corría el año 1018, y a nombre del joven Alfonso V, que ceñía la triple corona de León, Galicia y Asturias, gobernaba aquella formidable y celebre fortaleza, el valeroso conde Fruela-Ramírez2, anciano guerrero encanecido en cien combates, y digno descendiente de los paladines que vencieron con Pelayo en Covadonga.

Había perdido a su esposa, y le restaban por únicas prendas de su enlace una hija, que apenas alcanzaba diez y ocho años, y un hijo de veinte y cinco, tipo de valor y de virtudes caballerescas. Adosinda, bella cual la rosa  recién nacida, dulce y cariñosa como la paloma que se cobijaba en las pardas almenas del castillo, era el orgullo y la delicia de su viejo padre.

Desde su primera niñez había sido prometida a su pariente García de Valdés, doncel de preclaro linaje, y a quien el conde amaba tiernamente por su destreza y valor  en la caza y en la guerra. Todo parecía presagiar un porvenir venturoso a la noble familia que moraba en Tudela, cuando llovieron sobre ella desdichas sin cuento. Sus ganados que pacían en los valles de la Omaña y las Babias3, habían sido robados por los feroces soldados de Almanzor, y gran número de sus caseríos fueron reducidos a cenizas y —90— multitud de esclavos y vasallos llevados a Córdoba, en cuyas mazmorras gemían también, desde largo tiempo cargados de cadenas, el noble Roderico-Frolaz, el hijo del conde, y García de Valdés, sin poder alcanzar la libertad, por más que se ofreciera al califa un riquísimo rescate. Adosinda se había criado con su prometido, y tal vez por esta misma causa, no sentía por él otro cariño que el de hermanos, y jamás la idea de su desposorio lo había hecho sonreír.

La luenga ausencia de García vino también a hacerla olvidar los proyectos del buen Fruela, y solo guardaba en su corazón un tibio recuerdo amistoso para su amigo y compañero de infancia.

Huía ya el otoño, y los árboles se despojaban de su vestido de pardas hojas, cuando cierta tarde que la niebla  descendía sobre el valle de Tudela cubriéndole de un espeso velo de gasa, se veía sentada Adosinda a una ancha ventana del salón bizantino de la fortaleza. Sus dos jóvenes cubicularias4, Munia y Leocricia se ocupaban a poca distancia en bordar laboriosamente un frontal de tela de lana, con que su hermosa ama quería engalanar el altar de la Virgen en la capilla doméstica del castillo. Un laúd abandonado a los pies de Adosinda, y las inquietas miradas que a lo lejos dirigía, mostraban que se había ya cansado de ensayar las viejas cantigas que su nodriza le enseñara, y que aguardaba con impaciencia a su buen padre que seguido de los nobles de las cercanías, y de muchos vasallos, fuera en busca de dos terribles osos que se dejaran ver aquellos días, y que habían devorado tres tiernos niños, y destrozado un rebaño.

De pronto resonaron en los confines del valle, voces, relinchos y ladridos, y el bello carmín que se extendió por las mejillas  de la noble doncella, dio a conocer que había ya divisado al conde. A su lado venia un joven desconocido, de aventajada estatura, de bizarro porte y varonil belleza.

Su color era algún tanto moreno, y sus ojos y cabellos negros como el azabache. Su túnica corta era de color verde con orla de oro, y se ceñía con un tahalí5 de cuero de Córdoba, enriquecido de pedrería, del que pendía una espada magnífica. La corneta que colgaba al costado derecho era de bruñida plata, y las espuelas de oro. Finalmente, su pequeña toca estaba engalanada con una sola pluma de águila, que se mecía con gracia. La vista del gallardo extranjero causó en Adosinda una sensación que no percibiera jamás.

Un ligero estremecimiento recorrió todos sus miembros; su seno palpitó con violencia bajo su jubón de damasco que dibujaba atrevidamente su esbelto cuerpo, y el blanco cendal6 que en la mano tenía, hubo de acudir a sus hermosos ojos de azul de cielo humedecidos con dulces lágrimas.

-¡Eh! -dijo Fruela Ramírez al entrar en el salón-, abrázame, mi hermosa Adosinda, y dispón que se agasaje cumplidamente a este valiente extranjero que acaba de libertarme de las garras del oso más feroz que se crió en nuestros montes.

Por la gloriosa Virgen de las batallas7, mi patrona, que es hombre de brazo y brío este joven cazador. Él desafió al oso cara a cara, le clavó en el pecho su venablo, y le abrió con su cuchillo como valiente montero, cuando iba despedazarme, como lo fue el rey Favila. ¡Qué echen al hogar una encina entera!... que se llenen los jarros de sidra y vino de pasa el monte8 que nos sirvan pan de fisga9, cecina y jamón de jabalí.

Venimos hambrientos como lobos.

 Entonces los cazadores se sentaron atropelladamente en derredor de una negra y tosca mesa formada de anchos tablones de castaño, allá en los tiempos del rey Mauregato, el Bastardo10. Pronto se dio principio al abundante aunque rústico banquete, y el más estrepitoso regocijo animó a todos los congregados,  en tanto que los vasallos y domésticos del  conde, en derredor de los dos muertos osos, danzaban alegremente en el gran patio de la fortaleza. Fruela Ramírez después de apurar varias veces su ancha y cincelada copa de plata, que circuló de mano en mano, descargó un robusto puñetazo sobre la mesa para imponer silencio, y dijo:

-¡Brindo por el noble joven que tan bizarramente destrozó a la fiera!

Todos aplaudieron con algazara. El cazador dio gracias con cortesano ademán, y propuso otro brindis por la joven Adosinda, lamentándose de que tan hermosa flor permaneciese escondida en aquel retirado castillo, cuando debía ornar la corte de los reyes.

-¡Por Cristo! -gritó el conde de Tudela-, que si desde que nació no hubiese destinado su mano, sería para ti, mi querido huésped, ¡por más que no haya ejemplar en mi linaje de estar con extranjeros!

Entonces invitado el recién venido por uno de los concurrentes, contó en breves palabras su historia. Llamábase Iñigo Garcés, había nacido en los valles de la Burunda11, se educara en el monasterio  de Leire en los montes Pirineos, bajo la dirección de su venerable abad, y en la actualidad servía de cerca al célebre Sancho el Mayor, rey de Navarra, de quien era deudo aunque lejano. Herido peligrosamente en una reñida batalla con los moros, de lo que mostró una reciente cicatriz que dividía su espaciosa frente, hizo voto si recobraba la salud, de ir en romería a visitar el devotísimo templo de San Salvador de Oviedo,  y al regresar a su país en compañía de su único escudero, tuviera la suerte de encontrar al noble conde don Fruela.

Adosinda escuchaba embelesada al valeroso joven a quien debía la vida de su padre, y bebía de sus negros ojos el veneno del amor que se inoculó en su alma de virgen.

Un coro guerrero formado por jóvenes aldeanos de ambos sexos, en que se referían las hazañas de los pasados héroes, y las antiguas glorias de Asturias, puso fin al banquete y los asistentes se retiraron.

Iñigo en aquella misma tarde juró amar toda su vida a la joven castellana, y los hermosos labios de ésta pronunciaron también las dulcísimas palabras de amor, fidelidad y ventura.




II

Así pasaron muchos días. Iñigo, avergonzado de su larga ociosidad en el castillo de Tudela, habló tímidamente de la guerra, de su rey, de su país, y pidió licencia a su huésped para abandonar aquella, para él, encantada mansión. Adosinda había perdido el matiz de sus mejillas y el brillo de sus ojos. Una nube de tristeza envolvía su pálido semblante, y parecía que la vida iba a abandonar su hermoso cuerpo.

Una pasión desgraciada la consumía, porque Iñigo a quien diera su amor, y a quien diera gustosa su vida y su sangre toda, no podía ser su esposo, pues el viejo conde, manteniéndose inflexible, repitiera con voz solemne el juramento de que su hija sería la esposa de García de Valdés, tan pronto éste quebrase sus cadenas. Iñigo había solicitado con grande afán la mano de Adosinda, mas parecía resignado con las duras negativas del conde. Por fin, una noche le abrazó cordialmente, cambió con él su espada en señal de amistad íntima, y despidiéndose respetuosamente de la joven, se retiró a su aposento, y mandó a su escudero tuviese prevenidos los caballos muy de madrugada. Era esta la hora en que solía dejar su lecho el señor de Tudela.

«Que vayan a buscarme a Adosinda» -dijo con semblante adusto-; he tenido esta noche tristes ensueños, y quiero que me cante con su laúd las trovas guerreras de nuestra patria para ahuyentar el negro humor de mi alma...

-Señor -dijeron Munia y Leocricia-, vuestra hija no está en el castillo; la hemos buscado y no ha parecido, la hemos llamado y no ha respondido.

Imposible sería pintar el furor del conde. Subióse a la plataforma de la torre del homenaje, tendió por el valle sus ansiosas miradas, pero nada descubrió.

-¡Adosinda! -gritó con poderosa voz, y solo los cuervos le respondieron, huyendo aterrados a las copas de los altos pinos. Lanzó Fruela un sordo gemido y sus cabellos grises se erizaron. Luego que bajó de la torre le rodearon todos sus fieles servidores con la vista inquieta y el oído atento.

-¡A caballo! -exclamó. Y todos se pusieron en marcha sin pronunciar una sola palabra. Con la violencia del huracán, y volando en línea recta cual la saeta huida de la ballesta, atravesaron los montes, los valles, los precipicios y los arroyos. -¡Oh mi fiel caballo! -decía Fruela-, mil veces has llevado a tu señor al combate, a la victoria, muchas lo has libertado cuando estaba herido del alfanje sarraceno, también hoy está herido, pero en el corazón. Hoy no te confías su salvación sino su venganza. ¡Oh si tomaré venganza! ¡venganza sangrienta! ¡del aleve extranjero que con palabras de paz y alianza me robó mi joya querida!

-Adosinda -dijo en voz baja uno de los ballesteros al que iba a su lado-, ha dado su primer amor al bizarro Iñigo, y temiendo que su padre la obligase a admitir la mano del de Valdés, ha ido sin duda a refugiarse a San Pelayo de Oviedo o algún otro monasterio. Pararon, en fin, un instante al pie de uno de los escarpados montes de Arbas12, que sirven de linderos a León y Asturias. Los caballos estaban cubiertos de sangrienta espuma; sus costados se veían destrozados por los acicates13, e iban ya a sucumbir a la fatiga; más, por un último esfuerzo, treparon rápidamente hasta la altísima cumbre. Desde allí el conde y sus compañeros descubrían una inmensa extensión de país; dieron nuevos y repetidos  gritos, pero en vano. Ningún rastro dejaran tras sí los fugitivos amantes. Echó Fruela Ramírez en torno de sí una mirada de desesperación, e inclinando la cabeza sobre el pecho, quedó triste y sombrío como un fantasma.

-¡La he perdido! -exclamó con acento inexplicable en que se mezclaba la ternura y el furor-. ¡La he perdido!...

La infeliz doncella hubo de llorar bien pronto las consecuencias de su error. Iñigo era el más pérfido de los hombres, y después de algunos días de amor y de delirio, abandonó a su desgraciada víctima. Ésta oprimida bajo el peso del rubor y el arrepentimiento, y cual la antigua pecadora de Magdala, se retiró, para no volver a salir, a una gruta en lo más espeso de un monte, y allí cubierta de pieles, teniendo yerbas por único alimento y una piedra por lecho, pasó una vida de expiación y penitencia. En sus últimos instantes, reveló al sacerdote que le prodigó los auxilios de la religión, su nombre y su desgracia, y le encargó solicitase su perdón y el de Iñigo a su desolada familia.




III

Luengos, luengos años han corrido. El conde Fruela Ramírez había bajado a la tumba de sus padres sin el consuelo de obtener nuevas de Adosinda, y sin abrazar a su hijo. Éste, después de arrastrar por largo tiempo la pesada cadena de los cautivos, logró a fin rescatarse con su amigo y compañero de desgracias. Al llegar ambos al castillo de Tudela salió a recibirlos el anciano capellán del conde a la cabeza de todos los  criados y vasallos. Al abrazar el buen sacerdote a Roderico derramó abundantes lágrimas, y en el instante le condujo a la capilla. En el centro del pavimento se alzaba un suntuoso sarcófago de mármol, cubierto de prolijas e ingeniosas labores, y ornado con banderas y alfanjes14 moriscos, nobles trofeos de victoria que atestiguaban el esfuerzo del muerto caballero. Allí yacía Fruela Ramírez. Una ancha espada ricamente adornada se veía sobre la cubierta del lucillo15,  pero apartada de las otras armas. El capellán la tomó y dijo a Roderico: «Al morir vuestro buen padre, mi señor, me ordenó pusiese en vuestras manos este acero que perteneció al trovador de la infeliz Adosinda. En el pomo leeréis su nombre formado con piedras preciosas». Cogióla con ansiedad el nuevo conde de Tudela, y gritó con asombro.

-¡Gran Dios, qué veo!... Mira, amigo mío -añadió mostrando aquel nombre a García de Valdés. Entonces los dos guerreros, extendiendo la diestra sobre el sepulcro, juraron derramar la sangre del pérfido extranjero que causara la muerte y la desgracia de Adosinda y de don Fruela. Pocos meses se pasaron cuando el día 18 de octubre de 1035; a la hora que los destellos de la aurora comenzaban a alumbrar el pintoresco y romántico paisaje que rodea el castillo de Tudela, salieron de él ambos amigos en dirección de los altivos montes de Pajares, con objeto de recibir dignamente al muy alto y poderoso don Sancho el mayor, rey de Navarra, de los montes Pirineos y de Tolosa, señor de Castilla y emperador de España16 que, seguido de una lucida y numerosa escolta formada de la flor de los caballeros de su reino, venía en peregrinación a Oviedo con objeto de venerar las reliquias de la cámara santa, y de abrazar a su cercano pariente el obispo don Poncio17. Los espesos bosques de Pajares repitieran muchas veces los ecos de las bocinas del rey y sus compañeros, que interrumpieran algún tanto su viaje para solazarse en el ejercicio de la caza. Habían echado pie a tierra y marchaban cautelosamente entre las matas y los jarales, siguiendo el rastro de un jabalí que se avistara poco antes, cuando salieron a encontrar al rey dos hombres que vestían el pardo sayo de los montañeses.

-Señor -le dijo uno de ellos-, si queréis alcanzar la fiera venid por este sendero y la veréis cobijada hacia aquellas peñas -y extendió el brazo mostrándoselas. Colocó don Sancho sus monteros convenientemente, y siguió sin dudar a sus dos guías. Muy en breve se encontró en una especie de explanada circular formada entre la espesura, y donde se veía la entrada de una caverna cavada por la mano de la naturaleza en una altísima roca. Entró osadamente, pero se detuvo sorprendido al divisar en el fondo de aquella gruta, en vez de la fiera que buscaba, un tosco monumento funerario compuesto de piedras amontonadas en forma de pirámide, que sostenían una cruz de madera groseramente trabajada. Uno de los montañeses le dijo entonces con irritado acento: «Esta es la tumba de Adosinda Frolaz, de tu desdichada víctima, infame seductor». «Ahora bien -continuó el otro que era Roderico-, somos dueños de tu vida, pero aunque de ello no eres digno, queremos quitártela como cumple a caballeros. Combatirás conmigo, y si yo sucumbiese, mi buen hermano García de Valdés  me vengará. Esta espada que cambiaste por la de mi noble padre, será el instrumento de tu castigo. ¡Defiéndete!».

El rey de Navarra era el más valiente de los guerreros de aquel tiempo, mas el delito acobarda. Aquella pobre tumba que guardaba los restos de una joven a quien diera el abandono y la muerte en cambio de su amorosa pasión, y la presencia de sus dos enemigos implacables, en cuyo rostro se dibujaba la ansiedad de una venganza terrible y la seguridad de alcanzarla, le hicieron temblar, como a la débil caña el soplo del aquilón. Retrocedió espantado, y con voz trémula gritó:

-¡A mí, navarros!... ¡Que asesinan a vuestro rey!

-¿Será posible? -dijo Roderico con el tono del desprecio-: ¿eres tú el que la fama pregonaba de valeroso? ¡Oh!, no te salvará tu cobardía, miserable.

Levantó entonces la espada con vigoroso brazo..., iba a dejarla caer furiosamente sobre la cabeza del rey, cuando se vio cogido por cuatro ballesteros, que a los gritos de aquel acudieran.

-Ya lo veis -díjoles don Sancho-, estos miserables intentaban asesinarme, son sin duda enviados por mi cuñado Bermudo, rey de León. Ahora mismo, sin piedad, que paguen su crimen con la muerte.

García de Valdés, por un movimiento rápido como el pensamiento, logró desasirse de los ballesteros navarros, y corrió a ocultarse en la espesura, mas, el desgraciado Roderico fue en el momento atado al tronco de una gruesa encina, y a los pocos instantes su cuerpo atravesado de saetas. Quedó allí abandonado a la  voracidad de las fieras y las aves de rapiña. El rey dio por terminada la batida, y poniéndose al frente de su comitiva continuó triste y sombrío su camino a  Oviedo.

Tres horas después llegaba al antiguo pueblo de Campomanes, que debía su nombre a la multitud de soldados romanos allí sepultados en las guerras de los asturianos contra los capitanes de Augusto, y de pronto se oyó el silbido de una saeta que, cual sí fuera dirigida por la mano de Dios, fue a clavarse en el corazón del rey, que cayó muerto de su caballo. Corrieron furiosos sus guardias y monteros en busca del matador, que no era otro que García de Valdés, más no pudieron encontrarle. Entonces tomaron la insensata y bárbara venganza de incendiar el pueblo que fuera teatro de este terrible suceso, y las maldiciones, gritos y lamentos de las mujeres y los ancianos, que veían reducidas a pavesas sus moradas, fueron el único canto fúnebre que se entonó sobre el yerto cuerpo del más poderoso monarca que España había conocido desde la irrupción de los sarracenos18  Dios jamás deja impunes los delitos, y consignó en su sagrado código que el que a hierro mata a hierro muere. Sublime y consoladora sentencia que desde el acontecimiento que acabamos de relatar, corre de boca en boca entre los aldeanos de Asturias, traducida al proverbio vulgar: si la hiciste en Pajares, pagarasla en Campomanes.



Oviedo. Noviembre, 1855.





FUENTE

Caunedo, Nicolás Castor de, «Pagaraisla en Campomanes», Museo de las familias. Abril de 1854, tomo XII, p. 1. De nuevo en Octavio Bellmunt y Traver, Asturias: su historia y monumentos, bellezas y recuerdos, costumbres y tradiciones, el bable, asturianos ilustres, agricultura e industria, estadística, Volumen 1, 1895, pp. 361-365.

Juan de Dios de la Rada y Delgado, en su texto Viaje de SS. MM. y AA. por Castilla, León, Asturias y Galicia, verificado en el verano de 1858, Aguado, 1860 reproduce casi a la letra el texto de Caunedo, con la anotación: «El principio y algunas frases de este párrafo están tomadas del Sr. Caunedo», 2 88. Otra versión en La Ilustración española y americana, «El Museo Universal», Volumen 4, Abelardo de Carlos, Gaspar y Roig, 1860, p. 422.



Edición: Pilar Vega Rodríguez.



 
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