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ArribaAbajo4. Tres temas recurrentes en las novelas de Gabriel Casaccia y de Augusto Roa Bastos

La experiencia de vivir lejos de la patria, para quien sólo puede o quiere identificarse con ella, necesariamente tiene que dejar rastros profundos tanto en su vivir cotidiano como en su configuración mental. Para el escritor exiliado en particular, su experiencia personal se convierte en materia prima básica de sus obras. Éstas la incorporan a través de una serie de motivos o temas recurrentes, algunos de ellos con carácter obsesivo. Dicha recurrencia temática, su entorno referencial y su tratamiento artístico, dan unidad y coherencia a la producción del exilio. Ambos, Casaccia y Roa Bastos, se refieren en términos sicológicos similares a la influencia definitoria que ha tenido en sus obras su condición particular de exiliados. «Desde el punto de vista de la tranquilidad para escribir, sin problemas políticos ni de otros órdenes» -dice Casaccia-, «el alejamiento me fue beneficioso. Pero me debe haber sido perjudicial perder el contacto directo y permanente con mi tierra y sus habitantes. No obstante, si me hubiera quedado, todo hubiese sido distinto, tan distinto que otra hubiese sido mi creación, yo y mi vida entera»119 (el énfasis es de Casaccia). Roa Bastos, por su parte, comentando sobre la vida y problemas del hombre paraguayo en el exilio como materia novelable, expresa que le interesa «todo lo que esta vida lejos de las raíces, del medio, opera en él». Y agrega: «Este tema, naturalmente es un objeto y un sujeto de mi experiencia personal, puesto que hace varios años vivo en la emigración y ese pulso de una vida tan distinta, tan distorsionada, se me impone como una necesidad temática, probablemente como mecanismo   —96→   de compensación para la carencia profunda que significa la ausencia»120.

Son estas pautas y comentarios significativos que hacen Roa Bastos y Casaccia con respecto al efecto que el exilio ha tenido en su producción literaria los que nos llevan a aislar en ésta tres núcleos temáticos específicos cuya expresión novelística creemos puede ser atribuible, de manera directa, al hecho de que sus obras han sido concebidas en el exilio, especialmente después de observar que dichos temas constituyen también motivos recurrentes en otras muchas narraciones escritas en el exilio121. Los motivos temáticos a que nos referimos son los siguientes: 1) el exilio de dentro y el exilio de fuera; 2) la obsesión por el pasado; y 3) la problemática nacional presente como rescate de una realidad camuflada. A continuación iremos viendo cómo se manifiestan estos motivos en las novelas en estudio y qué variantes -si las hay- predominan en la novelística de uno y otro autor respectivamente.


ArribaAbajoEl exilio de dentro y el exilio de fuera

En otra ocasión hemos usado estos términos para referirnos en particular a la situación del escritor paraguayo que estando fuera o dentro del país no puede escapar a su condición de «exiliado», en el último caso debido a las limitaciones de carácter político y cultural imperantes intrafronteras. En esta sección ampliaremos el sentido de esos términos para incluir dentro del «exilio de fuera» al millón y más de paraguayos que han debido emigrar del país durante las últimas tres décadas por razones políticas o económicas; y dentro del «exilio de dentro» a la migración interna que también ha aumentado en los últimos años pero cuya cifra numérica es de más difícil determinación.

Como es de esperar, y en especial de estos dos escritores para quienes «lo imaginado en una novela se nutre de lo vivido por uno, pero también de lo vivido por otros»122, esa experiencia del destierro vivida por ellos -y por los miles de emigrados que pululan por las calles de las ciudades fronterizas- constituye uno de los elementos generadores de su mundo novelístico. De las dos causas básicas -política y económica- de esta emigración, la política es la más importante y la que lleva el mayor número de gente al exterior. De allí que el «exilio de fuera» entre a la novelística de estos dos escritores representado   —97→   por una serie de emigrados políticos como son, por ejemplo, el doctor Brítez en La Babosa, el coronel Balbuena en La llaga, el doctor Gamarra en Los exiliados, la expatriación cíclica a la que se alude repetidamente en Hijo de hombre, y los emigrados varias veces mentados en Yo el Supremo.

Pero también nutre las novelas de Roa Bastos y Casaccia esa otra experiencia de destierro, la de los «exiliados de dentro» que por cuestiones aquí más bien económicas, se ven obligados a dejar su «patria chica» para buscar -en la capital o en alguna otra ciudad- mejora económica y social. De este exilio de carácter interno nos dan cuenta, entre otros, Ramón Fleitas en La Babosa, Gilberto Torres en La llaga, y el éxodo de Casiano y Nati Jara en Hijo de hombre. Dentro de este exilio interno conviene distinguir dos movimientos migratorios básicos: uno -el mayor- que va del campo (o pueblo) a la capital (u otra ciudad), y otro que va en dirección inversa, de la capital (ciudad) al campo (pueblo). En los dos casos, sin embargo, la razón de la migración es de carácter predominantemente económico y ambos reflejan un cambio de estado dentro de la escala social. El primer movimiento (campo a ciudad) implica un ascenso social. Es el caso de Ramón Fleitas mientras puede permanecer en la capital. El segundo (ciudad a campo) significa casi siempre cierta disminución social. Tal es la situación de Ángela y su hermana Clara en La Babosa. No obstante la división en «exilio de fuera» y «exilio de dentro», y la subdivisión de éste en movimiento «campo-ciudad» y «ciudad-campo», ambos tipos de exilio tienen consecuencias sicológicas similares o por lo menos igualmente negativas.

Ramón Fleitas es «el clásico hijo de la campaña venido a la ciudad y no absorbido ni desbastado del todo por ella» (Babosa, p. 10) que tipifica una realidad problemática, la marcada dicotomía campo-ciudad. Leemos en el texto que:

La mayoría de los habitantes de Asunción es como Ramón. Asunción está llena de estos seres híbridos, mitad ciudadanos mitad campesinos que en edad temprana llegan del campo para estudiar y colman el Colegio Nacional, la Escuela Militar y el Seminario. Más tarde ocupan los primeros puestos en la política y se cuelan en el mundo social. Pero siempre queda en ellos, en su espíritu, en su hablar, algo de coiguá [campesino, torpe], que los diferencia del asunceño nativo.


(p. 10)                


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Esto último crea en ellos un complejo de inferioridad que dificulta su integración en el nuevo medio, cualquiera sea el grado de cultura individual y el medio al que tratan de incorporarse. Esta situación, de raíz económico-social, condena a seres como Ramón Fleitas, Gilberto Torres (Llaga) o Miguel Vera (Hijo) al fracaso, pues ese sentirse diferentes frena y hasta anula sus posibilidades de éxito creando un sentimiento derrotista, cuyas raíces explica un personaje de Casaccia diciendo que «se nace fracasado, frustrado, como se nace con algún defecto físico, porque el fracaso es algo subjetivo, íntimo...» (Exiliados, p. 178). En efecto, muchos son los ejemplos que podrían ilustrar las palabras de esta criatura casacciana.

Ramón, que había nacido en Itacurubí de la Cordillera, un pueblito pobre y triste, «sin luz eléctrica» (p. 11), fue a estudiar a la capital y allí se recibió de abogado. Sin embargo, siempre se sintió inferior a sus compañeros. «Envidiaba a sus amigos que habían nacido en Asunción y que vivían y se movían en ella como en su medio natural» (p. 11). Cuando por fin podía empezar para él el camino hacia el éxito al casarse con la hija del «doctor Félix Cardozo, abogado distinguido del foro del Asunción y cuya familia figuraba en las altas esferas sociales» (p. 11), irónicamente allí comienza su destrucción. Obligado por el suegro a vivir en Areguá, donde Ramón siempre se halló muy a disgusto, poco a poco va perdiendo todas sus esperanzas de convertirse algún día en el gran escritor y prominente abogado que quería ser. Roba primero, va a la cárcel después, para terminar, gracias a la intervención de un amigo, como juez de paz en un perdido pueblito de las Misiones (p. 316).

Similar es la situación de Gilberto Torres (Llaga), alma gemela de Ramón Fleitas, quien empieza con ilusiones de llegar a ser un gran pintor. Enseña dibujo en el Colegio Nacional y su cátedra le da entrada suficiente para vivir y progresar en Asunción. Un día se le ocurre firmar «una nota con otros pidiendo que se dé mejor trato a profesores amigos y estudiantes presos» (p. 46). Eso le cuesta su puesto y su traslado a Areguá. «Todo por culpa de esa maldita nota», le acusa su esposa. «Si no la hubieras firmado, hoy estaríamos en Asunción. [...] No hubiésemos tenido que venir a enterrarnos aquí» (p. 49). De allí en adelante todo le va de mal en peor. Ya sin ideales, más por oportunismo que por convicción política, se mete en un grupo revolucionario que planea un golpe contra el gobierno y que promete darle un cargo en el extranjero si triunfa la revolución. Como ya lo indicamos en el capítulo anterior, éste fracasa, apresan a Gilberto, lo   —99→   torturan y finalmente lo deportan a la Argentina (p. 184). Así termina su derrotero por La llaga para volver a aparecer en Los exiliados, viviendo de la caridad del doctor Gamarra a quien no puede pagar sus gastos de la pensión porque tampoco puede conseguir empleo. Se siente derrotado. Comenta él que la pintura no le sirve para ganarse la vida y que terminará «como tantos artistas paraguayos por ser un fracasado. Uno más en esa larga caravana» (p. 284). La derrota final llega en la última página de la novela, cuando luego de escuchar el último silbato del tren que partía hacia Asunción y que él hubiera querido tomar, recoge mentalmente la imagen de tantos otros compañeros expatriados, envejeciendo en el exilio. En un desesperante pataleo de rebelión grita para sí: «A mí no me sucederá lo que a ellos. Yo no me pudriré en el destierro [...] Volveré aunque tenga que llegar arrastrándome...». Sin embargo, inmediatamente después, así «como se había levantado, de golpe volvió a sentarse mientras echaba una mirada absorta a su maletín, colocado a cierta distancia, como si fuera un objeto desconocido, que lo viera por primera vez» (p. 303). Estaba atrapado.

Algo diferente es el caso de doña Ángela y su hermana Clara (Babosa), quienes dejan la capital y van a Areguá para «ocultar su decadencia social» (p. 21) después del doble fallecimiento del marido de Clara y del padre de ambas. Pertenecían ellas a una conocida familia de Asunción y eran hijas «de un prestigioso y pudiente personaje ya fallecido» (p. 21). El transplante a Areguá de estos dos seres, acostumbrados y educados en el contorno de la sociedad capitalina, produce en ellos cierto desequilibrio sicológico que se manifiesta en una actitud negativa frente al mundo, en una antisociabilidad de índole «activa» en el caso de doña Ángela y de naturaleza «pasiva» en el de su hermana Clara. Doña Ángela goza sembrando la discordia en el pueblo y arrastrando los chismes de un lugar a otro (p. 21). En vez de sentir piedad o compasión frente a la pobreza de sus semejantes, ella disfruta viendo tanta miseria (p. 24). Con su lengua venenosa destruye a quienquiera se atreva a contrariarla o criticarla, incluyendo al cura del pueblo y a su propia hermana. Aquél osó llamarla «babosa y víbora» (p. 235) y con ello sólo ganó su odio y el lento veneno de su ponzoña que aceleraría su muerte.

Por otra parte, los celos, la envidia, la rabia que desde chica sentía Ángela por su hermana Clara, la llevan a hacerle a ésta la vida imposible hasta empujarla al suicidio. Doña Ángela «la atormentaba y oprimía con celo incansable» y «consiguió convertir su vida en un infierno» (p. 317). Si el cambio de lugar convierte a doña Ángela en un ser   —100→   dañino, morbosamente malvado, hace de doña Clara un ser cada vez más retraído. Su vida va perdiendo contacto con la realidad circundante para volverse hacia el pasado y permanecer allí, nutriéndose de sus recuerdos y entregándose al alcohol para evadir el presente. Por eso, cuando doña Ángela estrecha más «su vigilancia en torno de su hermana» y la despoja «de todos los frascos y vasos de cosméticos y pomadas» (p. 317), doña Clara acaba por suicidarse (pp. 317-18), no sin antes escribir una nota acusando a Ángela de todas sus desgracias (p. 320).

En La llaga, Atilio y su madre Constancia también se habían trasladado de Asunción a Areguá «hacía alrededor de dos años, poco después de la muerte de su marido» (p. 16) por razones similares a las que llevaron al mismo pueblo a las hermanas Gutiérrez -Ángela y Clara- de La Babosa. Para Constancia, Areguá constituía un escape de la realidad, un escondite donde trataba de protegerse de las acusaciones implícitas en las preguntas que a menudo le hacían sus amistades asunceñas con respecto al «raro suicidio de [su marido] Francisco» (p. 16). Para Atilio, Areguá constituye también un refugio al principio, un lugar donde ambos, él y su madre, podrían llegar a «ser felices y vivir tranquilos» (p. 25). Pero si Constancia puede resistir el poder corrosivo y la influencia negativa de este pueblo triste y monótono, esto es, en primer lugar, porque ella viaja a Asunción prácticamente todos los días para encontrarse con su amante (Gilberto Torres) y en segundo lugar porque en Areguá vive éste, y la necesidad de estar cerca de él es más fuerte que cualquier otro posible sentimiento de incomodidad geográfica. Atilio quiere independizarse económicamente, desea abrir una ladrillería con un amigo (p. 24). Mientras espera que se arreglen los papeles de la sucesión de su padre confía en que su madre lo ayudará en el negocio que le interesa. Poco a poco, sin embargo, va descubriendo las pequeñas «traiciones» de Constancia, sus relaciones con Torres, y sus mentiras con respecto al dinero de la herencia paterna. Atilio se da cuenta de que con ella no puede contar y planea la venganza a través de la denuncia del complot revolucionario. Incapaz de soportar las consecuencias de su acción, avergonzado por el daño que causa a la familia Torres, víctimas inocentes de todo esto, se suicida y termina así su angustioso derrotero por las páginas de la novela. El «exilio de dentro» destruye uno por uno todos sus sueños para terminar destruyéndolo también a él al final.

Miguel Vera (Hijo de hombre) es otra víctima en esta larga lista de exiliados de dentro. Deja su pueblo Itapé y va a la capital cuando   —101→   aún es niño porque en Itapé sólo tenían hasta el tercero de la primaria y debía terminar el sexto para entrar en la Escuela Militar, su gran sueño dorado (p. 51). A pesar del deslumbramiento que le produce su futuro de cadete -«...el uniforme de cadete, azul con vivos de oro, la gorra y el espadín me deslumbraban» (p. 52)-, el dolor y la dificultad que le causa despedirse de lo suyo son enormes. Lo demuestra la escena en que con mucho sufrimiento logra meter en los zapatos sus «pies encallecidos por los tropezones y las corridas, rajados por los espinos del monte» (p. 51). Eran sus primeros zapatos y dentro escondía ahora sus pies de campesino. Por eso, sucumbir a las limitaciones del calzado y a sus implicaciones inmediatas le hacía sentir traidor: «Yo era un desertor. Sentía tristeza y vergüenza, a pesar de las ropas, de los zapatos, del viaje, de la escuela lejana, del futuro honor de cadete, más lejano todavía» (p. 53).

Destinado al Chaco, Miguel se deja arrastrar por su suerte. Su diario (pp. 135-59) atestigua la agonía espiritual y la total impotencia que lo invaden. Él quiere «quedar al margen» de la historia (p. 107), pero no puede evitar su papel histórico y termina destruyendo sin querer, casi en un estado de delirio, a Cristóbal Jara y su camión aguatero que venían a salvarlo de la sed mortal del desierto. Después de terminada la guerra, vuelve a su pueblo como alcalde. Allí se siente totalmente alienado. Sus amigos de antes habían muerto o habían pasado a integrar la inmensa lista de ex combatientes, mutilados sicológica y físicamente, a quienes como al sargento Crisanto Villalba (pp. 199-216) les «resultaba difícil de verdad reconocer su pueblo al retorno, [...] no porque el pueblo hubiese cambiado mayormente en ese tiempo sino porque los cambios se habían producido [...] en la parte de adentro de los ojos» (p. 199). Miguel «en Itapé estaba solo; sus padres habían muerto, sus dos hermanas estaban casadas, en Asunción» y «al final, la gente simple del pueblo le haría el vacío» (p. 221). La bala que termina con su vida -¿suicidio o accidente?- pone punto final no sólo a su derrotero de pequeñas y grandes traiciones, sino también a la posibilidad de salvación o de una salida viable a corto plazo para el exilio de dentro.

Todos estos personajes, en su individualidad ficticia y en lo que cada uno de ellos tiene de personaje-clase, atestiguan el carácter corrosivo del exilio de dentro. Son víctimas de la migración interna, a su vez producto de la enorme disparidad geográfico-económico-social que existe entre el campo y la ciudad. Cambian el campo por la ciudad o viceversa, en busca de algo mejor, pero al final siempre terminan derrotados.   —102→   Los más fuertes -que son los menos- se convierten en seres muchas veces agrios, y hasta peligrosos. Los más débiles -la mayoría- acaban moral y sicológicamente destruidos.

Un caso típico de migración interna dentro del contexto vivencial de la gente del campo es el ilustrado por los esposos Casiano y Nati Jara en Hijo de hombre. Ellos encarnan la situación del campesino pobre, del indio y de una gran parte de la población rural del país que, sin medios de subsistencia, dejan su pueblo y van en busca de mejora económica a trabajar para un «amo» rico en el yerbal, arrozal, en la estancia o en el ingenio (de azúcar), con la esperanza de ahorrar y volver, pero se encuentran que la realidad en que se han metido los va «tragando lenta pero inexorablemente» (p. 69) y que el mismo sistema económico e institucional funciona para destruirlos.

Casiano había participado en la rebelión campesina de 1912 cuyo fracaso obligó a muchos a abandonar el país. Él y su esposa, como todos los que no pudieron huir del pueblo después del desastre, decidieron enrolarse como jornaleros en «La Industrial», que en esos días reclutaba gente para trabajar en los yerbales de Takurú-Pukú. Al principio estuvieron muy «contentos, felices de haber encontrado esa encrucijada en la que a ellos se les antojó poder cuerpear a la adversidad» (p. 68). Sin embargo, muy pronto se dieron cuenta de que se habían equivocado en venir. «¡Erramos, Nati! Caímos de la paila al fuego...» (p. 69), le dijo Casiano a su esposa mientras avanzaban. La idea de que era sólo por un tiempo los consolaba. No sabían ellos aún que de allí no se podía salir muy fácilmente. Nadie había «conseguido escapar con vida de los yerbales de Takurú-Pukú [...] Lo más que había conseguido escapar [...] eran los versos de un 'compuesto', que a lomo de las guitarras campesinas hablaban de las penurias del mensú, enterrado vivo en las catacumbas de los yerbales» (pp. 66-67). Pero por amor al niño que les acababa de nacer, Casiano y Nati decidieron iniciar lo imposible (p. 78), tratar de fugarse de ese infierno humano y salvaje. Después de muchos sufrimientos lograron por fin burlar perros y policías. Sólo por milagro se habían salvado de una muerte segura.

El éxito con que dentro de la ficción se premia el esfuerzo de estos seres refleja, tal vez más que la posibilidad de realización del hecho individual en sí, la encarnación de una característica colectiva, cierta voluntad de sobrevivencia que Roa Bastos ha observado existe en su pueblo. «Siempre que quise recordar y recobrar la imagen esencial de nuestro país» -dice el escritor- «me encontré con esa voluntad de   —103→   resistencia, de persistir a todo trance, a pesar de los infortunios, las vicisitudes en que tan pródiga ha sido nuestra historia»123. En la lucha indeclinable de Casiano y Nati va implícita una ideología, complementaria y de acuerdo con aquello que dice Kiritó -apodo de Cristóbal, hijo de Casiano y Nati- de que «lo que no hace el hombre nadie más puede hacerlo» (p. 194). La salvación del pueblo paraguayo -léase de todo pueblo oprimido- no va a venir ni de afuera ni de arriba, ni del exterior ni del propio gobierno124, sino de adentro y de abajo, de los Casianos, Natis y Kiritós latentes con que cuenta el país. La tarea no es fácil -lo demuestra el penoso éxodo de los esposos Jara- «pero tampoco imposible» parece decirnos Roa por medio de la exitosa huida de los Jara.

Las historias de Casiano, Nati y Kiritó Jara, por un lado, y la de Miguel Vera, por otro, se desarrollan a manera de contrapunto a lo largo de la novela. Mientras Miguel relata su vida en primera persona en los capítulos impares, tanto la historia de Casiano y Nati primero, como la de su hijo Cristóbal después, nos llegan mediadas por un narrador en tercera persona a lo largo de los capítulos pares, que aluden a ellos unas veces directa y otras indirectamente. No obstante, en ocasiones estas historias se intercalan o marchan paralelas en un mismo capítulo, como sucede en el tres, en el cinco y en el nueve, por ejemplo. En estos casos, el contrapunto se hace dialéctico, las narraciones en primera y tercera persona se enfrentan, se oponen, se influyen mutuamente, pero en vez de unirse terminan destruyéndose. Si a nivel estructural existe un constante enfrentamiento, una oposición, una presentación alternada de ambos grupos de historias (en primera y tercera personas, respectivamente), también a nivel temático existe dicha dicotomía. Miguel Vera y los Jara representan dos polos o por lo menos dos sectores económico-sociales opuestos. Mientras el escritor Vera personifica al intelectual de clase media, los Jara simbolizan al campesino pobre. Mientras aquél, voluntaria o involuntariamente, pasa a colaborar primero con el gobierno (al descubrir, en su borrachera, los planes revolucionarios de los campesinos) y luego forma parte del status quo como alcalde del pueblo de Itapé, los Jara permanecen fieles a los deseos de redención y justicia social de su clase y participan de manera activa en el cambio. El espíritu de lucha y la solidaridad humana de los Jara contrastan con la pasividad y cobardía de Miguel. Aquéllos encarnan al elemento activo, vivo, sacrificado y heroico, a través de cuyo esfuerzo se puede esperar, en un futuro cercano o lejano, la salvación del hombre por el hombre. Miguel Vera,   —104→   por el contrario, representa al elemento pasivo, cobarde, antiheroico, aliado permanente de las fuerzas conservadoras, responsable de la crucifixión del hombre por el hombre.

Dentro de la obra corresponde a los Jara protagonizar esta historia cíclica de crucifixión entre hermanos, resultante del choque de clases de una sociedad donde existen explotados y explotadores, víctimas y victimarios. El éxodo -ayer como hoy- es una de sus primeras e irremediables consecuencias. En el caso de Casiano y Nati, la importancia temática del éxodo se ve primero en la recurrencia del motivo de su huida a lo largo de varios capítulos, y luego en su estructuración central dentro de la obra. De los nueve capítulos en que ésta se divide, cuatro (capítulos 2, 3, 4 y 5) lo aluden en forma directa y el capítulo final lo contiene de manera indirecta125. Además, el núcleo temático de los tres capítulos centrales de la obra (capítulos 4, 5 y 6) gira en torno a la historia de los Jara. Mientras el cuarto detalla los pormenores del éxodo de los esposos Jara y el sexto hace otro tanto con la huida de su hijo Cristóbal (como consecuencia de la traición de Miguel), el quinto contiene a los tres, estableciendo asimismo un reconocimiento que va más allá del mero parentesco familiar: se identifica a Cristóbal como heredero directo de los ideales humanitarios y de justicia social de su padre.

En cuanto al exilio de fuera, esta novelística capta el que resulta del carácter endémico de la migración paraguaya, pero especialmente se concentra en la última manifestación de lo que Rivarola y Flores Colombino denominan «crisis epidémica»126 de dicho ciclo, es decir en el exilio como consecuencia de la emigración masiva posterior a los años cuarenta. Del aspecto más general de dicha emigración, de su carácter cíclico, nos hablan los varios seres que han tenido que dejar el país porque un cambio de gobierno o de partido los ha puesto en desgracia y van al extranjero en espera de que otro cambio los vuelva a traer a la patria. Allí están, por ejemplo, esos «tres hombres flacos y uno con facha de estanciero» (Hijo, p. 55) que fueron al destierro entre los muchos que huyeron «hacia el sur, en busca de las fronteras argentinas» (p. 68) como consecuencia del levantamiento agrario del año 12, y que ahora volvían a la capital pues el panorama político había cambiado otra vez. Allí está también el doctor Eleuterio Brítez (Babosa) que empezaba a adquirir fama de jurista cuando «el remolino de la política lo cogió entre sus aguas turbulentas y lo trajo y lo llevó» (Babosa, p. 58). La inestabilidad política que caracterizó al Paraguay durante la primera mitad de este siglo se ve recuperada en la ficción a   —105→   través de estos exiliados de turno que -como el doctor Brítez- son deportados o «reimportados» según soplen los vientos de la política interna. El exilio de Brítez duró casi dos años (p. 58), al término de los cuales se le permitió volver al país gracias a la intervención y «muchos azacaneos de amigos y parientes de un ministro a otro» (p. 59). Aunque en esa ocasión debió prometer que no se metería más en la política de su país, al final de la novela ya lo vemos nuevamente en el gobierno y sacando partido de su nueva situación pues «la política en Asunción había sufrido uno de esos cambios trimestrales» (p. 315) y «la rueda de las componendas y traiciones en su continuo girar había llevado arriba al doctor Eleuterio Brítez» (p. 315).

El carácter permanente, casi irreversible, de la emigración que se inicia en la década del cuarenta choca contra la calidad de transitoriedad que atribuye el exiliado a su permanencia en el extranjero. Ambas realidades, la histórico-objetiva y la psicológico-vivida, entran en conflicto y van «marcando» mentalmente a sus «víctimas», convirtiendo al desterrado -más a menudo en el caso del exiliado político- en un ser fracasado o espiritualmente derrotado, si llega a aceptar la irreversibilidad de su situación; o en un ser anacrónico, alimentado del glorioso pasado o de un futuro puramente ilusorio, si no la acepta.

Tanto el doctor Gamarra como el doctor Andrada (Exiliados) tipifican el drama del exilio sin término, pero en especial la situación del profesional en el destierro. Ambos han dejado su país hace muchos años y los dos todavía viven «transitoriamente». «Hace diez años que estoy en Posadas» -dice Andrada- «y cuando llegué pensé que estaría aquí unos meses y que en seguida volvería a nuestro país...» (p. 281). Sin embargo, aún no ha podido establecerse. «En cuanto reúna unos pesos» -le dice al doctor Gamarra- «voy a alquilar una pieza en el centro para instalarme allí con mi escritorio» (p. 281). Mayor es la experiencia en el exilio del doctor Gamarra ya que él «había sido deportado veinte años atrás de su país, el Paraguay, al caer su partido, por un golpe revolucionario» (p. 8). Como Andrada, él también es abogado y durante varios años trató de conseguir un empleo compatible con su profesión sin conseguirlo (p. 9). Por eso no tuvo más remedio que abrir una pensión para mantener a su familia. De lo anterior se puede ver que la marginación profesional de estos personajes resulta también en su marginación social y económica. No pueden integrarse al nuevo medio en que han sido transplantados.

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La vida en el exilio es una vida precaria, vivida especialmente en espera del futuro deseado, alimentada por el pasado, pero en donde el presente no es más que un puente hacia lo que el exiliado más desea: volver al país. «Los exiliados siempre están por volver, pero no vuelven; siempre a un paso de volver, pero no vuelven», dice un personaje casacciano (Exiliados, p. 303). Como el presente sólo cuenta en función del futuro, el texto refleja esta orientación temporal incorporando en el discurso narrativo los proyectos y sueños -a corto y a largo plazo- de las distintas criaturas que pueblan la novela. El lector llega a saber más sobre los planes y deseos de dichos personajes, sobre lo que querrían hacer en el futuro, que sobre lo que en el presente de la acción son y hacen. El carácter funcional del presente puede ser percibido tanto a nivel individual como colectivo. Para Etelvina, la esposa del doctor Gamarra, el presente sirve un fin futuro específico. Así, «en cuanta coyuntura se le presentaba mandaba a Graciela [su hija] a Asunción, a casa de su hermana Juliana, para que conservase las amistades asunceñas de su edad y se la conociese en el ambiente mundano en que actuaría alguna vez» (p. 20). A su vez, la condición funcional del presente está implícita en las reuniones ocasionales o charlas políticas regulares de los exiliados en que el tema de conversación se proyecta, de manera indefectible, hacia el futuro retorno a la patria.

La reunión-charla política es la actividad de grupo más común y regular entre los exiliados. El porqué de estas reuniones lo da el ex capitán Machado cuando explica que «es la política la que nos ha echado de nuestra patria y la política la que nos hará volver» (Exiliados, p. 87). Entre los varios para qués posibles, el carácter sublimatorio y el sentimiento de unidad derivados de tales discusiones constituyen consecuencias sicológicas positivas y necesarias para el equilibrio mental del exiliado, especialmente en el caso del exilio sin término. En esas reuniones hablan de «política [...] como si en el mundo no hubiese otro tema» (p. 94). Se sienten hermanados en una causa, unidos por un deseo común. Allí resuelven los problemas de la patria, proyectan y planean para el futuro. Se sienten útiles y, cada uno a su manera, necesarios dentro del esquema de reconstrucción nacional. Además, a través de ellas pueden desprenderse del presente en que están inmersos y flotar en un espacio independiente, alejados del mundo cotidiano. El discurso narrativo capta esto al interrumpir la descripción de algún acontecimiento en marcha para instalar a los exiliados en su «isla» temporaria. En medio de una cena cualquiera, por ejemplo, éstos se separan sin darse cuenta casi de quienes no son, como ellos, desterrados. Valentina   —107→   -una argentina en cuya mesa a menudo se reunían los exiliados- «ya estaba harta de escucharlos. Muchas veces en medio de esas largas y enredadas discusiones en guaraní, que no entendía, sentíase mareada como si estuviese perdida en otro país, oyendo discutir en lengua extraña y misteriosa» (p. 94). Para estos seres, en contraste con la situación que se considera «normal», lo planeado, proyectado o imaginado es primario y lo vivido y experimentado cotidianamente es secundario y está en función de aquello. Se da en el exiliado esa inversión de valores común a algunos conocidos personajes literarios como son, por ejemplo, Don Quijote o Madame Bovary. Aquél sería, entonces, una subclase de esta última especie.

Función de escape similar al de las reuniones políticas tienen los sueños, proyectos, planes para el futuro, de toda esa gente. Lo primero como lo segundo anula el presente o tiende hacia ello y evita así, para el exiliado, la angustia que de hecho sigue al vislumbre de que no existe salida posible al exilio. Trasladarse mentalmente a ese sitio ideal -que a menudo es la tierra lejana ya idealizada con el tiempo y la distancia, como es el caso del padre Rosales cuando trata de visualizar cómo encontrará su pueblito gallego a su regreso (Babosa, pp. 163-64)- es el escape más común del exiliado. De allí que la realidad imaginada pase a dominar y a ocupar primacía dentro del mundo vivencial de esos seres desterrados y por lo tanto dentro del discurso narrativo que la recobra. La vida resulta soportable mientras cuentan con ese mecanismo de escape. El doctor Gamarra cobra vida cuando al principio de la novela está convencido de que «esta vez la caída del general Alsina es segura» (p. 7), pues eso significaría su vuelta. Su escape son los noticieros radiales. Vive esperando noticias. Gilberto Torres sueña con el día en que podrá pintar su obra maestra, aquélla que ya ha construido mentalmente y que algún día se hará realidad en el lienzo. Zabala logra escapar no sólo de la realidad del exilio sino también de la del calor infernal en que vive por medio de su pasión por el hielo y la nieve. Se ha leído y sabe todo lo referente a ese su pasatiempo favorito. Él es también quien teoriza sobre la necesidad del escape y quizás por boca de él Casaccia expresa sus ideas al respecto. «Yo con estos entretenimientos no me preocupo sino que me despreocupo de la rutina y del tedio de la vida», explica Zabala. «Me traslado a otro mundo con la fantasía, escapándome de éste. ¡Sueño! Hay que soñar mucho, como quien se droga, para que el corazón no se nos rompa al chocar con este mundo duro y vacío» (p. 158). Por eso, cuando ya no se puede escapar, cuando ya no se puede soñar y llega el momento de la   —108→   verdad, de la aceptación del presente como tal, entonces llega también el momento de la destrucción definitiva para muchos. Tal es el caso del doctor Gamarra, que se da cuenta de que aunque pueda volver a su país después de tantos años de ausencia, ya no podrá retomar su vida de antaño, ya jamás podrá borrar esos años de distancia. Lejos o cerca, su vida y la de su familia no tienen salida. Comentando sobre la posibilidad del regreso, le dice a su esposa: «...qué voy a hacer allí, en qué voy a trabajar. Vivir en un hotelucho como aquí no puedo. Ahora se me perdona esta tarea denigrante porque soy un exiliado» (p. 210). Le recuerda que salió del país con cuarenta y siete años y que ahora tiene sesenta y siete. «¿Qué puedo hacer a los sesenta y siete años en Asunción con el general Alsina en el Gobierno...? Empezar, ¿qué?» (p. 210), se pregunta angustiado. Y como su marido, y como otros exiliados, la esposa se da cuenta «con el corazón oprimido, que ya no podían volver a Asunción [...] De golpe, el destierro dejaba de ser un episodio transitorio para convertirse en un hecho irreversible y definitivo» (p. 210).

Roa Bastos y Casaccia aíslan y enfocan diversos aspectos de las causas y consecuencias del exilio e incluyen en el texto elementos significativos del contexto histórico-político-social que alimenta su ficción. También ambos, en mayor o en menor grado, tratan de rescatar una imagen fiel del paraguayo en el exilio, pero mientras Roa subraya la influencia determinativa del factor histórico, Casaccia enfatiza la configuración sicológica que resulta de la experiencia del destierro. De ahí que las novelas de Roa Bastos abarquen en su totalidad la historia del Paraguay independiente (1811-presente) y que allí abunden las fechas y datos históricos varios, mientras que la alusión directa o el dato concreto es la excepción en la novelística casacciana. En Hijo de hombre se menciona varias veces el exilio resultante de la rebelión fracasada de 1912 y se lo ve como un fenómeno histórico recurrente que se manifiesta en períodos de crisis como el del año 12. Ya esta relación de causa-efecto está establecida en el texto narrativo cuando al final se alude también a la emigración-éxodo resultante de la revolución de 1947. En Yo el Supremo se explica y justifica la emigración producida durante la dictadura del doctor Francia como consecuencia de la voluntad absoluta, arbitraria o justificada, del Supremo; y con ello queda contenida, en forma implícita (por medio de la connotación alusiva múltiple que caracteriza a los hechos y dichos del texto y a la cual complementan los anacronismos históricos y prospecciones varias por parte del Supremo), la emigración del   —109→   último tercio de siglo, también resultante en gran parte de la voluntad arbitraria del dictador de turno.

En las novelas de Casaccia, el dato histórico o político se agrega a otros elementos del contexto para explicar, más que el porqué del exilio, su proyección sicológica en el individuo. En este caso el acondicionamiento resultante afecta a ambos, al exiliado de dentro y al de fuera. Así, el ambiente de intranquilidad crónica y falta de seguridad en todos los órdenes perjudica tanto a los personajes de La Babosa y La llaga (con mayoría de «exiliados de dentro») como a los de Los exiliados (mayoría de «exiliados de fuera»). El rítmico vaivén político que lleva arriba a unos hoy para volver a echarlos mañana, y viceversa, daña tanto al que quiere hacerse camino por esfuerzo propio (Ramón Fleitas, Gilberto Torres) como al oportunista que espera la ocasión política para aprovecharse de ella (Marty). En ambos casos la frustración es un subproducto normal y ninguno está exento de la posibilidad de ser desterrado. Esa inestabilidad política es un ingrediente de influencia básica en la configuración sicológica derrotista que Casaccia observa en el paraguayo.

En resumen, Roa Bastos ve y trata el exilio como una realidad de origen histórico, pero lo ve como una trampa con salida. Proyecta la solución al «exilio de dentro» en el esfuerzo individual, en la voluntad campesina, en la sed de justicia del pueblo, en la solidaridad de todos. Para el caso del «exilio de fuera», la salvación estaría en la unión de los exiliados. Por el contrario, cualquiera de estos dos exilios son, para Casaccia, verdaderos infiernos, trampas fatales que cogen definitivamente, para siempre. Su pesimismo emana de su poca confianza en la solidaridad humana. De allí que no vea él la solución a este problema en la unidad de la gente sino en la posibilidad de «aislarse de este mundo lleno de hombres», como lo dice por boca de Espinoza (Babosa, p. 259). Parece confirmarnos que el egoísmo predomina sobre todo sentimiento de hermandad o sacrificio (por y para los demás) posible. Es justamente fruto de una desilusión hacia esa posibilidad de concordancia humana lo que lo hace expresar por boca de Torres, con respecto al «exilio de fuera», de que si ya «la expatriación es una pena muy dura; [...] lo terrible de la expatriación es tener que vivir entre otros expatriados» (Exiliados, p. 153).



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ArribaAbajoLa obsesión por el pasado

El dominio del pasado -personal o histórico- sobre el presente, su peso e influencia determinantes, constituyen otro motivo temático recurrente en las novelas de Roa y Casaccia en particular, y en la novelística del exilio en general. A nivel personal, el pasado es algo del cual no se puede escapar. Persigue -como a Ramón Fleitas (Babosa)-, obsesiona -como a Atilio (Llaga)-, o sirve de escape, como sucede en el caso de Clara (Babosa), del padre Rosales (Babosa) o del doctor Gamarra (Exiliados). Infierno omnipresente o paraíso perdido, en cualquiera de los casos el pasado marca, deja su huella y coexiste en el presente de estos personajes. A nivel histórico, el pasado determina, explica, predice o contiene el presente. Allí están la dictadura de Francia, la guerra de la Triple Alianza (Supremo, Hijo), los varios conflictos internos, la rebelión agraria del año 12, la guerra con Bolivia (Hijo), la revolución del 47 (Llaga, Exiliados, Hijo), que dan cuenta del porqué de la migración tanto interna como externa y al mismo tiempo son datos básicos para la comprensión del proceso histórico-político actual del Paraguay. En el análisis que sigue nos detendremos primero en la recurrencia del tema del pasado en cuanto fantasma personal, problema individual, para luego señalar otra variante del mismo tema: la obsesión por el pasado histórico-político en sus coyunturas significativas.

En general el personaje típico de esta novelística es un ser insatisfecho, profundamente descontento con el presente que le toca vivir y en el cual se encuentra inmerso sin remedio. Se trata de un ser ansioso de que las circunstancias que lo rodean cambien para poder vivir de acuerdo a sus deseos. Mientras tanto trata de eludir el presente haciendo planes futuros o volviendo mentalmente al pasado. Aunque estas dos formas de evadir el presente se repiten en todas las novelas estudiadas, es el predominio del pasado en la existencia cotidiana de sus diversos personajes -y por lo tanto en el discurso narrativo- lo que llama la atención por su carácter obsesivo en la novelística del exilio. Dicho predominio, no obstante, puede manifestarse de varias maneras: a través de una interacción dialéctica entre pasado y presente, como sucede con Clara y Ángela (Babosa), por ejemplo; anulando totalmente el presente, como en los casos de María Regalada (Hijo), Atilio (Llaga) y Ramón Fleitas (Babosa); o sirviendo de alivio,   —111→   escape momentáneo del presente, como ejemplifica la situación de Miguel Vera (Hijo).

Tanto en La Babosa como en La llaga el pasado invade el presente, se incrusta en él a través del contorno físico. El discurso narrativo se detiene en describir detalladamente esta coordenada externa. Testigos de otros tiempos son los muchos edificios en ruinas que integran lo narrado. Allí había «chalets, abandonados y ruinosos, con sus verjas de hierro rotas y caídas» (Llaga, p. 21). Similar aspecto de dejadez tenían las casas habitadas. Dicha decadencia general no puede dejar de ejercer influencia en el ánimo de sus habitantes. La casa donde vive Gilberto Torres (Llaga) es una de ellas, una de esas casas que en la noche oculta sus grietas y se destaca «engañosamente blanca, espaciosa, señorial [...] como un espectro de otras épocas, como un aparecido de cincuenta años atrás, cuando Areguá era un pueblo veraniego de moda y atraía a lo más selecto de la sociedad asunceña» (p. 43). Similar es el aspecto de las casas de las Gutiérrez, de Ramón Fleitas, del doctor Brítez y del mismo padre Rosales, todos personajes de La Babosa. Por fuera y por dentro estas viviendas presentan «un triste aspecto de abandono» (p. 33), «una impresión de vejez y pobreza» (p. 37). No es ya sólo la dicotomía campo-ciudad la que aísla a los habitantes de estos lugares. Se agrega aquí la influencia alienatoria de habitar estas ruinas históricas cuyos fantasmas y espectros son los de otros tiempos y cuya permanencia dificulta la integración de estos habitantes en el presente, condición necesaria para su progreso espiritual, humano y material.

La persistencia del pasado material en el presente está también en los muebles, en la ropa, en todo el entorno físico que rodea y atrapa a esa gente. Así, las hermanas Clara y Ángela logran revivir días más felices, instalarse en aquel pasado asunceño en que económica y socialmente estaban bien, todo a través de esos restos de opulencia que trajeron consigo al venir a Areguá. Su sala, por ejemplo, estaba «rodeada, como una expositora, de sus viejos sillones, de sus jarrones, de su piano, de toda esa multitud de muebles y objetos antiguos e inútiles, y de los que ella [Clara] estaba tan orgullosa, porque creía que eran una prueba de su abolengo...» (p. 168).

A veces, un objeto material asociado con el pasado o una situación presente vagamente familiar a otra anterior sirven de vehículo o trampolín para el salto hacia el pasado, estableciéndose entre ambos niveles temporales una interacción dialéctica que termina modificando, y hasta anulando, la realidad del momento de la acción,   —112→   como resultado de la interpolación del pasado. No hay en el texto una diferenciación tipográfica o gramatical que establezca esta división. Sin embargo, las invasiones del pasado cortan el hilo del presente y se establecen en el discurso narrativo por medio de la descripción de un objeto o de una situación pasada, introducidos por ciertos verbos de valor retrospectivo como «rememorar», «recordar», «venirle a la memoria», etc. La interpolación constante del pasado en el presente de la narración, expresa, a nivel estructural, la dependencia de éste con respecto a aquél, en forma similar a la que en otras ocasiones se establece con relación al futuro. En ambos casos el presente se encuentra absorbido o invadido por otro entorno temporal.

En varias ocasiones Clara y Ángela (Babosa), por ejemplo, sienten el deseo de borrar el odio que las separa, se necesitan mutuamente, pero el recuerdo de momentos amargos en esos instantes de ternura incipiente anula toda posibilidad de comunicación o entendimiento. Una vez, mientras Clara miraba la vieja cómoda,

rememoró que su madre, cuando niñas, les asignó a cada una sendos cajones de aquella cómoda, para que guardasen su ropa, y que Ángela y ella riñeron porque ambas querían el primer cajón. Aquellos menudos recuerdos infantiles vividos con Ángela hasta los once años, eran los solos que enternecían a doña Clara. Transcurridos los años de la infancia, ya todo fue distinto. Sus recuerdos eran dolorosos y amargos. Ángela se transformó en una muchacha perversa y burlona. Vivía persiguiéndola, riéndose de ella y poniéndola en ridículo a cada paso...


(pp. 44-45)                


Son recuerdos de esa época los que hacen del presente, entre ambas, un verdadero infierno. Éste se ha convertido para Clara en el tiempo y espacio de la venganza. Logra esto haciéndole sentir en todo momento a Ángela su dependencia económica y su condición de solterona. Vemos con este ejemplo que la posibilidad de reconciliación presente se ve rota por la intervención del pasado en la línea del momento actual.

La irrupción del pasado puede anular o absorber el presente, en cuyo caso éste pasa a ser una mera proyección o función de aquél. El caso de María Regalada en Hijo de hombre o el de Atilio en La llaga ejemplifican este grado, más extremo, de la interrelación pasado-presente. Para aquélla, el pasado desplaza o reemplaza al presente. No   —113→   ve la realidad tal como es ahora sino como era antes, cuando el doctor Alexis Dubrovsky -de quien ella se había enamorado- aún no había desaparecido. Lo que queda de él -su perro, su rancho con los bustos de santos destruídos- son los trampolines por medio de los cuales ella se instala en ese pasado, y logra que los recuerdos dominen totalmente su presente e incluso su futuro. Al ver pasar a aquel perro, que persiste en la rutina de ir diariamente al boliche del pueblo como cuando vivía su amo, María Regalada experimenta el pasado como presente y «detrás del perro ve la sombra alta y delgada, que para ella no es sombra. Como tampoco para el perro. Pero no hay sombra. Va el perro solo...» (p. 37). El doctor Dubrovsky ya no estaba pero María Regalada seguía experimentando la realidad como si él viviera. Por eso, cuando el perro solitario retorna del boliche, la mujer lo acompaña y juntos caminan hacia la vivienda abandonada, pues «ella siente, como el perro, que el Doctor está con ellos, que puede regresar de un momento a otro y saborea su esperanza [...] Esto es lo que hermana a la muchacha y al perro y los identifica en eso que se parece mucho a una obsesión...» (p. 38).

La obsesión por el pasado familiar es lo que en última instancia lleva al suicidio a Atilio (Llaga). El porqué de la muerte de su padre es un misterio que lo acosa día y noche y el descifrarlo se le torna imperiosa necesidad. «Para mí es vital descifrar ese misterio», le dice a una amiga de su madre. «Yo creo que si llego a conocer la causa de la muerte de mi padre, me apaciguaré, conseguiré vivir con más calma, y ya no habrá secretos entre mamá y yo» (p. 111). No sucede así. Descubre en cambio las relaciones entre su madre y Gilberto Torres. Cree que éstos son los culpables del suicidio de su padre y decide hacer justicia por sus propios medios. Es allí cuando se le ocurre el castigo ideal que dirigido hacia Torres alcanzará también a su madre. Esto lleva a la denuncia que hace del complot guerrillero, a la detención de Torres, al injusto sufrimiento de la esposa e hijos de éste, a un creciente sentimiento de culpa por parte de Atilio y finalmente a su propio suicidio.

El pasado invade el presente, pero sólo por breves instantes, en el caso de Miguel Vera (Hijo). En su diario personal recoge éste sus impresiones de cuando estuvo confinado en Peña Hermosa primero y destinado en el Chaco después. Allí anota el inmenso contraste que puede existir entre dos situaciones aparentemente similares pero separadas por un mundo de tiempo:

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El agua fría me ha quitado el dolor de cabeza pero ha aumentado mi flojera [...] Mejor se está soltando el cuerpo sobre las toscas hasta no sentirlo, como cuando de chico me tumbaba cabeza abajo en las barrancas del Tebikuary [...] Pero éste no es el río de mi infancia, rápido, sinuoso, familiar, con su playa que a esta hora solía estar llena ya de [...] gritos, de voces [...] Éste es el hierático Río-de-las-Coronas, que los guaraníes endiosaron y acabó en bestia de carga, dando su nombre a la patria.


(pp. 136-37)                


El escape es aquí muy pasajero; el alivio, apenas perceptible. Dura lo que la vuelta a la realidad, su situación de preso en Peña Hermosa, de la cual Miguel está dolorosamente consciente y a la que acepta, no obstante, como a algo ineludible, impuesto por el destino.

Cuando el escape hacia el pasado se da como resultado de un rechazo del presente, especialmente si a éste se lo considera -consciente o inconscientemente- irreversible, como es el caso de los exiliados de fuera, entonces se acelera el proceso de idealización implícito en el acto de recordar o rememorar hechos pasados. Dicho proceso idealizador es obvio, por ejemplo, en la revaloración de Areguá cuando ya lejos de ella, Gilberto Torres la recuerda. Mientras estaba allí (Llaga), él no veía la hora de abandonarla, ya que ahí no tenía futuro para su profesión (la pintura). Sin embargo, ya en el destierro (Exiliados), no ve la hora de volver a ella. En Posadas (Argentina) no encuentra trabajo y cada día le resulta más difícil conseguir quien le preste dinero. Ésa era su situación cuando un día cualquiera «se le presentaron de golpe sus mañanas de Areguá, cuando descalzo y en calzoncillos sentábase en el patio de tierra de su casa [...] Pensó que jamás fue tan feliz como en esos días en Areguá, en que apenas tenía para comer [...] Y Gilberto sintióse dominado por unas ansias inmensas, angustiantes, de volver a su país, a su patria, a ese 'agujero de Areguá'...» (pp. 289-90). La irreversibilidad sospechada de la situación real como factor importante en el proceso de idealización acelerada, está ejemplificada en el debate que Espinoza sostiene consigo mismo antes de su partida. «Espinoza se puso a pensar que dejaba Areguá para siempre, que nunca más volvería a contemplar su loma y sus verdes calles de yerba, y un ahogo de tristeza le oprimió el pecho [...] Su vida reciente en Areguá iba transformándose para Espinoza en un pasado irreversible, definitivamente perdido, y por eso comenzaba a añorarla» (Babosa, p. 294).

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El aspecto negativo de la recuperación de una época lejana a través del recuerdo radica en que se trata de un proceso de idealización acumulativa -que crece en proporción directa a la distancia temporal existente entre el presente y el objeto de recordación- que termina por reemplazar la «realidad pasada» por una «irrealidad total». Tal es la naturaleza tanto del Paraguay recordado por el doctor Gamarra (Exiliados) y congelado en lo que era hace veinte años -más todas las deformaciones de su memoria- como la del pueblito gallego añorado por el padre Rosales (Babosa). Para éste, su Arine natal seguía como siempre.

Todo estaba allí igual, invariable, como cuando él era un adolescente [...] El Padre Rosales no podía pensar en Arine y en sus recuerdos familiares sino como los había dejado al venirse al Paraguay, sin ocurrírsele que el tiempo tampoco se había detenido para ellos y que podían estar más cambiados y envejecidos que él. Para él todo aquel mundo querido y familiar seguía tal cual lo dejó.


(p. 163)                


Allí justamente está el peligro. La novela capta y da expresión a la total desincronización de estos personajes absorbidos u obsesionados por el pasado. Viven con la mirada hacia atrás o en función de un deseado retorno a ese pasado que en realidad ya no es tal. Cualquiera sea el desenlace en este caso, se produzca o no el retorno al «pasado», el resultado final es el mismo: desilusión, desubicación, derrota. No hay salida posible.

En todas las novelas estudiadas es palpable el peso del pasado histórico o político como factor determinante del presente vivencial de los habitantes de esos mundos ficticios. De manera implícita muchas veces -especialmente en la novelística de Casaccia- o explícita otras -más a menudo en las obras de Roa Bastos-, la gravitación del pasado colectivo es obvia en cualquiera de los casos. Se deduce entonces que son dos los fantasmas que acosan y limitan el entorno presente de estos personajes: la herencia familiar, el fantasma del pasado individual a que nos hemos referido hasta ahora, y el fantasma del pasado histórico-político o el de la herencia colectiva, en que nos detendremos ahora.

Las dos técnicas -más recurrentes en estas obras- de transposición del pasado histórico-nacional al presente novelístico son: a) la alusión pasajera del dato histórico y b) su inclusión como   —116→   elemento significativo dentro de la ficción. En el primer caso el pasado entra de manera indirecta en la narración pero no obstante está allí. Éste es un procedimiento muy repetido en las novelas de Casaccia, donde las alusiones corresponden a hechos que por su importancia permanecen en la memoria colectiva -la dictadura de Francia, el gobierno de los dos López, la guerra de la Triple Alianza- o a episodios relativamente recientes, de los últimos treinta o cuarenta años de historia política nacional, datos, en ambos casos, que forman parte del contexto mediato o inmediato en que se mueven los personajes casaccianos y la gran mayoría de sus posibles lectores. En las novelas de Roa, sin embargo, el pasado histórico entra a menudo de manera directa, explícita127. La mera alusión histórica es acá la excepción; su descripción o alcances, la regla, probablemente debido a que el eje histórico-político temporal y espacial incluido es ya mucho mayor: abarca, en ambas novelas, todo el derrotero histórico del Paraguay independiente, desde principios del siglo pasado (1811) hasta el presente (1947 en Hijo de hombre y 1973 en Yo el Supremo).

El pasado político inmediato como el histórico mediato, ambos pasan a definir, o por lo menos acotar, la situación presente de gente como el doctor Brítez, Paredes o Quiñones de La Babosa; Gilberto Torres o el coronel Balbuena en La llaga; o el doctor Gamarra y otros muchos personajes en Los exiliados. Dicho pasado se filtra en estas novelas de manera indirecta. Y así una época lejana, la de la controversia ideológica «lopizmo-antilopizmo» que ocupó a la élite intelectual del país a principios de este siglo (y a la que nos referimos en el primer capítulo de este trabajo), llega a afectar las relaciones interpersonales del presente entre el doctor Brítez y Paredes o entre Ramón Fleitas y Quiñones, el maestro de escuela (todos de Babosa). En ambos casos, la discrepancia ideológica sobre la valoración de una figura histórica nacional (Francisco Solano López) causa resentimientos personales. El doctor Brítez «le tenía ojeriza a Paredes por ser lopizta...» (p. 52) y viceversa, éste «le tenía tirria al doctor Brítez por ser antilopizta y pertenecer a un partido político contrario al suyo» (p. 58). Similar es la situación entre Ramón Fleitas y Quiñones, como se puede deducir del párrafo que sigue:

Una tarde en que Ramón se encontraba de visita en casa de Quiñones, y habían bebido bastante, a éste le dio por defender a Francisco Solano López, diciendo que era una de las personalidades más grandes del mundo y que como   —117→   guerrero estaba a la altura de Napoleón, y que el partido colorado se llevaba todo el honor de haberlo rescatado del olvido y de haber borrado de su tumba el juicio infamante, que la falta de patriotismo del resto de los paraguayos aceptó por largos años. Sin dejarlo terminar de hablar, Ramón [...] le replicó que López fue un infeliz y un fatuo, y que los colorados se habían apropiado de su figura histórica para hacer propaganda política, como hubieran podido utilizar como emblema una cabra o un mono.


(p. 200)                


La intensidad posible con que directa o indirectamente puede influenciar el pasado histórico-político a nivel personal, se puede deducir de la reacción de Ramón en esta escena, quien en medio de la discusión sacó el revólver de la cintura diciéndole a Quiñones que si le volvía a sostener que López era un gran hombre, y a hablar mal del partido liberal, le acribillaría a balazos (p. 200).

Por otra parte, hechos histórico-políticos más recientes son los que determinan que el doctor Brítez se encuentre en Areguá (Babosa), que el coronal Balbuena (Llaga) sea perseguido en su propio país, que Gilberto Torres (Llaga) tenga que irse a la Argentina y que el doctor Gamarra o el doctor Andrada (Exiliados) estén viviendo en Posadas. La difícil situación económica en que se encuentra Gilberto Torres en La llaga primero, y después en Los exiliados, es también resultado de altibajos histórico-políticos nacionales relativamente recientes. Como vimos, Gilberto en la ficción -como muchos en la realidad del contexto referencial- pierde su puesto de profesor de dibujo por haber firmado una nota a favor de profesores y alumnos presos (Llaga, p. 46). Después se ve obligado a vivir en Posadas por haber conspirado contra el general Alsina128.

Casaccia no alude directamente a los grandes hechos o figuras históricas cuya influencia ha sido enorme en el ámbito cultural del país. Sin embargo, todas las coyunturas históricas decisivas entran de manera indirecta al discurso narrativo a través de alusiones significativas. Los personajes son lo que son o actúan como lo hacen debido, en primer lugar, a sus respectivas herencias familiares, pero también influenciados por el pasado colectivo, histórico-político. «Desde el dictador Francia hasta ahora siempre nos han estado gobernando con riendas y dándonos patadas en el culo...» (p. 226), dice un personaje de Los exiliados. Paralelamente, los diversos personajes son juzgados de acuerdo con su participación en la historia nacional o con su posición   —118→   ideológica frente a ciertas figuras históricas claves. En La llaga, la Guerra del Chaco está incorporada al texto como parte del pasado experiencial del general Alsina. En dicha guerra «su instinto le advertía por anticipado de una batalla para que ella lo encontrase en un servicio de retaguardia, o con permiso» y ahora «ese mismo instinto le sirve para sostenerse y no caer» (p. 68). En la misma novela, el doctor Rosendo Barreiro es considerado «pelotudo» y «pusilánime» (p. 69) porque «la revolución del 47 fracasó por su culpa» (p. 70).

En Hijo de hombre y Yo el Supremo el pasado histórico se integra en forma más explícita a la novela y pasa a ser parte del discurso novelesco ya sea, en el primer caso, como «historia oral» recogida, transmitida y retransmitida, o en el caso de Yo el Supremo, como «documento» incluido dentro mismo del texto. No hay momento histórico de importancia nacional que no esté incluido, cuestionado, discutido o aludido en estas dos novelas129.

El primer capítulo de Hijo de hombre empieza con una apertura hacia el pasado nacional. Se remonta a los orígenes del Paraguay independiente donde domina la figura del doctor Francia. Lo que el discurso narrativo de estas primeras páginas recobra es el recuerdo vivo que de él queda a través de la transmisión oral. La memoria colectiva está personificada en Macario Francia, ese «viejecito achicharrado, hijo de uno de los esclavos del dictador Francia» (p. 13) que aunque parecía más bien «una aparición del pasado» (p. 13), era no obstante «la memoria viviente del pueblo» (p. 15). Macario rememora y le transmite a Miguel Vera lo que recuerda de la época del doctor Francia. Miguel recoge así lo escuchado de boca de Macario y lo vuelve a transmitir al lector, quien a su vez podrá retransmitir lo leído-escuchado y mantener de esta manera viva la visión o un momento del pasado. Se trata del mecanismo de la transmisión oral que perpetúa una cierta imagen colectiva en sus líneas esenciales pero que al ir pasando de generación a generación sufre necesariamente modificaciones, deformaciones, idealizaciones, como toda transmisión basada en el recuerdo. Pero aunque lo recogido, lo perpetuado, no corresponda exactamente a la realidad pasada (tal como en su origen se diera), aunque lo que nos llega sólo sean «ecos de otros ecos. Sombras de sombras. Reflejos de reflejos. No la verdad tal vez de los hechos» (p. 16), es sin embargo «su encantamiento» (p. 16), su esencia, su impacto en la memoria colectiva. De ahí que, a un siglo de distancia temporal, Miguel Vera pueda recrear visualmente la imagen del Karaí-Guazú (= el gran señor) a medida que Macario la va rescatando del recuerdo   —119→   y se la va describiendo. Macario les contaba -a Miguel y a los otros niños del pueblo- que el Supremo «quería verlo todo [...] Los movimientos y hasta el pensamiento de sus contrarios, vendidos a los mamelucos y porteños. Conspiraban día y noche para destruirlo a él [...] Por eso él los perseguía y destruía» (p. 16). Y ellos (los niños) lo escuchaban «con escalofríos» y «veían» al doctor Francia en sus cabalgatas nocturnas recorrer solitario las calles de la ciudad:

Lo veíamos cabalgar en su paseo vespertino por las calles desiertas, entre dos piquetes armados de sables y carabinas. Montado en el cebruno sobre la silla de terciopelo carmesí con pistoleras y fustes de plata, alta la cabeza, los puños engarfiados sobre las riendas, pasaba al tranco venteando el silencio del crepúsculo bajo la sombra del enorme tricornio, todo él envuelto en la capa negra de forro colorado, de la que sólo emergían las medias blancas y los zapatos de charol con hebillas de oro, trabados en los estribos de plata. El filudo perfil de pájaro giraba de pronto hacia las puertas y ventanas atrancadas como tumbas, y entonces aun nosotros, después de un siglo, bajo las palabras del viejo, todavía nos echábamos hacia atrás para escapar de esos carbones encendidos que nos espiaban desde lo alto del caballo, entre el rumor de las armas y los herrajes.


(p. 16)                


El recuerdo del doctor Francia sigue vivo en la memoria colectiva. Se podrá negar o cuestionar la veracidad de algunos detalles, como lo hace el propio Francia convertido en narrador en Yo el Supremo (pp. 100-102), pero no así el hecho en sí, la realidad esencial perpetuada a través del tiempo. Esto se mantiene, aunque las variaciones de detalles pueden modificarse con los años. Roa, por medio de Miguel Vera (Hijo), describe cómo se verifica ese proceso aleatorio del recuerdo transmitido. Según éste, Macario, al relatar sus historias, las contaba cambiándolas «un poco cada vez. Superponía los hechos, trocaba nombres, fechas, lugares, como quizá lo esté haciendo yo ahora sin darme cuenta...» (p. 19). Pero no obstante estos pequeños cambios, lo esencial de esas historias seguía incuestionablemente real, vivo, verdadero: veintiséis años de poder absoluto, veintiséis años de temor al Supremo.

  —120→  

Acá también el pasado está presente en los objetos que de alguna manera lo contienen: está en «ese hebillón de plata» que había pertenecido al Supremo, «único despojo que había conseguido salvar» el viejo Macario de sus andanzas por la historia patria (pp. 18-19); está en un libro, en las memorias del padre Maíz en donde «intenta justificar su conducta durante la Guerra Grande, conciliando las actitudes del sacerdote y del fiscal de sangre en los campamentos de López» (p. 138), a quien lo pinta como al Cristo del pueblo paraguayo, pero también, ocasionalmente, como juez implacable; está en un vagón abandonado porque «ese vagón transportado sin rieles, hace veinte años, por Casiano Jara, el padre de Cristóbal, es el recuerdo de la otra insurrección» (p. 115). Un pasado ya más reciente, el de la Guerra del Chaco (al cual se dedican los tres capítulos finales), está contenido en otro texto, el diario de Miguel Vera (pp. 135-39) escrito durante sus nueve meses en Peña Hermosa y en el Chaco. Estos objetos son testigos presenciales de la circunstancia histórica de la que han sido rescatados y a la cual trascienden.

En el caso individual de Miguel Vera, su pasado personal se entremezcla con un pasado colectivo que lo abarca, y de esa amalgama de recuerdos y vivencias surge un texto, la novela, que al mismo tiempo que tiene a Miguel como conciencia generadora de la acción novelesca, lo proyecta, sin embargo, como atrapado en un laberinto donde tendrá que estar aunque no quiera, y del que no podrá salir aunque quiera. La textura de lo vivido o recordado está constantemente en su discurso. El «yo recuerdo» recurrente en los capítulos impares en que él se identifica como narrador, no hace más que enfatizar el «material» con que se construye la novela. «Ahora mismo, mientras escribo estos recuerdos» -nos confiesa-, «siento que a la inocencia, a los asombros de mi infancia, se mezclan mis traiciones y olvidos de hombre, las repetidas muertes de mi vida. No estoy reviviendo estos recuerdos: tal vez los estoy expiando» (p. 15). Su pasividad en cuanto guía de su propio destino, su incapacidad para decidir su suerte, pueden ser interpretadas, a nivel individual, como síntomas de una excesiva debilidad de carácter, pero a nivel colectivo, podrían ser expresión, en grado máximo, del carácter envolvente y definitorio del contexto histórico referencial. A muchos años de su primera noche en Sapukai, confiesa Miguel que dicho pueblo seguía obrando sobre él «un extraño influjo» (p. 102). Recuerda detalles, sensaciones. «Aquella noche lejana estaba viva en mí», nos dice. Fue la noche de su primera experiencia sens(sex)ual, cuando «entre la muerte y el recuerdo del horror», robó   —121→   la leche del niño enfermo que dormía apretado en los brazos de su madre que traicionaba «también a medias al marido emparedado en la cárcel» (p. 103). Ya hombre, este incidente le hace pensar que tal vez en aquel mismo momento, aunque en otro lugar, el Cristóbal Jara que ahora caminaba a su lado, quizás «buscaba entonces con sus primeros vagidos la lecha materna, mientras el cuello del padre se hinchaba en el cepo de la comisaría» (p. 103). He ahí dos hechos paralelos, aunque aislados e independientes, pero que desde la perspectiva presente parecían predestinados por una voluntad superior a unirse indefectiblemente. «A veinte años de aquella noche», reflexiona Miguel, «después de un largo rodeo, podía completar el resto de una historia que me pertenecía menos que un sueño y en la que sin embargo seguía tomando parte como en sueños» (p. 103).

Incluso quien creía hacer la historia -«Yo no escribo la historia. La hago», dice la voz del doctor Francia en Yo el Supremo (p. 210)- e hizo de su voluntad ley incuestionable, se da cuenta de que el pasado -y no necesariamente tal como se dio en la realidad sino como fue recogido e interpretado- constituye el gran problema con el cual debe enfrentarse antes de poder rectificar las malas interpretaciones de que acusa a sus detractores. «La quimera ha ocupado el lugar de mi persona [...] Tiendo a ser 'lo quimérico' [...] Eso voy siendo en la realidad y en el papel» (p. 15), le dice el dictador a su secretario Patiño. Documentos varios, algunos contradictorios, otros erróneos, intervienen en la configuración de la imagen que el presente tiene de su figura, de su gobierno y de su tiempo. Su «apología» -Yo el Supremo- no podrá ser más que una (aunque sí la única contada por el «hacedor» de esa historia) de dichas versiones. En vano tratará él de corregir lo ya escrito. Ni siquiera podrá evitar que su figura permanezca en la memoria colectiva asociada a su capa negra, sus medias blancas y sus zapatos de charol con hebillas de oro, aunque él niegue que fueran de oro. «Todos se fijan embrujados en las inexistentes hebillas de oro, que apenas fueron de plata» (p. 102), le comenta a Patiño. Muy grande es el influjo del pasado para que una sola voz -por muy suprema que sea- y una sola versión -por correcta que pretenda ser- puedan corregir o suprimir las opuestas. Inexistentes o no, las hebillas que adornaban los zapatos del Supremo permanecerán «de oro» en la memoria del pueblo.

Como en Hijo de hombre, la textura misma del relato denuncia el dominio del pasado. Es la memoria del Supremo la que hace y deshace el texto. Notemos, al respecto, que en las primeras cinco páginas, la   —122→   palabra «memoria» -sin contar sus derivados y compuestos- está repetida veintidós veces. Y como en Hijo de hombre, acá también el narrador transita por el pasado, lo revive, guiado por el marco mental del «yo recuerdo». En cuanto al contenido histórico, mientras en Hijo de hombre el núcleo predominante corresponde a este siglo -la Guerra del Chaco- y hacia allí convergen los demás motivos temáticos, en Yo el Supremo sobresale el de la dictadura de Francia, a principios del siglo pasado. Todo lo demás -incluso la proyección al presente novelesco y al del lector- tiende hacia dicho entorno temporal-histórico y desde allí avanza dialécticamente hacia el futuro.




ArribaAbajoLa problemática nacional presente: Rescate de una realidad camuflada

«¿Vos vas a creer lo que dicen los diarios?», comenta un personaje de Los exiliados (p. 222), cuestionando con esa pregunta, en primer lugar, la seriedad de un suelto periodístico, y en último término la posibilidad misma de obtener información correcta y objetiva sobre determinados asuntos o problemas nacionales en un medio donde la prensa está, en su mayor parte, regimentada. De los varios periódicos que llegan al público, ninguno infunde confianza, ya que «unos, vendidos al Gobierno, y otros, cagados de miedo, publican lo que les ordenan desde el Ministerio del Interior» (p. 222). Hay en esto una significativa similitud con la situación de la narrativa paraguaya intrafronteras. No se trata aquí de establecer paralelos específicos entre el periodismo y la literatura, ni de enjuiciar éticamente la producción periodística o literaria de dentro del país. Sólo tomamos el ejemplo del periodismo como caso análogo al de la literatura, en cuanto el contexto circunstancial -la censura interna- en ambos casos determina, o por lo menos influye de manera decisiva en el contenido de dichos productos. A las omisiones o falseamientos periodísticos (deliberados o no) del material informativo, frecuente en los países de gobiernos totalitarios, corresponden también las omisiones obligadas de los núcleos temáticos que implican denuncia, directa o indirecta -como sucede con el tema de la dictadura-, por parte de los escritores que permanecen dentro del país.

La narrativa escrita en el exilio se nutre, temáticamente, de la realidad paraguaya actual y, en el proceso de transposición literaria,   —123→   rectifica la imagen falsa -o por lo menos incompleta- predominante intrafronteras para la promoción interna e internacional del régimen dictatorial presente. Los escritores exiliados rescatan la otra cara de la moneda, la realidad invisible, escondida o camuflada, y hasta olvidada, por no corresponder a los patrones idealizados que constituyen herencia, hoy día ya indeseable, de una tradición romántica hace tiempo superada en el mundo de las letras. Recobrar el presente nacional y sus muchas fases problemáticas tiende a ser, de manera consciente o inconsciente por parte de sus autores, uno de los objetivos básicos de la novela paraguaya del exilio. Entre aquéllos, los problemas relacionados con la dictadura acusan prioridad en el escenario nacional, y, consecuentemente, en la narrativa.

Roa Bastos cree que los conflictos existenciales del Paraguay contemporáneo constituyen, en alto grado, problemas «de tipo histórico»130. De ahí su tendencia a aproximarse al «ser» y al «existir» de su patria por medio de metáforas históricas. En Hijo de hombre, la insurrección de 1912 -recuperación novelística de un año trágico para el país, pródigo en funestos y amargos enfrentamientos bélicos131- proyecta, desde los hechos históricos evocados, toda una serie de insurrecciones similares posteriores. Aquélla se convierte en un símbolo de un mecanismo histórico-político repetitivo: el de la militancia y la represión, traducidos en el deseo de cambio social vis-a-vis las fuerzas que lo dificultan. En Yo el Supremo la dictadura del doctor José Gaspar Rodríguez de Francia llega a convertirse en la gran metáfora nacional. Sus veintiséis años de gobierno proyectan el siglo y medio del Paraguay independiente y contienen -a través de sus prospecciones y anacronías, que son parte del discurso narrativo- incluso la dictadura actual que, aunque parezca mentira, tiene hoy día más de treinta años de existencia.

Gabriel Casaccia, por su parte, parece pensar que la problemática del ser paraguayo tiene raíces en el propio ser, en su herencia étnica, origen éste de proyecciones sicológicas más difíciles de «curar». De ahí su pesimismo esencial sobre una solución futura a dicha problemática. Según este escritor, el «indio» que cada paraguayo lleva en sí es el causante de su eterna condición de esclavo; y esa misma parte «india» es la que lo lleva a aceptar resignadamente su suerte y a perpetuar, por lo tanto, el estado de injusticia social del que, por su innata mansedumbre, no podrá escapar jamás. Señala una de sus criaturas, en Los exiliados, que «esa parte de indio que tenemos nos ha hecho obedientes y respetuosos a las órdenes y al látigo» (p. 266), y comenta, enseguida   —124→   : «Siempre nos han estado mandando dictadores y tiranuelos, y nosotros, como 'güeyes', mansamente agachamos la cabeza y arrastramos la carreta, desde donde nos picanean» (p. 266).

Aunque Roa Bastos y Casaccia difieran en su interpretación de las causas básicas de los problemas nacionales, ambos coinciden en que la dictadura constituye hoy día el problema más grave con que se enfrenta el Paraguay. Sus obras así lo atestiguan, como también lo corroboran las de otros compatriotas y colegas en el quehacer literario -Rubén Bareiro Saguier, Lincoln Silva, Rodrigo Díaz-Pérez, Hugo Rodríguez-Alcalá, etc.-, cuyas narraciones han sido concebidas y/o publicadas en el extranjero. El tema de la dictadura se ha incorporado a la ficción del exilio y ha pasado a constituir uno de sus motivos característicos y recurrentes. Creemos que, para nuestro propósito, un ordenamiento cronológico de las cinco novelas escogidas no sólo puede lograr destacar la íntima relación «realidad histórica-recuperación artística» existente entre estas narraciones, sino que también tiene validez crítica debido a que el proceso de desarrollo del tema en la ficción es en estas obras generalmente homologable al de su referente real: la dictadura imperante. De allí que hayamos optado por comentar dichos textos según las fechas en que han sido publicados y dentro del contexto histórico-político pertinente para cada caso.

Cuando en 1952 aparece La Babosa, la dictadura actual todavía no existía, pero ya se la podía vislumbrar en la inestabilidad política y en la corrupción generalizada vigentes en la realidad del referente, transpuesta o parcialmente recobrada en esta novela. Hijo de hombre sale en 1960, a sólo cinco años del establecimiento de la actual dictadura del general Alfredo Stroessner. No obstante la brevedad del plazo y a pesar de que en esta primera novela de Roa el tiempo de lo narrado no va más allá de 1947, la represión y el control totalitario del régimen presente están contenidos en aquella otra dictadura, la del doctor Francia (1814-40), que sirve de marco referencial de apertura a la obra. La llaga (1963) y Los exiliados (1966), respectivamente, captan a la dictadura ya establecida, después de ocho y once años de existencia (real) y en plena época de política dictatorial abierta: represión, persecuciones, torturas, confinamientos y destierros en masa. Es así como la recuperan estas dos novelas. Cuando en 1974 se publica Yo el Supremo, ya la dictadura de Stroessner estaba terminando su segunda década de existencia. Para quien como Roa encuentra que la problemática paraguaya es de origen histórico, nada más lógico que escarbar en el pasado nacional para buscar allí una posible explicación   —125→   del «hoy». Al hacerlo, de pronto el presente se vislumbra con nitidez, contenido ya en los mismos orígenes del Paraguay independiente. Yo el Supremo establece un nuevo sentido -de alcance histórico- a la idea de que el hombre ha sido hecho a imagen y semejanza de su creador. El marco dictatorial es perfecto: a aquella dictadura sigue ésta. Y entre las dos engloban el resto de la historia paraguaya.

Al llegar a la última página de La Babosa, el lector se encuentra con un dato temporal específico -pero de considerable importancia textual- que apunta hacia un par de relaciones significativas: a) la correspondiente a la distancia en años que media entre el presente del narrador-autor y el tiempo de lo narrado, y b) la establecida entre «mundo imaginario» y «mundo referencial» o consabida relación entre literatura y sociedad. Leemos, en el último párrafo de la novela:

Doña Ángela [...] todavía vive en Areguá en este año de mil novecientos cincuenta y uno, y en la misma casa con techo de pizarra, que aún tiene el pararrayo que tanto asustaba al doctor Brítez en los días de tormenta. Hoy doña Ángela cuenta setenta y cinco años, pero continúa igual, flaca y envarada, como si en todos estos años el tiempo se hubiese detenido en su rostro seco y color de ceniza...


(p. 321)                


Si recordamos que la novela se publica en 1952, podemos deducir que la fecha inserta en ese último párrafo -1951- corresponde, probablemente, a la fecha real de elaboración -o quizás de conclusión- de la obra. Dicho dato temporal cumple un doble propósito: el de introducir en la ficción el tiempo real del proceso de la escritura132, y el de establecer la relación narrador (o voz narrativa) = Casaccia, al incorporarlo a éste en el texto en su calidad de narrador-testigo. El sentimiento de «confianza» creado de esta manera ayuda si no al «realismo» de la obra, sí a su «credibilidad» por parte del lector. Por otro lado, resulta obvio que el último párrafo constituye un salto temporal de varios años con respecto al resto de la narración. Se nos cuenta allí que doña Ángela tiene ahora setenta y cinco años y se alude al tiempo transcurrido entre el presente -1951- y lo narrado en términos de «todos estos años». Ubicar cronológicamente el entorno de lo narrador, de ese «mundo imaginario», es ubicar su referente real, su «mundo referencial», ya que ambos, en la geografía casacciana, son mundos o realidades homologables. Con esto en mente, podemos situar la acción de lo narrado a principios de la década del cuarenta y deducir que   —126→   median de 8 a 10 años entre los hechos narrados en la novela y ese «ahora» explícito en su párrafo final. En efecto, la inestabilidad y el fanatismo políticos de la realidad transpuesta a la ficción -y que eventualmente desembocan en la Guerra Civil de 1947- también apuntan hacia esos mismos años.

Para el Paraguay, los años cuarenta constituyen, en todo sentido, una década trágica y difícil. Ésta se inicia con un golpe de estado y se cierra con una guerra civil fratricida que culmina con un éxodo masivo.

Alrededor de esos años traumáticos se ubica la novela. En ésta, el exilio y la vuelta «condicional» del doctor Brítez (pp. 58-59), la renuncia de los dos ministros y la subida de Marty (p. 77), son hechos que aluden a la inestabilidad política de esos años. Igualmente, la depresión anímica generada como consecuencia de la guerra entre hermanos se traduce en ese hondo pesimismo que irradia toda la obra y que hace que se llegue a creer que «el único sentimiento verdaderamente humano y sincero es el odio» (p. 274).

La Babosa capta la atmósfera de corrupción y deshonestidad que afecta a todo el aparato administrativo de esos años. Aquélla alcanza tanto a los simples empleaditos públicos como a los más importantes ministros de gobierno. Si moralmente ambos grupos merecen el mismo repudio, la estrechez económica de los primeros casi los obliga a recurrir al fraude para seguir viviendo. No es tal la situación de los últimos, y es hacia ellos donde recae la denuncia de la obra. El lector llega a justificar el delito de los policías cuando simulan ignorar la existencia (ilegal) de la «casa de juego que funcionaba [...] en la calle Perú» (p. 89) en base a lo miserable de sus sueldos. Por otra parte, la corrupción a gran escala está más arriba y la política parece ser su campo más apropiado. «Tendré que hacerme de un lugar en la política y luego complicarme en algún chantaje» -piensa Ramón-, «porque en este país no hay otra forma de ganar dinero rápido» (p. 16). Lo prueba el caso de Marty, «un tipejo inculto [...] que, por vaivenes de la política, llega a un cargo de relativa importancia, se llena de aire, se hincha y busca de pisotearte» (p. 77).

Eacute;sa es la situación política de corrupción generalizada de esa trágica década que aparece tan crudamente retratada en la novela de Casaccia y cuyas lamentables consecuencias aún las sentimos. A su prolongado alcance parecen referirse las últimas palabras del narrador-testigo cuando ya desde el umbral de una nueva década mira hacia el pasado, proyectándolo al futuro, y allí divisa a doña Ángela, símbolo   —127→   de la década anterior, igual que antes, igual que siempre... «El único cambio que se advierte en ella es que desde la muerte de su hermana, ha mudado su vestido de sarga color verde botella por uno de luto riguroso» (p. 321). La principal herencia que ha dejado una década tan llena de sangre entre hermanos es justamente el luto por los que han muerto y el llanto por los que se han ido.

Los años cincuenta sólo agregarán dolor al pueblo paraguayo. Quizás los dos hechos de mayor trascendencia histórico-político-cultural de este período son, en primer lugar, el encumbramiento definitivo del general Stroessner en 1955, a través de quien culmina y se afianza en el gobierno la preponderancia militar. Y en segundo lugar está el levantamiento obrero de agosto de 1958, uno de los más grandes que registra la historia paraguaya. Miles de trabajadores fueron apresados y torturados. A partir de esa fecha la represión se ahonda dentro del país y la ensañada persecución alcanza incluso a quienes están fuera. Tenemos aquí dos datos importantes del contexto real que, de manera consciente o inconsciente, se filtran en la narrativa escrita a fines de esa década y a principios de la siguiente, ya que el hecho cultural es necesariamente posterior al histórico-político o social que lo inspira.

Hijo de hombre adquiere una nueva dimensión semántica si nos acercamos a su lectura desde la fecha de su elaboración, y tenemos en cuenta para su análisis, además del contexto histórico-político al que apunta el texto (la década del cuarenta), el del entorno temporal de su producción. Resulta entonces casi natural que, viendo a su país dominado por una nueva dictadura y a poco de ser reprimido un levantamiento obrero, le venga a la memoria -de quien ha elegido al Paraguay como tema narrativo- el recuerdo de otra dictadura y de otros levantamientos obreros anteriores, imponiéndosele temática y estructuralmente. Sólo han cambiado nombres y fechas: la sombra de la dictadura del doctor Francia ha encontrado una nueva reencarnación en la actual y el deseo de justicia social implícito en las sublevaciones de 1912 -correlato histórico de «la insurrección del año 12» en la novela de Roa- había vuelto a rebrotar y acababa de ser reprimido una vez más.

El tema de la dictadura entra aquí, por consiguiente, como dato histórico necesario dentro de la visión totalizante y diacrónica que se hace en la novela del derrotero histórico nacional. Sin embargo, los veintiséis años de la dictadura de Francia han predeterminado la vida nacional futura; de allí que las cuatro páginas que en el primer   —128→   capítulo (pp. 15-19) los recogen, vayan a marcar también, de manera homóloga, todo el resto de la novela. Después de un siglo de la muerte de Francia, Miguel recuerda que cuando él y sus amigos escuchaban al viejo Macario, la figura del Supremo se recortaba imponente ante ellos «contra un fondo de cielos y noches, vigilando el país con el rigor implacable de su voluntad y su poder omnímodo como el destino» (p. 16). Aquella dictadura ha dejado una herencia triste para el futuro: un sentimiento de impotencia básica para cambiar tanto el destino individual como el nacional. Nada más lamentable para los herederos de quien castigaba de manera implacable «la más mínima mota de rebeldía» (p. 17) y de cuyo control absoluto no escapaba nadie, ni el peor enemigo ni el más fiel de sus sirvientes (p. 17). Sus métodos -la represión, la persecución, el confinamiento y el exilio- todavía siguen vigentes.

En la década del sesenta aparecen La llaga y Los exiliados, dos obras que forman entre sí una secuencia coherente y constituyen un mundo ficticio en todo homologable a su correlato real, el Paraguay de esos años, de dentro y del exilio. En el panorama nacional, los años sesenta corresponden a los del afianzamiento de la dictadura actual. Se solidifica el mecanismo represivo y continúa la emigración masiva ya iniciada mucho antes, a partir de la Guerra Civil de 1947. Son también años -especialmente durante la primera mitad- de rebeldía militante. Abundan las guerrillas que serán una y otra vez masacradas por el régimen. Crece la población del exilio y crece también, por parte de este grupo, el sentimiento de orfandad, de alienación, de pesimismo. Ése es el mundo brillantemente captado en ambas novelas de Casaccia. Mientras La llaga presenta, cuestiona, disecciona y mira desde varios ángulos la actividad guerrillera dentro del contexto temporal escogido, Los exiliados hace otro tanto con respecto al cotidiano existir de la población de exiliados en Posadas.

En La llaga se establece el escenario político-gubernamental que servirá de fondo a la acción de esta novela (como también a la de Los exiliados). Allí está la dictadura del «general Raimundo Alsina, quien desde hacía diez años, arbitrariamente y con mano de hierro, gobernaba el país, acompañado por un grupo de militares obsecuentes» (p. 55). Y allí está su reino de terror y miedo canalizado a través de ese Departamento de Investigaciones donde «residía toda la fuerza tenebrosa y omnipotente del general Raimundo Alsina» (p. 171). Si el dictador Francia «dormía con un ojo abierto» (Hijo, p. 16) para que nadie lo pudiese engañar y para controlar personalmente a sus «dominados»,   —129→   en el Paraguay del general Alsina «nadie daba un paso, nadie hablaba, nadie pensaba sin que de inmediato lo enfocase y analizase aquel ojo invisible e implacable [Departamento de Investigaciones] que, como el de Dios, atravesaba muros y llegaba a los rincones más ocultos y lejanos» (pp. 171-72). La persecución y la represión se llevan a cabo con la crueldad e inhumanidad concebibles sólo en el elemento policíaco que sirve al dictador, «esos policías del general Alsina, siniestros y sin ley, reclutados entre antiguos delincuentes y otros deshechos sociales» (p. 151). Resulta claro entonces que los personajes de este mundo se mueven bajo un gobierno dictatorial, absoluto y arbitrario, como lo hacen los del mundo real que corresponden al contexto histórico de gestación y escritura de la obra.

A pesar de dicho control policíaco, y seguramente debido a la arbitrariedad represiva, nace y se extiende la actividad guerrillera. La conspiración que se llevaba a cabo en casa del doctor Alejo Osuna con el objeto de derrocar al general Alsina por medio de una revolución armada resume y recobra, a nivel ficticio, una serie de movimientos guerrilleros que tuvieron lugar en el Paraguay a principios de los años sesenta. En la realidad del referente se temía la irrupción guerrillera en cualquier momento. Esta situación es la captada en la novela en torno al caso específico del coronel Balbuena (p. 83). En la ficción, como en la realidad, la represión termina con la conspiración. Ésta es denunciada y a la denuncia siguen los arrestos, las torturas, los destierros. Recordemos que en La llaga la víctima es Gilberto Torres, quien luego de apresado y desterrado, pasa a integrar el mundo de la próxima obra de Casaccia.

A sólo tres años de la publicación de La llaga sale a luz Los exiliados, novela con escenario en Posadas, ciudad argentina fronteriza y uno de los puntos de concentración de los paraguayos exiliados. Para los habitantes de este espacio novelesco ha transcurrido una década más de dictadura. Ahora hace veinte años que el general Alsina está en el poder. Entre los exiliados en Posadas hay gente que había emigrado en aquella época -como el doctor Gamarra, protagonista principal de la obra, y su familia- y otros que habían ido saliendo después, por razones políticas o económicas diversas o a consecuencia de golpes fallidos, como sucedió con Gilberto Torres.

Por una parte, Los exiliados sirve de eco a los sucesos de La llaga: se comenta y discute en aquélla la actuación de varios personajes de ésta. Por ejemplo, se cuestiona la culpabilidad o inocencia de Torres en el fracaso guerrillero, y se expresan las varias versiones del final de   —130→   Atilio (¿suicidio o asesinato político?), quien denunciara la conspiración en La llaga. Por otra, Los exiliados presenta un mundo similar y complementario al de la novela anterior. Varios de los habitantes de La llaga vuelven a reaparecer entre los exiliados en Posadas. Y la militancia revolucionaria va dirigida, desde ambos lados de la frontera, contra el gobierno del general Alsina. Como en el caso del complot fracasado que encontramos en La llaga, el «armamento para los guerrilleros, [...] que había sido transportado durante varios meses por la noche desde la costa argentina» (p. 221), y del que se habla en Los exiliados, también recupera, en la ficción, el contexto político real de esos años de efervescencia guerrillera.

La persecución del general Alsina no respeta fronteras internacionales. Su sistema de control es tal que «no hay complot que preparemos aquí [Posadas] que no se conozca al minuto en Asunción...» (pp. 220-21). De ahí que aquél envíe al propio Jefe de Investigaciones, primero a Encarnación y luego a Posadas, con el propósito de «investigar y desbaratar el plan de los exiliados de invadir con guerrilleros la frontera» (p. 220). Logra su cometido y dicho éxito corresponde, naturalmente, al fracaso de las guerrillas de esos años.

En 1973 se firma el famoso tratado de Itaipú -entre Paraguay y Brasil- que provee la construcción de la represa hidroeléctrica «más grande del mundo» y cuyo aprovechamiento a corto y a largo plazo sólo beneficiaría el secular deseo expansionista del imperialismo brasileño en detrimento de la soberanía nacional y económica paraguaya133. Como diría el Supremo, la formulación de este proyecto constituye un trato de verdaderos bandidescos bandeirantes, de «insaciables agarradores de lo ajeno» (p. 85). En efecto, Yo el Supremo recoge en su discurso la controversia generada en torno a los términos de dicho tratado y hace que el mismo doctor Francia, defensor tenaz de la soberanía de su país, ubique el presente documento dentro de un contexto histórico, invariable e inconfundible, de agresiones imperialistas que ha sufrido el Paraguay desde sus orígenes (pp. 118-121; 253-256). Entre ellas, el imperialismo británico tuvo un papel decisivo en la firma del tratado secreto de la Triple Alianza que llevó al desastre de la Guerra Grande (1865-70); intereses petroleros norteamericanos, por otra parte, gravitaron enormemente en el conflicto paraguayo-boliviano que también desembocó en otra guerra internacional (la del Chaco en 1932); y actualmente, el imperialismo brasileño, parafraseando al Supremo, prácticamente se está tragando al Paraguay igual que a un manso cordero (p. 85). Dentro de esa perspectiva   —131→   histórica, el discurso de Francia constituye al mismo tiempo una apología de su dictadura y una condena de la política entreguista, antipatriótica, de la actual.

En esta novela el tema de la dictadura domina todo el Texto134. Es, por otra parte, la única obra -de las cinco estudiantes- en donde la presencia física del dictador se manifiesta en la ficción. Si en Hijo de hombre la dictadura alcanza el presente a través del recuerdo, y tanto en La llaga como en Los exiliados aquélla está implícita en la arbitrariedad represiva recreada en sus páginas, en Yo el Supremo el dictador en persona está presente en su calidad de generador-comentarista del Texto. Sin embargo, la objetividad y verosimilitud ganadas con esta perspectiva narrativa, la dimensión humana que cobra la figura de Francia, la comprensión de sus móviles e intenciones por parte del lector, no impiden el juicio condenatorio del compilador-autor que lo juzga desde una perspectiva histórica y lo hace responsable de la situación del Paraguay contemporáneo. Así, cuando aquél expresa el deseo de no querer asistir al derrumbe total de su nación, le responde la voz reprobatoria del compilador:

Dices que no quieres asistir al desastre de tu Patria, que tú mismo le has preparado. Morirás antes [...] Creíste que la Patria que ayudaste a nacer, que la Revolución que salió armada de tu cráneo, empezaban-acababan en ti [...] Te alucinaste y alucinaste a los demás fabulando que tu poder era absoluto. [...] Te convertiste para la gente-muchedumbre en una Gran Obscuridad; en el gran Don-Amo que exige la docilidad a cambio del estómago lleno y la cabeza vacía [...] Un siglo atrás, la Revolución Comunera se perdió cuando el poder del pueblo fue traicionado por los patricios de la capital. [...] Leíste mal la voluntad del Común y en consecuencia obraste mal; [...] la verdadera Revolución no devora a sus hijos. Únicamente a sus bastardos; a los que no son capaces de llevarla hasta sus últimas consecuencias [...] Tú vacilaste. Estás igualmente condenado [...] Para ti no hay escape posible. A los otros se los comerá el olvido. Tú, ex Supremo, eres quien debe dar cuenta de todo y pagar hasta el último cuadrante...


(pp. 454-455)                


  —132→  

Es obvio que para esta voz acusadora la proyección histórica de la dictadura de Francia -y el peso que en el presente nacional aún ejerce aquélla- elimina, o por lo menos disminuye, el alcance apologético y personal que adquiere el Texto escrito desde la perspectiva del Supremo.

La obra constituye un cuestionamiento profundo de la dictadura en sí, y no sólo de la del doctor Francia en particular. La autodefensa que hace el Supremo de su gobierno no constituye más que un elemento a favor de la «víctima» que es la «dictadura» misma en este gran proceso a-través-del-tiempo que a ella le hace la historia desde las páginas de Yo el Supremo. Los varios textos que componen la novela reúnen todas las partes necesarias para el proceso. Por un lado tenemos la víctima; por otro, los elementos a favor y las pruebas en contra. Del lado de la defensa está la apología de Francia, su dictadura vista como una necesidad histórica para la defensa de la soberanía nacional (p. 320). Del lado acusador están los abusos de aquélla, los apresamientos y persecuciones políticas, el penal de Tevegó, etc. En cuanto a un veredicto final, si bien el compilador-autor nos adelanta el suyo con respecto al gobierno de Francia (pp. 454-55), es el lector quien, convertido en juez, deberá -en último término- justificar y, por lo tanto, absolver los abusos dictatoriales o repudiarlos y, consecuentemente, condenar la existencia misma de la(s) dictadura(s) que los origina(n) y practica(n).

El análisis de esta triple temática recurrente en las novelas en estudio, descubre una posición ideológica y una actitud literaria semejantes y complementarias por parte de Roa Bastos y de Casaccia. Para ambos, el compromiso con la realidad paraguaya -con el presente y el futuro nacionales- es cuestión indiscutible y sobresale en todas sus obras. Si bien el tratamiento particular de cada uno de estos temas en las novelas escogidas revela una serie de matices diferenciales, tanto uno como otro escritor responden a una ideología básicamente humanista, a la que se agrega una indagación histórico-política en el caso de Roa Bastos, y otra de carácter sicológico-social en el de Casaccia. Para éste, la realidad observada -y transpuesta a su ficción- constituye una situación de hecho y hay que sufrirla y aceptarla. Sólo así se está dentro de la realidad y desde allí podría encontrársele, tarde o temprano, alguna salida viable. «Hay que ponerse dentro de la realidad» -dice alguien en Los exiliados- «y comprender que los tiempos han cambiado» (p. 93). Roa, por su parte, ve la situación actual como parte de una realidad en movimiento, que hay que conocer   —133→   para cambiar. Y el lector debe reconocer en los varios «Cristos» que pueblan sus obras la encarnación de la voluntad del pueblo por mejorar, cambiar paulatinamente esa realidad.

El pesimismo aparente en las novelas de Casaccia traduce, no obstante, un íntimo deseo de hermandad entre su gente. Y la solidaridad desinteresada de tantos personajes roabastianos más parece expresar los anhelos íntimos de su autor que características dilucidables en la realidad del referente. La denuncia está presente en ambos escritores, pero ni uno ni otro aconsejan la vía violenta. Por el contrario, Casaccia la condena al dejar al descubierto los intereses personales ocultos detrás de los comprometidos en el golpe fallido en La llaga, y al señalar el móvil de venganza personal, en nada compatible con un acto de solidaridad humana, que concluyó en el asesinato de Cáceres en Los exiliados. De manera similar, Roa Bastos denuncia una estructura económico-política injusta, pero quiere encontrar la solución por medios pacíficos. Sostiene él que «el pueblo paraguayo debe recomenzar la tarea de su liberación [...] ahorrando la sangre que era el combustible de las viejas revoluciones...»135. Observa en Hijo de hombre que no se pueden solucionar los problemas por medio de las balas, ya que una de ellas bien podría ir contra el propio padre (p. 118). Más vale meter «bala en el estero» o disparar «todos los tiros hacia arriba» (p. 118) que matar inútilmente a un hermano. Es la solidaridad y no el aislamiento o los odios entre hermanos lo que en última instancia traerá el cambio deseado.

Si bien la crítica y la denuncia van a menudo acompañadas de un profundo pesimismo en uno y de un optimismo básico en el otro, tanto Casaccia como Roa sueñan con un Paraguay muy diferente al actual, quizás ya vislumbrado -o parcialmente realizado- en una época anterior. Es irónico observar al respecto que, aunque Roa condene la dictadura de Francia, parecería que encuentra el paraíso perdido en ese Paraguay autosuficiente logrado bajo su gobierno. A través de la voz del mandatario paraguayo en Yo el Supremo, es también la del compilador-autor la que escuchamos en una pequeña lección informativa:

Aquí en el Paraguay, antes de la Dictadura Perpetua, estábamos llenos de escribientes, de doctores, de hombres cultos, no de cultivadores, agricultores, hombres trabajadores, como debiera ser y ahora lo es [...] Aquí es más útil plantar mandioca o maíz, que entintar papeluchos   —134→   sediciosos; más oportuno desbichar animales atacados por la garrapata, que garrapatear panfletos contra el decoro de la Patria...


(p. 38)                


Lo que el país necesita, hoy como ayer, son «buenos aradores, carpidores, peones, en las chacras, en las estancias patrias...» (p. 30). En fin, gente que trabaje la tierra y aproveche de ella todo cuanto pueda darle para el engrandecimiento y progreso nacionales. Casaccia también tiene un sueño similar. En su narrativa se nos habla de la necesidad del autoabastecimiento como requisito previo al logro de una independencia básica. «El hombre debe bastarse a sí mismo. Depender lo menos posible de los demás», dice uno de sus personajes y comenta, como también lo hiciera el Supremo, que «lo que este país necesita son artesanos...» (La Babosa, p. 262). A pesar de que ni Roa ni Casaccia predican la abolición de la propiedad privada, ambos recobran -e implícitamente denuncian- en sus obras las injusticias sociales, la explotación de los trabajadores, las luchas fratricidas, la violencia inútil y, repetidamente en estas cinco novelas, la represión y los abusos de los gobiernos dictatoriales.

Si fuéramos a investigar el porqué de la recurrencia de estos tres temas -el exilio, la problemática nacional (id est, la realidad de la dictadura) y la obsesión por el pasado-, y no otros, en esta novelística, nos encontraríamos con que los dos primeros responden a un deseo consciente por parte de ambos escritores de elaborarlos temáticamente. Por otra parte, creemos que aunque no existiera tal intención, el exilio y la dictadura -que constituyen constantes en el contexto circunstancial y vivencial que rodea al escritor exiliado- llegarían a la ficción, aunque fuera de modo inconsciente, bien sea canalizados temática o estructuralmente, o a ambos niveles, si las otras coordenadas (literarias y extraliterarias) que influyen el producto final así lo permitiesen.

En cuanto al tema del pasado, éste se impone como una necesidad metodológica en el caso de Roa y técnica en el de Casaccia. Dentro de la perspectiva histórica que domina las dos novelas de Roa, no se puede concebir el presente -ni personal ni colectivo- aislado u omiso de su pasado. Para Casaccia, éste constituye el área de acción del escritor. Es en dicho pasado donde se debe buscar el material de trabajo. En La Babosa nos da -por boca de Ramón- lo que podría llamarse su posición literaria con respecto a la relación escritor-escritura. Leemos allí que «un escritor, pasados los treinta años, debe   —135→   dejar de mirar a su alrededor y sentarse a escribir los otros treinta restantes aquello que ha observado en los primeros treinta» (p. 97). Es muy probable, entonces, que el dominio que ejerce el pasado en la novelística de Casaccia responda, por lo menos parcialmente, a esta convicción más de una vez expresada por el propio escritor.





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