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ArribaAbajo- VI -

Rompí la nema y devoré las líneas siguientes, de letra menudita, redonda y cerrada como las planas de Torío.

«J. M. J.

Mi querido Pascual: Dios se lo pague a la madre Serafina de la Enseñanza, por haberme amaestrado en formar estos palotes, que hoy me sirven para comunicarme contigo. Ante todo, te pido perdón por mi necedad en reírme de tus temores con respecto a don Víctor: bien sabe Dios que pensé que eran todas bobadas y figuraciones de doña Verónica, y ahora conozco que no se puede decir nunca de esta agua no beberé. El padre de don Víctor ha escrito al tío pidiéndome formalmente en matrimonio para su hijo. Sólo a un señorito mimado como D. Víctor se le ofrece encapricharse por una muchacha tan inferior a su clase como yo: y el padre debe de ser bien débil. En sustancia, él me pide, y ya puedes colegir cómo estará mamá desde tal acontecimiento. Hace extremos, baila, canta, se lo cuenta en confianza a todas las vecinas, que me saca los colores. ¿Te acuerdas de aquellas tonterías que ideabas tú, cuando te empeñabas en que yo había de vestir seda, y raso y no sé qué más? Pues mi madre está a todas horas con esa manía. Pero lo peor, Pascual, es que también el tío esta satisfecho, porque el pobre quiere mi bien y piensa que me cayó un fortunón. Pascual, Pascual, aconséjame. A mí por fuerza no me han de casar; a nadie se le hace hoy en día eso, y si yo digo siempre que no, gano la batalla. Pero me duele disgustar a mi tío, a quien debo cuanto soy, que me sacó de pobre aldeana, y me amparó desde pequeñita, y que hoy pasa también sus apurillos, porque el Gobierno no paga a los que no juran. De mi madre no me da tanto cuidado, que a ésa las rabias no le pasan de la garganta.

¡Si pudiera hablarte un ratito! Ya que no es posible, contéstame, metiendo la carta en la capa. Sabes que te estima y quiere de veras. Pastora».

«P D. Oí decir que eras un sabio y un chico notabilísimo: eso anda muy corrido. Supongo que algún chusco de tus compañeros será el que haya inventado, sin permiso tuyo, esa broma, porque a ti no te tengo por tan farsante».

Cómo tornaría a mi albergue, piénselo el lector. La incertidumbre, la cólera, el despecho, ocupaban mi ánimo por igual. Subí a mi habitación, tomé papel y pluma, y con furibundos rasgos y numerosos borrones y tachaduras, garrapateé este despótico billete:

«Querida Pastora: No sé a qué viene esa hipocresía de pedirme consejo. Aconséjate de tu cariño, si es que me profesas el que dices; y de tu palabra, si la sabes guardar. No puede decirte otra cosa Pascual».

Eché arenillas, cerré, lacré, puse la carta en el bolsillo, y tomando otra vez capa y sombrero me dispuse a volver con cualquier pretexto a casa de don Vicente. Mas al asomarme a la escalera, un bulto negro se interpuso, y dos brazos me interceptaron el paso.

-¡Sttttt! ¿Adónde tan deprisa, señor don Pascual? -dijo la voz afable de don Nemesio Angulo-; entre usted en mi cuarto, si no es urgente lo que va a hacer; tengo que hablarle.

-Pase usted al mío, si gusta, y tome asiento -le repliqué mandándole en mis adentros al diablo.

-Mire usted, Pascual -empezó don Nemesio con mucha solemnidad-, yo vengo a dar un paso que usted calificará como guste; pero que considero no debo omitir. Nadie podrá acusarme nunca de un proceder torcido o de una falta de consecuencia para con mis amigos, entre los cuales se cuenta usted.

-Usted dirá... -respondí sin saber qué opinar de aquel introito.

-Amiguito, yo no sé si le voy a dar a usted una mala noticia; pero es probable que ya esté al tanto de lo que ocurre. Don Víctor...

-Ha pedido a Pastora -exclamé con ímpetu.

-Ya me figuraba yo que usted lo sabría. Ella se lo habrá dicho. Sí, amigo mío, usted estará admirado, y yo también. Lo que sucede, lo que sucede. Emprende un señorito, así... que no tiene muchas ocupaciones... el rondar una niña de pocas ínfulas; cree que todo van a ser mieles; se encuentra con la horma de su zapato, con una muchacha educada religiosamente y en los más sanos principios como es Pastora, aunque yo decirlo no deba; le recibe ella con dignidad y recato, se pica él de amor propio, comienza a mirarla con ojos muy distintos, y acaba por prendarse de veras. Así le pasó a nuestro vecino.

-¡Pues apenas hacía tiempo que ese mono no importunaba a Pastora! Ella se creía libre de tal botarate.

-Justo, justo; desde que la niña le puso las peras a cuarto. Nadie hay sin algún defectillo; todos los tenemos, que lo sepamos o no, y el de don Víctor consiste en un si es no es de orgullo; pero ya ve usted, tiene en qué fundarlo. Como Pastora le dio tan redondo desaire, él dijo: ¿sí?, pues de un modo o de otro me has de pertenecer; nadie rehúsa a Víctor de la Formoseda. Empezó a escribir a su padre cartas y más cartas, y por último, hasta hizo allá un viajecito. El padre ¡ya se ve!, no tiene más hilo que ese; deseará conocer un nietezuelo que perpetúe su antiguo apellido; le pintarían las perfecciones de la muchacha... En fin, que el pobre señor vino en todo cuanto quiso el chico. Ha escrito la carta pidiendo a Pastora.

-Ya lo sé -dije mostrando con ademán hosco lo poco grata que me era la narración.

-Sí; pero esto viene a cuento de que... yo he recibido dos comisiones, que en manera alguna quiero desempeñar a hurto de usted, Pascual. Nemesio Angulo gusta de ser sincero, y de no jugar nunca una mala partida a sus amigos. Mire usted, yo he sido toda esta temporada el paño de lágrimas de don Víctor; pero sus secretos eran suyos, y usted bien sabe que nada le he dicho. Mas hoy me confía un encargo, ni privado ni secreto, y sin encomendarme particular reserva, y de eso creo que debo antes prevenir a usted.

-No adivino...

-Yo soy el que ha de presentar al señorito de la Formoseda en casa de don Vicente: y asimismo me corresponde transmitir al padre de don Víctor la respuesta del canónigo, de doña Fermina y de Pastora. En suma, correré con todo el negocio. Tengo plenos poderes de don Víctor, y me autoriza y obliga a entrar en el asunto la amistad que me dispensa el pretendiente, y el ser Pastora mi hija de confesión hace tanto tiempo.

-Pero señor don Nemesio -articulé todo trémulo y airado-, ¿qué cosa está usted diciendo ahí? ¿Usted se olvida, por lo visto, de que Pastora tiene tratado el casarse conmigo y con nadie más? Me extraña mucho en usted semejante porte.

-Pascual, serénese usted y hablemos formalmente.

-Me parece que hablo con toda formalidad.

-Amiguito, usted es un hombre ya y no un niño. Las cosas deben mirarse despacio: es preciso reflexionar y no partir de ligero. Usted habla de casarse; ¿cuenta usted con recursos para ello?

-Por hoy...

-¿Y para el día de mañana? Yo le hablo así, porque me tomo interés por Pastora y por usted también, y ojalá pudiese ver a los dos tan contentos y tan...

-Así que acabe la carrera, me ganaré la vida como los demás médicos.

-Que no se la ganan y andan pereciendo. ¿Y quiere usted exponer a Pastora a tal contingencia? Advierta usted que si las cosas no mudan de faz y esta desatinada revolución no toma otro camino, tendrá usted a cuestas a doña Fermina, y aun quién sabe si a don Vicente. Todo pudiera ser.

-¿Y cree usted que Pastora querrá bien nunca a ese don Esdrújulo? Pastora me prefiere a mí tan sólo y no se avendrá a tener otro novio.

-Esos cariños tan ciegos y tan desesperados he visto, Pascual, que sólo se hallan en las novelas. En la vida no.

-Y usted, que es un sacerdote, ¿piensa que una mujer tiene muchas probabilidades de ser buena cuando la hacen casarse con un hombre que le repugna?

-Pastora, de casada como de soltera, será buena, buenísima, porque lo tiene de condición, y eso lo sabe usted perfectamente. Además, ¿por qué le ha de repugnar don Víctor? Don Víctor es mozo, apuesto, bien nacido, rico; a pesar de su seriedad, tiene un fondo angelical; hará un marido excelente; se me figura que es como si dijéramos bebe con guindas.

-Eso es -exclamé rabioso-, eso es; alábelo usted, llévelo en palmas, póngalo en compota. A usted se le antojara una preciosidad, pero a mí me empalaga y me apesta ese fatuo, ese orgulloso que parece que tiene a menos saludar a los que no llevan la chistera tan flamante como él. Le digo a usted que si se tratase de otro, aun quizá me pondría más en razón; pero tratándose de semejante monigote, me empeño yo en que ha de sufrir el segundo desaire. Y no digo más. Creerá el don necio que con sus guantes y sus botas de charol todas le han de hacer el buz. Ya verá que no es el mundo lo que él piensa. Más dinero tendrá que yo, pero por esta vez me llevo el gato al agua.

-Usted lo meditará, Pascual -respondió don Nemesio levantándose-. Yo he cumplido como lo exige nuestro mutuo aprecio. Consulte usted con su conciencia si debe colocarse entre Pastora y la fortuna inesperada que se le brinda.

Dicho esto salió apretándome amigablemente la mano. Vi muy bien en la placidez de su rostro que se le daba una higa de mis bravatas, y que la idea de que el señorito de la Formoseda pudiera ser rehusado no echaba raíces en su pensamiento. Quedeme en un estado de exaltación vehementísima.

Por más sofismas que la pasión me dictara, por más hervores de sangre que ascendiesen a mi cerebro al doble impulso de la vanidad mortificada y del sentimiento herido, una voz, la voz indiscreta que con desesperante claridad canta dentro de nosotros mismos importunas verdades, me decía cosas que no me era posible desoír ni negar. Repetíame doblemente esforzados los argumentos de don Nemesio; me mostraba irónica mi propia insignificancia, la posición precaria y angustiosa que yo podía ofrecer a una familia, contrastando con el cómodo bienestar, la existencia honrosa prometida a Pastora en el enlace con don Víctor. Y es muy de advertir que, con aborrecer yo profundamente al señorito de la Formoseda, cuyas acciones, lujo y maneras me parecían tan impertinentes y desdeñosas, allá en mi interior no podía dejar de hacerle completa justicia, reconociendo que en la ya larga temporada que llevábamos habitando juntos bajo el techo de doña Verónica, nunca sorprendiera en el señorito un indicio de desarreglo ni de viciosas costumbres.

Ordinariamente, al recogerme yo, ya él reposaba entre sábanas; jamás escuché en su habitación choque de vasos y botellas, ni bullicio y jácara de descompuestos amigos; siempre le vi tan tieso, tan estirado y tan metódico; juego, ni por las mientes; de galanteos, no le conocí nunca más que los muy inocentes, superficiales y decorosos que la voz pública le atribuía con algunas señoritas de calidad, a quienes por ventura tropezó en las arboledas del paseo o vio arrastrar vaporosa cola de tarlatana sobre las alfombras de los bailes; y finalmente, la aventura de Pastora, que si pudo iniciarse con funesto propósito, de tan cristiana manera terminaba. A la convicción de estos morigerados hábitos de mi rival, se unía la lucidez con que yo me analizaba a mí propio y a mi menguado porvenir. No tenía más perspectiva lisonjera que la de pescar un partidillo y matar allí sanos; verdad es que me correspondía, por mi casa, una exigua parte de montañés patrimonio; pero amén de que ya ni mis gustos, remontados como panderos, ni mi género de vida, me consentirían empuñar el arado y la azada, habíame comprometido con mi padre a no recoger aquel lote de herencia y a dejarlo a beneficio de los demás hermanos: compromiso justísimo, puesto que los gastos de la carrera en breve consumirían aquella porción de legítima, y disfrutarla fuera expoliar a mis coherederos, cosa que, aun no siendo yo modelo de virtudes, repugnaba a mi conciencia. ¡Rayo de Dios! ¡Por qué los que tienen exigencias, necesidades y ansias de goces no han de poseer a proporción voluntad enérgica y fuerza para separar los obstáculos sociales! ¡Por qué mi condenada holgazanería se ha de interponer entre los libros y yo!

Estas especies acudían en tropel a mi imaginación con la aguda viveza que revisten las representaciones penosas. Mas a la vez el amor me suministraba argumentos para desecharlas. Pastora te quiere, me decía; quien bien quiere, pasa por todo: preferiría ella partir contigo unas patatas, a saborear faisán en compañía del señorito de la Formoseda. Pero, replicaba el juicio, Pastora no se verá forzada a sacrificarte únicamente lo superfluo y lo exquisito de la vida, que eso bien aína lo hiciera ella; tendrá que inmolarte su reposo, los sentimientos más honrados de su alma, cuales son la gratitud y el respeto a su tío, la obediencia a su madre... En este ovillejo andábame yo, sin acertar a desenredarlo. Tumbeme sobre la cama, revolviéndome en ella en un estado de fluctuación y angustia inexplicables; encendí cigarro tras cigarro, sin concluir alguno, antes arrojándolos a medio fumar... Doña Verónica, con importuna solicitud, entró varias veces a preguntarme en voz meliflua si «se me ofrecía algo» si «me iba mal» y si «no quería la comida». Respondile desabridamente que me dolían las muelas de un modo atroz, que me incomodaba ver luz y tener que hablar: ella entonces fuese pisando blandito, no sin que antes entornase las maderas de la ventana.

Ciertas crisis no pueden prolongarse. Mi propio desasosiego trajo de la mano una inquietud que de súbito me invadió: dormité una media hora, y me hallé calmado y resuelto. Salté del lecho y abrí la ventana: era ya anochecido: brillaban algunas estrellas en el oscuro azul del cielo, y los faroles luchaban con las tinieblas de la calle. Respiré con deleite el fresco nocturno, y permanecí algún rato meditando. Parecíame haber encontrado un expediente conciliador. Cuantas más vueltas le daba, más razonable me parecía. Cerré otra vez la vidriera, encendí fósforo y bujía, y tomando recado de escribir, tracé ya con firme pulso y letra clara, estos renglones:

«Mi querida Pastora: pídesme consejo, y voy a decirte lo que la conciencia me dicta. Obra cual te sugieran tu buena razón y tu juicio. Yo estoy demasiado interesado en el asunto para poder acertadamente dirigirte. Si dejase correr la pluma, te pondría cosas que tu albedrío sujetaran. La cuestión es grave, y como de ella pende toda tu vida, debo irme con tiento. No influyan en tu ánimo las palabras que nos dimos, en cuanto obligan y son sagradas, que yo de buen grado las tendré por no recibidas: obra cual si, conociéndome y queriéndome, nada hubiésemos tratado de casamiento.

Ni en contra ni en favor mío te inclino. Pero soy, como siempre, tu constante Pascual».

Esta sensatísima carta concluida, respiré con más desahogo; la verdad ante todo: al darla así de magnánimo, no dejaba yo de contar firmemente con el fiel apego de Pastora, y de calcular que las hábiles reticencias de la carta habían de ser claros signos de mi deseo. Después de todo, la carta era diplomática, y yo lo comprendía bien. En el fondo, a pesar de mi generoso alarde, yo resultaba un egoísta. El hombre suele concluir convenios de esta clase con su deber, estipulando una cláusula secreta a favor de la pasión.

Resuelto a enviar a mayor brevedad la misiva a su destino, recordé que, hallándose don Vicente prisionero de la gota en su casa, no parecería extemporáneo ir de noche a hacerle un rato de tertulia. Salí, pues, y eché a andar en aquella dirección: sorprendiome ver el portal iluminado y abierto, cosa tan opuesta a la sabia economía y metódicas costumbres del canónigo: subí, llamé, abriome la Maritornes, y por poco caigo de espaldas al divisar, pendientes de la percha en que solía yo colgar mi capa, dos objetos de mí muy conocidos, a saber: el manteo algo raído, pero cepillado y pulcro, de don Nemesio, y el magnífico gabán con vueltas de suaves pieles, que varias veces envidiara en hombros de don Víctor de la Formoseda.

-¿Están ahí? -pregunté a la fámula, señalando hacia la sala.

-Sí, señor.

-¿Hace mucho que llegaron?

-Un momentito.

-¿Quién está con ellos?

-El señor y misia Fermina.

-¿Y la señorita Pastora?

-Ahora mismito vendrá; le mandó misia Fermina que se compusiera el pelo y se pusiese una corbata, y está en su cuarto.

Con ligereza y silencio de fantasma me escurrí a lo largo del corredor, sin hacer caso de la sirviente, que bien me conocía. Empujé la puerta del cuarto de Pastora, y la vi de pie, ante una cómoda, apoyados en ella los dos codos, y entre las manos la cabeza. Alumbraba el lugar un veloncito de aceite.

Al sentir mis pasos volviose ella, y casi a un tiempo gritamos nuestros nombres.

-Qué milagro... -iba a preguntar Pastora.

-Están ahí -le dije.

-¡Ah! Ya lo sé. Tengo que salir.

-No salgas. No quiero.

-Pero...

-Nada, nada. Que te dio un dolor de cabeza, o de cualquier otra cosa. No sales.

-Bueno, bueno; pero vete: si el tío o mamá se enteran de que estás aquí, ¡qué disgusto...!

-Me alegraría. Así se marcharía de una vez ese don Víctor o don demonio.

-¿Qué me aconsejas, Pascual? Estoy que no sé lo que me pasa.

-¡Aconsejarte! Mira la carta que te traía escrita.

Eché mano al bolsillo, y no hay necesidad de decir que saqué la primera epístola, la que me dictara un arrebato de enojo y celos. Pastora la leyó rápidamente.

-¡Ay de mí! -dijo- Tienes razón; pero, ¡qué de amarguras, qué de combates se preparan!

Mirela, y a la luz del veloncillo, su rostro cándido y malicioso siempre, me pareció grave, surcado de huellas de insomnio y de llanto.

-¿Tú me quieres, sí o no? -le dije.

-Eso no se pregunta. Vete.

-Ahora mismo -respondí apretando sus deditos, fríos como barras de hielo.

Oyose en el corredor la voz de doña Fermina, contenida e impaciente.

-Pastora, ¿tú acabas? -decía.

Temblamos que entrase. Pastora respondió con apagada voz:

-Voy en seguida, mamá. Estoy concluyendo.

-Pues a ver si despachas, ¿eh?

Y voz y pasos se alejaron.

Con la misma cautela que puse al entrar dejé la habitación, solicitado por los elocuentes ademanes con que Pastora me señalaba la puerta. No hablamos otra palabra, y en breve me hallé lejos de aquella casa, recorriendo las calles sin dirección fija. Sentíame a la vez enorgullecido y malcontento, en una de esas situaciones complejas que piden desahogo. La ciudad estaba tan reposada y soñolienta como inquieto yo. No se oía más que el paso presuroso de algún tardío transeúnte dirigiéndose a la cotidiana tertulia, o el ladrido lejano de algún perro. Estaba la noche entreclara, sin luna, pero las estrellas bastaban a iluminarla. Llevado de mis pensamientos, caminé hacia la Alameda y una vez allí seguí la dirección del hermoso paseo de Bóveda, más conocido por la Herradura, elevado semicírculo, desde el cual se domina, como a vista de pájaro, Santiago y un extenso anfiteatro de montañas, destacándose sobre la perspectiva de la ciudad las torres de la catedral, elegantes cúpulas que rompen la monotonía de las líneas de casas, confundidas entre la oscuridad y distintas únicamente por la mancha más sombría del verdor de las huertas.

Reinaba quietud profunda en el lugar, y sólo leve soplo de viento remedaba en las copas de los árboles voces misteriosas. Dejeme caer en un banco: ante mí, por entre dos troncos, vi oscilar algunas luces en la ciudad, y particularmente en ciertas casas ya aisladas y próximas a la falda del monte, un grupo de tres lucecitas vagarosas y bailadoras se movía y cruzaba como si ejecutase fantástico solo de rigodón. Emboceme en mi capa, porque el frío, en aquel sitio alto y montuoso, era recio. Las luces seguían danzando, y he de advertir que los gallegos asociamos multitud de ideas supersticiosas a estas luminarias movedizas y andariegas: razón por la cual yo miraba algo fascinado los resplandores de las saltarinas luces. De pronto, pegué un respingo: un hombre estaba sentado, arrimadito a mí, en el mismo banco, sin que yo supiese cómo ni cuándo había venido. Quedeme de una pieza. Lo peregrino del suceso, la hora, el lugar, el silencio y recogimiento maravillosos, pusieran pavor en el ánimo más entero y valiente.

Vergüenza me da hoy confesarlo: mas es lo cierto que el sobresalto me paralizó, hasta no consentirme echar a correr, ni menos volver y mirar cara a cara al inesperado acompañante. Así permanecimos unos segundos, en que yo oía distinto y claro el ruido de las palpitaciones de mi corazón. Mas subió de punto el temor cuando sentí una mano que me parecía de descomunal gigante posarse en mi hombro y una voz pronunciar estas palabras, bien vulgares y nada alarmantes en sí:

-Tenga usted felices noches, señor de López.

Pegóseme la voz a la laringe, y a impulsos del mismo susto me incorporé. Pero la voz añadió:

-¿No me conoce usted?

Sí que le conocía, y conocía aquellos dos negros huecos en lugar de ojos, que a la indecisa nocturna claridad hacían espantable figura. ¡Cosas de la imaginación! Si miedo tenía antes, cien veces más miedo me entró desde que vi que el duende llevaba las antiparras de Onarro.

-Buenas... noches... -tartamudeé.

-Siéntese usted -dijo el raro interlocutor asiéndome de la capa.

Búrlese el que quiera; téngame norabuena por medroso y apocado y aun por crédulo y simple en demasía; pero es lo cierto que al sentir que me agarraban, no se qué estremecimiento, qué horripilación corrió por la raíz de mis cabellos, y con la celeridad del rayo puse en planta el infalible expediente que sugiere el temor a los más tardos, y tomé las de Villadiego, dejando en manos del fantasma la capa que tenía cogida.

En desatada carrera crucé por delante del cuartel, me engolfé en las calles, y no paré hasta la plaza del Toral. Llegado allí, las iluminadas ventanas del Casino me animaron, y me detuve sin aliento. Una agudísima sensación de frío vino a congelar en mi frente el doble sudor de la congoja y del violento escape. El curso de mis ideas cambió por completo; me repuse, borráronse mis quiméricos temores, y comprendí la extensión de mi necia ridiculez. ¿A qué venía mi exagerada alarma, mi tontísima fuga? ¿Qué endriago, qué vestiglo, qué alma del otro mundo me asaltara? ¿Acaso Onarro no era, como yo, hombre de carne y hueso? Lo mismo que a mí me diera la humorada de pasearme a deshora por el hemiciclo de la Herradura, ¿no podía tenerla el caprichoso y extemporáneo profesor? ¿Valía el lance la pena de tanto aspaviento? ¡Qué burla, qué chacota se me preparaba si se traslucía mi grande y risible pavura!

Lo que más me apretaba y daba fatiga era el pesar de haber perdido mi capa, fiel compañera de aventuras estudiantiles, adicta amiga de mis pobres huesos, tan propicia a encubrir el mal estado de mi raído chaquetón, como a cobijar entre sus pliegues el billetito amoroso de Pastora. Sólo el que ha sido estudiante en Santiago, comprende el subido valor de una capa. Heredera directa del manteo tradicional, la capa establece entre los escolares la igualdad, fraternidad y solidaridad más estrechas. Ante la capa, no hay altos ni bajos, pobres ni ricos, no hay sino hermanos. Los estudiantes que, como el señorito de la Formoseda, prescinden de la capa, rompen ipso facto el sagrado vínculo de la unión escolar. Están calificados y puestos en entredicho: la antipatía general cae sobre sus cabezas y viven como hongos, reducidos a la sociedad de viejos.

La capa forma parte del estudiante: es un órgano suyo, es el complemento de su piel: así es que al hallarme yo sin ella, parecíame que me faltaba algo íntimo, indispensable para la vida, algo de mi individuo. Además, me chupaba de frío los dedos.

Mohíno y de mal talante, estúveme largo rato suspenso entre volver a la Herradura y cobrar mi capa, o tocar retreta hacia el hospitalario techo de doña Verónica. Era yo la viva estatua de la indecisión. Finalmente, vi aparecerse por debajo de los soportales de la Rúa Nueva dos serenos armados de sendos chuzos y farolillos: vista que me determinó a ir en busca de mi casa y cama. Llegué transido a la posada; al subir oí el rechinamiento de las bocas nuevas de don Víctor, que medía a grandes pasos su sala, y di en el corredor con don Nemesio, que llevaba en la diestra una palmatoria, amparando la luz con la siniestra para que el aire no la extinguiese.

-¿A dónde bueno tan deprisa y tan callado? -me preguntó, mostrando querer entrar conmigo en mi dormitorio- ¡Oiga! ¡Viene usted a cuerpo! ¡Pues no está la noche cruel que digamos!

-Voy a recogerme, señor don Nemesio -respondí con flaca y desmayada voz, mientras daba diente con diente.

-¿Está usted enfermo?

-No me siento muy bien.

-¿Quiere que me quede en su compañía velando? Disponga usted de mi inutilidad, con franqueza.

-No, no señor, un millón de gracias. En durmiendo se me pasará.

-Traiga usted acá esa mano, hombre... ¡Cáspita, qué fría, parece la mismísima nieve!, y el pulso medio loco... Vaya, entre usted en el cuarto y acuéstese, que ya que no me quiera de enfermero, le haré una tacita de mi té. Es excelente, como que me lo regaló un capitán de barco, un muchacho más obsequioso...

El sacerdote me dejó para volver a pocos momentos con una estufilla y una tetera, en que en breve hervía la perfumada infusión. De suyo era servicial don Nemesio; pero sospecho que aquella noche nació su grande caridad para conmigo, de atribuir mi abatimiento a causas muy diversas de la ridícula aventura de la capa. Algo escarabajeaba en el ánimo de don Nemesio, algo semejante a un remordimiento involuntario, que le movió a decirme, al par que echaba en la taza unos terroncitos de azúcar:

-¿No me pregunta usted nada de mi negociación matrimonial?

-¿Qué quiere usted que le pregunte?

-Pastorcita no estaba hoy buena. Digo, no sé si sería pretexto para no recibir al pretendiente.

Volvime del otro lado sin responder. Tal era el efecto producido en mi espíritu por los sucesos nocturnos del paseo de la Herradura, que la grata noticia de la lealtad de Pastora resbaló sobre mi pensamiento como gota de agua sobre una superficie de acero bruñido. Don Nemesio renunció a sacarme del cuerpo palabra, y servídome que hubo el té y deseado una apacible noche, fuese. Me dormí al fomento del calorcillo de la cama, pero me molestaron pesadillas singulares. La desordenada e inconsciente actividad de mi cerebro, transformaba lo ocurrido durante el día en fantástica sucesión de disolventes cuadros. Soñábame yo arrebatando a Pastora de las uñas de su furiosa madre, y huyendo a campo traviesa, montados ambos amantes en un corcel velocísimo, ella a ancas y yo gobernando el trotón. De pronto el pescuezo de éste se alargaba, se alargaba, convirtiéndose en el chuzo de un sereno, a cuyo extremo aparecía la cabeza, y ésta volviéndose hacia nosotros mostraba tener ojos humanos, provistos de azules resplandecientes antiparras... Otras veces me imaginaba estar con Pastora también, en la apacible estancia de su casa, a la luz del veloncillo: de pronto veíamos entrar a don Nemesio con la sonrisa en los labios: Pastora daba un chillido, volcábase el velón: a tientas yo la buscaba para que nos fugásemos juntos: hallaba por fin un bulto en la oscuridad, y lo sacaba no sé por dónde a la calle: echábale encima mi capa, mas ésta se convirtiera en manto de plomo, como el de los hipócritas de Dante, y yo no podía manejarla... Después volábamos, volábamos, trasponiendo las torres de la Catedral, y siempre en dirección de triángulo de luces que en remota lontananza giraban vertiginosamente... ¿A qué contar tanto desatino?

Cuando desperté, bañado en sudor copioso, pude pensar que continuaba el sueño. En efecto, sobre mi lecho tendida, yacía mi capa: era la misma, no cabía dudarlo: harto conocía yo las bandas de descolorida grana, el paño parduzco y los broches de plata figurando conchas de peregrino de aquella cara prenda... Froteme los párpados, paseé atónito una mirada por la habitación, y en la silla que junto a la mesa estaba vi sentado a Onarro, hojeando mis pocos libros.




ArribaAbajo- VII -

No hay nadie medroso a las doce del día (tratándose de miedo a cosas sobrenaturales). Yo, en aquel momento, ante el rayo de sol que cruzaba la vidriera e iba a besar jocundo la caleada pared, me hallé poseído únicamente de vergüenza terrible, recordando mi poquedad de ánimo y mi humillante escapatoria. Onarro estaba allí con su gabán color nuez, su floja y desaliñada corbata; a su lado, en la mesilla, reposaban las antiparras; y sus grises ojos, en mí clavados, se teñían de la benévola suspicacia que caracteriza las pupilas del gato doméstico, tigrecillo siempre receloso y siempre maligno en su mansedumbre. Onarro fue el que entabló el coloquio, que yo no supe ni quise.

-Ahí tiene usted su capa -me dijo señalando con el dedo al irrefragable testimonio de mi cobardía.

-Siento mucho que se haya usted molestado...

-¡Famoso susto di a usted! Si yo sospechase que era usted tan... nervioso, jamás emprendería conversación con usted en aquel lugar y a aquella hora.

-¿Habrá venido aquí este hombre solamente para traerme la capa y soltarme de paso estas pullitas? -pensaba yo. Y repliqué en voz alta-: Señor don Félix, la imaginación a veces...

-Sí, ya sé yo que la imaginación, cuando preponderando sobre facultades superiores y envuelta en las nieblas de la ignorancia... y acaso dominada por preocupaciones adquiridas... Y es evidente que usted es un ignorante. Eso no impide a veces tener mucho talento. Hoffmann, el inimitable cuentista, soñaba despierto con trasgos, hechicerías, espectros y apariciones. Y usted puede estar adornado de brillante fantasía, sin que deje de ser un ignorante. ¿Verdad que lo es usted?

-En realidad... me parece que... francamente...

El respeto y el temor contenían en mis labios una respuesta agria, pero íbame amostazando tan impertinente discurrir. Onarro se levantó, y en vez de tomar la puerta tomó su silla y vino a sentarse a mi lado, casi tocando conmigo, a la cabecera de la cama.

-No sólo es usted un ignorante -prosiguió- sino que se le da un comino de serlo.

-A mí... no señor, usted dispense, está usted en un error.

-Lo dicho. ¿Qué le va a usted ni le viene en las cuestiones científicas? ¿Qué entiende usted de achaque de saber? Usted no posee la curiosidad, ni siquiera la vulgar curiosidad, que incita al estudio. La química, verbigracia, le es a usted, no sólo indiferente, sino odiosa.

-¿A qué santo vendrá este maniático a meterse conmigo? -murmuré para mi capote.

-Un ardite se le daría a usted de llegar a la altura de un Dumas o un Berthelot, o de quedarse hecho un zarramplín.

-Señor mío -exclamé yo, creyendo que interesaban al éxito de mi carrera y al honor del pabellón unas miajas de farsas y embuste-, usted se engaña, y mucho. ¡No gustarme a mí la química! ¡Bueno va!, ¡la química!, ¡justamente!, ¡y explicada como usted la explica!, ¡oh!

La cara de limoncillo seco de Onarro adquirió de improviso formidable seriedad, sus ojos despidieron chispas, y alzándose y asiéndome de una muñeca que apretó con toda la fuerza de sus dedos sutiles y vigorosos como resortes de acero, dijo con voz contenida, pero enérgica:

-Oiga usted. Atiéndame bien. Yo no vengo aquí de broma, ni la admito. Exijo de usted la verdad, y usted me la dirá. Tanto peor para usted si me toma por un juglar o un loco.

-Rematado -pensé en seguida; pero enmudecí.

Onarro me soltó, y con más reposo:

-Ruego a usted que sea sincero -pronunció mirándome a la cara-. Salga de su boca la verdad, que por lo demás conozco yo tan bien o mejor que usted, porque hace meses que le estudio sin descanso, como a un organismo curioso e ignoto. No soy aquí el profesor ante el discípulo, soy un hombre que necesita de otro hombre. Sea usted leal, y no le pesará. ¿Usted no tiene la menor vocación científica, no es eso?

Subyugome el tono y la manera de hacer la pregunta, y sin fijarme en lo extraño de tal interrogatorio ni en lo peregrino de mi franqueza, repliqué.

-Ya que usted quiere a toda costa que lo confiese... No, no, señor.

-¿A usted le causará tedio abrir hasta el libro de texto?

-Es mi mejor narcótico.

-Más todavía. ¿Usted conoce que en su cabeza no arraigan ni fructifican las explicaciones que doy en mi clase?

-Por un oído me entran y me salen por otro.

-¿Y los experimentos? ¿Le interesan a usted los experimentos?

-Me parecen un juego de chiquillos.

-¿No le gustaría a usted sobresalir entre sus compañeros, por su aplicación, su inteligencia?

-Quisiera tener concluidos ya los años de curso, para hacer una hoguerita con los libros.

-Y a veces, cuando me ve usted en mi puesto, vulgarizando las grandes verdades de la ciencia, poniéndolas al alcance de la juventud, echando el germen de la cultura en aquellas almas... ¿No me envidia usted con noble envidia? ¿No quisiera usted estar en mi lugar?...

-¡Tomarme yo tanto trabajo por desbastar alcornoques! No en mis días.

Crecía la audacia de mis respuestas, a medida que el semblante de Onarro se iluminaba con alegre expresión.

-¿Nunca ha soñado usted, en sus ratos perdidos, con ser una de esas lumbreras del mundo, uno de esos grandes hombres que ensanchan los límites del conocimiento humano e interpretan acertadamente la obra divina; un Arquímedes, un Newton, un Leibnitz? ¿No le gustaría a usted que su nombre corriese de boca en boca, y se conservase de generación en generación, y se esculpiese en mármoles, y se grabase en bronces, y lo inmortalizase el arte en gloriosos monumentos?

Onarro estaba en pie, sin duda en las puntas de los pies, porque me parecía más alto que de costumbre; entre la ceniza de sus pardos ojos brillaba sobrehumano fuego; tendía con ademán majestuoso el diestro brazo, cubierto con la exigua manga color nuez. Vínoseme a la memoria una estrofa de Espronceda, poeta muy leído de estudiantes, que en materia de gusto literario aún suelen estar con la generación romántica del 30 al 40, y declamé enfáticamente:


    «Yo, con perdón de la gloria,
mucho más estimaría vivir
en el mundo un día
que cien años en la historia».

Al pronto temí haberme excedido, porque una sombra de desagrado y amargura cruzó por el semblante de Onarro. Mas fue un momento. Volvió a pintarse en la satisfacción, y dejándose caer de nuevo en la silla, preguntome con tono muy diverso del que antes empleara:

-¿Qué desea usted, pues? ¿No tiene usted ideal de ninguna clase? ¿No aspira usted sino a vegetar en la oscuridad y la inercia?

-¡Que si aspiro! ¡Ay señor don Félix, si yo pudiera pedir por esta boca!

-Pida usted, pida usted; ¡quién sabe si será medida!

-Señor don Félix, si yo tuviese dinero en abundancia, ¡qué cosas haría! ¡Qué planes me bullen aquí!

-¡Magnífico! -exclamó él levantando el embozo de la sábana y cogiéndome una mano que apretó esta vez con entusiasmo, y casi con ternura- ¡De modo que es usted codicioso!

-Codicioso precisamente, no; pero desengáñese usted, que lo que hay que ser en el día es rico. Los pobres significamos tanto como la última palabra del Credo: sí, señor don Félix, somos de peor condición que los negros de Guinea. ¿Ve usted esa capa que me ha devuelto? Pues tiene siete años; se transparenta casi el día por ella, y, sin embargo, al recobrarla me pareció que recuperaba un pedazo del corazón, porque no tengo esperanza alguna de poder comprar otra, y anoche me he vuelto carámbano con su falta. ¿Ve usted esas botas? Pues a fuerza de betún disimulan su vetustez... ¿Cree usted que si yo tuviera peluconas me quebraría los cascos en estudiar? ¡A otra puerta! Vida alegre, ver mundo, gozar de la juventud... ¿Usted piensa que si yo fuera poderoso aguantaría que me pusiesen sábanas gordas y remendadas como éstas, mientras otro en la sala de al lado las gasta de holán y con tandas y encajes? ¿Que me conformaría con los desperdicios del señorito de la Formoseda, y no haría venir de Francia pechugas de ángeles rellenas de tocinos del cielo? Pero, señor don Félix, me aguanto, porque la necesidad tiene cara de hereje.

-¿Las riquezas serían, pues, para usted la dicha cabal y perfecta? ¿No aspira usted a más?

-¿Y qué más se puede pedir? Salud gasto, mi novia me quiere, y si no nos casamos, y aun si es probable que no nos lleguemos a casar en la vida, la culpa es de los pícaros doblones.

-¿Tiene usted novia? -preguntó Onarro, por cuyos ojuelos pasaron unos idilios juveniles.

-Sí, señor; pero le ha salido una proporción riquísima, y es fácil que al cabo... Lo que yo digo, don Félix: poderoso caballero es don dinero. El que tiene llave de oro, abre todas las puertas.

Excitado por el prurito de hablar de mi propia persona, que es cosa en general muy grata, íbame ya olvidando de la extrañeza de aquel diálogo y de lo inexplicable que era la presencia del profesor en mi cuarto tanto tiempo. Onarro, como hombre indeciso, medía el aposento con rápidas pisadas. Al cabo se detuvo ante mí y mirándome fijamente:

-Ya sabía todo eso -me dijo- Desde que usted ha puesto el pie en mi clase le estudio, le conozco, no le pierdo de vista... He probado a usted de mil maneras, he tratado de excitarle la curiosidad, el amor propio, la emulación... Nada, nada. Más fácil sería sacar jugo del mármol que de usted un arranque de entusiasmo científico... Me he convencido, estoy seguro de que para usted, lo que se refiere a conocimiento, es letra muerta. Usted no miente, no. Es usted, en realidad, tan extravagante e imperfecto como dice.

-Tú sí que eres un extravagante -repliqué yo aparte, por supuesto.

-Al mismo tiempo he tomado informes de usted, y sé que es usted hombre de bien, capaz de cumplir un contrato.

-Eso, sí, señor. Con la leche lo mamé y con la cristiana enseñanza que me dieron. Me precio de ello, aunque pobre.

-¿Quiere usted -me dijo solemnemente Onarro acariciando su barba lampiña y puntiaguda-; quiere usted ser el hombre más rico de toda Europa? ¿De todo el mundo?

Abrí tamaños ojos. Siempre me pareciera que el bueno del profesor de química tenía algunas afinidades con los habitantes de Orates, Leganés y otros puntos análogos; pero en aquel instante le diputé por el mayor y más gracioso demente que pudiese haber bajo la capa del cielo. Así que respondí con disimulada chunga:

-Me conformo con ser el más rico de Galicia.

-Poco pide usted; ya subirán de punto sus exigencias andando el tiempo. Por lo demás, no he de ser yo quien tase y limite el caudal de usted, sino usted mismo.

-Ea pues, señor don Félix -repliqué resuelto a llevarle el humor-, venga acá ese Perú, lleguen esas Indias, acérquese esa California, que yo de buena voluntad y por amor de Dios apencaré con todo ello. ¿Es billete de lotería? ¿Posee usted algún lagarto de doble rabo, que con él dibuje en la arena mojada los números que han de salir? ¿Es tesoro encantado en el Pico-Sacro, cuyas profundidades y cuevas visitó usted menudamente?

-Mocito -repuso don Félix-, ya he dicho que esto no es asunto de burlas, y espero que mis canas, cuando no mi carácter de hombre de ciencia, me den derecho a ser oído con seriedad.

-Perdone usted, pero la proposición es tan halagüeña...

-Es muy formal y grave. En prueba de lo cual, usted, como cristiano y católico, va a jurar ahora mismo sobre los Santos Evangelios no revelar a nadie, ¿entiende usted?, ni a esa novia, el secreto de la empresa en que he menester su auxilio.

Diciendo y haciendo sacó del bolsillo del gabán un libro grueso, con cantoneras doradas y encuadernación de lujo; abriolo lentamente, y me señaló con el dedo la hoja. Pude ver a Jesús Salvador en una rica viñeta cromolitografiada, y debajo, en caracteres góticos de oro y azul, leí: In principio erat verbum...

-Jure usted -repitió la voz profunda de Onarro.

-Pero -exclamé medio vencido- yo no juro así sin más ni más, ni sin saber a qué me obligo.

-Se obliga usted únicamente a guardar silencio, a no decir a nadie de este mundo lo que yo le confíe.

-Si no es más que eso, bien está, me avengo a prometerlo; pero podría usted indicarme...

-Necesito de usted para una empresa, empresa en que puede usted hacerse fabulosamente rico, más que todos los propietarios, banqueros y monarcas de Europa.

-Me conviene -dije contagiado de la fe de Onarro.

-Es de advertir que arriesga usted la vida.

La advertencia me resfrió un poco. A despecho de mis contrariedades financieras y amorosas, maldita la gana que tenía de morirme. No obstante, el cebo era tentador, yo mozo, estudiante y aventurero. El recelo fue corto.

-No importa -respondí.

-También la arriesgo yo -añadió Onarro.

-Eso no me consuela ni pizca, señor don Félix; pero, en fin, ya que usted dice que con arriesgarla voy a ser un potentado, vale la pena. Por cosas de bastante menor monta hay quien se la juega todos los días.

-En ese caso es usted mío -dijo Onarro comiéndome con los ojos.

Y volvió a presentarme el libro.

-Jure usted, por su fe de cristiano, no revelar a nadie lo que entre usted y yo ocurra. Júrelo usted por cuanto existe de sagrado en el tiempo y en la eternidad; júrelo usted por el Dios que nos escucha.

Honda y extraña impresión me sobrecogió. La fórmula del juramento, repetida en actos públicos, y que con tanta ligereza se profana, parecíame en aquella ocasión, ante aquel hombre singular y en tan peregrinas circunstancias, lo que realmente debe ser: un acto solemnísimo, imponente, religioso.

-Salte usted de la cama -me dijo Onarro-. Jure usted con respeto.

Brinqué a tierra, y sin darme razón de lo que hacía, me arrodillé, puse la mano sobre el sagrado libro, pronuncié las palabras de ordenanza y besé la página por el sitio en que los pies del Salvador se apoyaban en el globo del mundo.

-Bien está -murmuró Onarro lacónicamente- Hasta la vista.

Y mostró querer marcharse.

-Eh, señor don Félix, ¡eh! -grité aturdido sin pensar en dejar mi humilde postura- Mire usted que yo he jurado; pero si se trata de alguna cosa que... de alguna acción no buena, vamos... entonces...

Volviose el sabio desde el umbral, y me dejó atónito con disparar la más larga, alegre y espontánea carcajada que escuché en mi vida.

-¡Bonita facha hace usted! -tartamudeó ahogándose de risa- En calzoncillos... con esa cara de susto... No tenga usted miedo, hombre... no soy capitán de gavilla, ni monedero falso... ni secuestrador...

Esta última palabra y el postrer eco de hilaridad se perdieron en lontananza, porque ya Onarro bajaba la escalera con prisa y agilidad juveniles. Quedeme yo hecho una estatua, boquiabierto, sin saber qué me pasaba; pero fue lo bueno que al recobrarme y empezar a traer a la memoria la reciente escena, asaltome tan irresistible convicción de que el profesor de química se había querido divertir conmigo y jugarme una de sus burlas estrafalarias, que, sin ser poderoso a contenerme, viéndome así, en tan raro pergeño y de hinojos, solté a mi vez el trapo con la mejor gana del mundo. Parecíame extraordinariamente cómica la sencillez con que creyera yo todo aquello de las riquezas inmensas, de los tesoros, del peligro de muerte, la formalidad con que había jurado guardar el secreto de tales sueños y delirios... No me era posible dejar de considerar los actos de Onarro como inspirados por un cerebro enfermo o por una condición retozona, maliciosa y picaresca. Y, con todo, la fantasía, abogada perenne de lo maravilloso, me insinuaba pasito un «¿quién sabe?» y un «tal vez» que me hacían cavilar... Como el personaje del conjuro en El diablo en el poder, temía y deseaba a un tiempo la presencia de Satanás.

Vestime apresuradamente, recordando que era hora de asistir a mis diarias clases, y como cruzase el corredor, vi abierta de par en par la puerta del cuarto de don Nemesio Angulo. Acordeme entonces de la tetera y demás chismes que en mi alcoba quedaran, y no quise salir sin haber vuelto a colocarlos en su acostumbrado sitio, sobre la cómoda del buen clérigo. Volví a mi nido, cogí los trebejos y me entré sin ceremonia en el domicilio de don Nemesio, depositando en su lugar correspondiente cada trasto. Mucho me sorprendió ver el lugar vacío a aquella hora. La puertecilla de escape que comunicaba con las habitaciones del señorito de la Formoseda se hallaba entreabierta, y al través de la cortina de drogué que velaba los cristales se oían los acentos de una gárrula voz, para mí muy conocida. Todo el mundo es indiscreto en determinadas circunstancias: yo me puse a escuchar.

-Señor don Nemesio -decía doña Fermina-, no hay motivo de desesperarse por eso que le han dicho a usted. Ella siempre tuvo unas sombritas de vocación; pero ¡bah!, ya se sabe lo que son las vocaciones de las muchachas: conforme vienen se van. Señorito don Víctor, no se desanime usted ni se ofenda: la niña no le conoce apenas, que cuando le conozca, juro yo...

-No, señora -contestaba desapaciblemente don Víctor-; yo no me desanimo, ni... Pero no andemos con bromas. Si Pastora tiene firme propósito de tomar el velo, díganmelo de una vez, y salgamos de dudas. Me están haciendo desempeñar un papel ridículo.

-¡Jesús, don Victorcito! ¡Que sea usted tan vivo de genio! No, señor de mi alma, no. Mi niña comprende muy bien el favor que usted le dispensa fijándose en ella. ¡Jesús!, sí, que es ella tonta o ciega para no ver sus prendas de usted. No, pues de boba no tiene nada; que lo diga don Nemesio, que lo diga.

-¡Boba! No por cierto; es muy discreta Pastora; no le podía faltar esa gracia. Pero señor don Víctor y señora doña Fermina, si Pastora quiere, en vez de esposo terrenal, a Jesucristo por dueño perpetuo, paréceme a mí que eso no es ser boba. Nadie debe ofenderse porque prefieran a Dios, ni resentirse de que se aspire a mejor estado.

-Yo no me resentiré; sentirlo es otra cosa. Sólo quiero saber si esa resolución es fija y terminante. Ya ven ustedes que si ahora me dicen que Pastora me desaira por el convento, y luego salimos con que me deja por algún galán... eso ya me ofendería en altísimo grado, señores. No soy ningún muñeco para que se juegue conmigo.

-¡Madre mía del Amor Hermoso! ¿Qué dijo, don Victorcito? ¡Galanes a mi niña, cortejos a mi Pastora! ¡Sí, buena es ella! No, si no tómenle el pulso y verán. ¡Señor de la Corticela, galanes! Mire usted, a puntapiés los tuvo, así Dios me dé buen siglo y buen año, pero ella, ni esto. Don Nemesio, dígale a don Víctor cómo es Pastora de recogida y de...

-Alto ahí, doña Fermina -intervino don Nemesio-. Pastora puede ser una muchacha excelente, como de hecho lo es, que yo la fío, y, sin embargo, tener un galán, con el más limpio propósito.

-¡Vaya, señor don Nemesio, que no posee uno más honra que la que le quieren dar! Si usted, que es hace tantos años el confesor de la niña, dice esas cosas, no sé yo qué quedará para los maldicientes...

-Señora, yo no digo que lo tenga -replicó don Nemesio, en cuya voz noté por vez primera de su vida inflexiones coléricas- Usted está soñando; lo que yo afirmo es que, aunque lo tuviese, no sería mancha de judío; y me parece que cuando me explico así, no lo sacaré de mi cabeza, ni defenderé cosa que nuestra Santa Religión no autorice. En esa materia ya no seré tan ignorante que diga una tontería.

-Hablemos claros -exclamó don Víctor-. No quiero dar a ustedes un mal rato, ni contradecir a usted, señora doña Fermina; pero, francamente, tampoco me agrada pasar por bobo. Anoche he recibido un aviso anónimo, en que me advierten que Pastora tiene novio; que lo tenía ya antes de conocerme a mí, y que por eso no se avendrá a la boda. Ya comprenden ustedes que para una persona como yo es un lance altamente humillante este en que me veo.

-Los anónimos sólo merecen desprecio, señor don Víctor -dijo don Nemesio.

-¡Ay, don Victorcito de mi alma! -gritó doña Fermina- ¡Ay, de qué medios se valen, y cómo me lo engañan y embaucan las envidiosonas que se están reconcomiendo de ver la fineza que usted hace a mi hija! ¡Ay, si yo soltase la sin hueso! ¡Ay, si no me contuviese la prudencia! Don Victorcito, mire usted, mire usted a su alrededor y abra los ojos. Ya se ve, como contaban con que usted les iba a pedir sus hijas... y las hijas, porque arrastran un pingajo de seda y llevan mil arrumacos, piensan que no hay nadie en el mundo que valga más que ellas... no, pues de alguna sé yo que... pero más vale callar...

-Mejor, mucho mejor es que usted calle, doña Fermina -exclamó don Nemesio, cuya benigna condición no fue parte a hacerle llevar en paciencia las alharacas de la irritada dueña-. Ninguna señora, ninguna señorita es capaz de lo que usted malignamente supone. Las personas regulares proceden como quien son.

-Sin embargo, don Nemesio -objetó el señorito de la Formoseda-, no va del todo descaminada doña Fermina. Como no he sido mal acogido en muchos sitios... y trato a las familias que tienen hijas casaderas... Ello es que en todas partes me festejaban, y si hubiera querido elegir, creo que no me pondrían ceño. De manera que no fuera extraño...

No quise oír más. En dos brincos me planté en la calle, y con otros dos me puse en la casa de Pastora; necio es quien no se ase del único cabello que guarnece el mondo colodrillo de la ocasión.

-Niña mía -dije a Pastora, que estaba algo desmejorada y abatida, y que se admiró al verme entrar-, recibe mi enhorabuena. Eres un diplomático, que mal año para Bismarck. Esa cabecita es mucha cabecita.

Fregábame las manos al hablar así, y en señal de admiración castañeteaba los dedos, sacudiéndolos.

-No sé por qué dirás eso, Pascual -articuló Pastora alzando hacia mí los ojos, que rodeaba hondo y amoratado cerco-. Explícamelo, y no hagas tales extremos y boberías, que no vienen al caso.

-¿Pues no he de hacerlos? Me encantó tu labia, y el enredo que ideaste para salir del apuro.

-¡Enredo! ¿Qué enredo?

-¡Mujer! ¿Cuál ha de ser? El del monjío.

Arrancó Pastora de lo más hondo de las entrañas un suspiro tiernísimo y doliente, y no me dio otra respuesta.

-¿Qué es eso? -exclamé impaciente- ¿Suspiritos tenemos? ¿Cuánto va a que sientes haberte sacudido ese moscón?

-Pascual -pronunció ella volviendo el rostro hacia los vidrios de la ventana-; el moscón eres tú, y de ti sí que tendré que sacudirme y desembarazarme. ¿Crees que no hay sino andar jugando al escondite con lo del monjío, y aquí tomo y allí dejo? Yo no sirvo para esas variaciones. Casarme contigo no puedo; con don Víctor no quiero; seré religiosa; y como esto no tiene remedio sino hacerse, cuanto más pronto dejemos de vernos valdrá más. ¿Tomar a Dios por disculpa y pretexto?, ¡bueno fuera, Pascual! Mucho he meditado en mi destino, y comprendo que la vocación de mis primeros años era la mejor. Con pena te abandono, pero ya se te alcanza...

¡Oh y qué oportunidad se me ofrecía aquí -si en vez de contar los sucesos de mi verdadera historia estuviese hilvanando entretenida novela- de encajar una escena patética y de efecto, en que yo me arrojase a las plantas de Pastora, y besando la fimbria de su vestido, con muchas lágrimas le rogase no repitiera la palabra fatal; y ella luchara consigo misma, hasta que fascinada y mal de su grado se precipitase en mis brazos; y ambos a dúo, en tierna actitud, jurásemos bebernos un sutil veneno o siquiera traspasarnos el corazón con acicalada daga, si ya el destino en perseguirnos tenaz, nos vedase finalmente vivir el uno para el otro! Mas como a todo antepongo mi escrupulosa veracidad de autobiógrafo, debo, aunque prive a mis sensibles lectores de un sabroso regalo, declarar que no pasó nada semejante a tan dramático episodio. Lo único que hubo (y cuenta que no pongo ni quito una tilde), fue que yo me llegué a Pastora, y sin decir palabra, con gentil donaire, le administré en el brazo izquierdo un retorcido pellizco; lo cual le obligó a exhalar un grito y a levantarse con presteza, empuñando la correa del hábito a guisa de disciplina; y como viniese a mí con intención manifiesta de sacudirme algunos zurriagazos, refugieme corriendo en un rincón, desde donde con las manos juntas, pedí cuartel; mas no logré nada, pues me zurró en grande, y por mucho que yo chillaba:

-Ea, Pastora ¡que duele de veras, caramba!

-Mejor; aguárdate, falso -contestaba ella menudeando el mosqueo.

-Mira, Pastorcilla -díjele yo así que hubo saciado su venganza y quedádose animada, encendida y ya medio risueña-: mira, no me hables de convento estando yo como estoy, sano y rollizo; antes espónjate y alégrate, niña, que te anuncio y mando que voy a ser rico, más rico que Creso, y a casarme contigo por la posta.

-A fe que te vengas con chanzas. No está la dama para tafetanes.

-Si hablo formal, mujer. Mírame a la cara.

-¡Música celestial! Tienes tío en Montevideo, ¿eh? Nunca me lo mentaste.

-No, si no necesito yo tener tíos en Montevideo ni en Flandes para achinarme. ¡Vaya!

-Pues hijo, ¿qué, van a hacerte ministro?

-No me sacarás otra palabra del cuerpo, sirena tentadora, taimada Dalila.

-Bien, bien. Cuando me enseñes una oncita junta, te daré crédito. Hasta entonces...

Y con la uña del dedo pulgar produjo un chasquido expresivo en los dientes.

-Mira que va de veras, Pastora. Prepárate a ser princesa y millonaria.

-Déjate de insulseces y hablemos con seriedad. No parece sino que nos sobra el tiempo, que así lo perdemos. Pascual, de veras, he cavilado mucho, y se me figura que estas dificultades y tropiezos que encuentran nuestros amores son un aviso claro de Dios que me dice: «Pastora, vas mal por ahí». Entrando yo monja, se arreglaba todo. Ni mi pobre tío ni mi madre podían quejarse; y tú menos. Dios me daría fuerzas para ser una buena religiosa.

-Justito. Como no puedo casarme con mi novio, me caso con Jesucristo, ¿verdad? Pues vaya una virtud. No, señora mía, otro porvenir más espléndido aguarda a vuestra merced. Arregle de modo que pase este chubasco, y amanecerá Dios y medraremos.

-Es que tú no sabes lo que me amargan la vida, mi madre riñendo y el tío callando. Éste, sobre todo, me da ratos terribles. Él nada dice; pero yo sé leer muy bien en su cara. Es el primer disgusto que le causo.

-Pues hija, sigue afirmando que quieres hacerte monja. Con eso no se atreverán a desaprobarte; y yo en breve tendré dinero con que ahogar a cuantos se opongan a nuestros amores.

Pastora me colocó las dos manos en los hombros, y rechazándome y sujetándome a la vez con esta cariñosa familiaridad, me miró fija un largo rato. Al fin pronunció, con los tonos más graves de su voz dulce:

-Honra y provecho no caben en un saco. El dinero no llueve del cielo.

-¿Qué quieres decir?

-¡Yo no sirvo para este mundo! -exclamó dejándose caer en la silleta-. Desengáñate, Pascual: es mejor encerrarse y rezar, que afligir a todos por casarse contigo. ¿Quién eres tú?

-¡Linda pregunta! -contesté amostazado-. No soy un personaje como don Víctor, pero ¿quién sabe lo que podrá suceder mañana? Aunque te rías y te reburles, puede ser que nade en oro antes de lo que tú tardas en hacer una novena...

Pastora se levantó de nuevo, y por uno de aquellos cambios frecuentes en las organizaciones delicadas, vi que sonreía y que sus ojos destellaban malicia. Cogió entre las yemas de los dedos la solapa de mi levitillo, la alzó, y mostrando que abrochaba al revés, signo indefectible de que la prenda había sido económicamente vuelta con lo de dentro para fuera, me interrogó así:

-Pascualillo, ¿entonces no te pondrás la ropa con las solapas cambiadas?...