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ArribaAbajo- VIII -

En la vida los sucesos suelen ya precipitarse y atropellarse con vertiginosa rapidez, ya pararse flemáticos, sin que nada acelere su andar de tortuga. Esto último me aconteció después del día memorable en que recibí la visita de Onarro. Tras de horas tan accidentadas, vino una semana lenta en que no ocurrió cosa particular. Asistí a clase, y Onarro no dio leves indicios de acordarse de la historia de la capa y de sus consecuencias. Mis compañeros continuaron comentando mi sabiduría, que andaba tan oculta, y a la vez la entrevista de Onarro conmigo, que averiguaron no sé por qué medios, y que atribuyeron, como era de esperar, a graves disquisiciones y diálogos científicos de la mayor importancia. Por lo común, ninguno de los embustes que ruedan por las bocas del vulgo deja de fundar su origen en un dato cierto; solamente que es mejor carecer de datos que tenerlos y servirse mal de ellos. Existe un fondo de verdad en toda fábula, mas el hecho real llega a desaparecer por completo o quedar soterrado bajo el mito.

Por lo que respecta a Pastora, no pude pescar otro momento en que la dejase sola su Argos. Por don Nemesio supe que continuaba hablando de monjío: lo que achaqué a disimulo y destreza. Mas no servían de nada las moratorias, dado el carácter del porfiado pretendiente que Pastora se ganara. Al pedir don Víctor a la sobrina del canónigo, pensó ser llevado en palmas y entrar bajo arcos triunfales por la puerta del matrimonio; y así los velos del orgullo le encubrían la desigualdad del enlace. Mas al advertir que lejos de ser acogido con halago y de encontrar francos los caminos, le era forzoso rogar y esperar y temer, experimentó primero un asombro sin límites, después una ira sin freno. En suma, él se halló humilladísimo, y desde el mismo punto se volviera atrás de lo dicho, y deshiciera el nudo, a no parecerle que cejar así era peor y más vergonzosa derrota. Entonces su amor propio resentido le dictó una resolución irrevocable como todas las que toman hombres de su temple: que no sin razón se ha dicho que la terca firmeza es virtud de necios. Fuese, pues, una mañana con don Nemesio a casa de don Vicente, y llamando a cónclave a misia Fermina, manifestó sin rodeos a todos que o Pastora se determinaba a darle un sí claro, explícito y redondo en el plazo improrrogable de ocho días, sin que entre el sí y la ida a la iglesia mediasen más de veinticuatro horas, o tuviesen entendido que se rompía y desataba todo proyecto matrimonial. Al proponer esta última tregua, estaba don Víctor pensando entre sí que, de desairarle aquella modesta muchachilla, no le quedaba otro arbitrio para ocultar el bochorno sino salirse de Santiago por siempre jamás amén. Doña Fermina puso el grito en el cielo, protestando que eso era forzar las cosas; que puesto que la niña iba fijándose cada día más en las singulares prendas del señorito de la Formoseda, todavía no era posible, ni aun decoroso, que en tan corto tiempo le correspondiese y pagase con la debida vehemencia. Don Nemesio se limitó a aconsejar a don Víctor procurase insinuarse por suaves medios con Pastora, lo cual era muy hacedero para un joven de dotes tan relevantes. En cuanto al canónigo, oyó con gran reposo la arenga del mancebo, haciendo señales de asentimiento a cada uno de sus períodos; y así que todos hubieron hablado, levantose trabajosamente del sillón, en que más y más le crucificaba la gota, y dando una palmada en el hombro de don Víctor:

-Tiene usted razón de sobra -le dijo-. Cuanto ha alegado usted está dentro de los límites de las exigencias más justas. Déjelo usted de mi cuenta, que yo le prometo que al plazo señalado sabrá usted a qué atenerse, y no me le entretendrán con disculpillas de mal pagador. Basta mi palabra.

En efecto, cumpliendo la oferta hecha al señorito, llamó más adelante el canónigo a Pastora a su cuarto, sin testigos, y pasó con ella una plática cuyos resultados conoceremos a su tiempo.

No supe yo entonces la circunstancia de la intimación de don Víctor, que acabo de narrar. Faltábame todo medio de comunicarme con Pastora, pues hasta la estratagema de las cartas en la capa se hiciera imposible, atendido que don Vicente me recibió un día con serio semblante, frunciendo sus temerosas cejas, visto lo cual no me arriesgué a repetir la visita.

Andaba yo, pues, del peor talante posible, y entre tantas dificultades y pequeños tropiezos no se apartaba de mi mente el recuerdo de la extraña entrevista con Onarro. ¿Sería verdad que aquel hombre poseía medios para enriquecerme? A veces esta idea se me presentaba posible, verosímil, inmediata. Otras pensaba en el invariable y raído gabán color nuez del sabio, y a mandíbula batiente me reía de mí mismo. Sin embargo, aquella quimérica esperanza no se separaba de mí. Rumores misteriosos, repetidos y comentados y engrosados en las bocas de todo el mundo, estimulaban mi fantasía. Con mayor insistencia que nunca, afirmábase que el profesor de química andaba dado a buscar la piedra filosofal. Aun se susurraba que Onarro tenía sus puntas y ribetes de mágico, y que aderezaba filtros, bebedizos y elixires peregrinos y de extrañas propiedades; con aquello de mudar las piedras en oro, hacer retoñar un verde y florido jardín en el mes de diciembre, y otras patrañas del mismo jaez, dignas del tiempo de la alquimia, pero creídas del vulgo en todo tiempo. Nadie mejor que yo pudiera dar valor y fuerza a tales voces, contando las raras ofertas del profesor, que tal saborcillo tenían de pacto diabólico: pero me guardé bien de descoser la boca, diputando por chanza y fábula todo ello.

Al mismo tiempo la ilusión, agitando mi espíritu, me movía a anhelar secretamente fuese real alguna de las soñadas perspectivas. Yo no dejaba de figurarme que bien podía la química tener algo de brujería. Mis conocimientos no llegaran hasta distinguir los fenómenos naturales de los portentos de la magia. Por intuición se me antojaba que las gentes decían en ese respecto mil desatinos; pero careciendo de la racional seguridad con que el sabio calcula, vagas aprensiones me impelían a pensar como las gentes. A medida que pasaban días, adquiría cuerpo en mi ánimo el terror y atractivo de lo sobrenatural. No era posible defenderme. A deshora de la noche pensaba en Onarro, en sus fantásticas promesas, y juntándose todo ello con los dicharachos y consejas del público, allá en mi interior se organizaba un ejército de necedades.

Juzgue, pues, el lector compasivo, de la impresión que experimentaría yo cuando una mañana, al concluirse la cátedra y desfilar los estudiantes, me llamó Onarro con una leve seña, e inclinándose hacia mi oído, pronunció esta frase, impregnada de misterio y novelescamente concisa:

-Esta noche, en mi casa, a las diez.

No pude responder sino bajando la cabeza en muestra de asentimiento, mientras Onarro, por cuya boca irónicamente plegada vi resbalar una enigmática sonrisa, se levantaba y salía de la clase con ambas manos forradas en los bolsillos del indefinible gabán.

¡Si pasaría yo preocupado e inquieto las cuántas horas que mediaron entre el aviso y la de la cita! Donde quiera que me sentase, punzábanme alfileres, y ortigas me picaban. El tiempo se me antojaba unas veces corcel alígero, y otras caracol pelmazo. No quise comer apenas, pues una especie de calentura y tensión nerviosa acallaba las voces, sonoras de ordinario, de mi estómago juvenil. Distraído y atortolado, respondía con troncas palabras a los obsequios empalagosos de doña Verónica y a la acostumbrada afabilidad de don Nemesio, que acertó aquel día a acompañarme a la mesa. Yo, hecho un azogue, continuamente me asomaba a la ventana, cual si por ella hubiese de ver algo para mí muy importante. En fin, estaba tan alterado, que derramé el agua por la servilleta y al echar a don Nemesio garbanzos con el cucharón, se los sembré en la sotana.

Fuese yendo el día, y viniendo la noche, no en verdad negra, caliginosa y relampagueante, como conviene a escenas de aquelarre y a diablerías, sino apacible, clara, magnífica, que ni soñada para coloquios de amor. La luna, a la sazón en su cenit, derramaba suaves olas de luz sobre la austera ciudad sumida en silencio. Vaporosa lumbre y profunda sombra contrastaban en las calles. Me embocé en la capa, y emprendí el camino de la casa del sabio.

Habitaba Onarro en uno de esos caserones vastos y semimonumentales que abundan en los pueblos ya decadentes como Santiago. Vivienda ayer de ilustre familia, que dejó la residencia de provincia para irse tras del bullicio y gala de la corte, el casi palacio va mustiándose y ajándose: la polilla roe las maderas, la humedad amortigua y descascara las pinturas, la lepra verdosa del musgo invade los escudos heráldicos y las piedras de la fachada, los cristales se rompen uno tras otro, y entonces sus dueños se resignan a alquilar el edificio a un precio siempre más módico que el de los angostos pisos modernos, porque la misma grandeza y anchura del local hace que no poseyendo ningún inquilino muebles suficientes para alhajarlo, parezca un cuartel o un hospital robado y la desnudez patentice las lacras y arrugas de la ancianidad.

El caserón que Onarro tomara en arriendo mediante una suma nada crecida -y en que se gobernaba sin otra compañía que la de una criada entradita en años- era de lo más ruinoso y triste que imaginarse pudiera. Aumentaban al exterior su aspecto tétrico unas fuertes y gruesas rejas, comidas de orín, y tapizadas de venerables telarañas, claro indicio del tiempo que hacía que ninguna hermosa a las ventanas se acercara, prestando oído a alegre serenata estudiantil.

Así de la aldaba de hierro, figura de monstruoso dragón, que más parecía despedir que convidar a la entrada, y sacudí tres vigorosos aldabonazos. Rechinaron con desapacible estridor los cerrojos, gimieron los recios goznes, y apareció la vejezuela criada, con un velón en la mano; y a fe que juzgué que sólo le faltaba la untura para volar por los aires como las Camachas y Montillas, tal era de chupada, sumida y pergaminosa, y tanto acusaba los planos, líneas y sinuosidades de su esqueletado rostro aquella rojiza luz. La clara y fría de la luna me mostró allá en el fondo un patio o claustro, con arcos y columnas, en cuya balaustrada superior, calada como encaje, descollaba de trecho en trecho un escudo de armas rematando en casco o cimera. A la izquierda se enroscaba carcomida escalinata, que ascendí precedido por la Marizápalos.

Hízome cruzar varios pasillos y habitaciones, frías y sin muebles, en que nuestras pisadas retumbaban con eco solemne y lúgubre, y señalándome al extremo de un gran salón, en que las paredes lucían aún pálidas cenefas y descoloridos frisos al temple, una puerta, bajo la cual se filtraba una línea luminosa, me dijo con voz de catarro, mostrando la traspillada dentadura:

-Puede pasar si gusta.

Y se alejó con su velón.

Confieso que me quedé indeciso un punto. No las tenía todas conmigo, como suele decirse. Al fin herí blandamente con los nudillos las hojas de la puerta, y éstas cedieron sin otro esfuerzo a tan leve presión, abriéndose cual por arte de birlibirloque.

El espectáculo que se ofreció a mi vista turbada, me dejó cosido al umbral. No conocía yo entonces por cierto ninguna de las obras maestras de la literatura demonológico-fantástico-transcendental, tan en boga actualmente; no había visto Fausto, ni Roberto el Diablo, ni siquiera leído el Mágico prodigioso, de nuestro admirable Calderón; ignoraba totalmente las formas, disfraces y tipos que gusta de adoptar Luzbel para hacer a mansalva sus picardigüelas y bellaquerías por acá abajo: y con todo eso, corrió por mis venas terrible escalofrío, y a tener ánimos, no parara hasta la calle, cuando vi a Onarro vestido con larga hopalanda de color rojo de sangre, destacándose sobre un horno o brasero de ardientes y movibles llamas, y sosteniendo en la mano diestra un pajarraco enorme, sin duda búho o mochuelo, que al verme exhaló ronco y amenazador graznido. Flaqueáronme las piernas y se me pusieron de punta los cabellos... ¡Lo que es la imaginación! Sobre que después de media hora de estar sentado cerca del profesor de química, y de haber palpado la rara hopalanda, que no era sino abrigada bata de tartán, y de calentarme a la hoguera misteriosa, que era excelente chimenea inglesa en que ardía razonable cantidad de cok, y de oír al supuesto búho -un loro muy sinvergüenza- llamarme cobarrrde y borrrrriiico, aun me temblaban las carnes, y aún me corría sudor desde la raíz del pelo.

Onarro, que casi a viva fuerza me arrastrara al interior del gabinete, sentándome poco menos que como a un niño en la butaca, había sacado de una alhacenita una botella, un vaso y dos o tres bizcochos, y escanciándome un Jerez aromático, de color de caramelo, obligome a beberlo para que me repusiese y sosegara. Avergonzado yo de la sátira fina y sutil que se contenía en tales cuidados y mimos, permanecí como un doctrino, sin saber qué rostro poner.

Sentose Onarro fronterizo a mí, y la claridad intermitente del fuego, alumbrando a trechos su cara, la hacía aparecer más sarcástica, aguda y burlona que de ordinario.

-Viendo estoy -me dijo sin apartar de mí sus ojos, no velados entonces por los azules espejuelos- que no va usted a servirme para lo que yo le he menester. Es usted medrosico e impresionable, tiene usted fibras de azúcar cande, y yo le he advertido, y mi conciencia me manda se lo repita, que hay peligro de muerte.

-Ya he respondido que eso no me arredra, ni me se da de ello un bledo -contesté con intrepidez aumentada por las cosquillas del generoso licor y el grato fomento de la lumbre.

-Sin embargo; como ha mostrado usted así... cierta vacilación y parálisis repentina...

-Señor, le seré a usted franco; lo que a mí me asusta son ciertas cosas que... vamos, serán niñerías y simplezas, pero no puedo remediar el temor que me causan. Montañés nací, y crieme entre mil cuentos de asombro; allí, en las noches sin luna, vemos pasar con sus antorchas sepulcrales la misteriosa procesión de la Compaña; allí los fuegos fatuos del cementerio, cuyo origen nos explicó usted el otro día en clase, se consideran almas de difuntos que vagan entre la niebla, y, realmente, como tienen aquella maldita gracia de correr detrás del que escapa y de huir del que los sigue... En fin, no se hable más del asunto, que de día me pondré yo con el mismo Bernardo del Carpio. No retrocedo ante ese peligro que usted dice.

-Yo cumplo con un deber al declarar a usted que lo hay, y muy grande. Importa que usted se penetre de ello, a fin de que disponga y ordene sus negocios temporales y espirituales, no sea que el lance le coja desprevenido.

-¿Ha de ser el peligro de tal especie que a nada dé lugar? -pregunté yo un poco menos decidido.

-A nada.

-Según eso, ¿puedo morir de repente?

-Como herido del rayo.

-¡Zambomba! -pensé para mis adentros- ¡y que serio lo dice el condenado! Esto tiene traza de ser una verdad como un templo. No faltaría más sino que al enfrascarme en tal aventura corriese yo el riesgo que me están anunciando, y a la vez me saliese vana y huera la perspectiva de los millones y los tesoros. ¿Quién me mete a mí en libros de caballería? No, lo que es sin ciertas aclaraciones previas no va el hijo de mi padre a ponerse a morir así, sin tener ni aun tiempo de decir oste ni moste.

-Parece que se ha quedado usted pensativo -advirtió incisivamente el profesor.

-El caso no es para menos, señor don Félix -repliqué acariciándome maquinalmente la barbilla-. No se figure usted que experimento lo que en rigor se llama miedo, no, en verdad, pero digo...

-Dice usted...

-Digo que la vida no es grano de anís para jugarla contra promesas y esperanzas que, así yo medre, no sé en qué puedan fundarse.

-Razón tiene usted -repuso Onarro con mucho sosiego-, y con efecto, ya me guardaría yo bien de poner en punto de perderse su vida de usted ni la mía propia, a no contar con un sesenta por ciento de probabilidades de venturoso éxito.

-¿Usted cree? -contesté no muy persuadido.

-No creo. Estoy seguro de que de cien veces sesenta...

-Bien, señor don Félix. Yo abrigo gran confianza en usted y en su saber; vaya si la abrigo; pero en puridad, si usted quisiera indicarme así... algo de lo que... en fin... Porque si usted me explicase un poquito de lo que vamos a hacer, y yo comprendiera que no faltan esas probabilidades que usted dice, arrostraría con gusto todos los peligros que sobrevenir pudiesen.

Riose Onarro al oírme, y abriendo con una llavecita un secreter o papelera situado en el ángulo de la habitación sacó un grueso rollo de papeles, que me puso sobre las rodillas. Miré y vi que las páginas estaban garrapateadas en todos sentidos de fórmulas químicas y algebraicas. Viendo el profesor que yo permanecía confuso y sin saber qué decir, me tomó de la mano, y sacándome del gabinete por una puerta lateral, me hizo atravesar pasillos, hasta que llegamos a una pieza estrecha y abovedada, que daba señales de haber sido oratorio, pues aún se conocía el lugar en que estuvo el ara santa, y se divisaba en la pared el negro hueco del nicho que contuvo la imagen. Una lámpara mortecina alumbraba el sitio, y en el centro había una larga mesa: por los muros corrían anchos estantes, y estantes y mesa soportaban la carga de aparatos, máquinas y pilas de mil formas y dimensiones, y botes y frascos de diversísimas figuras: todo lo cual no sabré yo detallar por menudo así me asaeteen, puesto que si alguno de aquellos instrumentos más vulgares, como microscopios, espectroscopios, campanas neumáticas, los conocía de haberlos visto emplear para experimentos, o para describir sus efectos en clase, la mayor parte de los que allí se veían, tubos, placas, cilindros, hélices, discos, cubos, galvanómetros, giróscopos, cápsulas y matraces, eran para mí tan ignotos como las letras del alfabeto chino. Volviose Onarro hacia mí, y me preguntó festivamente:

-¿Qué saca usted en limpio?

-Nada -respondí, contentándome con pasear mis espantados ojos por la revuelta prendería del lúgubre laboratorio. A la luz opaca de la lámpara, los cristales y bronces, limpios como el oro, arrojaban fugitivos y misteriosos destellos, y las siluetas de las extrañas máquinas se dibujaban sobre la pared caleada como animales monstruosos y grotescos. Entonces Onarro me habló:

-Ya se lo he dicho a usted: este es un contrato celebrado para inter nos, y que usted selló con solemne juramento. En tal asociación y pacto, usted representa para mí lo que cualquiera de esos aparatos que ve usted alineados en los estantes: mero instrumento y nada más. Para usted que no aspira en modo alguno a la gloria, a la celebridad, a los grandes descubrimientos, para usted la riqueza, los montones de oro, única recompensa y salario que exige por el peligro que arrostra. ¡Para mí el honor eterno, el rastro de luz en la historia, la inmortalidad! ¡Usted es la materia, la materia inerte y pasiva; yo soy la fuerza, la idea, la actividad, el genio!

Los hombres de convicción la comunican por irresistible manera. La fogosa perorata de Onarro, si bien en ciertos respectos no muy lisonjera para mí, fue bastante para amenguar mis recelos e infundirme aliento, haciendo que aquella empresa, de la cual no sabía una palabra, se me ofreciera con risueño aspecto. Sin embargo, sucedíame lo que a todo ignorante; y era que se me figuraba que si Onarro me exponía sucintamente sus planes, desde luego iba yo a entender muy bien hasta qué punto eran realizables y positiva la ganancia que brindaban. Así fue que, sacudiendo la cabeza, como aquel que no quiere darse por convencido, repliqué:

-Sin duda, señor don Félix, usted ha de ser aquí el hombre célebre, y yo el zascandil que se satisface con llegar a archimillonario; pero con todo eso diera un ojo de la cara por que usted me indicase algo de en qué consiste ese nuevo vellocino de oro. Aunque materia inerte, confieso que me punza la curiosidad; y si por malos de nuestros pecados saliese frustrado el ensayo, y en un decir Jesús nos fuésemos al otro mundo, no marcharía tranquilo ignorando por qué causa o por qué efecto nos despedimos de éste.

-¿De suerte que a toda costa quiere usted saber en qué se ha metido?

-Sí señor. Al menos ese consuelo tendré.

Echó Onarro a andar de nuevo hacia el gabinete y tumbose en la poltrona mirándome de hito en hito. En la diestra empuñaba las tenazas de la chimenea, removiendo o atizando de tiempo en tiempo los inflamados carbones. Así permanecimos unos minutos, él caviloso y sin descoser la boca, yo sin atreverme a despegar los labios ni a respirar casi.

Al fin rompió el silencio el profesor preguntándome con aparente descuido:

-¿No ha oído usted por ahí comentar algo de lo que he venido a hacer a este pueblo? Aunque yo no estoy muy al corriente de cuanto se murmura y charla, las habladurías de la criada me han revelado que la gente fisgonea mis pensamientos, palabras y obras. ¿Qué ha entreoído usted en los corrillos?

-A Roma por todo -pensé: cuando lo pregunta, querrá saberlo-. Señor don Félix -dije en voz alta-, usted es una persona tan ilustrada, que de fijo no se ofende porque le sea franco y sincero.

-Al contrario. Exijo, reclamo de usted ambas cosas: franqueza y sinceridad.

-Pues señor, las personas instruidas, la gente formal, piensa generalmente que usted está aquí ejerciendo su cátedra y dedicándose... pues... a estudiar mucho, y a hacerse más sabio de lo que es aún, y acaso a algún descubrimiento o mejora, vamos, de eso de química o de física. Pero el vulgo... ¡ya ve usted!, como siempre explica las cosas de la manera más extraordinaria y más imposible... ha dado en decir que es usted brujo, que tiene pacto con Lucifer, que anda usted buscando la piedra filosofal... Y no crea usted: aun personas inteligentes y graves, o que por su profesión y doctrina debieran serlo, no andan exentas de cierta sospecha y escozorcillo. Por supuesto que yo no he creído nunca una palabra de tales invenciones.

Diciendo iba esto con aire de persona muy experta, y guiñando a la vez un ojo, sin acordarme de que poco tiempo hacía confesara mi supersticioso temor a duendes, a apariciones, a todo lo extranatural. Pero en aquel instante gustábame darme barniz de espíritu fuerte.

-¿Con que usted no creyó nada de eso? -interrogó Onarro.

-Nada, no señor. ¡Tales dislates! Me río y me burlo y hago chacota de todos cuantos me tocan esa conversación.

-Bien; usted no lo creyó. Y dígame por su vida: ¿qué entiende usted por buscar la piedra filosofal?

-Yo le diré a usted... He oído muchísimo de eso: pero de seguro que ahora no me acordaré y no podré explicarlo con sus pelos y señales... Me parece, si no me engaño, que es que allá hace muchísimos años había unos hombres que se pasaban la vida estudiando y devanándose los sesos y quemándose las cejas, revolviendo librotes de conjuros, exorcismos y fórmulas mágicas, derritiendo ingredientes y metales en retortas y alambiques, para conseguir fabricar una cosa, un guijarro o unos polvos, que llamaban piedra filosofal... En resumen, que con aquella piedra curaban todos los males, y alargaban la vida, y remozaban a los viejos, y las peladillas de arroyo las trocaban en oro purísimo... Mire usted, aun el maestro de escuela de un lugar cerca de mi casa, anduvo, por más señas, discurriendo cinco años en cómo se haría la tal piedra, y qué especies y condimentos se han menester para sazonarla: unos librotes antiguos que heredó de la biblioteca de un tío cura le sorbieron el seso hasta tal punto, que al cabo de los cinco años no halló la piedra, pero sí una celda en un manicomio, donde muy a su sabor continúa con sus investigaciones. Ello dicen que la dichosa piedra, no obstante andar tan buscada, no pudo encontrarse; o que si alguno dio con ella, se fue con el secreto al otro barrio.

Oyó Onarro mi docta aclaración, atendiéndome mucho y sin perder sílaba; y cuando hube terminado, lentamente, pero con energía me preguntó:

-Y dadas tales premisas, ¿se puede saber por qué califica usted de patraña el que yo me consagrase a encontrar lo que tantos hombres eminentes de la Edad Media han pedido a sus vigilias y afanes?

-¡Ciertos son los toros! -pensé afligido para mis adentros-. ¡No tiene cabal el juicio! ¡Eran verdad las mentiras que se contaban!

-¿En qué se funda usted -prosiguió Onarro con la voz de acero, penetrante y clara, que en ciertos momentos tenía- para relegar a la región de los sueños y de los imposibles un descubrimiento tras el cual anduvieron constantemente los alquimistas, gente al cabo estudiosísima y familiarizada con los misterios de la naturaleza, por espacio de tantos siglos; falange donde cada uno valía tanto como usted y todos juntos más que usted? A ver, ¿tiene usted alguna razón seria, verdadera, para negar a priori la posibilidad de la piedra filosofal?

-¿Qué razón he de tener, pecador de mí? -repliqué humildemente-. ¿No sabe usted, señor don Félix, que así entiendo yo de estas cosas como de estañar calderos?

-Pues, amigo -repuso el singular interlocutor mudando tono-, es lo bueno que sin entender, ha acertado usted en algo, en mucha parte. Su instinto, en cierto respecto, le ha servido de infalible guía.

-¡Ya lo dije yo! ¡Eso de fabricar un elixir con el cual en un periquete se vuelva muchacho el mismísimo Matusalén, tendría bemoles!

-Es un sueño calenturiento.

-¡Y eso de curar todos los males como por ensalmo!

-Delirio.

-¡Y evitar la muerte y quedarse como el Judío errante!

-Quimera.

-¡Pues digo lo de trocar las chinas de la calle en monedas de cinco duros!, ¡ni Jauja!

-Alto, amigo. No se exprese usted con tan magistral desdén. Cuidadito.

-¿Cómo, señor don Félix? ¿Qué dice usted?

-Digo que se guarde de declarar imposibles cosas que, acaso, cuando menos se percate, hallará realizadas.

-¿Habla usted formal, señor don Félix? -grité yo saltando en la butaca y mirándole atónito, presa de emoción vivísima y temeroso de alguna nueva ironía que me cortase el paso.

-No gasto chanzas de ninguna clase.

-Perdóneme usted que me impresione, que dude... porque es tan inaudito, tan admirable, tan increíble ese supuesto...

-¿Se le despierta a usted la curiosidad científica? Malo, malísimo. Yo le he elegido a usted y he puesto en usted mis miras, porque me pareció un costal de paja, incapaz de soñar nunca en apropiarse ni la centava parte de la gloria que me corresponde; si ahora salimos con que es usted racional y pensador, y con que pueden conmoverle a usted estas cosas, mal negocio.

-Señor don Félix, no crea usted que es la parte científica lo que a mí me llama la atención, y me entusiasma y arrebata: no señor; lo que me hace a mí tilín son los millones, ¡qué digo millones!, ¡los billones y cuatrillones y sextillones que puede adquirir un hombre que tenga la habilidad que usted dice de volver las losas en barras de oro! Mire usted que de esa manera se podía uno hacer en menos que canta un gallo una rentita... vaya, me quedaré corto... así, de unos trescientos mil pesos diarios, que vienen a ser por hora...

Y me puse a contar por los dedos. Onarro callaba.

-¡Qué barbaridad! -continué sin saber moderar mi exaltación- ¡qué barbaridad!, ¡qué cosas se podían hacer con tanto dinero! En primer lugar, ensanchar todas las calles de Santiago, que buena falta les hace, y suprimirles los baches, que no tienen pocos... Convidar a comer a todos los estudiantes de leyes, de medicina y del Seminario, y darles Champagne a discreción por espacio de una semana... cubrir de cristales la Rúa Nueva y la Alameda, para pasear a pie enjuto... Y ahora que está vacante el trono de España, con meterles un mal millón en la mano a cada alcalde, y dos o tres a cada coronel, y diez o quince a cada capitán general o gobernador de provincia, y un billoncejo o dos a los miembros del Gobierno provisional, sería uno rey sin efusión de sangre y con inmenso entusiasmo... ¡Figúrese usted! Pero usted, señor don Félix, no debe tener vocación de monarca, según me escucha cabizbajo.

-Estoy pensando -contestó el sabio sin levantar la cabeza- que en vista de las tonterías que le sugiere a usted la perspectiva sola de tener oro a discreción, quizá voy a obrar mal y a contraer responsabilidad gravísima si se lo proporciono.

-De suerte... -murmuré conmovido y temblando y sin atender a contestar acorde- que usted cree firmemente que es posible hacer oro de las piedras... ¿Esa es... pues... la empresa que vamos a acometer juntos?

-No, señor.

-¡No! -exclamé más frío que la nieve.

-No, nuestra empresa será menos difícil.

-Yo creí... ¡Vamos, ya me parecía a mí que eso no era posible! Porque al fin el oro es oro, y las piedras... piedras.

-No cabe duda... pero mire usted, bien pudiera suceder que... Aunque me parece difícil que en su caletre de usted se abran camino mis explicaciones... haré una prueba. Yo tengo el don de claridad. ¿Sabe usted de qué está compuesto el universo físico?

-Pues claro está... de los cuatro elementos, aire, fuego, agua y... ¡y.. y explique usted para esto! -gritó Onarro-. ¿Qué, ha olvidado usted una cosa tan sencillísima, que le enseñé mil veces en clase? Le hacía, en verdad, torpe y desmemoriado; pero no hasta ese punto inverosímil. Recordará usted que les dije que la química ha reconocido actualmente hasta setenta y cinco cuerpos o sustancias simples, cuyas diversas combinaciones forman los componentes todos del Universo.

-Sí, me parece que voy haciendo memoria... -dije yo sin recordar miaja.

-No podemos asegurar -continuó Onarro- que esa cantidad de cuerpos simples sea definitiva. Puede acontecer que se descubran, como en efecto se han descubierto, algunos nuevos, y puede suceder que, mejor analizado uno de los antiguos, resulte compuesto de elementos conocidos ya. De suerte que el número setenta y cinco está sujeto a aumentar o a disminuir.

-Justo -aprobé yo muy serio-. Confieso que en aquel momento me fijaba muchísimo en la explicación, apretando el intelecto cuanto podía.

-Ahora bien; los químicos nos preguntamos a cada instante: ¿habrá realmente en el Universo setenta y cinco especies diferentes de materia? ¿Existirá un número dado de cuerpos intrínsecamente distintos, irreductibles, insolubles los unos y los otros? Y muchos de los químicos más eminentes, entre ellos Cauchy y Ampère, que son dos lumbreras, responden: No, es imposible que se dé esa cantidad de materiales sustancialmente diversos: eso no es más que una apariencia, un efecto de la distinta colocación y agrupamiento de los átomos, único elemento verdaderamente simple, indivisible, inanalizable, irreductible y primitivo que se presenta en el Universo.

-¿Eso dicen? -interrogué yo.

-¿Ha echado usted también en olvido los ejemplos que puse, a fin de explanar la teoría?

-Haga usted como si nunca los hubiese puesto.

-Para probar que dos cuerpos absolutamente idénticos, según demuestra el análisis con evidencia, pueden ofrecer propiedades que los hagan aparecer diversísimos, cité el fósforo. El fósforo es un cuerpo blanco, luminoso en la oscuridad, muy inflamable, con olor fuerte y penetrante y en extremo venenoso. Pues caliéntelo usted en un vaso cerrado, y se encontrará con un cuerpo rojo, opaco en la oscuridad, poco inflamable, inodoro y sin veneno alguno. ¡Ya ve usted si al parecer se diferencian estos dos estados! No obstante, lo repito, el análisis prueba que es exactamente una misma cosa la de antes y la de después. Sólo se han alterado sus propiedades físicas. Lo propio pasa con el agua, que es cuerpo compuesto. ¡Considérela usted mudándose del estado de hielo al de líquido y al de vapor! Sin embargo, siempre es la misma combinación: dos átomos de hidrógeno por uno de oxígeno. El silicato de potasio es líquido; con todo, es idéntico al cristal sólido. Aun les puse a ustedes en cátedra, y podría ponerle a usted ahora infinitos ejemplos más, y todos igualmente sencillos e inteligibles. Pero usted no atendería o estaría pensando en las musarañas.

Yo no protesté, porque el trabajo mental de ir entendiendo aquellas cosas tan obvias y claras me tenía medio atolondrado.

-Ahora bien -prosiguió Onarro- Éstas y otras razones que usted no necesita, nos conducen como de la mano a suponer que, en realidad, no existe más que un género de materia, una sola sustancia. Los átomos agrupados entre sí de diversas maneras en los cuerpos simples, y formando cristales elementales pequeñísimos, constituirían esta o aquella sustancia simple, según el número de átomos del cristalillo elemental, su posición, su movimiento, etc. Así sucede con las fichas del dominó, que colocadas de un modo hacen una torre, de otro un reducto, de aquél una muralla almenada... No habiendo, pues, diferencia sustancial en la materia, quién duda que, por ejemplo, el plomo y el oro, son una misma sustancia bajo formas diversas. La ciencia en su estado actual no conoce razón alguna que pueda calificar de imposible y absurda esta hipótesis. Los antiguos aristotélicos solían decir que la materia es indiferente a las formas. ¿Qué necesitaríamos, según esto, para transmutar los demás cuerpos en oro? Poca cosa en verdad. Bastaría con que así como analizamos, disecamos y descomponemos los cuerpos compuestos, reduciéndolos a su más sencilla fórmula, a la mínima expresión, pudiéramos hacer otro tanto con los simples. Una vez traídos a su originaria situación de meros átomos elementales, era asunto no más que de ponerlos en condiciones de cristalizar formando las moléculas especiales del oro.

-Y siendo esto tan fácil, señor don Félix de mi alma, ¿por qué no lo hace usted? -exclamé impaciente, con afán vehementísimo.

-¡Fácil! ¿Cuántos siglos transcurrirán quizás antes de que la paciencia y el estudio del hombre alcancen a aplicar en toda su extensión estos principios que he indicado? ¿Quién será el genio que el destino señala para que los complete, desenvuelva y perfeccione? ¿Quién el ilustre inventor de los instrumentos delicadísimos y mil veces más exactos que relojes, que nos consientan profundizar la estructura íntima de los cuerpos? ¿Sabe usted, desdichado, que los átomos son una cosa que no tiene tamaño ni peso apreciable; que son el último grado de división de la materia; que se ocultan absolutamente, no ya a los sentidos, sino a los aparatos que centuplican la energía de los sentidos; que la fragmentación de estas partículas es casi infinita? ¿Sabe usted que si los átomos contenidos en una gota de agua del grosor de un guisante se trocasen en granos de arena, un convoy continuo de camino de hierro marchando con una rapidez de treinta y seis kilómetros por hora necesitaría más de dos millones y medio de años para transportar esa arena? ¿Que si se quisiera calcular el número de átomos metálicos contenidos en una cabeza de alfiler de a ochavo, separando cada segundo con el pensamiento mil millones, tendríamos que repetir tal operación por espacio de doscientos cincuenta y tres mil seiscientos setenta y ocho años para llegar a la cuenta justa?

-¿Cómo diantres habrán averiguado eso? -pensé para mí, mientras en voz alta decía- ¡Canastos!

-Y advierta que estoy hablando de los átomos de la materia ponderable, que si me refiriese a los del éter, cuya sustancia pensamos que sea la misma, pero infinitamente más afinada y tenue... La imaginación se pierde. Por lo indicado, ya ve usted que hay camino que andar antes de resolver a fondo tantos enigmas; y quién sabe si jamás...

-Lo que yo voy sospechando, señor don Félix -murmuré ya mareado-, es que con todas esas maravillas, laberintos y portentos, yo me quedaré como estaba, porque usted, por lo visto, aunque cree posible, factible y corriente lo del oro hecho con pedruscos y cantos, no sabe cómo manejárselas para conseguirlo, y viene a ser igual que si lo declarase imposible desde luego.

-Nunca alcé mi osado pensamiento hasta tratar de resolver lo que hoy por hoy permanece insoluble. Ya he dicho a usted que nuestra empresa era más fácil.

-Y también, de seguro, menos fructuosa, menos suculenta, menos...

-¡No, no! -gritó Onarro descargando con la tenaza un fuerte golpe sobre los carbones de la chimenea, y haciendo saltar multitud de chispas, que un momento formaron a su calva cabeza fantástica aureola-. ¡No, y mil veces no! Por desdicha mía, y fortuna de usted, la empresa será todo lo lucrativa posible, pero más hacedera y llana, y por ende menos gloriosa. ¿Lo oye usted bien?

-De modo que... ¡Ay, señor don Félix! Repita usted eso. ¿De modo que es así... cosa tan rodada?

-Sí, porque no tratamos de transmutar un cuerpo simple en otro cuerpo simple, sino pura y sencillamente de hacer pasar un cuerpo mismo de un estado a otro diverso. Por las sucintas, groseras y elementalísimas explicaciones que di a usted, notará que de lo primero a lo segundo media tanta distancia como de beberse un vaso de agua a sorber el Océano.

-Ya, ya -aprobé yo como el que va entendiendo.

-¡Será usted rico, hombre, si sale vivo!, no lo dude; será usted un poderoso de la tierra. Venga acá. ¿Conoce usted por casualidad lo que es un diamante?

Estremecime, y repentina luz iluminó mi mente.

Sin embargo, mis ideas confusas no me alcanzaban para entender bien todas las revelaciones y todas las promesas encerradas en la pregunta. Además, mis conocimientos en pedrería eran bastante imperfectos.

-Diamante... -balbucí- Sí, me acuerdo de que un día en que Pastora estaba vistiendo y aderezando a la Virgen del Amparo, de quien es camarista, con alhajas que le prestaron las señoras de R... me enseñó una gran piocha de prender en el pecho y unas arracadas largas, todo ello hecho de unas piedras blancas que brillaban muchísimo, y me dijo: «¿Ves esto que parece vidrio? Pues es un vidrio que valdrá por ahí dos o tres mil pesos». Aún se me figura que estoy viendo las joyas... resplandecían como estrellas. Después he reparado otros brincos modernos con piedras del mismo jaez, en el escaparate del platero Lorenzo, y en los de los Cordobeses que vienen aquí en la temporada del Corpus al Apóstol.

-Pues mire usted, si yo tuviese en mi poder esa piocha y arracadas de que usted habla, y pudiese someterlas a un grado de calor determinado, ¿sabe usted lo que sucedería? Las piedras se irían enturbiando, luego poniéndose negras, luego hinchándose... hasta convertirse...

Onarro se levantó, abrió el mueblecillo situado al lado de la chimenea, y cuyo destino era guardar el combustible, metió en él la mano, y sacando un pedazo de carbón me lo puso ante los ojos, diciéndome:

-¡En esto!

-¡En esto! -repetí pasmado y un tanto incrédulo.

-En esto mismo. ¿Lo entiende usted? En esta materia despreciable y vil, que quemo yo así, a puñados, para calentarme...

Y el sabio, perdida ya la frialdad y calma habituales, cogía a manos llenas el carbón y lo arrojaba a mis pies.

-¿De suerte -dije yo sin la menor intención de burla- que vamos a hacernos ricos quemando de esas piedras para encender después la chimenea?

-O quiere usted hacer jocoso lo que es muy serio, o es usted el mayor sandio del mundo. ¡No ha comprendido usted aún que lo que haremos será convertir esta ínfima materia sin valor que a toneladas se extrae de las minas, que se encuentra en capas inmensas bajo el subsuelo de Europa, en magníficos, enormes y fúlgidos diamantes!

-¡Diamantes! -repetí yo como fascinado por la oriental palabra.

-Sí, diamantes. Lo que está usted oyendo.

-¿Pero eso se ha de hacer... calentando?...

-El cómo se ha de hacer, ni le importa a usted ni tengo para que explicárselo, ni lo entendería aunque prensase el magín toda la vida... El cómo es cuenta mía, mía enteramente. Harto le he aclarado, para que al fin viniese a quedarse tan en ayunas como estaba. Ahora, usted no tiene que ocuparse sino en tres cosas: la primera callar como ha jurado, es decir, como un muerto; la segunda confesarse y disponer su testamento, si tuviere de qué; la tercera presentárseme aquí, preparado a toda contingencia, pasado mañana al rayar el día. ¿Está usted dispuesto?

-Sí, señor -contesté resueltamente- Pasado mañana, al amanecer, me tendrá usted aquí. Yo no sé si hago un disparate, si me meto en un berenjenal del que haya de salir con los pies para delante, camino del cementerio; pero ya... ya quiero despejar esta incógnita, y ver si de una vez en la vida dejo de ser pobre, y puedo darme el gustazo de regalarle a Pastora una piocha y unas arracadas como aquéllas.

-Escuche usted -advirtió el sabio cogiéndome de la mano, y señalando hacia el Pequeño esferamundi, colocado sobre una mesilla no lejos de nosotros- En el globo que ve usted ahí representado, existen a estas horas muchos miles de seres humanos, cuya vida se pasa en esperar encorvados el hallazgo de una miserable piedra preciosa, oculta en las entrañas del planeta... No crea usted que en ese oficio no arriesgan la existencia; no crea usted que no son tratados como parias, peor que parias, porque el paria tiene el derecho de alzar al sol su faz, y ellos doblan su frente al suelo árido... Ya puede usted, joven, considerarse protegido por benigna estrella y destino fausto. Usted buscará en Santiago el diamante en mi laboratorio; si hubiera usted nacido en el Brasil, con un poco más de pigmento bajo la epidermis, lo buscaría a puras persuasiones del látigo de un capataz, que no le dejaría acaso hueso sano.

Condújome Onarro hasta la puerta, sin añadir otra palabra. Aturdido, trastornado y con la cabeza hecha una olla de grillos, me despedí, y ya tenía el pie en la calle, cuando Onarro me reiteró paternalmente.

-No deje usted de prepararse a bien morir, por si acaso.




ArribaAbajo- IX -

Y decíame yo a la mañana siguiente, entrando, después de una noche de desasosiego y vigilia a cuentas y juicio conmigo mismo, cual un tiempo lo hizo Sancho: sepamos, Pascual hermano, qué compromiso es el que ha contraído vuesa merced. ¿Ha tratado acaso de alguna gira o diversión campestre, para la cual haya de reunirse con un par de amigos, o media docena, en un ameno lugar, llevando todos sabrosos víveres y golosinas para merendar alegremente? No por cierto. ¿Hanle invitado a concierto o sarao, en que esparza el ánimo y honestamente se distraiga? Menos aún. ¿Pues adónde tiene de asistir mañana al despuntar la aurora? A la conquista de unos millones, tantos en número que no es posible contarlos. ¿Y quién os ha de ayudar y encaminar a conseguirlos? Pues el nunca bien ponderado don Félix Onarro, nata y flor de la ciencia, cifra y compendio de la sabiduría, que manda en la naturaleza y la metamorfosea y muda cual nuevo Ovidio. Bueno va. ¿Y sabéis vos, hermano Pascual, las peripecias que pueden sobreveniros en esa aventura? Según confiesa el héroe principal de ella, es fácil que él y vos, en un segundo, rodéis a la eternidad. ¿Él y vos decís? ¿Y no fuera posible que sólo vos corrieseis el peligro, y el taimado del sabio se quedase riendo? No va descaminado ese recelo. Y ahora supongamos que salís con bien de la aventura: ¿sabéis de buena tinta que se os vendrán a las manos los ofrecidos tesoros? Prometiómelo don Félix. ¿Y cónstaos a vos que don Félix no tiene la región cerebral vacía y seca como una avellana rancia? No me consta en modo alguno. Ligero anduvisteis entonces, Pascual. El diablo, añadía yo como el escudero manchego, el diablo me ha metido a mí en esto, que otro no.

Con tales reflexiones me eché a la calle, ansiando gozar del aire libre, por si era aquel mi último día de respirarlo, y deseoso de ver rostros conocidos, por si me restaban sólo unas horas de poderlos mirar. Nada de cuanto me encargara Onarro hice, porque en lo tocante a testamento, como no legase el alma a Dios y los huesos a la tierra, otra cosa no poseía; y de confesarme, si bien se me alcanzaba que fuera saludable prevención, era tal mi inquietud, zozobra y falta de recogimiento, y tal el tropel de imágenes y dorados sueños que por momentos me asediaba, que no pude resolverme a hacer examen de conciencia. Lo único que puntualmente cumplí fue la cláusula de no traslucir cosa alguna de la proyectada empresa ni del objeto de mis entrevistas con Onarro.

Sin embargo, me bullía a veces en el cuerpo un afán irresistible de que supiese todo el mundo que mi suerte iba a pasar, muy en breve, de adversa a próspera y magnífica. La mitad de mis futuras riquezas diera yo por ostentar desde luego la otra mitad. Deparome la casualidad que aquel día, paseándome por la Rúa del Villar, del lado de los soportales en que está la animación del comercio y el mayor concurso de gente, viese cruzar por las arcadas fronterizas un cuerpo, que más pareciera sombra derrotada y lacia, y que escurriéndose con cautela y recatándose y pegándose a las casas, parecía, no andar, sino deslizarse. Inmediatamente di caza a la sombra, que al pronto, al verme, apretó el paso; mas después, conociéndome sin duda, volvió pies atrás, y llegándose a mí, con voz anhelosa me dijo:

-Si quieres hablarme salgamos de ahí. Chico, la Inglaterra toda está por esos comercios.

-Pero -respondí yo admirado contemplando el traje astroso y hecho jirones, el grasiento tapabocas y el abollado sombrero de Cipriano-, ¿cómo debes nada en tienda alguna, si te veo con el propio traje y pergeño que usabas allá cuando vivíamos los cuatro juntos y jugábamos a la brisca? Deberás en el café, o en La flor de los campos de Cariñena.

-¡Ay, Pascual bueno! -suspiró el estudiante, guiándome hacia calles retiradas, y a la sazón casi desiertas- ¡Bien se ve que tú no estás enterado, ni comprendes los extravíos a que nos arrastra una pasión! ¿No te acuerdas ya de mi hermosísima Leonor?

-¿Aquella buena alhaja, con la cara embadurnada de almazarrón y harina, que paseaba contigo por los Agros de Carreira?

-¡Stttt!, ¡nómbrala con más respeto, que, al fin y al cabo es una notabilidad escénica! No vayas a figurarte que sólo cantaba en los coros, no señor; hizo papeles casi de los más difíciles y comprometidos, como el de mujer primera en los Magyares, una criada, en Marta; dama convidada primera, en el segundo acto de Los diamantes de la corona, y otros por el estilo.

-En suma, esa grande artista te ha estrujado el bolsillo.

-¡Pero de qué manera!, ¡chico!, él ya no estaba muy repleto, y ahora parece una oblea.

-Tu capital solían ser diez reales, siete cuartos y tres ochavos...

-Esos eran los días de opulencia; pero me dejó sin blanca la divina ninfa. En aquella boca tenía escondido un fraile mendicante. ¿Querrás creer que hasta me pidió los cuellos y puños postizos que yo solía gastar, y el único levitín decente que tuve en mi vida, bajo pretexto de que la obligaban a salir vestida de hombre en un fin de fiesta? Y allá se quedó mi guardarropa olvidado. Así ando yo de roto y hecho una lástima. ¡Oh mujeres! Bien dijeron Salomón y San Agustín y el Crisóstomo...

-¿De suerte -dije yo atajando aquel torrente de erudición quejumbrosa- que estás como el gallo de Morón?

-Lo mismito. Si me quedo en casa me acribilla la patrona; bloquéanme los acreedores si salgo a la calle; el autor de mis días se ha declarado en quiebra, y cuando le pido monises me responde que siente plaza. ¡Qué situación la del general! ¡Ahora precisamente que pensaba yo estudiar, ganar curso, volverme hombre de pro! ¡Pero aplíquese usted oyendo gruñir a una patrona sin entrañas! ¡Asista usted a clase sin tener casi camisa ni ropa! ¡Pase usted de esta facha sin ruborizarse ante aquella señora Minerva de la Universidad, que está siempre tan arregladita y tan limpia!

-Pues no te apures. ¿Quién sabe si andando el tiempo hallarás quién te dé la mano? -pronuncié yo con mal encubierto airecillo protector.

-Para saludarme, podrá ser... y aún lo dudo, según estoy de tronado. Por lo demás, ¿apurarme yo? ¡Bah!

Y me miró con tal expresión de picaresca alegría, que sirviera su rostro para perfecto modelo de un Demócrito risueño y despreocupado.

-Cuando te digo que a lo mejor... donde menos se piensa salta la liebre. Podrá suceder que no pasen cuarenta y ocho horas sin que veas maravillas, y sin que acaso te ofrezca yo con qué tapar la boca a los mastines que te andan a los alcances...

-¿Qué es eso? ¿Tonillo enigmático? ¡Calle! ¿Si Onarro que tanto te estima, te habrá dado parte de la piedra filosofal?

Temblé al oír la frase del estudiante, que sin sospecharlo colocaba el tiro tan cerca del blanco. Perdido soy y perjuro además -calculé-, si algo se vislumbra. Mi emoción debió de reflejarse en mi fisonomía, porque el sagaz Cipriano añadió mirándome de hito en hito:

-¡Qué efecto te ha causado! Te has puesto del color de las bandas de la capa... Pascualillo, ¿con que andas en esos fregados? Ahora sí que digo yo que vamos a pasar magnífica vida a tu cuenta.

Aquí es fuerza salir del paso con un enredo -discurrí yo. Y componiendo el rostro y con aire misterioso y confidencial, murmuré-: Cipriano, mira que te lo cuento a ti, y sólo a ti: cuidadito no me comprometas, porque si por ahí lo saben me asediarán a petitorios, y para tanto no alcanza. En efecto, el señor don Félix ha tenido la bondad de...

-¿De darte un cachillo de la piedra?

-¡Qué piedra ni qué niño muerto! Me extraña que tú des crédito a semejantes paparruchas. El señor don Félix, repito, que es un hombre servicialísimo, y a mí me distingue de manera que no sé cómo pagarle, se ha dignado negociar con un editor de allá de Francia una obrilla que había yo compuesto en mis ratos de ocio... poca cosa, pero en fin...

-En fin...

-Que el editor la ha comprado, y la va a publicar y me da por ella diez mil realitos...

-¡Hombre! -exclamó el estudiante, cuyas truhanescas facciones expresaban la duda, el asombro y la burla, todo junto-. ¡Hombre! Milagro y maravilla sería aquello de la piedra filosofal, pero más me espanto de esotro que me cuentas tú. Chico, dicen por ahí que eres un sabio; pero, ¿cómo te he de adorar santo, si te conocí tan ciruelo como los restantes? En fin, sea todo por Dios, y daca unas cuantas caras de reyes feos con peluquín, que a mí me parecerán más lindos que Leonor, ya los hayas granjeado escribiendo una portentosa obra científica, lo cual considero fuera de lo natural, ya por arte mágica, que para el caso es lo mismo. Llueve tú onzas, y llamarete antorcha de las ciencias y sol de la escuela.

El ladino del estudiante cazaba demasiado largo, cosa que no me supo bien. Híceme, puse, el amostazado, y repliqué:

-No, ya que dudas de mi palabra y de mis méritos, nada haré por librarte de ingleses y por vestirte de un modo más regular.

-¡Jesús, si yo no dudo! Con tal que me facilites unas pesetejas, te tendré por más docto que al mismo Séneca en persona. Figúrate tú que hace un mes que me quiebro yo los cascos por dar con dinero, y calcula la profunda admiración que me inspirará el que lo posee.

-Por hoy nada puedo prestarte. Espera -insistí yo muy formal-. ¿A cuántos estamos? ¿A 16 o a 17 del mes?

-A 17 -respondió Cipriano quedándose algo confuso y dudoso al ver mi gravedad.

-17... 17... del 10 al 17... mañana 18... Mañana cobro la letra de Francia.

-Pero chico, ¿va de veras? -exclamó Cipriano.

-¡Anda a paseo! -contesté yo-. Si no me dieses lástima con esas botas entornadas que parecen almejas, y ese tapabocas asqueroso... a fe, a fe, que te dejara entregado a tu triste suerte.

-Mira, Pascual... si es verdad lo que dices, y vas a tener cuartitos frescos, puedes hacer una obra de caridad... Ya sé yo que ese corazoncito es como la misma seda.

-¡Calla!, ¿no te basta pedir para ti?

-¿Te acuerdas de Inocencio? El pobre siempre fue muy ganso, ya sabes, y en el juego le hacíamos las trampas que se nos antojaban; y él, cuantas más trampas, más ciego y aturrullado... Pues el infeliz recibió una cantidad que le mandaba el autor de sus días para redimir una pensión... era una miseria de tres mil reales, ¡pero ya ves!, para él... Barrabás le tentó a jugar a dinero... chico, le despabilaron sus duretes... ¡Si vieras cómo está! Ni come, ni duerme; se quedó hecho un espárrago... Dice que se va a embarcar para América... o a colgarse de una viga... Chico, parte el corazón.

Y diciendo esto, sacó Cipriano del bolsillo un trapo sucio y agujereado, con el cual hizo finta de enjugar tiernas y compasivas lágrimas. Yo formé propósito, al escribir estos sucesos de mi vida, de retratarme tal cual soy, sin poner ni quitar un ápice, y así como declaro que no alardeo de filántropo, ni busco ocasiones, ni me tomo molestias por hacer el bien, así, cuando éste se me viene a las manos, no lo rehúyo. En suma, yo confieso que no tengo carácter, pues caso de tenerlo, trazaríame una senda y por ella caminaría: lejos de lo cual, siempre practiqué con el mal y el bien lo que con la fruta: comerla en verano porque se presenta madura y fácil, y en el invierno no acordarme de si la hay en el mundo. En aquel momento vi sazonada y oportuna la buena acción de salvar a Inocencio, y pensé en ello con placer: quizás aun en este sentimiento noble entraba una pizquilla de deseo de deslumbrar con el fortunón que ya contaba seguro; pero ¿quién va a decantar tanto los sentimientos? Sucédeles, por ventura, lo que a los linajes: en el más limpio e ilustre se halla, a fuerza de revolver y escudriñar, algún entronque, alguna mancha de judío.

-No se colgará -dije a Cipriano- si puedo evitarlo yo.

-¡Y tanto como puedes! Mañana cobras la letra, ¿no es eso? ¿A qué hora? Siempre será antes de las dos: más tarde no suelen pagarlas. A las tres me planto yo en tu casita... me das lo que quieras para mí, y para Inocencio los tres mil consabidos.

-No, chico -advertí al estudiante-; tus manos tienen un agujero en medio, y no es posible colocar dinero en ellas. Ya sé dónde vive Inocencio, y si la letra viene, yo en persona iré a llevarle...

-Me ofendes, me faltas; pero, en fin, soy magnánimo, y te perdono, en vista de tu munificencia. Mira, una vez que eres tan bienhechor y que te proporcionas el inefable placer de socorrer y amparar a tus semejantes... A tus hermanos... A la humanidad... Voy a revelarte otro infortunio en que puedes ostentar tu generosa largueza.

-Oye -exclamé yo, deseando alejar toda sospecha-, que mis diez mil reales no son de goma elástica.

-No; si se trata de una cosa pequeña, si no te hablo más que de... Ya sabes que la compañía de zarzuela...

-¡Dale! ¿Y qué tengo yo que ver con la compañía de zarzuela? ¡Está bueno!

-¡Hombre!... ¡Si los vieras! Han tenido los cuitados poquísimo abono... Vacío el teatro casi todas las noches... Está empeñado el vestuario... El tenor, aquel buen mozo, ¿no sabes?, padece atrozmente de la laringe, consultó a varios médicos y debe las consultas y la botica... La tiple entró en meses mayores... ¿Con qué envolverá lo que venga?

-Que lo envuelva con los mantos de reina que saca a las tablas... ¿A mí qué me cuentas?

-¿Y Leonor? ¡La infeliz!

-¡Ya escampa! ¡También Leonor! ¿Y qué le pasa a esa principesa?

-Tan entrampada se halla...

-¿Entrampada y te exprimió como un limón?

-Tan entrampada, que debe hasta la dentadura.

-¿La dentadura?

-¡Sí, hombre! Al dentista de la Rúa del Villar. Sin una buena dentadura no puede una artista cantar ni subir a las tablas.

¡Si paso con Cipriano una hora más, averiguo hasta las necesidades y miserias del traspunte y de los comparsas de la compañía! Él, en suma, me distrajo, ya con su cháchara, ya con la perspectiva que me mostró de remediar una multitud de desdichas con la fortuna que en potencia residía en el laboratorio de Onarro. Dolíame sólo no poder pasar un ratito con Pastora, antes del famoso experimento. ¡Siquiera un ratito! ¡Tiene uno tantas cosas que contar a su novia en vísperas de viaje o en anuncios de riesgo! Estrujaba yo mi imaginación buscando medios para obtener una entrevista privada con Pastora: mas no me ocurrió ningún recurso. El día pasó así. Pensé en escribir a mis padres, mas no tuve ánimos para hacerlo; ni, a la verdad, sabía qué les dijese. Mi situación no era para declarada; si alguna desgracia ocurría, harto pronto llegaría a sus oídos.

Próxima ya la noche, al recogerme en mi cuarto, encontreme a don Nemesio Angulo esperándome.

-Sus negocios de usted van muy mal -me dijo- Yo se lo advierto para que no crea que obro torcidamente y con doblez. Mañana expira el plazo fijado por don Víctor.

-¿Don Víctor ha fijado un plazo? -pregunté.

-Sí, un plazo de ocho días para que le den definitiva respuesta. Y me parece que ésta será favorable a sus deseos. No es que Pastora no le estime a usted mucho, no por cierto: eso a las leguas se le conoce: ella le tiene a usted gran cariño. Pero el tío ha tomado el asunto como cosa propia, y ya sabe usted que para Pastora la opinión del tío significa...

-Señor don Nemesio -objeté yo-, imposible parece que un señor tan prudente y bondadoso como usted ayude también a forzar la voluntad y a tiranizar el corazón de una niña...

-¡Qué cosas pasan por esa cabecita! Nadie, amigo, fuerza hoy en día la voluntad de nadie; no se recurre ya a medios coercitivos, que no están en nuestras costumbres. Pero Para una doncella tan discreta, y buena, y dócil como Pastora, es de más peso sólo la opinión de las personas mayores en edad, dignidad y gobierno, que cincuenta mil violencias. Puede que por la tremenda nada se consiguiese de ella, porque, mire usted, tiene su pedacito de energía y de entereza, y en dando en decir que no debe hacerse esto o aquello, no hay forma de apearla: pero con el amor y la persuasión...

Exhalé un suspiro, porque comprendí que don Nemesio conocía a Pastora perfectamente.

-Señor don Nemesio -le dije con aire y tono lúgubre-, mire usted que si Pastora me planta, es muy fácil que me muera del disgusto.

-¡Buena es esa! Como no tenga usted enfermedad más grave... No niego que lo sentirá usted, al pronto, algo, y que hará extremos; pero...

-Mire usted -añadí con insistencia-, Si me muero... porque ya ve usted que todos somos hijos de la muerte...

-Eso sí. En manos de Dios está...

-Pues, si eso sucede, prométame usted que llevará a Pastora de mi parte esa Virgen de la Soledad que tengo a la cabecera de la cama...

-¡Tiene usted cada idea más extravagante! Creo que voy por la tetera y la estufilla, porque usted no debe hallarse en su estado normal, y le vendrá de perlas una tacita de té.

-También desearía, si ocurre eso...

-¿El qué?

-Mi muerte.

-Aguarde usted un momentito, que en seguida vuelvo con la tetera.

-Señor don Nemesio -Insistí asiéndole del brazo-, en el caso de morir, tendría gusto en que usted se quedase con este reloj en memoria mía.

Y saqué del bolsillo y le mostré la única alhaja de que podía disponer sin necesidad de fórmula testamentaria. Era una cebolla de plata, nada elegante y muy poco exacta, que con todo eso estimaba yo a par de las telas de mi corazón, mediante haberme costado diez duros, suma para mí fabulosa.

-Jesús, Jesús, Jesús -repitió tres veces don Nemesio- Usted sueña, o usted está malo, o usted tiene un acceso de locura, o ha tomado una copilla más de lo regular con los amigos. ¿Me querrá usted persuadir de que va a morirse de amor? ¡Viva usted mil años, que tiempo habrá de dejar este mundo, y que usted, que es un buen cristiano, no ha de pensar cosas que sólo imaginarlas horroriza! No, yo no le hago a usted tan cobarde, ni tan pequeño, ni tan impío, ni tan...

-Señor don Nemesio -repuse riendo de todo corazón y sin poder contenerme-, no se mortifique usted en probarme con excelentes argumentos que no debo beber estricnina, ni levantarme la tapa de los sesos. A fe de Pascual que no sé de dónde saca usted tan gracioso dislate.

-¡Loado sea Dios! Pues entonces, ¿a qué viene hablar de muertes y embelecos?

-Si, una suposición, falleciese de muerte natural...

-Está usted más sano que una manzana, y, gracias al Señor, pocas trazas presenta... No, suceder podría, en eso no hay duda. Pero también a mí me visite quizá esta noche, o cuando menos lo piense, la de la guadaña... Oiga usted -añadió abriendo la sotana y mostrándome un reloj poco más lucido que el mío-, ya que usted me quiere dejar un recuerdo, yo también le ofrezco éste... Como soy más viejo, es regular que vaya delante. Ya lo sabe usted; el reloj es suyo cuando yo sea borrado del número de los vivientes.

¿Quién se maravillará si declaro que aquella noche subió de punto mi excitación, hasta el extremo de no consentirme acostarme sino allá a las altas horas? Y fue eso cuando rendido ya de medir la habitación a grandes pasos, de entreabrir las maderas por ver si asomaba el día, de cavilar, de hacer soliloquios, de beber tragos de agua, y de encender y tirar cigarrillos, me encontré tan molido y aniquilado, que sin ser fuerte a otra cosa subí al lecho, dejándome caer en él vestido y con botas. Al momento me embargó un sopor profundo y total. En lo mejor de él me encontraba, cuando sentí que me zarandeaban y sacudían, y una voz resquebrajada y hendida como sartén vieja, chilló:

-¡Don Pascual, don Pascualillo! ¡Despierte, que ya amanece un día precioso! Era doña Verónica que cumplía mis órdenes.

-Bueno, allá voy -contesté con voz trabada, y volviéndome del otro lado, cogí de nuevo el sueño, y hasta quizá roncaría.

-¡Don Pascualillo! ¡Eh! ¡Mire que ya es de día! -Insistió la solícita patrona-. ¡Válgame Dios, y cómo duerme! ¡Don Pascual! -repitió a gritos; y al mismo tiempo, sin pararse en pelillos, con sus dedos ganchudos me cogió un pellizco en un hombro, tan sutil y retorcidísimo, que esta vez me incorporé lanzando una exclamación furibunda.

-Es de día, don Pascualito -reiteró mi verdugo, presentándome al mismo tiempo una jícara de chocolate y unas tostadas de pan en un plato. Aparté el desayuno con la mano, y llevándome el dedo al hombro dolorido, gruñí:

-¡Vaya que tiene usted unos modos! ¿Y a qué viene esto de despertarme a lo mejor del sueño?

-¡Ay qué señorito! ¿Y no me lo mandó usted ayer?

-¿Yo?

-Usted mismo. Ande, tome el chocolatito. Vaya, chocolatito al loro; que se muere de hambre todo.

-Llévese usted ese chocolate, y déjeme.

-¡Vamos! -dijo con misterio la patrona-; ya entiendo; hay pecata. Bien hecho, hijito; a barrer la casa, que los estudiantes suelen no tenerla nunca muy limpia.

Coordiné mis ideas. Al pronto no sabía yo mismo a qué fin había dispuesto que me despertaran: esta ruptura de la ilación de la vida es frecuente al salir de un sueño pesado y letárgico como el mío. Medité un instante, a fin de enlazar de nuevo las interrumpidas representaciones. Dos minutos después, desazonado y tiritando, estaba camino de casa de Onarro.

La mañanita era nebulosa y triste, y el mayor silencio reinaba en las calles, que aparecían enteramente desiertas, sin los madrugadores devotos que iban en busca de las primeras misas, con los ojos aún medio entornados y encogido el cuerpo. La puerta de Onarro, entreabierta ya, brindaba a pasar adelante. Empujela y subí la escalera, hallándome presto en aquellas piezas vastas y lóbregas ya cruzadas la antevíspera. ¿En qué imaginarán ustedes que cavilé durante todo el camino que media desde mi casa hasta los últimos confines de la del sabio? Pues no fue ni en el riesgo inminente de la vida, ni en Pastora, a quien dejaba, ni en mis padres y en la aldea, que acaso no volvería a ver, ni en don Nemesio, a quien instituyera heredero de mi cascada cebolla, ni en don Víctor, que se disponía a soplarme la novia con la ayuda de sus rentas y bienes, ni... En nada, en nada discurría yo en aquellos momentos críticos, excepto en el diamante, entidad misteriosa, geniecillo burlón cual los de las árabes leyendas, tras del que corríamos en desatinada cabalgata el sabio y yo. De mi memoria no se apartaba la clara y resplandeciente piedra, cuyos destellos mágicos deslumbraran sólo una vez mi mirada en las joyas pendientes del cuello y orejas de la Virgen.

Nada sabía yo acerca del diamante, y mi misma ignorancia prestaba a la hermosa cristalización cualidades de precioso amuleto o de eficaz talismán. Ignoraba que aquella piedrecita es el cuerpo más duro que se conoce, la materia de más valor intrínseco que existe, el mineral que en más escasa cantidad se encuentra; desconocía las propiedades sobrenaturales que por los sarracenos y por los hebreos le fueron atribuidos; no sospechaba que dijesen fortifica el corazón, neutraliza el veneno de las serpientes, aclara la vista haciéndola perspicaz cual la del lince o del águila; no pensaba que en las sociedades civilizadas el puro y bello rayo del diamante despierta pensamientos de codicia, envidia y latrocinio. Ni menos oyera yo jamás que el diamante se hallase, no solamente en el Brasil, Indias Orientales y Rusia asiática, sino en las cordilleras del Ural, en Bohemia, Australia y el Oregón, y en las abrasadas tierras africanas. No me era conocido el dato de que en la maravillosa tierra de California, donde los pies del viajero huellan polvo áureo y diamantífero, produzca cada tonelada de terreno la friolera de unos ocho millones de reales. No leyera tampoco las consejas e historias que corren acerca de los diamantes de fama, cuyo tamaño excepcional los hace guardar, sobre cojines de terciopelo y entre fuertes rejas de hierro, en el tesoro de los reyes o de los rajás indios. No sabía, por ejemplo, que el Sancy, hallado por un soldado suizo en el campo de batalla de Nancy sobre el ensangrentado cadáver de su primitivo dueño Carlos el Temerario, fue vendido al ínfimo precio de un escudo a un sacerdote, y de manos de éste pasó a las de un rey de Portugal y de allí a las del embajador Sancy, que le dio su nombre; que Sancy hizo presente con él al rey de Francia, y que el portador, asaltado en el camino por bandoleros, hubo de tragarse la piedra antes de ser asesinado; que el cadáver fue abierto y sacado del estómago el diamante. Y de las entrañas del muerto fue a poder de Jacobo II de Inglaterra, de Luis XIV, Luis XV, el príncipe ruso Demidoff... Ni escuchara la historia de aquellos tres proscritos brasileños, los hermanos Sousa, que tras de vagar siete años por breñales y asperezas, hallaron en el lecho de un riachuelo seco el diamante mayor que ha conocido el mundo, de peso de una onza, estimado en fabulosa e inverosímil cantidad de millones, diamante cuyo enorme tamaño hacía dudar de su autenticidad, cuando el presumido monarca Juan VI, no hallando otro medio de ingerirlo en su traje, y habiéndolo sacrílegamente horadado, lo llevaba pendiente del cuello en los días de gala y ceremonia. No habían llegado a mi noticia los poéticos nombres y adjetivos que el mundo dio a ciertos diamantes célebres: ni que el rajá de Lahore, custodiado tras recia verja en la sombría torre de Londres, se llama Montaña de Luz, y Estrella del Sur otra magnífica gota de agua encontrada en el Brasil, y Estrella del Norte la que posee el Zar de Rusia. Ni que los diamantes brasileños, que se hallan en desolada y aridísima región, que cierra natural baluarte de escarpadas y ásperas montañas, fueron por mucho tiempo tenidos en concepto de primorosas, pero inútiles guijas, y sirvieron largos años de fichas para jugar al tresillo, apuntándose así realmente con millones a un juego en que, en apariencia, se arriesgarían unos cuantos realejos. Ni tenía la menor idea de la peregrina legislación que la codicia de los gobiernos, ansiosos de asegurar el rico tesoro, estableciera en los terrenos diamantíferos, ni de cómo no se podía en aquellas comarcas incomparables echar los cimientos de la más exigua cabaña sin que lo presenciasen multitud de funcionarios, ni poseer un instrumentillo de labranza llamado almocafre, sin peligro de parar en galeote.

Ni podía calcular los ardides ingeniosísimos de negros y contrabandistas para sustraer en hábil escamoteo la apetecida piedra; las heridas profundas practicadas en muslos y brazos, o en el anca de un caballo, que ocultan en su ulcerado seno el diamante que ha de brillar después en el pecho de una hermosa; los escondrijos en orejas, narices y planta del pie; las palomas mensajeras adiestradas, que llevan bajo el ala colgado el diamante. Ni la vida azarosa de los Garimpeiros, nómadas audaces que trepan a los inaccesibles riscos o se hunden en abismos y quebradas vertiginosas, siguiendo la pista a algún diamante trasconejado que escapó de la criba de los negros; ni las escenas de fiebre y desorden de California, que han inspirado a los Aimard y Bret-Harte. No llegaban mis conocimientos hasta saber que hay diamantes claros, diáfanos y transparentes como las linfas del arroyo, y blancos y opacos como la leche fresca; rubios y acaramelados como el ámbar; verdosos y glaucos, como las olas del mar; rojos como sangre; azules como el firmamento, y negros como el invierno. No podía figurarme los deseos, tentaciones y suspiros arrancados del corazón de las hijas de Eva, que conservan siempre el apetito del salvaje por lo que brilla y reluce, cuando al pararse ante el escaparate de un joyero ven campear sobre gracioso estuche en que artísticamente se arruga el raso o el terciopelo, un hilo de resplandecientes gotas de rocío, o lágrimas de ángeles, que tales parecen a la viva luz del gas los diamantinos collares, tallados en su más bella forma, la de brillantes, y despidiendo por cada una de sus facetas irisado río de chispas.

Y, por último, no se me alcanzaba que el origen de la soberbia piedra se hallase aún encubierto en tinieblas profundas, así para los ignorantes como para los sabios; que éstos le atribuyesen tan pronto procedencia vegetal como procedencia ígnea, ya naturaleza mineral, ya orgánica, y lo mismo la juzgasen elaborada en las entrañas de la tierra por ignotas combinaciones y acciones químicas de fuerza extraordinaria, que caída en aerolitos procedentes de remotos planetas y apartados mundos.

Todo lo cual averigüé después, porque hubo ya de espolearme la curiosidad y pincharme el deseo de saber algo de la rara piedra que tal influencia ejerció sobre mi oscuro y estudiantil destino. En aquel punto, mis antecedentes se reducían a las embozadas promesas de Onarro, a las enfáticas frases de Pastora cuando me enseñó las preseas de la imagen. Quebrábame la cabeza sin poder dar respuesta a esta pregunta: ¿Por qué valdrá tanto esa piedra? ¿Qué busilis tendrá? Y después recordaba haber visto en el dedo anular del señorito de la Formoseda un grueso y limpio brillante montado en gótica y monumental sortija de familia, que se parecía bien aun debajo de los justos guantes que el señorito calzaba; y con esto me di a pensar en mi interior en el gustazo que debía de ser lucir otro anillo con piedra más grande y más hermosa.




ArribaAbajo- X -

-¿Está usted dispuesto? -me preguntó Onarro al recibirme.

Observé que Onarro tenía aquella mañana dos leves rosetas, como de fiebre, en sus mejillas de ordinario pálidas; que sus ojos centelleaban con la luz fosfórica que se advierte a oscuras en los del gato; que todo su cuerpo estaba agitado de temblores instantáneos, que cesaban tan pronto aparecían; que su voz era seca, estridente, más acerada aún que de costumbre.

Yo titubeé un momento antes de contestarle.

-Dispuesto, sí, señor; pero si usted me permitiese una pregunta sola...

-Permito hasta tres. Abrevie usted lo posible.

-Quisiera saber si usted corre realmente el mismo peligro que yo.

-El mismo o más acaso.

-¿Y quién me lo garantiza?

-Yo. Mi palabra de hombre honrado.

No sé cómo pronunció Onarro esta frase sencillísima, que, aunque apenas mudó tono, ni cambió actitud, obtuvo que viniesen instantáneamente a tierra mis pertinaces sospechas y la suspicacia que yo poseo en grado superlativo, a fuer de buen gallego y montañés. No vacilé más, y dije resuelto:

-Vamos.

Onarro me guio al laboratorio. El sol había salido, y sus rayos, oblicuos aún, entraban burlándose de la neblina por los altos y angostos ventanillos de la abovedada estancia. Sobre la mesa, que ocupaba el centro, divisé un bulto de razonables dimensiones encubierto cuidadosamente bajo un paño blanco, cuyos extremos colgaban a guisa de mantel, llegando casi a barrer el piso. Alzolo el sabio con delicadeza por una punta y pude ver una máquina de figura extraña, que algunos perfiles presentaba de semejanza con una pila o batería eléctrica; pero era infinitamente más grande, complicada, y ofrecía un laberinto y confusión de sectores, plataformas, condensadores, hilos y cadenillas que remataban hundiéndose en agujeros practicados en el suelo.

Después supe que las cadenillas iban a dar al sótano, enterrándose hasta más abajo de los cimientos de la casa, a fin de que aumentase por este medio la intensidad de la chispa eléctrica. ¡Oh, si yo fuera perito en estas abstrusas materias de física y mecánica, cómo podría ahora describir en sus mínimos pormenores el peregrino y maravilloso artificio! El cual revelaba en su forma y disposición ser, no obra común y corriente, y por ende perfeccionada ya, de fábrica, sino combinación laboriosa de muchas y diversas piezas ajustadas por la hábil mano de un paciente inventor. Percibíase allí la especie de irregularidad que distingue al trabajo individual y espontáneo y que tanto se aparta de la nimia igualdad y exactitud que sella los productos de la industria organizada y metódica.

Yo miré a la máquina como se mira a un cañón cargado o a un fusil que tiene levantado el gatillo. El artillero de aquella terrible batería se puso en movimiento al punto, enroscando aquí, estirando acullá, dando aceite por un lado, ajustando bien una plancha por otro, y todo con maravilloso silencio y diligencia. Yo me estaba suspenso e inmóvil sin brindarle una ayuda que probablemente le sería inútil. Finalmente, tomó no sé qué botes y frascos de ácido y los derramó en unos a manera de recipientes que en la pila se encontraban: bajose en seguida, destapó un cesto que había a sus pies, tomó de él seis u ocho medianos trocillos de carbón iguales en todo a los que ardían de noche en su chimenea. Cuanto antes de agitado y trémulo, parecíame ahora Onarro de sereno y tranquilo. Su pecho no se alteró al derramar el líquido en los recipientes, ni al atornillar las delicadas barras de acero. En cuanto a mí me sucedía el fenómeno inverso. Perdía de tal suerte el aplomo en aquella expectativa angustiosa, que casi flaqueaban mis piernas y un sudor helado comenzaba a resbalar por mi frente. El reo que ve colocar el tajo, afilar el hacha y extender el serrín a sus pies debe de experimentar sensaciones análogas a las mías.

A todo ello acompañaban violentísimas ganas e impulsos irresistibles de tomar las de Villadiego.

Tal era mi estado, a tiempo que una voz, que me sonó como la trompeta del ángel del tremendo día, dijo:

-Señor López, coja usted ese manubrio.

-Ese... manubrio... -respondí con voz ahogada, como la que formamos entre sueños queriendo gritar y sin poder lograrlo.

-Ese... este. ¿No le ve usted? Ponga usted la mano sobre él. Cuando yo grite Fiat lo hará usted girar con toda la rapidez y fuerza posible.

Cogí el manubrio y por instinto cerré los ojos.

-Ahora, mientras el cuerpo ejecuta el movimiento prescrito, eleve usted el alma a Dios -añadió Onarro-. El peligro ha llegado. Sobre todo, no vaya usted a descuidarse en el punto en que yo dé la voz de mando. ¡Atención!

Sentí a Onarro agitarse todavía y aun dar algunos pasos hacia mí. Separábanos, sin embargo, el ancho de la mesa y la balumba y volumen de la máquina.

Sin despegar los párpados y apretando convulsivamente el manubrio, permanecí un espacio de tiempo inapreciable, que así pudieron ser diez minutos como cinco segundos. Percibía yo en aquel silencio y espera, no sólo el latido de las arterias, sino la circulación completa del torrente sanguíneo con presuroso ritmo y desordenado correr.

Vagas sensaciones de color y luz llegaban al través de la oscuridad a mis cerrados ojos. Aunque mis ideas giraban también en tropel, no por eso dejé de encomendarme a Dios de todo corazón y de hacer propósito firme de enmendarme de mis menores pecados y aun de ejercer penitencia si la vida me durase para ello. El laboratorio estaba absolutamente mudo.

-¡Atención! -repitió la voz de Onarro.

Quise santiguarme, pero estaba la mano derecha como adherida al manubrio. Apretábalo cual si tuviese alas y pudiese echar a volar. De pronto una hueca orden hirió mis oídos, pareciéndome no menos estrepitosa que un trueno. Onarro había dicho:

Fiat!

Instantáneamente, sin concurso de la voluntad, por una acción nerviosa, mi brazo se puso en ejercicio, y un sacudimiento raro, intensísimo, profundo, estremeció todo mi ser desde la planta de los pies hasta las últimas celdillas del cerebro. No era dolor, ni golpe; era una sensación semejante a la que debe experimentar el árbol cuando de raíz lo arrancan, descuajan y hienden. Fue como si desatasen las ligaduras de mi individualidad, y cada una de las pequeñas células o moléculas orgánicas que lo constituyen se disociase de las restantes, yéndose aislada a un punto distinto del espacio. Arrojé un clamor y abrí los espantados ojos, que vieron o soñaron ver rápidas centellas de fuego corriendo a lo largo de hilos y cadenillas de la máquina. A mi grito contestó otro de Onarro, que encerraba todas las vibraciones del gozo, del júbilo, del triunfo. Incapaz yo de tenerme en pie, fui vacilando a recostarme en la pared más próxima. La habitación daba vueltas en torno mío, y todas mis fibras retemblaban como las cuerdas de un violín después de que las acaricia y oprime el arco. Vi que Onarro se llegó a mí, oí que me dirigía palabras alentándome, que trajo un frasquito del estante, que lo destapó, que vertió unas gotas en la palma de sus manos, frotando después con ellas mis sienes, y que, como un filtro, obró inmediatamente la fricción; despejose mi cabeza, me serené todo y con curiosidad vehementísima miré a Onarro, y con delicia inefable me sentí, palpé y hallé vivo, sano y bueno.

-¿Qué tal? ¡No se ha muerto usted, hombre! -exclamaba Onarro con burlona y enajenada voz-. Pertenece usted todavía al mundo: el susto ha sido regular, ¿eh? Es una desgracia poseer hasta ese grado la receptividad nerviosa.

-¡Ay señor don Félix! -contesté- ¡Gracias a Dios, y a María Santísima! ¡Jesús, y qué cosa tan rara! ¡Qué malo me puse! ¡Qué daño me hizo el maldito manubrio! ¿Y los millones? ¿Hemos ganado?

-¡Victoria! -respondió con indefinible acento el sabio, cuyas facciones irradiaban unos resplandores de éxtasis, alzando al cielo las manos juntas-. ¡Victoria! ¡Aquí están los diamantes auténticos, legítimos, soberbios! ¡Como los mejores de Golconda! ¡Como los más limpios y puros del Cabo! ¡Victoria! ¡Se acabaron esas explotaciones sórdidas, ese trabajo cruel aun para las bestias, inicuo para seres racionales! ¡Ya el negro no se pasará los días recibiendo el ardor del sol sobre sus desnudos lomos, agobiado el espinazo a tierra, con los pies metidos en agua, para que el avaro traficante engruese con su sudor, vendiendo en los mercados europeos la piedra preciosa hallada por el infeliz lavador de arena! ¡Victoria!

-Sí -pensé yo-, el negro descansará, pero en cambio nos descolgarán y batanearán a los blancos las entrañas.

-Impondré -prosiguió Onarro- una contribución voluntaria a la vanidad universal de la mujer opulenta, para socorro de muchos infortunios y cumplimiento de grandes propósitos... Verificaré una pequeña revolución industrial. ¡He triunfado!

-Ah, señor don Félix -insinué yo-, daca esos diamantes.

-¡Véalos usted! -exclamó él acercándose a la máquina y poniéndome en la mano unos seis, a mi parecer, toscos y turbios vidrios. Quedéme como Sancho cuando su amo se empeñaba en hacerle admirar por yelmo finísimo la bacía del barbero.

-Pero estos no brillan... estos son muy feos -dije.

-¡Claros y bellos como el éter! -contestó el sabio; y tomando uno y llegándose al ventanillo, apoyó el extremo o pico saliente de la piedra en el centro de un vidrio, y trazando una línea sin apoyar mucho, vi al cristal partirse conforme corría a lo largo la mano de Onarro, y finalmente, cuando éste la retiró y con el dedo tocó ligeramente la fisura, caer en dos pedazos.

-¡Diamantes! -continuó Onarro-. ¡Diamantes reales y efectivos, no míseros cristalillos octaédricos, visibles sólo al microscopio, como los que después de tantos meses de volatilización y lentas acciones químicas se jactaron Despretz y Dumas de haber obtenido! ¡Diamantes que pueden recibir talla, fulgentes, hermosísimos!

Miraba yo los trocitos que habían quedado en mi poder, y no me parecían tan lindos, ni la mitad de lo que el sabio decía; mas con todo, no acertaba a considerarlos sin cierto respeto, ni cerraba la mano, no fuera que se pulverizasen o deshiciesen como merengue. En esto un rayo de sol, vivo y dorado ya, cruzó el ventanillo, hiriendo de soslayo en las piedras, y arrancándoles el centelleo multicolor y luminoso que sólo al diamante pertenece. A ser yo muy inteligente en pedrería, esta prueba me convenciera; y aun con no serlo, el rico destello me alegró el corazón.

-¿De suerte -pregunté a Onarro- que esto vale muchísimo dinero?

-Tiene usted ahí un capitalito -repuso el sabio- Nada más que un capitalito, porque de esta vez, el tamaño del producto obtenido no ha pasado de ciertos límites, por causas y dificultades que fuera ocioso explicar a usted y que desaparecerán, así lo espero, en un nuevo y decisivo experimento.

-¿De manera -dije yo medio desencantado- que esto no representa millones?

-Tanto como millones, no por cierto.

-¿Y si fueran mayores?

-¡Oh! La diferencia de tamaño, por pequeña que sea, acrece el valor de los diamantes de un modo fabuloso.

-¡Oiga!, ¿y no podía usted entonces haberlos fabricado más gordos?

Onarro se sonrió, fijó en mí sus ojos que expresaban ironía agudísima, y pronunció sin enfadarse:

-Descuide usted amiguito: tenga paciencia, aguarde algo, y echará usted la pata en asunto de piedras ricas al rajá de Borneo, al gran Mogol, y al Hijo del Cielo.

-Pues manos a la obra ya, señor don Félix. El susto pasarlo de una vez. Otra vueltecita al manubrio, y construyamos un diamante del volumen siquiera de un regular queso de bola.

Onarro tornó a mirarme, encogiéndose de hombros. Tomó las piedras todas y las contó; separó dos, guardándolas, y entregome las cuatro restantes. Yo estaba algo mohíno. Sí, mohíno, ríase quien se ría. Se me figuraba que de aquellos cristalejos a la soñada, fantástica y prodigiosa fortuna que el sabio me ofreciera, había un camino infinito. Quedeme, pues, como aquel que tiene algo que decir, y no se atreve.

-Ea, ¿qué aguarda usted? -exclamó Onarro- Aquí no puede usted vender esas piedras: excitaría usted sospechas y comentarios sin fin: pero váyase usted a Madrid o a París. Ningún joyero allí se negará a tomarlas. Esté usted aquí antes de dos meses, porque calculo que para entonces repetiremos el experimento.

-Es que... señor don Félix... la verdad, usted me dispensará... pero yo creo que esto no era lo tratado.

-¿Eh? ¿Qué dice usted?

-¡No señor, que esto no era lo convenido! -afirmé envalentonándome con mis propias palabras-. Yo creí, y usted me dijo, que exponiéndome a lo que me expuse quedaría riquísimo... con más millones que hay en el mundo entero... y, por lo visto, esto es una friolera, así para abrir el apetito... y además no puedo negociarla aquí, ni... Yo pensé que pasado el mal paso, me encontraría nadando en oro.

-¡Voto a tal! -gritó Onarro dando muestras de enojo violentísimo- ¡que es usted el mayor necio y codicioso que hace muchos años he tenido el disgusto de tratar! Diciendo estoy a usted que esas piedras valen lo que jamás soñó usted en tener en su vida de estudiante; añadiéndole, que en breve plazo podrá usted poseerlas de tal magnitud, que una sola baste a saciar sus más extravagantes caprichos y apagar su hidrópica sed de oro; ¡y aún se me viene usted con esas quejas! Alma de almirez, ¿no tendrá usted creederas sino para las brujerías y supersticiosas sandeces que le encajaron de chico en la cabeza? ¿Dudará usted de mi palabra? ¡Cuánto ruido mueven los pequeños por las pequeñeces! ¿Qué importa al mundo, después de todo, que usted sea o no millonario?

-Pero lo que es a mí me importa, y mucho, serlo: ¡pues no faltaría más! ¿Por qué sufrí yo si no ese revolcón eléctrico?

-Pues usted será archimillonario, y ahora déjeme, que a fe que está usted enturbiando con su presencia este hermoso y claro día de mi vida terrenal. ¡Váyase usted con Dios, hombre; hágame usted ese favor!

Decía esto Onarro con tono de verdadera y afectuosa súplica.

-Pero, señor don Félix -contesté yo-, ¿qué hago con estas chinas?

-¡A París, a Londres, al infierno a venderlas!

-A Montevideo, al Polo Norte... justo. ¿Y quién me paga el asiento?

El sabio se quedó parado, como aquel que ve surgir ante sí una repentina, inesperada y gravísima dificultad.

-Como usted sabe demasiado, no tengo un cuarto -añadí.

Onarro meditó breves instantes, y después salió rápidamente, volviendo a poco con un portamonedas de gamuza, que me pareció leve y vano como canuto de caña.

-Tome usted -me dijo-. Es cuanto poseo hoy.

No quiero denigrarme ni disculparme tampoco. Vacilé; pero al fin cogí el donativo, balbuciendo una frase de gracias. El sabio me empujó hacia la puerta, y al llegar al dintel, poniendo un dedo sobre sus labios me advirtió con mirada significativa:

-Sobre todo, mucho silencio. Lo ha jurado usted solemnemente.

A la verdad mi conducta no brillaba por el desinterés. Lo conozco; pero si no me producía una blanca, ¿de qué me servía el riesgo corrido y la cooperación en el gran descubrimiento, que sin mí y mi esfuerzo heroico no hubiera llegado jamás al debido término y felice cima? Y decía yo para mi sayo: he aquí que me llevo en cuatro pedruscos un tesoro, que no me sirve para maldita de Dios la cosa; un caudal que no puedo aprovechar hasta que dé con mi cuerpo en Flandes, o qué sé yo en dónde; he aquí que guardo en la faltriquera de mi chaleco un capital, y que, sin embargo, mi haber se reduce a lo que contenga este vaporoso bolsillejo, ¡más aéreo y tamizado que el cuerpo de un cesante! ¡Válanos Dios, y qué caprichosa que es la suerte!

Así pensando apreté el resorte del portamonedas de Onarro, y vi en su fondo nada menos de una peseta, por más señas columnaria, y obra de seis piezas de a dos cuartos, roñosas y veteadas de verdín, cuya vista me produjo el efecto que cualquiera podrá figurarse, y fue tal el chasco, que con irritada mano me disponía a arrojar el ridículo tesoro a las losas de la calle, a tiempo que noté que el monedero tenía un segundo cuerpo interior, que yo no abriera. Hícelo y divisé en él un papel enrollado y amarillento, gastado por los cantos y esquinas, que desenvuelto pareció ser un billete de 4.000 reales del Banco de España.

De cuatro mil reales a la fortuna de perulero que yo me prometía, distancia va: y con todo eso me aligeró el corazón y confortó el espíritu aquella cantidad, no poseída en mis días de mayor opulencia y racha más afortunada. Hubiera yo preferido atesorarla en centenes de oro, amarillitos y sonantes, mejor que en aquel viejo retazo de papel. No obstante, guardelo con religioso respeto en el bolsillo del izquierdo lado.

¡Cosa extraña y natural, sin embargo! Desde que me hallé propietario de tanto dinero junto, empezó a turbarme doble desasosiego: el ansia febril de gozar las primicias de la posesión y el temor de la pérdida. Ante todas las tiendas me paraba: se me iban los ojos tras de cuantos objetos veía expuestos, no porque los necesitase, sino por el gustazo de adquirirlos. Al mismo tiempo, y cual si padeciese palpitaciones cardiacas, llevaba frecuentemente la mano al lado siniestro, pareciéndome que a cada minuto le saldrían alas al billete, con que volase sin parar hasta la veleta más alta de la torre de la catedral. Al cabo fueron creciendo mis tentaciones, y no pude menos de entrar en un establecimiento de ropas hechas, o por mejor decir, vergonzante sastrería, donde compré el gabán más majo y el más currutaco pantalón posible; unido lo cual a una corbata de rabiosos colores y a un sombrero recién salido del horno según estaba de flamante, me hallé con el billete cambiado, cuarenta pesos menos, y el más gentil equipo del mundo, a mi parecer. Añadí a mis compras guantes y un chabacano junquillo que remataba en la cabeza de un galgo de metal, y en tal atavío comencé a pasearme ufano por aquellas calles de Dios.

Nunca mico puesto en balcón, borrego de rifa o toro con moña de raso y plata obtuvieron ovación tan ruidosa y espontánea cual la que logré yo entre mis compañeros de estudiantería. Quién me paraba en la calle, haciéndome dar más vueltas que un molino para admirarme mejor de pies a cabeza; quién palpaba el paño de mi gabán, para cerciorarse de su bondad, y mi persona, para persuadirse de que era el de siempre, y no contrahecha y fantástica figura; quién me felicitaba irónico, y quién me tragaba con ojazos de envidia. Disfrutado el lucimiento de la calle, aspiré al del hogar; volví a casa, y entré taconeando y llamando a gritos a la criada para que me sirviese la comida luego. Salió ella, y quedose absorta ante mi nuevo avío; apareció después doña Verónica, y cruzando sus manos flacas, que se trasparentaban por la negra rejilla de unos tradicionales mitones, exclamó:

-¡Ay, Jesús... madre mía..., ay, qué diferente viene! ¡Qué ropa tan elegante y tan preciosa! ¿Quién lo conocería así? Si parece el señorito don Víctor fuera el alm... digo, si la cara fuese igual... ¡Sombrero de copa alta... guantes y todo! Pero, ¿y cómo le dio esta manía de ponerse tan lechuguino? ¿Hay dinerito nuevo?

-¡La comida! -contesté yo con dignidad.

-¡Ay qué bastoncito! Deje, deje ver -replicó la curiosísima patrona-. ¡Qué monada!

-¡La comida! -repetí perentoriamente-. Y que vaya Dominga al café de Mariano, y que traiga ponche y una botella de Jerez del mejor... y a don Nemesio que le suplico me haga el favor de venir a comer conmigo.

-Bien, sí, señor, se hará todo... Solamente que don Nemesio come hoy con el señorito don Víctor; ya se sentaron a la mesa... y el café de Mariano, como está tan lejos, no sé si Dominga podrá ir, porque tiene que hacer el servicio... Pero usted va allá después de comer, ¿verdad?, y toma allí el café a su gusto. Diga, diga, ¿le cayó la lotería? ¡Qué risa, señorito Pascual! ¡Qué guapo viene! ¡Cuántas conquistas por esas calles!

En vista de que era imposible lucirme con don Nemesio, como deseaba, resigneme a comer solo con gabán, mas aún no trasegara la segunda cucharada de sopa del plato al estómago, cuando abriéndose la puerta vi aparecer en ella la lastimosa y derrotada figura de Cipriano, que se vino derecho a mí, y apretándome, como el día de los Agros, hasta sofocarme, exclamó dando voces:

-¡Oh, Creso! ¡Oh, Mecenas magnífico! ¡Oh, capitalista sin segundo! A ti me acojo, de ti me amparo, por ti me salvo; perdona mis dudas, mis desconfianzas, mis suspicacias y chanzonetas. Sé tu lucimiento, conozco tus esplendores, no ignoro tus grandezas, tu gabán toco, tus pantalones veo, tu sombrero me deslumbra y me anonadan tus guantes.

-Y mi sopa te hechiza -contesté yo sin poder dejar de reírme al verle asir una cuchara y mudar el sustancioso alimento de la sopera a la boca con gentil desembarazo.

-¡Oh, Anfitrión espléndido! -replicó el estudiante con la boca llena y sin cesar de embaular. Ya sé yo que no pararán aquí tus beneficios. Ya estoy viendo caer sobre mí una lluvia de oro, derramada por un Júpiter más desinteresado y menos bellaco que el de marras. Ea, vengan esos cuantos miles de reales.

-Confórmate con la sopa -repuse yo-. Por hoy no puedo ofrecerte don más opulento. Atrácate de fideos, y date por servido.

-Bromas que prueban tu festivo ingenio. Eres agudo y discreto, como Quevedo de feliz memoria. Pero mi bolsillo arde en impaciencia: y por ende...

Diciendo esto hacía ademán de registrarme y tentaba sutilmente todo lugar en que pudiera guardarse dinero. En el bolsillo del chaleco tenía yo el mermado cambio del billete: los dedos insinuantes y resbaladizos de Cipriano se enhebraban ya por entre la solapa del gabán, buscando el escondrijo, cuando me pareció oportuno enderezarme y desviarle con enérgico movimiento.

-Manos quedas -grité-. ¿No basta decir que no tengo?

-¡Mentira! -respondió sin perífrasis Cipriano- Acabo de notar y percibir el dulce bulto... el áureo sonido...

-Vete noramala, y con mil de a caballo. Tengo dinero; pero no me es posible desprenderme de él. Lo necesito.

-Me lo ofreciste.

-Valiente perdis estás tú. ¿No te acuerdas ya de Inocencio?

-¿De... Inocencio?

-Sí, de Inocencio. ¿No me has dicho que estaba a dos dedos de ahorcarse por falta de unas pesetas? Pues hijo, antes que tú es él.

-¿Yo te dije eso? Vive Dios, que ya no hacía memoria. Me parece que te engañas, y acaso yo también exageré en más de la mitad. Pero, ¡observa mi estado! Nadie como yo ha menester tus larguezas...

En vez de discutir con tan fastidioso y terco tábano, resolvime a no comer, y tomando el sombrero, eché a andar camino de la calle. Siguiome el estudiante menudeando lamentaciones y ruegos: mas como yo fuese acercándome ya a la casa en que Inocencio vivía, noté que al revolver de una esquina desapareció Cipriano de súbito. Entonces, confieso que me asaltaron tentaciones de no seguir adelante con la proyectada obra de caridad, que al fin y al cabo iba a consumir lo más granado de mis haberes.

Repito que sin tenerme por enteramente malo, estoy persuadido de que nunca fui ni seré heroico y sublime. Mis cualidades, como mis defectos, pertenecen, a una esfera vulgar y mediana. No me desagrada favorecer a los necesitados, siempre que para ello no sea preciso imponerme privaciones y sacrificios. No miento sin objeto: pero mentiría con fruición por librarme del cadalso o del martirio. A despecho de esta condición mía, en aquel momento hubo de vencer el buen propósito, ya porque a mi indolencia moral repugnase la idea de tener que acusarme del suicidio de Inocencio, ya porque hurgase en mi conciencia cierto remordimiento íntimo de las muchas truhanerías, de las pesadas bromas y trampas ligeras hechas tantas veces al pobretón estudiante. Además, yo reconozco en mí un gran prurito de ostentación y vanidad: gústame en extremo presentarme como persona de importancia, y así fue que la idea de desempeñar el papel de Providencia, de aparecer repartiendo oro y salvando la situación, me sonreía en extremo. Continué, pues, decidido a hacer la dicha del malaventurado jugador.

Causome una especie de desengaño el no encontrar a Inocencio descabezando menudamente las cerillas de una caja, ni untando de sebo un lazo corredizo, ni aguzando y acicalando bien un fiero puñal. Hallele abatido sí, pero sin arrebatos y muy resuelto a venderse por sustituto en las próximas quintas, a fin de resarcir a sus padres el perjuicio ocasionado: propósito en verdad muy conforme con el fondo de tosca y cerril honradez de su alma. Volvile ésta al cuerpo con el anuncio del inesperado socorro que le traía. Vile, depuesta su bronca reserva y huraño carácter, arrojarse a mis pies, abrazar mis rodillas y llorar y babear como un chiquillo. Me juró mil veces no volver a tocar a un naipe en los días de su vida, recordando siempre el fatal momento en que Cipriano le desplumó sin misericordia. Cipriano, en efecto, había sido el autor de la fechoría, y quiso sin duda aplacar a su manera los escrúpulos de la conciencia, reparando su fullera estafa a cuenta de mi bolsillo.