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Pésame de El Pensador por la Muerte de Iturbide a sus apasionados1

José Joaquín Fernández de Lizardi





Conviene que muera un hombre por la salud del pueblo



Señores: con justa causa dudáis de la muerte del señor Iturbide, pues puede hacerse increíble no por las que se alegan, sino por las que no se han alegado, y los que ya estáis persuadidos de su certeza, con bastante razón os manifestáis adoloridos y quejosos por el desgraciado fin del héroe del Anáhuac2. Tenéis, vuelvo a decir, demasiada razón para sentirlo, porque en él contemplabais vuestro ángel tutelar, a quien debéis vuestras fortunas, o bien otros pensaban conseguirlas en su restitución al sacro trono imperial de Moctezuma3; una escogida porción del bello sexo tiene atormentado su corazón en las aras del dolor por la inmatura y azarosa pérdida de un joven tan bien hecho y agradable para sus bellos ojos; los señores amigos de cruces4, títulos, tratamientos y colgajos, han sentido la pérdida de un emperador tan liberal para dar estas brillantes distinciones, que aunque odiosas e insultantes al pueblo, eran tan ventajosas para ellos; los americanos sencillos han sentido sobre manera el trágico fin de este joven desventurado, porque él, dicen, hizo la Independencia5; pero ¿qué más?, yo mismo lo he sentido sobre mi corazón porque le merecí favores inesperados. Él, sin conocerme ni conocerlo, y sin solicitar su protección, me escribió de Querétaro6 muy amistosa y políticamente, convidándome a reunirme a él, juzgándome útil para llevar al cabo su gloriosa empresa y proporcionándome los recursos que necesitara, que no admití por no gravar a la nación. En el campo siempre que lo vi le merecí un trato atento y cariñoso; en México lo mismo; y yo hubiera sido por solo su favor y sin costarme un real7 de adulación, uno de tantos gatos que cayeron parados8 en su gobierno, pues me hubiera colocado bien si hubiera yo transado con el difunto provisor9, como me lo dijo con su boca. No era tonto, y sabía respetar el fanatismo del pueblo en que vivía.

Ved, señores, cómo todos, unos por bien y otros por mal, tenemos razón para sentir la desgracia de este hombre infortunado; pero templemos nuestro dolor, examinando la causa de su ruina y adorando en silencio los decretos de la alta Providencia que siempre se desvela por nuestro bien.

Iturbide pudo haber sido feliz, tan glorioso como Washington, y habernos ahorrado un sinfín de pesadumbres, si moderara su ambición y no diera oídos a los aduladores palaciegos. ¡Oh! Si hubiera llevado los consejos que en medio de mi ignorancia le di en mi Segundo sueño10, después de emperador, otra fuera su suerte en el día de hoy; él hubiera sido un ciudadano con corona, o hubiera arrojado este odioso mueble a los pies de la república, satisfaciendo desengañado el voto general de la nación, y se hubiera hecho feliz con ella, quedando de presidente del Senado. Éstos eran mis votos, y poco antes de la infanda noche de Pío Marcha11 escribí un papel de dos pliegos exhortándolo a que adoptara el sistema republicano; un pliego se llegó a imprimir de este pensamiento en la imprenta de don José María Betancourt12, como él y sus oficiales lo atestiguarán cuando se ofrezca; pero estaba echado el dado por asaz13 contra Iturbide; a los dos días fue la infanda proclamación, yo tuve que sepultar mi impreso con mis ideas, y en la irremediable le escribí el Sueño citado. No digo lo que le dije al oído en la misma noche de su alucinación, porque no tengo testigos con qué probarlo.

Todo esto dice que siento la desgracia del señor Iturbide como el que más; conozco que erró, quisiera disculparlo, quisiera revivirlo, su familia infeliz recibirá mis votos; pero a fe de racional y americano, es menester considerar dos cosas: la primera, que en esta desgracia se cumplió la palabra divina; y la segunda, que obró su Providencia provisora en nuestro bien. Si logro convencer de estas dos verdades a los lectores apasionados de Iturbide, les habré dado el pésame con los consuelos que inspira la religión católica y los sentimientos patrióticos.


ArribaAbajoPrimera verdad

Iturbide murió de tal manera para cumplir la palabra eterna, y cuantos le imitaren esperen igual suerte.

Escrito está que el que a fierro mata, a fierro muere14, y que con la vara que uno mide es medido15. Cuando el señor Iturbide sirvió bajo las banderas españolas, hizo con los infelices insurgentes, o fieles americanos, lo que todos saben y yo no quiero repetir: costándome trabajo y sólo porque nadie alegue ignorancia, citar aquel clérigo desgraciado, que llevado a su presencia por insurgente, esto es, por buen americano, siendo su amigo y condiscípulo, lo acaricia, lo aquieta, le hace dar chocolate16, fuma con él un puro que le da y al cabo de tantas lisonjeras esperanzas con que lo anima, se levanta y le dice: he cumplido con los deberes de la amistad, réstame cumplir con los de jefe; dispóngase usted para morir, porque antes que salga de este lugar, ha de quedar pasado por las armas17. Aquí de los apasionados de Iturbide, ¿qué ven en sólo este hecho que no sea digno de la execración del universo? Matar a este clérigo desgraciado antes de verlo hubiera sido malo; pero la muerte así no le hubiera sido tan sensible; mas lisonjearlo, acariciarlo, infundirle confianza para después descargar sobre él el efecto de la adulación española, es una fiereza igual a la del gato que se complace en soltar al ratón, dejarlo correr un rato y martirizarlo paso a paso antes de consumar el sacrificio.

Esta crueldad y tiranía la vio Dios, y Dios siempre fiel a su palabra no pudo dejarlo sin castigo, y sin un castigo visible y espantoso. Si Dios sólo hubiera querido quitarle la vida a Iturbide desgraciadamente por este y otros hechos, pudiera hacerlo en Italia, en Londres u otra parte18; pero no, quiso que nos ejemplarizara su castigo, y determinó que expiara sus crímenes donde los perpetró, ¿y por qué caminos extraordinarios? Ya los vimos. Iturbide no era un tonto, bien es que ignorara su proscripción que se había decretado en el Congreso19; mas no ignoraba que la nación se había erigido en república y que debía tener tantos enemigos cuantos lo eran del sistema monárquico, que son casi todos; ¿pues con qué confianza se arriesga él solo a venir mal disfrazado a una tierra en donde tenía más enemigos que amigos? ¿No pudo haberse quedado en alguna isla mientras reconocía de bulto el partido con que debía contar? ¿En la misma bahía de Soto la Marina20 no pudo haberse estado a bordo indagando quién era el comandante y cómo se hallaba la opinión? Ni se le eche la culpa a sus amigos, diciendo que lo alucinaron con sus cartas y planes lisonjeros, porque el lance a que venía a exponerse no era para fiarlo de cartas, sino para examinarlo por sí mismo; ello es que todo se le obscureció; naturalmente, no se le debía obscurecer al más lerdo, luego que... luego adorar una Providencia, un Dios sobre la material naturaleza, que a pesar de los ateístas se ha constituido en vengador de los oprimidos inocentes, bien que al mismo tiempo se contenta con el sacrificio de un corazón contrito y humillado, es misericordioso, y satisfecho con el de este joven desgraciado, le habrá perdonado sus extravíos y recogiéndolo en su seno ya morará en las mansiones celestiales. Éste es un consuelo de fe que inspira la religión a sus amigos.




ArribaSegunda verdad

Que esta misma Divina Providencia obró en nuestro favor permitiendo la desgraciada muerte de Iturbide.

Las repetidas conspiraciones fraguadas en México y Jalisco21, conocidas con el nombre de iturbidianas22, claramente dan a entender el gran partido que por fas o por nefas23 tenía entre nosostros este americano desgraciado; si por nuestra mala suerte se llega a internar hasta donde hubiera encontrado con un jefe amigo suyo que mandara cien fusiles, ¿cuál fuera hoy la escena que se representara en nuestro suelo? ¡Ah!, yo me estremezco, yo tiemblo al ver con la imaginación el triste cuadro que bosquejara nuestra sangre. Las tropas, los Estados y la opinión se hubieran dividido unos por él y otros por la república; en este caso, la guerra civil hubiera sido consecuencia precisa de los caprichos, y de ésta las muertes, los saqueos, los incendios y la devastación general de la patria. Unos gritarían ¡viva Agustín Primero!; otros, ¡viva la república federada! Estos gritos se mezclarían con los postrimeros ayes del soldado moribundo, de la violada doncella, del triste huérfano, de la viuda infeliz, del desconsolado padre, del inmolado sacerdote, de la desenclaustrada religiosa, y generalmente de todos; y cuando los españoles auxiliados por los reyes tiranos de la Europa, nos vieran destruidos a nuestras propias manos, vendrían a poner el yugo más ignominioso y perdurable a los que quedasen vivos y a nuestras futuras generaciones.

Señores amigos de Iturbide, estas verdades son muy claras, no podemos negarlas, séanos lícito el sentir su desgraciado fin; pero temple nuestro dolor el conocimiento de que en las críticas circunstancias del caso, si Iturbide no perece, pereceríamos nosotros, nuestros hijos, la patria toda, y entre los males inexcusables conviene que un hombre muera por la salvación total del pueblo.

La cosa es hecha, consolémonos con estas reflexiones; los ricos amigos de Iturbide y aquellos que comen por su cuenta, no empleen sus sentimientos estérilmente, sino socorran a su huérfana familia; y los demás, elevando sus votos al Eterno, digan que per misericordiam Dei requiescat in pace.

México, 7 de agosto de 1824.

El Pensador.







 
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