Para cantar, Valencia, tu hermosura,
no empuño el arpa de oro
que Apolo tañe con experta mano;
sino el guitarro moro
que el áspero huertano,
el de jubón y policroma manta,
al expirar las tardes, en la puerta
de su barraca, pulsa, cuando canta
los melódicos aires de tu huerta.
Con emoción agarro
el musical guitarro,
que, sobre un limonero florecido,
está callado y trémulo
como a la noche un pájaro en el nido.
Y aunque en el arte de cantar no ducho,
mientras como las ledas brisas raucas
rizan las ondas glaucas
de tus hermosos mares
miro, lo mismo que el precioso manto
de tu huerta y tu cielo,
una canción te canto,
dejando huir en anheloso vuelo,
igual que una cometa,
mi feble fantasía de poeta.
¡Valencia!... ¡Orgullo mío!
¡Orgullo del que viera
en tu suelo feraz la luz primera!...
Tierra donde la luz radiosa y brava
se desborda de un sol de oros sutiles,
y donde nunca acaba
de ahitarse el florecer de los abriles.
Sembradora incansable
de nardos y azucenas,
de lirios blancos y claveles rojos
de penetrante aroma,
y de hembras deslumbrantes y morenas
que llevan en las venas y en los ojos
el ardor de las hijas de Mahoma.
Región en la que todo sueña y ríe:
en el éter hundido, el cerril monte
que de su torva majestad se engríe;
en la dormida alberca el horizonte;
en las espesas frondas
del olmo y el cañar el ave gaya;
las fugitivas ondas
en las blondas arenas de la playa.
Bajo el rudo moral la noria alarbe;
la anciana choza con su tosca cruz,
junto a la comba del agudo azarbe
como un zigzag sin fin de clara luz.
Y entre las rizas flores
de tus vergeles magos
con paz, con sol y alegres resplandores
de arroyos cancioneros
y fontanas tranquilas como lagos,
la moza de contornos hechiceros
y de mirares vagos...
Prodigadora espléndida de artistas,
a quienes das, apenas la naciente
alba dorada de su vida empieza,
con una ánima ardiente,
la suprema intuición de la belleza.
Hijo preclaro de tu tierra llana,
el forjador es de «Alma castellana»,
y el triste y prodigioso de «El Obispo leproso»,
en donde, con feliz brillar platero
al escapar de Oleza la bonita
vio titilar la gota de un lucero
sobre el techo infantil de una alba ermita.
Hijo glorioso tuyo fue Llorente,
que te urdió mil estrofas diamantinas:
y el que desde unas áridas colinas,
mirando hacia el Oriente,
creía ver tus costas blanquecinas,
tu alegre campo y cielo transparente...
Y aquel viejo y dulcísimo poeta,
que al Turia, el de las aguas espumosas,
infundió roncas voces congojosas,
en aquellas octavas
que así principan su rimado vuelo:
«Regad el venturoso y fértil suelo,
corrientes aguas, puras y abundosas...».
Y tantos otros como los laureles
han ceñido de gloria y fama suma,
con la sublimidad de los pinceles
y el vigor del cincel y de la pluma.
Tierra de fiestas, de parranda y flores,
de naranjos y albahacas,
de bailes al compás de los tambores
y de alberas barracas
habitadas por recios labradores,
que cantan con primor de ruiseñores
y ríen con estrépitos de tracas.
Madre de la ciudad alicantina:
la de la tersa mar esmeraldina,
llena de blancas plumas
de risueñas gaviotas,
de nácares de velas y de espumas
y músicas de crespas olas rotas.
Madre de ese Alicante
que unge el Mediterráneo palpitante
y que te ofrenda en sus esplendorosos
dominios, con mil pueblos industriosos,
la sin par hermosura
de la vega de Oleza
que junto a Murcia empieza
y hasta el mar azulenco se dilata,
y que huella el Segura
describiendo, gentil, eses de plata;
y Elche, con su gran bosque de palmeras
de arcos temblantes y de tronco hirsuto,
siempre bajo las crenchas altaneras
como perlas mostrando el áureo fruto.
¡Elche! Que la mañana cristalina
del Domingo de Ramos, ilumina
los templos milenarios
que truenan en sus hondos campanarios,
con la palma arrogante,
arqueada en un ático vaivén,
como si viera de nuevo la triunfante
entrada del Rabí en Jerusalén,
y que tiene una lira alta y segura,
con una enorme cuerda en cada rama,
en la Palmera mágica del Cura
siempre tronando un himno por la «Dama».
......................................................................
Para cantar, Valencia, tu hermosura,
no empuño el arpa de oro
que Apolo toca con experta mano;
sino el guitarro moro
del trovador huertano.
El árabe instrumento,
que al dejarlo como un ave en el nido,
del arbusto pulido
donde lo hallé, sobre la florescencia,
oigo que dice con dulzón acento,
al rozar su cordaje el limpio viento:
¡Salve! ¡Salve, Valencia!...