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Poemas sueltos, I [1923-1932]

Miguel Hernández Gilabert

[Nota preliminar: Para la fijación textual de esta edición se ha tomado como base la ed. de A. Sánchez Vidal y J. C. Rovira con la colaboración de C. Alemany de la Ed. Espasa-Calpe, cotejándose con la de J. Riquelme y C. R. Talamás de la Ed. Edaf.]

[1]

Que como el sol sea mi verso

más grande y dulce cuanto más viejo.


[2]

No sé el nombre de ese pájaro

que tan vivaz se ha escondido

entre la morena plata

de un árbol del paraíso.

No sé el nombre de esa flor

de un azul de ojos angélicos

que en el cristal de un arroyo

se está viendo y repitiendo.

No sé el nombre de esta poma

rúbea y de rúbeas mejillas

que ha madurado en un árbol

ignorado de la umbría.

No sé el nombre de la araña

que, entre escarcha, al sol parece

que ha fabricado esa tela

una platea tunicela.

Y el pájaro es un Gayarre

plúmeo.

Y la flor un aroma

jamás aspirado exhala

por sus labios.

Y la poma,

al deshacerse en mis labios

sabe a mieles.

Y es bonita

la tela

... y veo que es un

encanto más la anonimia.


[3]

En cuclillas, ordeño

una cabrita y un sueño.

Glú, glú, glú,

hace la leche al caer

en el cubo. En el tisú

celeste va a amanecer.

Glú, glú, glú. Se infla la espuma,

que exhala

una finísima bruma.

(Me lame otra cabra, y bala.)

En cuclillas, ordeño

una cabrita y un sueño.


[4]

El sol y el pastorcillo

al cabo de la tarde.

¿Qué haces, hermano Sol?

Tirar las sombras muy largas...

¿Y tú, hermano pastorcillo?

-¡Oh, yo, recoger el alma!


[5]

Murmuran que hablo muy poco

alma los que nada saben

de nuestros largos coloquios.


[6]

I

-¿Queda luz?

-Bien poca:

ya la tarde fina.

-Sapo, toca, toca

tu oca, tu ocarina.

-¿Queda luz?

-Ninguna:

ya la noche ha entrado.

-Luna, luna, luna,

luna luna el prado.

Estridulad, grillos

dorados y rojos.

Astros amarillos,

ensanchad los ojos.

Exultantes aves,

meted vuestros trinos

bajo plúmeas llaves.

Teneos, caminos.

Misericordiosos

silencios, reinad

en la sombra.

Osos

y lobos, matad...

Y vosotras, cumbres

que empujáis el cielo,

sed bajo las lumbres

celestes del hielo.

II

-¿Viene el alba?

-Viene:

ya entreabre su flor.

-Que tu voz estrene

su luz, ruiseñor.

Que mientras retoña

el alba infantil,

suene tu zampoña

zagal pastoril.

Temblad, verdes chopos,

frente al firmamento.

Susurra piropos

a los chopos, viento.

Caed de dos en dos,

lentos y apagados

astros, tras de los

callados collados.

Perfuma violeta

mi buen corazón,

y tú, alma poeta,

dime una canción.


[7]

Echa la luna, en pandos aguaceros,

vahos de luz, que los árboles azulan,

desde el éter goteado de luceros...

... En las eras, los grillos estridulan.

Con perfumes y armónicas, pululan

las brisas por el campo.

En los senderos

verdean los lagartos y se ondulan

y silban los reptiles traicioneros.

Oigo un rumor de pasos...

-¿Quién se acerca?

¡Desnuda una mujer!

Su serenata

quiebra el grillo.

El lagarto huye.

Se enrolla

el silbante reptil.

Y en una alberca

-arcón donde la luna es tul de plata-

cae la Leda lunar como una joya.


[8]

¡Oh, Pan! Dios de patas y cuernos de macho cabrío:

te adoro;

en medio del prado y a orillas del río

me encantas soplando tus cañas de oro.

¡Oh, Pan!, dios contento

que fuiste en Arcadia, tu pueblo natal,

pastor: te idolatro;

de los siete tubos de tu alma instrumento,

¡oh, dios inmortal!,

quisiera tener solo cuatro.

¡Oh, Pan!, Dios agreste:

cuando alzas tus notas que son mi recreo,

se calla el celeste

Orfeo.

El ebrio Dionisos, el dios de los buenos

festejos, te llevó en su séquito de loca alegría,

entre haces de sátiros torpes y silenos

burlones, y oía

con modos serenos

tu imperecedera armonía.

¡Oh, Pan!, dios que el aire melódico entrañas:

bien hizo, ¡por Venus!, la ninfa Siringa no dándote amores

y mágicamente trocándose en caños;

el órgano armónico que hiciste con ellas, llenó a los pastores

de pobres cabañas,

en fértiles prados, en rudas montañas

y en valles de flores

de dichas extrañas.

Y apenas el alba tendía

su manto

de tintas bermejas

por dar paso al día,

ya estaban con místico encanto,

en tanto

pacían las dulces ovejas,

oyendo tu clara armonía.

... Lo mismo yo ahora:

apenas como un remolino

de oro

despierta la aurora,

con mi hato de esquilas de lloro

divino,

travieso el camino

y escucho gustoso tu música sonora.

Avanza la hora lenta de la siesta:

remulga el ganado y dormita.

Me tumbo en la umbrosa floresta

que al sueño me invita,

y, mientras tumbado con el sueño lucho,

retoza tu música presta

y escucho... y escucho...

Se ausenta del día nostálgico el sol;

las cumbres se apagan; el ave no trina;

palpita en el éter la luz de un lucero;

andando de nuevo por el albohol

largo del sendero,

detrás del rebaño ligero

y amigo,

tus sones oyendo prosigo.

¡Oh, Pan!, hijo de Hermes el ágil:

te admiro, te adoro;

no ceso un momento de oírte en tu frágil

siringa de oro.

Así, se deslizan mis horas

pastoras

-desde antes que sueñan su luz las auroras

hasta antes del irse del gris lubricán-

con un hondo afán

de dar a mis versos la luz, la alegría,

la eterna, la aurísona, la sola armonía

que esconden tus cañas ¡Oh, Pan!


[9]

Tiro piedras a un cordero,

y cada piedra que tiro

deja en la brisa un suspiro

y en el azul un lucero.


[10]

Corta siete tubos

de un viejo cañar,

que ninguno de ellos

sea al otro igual:

átalos juntitos,

afínales las

redondas bocuelas,

llévatelos a

la curva del labio,

y ponte a soplar

leda y quedamente...

Al oírte, saldrá

Dorio con sus hijos

del azuleo mar;

Filomena, rojos

celos sentirá;

los cornados sátiros,

respingos darán

de júbilo, en medio

del bosque orquestal;

del lejano Olimpo

Orfeo vendrá,

para tu acordada

música estudiar;

un punto, Diana,

dejará de ir tras

el jabalí y el

ciervo montaraz;

sonreirá Afrodita;

Eros, dejará

de lanzar sus dardos;

las ninfas vendrán

danzando a tu encuentro

cerniendo cristal

yo oro dando a Céfiro:

hasta el mismo Pan,

pondrá un dedo en cada

tubo magistral

de su flauta, para

tu acento escuchar.

Y de los boscajes,

bajar se verá

plumajes de pájaros,

que se han de rasgar,

de envidia, los buches,

que gotearán

el gorjeo inédito en

grano musical.


[11]

A los libros bellos, pétalos de rosas

ponedle en las páginas...

A los libros feos,

nada...

(Nada, o pajas)


[12]

Como una fontana que,

eterna, en brotar persiste,

como un sendero, me iré...

y no acabaré de irme.


[13]

Nace; exhala,

debilísimo, un vagido;

cae en el suelo en sangre hundido;

tiembla; bala.

Flojamente, leve-

mente las orejas

alza y mueve;

lanza quejas.

Los preciosos ojos gira

al redor con gracia y pasmo;

de hito en hito,

todo mira;

y regita un grato grito

que parece de entusiasmo.

Se levanta vacilante

de la grama; cae vencido;

prueba luego más pujante;

se alza; duda; da unos pasos; sigue; corre decidido.

De manera chusca,

con el tierno hocico,

a la madre la ubre busca;

da con ella; bebe néctar casto y rico:

con nervioso gesto, mueve,

mueve el rabo;

bebe, bebe,

y harto, suelta la ubre al cabo.

Ya se sienta poderoso;

ya no gime ni solloza;

ya se alza jubiloso,

victorioso; ya rebulle; ya retoza.

Y en el gozo que le enciende,

prosiguiendo sus bravatas,

ya pretende,

a la cabra que lo ha dado, penetrar puesto en las dos patas.


[14]

Lagarto, mosca, grillo, reptil, sapo, asquerosos

seres, para mi alma sois hermosos.

Porque Iris, señala

con su regio pincel,

vuestra sonora ala

y vuestra agreste piel.

Porque, por vuestra boca venenosa y satánica,

fluyen notas habidas en la siringa pánica.

Y porque todo es armonía y belleza

en la naturaleza.


[15]

Con la humildísima grandeza

del santo Francisco de Asís,

amemos a Naturaleza:

en el gárrulo pájaro gris

encomiador de la espesura;

en la nítida flor de lis

que, como una princesa pura,

en su torreón de luz, fabrica

la candidez de su blancura;

en la abeja sonora y rica,

-gota de oro melodiosa-,

que la flor del romero pica;

en el agua, que honda reposa

y en la que, a flor de tierra, salta;

en la libélula y en la rosa;

en la hierba, que el prado esmalta;

en la araña volatinera,

que teje, primorosa y alta,

con hilillos de luz platera,

como pestañas de luceros,

una incopiable y plana esfera;

en los organillos viajeros

del regatuelo y la fontana,

que armonizan prados enteros;

en la caliente luz heliana,

que, tras de Fósforo temblón,

pule de azules la montaña;

en la larga constelación

del álamo de hojas lechales

siempre en continua irisación;

en las sierras monumentales,

que se invisten en el invierno

de nieve y nieblas virginales;

en el toro de trágico cuerno;

en el susurro de la mies;

en el sutil ciprés eterno,

-¡oh la eternidad del ciprés!-,

en su raíz, en su corteza...

¡Amemos todo lo que es

parte de la Naturaleza!

Obsérvenla ansiosos, luego

de adorarla, y profundamente,

como nuestro Gran Padre griego;

como Homero, el ciego imponente,

el heroico vate pagano,

que se ve más grande y luciente,

como el sol, cuanto más anciano.

Observemos, con ahínco, el músculo

de los montes y el del gusano:

lo mayúsculo y lo minúsculo.

Del alba el alófano nimbo

y el halo rojo del crepúsculo:

-la una, un maravilloso limbo

con brumas por almas de infantes,

y el otro, un sangriento corimbo;

los magnos mares espumantes,

albergue de gente divina

y sepulcro de navegantes;

la ubre roja de la colina,

que, si se oculta el sol tras ella,

como un hilo de leche fina,

por su pezón rocoso, bella-

mente el dulce rayo postrero

arroja a la primer estrella;

el hipo de luz del lucero,

que, a veces, en la noche blanda,

como intrépido aventurero,

ser lanza al abismo de ronda,

con la audacia con que la guija

salta de la pastoril honda;

la nube que nace vedija

y es amplio mundo cuando crece:

el insecto; la lagartija,

que ensangrienta, albea y verdece

su arisca espalda policroma;

la luciérnaga, que fosforece;

el arrullo de la paloma;

el arbusto que da la pruna

lacrimoso de espesa goma;

la linfa, que corre lebruna,

con el umbroso lomo inquieto

lleno de luz de sol o luna;

el movimiento del discreto

bosque, donde la cornamusa

pánica explica su alfabeto;

el cielo de la alegre musa

Primavera, que, con armiños

en flor, su nacimiento acusa;

la libertad de los cariños

de la sonora codorniz;

la charla del ave y los niños;

el róseo momento feliz

en que de los prados del cielo,

como de un prado de maíz

huyen las aves con recelo,

los astros huyen, cual si fuera

espantapájaros el velo

que echa el alba en su cabellera,

lleno de harina de pimiento,

porque sepa la tierra entera

que, veloz, de día sediento,

el corcel del Hiperionida

va trotando hacia el firmamento;

la calmosa y sonora huida

del río de ninfas poblado;

la lluvia, que en la amanecida

joyante y húmedo deja el prado;

donde ya el pastor apacienta

las ovejas de luz nielado;

los fragores de la tormenta,

que, con frenético coraje

y atropellándose, revienta;

el manso ruido del ramaje;

la hermosura del arrebol

y el celaje, que es un encaje;

el sagrado rumbo del sol;

la aparición del primer astro

-gota de surco de albohol-;

la vía láctea, que es como el rastro

de un hato de patas de fuego;

el enarenado camastro

del arroyo en continuo fuego...

¡Amemos la Naturaleza

y observémosla, ansiosos, luego,

que ella es fontana de belleza

que a un santo eternizó y a un ciego!


[16]

En la ermita campesina,

oro en caldo, a la mañana,

echa, fina,

la campana.

Cuando en ella da la brisa,

dice presta:

¡Pasa a prisa!

¡Pasa a prisa que hoy es fiesta!

Y la brisa, ya en la umbría:

Pastor, ¿es que no te vas tú

a la fiesta de la ermita?

-¡Mi fiesta es el cielo azul!

En la ermita campesina,

oro en caldo, a la mañana,

echa, fina,

la campana.

Cuando el cohete ganas vierte

en la brisa, dice presta:

¡Truena fuerte!

¡Truena fuerte, que hoy es fiesta!

Y el cohete, ya en la umbría

caído: Pastor, ¿no vas

a la fiesta?... ¡Aquí tan solo!...

-¡Mi fiesta es la soledad!

En la ermita campesina,

oro en caldo, a la mañana

echa, fina,

la campana.

Cuando suena, con sordina,

el tambor, exclama presta:

¡No retumbes! ¡Trina! ¡Trina,

que hoy es fiesta!

Y los ecos del tambor,

ya en la umbría: Pastorcillo,

¿pero no vas a la fiesta?

-¡Mi fiesta está en este sitio!

En la ermita campesina,

oro en caldo, a la mañana

echa, fina,

la campana.

Cuando la dulzaina pita

suavemente, dice presta:

¡Aún más alto! ¡Grita! ¡Grita,

que hoy es fiesta, que hoy es fiesta!

Y las notas, ya en la umbría:

Pastor, ¿es que tú no vas

a oír mi música en la fiesta?

-¡Mi música es la de Pan!...

En la ermita campesina,

al llegar la tarde grana,

estrangula su voz fina

-oro en caldo- la campana.

Y bajo el callado brillo

de un astro que tremulece,

del pastoral caramillo

el armónico aire crece.


[17]

Por el filo de un monte,

sube una nube amenazadora:

¡Oh, no he visto, jamás, yo, nube

tan terrible!...

Grande el sol, dora

la pradera; se va a ausentar

ya, y destella melifluamente.

Mas la nube que, sin cesar,

va avanzando negra y crujiente,

contra él se dirige loca

a ocultarlo bajo sus moles:

se crestea de luces, choca,

y el sol se hace dos raros soles.

La pradera queda en completo

caos: solo el puñado exiguo

de sus rayos -triste esqueleto

de un dorado abanico antiguo-,

cae oblicuo sobre una palma

solitaria, que tornasola.

Queda luego, como una enjalma

barbaraza, la inmensa ola

de la nube presta en el lomo

del sol; pero cae este al seno

del ocaso sangrante, y como

dolorida, la nube, un trueno

en la sien del azul estampa:

es un trueno tan ancho y duro,

que, a la luz que produce lampa,

agrietado se mira el muro

intangible que el alba escala

entre andrajos de oscuridad.

-Asustado, mi hatajo bala

viendo encima la tempestad-.

Abandonan los campesinos

las boyadas en los arados

y, a sus chozas, por mil caminos

se encaminan precipitados.

Una súbita y gran borrasca

va, de pronto, hacia los arbustos.

La cañada, sus hojas chasca,

y salmodia cantos augustos.

Arrancado un pino de cuajo

cae por tierra roto, con gran

fragor.

Lanza un escupitajo

de centella la nube.

Un can

ladra lúgubre y lastimero

hacia oriente.

Más truenos suenan,

y su párpado abre ligero

el relámpago.

Se envenenan

de destellos las lejanías,

cuando el rayo escribe sus ZZ,

cual quebradas y rojas vías,

en las trémulas arboledas.

Ya los éteres han huido

tras el gárrulo nubarrón.

Y ahora, queda todo sumido

en gran calma...

Y un chaparrón

silencioso cae sobre el verde

prado oscuro, que, rumoroso

y oloroso, bajo él se pierde.

En un árbol, metido, no oso

yo -el hatajo a mis pies-, la voz

levantar. Oigo a la natura,

que, entre el agua que cae veloz,

habla y llora, canta y murmura.


[18]

Empiezo a andar por el sendero.

Empieza

a circundarme la naturaleza,

y entre un olor melifluo de maíz

viene a mi encuentro la armonía

del canto de una codorniz.


Está naciendo el día

-se muestra a medias el cráneo joven del sol-

y en lo azul se diluyen vapores cristalinos.

Lanza en la húmeda fronda sus flauteados trinos

el bello verderol.


Al borde del sendero que, en este amanecer,

como acabadito de hacer

por su cauce fino resbala

un gorrión, haciendo ¡pío!,

se recompone y acicala

con esmero y después rompe y traga rocío.


Azulean los montes ante la lejanía

luminosa del día

resurrecto.

Por cima los adormidos prados

de cebadas y trigos, acabados

de nacer, un delirio de golondrinas marcha

tropezando en las chinas chiquitas de la escarcha.


En la quietud marmórea

de los bosques un viento lisonjero:

es el panida que entra bajo la sombra arbórea.


... Marcho feliz por el sendero.


[19]

¡Oh, qué carcajadas

tan disparatadas

las de las granadas!


      (El alba de oro


Risas coralinas

entre matutinas

auras y hojas finas.


      romper quiere en lloro;


Sobre los ardientes

labios, rubescentes

asoman mil dientes.


      mas avergonzada


Hay en aposentos

ocultos más cientos

de dientes sangrientos.


      una gran granada.


Rosada en los llanos

celestes deslíe...

¡Ah, los rubios granos

de la escarcha!


      Y ríe.)


[20]

Hoy el día es un colegio

musical.

Más de un trillón

de aves, cantan la lección

de armonía que el egregio

profesor Sol les señala

desde su sillón cobalto;

y dan vueltas en lo alto

con un libro abierto: el ala.


[21]

Eos

tiene

cuatro

vestes:

una

blanca,

que se

ata

cuando

ríe

Floreal;

una

rosa,

que se

toca

cuando el

rudo

dios

Vestumnio

tumba

el oro

del trigal;

una

rubia,

que se

anuda

cuando

Baco

pasa

dando

traspiés

de ebrio

por los

cálidos

viñedos

de uvas

de oro

y de rubí;

y otra

roja,

que se

emboza

cuando

Adonis

en el

bosque

sangra

y muere

bajo el

diente

del dios

Marte convertido en jabalí.

Cuatro

vestes

Eos

tiene:

¡yo las vi!


[22]

Sol de siesta en toda la campiña verde...

Rezonga una noria no sé dónde. Muerde

un ave la calma que en el aura reina.

Bajo unos perales, una vaca peina,

con su sonrosada lengua, la testuz

de otra, que mastica hierba con pajuz.

Frente de una olmeda blanca de palomas,

un pruno destila transparentes gomas.

Baten los trigales rúbeos ababoles.

Alcahaces abiertos son de verderoles

los chinescos huertos colmados de nieves

de azahares de luna, como esquilas breves,

donde son badajos de mieles bermejas

millones zumbantes de áticas abejas.

Arde el polvo fino de un recto camino

al pie de una sierra como un torbellino

de piedra. En el agua de un turbio arroyuelo

del sol perseguido y ungido del cielo,

abrevo el sediento y dócil hatajo.

Luego, silencioso, lo pongo debajo

de las sombras móviles de un cañar umbrío...

Soledad de sendas... Claridad de un río...

Llevo hasta mi labio mi fresca siringa:

de armoniosa música la siesta se pringa.

Mas me canso del pagano instrumento,

y echado en el césped, cara al firmamento

que parece un amplio e inflamado horno,

el sueño buscando, la mirada entorno.

... Entre los follajes, a los que se acopla,

el dios Pan, su grato caramillo sopla...


[23]

En esta siesta de otoño,

bajo este olmo colosal,

que ya sus redondas hojas

al viento comienzo a echar,

te me das, tú, plenamente,

dulce y sola Soledad.

Solamente un solo pájaro,

el mismo de todas las

siestas, teclea en el olmo

su trinado musical,

veloz, como si tuviera

mucha prisa en acabar.

¡Cuál te amo! ¡Cuál te agradezco

este venírteme a dar

en esta siesta de otoño,

bajo este olmo colosal,

tan dulce, tan plenamente

y tan sola Soledad!


[24]

Mediodía. Lo dice lento

un lejano reloj cansado.

El sol, baja del firmamento,

con furor irritante, al prado.

Por mi frente, que se achicharra,

cae un agua salobre en perlas.

Oigo el canto de una cigarra

y de cientos mirlos -merlas-.

Ya no pace el voraz cabrío

en el valle feraz; lo llevo

a la boca de un frío río

y en su linfa oriazul lo abrevo.

Luego, lo entro a la sombra azulea

de un amable lugar arbóreo

que preside la forma hercúlea

de un añoso pino estentóreo.

Reina un loco ruido de insectos,

que, cual rápidas chispitas rojas,

van pasando los imperfectos

ruedos de oro que hace en las hojas

el sol. Tañe paliadamente

Pan entre ellas su cornamusa:

suena en medio, del río algente,

la palabra vaga y confusa.

Remulgando se tiende el hato

a la sombra, menos un chivo

de barbaza de garabato

y mirar crapuloso y vivo

que suspira amoroso. Siénto-

me a la sombra del pino de oro,

y tomando el zurrón, hambriento

una larga ración devoro

de cocido pan de maíz gris,

empapado en la leche blanca

que mi experta mano en un tris

al pezón de una cabra arranca.

Pasa en esto una campesina,

-armoniosa vuela su salla-

que se pone la mano fina,

para verme, como pantalla

de los ojos: bella es. Me pongo

encendido. Mi pecho ondula,

... Y un elogio brutal rezongo

a sus grandes ojos de mula...

Toda seria, se va alejando

por caminos de luz. No acaba

el feliz revolco blando

de su falda de tela brava.

Arrogante, en el cromatismo

de un granado grueso se borra,

y en un hálito me ensimismo

de erotismo que me amodorra.

Olvidándome el rebaño,

me echo, entonces, al cespedaño

suelo fresco, que ansioso araño.

... Se apodera de mí el ensueño...

Pasan horas...

Levanto, presto,

la mirada al hatajo. Está

viendo el chivo, con grave gesto,

a una chiva graciosa. ¡Ha...!


[25]

Sabe:

      Que me iré, como el sendero,

      muy melancólicamente,

      muy pálido, muy ligero

      y que será muy temprano...

      Tal vez no esté todavía

      el sol en el meridiano.


[26]

Ese aire antiguo que sopla

la dulzaina de la fiesta,

trayéndomelo la brisa

pleno, ¡me da una tristeza!

Creo que es porque los días

de mi infancia me recuerda...

cuando tras el dulzainero

lo iba silbando mi lengua.

Mas tal vez la soledad

en que los valles se encuentran,

infinita, den a mi alma...

Aunque también la belleza

desgraciada de la tarde

que muere como de pena...

O este silencio macizo

que hasta en las frondas se acuesta...

O los pájaros, que ignoro

si duermen, silban o vuelan...

O Héspero que ya me habla...

o la noche que ya me echa...

No sé... Pero ese aire antiguo

que de la dulzaina vieja

fluye para mí ágilmente,

no sé,... ¡me da una tristeza!...


[27]

Un ciprés: a él junto, leo.

(El sol va acortando poco

a poco su fulgor loco.

Preludia un ave un gorjeo.)

Me acuesto en la hierba. Leo.

(Es el poniente de hoguera:

contra él una palmera

tiene un débil cabeceo.)

Echo el ojo al hato. Leo.

(Da el sol un golpe mayúsculo

a una montaña...

Crepúsculo.

Se oye de un agua el chorreo.)

Me pongo sentado. Leo.

(La muriente luz se enjambia

fingiendo una gran Alhambra

de mármol cristaloideo.)

(Trunca el ave su gorjeo.

Por el oriente descuella

la noche.

¿Nace una estrella?)

No quedan luces... No leo.


[28]

La palidez etérea y la melancolía

que el paisaje dormido ya traspasa,

y a más un nubarrón crestado de luz fría,

dicen que el sol fracasa.

Dos rayos, cual dos aspas, dorada y fácilmente

se tienden aún por cima de un monte gigantón:

va haciéndose el crepúsculo en la cumbre eminente

y entre rubíes y oro parece Faraón.

Sobre un risco elevado, contra la tela rica

del poniente exaltado

que su silueta corta y magnífica,

hay un pastor, pellico, abarcas y cayado.

Algo bíblico tiene sobre la serranía

bravíamente puesto:

contempla el fenecer bello del día

silencioso y enhiesto.

Casi hiriendo su frente revuelan pajarracos

con grandes alborotos,

y a sus pies, un abismo, le muestra sus opacos

perfiles de picachos bárbaramente rotos.

Ante su tosca faz,

medio oculta entre pelos,

magnífico de paz

cae en los horizontes el ropón de los cielos.

-Horizontes de campos solitarios y rojos,

de olivos plateados, de rígidos cipreses,

de sedientos rastrojos, eras rotundas, mieses...-

El pastor alza lento,

la asoleada frente al firmamento:

en el miente un lucero un espíritu santo.

... A su espalda se agrupa el hato... Temblorea

una esquila metálica, y su sonido de oro

desciende de la cumbre y revolea

por el campo insonoro.

Marcha rumbo a la aldea el pastor paso a paso.

Los dos rayos de sol ya dieron un chapuz.

Se baten más esquilas áureas...

En el ocaso

un vaso en el que solo queda un sorbo de luz.


[29]

Los rastros

que las ruedas carreteras

dejan en el seco lodo

del camino,

bajo la vaga luz del ultraocaso

tienen dorados

brillos

ando...

La noche viene

-carbonera- siguiéndome y tiznándome

las espaldas... el hato:

por detrás voy ya negro

y por delante aún pálido.

El valle se va haciendo

silenciario...

Tan solo

el ruido metálico

de las esquilas y el ruido

de las pezuñas arrastrándose.


Me siento el alma como

un cangilón ancho

que asciende chorreante de poesía

a mis labios

y por sus rojos bordes se derrama

mudo y armonizado.


Me tizna más la carbonera noche...

Soy andante tiznajo.


Una cabra, la más joven de todas,

va la postrera en el rebaño

con angustia

balando:

en sus tiernas entrañas siente el vivo

dolor del primer parto;

y otra de pelo

negro y blanco,

va delante,

a mi lado,

ansiosa de llegar

al aprisco aromado,

donde hay unos chivitos

que esta mañana con dolor ha dado.


Ya voy completamente negro.

Siguen llorando bajo

la niña sombra las esquilas.


Se hace un resplandor blanco

que me clarea el lomo

por el oriental lado,

y viene un bello instante:

por los collados, esfumados

casi en el horizonte,

sube la luna recortándolos,

igual que un blanco ángel de la guarda

que a velar va los sueños de los campos...

Miro.

Palpito de emoción

Suspiro.

Canto...


... Voy a coger la punta de la hebra

del camino.

Camino...

Caminando...


[30]

Estoy sentado sobre la hierba contra el sol

último que me siento en la nuca clavado

igual que una corona de esas que hacen temblar

en la rigidez pétrea de sus testas los santos.

Tan bajo está ya, que, la grama menudita,

acuesta largas sombras sobre la tierna tierra.

...Se van las golondrinas del azur, silenciosas,

a sus nidos de las campesinas iglesias.

Una sierra, que chafa con su giba monstruosa

un inmenso pedazo de cielo, a sus barrancas

echa las complicadas sombras de sus picachos

por los que los pastores vamos a las majadas.

Blanca, como la espuma de la leche con luna,

navega proa al sol una nube -querube;

y, el sol, más grande poco a poco, unos encajes

de oro le pone, espléndido, desgastando sus lumbres.

Disparado balín, llega una larga abeja

a posarse en la esquila más grande de mi hatajo,

que se estremece muda,.. ¿creerá que es una flor,

o porque no lo tiene, querrá ser su badajo?

... Me pongo cara al sol y me sonrosa un poco

¡qué poco! la faz y la cayada... Se agranda

más...

Tropieza en un cerro, torpe... cae...

Y la noche,

que acechaba escondida, ¡oh, qué angustia! me agarra.


[31]

Siguiendo a una hermosa ninfa

atravieso la floresta,

en la que solo se escucha

la substancia y pequeña

charla de los chamarices.

Aparto brotes y hierbas

con la cayada, formándome

camino en la fronda espesa.

¿En dónde hallar a la ninfa

que ha puesto mi sexo alerta?

¿Dónde hallarla?... Miro atento

por todos los lados. Blanquea,

al final de la espesura,

el prólogo de una pierna...

Corro y al llegar no hay nada.

Sin embargo, unas ligeras

sacudidas en las hojas,

me dicen que escapó presta

por entre ellas... Prosigo

mi lujuriosa carrera,

ágil. A la sombra clara

de una cañada, sestea

Pan, la siringa olvidada

entre la grama modesta.

Cuando paso junto a él,

el viento que muevo, entra

en sus siete tubos y alza

a la siringa una queja.

Troto buscando...

Una rabia

feroz de mí se apodera:

estoy rendido, no la hallo

y oigo balar mis ovejas

abandonadas llamándome.

La sonrisa picaresca

de un viejo y jocundo sátiro

se abre tras una haya vieja

burlonamente, y la risa

de la deseada, suena

cerca... Mas estoy rendido

y caigo sobre unas hierbas...

La tierra se sobrecoge,

al recibirme, y se queja.


[32]

Está desierto, igual que un teatral escenario

tras la función, el verde paisaje. Va un agrario

olor de surco seco por el sereno ambiente.

Un silencio abundante, mana en la calva frente

de un monte de cerámica, que el paisaje preside

y como impetuoso río desciende, y mide

todos los horizontes blancos por la calina

que es una gran cascada de seda cristalina.

Pasan nubes de borra nevada por el alto

azul encandeado. Parece el sol, un palto

bárbaro. Son de las sombras y las hojas

de los oscuros árboles y las colinas rojas.

Sin prodigar elogios a la flor de su orilla,

un moroso riachuelo, se anilla y desanilla

y se oculta a lo lejos tras su breve ribera

lanzando varias veces llamarazos de hoguera.

Volean las libélulas de color escarlata

entre sol, y se posan, luego, sobre una mata

que bajo el, para ella, peso enorme, vacila.

Sepulto en la verdura de la grama, destila

el monorritmo pláteo de su flautín, un grillo

que no puede romper el silencio. El cuchillo

largo de un cigarrón de romperlo se encarga

dando, de pronto, una rabiosa nota larga.


[33]

Colorado colorín,

¡Cómo alegras mi jardín

sin un ave melodiosa,

ni una hoja ni una rosa!

Colorado colorín,

canta, encántame sin fin.

Bate, bate magistral

la bolita de cristal

o el levísimo clarín

que, sin duda, en el estuche

de tu buche

has metido, colorín.

¡Cómo alegras mi jardín!,

donde ayer fui un verderol,

y una rosa, y un jazmín,

y en el que hoy tan solo hallo

hojas secas y verdín...

Canta, encántame en un tallo

de este desmayado sol,

colorado colorín.

Colorado colorín,

has llegado a mi jardín

cuando todo está sombrío...

Cuando cae de un cielo cinc

una lluvia, como un río,

con quejoso retintín.

Las fontanas se han cuajado;

tus hermanos se han marchado,

y en el prado,

bajo un grande viento frío,

un sonido malhadado

dan las hojas con orín.

-¡Pío!... ¡Pío, pío, pío!...

¡Colorado

colorín!


[34]

La ponentina luz su fulgor amortigua...

De grana pasa a oro.

De oro a rosa.

A violeta

de rosa.

Se apodera del paisaje una antigua

nostalgia.

... Yo, a esta hora, me siento más poeta...

Allá en el campanario aldeano, repica

el carrillón, volcando sus pulsaciones lejos,

y una nube fantástica la aldea glorifica

entre coronas negras de aviones y vencejos.

De importunas nieblas hace la brisa expolio

en las alturas. Suena la flauta persistente

de los grillos como una lluvia fina. Un eolio

rumor, por los lugares arborosos, va en creciente.

Aún la blanca cigarra sus élitros estrega.

Quejumbran armoniosas las esquilas de mi hato:

en la soledad de la llanura paniega,

perfumada y pajiza, ¡cómo este son es grato!

Nada una paz de égloga a mi alrededor turba.

Caminan los senderos en soledad completa.

Miro el paisaje desde la pronunciada curva

del cayado.

A esta hora ¡oh, sí! soy más poeta...


[35]

Pastorcilla que eres dueña

del mago cinto de Cipria,

une tu rebaño al mío

y vamos a la campiña,

que ya retoña el rosal

rosado del alba nítida.

Une tu rebaño al mío,

pastora de faz divina,

y por la senda, entre el lloro

dorado de las esquilas,

lleguemos al terso prado

a apacentar las pulidas

ovejas, pisando tierno

rocío y hierbas cencidas.

Lleguemos al terso prado;

y a la temblorosa orilla

de alguna osada corriente,

mientras el hato mastica

húmedas gramas, echemos

los cuerpos, pastora mía...

Te rezaré frases áticas

de amor y campestres rimas

allí: tú me escucharás

risueñamente embebida

y con el rostro apoyado

en tu cayada de encina,

y hacia el suelo inclinarás,

con rubor, la frente límpida

orlada de blondos bucles

que hará trémulos la brisa

y el sol nimbará de luces

pálidas, cuando te diga:

«Pastora, sabes que te amo...

¿Por qué, pastora, no tiras

a un lado tu talar túnica

y desatas tu crecida

cabellera de Medusa

y te me quedas magnífica

y desnuda bajo el cielo

como la más grácil ninfa?

¿Quieres que seamos, Dafnis

yo, y tú su esposa, la linda

Licé?...

¿Quieres que te enseñe

a soplar en la siringa,

como Pan enseñó al ciego

cantor de la pastoría?

Amémonos, y si infiel

a nuestro amor fuese un día,

que quede sin luz lo mismo

que el lírico de Sicilia».

(Vendrá, entonces, la mañana

llorando recién nacida.)

Retoña el rosal rosado

de la lacrimosa hija

de Hiperión.

Pastora, une

tus corderas a las mías.

Vayamos juntos al bosque,

y en él, bajo las encinas

copudas y el vario álamo,

te diré amores y rimas.

Cuando nos ahitemos ambos

de cariño y de poesía,

escucharemos la flauta

que el dios-chivo entre las cimas

de los boscosos arbustos

sopla y sopla, vibra y vibra.

Y cuando enmudezca, yo,

porque no estés aburrida,

armonioso y primoroso

sonaré la flauta mía.

Veremos, entre los troncos,

jugar sátiros y ninfas;

veremos surgir las náyades

de las aguas saltarinas

con las cabelleras sueltas

y orladas de perlas líquidas.

Y veremos a Diana,

la cazadora, seguida

de oréadas cinegéticas,

como ella, y de hamadríadas,

andar los prados, en pos

de ciervos y jabalinas.

Y cuando la febriscente

siesta cubra de calina

albar y móvil los campos,

ahogando el son de las brisas

y sofocando a las aves

que epitalámicas trinan,

en la sombra de los árboles,

con las cabezas unidas,

nos dormiremos al ruido

sutil de las campanillas

de las cansadas ovejas

que remulgarán tendidas...

Retoña el rosal rosado

de Eos, prólogo del día.

Une tu rebaño al mío,

pastora de faz divina...

Ven a mi Arcadia; y verás

cuánta correhuela pinta

con sus flores, sonrosadas

como tus combas mejillas,

las márgenes presurosas

de la fuente y las orillas

de los ríos que entre juncos

y caños se descarrían.

Ven: le pediré a Pomona

frutos que hagan las delicias

de tus labios -azufaifas-;

le pediré dulces guindas,

rotundas manzanas céreas,

prunas rojas y amarillas

y, sobre todo, granadas

de muy exaltadas tintas

que echen húmedos rubís

sobre el temblor de tu risa.

Le pediré a Clori rosas,

claveles, lirios, celindas

y amapolas sofocadas,

y haciendo con ellas cintas,

formaré anillos, collares

y ajorcas, y en tus miríficas

formas los iré dejando

entre palabras idílicas.

Y cuando el sol desaparezca

y entre la melancolía

y la soledad en esa

hora callada y divina

del crepúsculo, al redil

dirigiremos la vista

y los pasos: tú apoyada

sobre mi pecho en que viva

llama de amor arderá;

y yo, la mano perdida

en tu cintura, a tu lado

resonando la siringa...

Tras nosotros; levantando

una polvareda altísima,

el rebaño acordará

el temblor de las esquilas...

Y vendrá el primer lucero

a un cielo de lazulita,

como otro pastor entre un

rebaño de nubecillas.


[36]

Quiero morirme riendo,

no quiero morirme serio;

y que me den tierra pronto...

pero no de cementerio.

No quiero morir -dormir-,

no quiero dormir muriendo

en un estéril jardín...

¡Yo quiero morir viviendo!

Quiero dormir... ¿Dónde?... Sea

donde lo quiera el Destino:

en un surco de barbecho,

a la vera de un camino...

En una selva ignorada,

o a la orilla de un riachuelo

de esos tan claros, que están

venga a robar cielo al cielo.

Que cuando mi carne sea

nada en polvo, broten flores

de ella, donde caiga escarcha

y escarcha de ruiseñores.

Que resbale por mi cuerpo

la corriente cristalina

y ladronzuela, sacándole

alguna nota argentina.

Que escuche mi oído armónico,

en cuanto el día se vuelva

ascua, la armonía virgen

del virgen Pan de la selva.

Que nazcan espigas fáciles

con luminosas aristas

de mi pecho, que ama el arte,

para recreo de artistas...

No quiero morir -dormir-,

no quiero dormir muriendo

en sagrada tierra estéril...

¡Yo quiero morir viviendo!


[37]

En aquellos ciruelos grandes

con los troncos de cristalinos

y cuajados licores llenos

que se irisan contra el sol límpido,

sus dulzainas de música ágil

toca un bando de alegres mirlos.

Sus tonadas me hacen dar saltos

a compás de sus finos ritmos...

¡Ah, que callen, por Pan, que callen!...

Si prosiguen sus exquisitos

picos locos tembloreando,

yo, también... ¡¡Epí, pí, í, pío!!...


[38]

Junto al río transparente

que el astro rubio colora

y riza el aura naciente

llora Leda la pastora.

De amarga hiel es su llanto.

¿Qué llora la pastorcilla?

¿Qué pena, qué gran quebranto

puso blanca su mejilla?

¡Su pastor la ha abandonado!

A la ciudad se marchó

y sólita la dejó

a la vera del ganado.

¡Ya no comparte su choza

ni amamanta su cordero!

¡Ya no le dice: «Te quiero»,

y llora y llora la moza!

Decía que me quería

tu boca de fuego llena.

¡Mentira! -dice con pena-

¡ay! ¿por qué me lo decía?

Yo que ciega te creí,

yo que abandoné mi tierra

para seguirte a tu sierra,

¡me veo dejada de ti!...

Junto al río transparente

que la noche va sombreando

y riza el aura de Oriente,

sigue la infeliz llorando.

Ya la tierna y blanca flor

no camina hacia la choza

cuando el sol la sierra roza

al lado de su pastor.

Ahora va sola al barranco

y al llano y regresa sola,

marcha y vuelve triste y bola

tras de su rebaño blanco.

¿Por qué, pastor descastado,

abandonas tu pastora

que sin ti llora y más llora

a la vera del ganado?

La noche viene corriendo

el azul cielo enlutando:

el río sigue pasando

y la pastora gimiendo.

Mas cobra su antiguo brío,

y hermosamente serena,

sepulta su negra pena

entre las aguas del río.

...........................................

Reina un silencio sagrado...

¡Ya no llora la pastora!

¡Después parece que llora

llamándola, su ganado!


En la huerta, 30 de diciembre de 1929

[39]

¡Siñor amo, por la virgencica,

ascucha al que ruega!...

A este huertanico

de cana caeza,

a este probe viejo

que a sus pies se muestra

¡y enjamás s'humilló ante denguno

que de güesos juera!

¡Que namá se ha postrao elande Dios

de la forma esta!

M'oiga siñor amo.

M'oiga osté y comprenda

que no es una hestoria que yo he fabricao

sino verdaera.

¿Por qué siñor amo

me echa de la tierra,

de la barraquica ande la luz vide

por la vez primera?

¿Porque no le cumplo? ¿Porque no le pago?

¡Por la virgencica, tenga osté pacencia!

Han venío las güeltas malas, mu remalas.

¡Créalo! No han habió cuasi ná e cosechas:

Me s'heló la naranja del huerto;

no valió la almendra

y las crillas del verdeo, el río

cuando se esbordó, de ellas me dio cuenta

que las pudrió tuicas: no he recogió

pa pagar la jiierza!

¡Créalo siñor amo! ¡Y si no osté vaya

a mi barraquica y verá probeza!

Ella está en derrumbe,

de agujeros llena,

por ande entra el sol, por ande entra el frío

y las lluvias entran.

¡Créalo siñor amo! Y también mi esposa

paece lo suyo y no por enferma,

que es de ver que sus pequeñujicos

de pan escasean,

y lo mesmo en verano que invierno

desnúas sus carnes las llevan.

¡Créalo siñor amo! y ¡aspérese al tiempo

que cumplirle puea!

Yo le pagaré tuico lo que debo.

¡Tenga osté pacencia!

¡Ay! no m'eche, no m'eche

por Dios de la quería tierra,

que yo quió morirme

ande yo naciera

¡En mi barraquica llena de gujeros,

de miseria llena!


En la huerta, 15 de enero de 1930

[40]

Estoy perdidamente enamorado

de una mujer tan bella como ingrata;

mi corazón otra pasión no acata

y mis ojos su imagen han plasmado.

Si escudriño en mi pecho, triste creo

que otra hermosa me diera solo enojos

y si sereno miro, ante mis ojos

su figura gentil tan solo veo.

Con voz trémula le dije mi cariño;

lo y sarcástica y cruel exclamó: «¡Niño,

conoces el amor solo de nombre!».

Y desde entonces sufro lo indecible...

¿Por qué, amada mujer, crees imposible

en un cuerpo de niño un alma de hombre?


En la huerta, enero de 1930

[41]

¡Probe Juanica! ¡Probe güertana...!

Por la sendica pal cimenterio la han llevao muerta

esta mañana...

¡Sa queao el cielo sin resplandores, sin luz la güerta...!

Fue la mocica, noble y bravia...

¡Fue la alegría

de este partío!

El capullico más campanero que s'abre al día

y del almendro reflorecío,

rama pulía.

Por la sendica se lo llevaron su cuerpo yerto...

y dinde entonces el claro cielo de luto viste;

lloran los pájaros adentro el güerto...

¡Tuíco está triste!

El arroyico que se dilata,

disquía la choza que ella habitara, por tuíco el suelo

como una cinta e cascabelicos, como un espejo largo de plata,

cruza mudico, cruza enturbiao porque su cara ya no retrata;

y las palomas pal cimenterio guían el güelo...

¡Ya no más noches en su ventano lleno de luna, lleno de azahares

a los compases de mi guitarro

diré cantares!

¡Si s'ha marchao quien m'ascuchaba! ¡Pa icir

pesares el guitarrico ya solo agarro!

La vide anoche muerta... ¡Qué hermosa!

En la mesica paecía dormía... Me entró una cosa...,

una de lloros cuando la vide con la mortaja,

rodía de cirios, blanquica y maja

como una rosa...

Por la sendica se la llevaron esta mañana... Y al verla muerta,

la palmerica mustió la palma;

se queó el cielo sin sus colores, sin luz la güerta,

tristes los pájaros, rota mi alma...


En la huerta, 6 de febrero de 1930

[42]

Es la noche luminosa

y la huerta en calma yace.

Solo, algunas veces nace

en la sombra vagarosa

una canción melodiosa

que los espacios desgarra,

y el gemir de una guitarra

pulsada por diestra mano

junto a un florido ventano

y bajo una oscura parra.

Luego el más leve murmullo

aquel misterio no turba...

El río su orilla curva

relame sin un arrullo.

La luna, blanco capullo

de la callada corriente,

en el agua transparente

su forma gentil retrata

y arroja chorros de plata

sobre la vega durmiente.

La azul bóveda rebrilla

de estrellas en un derroche...

En la majestuosa noche

todo es una maravilla.

Una sonora avecilla

entre la espesa arboleda

teje unas canciones queda...

La quietud que reinó muere

porque ahora una sombra hiere

el cauce de la vereda.

«¡No lo creo: es desacato...!

¡Decirme que mi güertana

con uno está en la ventana...

Si eso es verdá... ¡la mato!

Mas no, no. Soy un ingrato

yo. Mi esposa es una santa...»,

-murmura- mientras su planta

en el suelo apenas roza.

Llega cerca de una choza;

oculto, mira y se espanta.

Ronco grito de amargura

de rabia, lanza su boca;

y preso de furia loca

exclama: «¡Es cierto! ¡Es perjura!

¡Oh!...». Y en su mano insegura

arma vengativa toma.

«¡Infame!», dice y asoma

lanzando sordos rugidos...

y con un ¡ay! dos estampidos

suenan... alguien se desploma.

Él cree que es engañado,

hasta la ventana avanza

a rematar su venganza

en ella, que un grito ha dado:

-¿Tú has sío quien lo has matado?

¡Tú, tú...!, pregunta anhelante.

-¡Sí! ¡Yo he matado a tu amante!

-A mi... ¡Dios! ¡A nuestro hijo!

-¿Qué dices? -¡Míralo fijo!

-¡Verdá? -Cae agonizante...

Y vuelve a reinar ahora

aquella quietud serena.

Esparce la luna llena

su luz clara y soñadora,

hasta que nace la aurora

y pinta el cielo de grana,

y hermosea y engalana,

y el pájaro trina a coro,

y el sol bordado de oro

viene a anunciar la mañana.


[43]

¡Marzo! ¡Viene Marzo...! El astro de rubios

cabellos, la huerta satura y orea.

Son las brisas tibias y llenas de efluvios...

¡Marzo! ¡Viene Marzo! ¡Bienvenido sea!

El amplio horizonte no ostenta vellones

de nieblas, ni nubes de colores densos:

los grandiosos cielos, regios pabellones

son diáfanos, puros azules intensos.

Las flores despiertan de su frío sueño

abriendo a los besos del sol sus corolas;

sobre los sembrados de verdor risueño

florecen sangrientas miles de amapolas.

El ruiseñor teje la canción primera;

el límpido arroyo musical suspira...

El vaho perfumado de la primavera

en ráfagas cálidas por doquier se aspira.

Los undosos huertos de las rojas frutas

estallan de blancos azahares en pomas,

mientras sus cosechas por cientos de rutas

transportan los carros esparciendo aromas.

Bulliciosas aves van en batallones

por el claro espacio batiendo las alas.

El almendro, mágico, rompe sus botones

y los tallos viste con sus níveas galas.

Medran las moreras... El rudo huertano

lanza tras la yunta su tonada, queda,

mientras piensa, alegre, que pronto el gusano

le dará montones de amarilla seda...

Buscan los jilgueros donde hacer su nido,

croa la rana al borde de la limpia alberca...

¡Todo, todo dice del Abril florido!

que a gigantes vuelos se acerca, ¡se acerca...!

Entre rumorosas y amenas riberas

su caudal fecundo derrama el Segura:

remócense gráciles las altas palmeras...

¡La huerta está ebria de luz y hermosura!

La noche se cierra de estrellas cuajada...

Entre sus misterios el amor incita...

El alma cansina siéntese alentada

y el corazón viejo juvenil palpita.

¡Marzo! ¡Viene Marzo pródigo y amigo

reanimando vidas y sembrando flores!

¡Marzo, te saludo! ¡Marzo, te bendigo...!

¡Tú has hecho que en mi alma broten los amores!


En la huerta, 28 de febrero de 1930

[44]

A mi lira, tan sonora como el agua de la fuente;

como el trueno pavoroso, como el zumbo del torrente,

como música de auras en el bosque singular,

unas notas más suaves, más sublimes, más grandiosas,

de más plástica armonía; insoñadas, cadenciosas,

subyugantes y magníficas, yo, quisiérale arrancar.

Pero no para fundirlas en horrísonas canciones

y entonarlas al guerrero que inverídicas acciones

de heroísmos y de glorias en mil guerras consumó,

por su bella castellana que encerrada en una almena

de un hermético castillo, con zozobras y con pena

los felices o fatales desenlaces aguardó.

Ni tampoco proclamando los encantos peregrinos

de una Venus de ojos claros y de labios coralinos

que ofreciendo va el milagro de una loca juventud;

ni diciendo de las noches..., noches plácidas de amores,

de misterios y de rondas, de nostalgias y rumores;

ni afeando todo vicio, ni ensalzando la virtud.

Ni cantando la poesía que destila el arroyuelo,

y los campos solitarios, y el sereno azul del cielo

y el sinfónico gorjeo del nocturno ruiseñor;

y los prados, y el bullicio de las aguas ribereñas,

y el sonido de la gaita del pastor entre las peñas

y el momento del crepúsculo en el último estertor.

Las ignotas vibraciones que quisiera de mi lira

despertar, son para un canto que no vive, no respira

en lo bello de las cosas, sino en aire más ideal.

Para un canto sin adornos, luces, sombras ni agasajo...

¡Para un canto dedicado con unción santa al trabajo,

que es grandeza de grandezas, Dios humano, ley vital!

¡Al trabajo! Cruz forzosa que conllevan los nacidos

no en los blandos muelles cunas de palacios relucidos,

sino en míseros camastros o en rincón negro y sin luz.

¡Cruz pesada a los inútiles, vagabundos y holgazanes;

llevadera a quienes nunca se sintieron con afanes

y a los que su carga aguardan sacudir, bendita cruz...!

Suena lira del poeta con tan raras pulsaciones,

con tan rítmicas cadencias que las almas emociones

al vibrar, mientras él lanza su melódica canción.

¡Al trabajo! Fuente pura donde calman sed en dobles

los ansiosos de progreso, los escépticos, los nobles,

los que llevan fe y amores en inmenso corazón.

Escuchad, vosotros, hijos de ese padre poderoso,

de ese padre tan amante, que no pesa y es coloso,

que es tan duro y no oprime sino en pecho bajo y ruin:

que es rey, y no hace vano alarde de sus gestos soberanos...

Escuchadme buenos hijos, escuchadme mis hermanos;

los de espíritu templado al titánico trajín.

Los que en débiles mástiles suspendidos, en altura

tan gigante y espantosa que da vértigo y pavura,

impasible al peligro, magnas obras emprendéis:

los que máquinas ciclópeas de engranajes poderosos,

en tareas agobiantes, jadeantes, sudorosos,

conmoverse estrepitosas, retemblar, rugir hacéis.

Los que sucios y grasientos en caldeados y anchos hornos

-rojas ascuas crepitantes- con esfuerzos y bochornos

forjáis mágicos objetos con el hierro y el metal.

Los que inventos asombrosos ofrecéis al mundo entero,

los que nobles, sin acento simulado, falso y hueco

señaláis al pueblo inculto los caminos de un ideal.

Los que fuertes como bronces horadáis las bravas sierras,

los que alegres y animosos cultiváis las ricas tierras

con sudor, que luego pródiga esperáis que ella os lo dé;

los que no dais paz al brazo con arados ni azadones,

los del yunque y de la fragua, los pujantes, los leones...

Escuchad las toscas coplas que en vosotros me inspiré.

Escuchad mi áspera lira, donde pobre brota el verso...

¡Glorias, glorias al trabajo procreador del universo,

progresiva acción de vidas, río de próspero caudal!

¡Glorias, glorias al trabajo mar inmenso donde flota

el cadáver de los vicios como barca frágil rota,

donde surgen ideas puras, donde nace lo inmortal!

Entonad conmigo el himno quienes buscan su progreso,

quienes todo en él lo cifran, quienes sienten el acceso

de sus obras culminantes, quienes vais del pan en pos.

Proclamad su recio influjo bienhechor... Él engrandece,

él sublima y regenera, dignifica y enaltece...

¡El trabajo es una escala para ver más cerca a Dios!


Orihuela, 17 de marzo de 1930

[45]

Se horrorizan los ancianos, se conmueven las doncellas

enseñando las pupilas tras los mantos y los velos

anegadas por el llanto. Y las masas por los suelos

caen mostrando, de temores y dolor en la faz, huellas.

Enmudecen los clarines: no se escuchan las querellas

de tristísimas saetas, ni la voz de los abuelos

que pidiendo van por Cristo. Y en el rostro de los cielos

como lágrimas enormes se estremecen las estrellas.

Reina un hórrido silencio que es tan solo interrumpido

por redobles de tambores y algún lúgubre gemido

que se sube hasta los labios desde un pecho de fe lleno...

Y entre mil encapuchados con mil llamas de mil cirios,

con las carnes desgarradas aún más pálidas que lirios

y la cruz sobre los hombros, cruza, humilde, el Nazareno.


[46]

Alocada mariposa.

Figurilla de marfil

débil, morena y hermosa.

La más primorosa rosa

de un alba del bello Abril.

Esto la gente decía

que era una niña gitana

que vieron llegar un día

por los caminos de Hungría

tras errante caravana.

Mostrando un gallardo talle

de venusina escultura

y andares de ave de valle

corría de plaza en calle

a echar la buenaventura.

Con la ropa de colores,

la boca de risa prieta,

llenos de extraños fulgores

los ojos fascinadores,

y la ronca pandereta.

Al transeúnte detenía;

mientras el cuerpo serrano

arqueaba y retorcía,

el porvenir le leía

en los trazos de la mano.

Siempre así: lúbrica y pura

iba la flor del arroyo,

toda vida y hermosura,

sin que en su marcha insegura

hallara ningún escollo.

Pero llegó a detenerla

en aquel camino un hombre:

se enamoró de ella al verla,

se acordó un día de quererla

y al otro..., ni de su nombre.

Y la pobre gitanilla

que había puesto todo el fuego

de su alma ardiente y sencilla

al amar, no la mancilla,

el desamor lloró luego.

Su pandereta sonando,

moviendo su grácil talle,

su dolor disimulando,

riente al transeúnte abordando,

cayó muerta un día en la calle.

Alocada mariposa.

Figurilla de marfil

débil, morena y hermosa.

La más primorosa rosa

de un alba del bello Abril.

Esto solo con voz huera,

dijo de la sin apoyo

la gente -siempre embustera-.

No hubo nadie que dijera:

¡Era una flor del arroyo!


[47]

Juventud sin amores

no es juventud.


BALART.



Muchachita de luengos cabellos de oro

y figura que solo sueña el pintor,

que deshojas las flores del gran tesoro

de los pocos abriles sin un amor.

Ama, hoy que en tu boca canta la risa

como un pájaro de oro que hizo el nidal

en tu ebúrnea garganta donde la brisa

que la cerca perfuma su áureo cristal.

Hoy que estás en la aurora roja y galana

que la vida nos brinda solo una vez;

hoy que es fresa tu boca, coral y grana

y alabastro bruñido tu tersa tez.

Que es tu cuerpo un magnífico y airoso nardo;

que es tu pecho turgente, rosa y marfil;

que es tu cuello el de un cisne níveo y gallardo

y tu aliento fragancias tiene de Abril.

¡Ama! Linda muchacha de ojos de maga

y de labios purpúreos llenos de miel.

¡No es eterna tu aurora, su luz se apaga...

y la sigue la noche negra y cruel!

¡Ama linda muchacha! Bajo tu reja

florecida, te aguarda con hondo afán,

-el chambergo tirado sobre la ceja

y una hoguera en el pecho- gentil galán.

Dale, dale que calme tales ardores

lo más puro de tu alma... ¡No tu desdén!

¡Ama, niña! No aguardes a que esas flores

de tu cuerpo y tu reja mustias estén.

¡Ama, vive la vida bella e inquieta!

No te muestres esquiva, que no es virtud...

Es..., lo dijo, filósofo, grande poeta:

«¡Juventud sin amores, no es juventud!».


[48]

Con el ceño sombrío, con el gesto altanero

y la frente más pálida que una aurora de enero,

sobre alfombra turquesa se halla echado el Sultán;

una nube de penas la mirada le embarga;

de su pipa de opio la espiral sube larga...

¡El Sultán esta triste como un preso alcotán!

En el patio una fuente vierte el chorro sonoro

de sus cien surtidores en su taza de oro,

donde el cielo contempla su semblante de azul,

las rosas que solo no negó Alejandría,

y el clavel purpurino que en el Cairo se cría,

y el fragante y soberbio tulipán de Stambul.

Dos pebetes arrojan enervante fragancia,

descansando en dos ángulos de la mágica estancia

revestida de jaspes, oro, seda y coral,

y entre redes de plata mil y mil aves cantan,

que del dueño opulento los pesares no espantan,

ni le ponen alivio con su son musical.

Es en vano que lleguen sus esclavas más bellas,

como coro de ninfas, como sarta de estrellas,

a ofrecerle sus cuerpos en el plácido harén,

a trenzar locas danzas en redor de su frente,

a entonar coplas árabes con sus guzlas de Oriente...

El Sultán las contempla con marcado desdén.

Del umbral a los medios, tras colgantes alfombras,

dos armónicos nubios, como dos pétreas sombras,

le custodian, armados de puñal cortador...

El Sultán no permite que entre nadie a su estancia,

quiere estar triste y solo como el cielo de Francia,

por entero entregarse a su negro dolor.

Como hermética esfinge, lleva el turco guardado

su dolor, que hondos surcos en su frente ha labrado

y ha escanciado en sus labios el sabor de la hiel,

que una nube de penas ha tendido en sus ojos,

que le ha puesto en el alma de cuchillos manojos

y en las sienes de albura de su blanco alquicel...

En su taza dorada canta el chorro sonoro,

armonía en sus redes dan las aves a coro;

las esclavas inician una danza feliz:

pero el dueño, hierático, ha extendido la diestra...

y los pájaros cesan en su charla maestra,

y las bellas se ocultan tras un rico tapiz.

El Sultán ya no espera que nadie más le estorbe,

y en su pena se abisma, y en su pena se absorbe

mientras bebe del opio el azuleo vapor...

Luego, irguiéndose lento, melancólico exclama:

«¿Por qué vuela con otro...? ¿Por qué ya no me ama?»,

y una lágrima rueda por su faz sin color...


[49]

¡Oh, noche de Mayo...! ¡Noche azul y blanca,

diáfana y serena!

¡Cómo al diablo roba coplas, cómo arranca

del ahogado pecho la traidora pena!

¡Oh, noche de Mayo! Noche maga y bruna,

cálida y risueña:

en el cielo se abre cual lirio la luna,

pura y marfileña...

Entre los misterios de la noche en calma,

siéntese el continuo resbalar del río,

el gallardo ondeo de la enhiesta palma,

el murmullo dulce del moral sombrío.

En la rama oscura

del naranjo, el céfiro juguetea sonoro;

un pájaro poeta trama, en la espesura,

líricas estrofas con su pico de oro.

Rítmica, monótona, da una noria vueltas,

arrojando de agua limpios manantiales,

que en estrechos cauces viértense, resueltas,

como sierpes áureas, hasta los bancales;

y mientras sus tierras la corriente alcanza,

el huertano brega sobre el margen, brioso;

y una canción tierna de su boca lanza,

que acogen las sombras en su seno umbroso.

Ráfagas de brisa surcan los espacios,

y a su paso intensos aromas destilan;

como temblorosos y claros topacios,

múltiples estrellas que en el cielo oscilan...

La ciudad dormita, bajo del influjo

de la mansa noche, que sopor le infunde...;

mancha la alta esfera un búho negro y brujo,

y en un campanario fantástico se hunde.

¡Oh, noche de Mayo... blanca, azul y bruna...!

¡Noche en luz de luna hecha casta orgía!

¡Oh, mujer...! Asoma tras de tu moruna

reja... ¡Que la noche toda sea poesía...!


[50]

La ciudad le arrastraba como el viento a la arena,

con sus ígneos destellos, con su voz de sirena,

con sus mágicas luces, con su mucho placer;

y él, el pecho poblado de un jardín de ilusiones,

de su madre no oyendo las tan sabias razones,

ofuscada la mente, la ciudad quiso ver.

Él creíase músico; él creíase artista;

él creía su nombre digno de ir en la lista

del glorioso Beethoven, y Wagner y Mozart;

y dejando a su madre con angustia y con llanto,

dirigiose a la urbe, soñador, donde tanto

engañado se lanza, a sufrir y a llorar.

Mariposa aturdida, que en la luz cegadora

que una lámpara finge llameante y traidora,

traza rápidos círculos hasta en ella morir,

era aquel pobre iluso: la ciudad de repente

columbró con sus risas de mujer complaciente;

se acercó; y en sus sombras pronto vínose a hundir.

Con su flauta, imitando cantos de aves y brisas,

despertando en las gentes solo burlas y risas,

recorría las calles de la maga ciudad...

¡Ay! mentira era todo: ni placeres, ni glorias...

¡nada halló! Solo un astro de mundanas escorias

a sus cándidos ojos comenzó a descubrir,

y amargada su alma por la hiel del fracaso,

día tras día marchaba con su flauta al acaso,

cataratas de notas de ella haciendo fluir.

Y las calles cruzaba, porque el hambre maldito

le ponía en su estómago natural y hondo grito,

reír haciendo la flauta de enmohecido metal;

y vagando por ellas como el más bajo pobre,

descendía a sus dedos unas veces un cobre

y otras veces... no, nada... Nieve, o sol estival...

Llegó un día que nadie puso nada en su mano;

y aquel día el incauto soñador provinciano

de su flauta adorada túvose que alejar:

la dio a cambio de un trozo de pan negro y rustrido...

¡Ya no más sentirá su armonioso sonido!

¡Ya no más en sus labios la podría apresar!

Por fin..., una mañana del diciembre sombrío,

vacilante, extenuado por el hambre y el frío,

sobre el pecho caída tristemente la faz,

penetró en su buhardilla, donde el sol por estrecho

agujero, formado por su mano en el techo,

débilmente internaba rubio rayo de paz.

Se sentía sin fuerzas, se sentía sin vida...

Desplomose en el suelo; y en su madre querida

suspirando y gimiendo con dolor se acordó.

Luego... luego en su flauta... ¡Ay, su alegre tesoro!

Y espiró... El sol radiante, larga flauta de oro,

por el techo horadado, de su boca colgó...


Orihuela, 26 de mayo de 1930

[51]

I

El sol brilla rutilante

y al ocaso lento marcha...

Por la senda,

por la senda curva y blanca,

por la senda que sombrean los granados florecidos,

los morales y las palmas,

una anciana gime y llora, llora y anda:

Sobre un pardo borriquillo

va una caja;

una caja diminuta,

diminuta cual vellón de nieve alba;

una caja que un tesoro lleva dentro:

un tesoro de la anciana:

un niñito como un cándido querube,

que en la vida ya han cesado de batir sus tiernas alas...

Va la anciana suspirando,

va rompiendo sus entrañas

por la senda

sombreada,

por el palio de los mágicos granados,

del moral y de las palmas

tras el pardo borriquillo que transporta su tesoro

en la diminuta caja...

Y el sol brilla, más hermoso,

y el sol brilla, más hermoso, cuando alcanza

a ponerse por corona,

por corona de una indómita montaña...

II

¡Ya ha llegado al cementerio la ancianita,

tras la caja,

tras la caja que contiene su tesoro...!

¡Ya abre un hombre con un pico estrecha zanja!

Y la anciana se horroriza;

se horroriza y así exclama:

«¿Es posible que en resquicio tan estrecho,

tan estrecho... quepa mi alma...?

¡Ay, mi hijico!»,

y abrazada

a la caja diminuta, cae por tierra,

hecha un mar de ardientes lágrimas;

y en su pecho, los suspiros

con dolor inmenso estallan...

Unos brazos toscos, bruscos,

de repente de su presa la separan...

Y en el hoyo pavoroso, ha poco abierto

cae la caja,

cae la caja con macabro y hueco ruido,

cae la caja cual vellón de nieve alba...

En el borde está la vieja suspirando:

«¡Ay, mi hijo de mis entrañas!...»,

mientras rueda tierra adentro,

mientras rueda tierra adentro dando notas destempladas.

¡Ya no brilla el sol hermoso!

¡Ya no brilla! Se ha ocultado en la montaña

y la tarde ya se extingue,

y la tarde ya se apaga,

cual la luz del débil faro combatido por el cierzo,

cual la vida de la anciana,

que repite junto al hoyo ya cubierto por la tierra:

«¡Ay mi hijico! ¡Ay mi hijico de mi alma...!».


[52]

A don José María Ballesteros,
con toda la admiración y el respeto
que siente hacia él este inculto pastor.


Cual águilas veloces, cual aves pregoneras

volaron los periódicos saltando las fronteras

de cientos de ciudades, de pueblos mil y mil;

llevando anunciadoras sus alas soberanas

el título de un libro magnífico: «¡Oriolanas!...».

¡Retrato de la tierra del perennal abril!

Fue un grito aquel anuncio del libro de la tierra,

que cual al ronco y áspero que da el clarín de guerra

del oriolano el alma tembló con emoción;

mas no de horror cubierta, sino de gozo henchida...

¡Aquel libro copiaba la vida de su vida,

los vicios y virtudes de su ancho corazón!

Y, de a sí propio verse plasmado en las cuartillas,

ilusionado y ávido vio el libro... Maravillas

hallaba en cada página del bello texto aquel...

¡Allí estaba su vega con huertos y barracas,

estaban sus jardines de rosas y albahacas,

estaba su Orihuela, estaba... estaba él!

Estaba palpitante de alientos y de vida,

la omnímoda figura sobre su trono erguida,

de su amoroso «Abuelo» cargado con la cruz;

también su «Morenica» con una arcaica historia;

aquella que la envuelve como un girón de gloria

y como un milagroso raudal de pura luz.

Su cielo de turquesa, su sol de oro y de lumbres,

su histórica leyenda, sus plácidas costumbres,

el Oriolet, Peñetas, La Muela y el Rabal,

sus templos majestuosos de sobria arquitectura,

sus poéticas callejas, su bienhechor Segura

y su castillo, al cielo lanzándose triunfal.

Y estaba, descollando sublimemente, un hombre

con oriolana alma, con oriolano nombre,

con oriolanos bríos y noble proceder,

y unos huertanos viejos que la Implacable inmola,

y una mujer, Teresa, con alma de Armengola,

con pujos de princesa, con ansias de mujer...

Todo eso halló en las páginas de aquel libro-tesoro

de aromas, impregnado de azahar, vestido de oro,

de luces peregrinas, de vivido color;

y díjose: ¡Orihuela: hay ya en tu dulce seno

un oriolano todo, un hijo amante y bueno...!

¡Huerta: ya en tus naranjos hay otro ruiseñor!


Orihuela, 28 de mayo de 1930

[53]

En la más rica estancia que ocupa la regia Mezquita,

sobre chino cojín reclinado Hixém, el rey moro,

las estrofas que vates moriscos rimaron recita

al compás de su cítara de oro.

Por sus ojos profundos, la dicha parece que ronda;

y hay en ellos las luces fosfóricas que irradia el diamante

más soberbio que vieron los rayos del sol de Golconda

y que prende su rojo turbante.

Por sus labios resbala la risa con son argentino

y su pecho cual ola traviesa se abisma y levanta.

¿Por qué tiene su negra mirada destello divino?

¿Por qué ríe Hixém? ¿Por qué canta?...

¿Por qué tornan sus huestes guerreras cantando victoria

y portando, con lanzas, cimeras, aceros, bridones,

coseletes, arneses, corazas y adargas, la gloria

y del viejo solar castellano los rotos pendones...?

¿Por qué es dueño de Córdoba, tierra de luz y claveles?

¿Por qué próspera siempre le ha sido la loca Fortuna?

¡Porque su alma de hierro ha llenado de amores y mieles

una almena con ojos de luna!

Por Halewa responde la bella que dueña se ha hecho

de su ser, y es hermosa cual rosa de egipcio pensil:

es su cuerpo de anfóricas curvas, de nieve su pecho

y es heleno su altivo perfil.

¡Hixém la ama y con ser de ella amado dichoso se siente!

¡El rey moro mujer como aquella jamás ha gozado!

En sus gracias se aspiran los óleos que emana el Oriente.

En su boca un carbón del Infierno se encuentra enredado.

¡Hixém la ama! Por eso en sus ojos la dicha le ronda,

y hay en ellos las luces fosfóricas que irradia el diamante

más soberbio que vieron los rayos del sol del Golconda

y que prende su rojo turbante.

¡Hixém la ama! Por eso su pecho gozoso se agita

y en su boca la risa destila un hilillo de oro.

¡Hixém la ama! Por eso mil gayas estrofas recita

al compás de su cítara de oro.

Y por eso; porque ama con recia pasión a la bella,

deja el lindo instrumento y se alza del chino cojín,

y su airoso alquicel recogiendo se va en busca de ella

al fragante y risueño jardín.

......................................................................................

¿Qué pasó, que penetra de nuevo colérico y mudo

en la estancia y marchando con paso dudoso e incierto,

con su alfanje en la mano nerviosa le encuentra desnudo

y de sangre humeante cubierto...?

¿Qué pasó...? En el jardín, donde lanza la fuente reidora

una linfa que rauda recorre la umbrosa floresta,

la querida de Hixém, enlazada con un cuerpo, llora...

¡con un cuerpo que yace sin testa!


[54]

Contemplad al huertanico: Sobre el pecho la cabeza,

enturbiada la mirada por un velo de tristeza

y abatido, está sentado de su choza en el umbral;

y los granos del rosario de las horas disminuyen

sin que advierta cómo ruedan, sin que advierta cómo huyen,

oprimido su ser todo de una angustia criminal.

Tres días hace que por esa blanca senda retorcida,

de morales bordeada, se llevaron una vida

a la aldea misteriosa de las cruces y el dolor;

una vida que la muerte cercenó con torpe mano;

que era el ave alegradora de la vida del huertano

la luz santa donde ardían las candelas de su amor...

Desde entonces a la puerta de su rústica morada,

con la frente negra y mustia y enclavada la mirada

en la senda corva y nívea que a sus pies viene a morir,

no ve abrirse el horizonte con la roja flor del día,

ni cubrirse con el manto de la noche umbrosa y fría:

ve... la senda por donde ella nunca más ha de venir.

¿Y este que hay bajo la parra que un dosel tiende a la choza,

que parece un muerto alzado, que suspira, que solloza,

es el mozo aquel de gestos y aposturas de león;

es aquel pujante mozo que en las horas de la brega

oscilar hacía los árboles, retemblar hacía la vega

si en la tierra endurecida sepultaba su azadón?

No, no es este aquel huertano decidor, loco y risueño,

que henchía el aire de la huerta de dulzuras y de ensueño

con las coplas que sus labios derramaban sin cesar;

no, no es este aquel huertano que sin otras ambiciones

que el cariño de su esposa, su barraca y sus terrones

bien labrados, vio la vida felizmente deslizar.

No es aquel que vio sereno, sonriente e impasible,

descender el rayo monstruo, retumbar el trueno horrible

y arrasarle las cosechas el ciclón devastador:

no es aquel que cuando el río se salía de sus cauces

y su choza y sus naranjos deshacían entre sus fauces

aún a Dios daba las gracias sin congoja y sin rencor.

No es el mismo, no; miradlo de su hogar junto a la puerta:

no se alegra, no sonríe, no da coplas a la huerta

que la llenan de dulzuras... Está triste como él.

No cultiva sus terrones, cantar no hace su guitarra

que se cuelga tristemente de un sarmiento de la parra

aguardando dar sus notas en armónico tropel.

¡Pobre, pobre huertanico! Fue traidora y cruel la Parca

al llevarse entre sus huesos a su lóbrega comarca

la que hacía que su vida no supiera del sufrir...

Hoy, hoy... ¡pobre! le es la vida ya una carga tan tremenda

que decir parece fija la mirada en esa senda:

«¡Señor güeno! Tan solico... ¿pa qué quiero yo vivir...?».


Orihuela, junio de 1930

[55]

Barraca oriolana

modesta y galana,

que en medio de flores, palmeras y pomas

de intensos aromas

ufana

te alzaste, lo mismo que un nido de blancas palomas;

lo mismo que un ave que ansiosa de suelo,

desciende del cielo,

repliega sus alas

y ceja gallarda en su vuelo

bajo unos naranjos por darles mayores encantos y galas.

Barraca que fuiste en tiempos mejores

de fe, de virtudes, de amores,

de paz y alegrías alcázar dorado;

y musa creadora de mil trovadores,

de excelsos cantores,

que bajo la parra que prende a tus pajas dosel encantado

la vida han pasado

cantando tus gracias con ansias febriles de ser ruiseñores:

mi lira te entona mi más tierno canto,

en tanto ¡ay! en tanto

que al ver que se pierde

tu humilde figura del manto

que pone la huerta a tus plantas espléndido y verde,

se agolpa a mis ojos el llanto

y el alma la pena me muerde...

Cual frágil barquilla

que baja al abismo del mar proceloso,

al recio oleaje del siglo que brilla,

barraca sencilla,

tú bajas al seno sereno y brumoso

del mar de los años pasados sin puerto ni orilla.

Los hijos de aquellos huertanos

ingenuos y llanos,

que bajo tus cañas vivían satisfechos,

deshacen tus rústicos techos

profanos,

y llenan de envidias y de odios sus pechos.

La cruz que ciñendo con santa aureola

tus toscos contornos, allá en lo más alto clavada tuviste,

por tierra ha rodado... Sin ella... ¡qué sola,

qué sola te encuentras...! ¡Qué triste, qué triste!

El río, que venía con loco alborozo

por verte en sus aguas, en largo sollozo

recorre su cárcel estrecha y angosta;

aquel jazminero que junto del pozo

cuajado de flores había, sin ellas se agosta.

Y desde la higuera que casi cubierta

te ve con sus hojas, como a jaula abierta

no llegan mil pájaros ya a hacer con sus trinos armónica selva,

cuando abres tu puerta

a los indecisos fulgores del alba.

Ni extiende el huertano, como antes solía,

a tu pie una alfombra

de rosas más blancas que son en la aurora las luces del día;

ni plácida sombra

le presta la parra... ¡Murió tu alegría!

Al verte sin flores, sin cruz y sin dueño,

¡tan triste! ¡tan sola...!, como un grato sueño

que pone un nostálgico chispazo en mi frente,

acude a mi mente

tu tiempo risueño... Aquel de huertanas de su honra guardosas,

con blancas mantillas, con áureas peinas,

con prietos corpiños, con sayas airosas:

con algo de reinas

y mucho de rosas.

Aquel de huertanos que nunca llevaban ocultos en el seno

la hiel ni el veneno,

sino solo amores

y fe en el trabajo y en la que sus brazos tendió protectores

prendida a tus pajas... ¡Aquel tiempo bueno,

de fiestas y bailes a las llamadas roncas

que dio el tamboril:

de auroras, de zambras y rondas

de noches serenas y claras de Abril.

¡Barraca oriolana...! Tan rota y desierta,

de tantas miserias cubierta

tu pobre figura destaca,

que creo que la huerta no es ya aquella huerta

en la que te erguiste gentil y florida, modesta barraca.


[56]

I

Aben-Mohor, en el castillo ingente

del cual es él alcaide omnipotente,

advierte que la invicta

y católica prole de Orihuela

a sus tiranas leyes se rebela,

y esta sentencia irrevocable dicta:

¡Oh, mi guerrera y valerosa grey...!

Pues que no quieren acatar mi ley

esos tigres, vergüenza de Mahoma,

¡matadlos! y mostradme sus despojos

antes que de un día nuevo vean mis ojos

la luz dorada que en oriente asoma...

¡Que no quede uno solo con la vida

de esa rebelde raza aborrecida

que mi maldición es y mi desdoro!

Esto dice feroz el agareno,

e impávido y sereno

húndese en su sitial de seda y oro.

¡Ay, pueblo de Orihuela! ¡Cómo ignoras

la horrible trama que las furias moras

han concebido para disolverte!

¡Cómo vives ajeno de trastorno

sin ver que de ti en torno

su vuelo funeral alza la muerte...

Mas no; que una hija tuya fiel y hermosa,

altiva y valerosa

cual la misma Leona de Castilla,

que del infante del visir malvado

ha tiempo está al cuidado,

advertida del plan, que maravilla

le causa al par que espanto,

otro ella peregrino en su quebranto

idea, acepta, traza

y lo emprende con tino y diligencia

del alcaide acudiendo a la presencia,

decidida a salvar su noble raza...

¡Señor! Diz que exigiste que perezcan

las oriolanas gentes cuando crezcan

las sombras y florezcan las estrellas;

¡por Mahoma que está bien que lo exijas!

Mas ¿dejarás morir a mis dos hijas

y a mi esposo con ellas...?

¿Permitirás que quede triste y sola

la infeliz Armengola...?

¡Oh espejo de Alá a quien mi voz dirijo,

no acepte tal tu espíritu sereno!

Recuerda que con sangre de mi seno

medrando está tu hijo...

Si lo olvidas, señor, si ves con calma

que pierdo lo que es alma de mi alma,

no te extrañe si al puro fulgor blanco

con que la aurora los espacios llena,

ves desde una alta almena

mi cuerpo en los abismos de un barranco...

Esto dice a los pies del moro en tanto

que brillante de llanto

entre las manos la mejilla esconde;

y el moro, tras mirarla un breve instante,

pausado y arrogante,

sin ver que se traiciona, le responde:

¡Por Mahoma que más no has de apenarte!

Parte en buen hora hacia tu choza, parte

y conduce hasta aquí tu tribu amada:

más... júrame antes, jura

que por tu boca sonrosada y pura

los sentenciados no han de saber nada...

-Yo os prometo ¡oh señor! que por mi boca

nada sabrán -. En su alegría loca

que ahogar procura, exclama con firmeza...

Sale; abandona el sólido castillo,

desciende el Arrabal, y su sencillo

plan, animosa con su gente empieza.

Avisa al hijo del monarca santo

que en la ganada Murcia se halla; en tanto

apresta a su oriolana brava gente

a la lucha como un segundo Marte,

y al castillo con tres valientes parte,

tres disfrazados convenientemente...

II

La noche ya ganó la excelsa altura

y los cuatro deslízanse en la oscura

sombra con precauciones bien prolijas

hasta la entrada de la fortaleza...

¿Quién va...? -dice una voz con aspereza.

¡La Armengola y sus hijas!

Sin advertir el moro lo postizo

tiende aprestado el puente levadizo

para que la heroína pasar pueda:

y es él el que primero

al ancho filo de un cortante acero

por la montaña atravesado rueda.

De los tres oriolanos precedida

atraviesa los salones la atrevida

e iluminada hembra:

y cual el huracán que se desata

aquí hiere, derriba allí, allá mata,

y en todas partes el espanto siembra...

................................................................

Cuando el alba rompiendo los cendales

de sombras en los diáfanos cristales

del cielo muestra su fulgor divino,

vese como tremola mansamente,

sobre almena insolente,

el lábaro triunfal de Constantino.

Es la señal que aguarda Alfonso el Sabio,

que con trémulo labio

a sus huestes que lleguen les ordena

a la ciudad, donde los ya vencidos

moros lanzan rugidos

de rabia, de odio y pena.

Y llega a la ciudad el regio infante;

y cuando ante sí tiene a la arrogante

mujer, por la que el lábaro tremola

triunfal, le grita a la oriolana gente:

«¡De Teodomiro digno descendiente

eres...! ¡Pero más digna, tú, Armengola!».


[57]

¿Que qué te ofrezco me dices

para que en tus brazos pueda

vivir momentos felices

y acariciar los matices

de tu tez de rosa y seda...?

¿Para anegarme en la loca

luz que rutila en tus ojos;

para calmar con mi boca

esta sed que me sofoca

de amor, en tus labios rojos...?

¿Para en tu faz no observar

un desdén que no merezco,

para poderte adorar,

peregrina hija de Agar,

me dices que qué te ofrezco...?

¡Ah, hermosa e ingrata dama!

¡Ah, reina de talle moro!

Pues que tu ambición reclama

tesoros de quien te ama,

¡toma mi mayor tesoro!

Un huerto de albos azahares

es todo el tesoro mío;

un alma experta en cantares,

una choza entre cañares

y a la orillica del río.

Un jardín, donde levanta

su grácil tallo la flor,

un jirón de tierra santa,

una guitarra que canta

y mucho amor, ¡mucho amor...!

Si acaso, mujer querida,

no vieras con todo esto

tu loca ambición cumplida,

toma mi sangre, y mi vida

que a dártela estoy dispuesto.


Orihuela, 9 de julio de 1930

[58]

Un claro rayo del sol que nace

de la barraca cruza la puerta

y pone tonos alegres de oro

sobre la triste y oscura escena.

La madre escucha desconsolada

lo que la hija pálida y yerta

sobre la pobre cama tendida

por una fiebre traidora presa,

los ojos húmedos y alucinantes,

la voz temblona, dice con pena:

¡Maere quería!

Ven; ven más serca...

que ni una sola de las palabras

que he de desirte quiero que pierdas.

Ven; así; junto a la mía tu cara

y así mi boca junto a tu oreja...

ascucha maere:

cuando yo muera...

-Aquí la madre lanza un gemido

en el que toda su alma va envuelta-.

No llores maere por lo que digo...

¡No llores prenda!

¿Dios no lo quiere

así...? ¡Pos sea!,

ascucha, ascucha:

cuando me muera,

antes de alsarme de la camica

pa ir a tenderme sobre la mesa,

saca del arca

la saya blanca, la toca negra,

los sapaticos de tersiopelo,

el pañol ico de fina sea...

¡tuícas las galas que no me he puesto

dinde la fiesta...!

Cuando las saques,

con tuícas ellas

me pones, maere, como una novia,

como una perla,

como pensaba yo de ponerme

cuando él golviera...,

pero me muero

y él tal vez nunca más aquí güelva...

-Exhala un hondo suspiro y sigue

de nuevo, lenta:

Y luego maere,

que esté una rosa temprana hecha,

déjame ensima de la mesica;

sal a la güerta;

coge jasmines y malvarrosas,

de las que brotan junto a la sequía;

de los naranjos coge asahares,

que están sus ramas con abril llenas;

forma con ellos una corona

y a mis cabellos señía la dejas...

Cuando eso hagas

mis ojos sierra

pa que me quede como dormía

por si el tornara aun de la guerra;

¡que no sospeche que yo me he muerto

de esperar verle crusar la senda...!

Maere, adiós maere... Que ni una sola

de mis palabras... Ven, ven más serca...

-Pierden los ojos su brillo intenso;

baja hasta el pecho la frente tersa;

entreabre un tanto la exangüe boca

e inmóvil queda.

La madre, loca,

se abraza a ella

y con sus besos y con sus lágrimas

la cubre y riega...

Ahogando luego los mil sollozos

que en su alma pugnan por salir fuera

álzase y marcha

a hacer lo dicho por la hija muerta...

Extrae del fondo de la vieja arca

las ricas prendas

y una tras una del cuerpo frío

todas las cuelga:

la saya blanca,

la toca negra,

los zapaticos de terciopelo,

el pañolico de fina seda...

¡Todas las galas que no se puso

la infeliz moza desde la fiesta!

y una corona sobre su frente

de malvarrosas y azahares hecha...

¡Qué hermosa se halla la huertanica!

¡Qué maja y bella...!

¡Si no parece que está sin vida!

¡Si está lo mismo que si durmiera...!

Un arrogante y apuesto mozo

llega sonriente desde la puerta:

la pobre madre levanta el rostro

donde hay de llanto recientes huellas

y al ver al mozo sus ojos abre

desmesurados, su cuerpo tiembla

y al grito roto que lanza el mozo

que ha comprendido la triste escena,

dice ocultando su dolor negro

con voz muy queda:

¡Chist! ¡Calla! ¡Calla! ¡Que no dispierte!

¡Que no dispierte...! ¡Contigo sueña!


[59]

Una herida sangrante y pequeña;

del purpúreo coral doble rama;

un clavel que en el alba se inflama;

una fresa lozana y sedeña.

Rubí, en dos dividido, que enseña

si se entreabre, blanquísima escama;

amapola, flor, cálida llama;

nido donde el amor canta y sueña.

Incendiado retazo de nube;

corazón arrancado a un querube;

fresco y rojo botón de rosal...

Es tu boca, mujer, todo eso...

Mas si cae dulcemente en un beso

a la mía, se torna en puñal.


[60]

¡Virgen bendita! La que quisiera la musulmana

bárbara raza devastadora

hacer un día ceniza vana.

La que surgiera de una campana

entre destellos de blanca aurora.

La que es morena como los suelos

de sus jardines.

La que es hermosa como sus cielos

y dulce y pura como la esencia de sus jazmines.

¡Virgen Morena! ¡Señora mía!

Hoy su alma inquieta

a vuestro templo lleva al poeta

para ofreceros la melodía

de su poesía...

¡Señora mía!

Al ara llega y ante tu santa

planta cae; tu faz mira

que amor respira;

de amor se enciende su pecho y canta

con la armonía que a su garganta

vuela en torrentes desde su lira.

Canta el poeta de hinojos ante tu santa planta.

Son sus canciones

lirios que brotan sobre el barbecho;

sanos botones

que estallan riendo; locos gorriones

que para nido buscan tu pecho.

Estas, Señora, son sus canciones.

¡Virgen sagrada! Fuente que orea

el alma que en medio de incendios gime;

astro que de astros mundos mil crea;

fe que redime;

flor que hermosea;

madre sublime

del Rabí dulce de Galilea:

confusión hecho todo y ternuras

bajo el milagro de tus pies tersos

dejo dispersos

igual que pomos de flores puras

mis pobres versos.

Confusión hecho todo y ternuras...

Acepta, Virgen, la humilde ofrenda

del que a tus plantas arrojaría

el monte austero, la mar tremenda,

el ígneo astro que alumbra el día

y la estupenda

legión que borda la esfera umbría.

Acepta, Virgen, la humilde ofrenda...

Que entre la rima que la encadena,

tal vez suspira

tal vez resuena

el aura suave que gira y gira

en tus vergeles de aromas llena...

Entre la rima que la encadena.

Tal vez las notas de los cantares

de las acequias y los huertanos,

de las olmedas y los cañares;

tal vez la esencia de los azahares,

tal vez la seda de los gusanos

va en mis cantares.

Susurros plácidos del huerto umbrío,

de los palmares suaves rumores,

tintineas risas del claro río,

gorjeos sabrosos de ruiseñores,

rezos de azarbes murmuradores...

Susurros plácidos del huerto umbrío.

Acepta, Virgen, la humilde ofrenda

del que a tu planta santa ha llegado

y aquella prenda

que halló en su senda

mejor ha en ella depositado...

¡Acepta, Virgen, la humilde ofrenda!


[61]

Llegó a mí triunfante: la vi, y la sorpresa

como un licor grato mi alma embargó...

¿Quién eres?... -le dije: ¿Divina princesa?

¿Hermoso fantasma? -Su boca de fresa

se abrió dulcemente y así musitó:

«Soy el hada blanca que deja el camino

fatal de la Vida regado de luz;

que enciende en las almas un fuego divino;

que oculta al humano su pobre destino

y de su existencia suaviza la cruz.

Yo soy roja rosa que se abre lozana

al cálido beso del sol del Abril;

yo soy de la Vida la Aurora galana

naciendo entre nubes de ópalo y grana,

naciendo entre perlas y aljófares mil.

Yo soy sueño cándido; yo soy fuente viva

que va fugitiva por campo feraz;

yo soy dulce abeja zumbante y activa

que a todas las flores sus néctares liba;

yo soy nube de oro que pasa fugaz.

Yo soy fuerte hoguera que inmensa se inflama

la sangre en las venas haciendo rugir;

poniendo en los ojos reflejos de llama,

los pechos cubriendo de ignífera escama,

haciendo gozosas las fibras crujir.

Mi aliento da al viento más notas que el ave,

mi vida está urdida con una ilusión;

del cruel desengaño mi pecho no sabe;

en mí la sombría Tristeza no cabe;

en mi alma la Pena no encuentra mansión.

Alcázares finjo más altos que montes;

escalo las bóvedas de ingrávido tul

asida a las ruedas de alados Faetones;

ensueño quimeras; oteo horizontes

de nieve, de rosa, de nácar, de azul.

Yo soy gentil góndola que llégase henchida

de fe y de optimismo al fondo del mar;

yo soy copa llena de ardiente bebida;

yo soy del gran libro que forma la Vida

la página de oro que puede mostrar.

No encuentro en mi senda traidores abrojos,

ni zarzas rastreras, ni acíbar, ni hiel;

la encuentro alfombrada de pétalos rojos

de ufanos claveles, de hilados embojos,

de luz, de alegría de rosas, de miel.

De fúlgidas luces empapo los días;

los tristes crepúsculos de gayo color;

los huecos espacios de un mar de armonías

y un mar de fragancias; las noches sombrías

de encantos, de risas, de besos, ¡de amor!

Yo soy virgen casta que todos adoran,

que todos aguardan con viva inquietud;

yo soy manjar rico que codos devoran;

amante a quien todos suspiran y lloran

cuando huye a otros brazos; ¡yo soy Juventud!».

Al oírla, a mis ojos un mundo risueño

vi abrirse, a mis plantas hallé dichas mil...

Mas, cuando ya de ella creíame dueño,

de mí se alejaba lo mismo que un sueño,

lo mismo que un soplo de brisa sutil...

............................................................................

A veces me digo con honda tristeza:

¿Vendrá a mí aún el hada bendita que huyó?...

Mi frente surcada, mi cana cabeza

y el fuego de mi alma que a helarse ya empieza,

responden con mudas palabras: ¡No! ¡No!


Orihuela, septiembre de 1930

[62]

¡Poesía! Yo querría

por un mágico conjuro

o un diabólico poder de hechicería

expresar sublimemente lo que dice a mi estro oscuro

el sonoro nombre puro:

¡Poesía!

Definirla con hipérboles y metáforas ideales

que pasaran arrastrando vibraciones argentinas,

trinos de aves matinales,

notas de arpas celestiales,

vivas luces peregrinas.

Sé que es hálito que viene cual insólito cometa

por los mundos siderales del aliento del Señor

y se prende en el espíritu-luz del bíblico Profeta

y en el alma sensitiva del Poeta

soñador.

Sé que es ángel esplendente; sé que es fuente de suspiros

que en las bocas se derrama;

mariposa que en los pechos describiendo va áureos giros;

sarta hermosa de zafiros;

hada bella hecha con átomos de llama.

Sé que espejo es de la vida; sé que es ave

cantadora;

regia nave

que nos porta a la región que nadie sabe;

turbadora

bella música suave...

Sé también que es de Natura la ideálica pintura.

Ella en rasgos prodigiosos el momento

de la casta aurora pinta;

cuando arroja esta las sombras del nimbado firmamento

y en un cuadro en coloridos opulento

suelta el sol su cabellera despidiendo rosa tinta,

y la tierra pulimenta de brillantes resplandores,

y las almas desaloja de los buitres de la pena,

y enajena

los espacios con unánimes rumores,

y abre el cáliz de las flores,

y sacude alegremente la orilla del río amena.

Ella en sabias pinceladas

las tinieblas de la noche misteriosa

de mil luces titilantes consteladas

copia, al tiempo que entre nubes nacaradas

surge Diana cual gigante y blanca rosa.

Ella en marcos luminosos

nos ofrece cuadros ricos y soberbios panoramas;

y fantásticas visiones en paisajes engañosos

de hadas, gnomos y colosos

que fabrican oro y perlas, luz y llamas.

Ella finge los murmullos de los mansos arroyuelos,

los rugidos de la fiera tempestad,

los acordes de la tierra y de los cielos,

de los pájaros los cantos y los vuelos,

de las trágicas batallas la tremenda majestad...

De la pura aura sonora

las continuas vibraciones;

las ingenuas cantinelas de la linfa saltadora;

de la inmensa mar cantora

las terribles conmociones.

La virtud alaba pura

y combate el vicio inmundo;

de los cielos bebe virgen hermosura;

en los prados ríe alocada y en la plácida espesura;

llora y truena y clama tétrica en el mundo...


¡Poesía! Yo querría

definirla con los versos de una estrofa cincelada

por un mágico poder de hechicería;

mas la pobre lira mía

es muy poco para tanto... Menos... ¡Nada!


Orihuela, 26 de septiembre de 1930

[63]

A don Juan Sansano, eminentísimo poeta.
Para que aspire aunque levemente los enervantes
aromas de la maravillosa huerta oriolana.


Entre unas ropas, sobre el lecho,

más de una noche y una aurora

estuve, llama viva hecho

por una fiebre abrasadora.

Fiebre despótica y tirana

que un día engarzado en otro día

a mi pesar y a mi desgana

atado al lecho me tenía.

Y me arrancaba el alborozo

que siempre en mi alma se despierta

en cuanto bebo, en cuanto rozo

las dulces brisas de la huerta.

En cuanto tras de mi ganado

que desfilando va cansino

en el paisaje embelesado

voy por el áspero camino...

¡Maldita fiebre! -me decía:

¿por qué en estado tal me pones?

Y la interrogación surgía

entre estas interrogaciones:

¡Huerta oriolana, la que adoro!

La de la choza pintoresca;

la cruz gentil y el palmar moro.

¿Estás hermosa aún, verde y fresca?

¿Tus tierras fértiles, su manto

de frutos y rosas guarnecido,

han roto ya por triste encanto

y de las hojas muertas se han vestido?

¿Tu cielo mago que se mira

del corvo azarbe en el espejo,

perdió su intenso color? ¿Gira

la beri noria con su dejo...?

¿En matorrales y palmeras,

brilla el sol rudo del estío?

¿Trovan las aves cancioneras?

¿Ríe la acequia, copia el río?

¿O el brusco otoño turbulento

rompe tus galas verde-rubias

con las verdascas de sus vientos

y las saetas de sus lluvias?

¿Huerta oriolana, estás galana

y enjoyecida de flor, huerta?

¿O estás, ¡dolor!, huerta oriolana

igual que un yermo, triste y yerta?

Así me hablaba mientras tanto

que aquel ardor de fiebre fuerte

me enardecía, y el espanto

ponía en mi pecho de la muerte.

Pero por fin mi juventud

venció a la fiebre maldecida;

tuve la mágica virtud

de hacer triunfar recia la Vida.

Y hoy que del lecho demoliente

donde mi vida fue postrada

huyo, de amor resplandeciente,

vuelvo a mirar la huerta amada.

Salgo al camino níveo y roto

que tantas veces ya crucé,

y de alegría un terremoto

vacilar me hace sobre el pie.

Con un clamor triunfal de gloria

cantan la noria y los jilgueros;

y es la amplia huerta una ilusoria

visión de cuadros placenteros.

¡No, no clavó su garra octubre

en este mundo de verdores

que se ilumina y se recubre

como un altar de luz y flores!

Al horizonte refulgente

manda la huerta el lienzo espeso,

y allí lo junta al cielo riente

en un insaciable beso.

Lienzo que engarza entre sus hilos

jardines ebrios de albahacas,

álamos claros y tranquilos,

olmos, morales y barracas.

El no común festón de oro

del río sonoro y variable;

y el envidiable y gran tesoro

del palmar moro incomparable.

De la palmera que una rara

diadema aurífera se ha puesto

sobre la azul bóveda clara,

bajo un airón gentil y enhiesto.

Los fieros montes con sus faldas

llenas de flor de aromas hondos;

y con sus gruesas esmeraldas

esféricas los huertos blondos.

Las tiernas cañas que piropos

oyen de céfiros suaves

y que bailando sus hisopos

al día aplauden con las aves.

El patatal; los pimentales;

el almendral y los granados

hartos de frutos colosales

y de botones incendiados.

Y los barbechos en terrones

con mil pimientos de bermejas

pieles que fingen corazones

sobre quiméricas bandejas.

¡Oh! ¡Qué soberbia de verdura

está la huerta labradora!

¡Cómo mantiene su hermosura

salvajemente encantadora...!

Desde el camino blanco y roto,

hipnotizado la estoy viendo

y de alegría un terremoto

todo mi ser va sacudiendo.

La veo tan fresca y tan lozana,

no tras no mirarla en unos días,

en esta lúcida mañana,

tan embargada de armonías,

que al contemplarla así al arrullo

del airecito que la altera

suave, prorrumpo con orgullo:

¡Huerta, tu otoño es primavera!


Orihuela, 11 de octubre de 1930

[64]

Empujada por la noche romántica y bruna

la hoz sin mango de la nueva romántica luna

astros siega en los campos serenos del cielo zafir.

A la orilla de la límpida, tersa laguna,

maldiciendo su infeliz y contraria fortuna,

no se ve harto Aben Zur de gemir.

Fue vencido en guerrera contienda,

grandiosa, tremenda,

por un ínclito rey español.

En la lucha perdió su caballo, su más regia prenda,

que bebía los vientos si floja llevaba la rienda,

y llevaba los crines mojados de rayos de sol.

Y perdió sus valientes cabilas,

su camello de cuellos combados y altiva testuz,

y su alcázar, con harem, donde garzas pupilas

destellando entre nubes de incienso de anfóricas pilas,

en horas tranquilas,

le embriagaban de amor y de luz.

Todo, todo lo perdió el melancólico moro...

¡ay! por eso gimiendo así está.

De aquel su tesoro

opulento ni un grano de oro,

ni una perla le queda allí ya.

Ni un aduar miserable y pequeño

donde rumie su triste dolor,

ni la gracia del labio risueño

de una hurí, que desfrunza su ceño

con la magia triunfante de cantos ungidos de amor.

A la orilla de la mansa laguna platina

Aben Zur de llorar aún no cesa:

el alfanje, a la tierra doblado se inclina

rota tiene la daga lo mismo que la yacerina,

y en el alto alquicel se ilumina

de sangre una fresa.

¡Aben Zur! una voz que en su acento

lleva arrullos de brisa sutil,

suavidades de lánguido viento

oye el moro y se alza violento...

Le es amigo el acento aquel lleno de ritmos de Abril.

A su lado ve una grácil y blanca figura.

- ¿Tú, Zoraida? ¡Tú! ¿Lograste del rey escapar...?

- Sí, Aben Zur... Cese ya tu amargura.

Y en la noche pura

ya no se oye Aben Zur sollozar.


[65]

Si queréis el goce de visión tan grata

que la mente a creerlo terca se resista;

si queréis en una blonda catarata

de color y luces anegar la vista;


si queréis en ámbitos tan maravillosos

como en los que en sueños la alta mente yerra

revolar, en estos versos milagrosos

contemplad mi pueblo, contemplad mi tierra.


Que un cuadro de tantos puros horizontes,

lo raras hermosuras y soberbias galas,

otearéis alzados a los magnos montes

de la fantasía que os nacerán alas.


Y en un vuelo solo, bravo y estupendo

ganaréis las nubes con el viento en guerra,

y entre sus vapores estaréis bebiendo

pozos de hermosura... ¡contemplad mi tierra!


Una sierra aurífera de un lado la apoya

y las ruinas muestra de un viejo castillo;

una huerta espléndida de verdor la enrolla

y un río de perlas siémbrala y de brillo,


y como un acero de descomunal

dimensión la corta corvo y homicida;

y un palmar egregio y un regio rosal

brota en cada punto de la inmensa herida...


Dentro de la huerta que con mil rosarios

de inflamadas rosas llénanla de efluvios,

yace, salpicada con mil campanarios

de cien monasterios de altos rasgos rubios.


Campanarios de oro que por las mañanas,

cuando el alba virgen sobre el éter arde,

nuncios de los días, vuelcan sus campanas

que no más se duermen al rodar la tarde.


Campanarios áureos que en fingidas pomas

de granito ocultan nidos de avestruces,

y donde sus picos funden las palomas

que al hender el cielo son aladas cruces.


Barrios pintorescos con olor a establo

súrcanla en confuso laberinto ameno,

y plazuelas blancas con algún retablo

de una Virgen cándida o un Cristo moreno.


Hondos callejones y ásperas callejas

con el brujo encanto de los andaluces,

porque tienen moras y floridas rejas,

sombras transparentes, y furiosas luces.


Y porque en las rejas tienen muy galanas

hembras de ojos negros y de bocas fresas:

con el fuego en ellos de las sevillanas

con la gracia en ellas de las cordobesas.


Hembras que salmodian lánguidos cantares

mientras por sus manos rueda la costura;

que a claveles huelen, a nardos y azahares

y de sus vergeles tienen la frescura.


Hembras que amorosas bañan en las brisas

de las frescas noches pomos de albahacas;

y que tan sonoras brótanles las risas

como de una fiesta las potentes tracas.


Hembras que, cuando aman, fuentes de ternura

son; dulces panales de sabores fuertes;

y aman con tal brío, con tanta bravura

que el amor robarles no logran mil muertes.


Y que se envenenan de melancolía

si a la luz opaca de la luna vieja

que en las calles llueve, ve la bizarría del doncel

amado cabe de otra reja.


¡Contemplad mi tierra...! Mágicos jardines

de belleza henchidos, verdes la circundan;

músicas la ofrecen plúmeos clarines;

flores, resplandores y aromas la inundan.


Típicos paseos no en silencios parcos;

rotos paredones con enredaderas

de azulados cálices y con combos arcos

hechos con los brazos de árabes palmeras.


Líricas acequias que el río brillante

lanza por ocultos lóbregos caminos

a la abierta huerta, mientras retumbante

cae en cascadas y hace retronar molinos.


Cielo tan hermoso que de terciopelo,

de cristales límpidos y turquí parece;

cielo-maravilla, cielo-asombro, cielo

que como ascua viva de oro resplandece.


Sol de gloria y triunfo, soles soberanos

llamarazos ígneos que mirar aterra,

y ensoñante ambiente... ¡Contemplad humanos!

¡Ahí tenéis el cuadro...! ¡Contemplad mi tierra!


[66]

A Ramón Sijé. Por tener juventud
y ser levantino y soñador como yo.


Por el viejo ventano donde interna una rama

una albahaca apoplética de verdores, me llama

el paisaje romántico de la noche otoñal.

Dejo el lecho mullido que hoy me creo de plomo;

abro el viejo ventano, y a la noche me asomo

que me funde en un beso dulcemente glacial.

El paisaje me bebo mientras muere la una

y un traslúcido peplo de mis hombros la luna

cuelga alegre y nevada desde el cielo zafir,

y en la higuera del patio se desmayan las hojas,

y van -aves extrañas volanderas y rojas-

hacia rizos tejados a rodar y a gemir...

¡Oh, la noche de otoño!... ¡Qué apacible y serena,

con la luna en el pleno y una brisa que suena

en la bóveda cóncava como un gran cascabel,

y que trae de un guitarro los melados llorares,

los temblores cantores de los magnos palmares,

y las dulces fragancias del huertano vergel...!

Me reclino en los hierros del alarbe ventano

con los ojos perdidos en un astro lejano

y el oído despierto para todo rumor...

Esta noche de otoño que de mayo parece,

de dulzura me parte, de ansiedad me estremece,

de poesía me ahoga y me mata de amor.

Por la sombra del éter una estrella resbala;

en un próximo aprisco melancólico bala

un chotillo que busca de la madre el querer;

y de un nido cercano, con calientes aromas

viene un poema de arrullos de fecundas palomas

a ponerme en los labios un sabor de mujer.

La mirífica aurora a anunciar viene un gallo;

vuelvo a Oriente los ojos y de luz virgen lo hallo

rebruñido. La luna ya comienza a espirar.

En el cielo la vida de un lucero se apaga;

un boscaje de nieblas por la atmósfera vaga,

y un sonoro bostezo quiere el día iniciar.

En la alábega fresca donde brilla el rocío

hundo el rostro que se unge de perfume bravío...

Luego trazo en mi pecho la señal de la cruz.

Y el ventano abandono porque el alba no vea

que un raudal de poesía por mi boca chorrea

y los ojos dos lágrimas me salpican la luz.


[67]

Luz exultante de un sol de gloria.

Cielo dichoso color del turco.

Fuga de linfas; mutis de noria;

huelga de brazos; sueños de surco.

Huye el camino solo y albario

por las desiertas tierras opacas.

Duermen las viejas con el rosario

en los umbrales de las barracas.

Los zagalillos, tras la doctrina

que les enseña cabe del río

un dulce párroco de faz cetrina,

dan por los huertos su vocerío.

Rondan las mozas huecas y ufanas

bajo las ropas ebrias de esencias

por la alameda de las mil vanas

palmas que erizan sus eminencias.

De la taberna bajo la parra

mientras que cruza la linda tropa,

trina el cordaje de una guitarra,

baila un borracho, cruje una copa.

Y un cantar dulce como el gorjeo

de un ave nuncio de los abriles

quiebra los aires entre el golpeo

de veinte negras manos viriles...

Entre las flores van indecisas

mieles libando las mariposas;

portan las brisas ecos de risas,

alma de nieve, sangre de rosas...

Pero de pronto triste aúlla un perro

y en la vereda surge un gentío.

¿Es una boda o es un entierro...?

Grita la tarde: ¡Pobre hijo mío!

......................................................

Luz exultante de un sol de gloria.

Cielo dichoso color del turco.

Fuga de linfas; mutis de noria;

huelga de brazos; sueños de surco.


[68]

Ayer llovió... Corriose la fúlgida cortina

del agua bienhechora con sus sonantes flecos...

Bufó de gozo el pecho la gente campesina

-miradas turbias y hoscas y oscuros rostros secos-.

«La siembra podrá hacerse... Las nubes agua arrojan...

La faz de los barbechos como un espejo brilla;

los surcos en sus vientres de tierra fresco alojan;

¡será un latido verde bien pronto la semilla!...».

Ayer llovió... Triunfaron las aguas en las lomas

y una oda cristalina dijeron los barrancos;

las auras expandieron selváticos aromas;

los montes se vistieron de trajes-nieblas-blancos.

Se puso húmeda y dulce la vaga lejanía;

herméticos se hicieron los horizontes todos;

la cinta del camino que solo polvo había

colgose lamparones tremendos de agua y lodos.

El cielo de azul nuevo pintó su inmensidad;

y un ruiseñor pensando que entraba el Abril regio

tiró vibrantemente desde la majestad

de un álamo lumínico la plata de un arpegio.

El río enfureciose; se puso hinchado y rojo

y al mar llevó sus aguas con ímpetu a verterlas;

los árboles sus hojas lavaron y el despojo

dejaron en sus ramas prendido de mil perlas.

-Que, luego, cuando Febo logró su cara ingente

mostrar por una nube partida en diez jirones

y darle de sus rayos el beso incandescente,

fingió la maravilla de cien constelaciones-.

Ayer llovió... Corriose la fúlgida cortina

del agua bienhechora con sus sonantes flecos...

Bufó de gozo el pecho la gente campesina...

y halló como en un antro la lluvia en mí sus ecos.


[69]

Unos gritos de dulzaina; de tambor un hueco zumbo;

unas notas de una música que oro falso siembra al viento,

y una senda florecida que acompaña dulce el rumbo

de un humano hilo ondulante, silencioso, largo y lento.

Cera ardiente entre mil dedos; -dos fantásticas cadenas

de aves de oro diminutas; -cien huertanos patriarcas;

ocho viejas con mantillas de hace un siglo, y cien morenas

lindas vírgenes, olientes al madero de sus arcas.

Y detrás de este cortejo de temblores y sonidos,

de siluetas encorvadas y doncellas amorosas,

vienen cuatro sacerdotes cabizbajos, revestidos

de ornamentos de alegóricas bordaduras fastuosas.

Y llevada en unas andas salpicadas de luceros

por forzudos buenos mozos de cetrina faz sumisa,

una Virgen de rasgados dulces ojos milagreros,

con un manto que en diez ondas de platera luz se irisa.

Cae la tarde. Tiene el cielo un color de azul festivo.

En la huerta ni la gracia de una frágil flor se mueve...

Se ha dormido. Se ha encantado. Sobre un verde monte un vivo

chaparrón de vivas tintas el vencido Febo llueve.

Por la senda barnizada de jazmines y de azahares

va rodando blandamente la castiza procesión,

entre gritos dulzaineros y litúrgicos cantares,

de un cohete los soplidos y el batir de un esquilón.

Así llega: cimbreante, suave, rítmica, silente

y rociada de llamitas como gotas de rocío

hasta el arco pintoresco de un gentil y blanco puente

condenado a ver la eterna serpentina azul del río.

En él entra como un triunfo lentamente, paso a paso,

mientras una traca fúlgida retumbante se desata,

y el gran manto de la Virgen bebe el fuego del ocaso

y en los tiernos correntales del Segura se retrata.

Una marcha real de trueno la triunfal música inicia;

nacen flores en el río; sueltan perlas los cohetes;

da una brisa perfumada la impresión de una caricia;

y las palmas balancean sus soberbios minaretes.

Todo el cuadro de la huerta se conmueve venturoso

cuando mira sobre el puente la flamígera figura

de la Virgen ermitaña... Y hasta el río, bullicioso

alza en comba sus caudales, y ¡Te salve Dios!... murmura.

Mientras tanto el sol su rueda por el prócer monte pierde,

y se rompen flameantes las cien ruedas de cien tracas,

y tronando arrojan lumbres a la hermosa huerta verde,

y la cruz cristiana riegan de esplendor en las barracas.

Por la rútila pupila del lucero vespertino

que divinos parpadeos da surgiendo en la alta esfera,

Dios contempla sonriente, sobre el campo levantino,

la visión de oro del río, de las tracas y la cera...

Ya a la ermita, con la Virgen se dirigen los huertanos;

ya de un trono la suspenden entre luces y entre flores;

ya en la huerta..., mientras oran ante el ara los ancianos,

los mozuelos cogen rosas y se dicen sus amores...


[70]

Allí, mascando un cielo de diáfana hermosura;

allí, sobre el esbelto troncal de la palmera,

y bajo el alboroto de su áurea cabellera

que en diez arcos se suelta de mora arquitectura.

¡Miradlo cómo arranca la gema ya madura

del fruto que el otoño convierte en primavera

trinando alegremente como un ave trovera,

con solo un cordón frágil atado a la cintura!

La altura no le espanta. Se cree rey de esos vientos

que comban la palmera con dulces movimientos.

Se ve en un trono de alas de pájaros volátiles...

De pronto una honda ráfaga la feble cinta suelta,

y al suelo, en el estrépito de una grandiosa vuelta,

cae muerto bajo el chorro dorado de los dátiles.


[71]

Son mis manos sarmientos; es mi cuerpo encorvado

débil rama que el viento más ligero conmueve;

vacilante es mi paso; es mi voz soplo leve

que despide mi pecho de vigor despojado.

Un sol es mi mirada para siempre apagado,

es un pozo mi boca que ya solo hiel bebe,

y es mi frente que orlan blancos copos de nieve

un barbecho que en surcos mil el tiempo ha labrado.

Por eso huyo del mundo: me fatiga y me ahoga...

-¿Dónde vas, ¡necio!, dónde? - una voz me interroga

que en el fondo de mi alma como un trueno retumba.

Yo prosigo alejándome; y otra voz parecida:

-¿De quién huyes?... -me dice con rencor -¡De la vida!

-¿Qué pretendes...? -¡La muerte! -¿Quién te llama?

-¡La tumba!


[72]

Alma de mis oriolanos

¡digo!... oriolanos de mi alma.

A vosotros me dirijo

desde esta carta «arrimada»,

que escribo, teniendo por

mesa el lomo de una cabra,

en la milagrosa huerta

mientras cuido la manada,

tras saludaros lo mismo

que hacen todos en las cartas.

Y me dirijo a vosotros

para... para... para... para...

(¡Ay! Perdonadme un momento.

Voy a echarle una pedrada

a la «Luná», que se ha ido

artera a un bancal de habas,

y el huertano dueño de ellas

me está gritando desgracias.

Bien. Ya la espanté) Prosigo:

¿Os decía?... ¡Ah, sí, sí,...! ¡Calla!

Que me dirijo a vosotros...

(¡Rediós! ¡Otra vez la cabra

y el huertano que me grita!

Maldita sea la estampa

del animal que no quiere

que diga lo que empezaba.

¡«Luná»!... Ya escapó) Sigamos.

Y me dirijo así, para

deciros que pienso hacer

con poesías de las dadas

a la luz y de las que están

sin ver la luz para nada

-que son bastantes- un libro.

¡Un libro, un libro! ¿Os extraña?

Pues que no os extrañe. ¡Un libro!

Un bello libro que vaya

ilustrado por Penagos,

por Bartolazzi o Pedraza

y prologado por... ¡vamos!...

por el primero que salga.

¿Qué me decís?... ¿Que es locura?

¿Que veis muy mal que lo haga?

¿Que no puede ser? ¿Que es mucha

mi presunción y mi audacia?

¿Que me lo he creído...? ¡Cierto!

¡Me lo he creído! ¡Palabra!

Me he creído ser poeta

de estro tal que en nubes raya

y digno de contender

con Homero, con Petrarca,

con Virgilio, con Boscán,

con Dante y toda la escuadra

de clásicos que palpita

por ab-aeterno en las páginas...

-y a los que yo no conozco

mas que de oídas... y gracias.

Me he creído que en mi mente

bullen imágenes claras

cual nuestro azul. -¡Vaya símil!

Me he creído que de mi alma

la nube lechosa y pura

-¡vaya fulgor de metáfora!-

puede dar continua lluvia

de versos de urdimbre mágica.

Me he creído... (Perdonadme,

que otra vez está en las habas

la «Luná» de mis pecados

y ahora no grita, no: rabia

el huertano. «¡Luná!» ¡Toma!

¡Para que otra vez no vayas!)

Os repito: me he creído

que ¡vamos!, que tengo pasta

de poeta. Que yo puedo

subir muy alto... sin alas.

Vosotros sabéis de sobra

lo que valgo. -¡Dios me valga!-

Vosotros habéis leído

los versos que en las preclaras

-adjetivo muy usado,

pero pasa ¿verdad?, pasa

lo mismo que otros más viejos-

revistas de nuestra patria

chica, vengo publicando

con muchas y gruesas faltas

de prosodia y de sintaxis,

de ritmo y de consonancia,

en los que hay imitaciones

harto serviles y bajas,

reminiscencias y plagios

y hasta estrofitas copiadas.

Vosotros tras de leerlos

me habéis dicho: «Pastor, ¡vaya!

eres ya todo un poeta».

Y así, con toda mi alma

me lo he creído y con toda ella,

quiero imprimir para

la florida primavera,

cuando todo ríe y habla,

cuando todo sueña y trina,

cuando todo brilla y canta,

un libro que me dé ánimos

para seguir mi sonata

pastoril y me dé el gozo

de unos pétalos de fama,

Oriolanos mis paisanos:

-dos hemistiquios que hermanan-

al deciros en mi mal

compuesta y rimada carta,

que pienso tejer un libro

con mis rimas poco gayas,

y poco... ¡bien! no es tan solo

para que ninguno yazga

ignorante. Es por... por... por...

(Aguardad que dé a la cabra,

que otra vez se fue el habado

bancal y el huertano rabia.

¡«Luná»! ¡«Luná»!... ¡Toma, perro!

¡Por volver a las andadas!)

Decía, que es por... por... por...

porque valdría mucha plata

editar el libro... y yo

no puedo valerlo en nada.

¿Me entendéis?... Que yo me he dicho,

digo ¡Ah, si me ayudaran

los oriolanos, salvado,

salvado del todo estaba!

¿Me entendéis?... ¿No?... ¡Santo Dios!

Hablaré más a las claras.

Que os pido, ¡eso es!, que os pido

una peseta -no falsa-,

un duro, ¡lo que queráis!

para poder ver mis ansias

satisfechas... ¿Me daréis

lo que si no me causara

vergüenza hasta de rodillas

os pidieran mis palabras...?

Confiando en que querréis

tener un artista -en mantas

o mantillas aún, y humilde

y modesto hasta Managua-,

se despide de vosotros,

anticipándoos las gracias,

este pastor a quien viene

a soltar cuatro guantadas

un huertano porque están

en un sembrado sus cabras.


Miguel HERNÁNDEZ

En la huerta, 1 de febrero de 1931

[73]

Lema: «Luz..., Pájaros..., Sol...».


Para cantar, Valencia, tu hermosura,

no empuño el arpa de oro

que Apolo tañe con experta mano;

sino el guitarro moro

que el áspero huertano,

el de jubón y policroma manta,

al expirar las tardes, en la puerta

de su barraca, pulsa, cuando canta

los melódicos aires de tu huerta.

Con emoción agarro

el musical guitarro,

que, sobre un limonero florecido,

está callado y trémulo

como a la noche un pájaro en el nido.

Y aunque en el arte de cantar no ducho,

mientras como las ledas brisas raucas

rizan las ondas glaucas

de tus hermosos mares

miro, lo mismo que el precioso manto

de tu huerta y tu cielo,

una canción te canto,

dejando huir en anheloso vuelo,

igual que una cometa,

mi feble fantasía de poeta.

¡Valencia!... ¡Orgullo mío!

¡Orgullo del que viera

en tu suelo feraz la luz primera!...

Tierra donde la luz radiosa y brava

se desborda de un sol de oros sutiles,

y donde nunca acaba

de ahitarse el florecer de los abriles.

Sembradora incansable

de nardos y azucenas,

de lirios blancos y claveles rojos

de penetrante aroma,

y de hembras deslumbrantes y morenas

que llevan en las venas y en los ojos

el ardor de las hijas de Mahoma.

Región en la que todo sueña y ríe:

en el éter hundido, el cerril monte

que de su torva majestad se engríe;

en la dormida alberca el horizonte;

en las espesas frondas

del olmo y el cañar el ave gaya;

las fugitivas ondas

en las blondas arenas de la playa.

Bajo el rudo moral la noria alarbe;

la anciana choza con su tosca cruz,

junto a la comba del agudo azarbe

como un zigzag sin fin de clara luz.

Y entre las rizas flores

de tus vergeles magos

con paz, con sol y alegres resplandores

de arroyos cancioneros

y fontanas tranquilas como lagos,

la moza de contornos hechiceros

y de mirares vagos...

Prodigadora espléndida de artistas,

a quienes das, apenas la naciente

alba dorada de su vida empieza,

con una ánima ardiente,

la suprema intuición de la belleza.

Hijo preclaro de tu tierra llana,

el forjador es de «Alma castellana»,

y el triste y prodigioso de «El Obispo leproso»,

en donde, con feliz brillar platero

al escapar de Oleza la bonita

vio titilar la gota de un lucero

sobre el techo infantil de una alba ermita.

Hijo glorioso tuyo fue Llorente,

que te urdió mil estrofas diamantinas:

y el que desde unas áridas colinas,

mirando hacia el Oriente,

creía ver tus costas blanquecinas,

tu alegre campo y cielo transparente...

Y aquel viejo y dulcísimo poeta,

que al Turia, el de las aguas espumosas,

infundió roncas voces congojosas,

en aquellas octavas

que así principan su rimado vuelo:

«Regad el venturoso y fértil suelo,

corrientes aguas, puras y abundosas...».

Y tantos otros como los laureles

han ceñido de gloria y fama suma,

con la sublimidad de los pinceles

y el vigor del cincel y de la pluma.

Tierra de fiestas, de parranda y flores,

de naranjos y albahacas,

de bailes al compás de los tambores

y de alberas barracas

habitadas por recios labradores,

que cantan con primor de ruiseñores

y ríen con estrépitos de tracas.

Madre de la ciudad alicantina:

la de la tersa mar esmeraldina,

llena de blancas plumas

de risueñas gaviotas,

de nácares de velas y de espumas

y músicas de crespas olas rotas.

Madre de ese Alicante

que unge el Mediterráneo palpitante

y que te ofrenda en sus esplendorosos

dominios, con mil pueblos industriosos,

la sin par hermosura

de la vega de Oleza

que junto a Murcia empieza

y hasta el mar azulenco se dilata,

y que huella el Segura

describiendo, gentil, eses de plata;

y Elche, con su gran bosque de palmeras

de arcos temblantes y de tronco hirsuto,

siempre bajo las crenchas altaneras

como perlas mostrando el áureo fruto.

¡Elche! Que la mañana cristalina

del Domingo de Ramos, ilumina

los templos milenarios

que truenan en sus hondos campanarios,

con la palma arrogante,

arqueada en un ático vaivén,

como si viera de nuevo la triunfante

entrada del Rabí en Jerusalén,

y que tiene una lira alta y segura,

con una enorme cuerda en cada rama,

en la Palmera mágica del Cura

siempre tronando un himno por la «Dama».

......................................................................

Para cantar, Valencia, tu hermosura,

no empuño el arpa de oro

que Apolo toca con experta mano;

sino el guitarro moro

del trovador huertano.

El árabe instrumento,

que al dejarlo como un ave en el nido,

del arbusto pulido

donde lo hallé, sobre la florescencia,

oigo que dice con dulzón acento,

al rozar su cordaje el limpio viento:

¡Salve! ¡Salve, Valencia!...


[74]

I

La luz primera vio bajo de un techo

humilde de un hogar del pueblo hermoso

en que mil llagas dolorosas hecho

vivió un obispo dulce y silencioso.

Su clara infancia fue un ligero trecho

de lirios de ropaje candoroso

... Jugó del río Segura junto al lecho

y triscó por un fino monte airoso.

Cuando la juventud esplendorosa

lo le dio sus dones, una novia hermosa

tuvo, a la cual dio fama en cien canciones.

... Huyó del pueblo, que nacer le viera.

¡Y en su hogar vive triste una palmera

que al cielo se alza cual clarín sin sones!

II

Huyó del mago pueblo del Segura

echándose sin rumbo en el camino,

y al perderlo de vista en la llanura

llanto de sangre a sus pupilas vino.

Mas devoró en silencio su amargura:

y otro Alonso Quijano en su rocino,

fue el Ensueño de su hermética armadura

y el Ideal su Yelmo de Mambrino.

En el Castillo-Venta de la Vida,

el Dolor consagrole caballero

y fue en busca del néctar de la Fama...

Y en una doble empresa decidida,

con gentil continente y rostro fiero

peleó por su honor y por su dama.

III

Deshizo agravios y enderezó entuertos;

batalló con dragones y gigantes

a quienes en sus antros dejó muertos,

como el héroe sublime de Cervantes.

Apoyo fue de inválidas doncellas,

de huérfanos y viudas infelices;

durmió frente al brillar de las estrellas,

y su alimento fue fruta y raíces.

Y hoy, tras haber cruzado con las trallas

de su vocabulario -trueno de ira-

mil rostros de malvados y canallas,

el yelmo arroja, la armadura tira,

y, allá, en remotas y cerriles playas,

por volver al natal pueblo suspira.


[75]

La encuentro junto a la puerta

mirando los horizontes:

tiene en la mirada abierta,

hundida toda la huerta

febril de luz cual los montes.

Me acerco con un saludo

a su vera, y ríe pura,

dejando ver en el nudo

rojo de su boca, el mudo

verso de su dentadura.

-Zurce en tanto su fermata

en un chopo un verderol,

y una corriente de plata

en su temblor desbarata

la hirviente esfera del sol-.

Con ansia a la moza ruego

agua que calme mi sed:

¡bebed!, dice con sosiego

su lengua, y dicen con fuego

sus anchos ojos: bebed...

Y de sus manos tomo

una limpia cantarilla,

que al rezumar por el lomo

en arco, tal como un pomo

de hervorosas luces brilla.

Hasta los labios me llevo

del agua fresca una palma;

otra más; y otra de nuevo.

Pero por mucho que bebo,

mi ardiente sed no se calma.

Mi sed en el alma va...

La moza no lo comprende:

sonriendo casta esta,

y ella es la que sed me da

porque ella es la que me enciende.

-Y allá, muy lejos, la audacia

de un ciprés gana la altura,

y aquí, muy cerca, una acacia,

florece plena de gracia,

florece llena de albura.

Doyle a la cándida moza

la cántara ya vacía,

y huyo lejos de la choza

porque mi pecho destroza

aumentando la sequía.

Que está muy azul el cielo,

muy sonoro el verderol,

muy tranquilo el arroyuelo,

muy cálido y verde el suelo.

Que están los aires muy flojos

y la cigarra muy loca...

Y baten fuego sus ojos

y esplenden rojos, muy rojos,

los rasguños de su boca.

Por eso escapo a la huerta

febril de luz cual los montes,

y me la dejo en la puerta

con la mirada despierta

besando los horizontes.


[76]

Bello es su nuevo libro como

el libre vuelo del palomo

que azul y sol lleva en el lomo.

Áureo es su libro como el fruto

esferoidal, tosco y enjuto

del nopal árabe e hirsuto.

Aéreo lo mismo que el chaúl

del cielo azul,

y que el ingrávido chapul.

Tierno y sonante cual los poros

de los jarrones incoloros

que hay en los barracones moros.

Y deleitoso como una

acuosa pruna

con gemas y un poco de luna.

Tanto me llega a complacer

que no lo acabo de leer

desde que empieza en «La mujer»

-cántico digno de un jilguero,

selectamente parlotero-

y pasa por «El molino»

-trova de aroma algo social-,

hasta que llega al magistral

poema final

llamado «El alma de las flores».

... ¡En todo el libro hay ruiseñores

limpios, fragancias y colores

como en los huertos soñadores

de la ciudad de sus amores!


[77]

En la margen amena del buen Segura

y junto a los cordones de terciopelo

claro del cañar que habla, reza y murmura

miro cómo la tarde se cae del cielo.

Era bella, muy bella la mansa tarde

sobre la undosa huerta llena de flores,

y ahora cae en occidente con un alarde

de primorosas luces y resplandores.

Al advertir que llega con tan ligeros

pasos la noche echando ya sus cortinas,

al nidal del naranjo van los jilgueros

y a los toscos aleros las golondrinas.

El arpa loca templa de sus canciones

dejando los barbechos al mozo rudo;

se aglomeran y espantan los gorriones;

sin color queda el cielo y el aire mudo.

Las vírgenes alturas antes tranquilas

mil inquietos murciélagos turban y alcanzan;

los caminos y sendas sones de esquilas

de pausados rebaños y bueyes lanzan.

Y de poesía henchiendo la gaya huerta,

en todos los nevados pobres hogares

caen rezos de las bocas junto a la puerta

y se retuercen llamas sobre los llares.

Mientras que los litúrgicos sonidos lacios

que en la ermita huertana da el esquilón,

gimientes se derrumban por los espacios

buscando el nacimiento de la oración.

¡Todo se está muriendo de hermosas calmas

y aún hay sobre los cielos puros fulgores;

levantando hasta ellos sus combas palmas

mil palmeras cincelan mil surtidores!

-Surtidores gigantes que habrá encontrado

con sus brujos hechizos la noche bruna,

y en donde su gran rostro pulimentado

de marfil y de nácar baña la luna-.

Sobre el lóbrego fondo del firmamento

una estrella aparece muda e incierta:

otra más..., después otra; y en un momento

tanta flor luce el cielo como la huerta.

A la margen risosa del buen Segura

que murmura palabras de dulce amigo,

el grandioso misterio de la Natura

contemplando arrobado sigo así, sigo...

Y cuando ya el crepúsculo traidor y huraño

la luz se come en todos los cielos tersos,

seguido de la cuerda de mi rebaño

al hogar me encamino forjando versos.


Orihuela, 28 de octubre de 1930

[78]

Poeta, si al fértil suelo de tu niñez apacible

pudieras llegar, salvando la agobiadora distancia

que de ella te aleja echando por medio un páramo horrible,

sintieras cantar de nuevo dentro del pecho tu infancia,

mil gestos de pasmo alegre tu boca lírica hiciera,

e igual que un bosque de palmeras donde un diluvio se tira

de gotas de agua pasando por cada estoica palmera

sonora, rítmicas músicas diera al ambiente tu lira.

¡Está tan hermoso! ¡tanto! Bajo los arcos triunfantes

del cielo de azul suntuoso con tul de nubes barrocas,

aboca en la lejanía y al pie de montes tajantes

que bate rabiosamente, galas a cántaros locas.

Verdece Koré que el reino del dios Plutón ha dejado;

Pomona cansa de frutos las tiernas ramas amigas;

y Flora, de rosas cálidas su bella sien ha incendiado,

en tanto que su oro ofrecen a Deméter las espigas.

El dios de la brisa armónica juega en los nuevos ramajes

y enreda sus breves cuernos en las melódicas cañas;

y silfos, faunos y ondinas, soltando gritos salvajes,

sus brujas moradas dejan para alegrar las campañas.

Al borde de las acequias y los riachuelos corrientes,

que quieren fingir turbantes, siendo doradas heridas,

los largos rosales truenan igual que tracas potentes

con rosas hoscas cual truenos de sangre fuerte vestidas.

Las ramas de los granados, en sus igníferas frondas,

esquilas de fuego bate -flores de lívidos lomos-;

y cada obtusa morera, bajo las hojas redondas,

sus moras azucaradas madura en grávidos pomos.

Los trigos tejen en oro versos que empiezan su urdimbre

con altas letras mayúsculas de espigas en muchedumbre.

Sus platas echa en el céfiro de los canarios el timbre...

Su bronco perfil irrita de luz ferviente la cumbre...

Palomos y flor de acacias iluminando los cielos.

Desflore de azahar... Sarmientos verdes rizando las parras.

Regatos, azarbes, fuentes... cuerdas de sol en los suelos

que fingen con las clavijas de las palmeras guitarras...

Adentro de las viviendas de los heroicos huertanos,

por vías de cañas, como pequeños trenes de luces,

avanzan con sus vagones de hilo sutil los gusanos;

y afuera los lirios tienen forma gentil de arcaduces.

Y toda la extensión regia de la huertana llanura,

debajo de la calina, como un cristal de agua inquieta,

palpita en un arrebato de abrumadora hermosura

y allá contra los encajes del horizonte se aprieta.

¡Romántico bardo, presto! ¡Ven a la tierra asombrosa

que en medio de sus naranjos miró tu infancia perdida!...

Y en ella serán tus sueños igual que aquellos de rosa;

y en ella, tal como entonces, será sabrosa tu vida.

¡Ven presto, trovador dulce! ¡Que al ver tu tierra de encanto,

el gozo asirá tu pecho con el temblor de su zarpa,

e igual que un palmar en donde cae de agua espesa un gran llanto,

sonora, bajo tus dedos, dará sus trinos tu arpa!


Orihuela, abril, 1931

[79]

Todos los ocasos,

cuando entre el atajo llevo a los apriscos

muy lentos mis pasos,

oigo unos cantares medio berberiscos.

Oigo unas canciones

dulces, dulces, dulces cual la cañaduz,

mientras a lo lejos unos azadones,

al mascar la tierra, dan truenos de luz.

El sonoro aliento,

exhalando apenas,

escucho las coplas que parten al viento

de melancolías y ternuras llenas.

Y desde el camino,

miro el punto donde nacen los cantares:

es al pie de un pino

y detrás de unos huecos cañares.

Allí, tras un mulo de cascabelero

collar, que una noria guía jadeante

entre los gemidos del combo madero

y los gritos del agua brillante,

que los cangilones

-o los arcaduces-

sueltan en sonoros y gruesos renglones

cual una maravillosa poesía de luces,

una zagalilla que pingajos viste,

de ojos negros, cruza

ondulosa y triste

como la doliente canción andaluza.

Es la que a la brisa las coplas dispara;

es la que, entre tanto que un trigal se riega,

como si llorara,

canta: «¡Vení tuícas, aves de mi vega!»,

mientras en su mano cruje un latiguillo

que hace que la muía trote con más gozo

y en sus ojos de llantos hay brillo

y su pecho sacude un sollozo...

Cuando ya mi mirada la pierde,

cuando ya voy lejos

y los correntales de la huerta verde

toman del crepúsculo los rojos reflejos,

aún escucho su copla cual queja

que me trae la sutil brisa alada,

hasta que es un zumbido de abeja,

un trino, unas notas, un suspiro, nada...

Entonces, mis pasos más prestos guiando

por el caminico picado de huellas,

que en sus nieves se queda mirando

los nacientes luceros y estrellas,

mientras a mi lado con bulla retoza

un recentalillo de gracias resumen,

exclamó: ¡bendita, bendita la moza

que con sus cantares exalta mi numen!


[80]

La palmera levantina,

la columna que camina.

La palmera...

La palmera levantina,

la que otea la marina,

la mediterránea era.

La palmera levantina,

la que atrapa la primera

ráfaga de primavera,

la primera golondrina.

La señora de paisajes.

La que araña a los luceros

y se ciñe los encajes

de las nubes, cual turbantes, a los zancos datileros.

El magnífico incensario

que se mece solitario

al final de una colina,

contra azul extraordinario...

¡La palmera levantina!

La que arranca

la primer hebra de luces

a la aurora blanca.

La que brinda sol en grano al verderol.

La que arrójase de bruces

contra el Sol.

La que encuna

al arcángel de la luna.

La que escalan los palmeros,

que le arrancan sus macizos lagrimones

entre risas y canciones

y jilgueros;

aunque a veces se hacen llantos

risas y cantos,

cuando de un violento viento

sacudidos estos árboles tornátiles

echan todo el firmamento:

aves, palmas, hombres, dátiles.

La palmera levantina,

lo primero que ve el ojo marinero

de los mares de Levante.

¡La palmera de Alicante!

Vedla, fina,

palpitar en el confín.

Vedla, presa, en la retina

de Azorín.

Contempladla entre los ojos

rojos de belleza, rojos

de crepúsculo y pena de Miró:

del amante de las horas soleadas de las siestas,

de los corpus campesinos, de las fiestas

aldeanas

olorosas a cosechas y a campanas,

del que adoro tanto yo.

Vedla hecha largas varas

ante aras

en los templos, recordando que el Rabí a Jerusalén

fue triunfante en un pollino.

Contempladla suspirando por el pino

del amargo Enrique Heine.

Como manos compañeras,

al dejar mis anchos valles virgilianos

y marchar de una mentira bella en pos,

como manos,

desde fondos de horizontes y colinas

me dijeron las palmeras

levantinas:

«¡Adiós!».


[81]

De la noche en las sombras la prendió bandolera

una mano que envidias en su espíritu escarba;

y la lumbre, brillando con furores de parva,

bajo el sol agosteño, se propaga ligera.

El triángulo agudo de la choza altanera

se hace atroz mariposa de oro hendiendo la larva;

se hace, echada a los vientos, un torrente de barba

cuando todas las ciscas son incendio de hoguera.

Cuando todas las cañas son antorcha gigante

que ilumina los montes, que ilumina los cielos,

los naranjos fruteros, el palmar mayestático

y el huertano sombrío, que no mucho distante,

ve morir en las llamas a los seis rapazuelos

y la esposa y los bueyes con un gesto dramático.


[82]

Amigo, cuando pienso en tu lejana

figura, te recuerdo en tu balcón,

con un lado de faz en la mañana

y otro en la habitación.

Tu mirada magnífica y caliente

(de tan caliente parece que quema)

desciende sobre un libro. Espesamente

suena tu voz recitando un poema.

Tu tez atardecida, lo está más

bajo el sol que se vuelca en ti con brío,

y, como de ella misma, por detrás

de la frente, te brota, tierno, el río.


[83]

Camino por el sendero,

y en el ocaso que arde

sin fuerza, busco el lucero

solitario de la tarde.

(En el ocaso un celaje

tiene relumbres prismáticos.

.. .Orquestado está el paisaje

de ocultos grillos asmáticos.)

Busco el lucero... Pasea

mi mirada la amplia altura...

(Una nube fantasea

la pompa de su figura.)

Busco el lucero... (En otero

la esquila de un hato late.)

Busco... ¡Oh, júbilo!... El lucero

en el azul disparate.


[84]

Aquel tajo cerril de la montaña,

el campesino y yo

tenemos por reloj:

la una es un barranco,

otro las dos;

las tres, las cuatro, otros;

la aguja es la gran sombra

de un peñasco que brota con pasión;

la esfera, todo el monte;

el tic-tac, la canción

de las cigarras bárbaras,

y la cuerda la luz... ¡Espléndido reloj!

¡Pero solo señala puntualmente

las horas, en los días que hace sol!


[85]

Para oler unos claveles,

este muchacho de hinojos.

Tiros de grana. El olor

pone sus extremos rojos.

Para oler unos azahares,

este muchacho con zancos.

Espuma en cruz. El olor

pone sus extremos blancos.

Para oler unas raíces,

tendido el muchacho este.

Uñas de tierra. El olor

lo pone todo celeste.


[86]

Oliendo a ciprés pasó...

Se hundió oliendo a penas suaves.

Y el Mar dijo al Campo: ¿Sabes?

¡Ha muerto Gabriel Miró!

Del Campo se alzó un clamor,

se agitó todo, y: ¿Es cierto

      ¡AY!

que he perdido, que se ha muerto

      ¡AY!

mi más grande ruiseñor?...

Aquel que con mis senderos

andaba bajo mis siestas.

Aquel de mis dulces puestas

de sol y de mis luceros.

Aquel del paisaje, ¡mío!,

que sintió mi primavera

y mi estío cual si fuera

árbol, ave, brisa, río.

Aquel que con tanto amor

pulió mi hermosura... ¿Es cierto

      ¡AY!

que he perdido, que se ha muerto

      ¡AY... YAY!

mi más grande ruiseñor?

¡Sí!, dijo el Azul Esquivo;

ha muerto ya el Ojo Claro.

El de mi Playa y mi Faro,

y de mi Barlovento Vivo.

El de mis aves de espuma

y mis cipreses andantes;

mi sal con falda y volantes

y el sol de mi luna suma.

-¡Ha muerto!... Cuando al lucero

de limón los ruiseñores

bajan, haciendo primores,

por un undoso sendero.

Cuando la coronación

del ganado se realiza,

y va la espiga pajiza

y huelo a mi corazón.

¡Viento! ¡Ciego de las rosas!

Anda horizonte adelante,

y dile a todo Levante

que ha muerto el Señor de las prosas.

Cruza las canas aldeas

por donde Sigüenza iba.

Márchate montaña arriba,

y a todo el pastor que veas

di que ha muerto el hombre aquel

de ojo triste y vida rara

que con ellos platicara

a un son de esquila y rabel.

Corre sobre todo a «Oleza»...

Ya que su paisaje verde

su más preciosa ave pierde

¡que se muera de tristeza!

Que doble a muerto «Jesús».

Y las campanas del lado

del huerto de aquel Prelado

todo de miel y de pus.

Que en medio del vocerío

de torres palomariegas

se escuche un plañir de vegas

y unos sollozos de río.

... Oliendo a ciprés pasó...

Se hundió oliendo a penas suaves.

Y el Mar dijo al Campo: ¿Sabes?

¡Ha muerto Gabriel Miró!


[87]

Puestos los labios en la flauta melodiosa

con que el bicorne Pan a tocar le enseñara,

va Dafnis por el monte en una tarde rosa

toda de golondrinas, de azul y de luz clara.

Como un hilo de dátiles sonante e invisible

fluye del instrumento. Las cegadas pupilas

del pastorcillo músico, con tristeza indecible,

miran sin ver el hato que mecen las esquilas.

... A tientas por los riscos, va llorando con ellas...

(La tarde muere con un sol sin mancha y grande.)

Su armonía nostálgica por el aura se expande.

De pronto: en una sima cae.

Salen las estrellas,

al ver, horrorizadas.

Y en praderas y alcores

se oye llorar corderos, luceros y pastores.


[88]

Por un arroyo de cielo

hasta mi oído

vienen ronzando

los quejidos

de una siringa;

tiene el son mismo

de la mía, que de arañas

estará allí en el aprisco...

¡Tan melodiosa! ¡Tan clara!

Toda la mañana miro

para ver al que la estrega

sobre el labio adormecido...

Es una senda de sol,

lejos, me veo a mí mismo,

que estoy en una calleja

húmeda con frío.


[89]

El afilador

afila aristas de luna y sol,

sobre una piedra que expele estrellas.

El afilador

que sopla una

siringa toda melancolía,

tal la del pastor:

la mía.


[90]

La luna casi ordeñada

por la noche; por mi mano

ordeñada la manada.

Sobre las tejas rotundas

el alba henchida de leche,

la noche vacía de luna.

El aprisco con esquilas,

y remulgos y balidos:

¡toda una vaharada idílica!

Un lucero entre mis ojos

y en la intimidad del agua

maravillada del pozo.

En un cercano naranjo

y en una torre cercana

eólica brisa y trinados.

Sobre el tejado volcada

una riada de cielo

con nubes podridas de alba.

Y, como un velo de novia

arrugado, la ordeñada

leche en el cubo, espumosa.


[91]

Como lenguas de perros jadeantes,

rojas las sombras del árbol se alargan

por la grama del valle.

Solo un sorbo de luz queda en la copa

ensangrentada del triste crepúsculo;

la noche ya hila sombras.

El lucero del Véspero el azur

no horada aún con sus clavos de fuego...

(Y este apostrofe lanza el pastor en las soledades

campesinas.)

«¡Lucero, abre tu luz!

Estalla, trueno mudo, contra el éter,

y muéstrame con tu luz amorosa

la veredita verde.

Que no tropiece mi hato con obstáculos,

y en las esquilas conduzca, oro dentro

y tu plata en los labios.

Que no rocen mi frente las membranas

de los murciélagos que van corrigiendo

cada instante su marcha.

Que te vea posado en el sosiego

del recoveco de un río zumbón

como un sapo de fuego.

Que sobre la espadaña de mi aldea

-una tremenda mazorca de sol-

hiles, araña inmensa.

¡Abre tu luz lucero cristalino!»...

Sobre la frente del negro horizonte

cuelga un blanco latido.


[92]

Mira hermano, en nuestro valle

se me perdieron dos lágrimas...

¡las más grandes que tenía!

y yo no puedo buscarlas.

Mira hermano, corre al valle

y búscalas en las granas...

No vayas a confundirlas

con el mijo de la escarcha:

mis lágrimas son más puras

y amargas que las del alba.

Tal vez por ser muy espesas

se han convertido en luciérnagas.

A estrellitas se metieron

tal vez por ser muy ingrávidas...

Búscalas de todos modos,

y, cuando las halles, guárdalas

en dos cajitas, hermano,

como para niñas, blancas.


[93]

Morena zíngara,

por un cacho de pan y unas

gotas de leche, me dijiste

tu buenaventura,

en aquella carretera

soleada y desnuda

como tu faz y tu cuello:

yo iba ensayando armonías

en mi cornamusa

y tú, tras tu caravana

ladrona y errabunda:

tomaste mi mano

brusca

vestida de sol y polvo

entre las débiles tuyas;

pusiste en ella más cruces

que tiene un campo de tumbas,

y entre los sonidos

de tu pandereta ruda

que andrajos de ocaso rojo

y rebanadas de luna

arrastraba al sonar por el viento

de calina y lujuria,

salmodiaste zalamera

oraciones proféticas y agudas

como cipreses;

los cirros que la anchura

de frente helena

rajan con sus negruras

y tus trenzas -dos raíces

de la noche que a tu nuca

se incrustan- tembloreaban

brillantes de la cruda

luz del sol.

Luego te marchaste halduda

y estrellados de lunares

los flancos de suave curva.


Hoy torno a encontrarte zíngara

pero no en la carretera

desnuda y con sol: hoy te hallo

en una calle severa

de una ciudad donde no

cae en la noche una estrella

ni en el día el sol; lejana

aquella

carretera asolada esta; lejana

la esencia

caliente que se aspiraba

entre la calina espesa...

¿Por dónde llegaste zíngara

a esta ciudad? ¿Qué vereda

seguiste? ¿La que yo, la

pedregosa y férrea:

esa cuyas venas fulgen

dos retorcidas culebras?...

¿Para qué viniste? ¿Para

lo que yo? ¿Para de pena

y de nostalgia velar

tu belleza?...

La buenaventura: dímela

zíngara morena;

toma mi mano

que es un puño de tinieblas

y dime si tornaré

a verte en la carretera

lejana un cercano día,

yendo tú tras tu viajera

caravana y yo soplando

en mi siringa pastorelas.


[94]

La tierra, recién parida,

pide descanso. Trasciende

a frutos reblandecidos

de viejos, a surco, leche

y raíces.

Brota el vello

de la enana grama débil

-sabroso pasto de ovejas-,

en su desgarrado vientre.

Aún se ven los higos últimos

sobre las higueras verdes,

con su solo ojo, cegado

por cristalizadas mieles.

En los granados aún brillan

las risas iridiscentes

de las pomas cuyas flores

tardarán más en romperse.

Los amorosos membrillos,

entre hojas opalescentes,

tras una pelusa de oro,

aún muestran sus palideces.

Aún racimos, empolvados,

de las largas vides penden,

y embigotan sus mazorcas

los maizales bienolientes.

Mas, mañana, cuando el alba

con sus deditos de nieve

quite el sudor del rocío

de su despaciosa frente,

habrá desaparecido

todo en las frondas murientes.

Tan solo le queda el grano

de un día al dulce septiembre.

Las noches son largas, largas,

los días son breves, breves.

Nubes lluviosas entornan

los medios días silentes,

y los crepúsculos que eran

poco ha de adolescente

oro, violetas se tornan

y ensangrentados fenecen.

Viene tardío el primer

lucero a pastar celestes

hierbas azules. Los montes

peplos de nieblas se prenden.

Se alza temprana y rojiza

la polimorfa Selene.

Empalidecen las hojas,

y Pan, tapando los siete

agujeros de su flauta,

por los boscajes se pierde,

porque el eolio carrillo

inflarse enérgico siente.

... La tierra parida pide

larga descanso. No quieren

los infatigables rústicos

otorgárselo ni breve:

detrás de la primer lluvia

le alzan el refajo verde

de las gramas, mil matrices

de largos surcos abriéndole,

y de nuevo la fecundan

con la menuda simiente.


[95]

Pronto llegará el día que partiré. En mi Arcadia,

donde continuamente tan musical irradia

la voz de mi siringa sobre la voz del viento,

se oirá como un suspiro que acabará en lamento.

Lo lanzará en sus Hondas boscosas la floresta,

que aurísona protege mis sueños en la siesta.

Lo lanzarán los árboles de la margen del río

y los espesos huertos porque me descarrío

para observar los nidos de las aves, su vuelo,

y arrancarle sus lágrimas gomosas al ciruelo.

Lo lanzará la murria de cristal del regato

en cuyas ondas calma su ardiente sed el hato,

y todo el valle, que no quiere que extinga

la voz del magno mirlo mago de mi siringa.

Y partiré. Y ya nunca -ya nunca, lo presiento-,

sobre mi asoleada frente el genio del viento

agitará su azul y larga cabellera,

llevada por la plúmea bandada pasajera

como un haz invisible de armoniosas rimas

fragantes a rosales, a naranjas y a limas.

Las albas no abrirán ante mis ojos claros,

como pavos-reales de altos plumajes raros,

sus grandes abanicos con el borde de rosa.

El sol no elevará su redondez radiosa

húmeda de neblinas por sobre las montañas.

Los labios del panida no rozarán las cañas

de su instrumento, oculto bajo la fronda umbría,

para arrancarle idílicos tesoros de armonía

como en mis apacibles horas de pastoreo.

No arará el azul llano, bajo el que me asoleo,

la nube silenciosa, pomposa y argentina

que a hundirse va gloriosa detrás de esa colina...

Se marchará el camino fino, de polvo rancio,

sin llevarme en su lomo rendido de cansancio.

Y las esquilas claras, claras y musicales

del hato, ante crepúsculos igual que boreales

auroras de hermosísimos, no darán su temblor

lastimero cuando abra la estrella de pastor

sus párpados de luengas y rizosas pestañas

que me hacen decir cosas melifluas y extrañas.

¡Mirad bien, ojos míos; mirad bien y de prisa

este valle que ha oído tantas veces mi risa,

y mi voz, y mi llanto, y el silbo de mi honda

y el sinfónico escándalo de mi siringa blonda!...

¡Mirad, porque ya nunca -ya nunca, lo presiento-,

volveréis a ver más bajo este firmamento

siempre envuelto en un terso, desmesurado

de lazulita, tras la hora del viaje,

el sabroso paraje porque aún libre giro

que exhalará un lamento comenzado suspiro.


[96]

¡Rómpeme y échame a un regato viajero!

Quiero no existir más al marcharte. No quiero

quedarme en un rincón oscuro del aprisco

acordándome de tantas cosas... Del risco

ese desde el cual miras, en los atardeceres,

cuando el ave y el rústico acaban sus quehaceres,

el cielo, enrojecido como la millonada

joyante de los granos de una agria granada;

las cumbres, sofocadas de luces ulteriores,

las sendas solitarias, el río, los alcores

y el valle, descarriado bajo una sombra honda

por cuyas espesuras sube a veces, redonda

y sigilosa, la blancura lunar como

la pechuga de un cisne o el ala de un palomo.

No quiero recordar estos puros momentos

de la mañana en que tu oreja los conceptos

sutiles, que la flauta pánica y Filomena,

forman bajo las frondas donde la abeja vuela,

oye; ni la dorada hora del resistero

cuando, mientras tú sueñas contra mi vientre cabrero

por cuyas gruesas venas corre precipitada

hacia la ubre la leche espesa y nevada

-se oye el ruido dulcísimo de la carrera pura-

que la cabra rumiando hace en la dentadura,

yo, a tus pies, sobre el césped, escucho la sonata

de la cigarra que hace que todo el valle a plata

suene, y la batahola que forma el gorrión

volando de uno a otro arbusto juguetón.

No quiero recordar el sendero de blando

polvo, cuando a la tarde, tus dos brazos colgando

en mí sobre los hombros, ves los astros salir

-primero los luceros- al inmenso zafir:

- es la sombra que viene una esponja morada

y el cielo es una vieja cristalera, empolvada

de polvo azul; pasada aquella sobre esta

deja ver los millones de luces de la fiesta

celeste en su apogeo grandiosamente eterno-.

No me quiero acordar del sempiterno y tierno

ritmo de tu siringa que por mi curva arroja

su voz y todo de melodía lo moja.

Ni del sol... Ni del alba... Ni del profuso hato...

«¡Pastor, rómpeme y échame a un trovero regato!».

Así, con su voz muda, me ha dicho esta mañana,

aún jovencito el sol y muda la campana

del adormido valle, el buen cayado mío.

... Y ha temblado en el césped más, mucho más rocío.


[97]

Ayer me daba pesar

verme entre tantas auroras...

¡Ay! Y hoy no me veo en ninguna

y lloro entre tanta sombra.

Ayer me daba pesar

oír las voces queridas...

¡Ay! Y hoy que no las escucho...

¿Cuánto te oiré madrecita?


[98]

Ahora veo el Mediterráneo,

ya una ladera baladora y convulsa

con instables pitas y lácteas...

Ahora veo el Mediterráneo,

ya imitador imprudente de un huerto verde

con magnolias entre holandas...

Ahora veo el Mediterráneo,

ya una persiana azul

próspera de navajas de bronca...

Ahora veo el Mediterráneo,

ya un candil desalumbrado

con lucecitas góticas.


[99]

Si bien medida talla de la altura,

mal diente de turrón del de avellana,

surtes tu lentitud de arquitectura:

con tus vaivenes, torre, de campana,

galeota amarrada a una cadena,

se broncea tu viento o agitana.

Pichones de blancor, desencadena,

por ver si se te aclara, aunque en anillos,

el magnolio al mirar tu tez morena.

¡Ciudad de los picudos amarillos

y las esquinas decoradas, ¡cuántas!,

de ángeles desalados y salcillos!

Se ahorcan por detrás de tus gargantas,

en arrope trenzado a lo cohete,

si movimiento azul, rosas gigantas.

Boca que ríe, boca que comete

navajas de azucenas, con objeto

de hacer la propaganda de Albacete.

A la orilla del trémulo sujeto,

zapatean pimiento los molinos,

si en bis su doble faz ve ojo coqueto.

Estregando su voz con sus vecinos,

hasta el puente va el agua donde salta

a la comba dos saltos argentinos.

Rueda a la Vega Baja de la Alta,

esta tribulación como de abeja

que se atiene a libar la flor que esmalta.

Fábricas ve de hierbas circunfleja,

y con la cruz a cuestas, cada una

al Jesús agobiado se semeja.

Dentro de esa mansión casi ninguna,

duerme la seda a veces y despierta,

refresca la tinaja, el buey se luna.

Ahorcada está la tórtola en la puerta,

esperando cantar, sudando fuente,

sobre la boca, como un arco, abierta.

El arácnido largo, claustro, puente,

el aire en huso hila, y va la noria

reloj despertador por la corriente.

El naranjo, en su fiel, pompa notoria,

ayudas de madera solicita,

para poder llevar toda su gloria.

Y con su colmillar de anclas la pita,

si el alambre dentado no es, a espada

deseos de restar mundos evita.

Ciudad episcopal, Murcia prelada;

laberinto que en ti mismo te pierdes;

hoy va en cruz por tus rejas mi mirada,

bajo el abril de tus persianas verdes.


[100]

Los tejados circunflejos,

de hierba borde y de limos...

Un tejado de racimos,

azulados y bermejos,

pone visera a la puerta,

donde oro una mazorca

cría y un agua se ahorca

negándose a ver la huerta.

El pozo, con relicarios

al margen de limoneros,

multiplica en sus veneros

un delirio de canarios.

Al lado, un gallo de sumas

pompas, con guerrero ardor,

libra batallas de amor

hollando campos de plumas.

Con dos paisajes, en cada

ojo uno, el buey ensueña

en el establo, o se ordeña

su frente semilunada.

El rústico, en el umbral,

mira qué bien presa queda

dentro de un dátil de seda

la luz que come moral.

E impedida de cañedo

pasa cerca su agua el río,

que flaco a veces da frío,

y tristeza y grueso miedo.