Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

  —81→  

ArribaAbajoMemorial de un testigo (1966)

  —[82]→     —83→  


ArribaAbajoMemorial de un testigo


I

ArribaAbajo Cuando Juan Sebastián comenzó a escribir la Cantata del café,
yo estaba allí:
llevaba sobre sus hombros, con la punta de los dedos,
el compás de la zarabanda.

Un poco antes,
cuando el siñorino Rafael subió a pintar las cameratas vaticanas
alguien que era yo le alcanzaba un poquito de blanco sonoro bermejo,
y otras gotas de azul virginal, mezclando y atenuando,
hasta poner entre ambos en la pared el sol parido otra vez,
como el huevo de una gallina alimentada con azul de Metilene.

¿Y quién le sostenía el candelabro a Mozart,
cuando simboliteaba (con la lengua entre los dientecillos de ratón)
los misterios de la Flauta y el dale que dale al Pajarero y a la Papagina?
¿Quién, con la otra mano, le tendía un alón de pollo y un vasito de vino?
Pero si también yo estaba allí, en el Allí de un Espacio escribible con mayúsculas,
en el instante en que el Señor Consejero mojaba la pluma de ganso egandino,
—84→
y tras, tras, ponía en la hojita blanda (que yo iba secando con acedera meticulosamente)
Elegía de Marienbad, amén de sus lágrimas.

Y también allí, haciendo el palafrenero,
cuando hubo que tomar de las bridas al caballo del Corso
y echar a correr Waterloo abajo. Y allí de prisa, un tantito más lejos, yo estaba
junto a un hombre pomuloso y triste, feo más bien y no demasiado claro,
quien se levantó como un espantapájaros en medio de un cementerio, y se arrancó diciendo:
Four score and seven years ago.
Y era yo además quien, jadeante, venía (un tierno gamo de ébano corre por las orillas de Manajata)
de haber dejado en la puerta de un hombre castamente erótico como el agua,
llamado Walterio, Walterio Whitman, si no olvido,
una cesta de naranjas y unos repollos morados para su caldo,
envío secretísimo de una tía suya, cuyo rígido esposo no consentía tratos
con el poco decente gigantón oloroso a colonia.


II

Ya antes en todo tiempo yo había participado mucho. Estuve presente
(sirviendo copazas de licor, moviendo cortinajes, entregando almohadones, cierto, pero estuve presente),
en la conversación primera de Cayo Julio con la Reina del Nilo:
una obra de arte, os lo digo, una deliciosa anticipación del psicoanálisis y de la radioactividad.

La reina llevaba cubierta de velos rojos su túnica amarilla,
y el romano exhibía en cada uno de sus dedos un topacio descomunal, homenaje frustrado
a los ojos de la Asombrosa Señora. ¿Quién, quién pudo engañarle
a él, tan sagaz, mintiéndole el color de aquellos ojos?
—85→

Nosotros en la intimidad la decíamos Ojito de Perdiz y Carita de Tucán,
pero en público la mencionábamos reverentemente como Hija del Sol y Señora del Nilo,
y conocíamos el secreto de aquellos ojos, que se abrían grises con el albor de la mañana,
y verdecían lentamente con el atardecer.


III

Luego bajé a saltos las escaleras del tiempo, o las subí, ¡quién sabe!
para ayudar un día a ponerse los rojos calzones al Rey Sol en persona,
(la música de Lalande nos permitía bailar mientras trabajábamos):
y fui yo quien en Yuste sirvió su primera sopita de ajos al Rey,
ya tenía la boca sumida, y le daba cierto trabajo masticar el pan,
y entré luego al cementerio para acompañar los restos de Monsieur Blas Pascal,
que se iba solo, efectivamente solo, pues nadie murió con él ni muere con nadie.
¡Ay las cosas que he visto sirviendo de distracción al hombre y engañándole sobre su destino!
Un día, dejadme recordar, vi a Fra Angélico descubrir la luz de cien mil watios,
y escuché a Schubert en persona, canturreando en su cuarto la Bella Molinera.

No sé si antes o después o siempre o nunca, pero yo estaba allí, asomado a todo
y todo se me confunde en la memoria, todo ha sido lo mismo:
un muerto al final, un adiós, unas cenizas revoladas, ¡pero no un olvido!
porque hubo testigos, y habrá testigos, y si no es el hombre será el cielo quien recuerde siempre
que ha pasado un rumoroso cortejo, lleno de vestimentas y sonatas, lleno de esperanzas
y rehuyendo el temor: siempre habrá un testigo que verá convertirse en columnilla de humo
lo que fue una meditación o una sinfonía, y siempre renaciendo.
—86→


IV

Yo estuve allí,
alcanzándole su roja peluca a Antonio Vivaldi cuando se disponía a cantar el Dixit,
yo estuve allí, afilando los lápices de Mister Isaac Newton, el de los números como patitas de mosca,
y unos días después fui el atribulado espectador de aquel médico candoroso
que intentaba levantar una muralla entre el ceñudo portaestandarte Cristóbal Rilke
y la muerte que él, dignamente, se había celosamente preparado.

Sobre los hombros de Juan Sebastián,
con la punta de los dedos, yo llevaba el compás de la zarabanda. Y no olvido nada,
guardo memoria de cada uno de los trajes de fiesta del Duque de Gandía, pero de éstos,
de estos rojos tulipanes punteaditos de oro, de estos tulipanes que adornan mi ventana,
Ya no sé si me fueron regalados por Cristina de Suecia, o por Eleonora Duse.




ArribaAbajoRapsodia para el baile flamenco

ArribaAbajo Dialogar con la muerte es la hermosa imprudencia
de quienes aprenden a cantar desde la cuna al borde del abismo.
El canto y la danza también pueden ser fervorosos rituales de la desesperanza,
escuelas de lo terrible pobladas de una infancia hipnotizadas por los ojos de la madre,
los ojos de una fascinada mujer que a su vez viene rodando por los siglos,
con su encantamiento amarrado a la cintura, y quiere arrojarlo de sí,
—87→
con palmas, con gemidos, con arranques de un fuego que prende
otro fuego más hondo, para evitar el imperio de la ceniza en el alma,
y levantar la sangre hasta los rostros de los santos de papel.
La danza puede ser el idioma perdido de unos dioses,
la señal arrojada a la noche desde un faro hundido en el infierno,
la invitación a rugir de protesta y de odio contra el acabamiento humano,
la llamada al disfrute de placeres absolutamente baldíos, pero gratos por ello,
la plegaría burlona ante ídolos que perdieron todo su poder,
y son ahora piedrecillas azotadas por la danza.
Ese canto que viene de más allá de las entrañas,
este canto aprendido junto al muro de los cementerios,
este canto guardado entre sus vísceras por los errantes hijos de David,
este disfraz del llanto de las sinagogas, que lleva siglos resonando,
este canto hecho de milenios de mendicidad, de pavor y de adulterios,
este lamento que es un río de belleza y de sangre vertida por el amor prohibido,
este canto que es un hombre en fuga, un criminal acorralado,
un violador de niñas a la sombra del nardo, alguien
a quien el destino persigue con sus perros más feroces,
este canto y esta danza, hermanos gemelos de la muerte,
hijos de la calavera, sonidos del bailete que el diablo ensaya todos los días
a las puertas del cielo,
esta danza y este canto, esta belleza golpeadora en el bajo vientre, estas
victorias, elevan al hombre hasta más allá del glorioso desdén por la muerte, lo mantean.
como a un polichinela humanizado por el impuro amor a la hetairas,
y esparcen y derraman la blanca sangre de la fecundación,
y al final lo entregan rendido a la orgullosa posesión del vacío;
esta danza y este canto, estas alucinaciones, estos esqueletos de carnosas grupas,
por los siglos, estos misteriosos gatos egipcios que saltan entre los brazos en arco y muerden la cintura
—88→
de los bailarines, estas agrias flechas de lascivia contra el San Sebastián
que las contempla, este aquelarre ardiendo entre los muslos, y a la postre,
después de los altos himnos paganos a la carne, después del rostro contraído por el
miedo a la muerte, después de la pasión crispada y anhelante, del llanto denunciado
en las tenebrosas guitarras, esta danza y este canto se pierden en el vientre
de la noche, vuelan hacia los recónditos cementerios, y agazapados quedan; este canto
y esta danza, hasta mañana, hasta mañana otra vez, hasta siempre y más siempre, hasta mañana.




ArribaAbajoCuando los niños hacen un muñeco de nieve

ArribaAbajo Cuando los niños hacen un muñeco de nieve,
Ellos no saben que juegan a Dios,
Autorizados por Dios.

Desde el seno de la cellisca sonríe el Señor,
Y aporta nuevos ramos de nieve, más blanca a cada instante,
Para hacer los brazos del ente, las orejas, la frente
De ese muñeco que acaba por erguirse en la vastedad de la nieve,
Igual que un hombre sale de las manos de Dios.

Cuando los niños hacen un muñeco de nieve,
Una vez satisfechos y plenos como el mismo
Padre de todas las criaturas,
Lo abandonan gentiles a su nuevo destino,
Y queda sorprendido de ser para siempre una sombra arrojada a la nieve,
Aquel a quien los niños dejan como un centinela perdido en el desierto.

  —89→  


ArribaAbajoPalabras de Paolo al hechicero

Ma se a conoscer la prima radice del nostro amor tu hai cotanto affetto...


DANTE, Inferno, C. V.                



ArribaAbajo No hay para nosotros una marcha nupcial,
Ni muestran una alianza de oro nuestras manos.
Nosotros reunimos nuestras soledades desautorizadamente,
Pero sabemos que Dios tiene una respuesta para todo.

No podemos mirar en derredor para pedir clemencia,
Ni hemos de esperar nunca una señal de consuelo.
Con nuestras manos desnudas, manos sin alianzas,
Llamaremos directamente a la puerta de Dios,
Contemplando en la alta noche ese fulgor de las estrellas
Que no preguntan por el cuerpo de quien las mira,
Sino que vibran sólo al sentirse golpeadas por un alma,
Por un alma que pide socorro contra la hostilidad de los hombres.

No podemos mirar en torno: nadie ha de perdonarnos.
Ninguna mano humana acariciará nuestra extraña herida
(Esa herida que Dios mismo tiene que haber hecho).
Solo podemos tú y yo acompañarnos valerosamente,
Y ser yo el castillo donde refugies en la tierra tu soledad,
Y ser tú para mí el amparo que halla en medio del bosque
El ciervo sin cesar acosado por el furor de la jauría.

No hay un himno nupcial para nosotros: somos el espejo de la nada.
Pero yo escucho en torno nuestro toda la música del cielo,
Y cuando estamos tú y yo ofrecidos en nuestra miseria a Dios,
Cuando interrogamos con nuestro sufrimiento al creador de toda herida,
A la luz de todo misterio, a la clave de todo jeroglífico,
Nos bendice desde las últimas estrellas la música celeste,
Y comprendo que sólo Él puede perdonarnos, porque sólo Él nos ama
Y nos comprende, ya que nos ha creado como abismo y misterio, también para su gloria.

  —90→  


ArribaAbajoPara Berenice, canciones apacibles



I

El amor y el tiempo




ArribaAbajoEl tiempo junto a ti no tiene horas,
ni días, ni minutos;
es un tiempo que ilumina y llena la memoria,
y la ocupa entera,
como ocupa y llena la extensión de los cielos
el diminuto corazón de cada estrella.

El tiempo junto a ti no tiene horas,
me anticipa, ¡quién sabe!,
las playas que algún día conoceremos
con el radiante nombre de eternidad,
las playas donde el tiempo no ha perdido su luz,
donde no es hábito ni costumbre,
sino memoria pura.

A veces tu recuerdo me hace daño
como un alfiler clavado en la palma de la mano.
Pero me das el tiempo intemporal, lo eterno,
el olvido del mundo y de esas horas
que me van empujando lentamente al vacío;
el tiempo que me das tiene su nombre:
solemne puede ser llamado Eternidad,
humilde puede ser llamado Amor,
pero a solas yo gusto de invocarlo con tu dulce nombre,
y decirle simplemente, ven a mi corazón,
porque te quiero.
—91→


II

La llave del corazón está en los ojos




La llave del corazón está en los ojos,
como la llave del árbol está en su raíz.
Aquellos largos ojos de Svengali,
que atravesaban muros y ciudades
en busca del corazón secreto de su Trilby,
son los ojos del siempre amor.
Pues la mirada
lleva en peso al cuerpo y lo transforma en alma,
y nada puede hacerla mentir; igual que el humo,
proviene de algún incendio de las entrañas,
y ha recorrido antes de aflorar sobre el rostro,
las selvas viscerales,
el rumor sombrío de las venas,
las inmensas aduanas de los huesos; y ha vencido
la noche interminable de la sangre: la mirada,
no puede mentir, trae a su espejo la cifra celestial
del demonio o del ángel, y los exactos retratos
del alma personal. Y en lo impalpable, en lo fugaz,
en el claro misterio revelado por el centellear de una mirada,
quedamos avisados de que la llave del corazón está en los ojos,
como está en la raíz la figuración del árbol.




ArribaAbajoMagnolias para Betina

ArribaAbajo El árbol de la magnolia parece un hombre mudo.
Está vuelto hacia sí, metido en su hondo adentro,
Y ni aún la luz más pura consigue que sonría.
—92→
La madera del barco de Caronte es negra y silenciosa
Madera de magnolio: solo al ser luna estremécese y vibra
El árbol para el cual no existen las estrellas.

Cuando una niña llamada Betina, niña sin brazos, tristísima Betina,
Eleva hacia el magnolio sus ojos pavoridos, sale de entre lo negro
Como una estrella espesa, como una mascarilla de alguna extinta rosa
La magnolia lunar; cae la magnolia
Sobre el rostro impasible de Betina, borra su llanto,
Y regresa hacia su soledad y su silencio el árbol del magnolio.




ArribaAbajoEl viento en Trieste decía

ArribaAbajoEl viento en Trieste decía tan extrañas canciones al amanecer,
que a nada temíamos tanto como al anuncio de que el alba llegaba.
Allí fuimos por una vez hijos felices de las tinieblas,
allí aprendimos a amar como si fuera la más hermosa luz
el rostro entero de la noche.

El viento en Trieste decía tales sufrimientos y horrores en lo alto,
que aprendíamos a desconfiar de las candorosas nubes,
y tomábamos por verdaderos centinelas de oscuras ceremonias
la antes cristalina bandada de aves blancas.

El viento,
el viento en Trieste abatía premeditadamente cuanto fuera hermoso,
y metidos en el último rincón de nuestros refugios sentíamos que el viento,
el viento bramador, el de la enajenada y espectral sinfonía,
hería, y estrujaba, y arrastraba gozosamente entre la inmundicia,
las vestiduras blanquísimas de los ángeles, los velos de la futura desposada,
los últimos depósitos de la sangre conservada como reliquia en el secreto del sagrario.
—93→
El viento en Trieste decía la pena de las estrellas,
la guerra incesante que hay allá, en las regiones donde nosotros
queríamos ver astros límpidos, armonía pautada en persona por Santa Cecilia,
paz del cielo.

El viento,
el viento en Trieste nos hacía desear como refugio la vida de la tierra,
la propia vida que nos habíamos empeñado en repudiar. El viento en Trieste decía
cuántos infiernos moran allá entre las estrellas, y nos hacía buena la tierra,
y del pecho se escapaban bendiciones cuando el viento rugía contra el sueño,
y nos daba sin tregua y sin consuelo
la inesperada enemistad del alba.




ArribaAbajoNocturno luminoso

Music I beard with you was more than music, and bread I broke with you was more than bread.


CONRAD AIKEN                



ArribaAbajo Como un mapa pintado de violento amarillo sobre una pared gris,
como una mariposa aparecida de súbito en medio de los niños en el aula,
inesperadamente así, cuando es más noche la noche de los ciegos extraviados en el laberinto,
puede aparecer de pronto una figura humana que sea como un cirio dulcemente encendido,
como el sol personal, o como el recuerdo de que hay también estrellas y hermosura,
y algo bello cantando todavía entre las viejas venas de la tierra.
Como un mapa o como una mariposa que se queda adherida en un espejo,
—94→
la dulce piel invade e ilumina las praderas oscuras del corazón;
inesperadamente así, como la centella o el árbol florecido,
esa piel luminosa es de pronto el adorno más bello de una vida,
es la respuesta pedida largamente a la impenetrable noche:
una llama de oro, un resplandor que vence a todo abismo,
un misterioso acompañamiento que impide la tristeza.

Como un mapa o como una mariposa así de simple es amar.
¡Adiós a las sombras, a los días ahogados de hastío, al girovagar la Nada!
Amar es ver en otra persona el cirio encendido, el sol manuable y personal
que nos toma de la mano como a un ciego perdido entre lo oscuro,
y va iluminándonos por el largo y tormentoso túnel de los días,
cada vez más radiante,
hasta que no vemos nada de lo tenebroso antiguo,
y todo es una música asentada, y un deleite callado,
excepcionalmente feliz y doloroso a un tiempo,
tan niño enajenado que no se atreve a abrir los ojos, ni a pronunciar una palabra,
por miedo a que la luz desaparezca, y ruede a tierra el cirio,
y todo vuelva a ser noche en derredor
la noche interminable de los ciegos.




ArribaAbajoNegros y gitanos vuelan por el cielo de Sevilla

ArribaAbajo La carita falsamente trágica del bailarín de flamenco
nos recuerda que en ciertos meses el cielo muestra sus mejores estrellas
para enseñarnos que no hay que hacerse demasiadas ilusiones.

Después de todo, nosotros, los espectadores, no somos culpables: ¿o lo somos?
Alguien, en algún sitio, ha echado a andar toda la maquinaria del gran baile,
—95→
y luego ha pretendido que seamos nosotros los responsables traspuntes y guitarras;
pero ese, ese que ahí arriba zapatea, y da rítmicos golpecitos contra el piso,
tacatac, tactac, tacataca, tacatac, tactac, tacata, ¡tac tacataca!,
ese, ¿a quién llama desesperadamente?

Gitanos y negros tienen lenguaje en el tacón,
lenguaje de hablar con sus dioses secretos, con sus bisabuelos
transformados en piel de tambor o en media luna de castañuelas.
Pero nosotros, los espectadores, los que fuimos invitados a la fuerza a sentarnos
aquí, en este incómodo teatro tan redondo, para ver esta representadísima representación
por la que tan caro se nos cobra la entrada a lo largo del tiempo, ¿qué culpa tenemos?

Es cierto que nos dan, de cuando en cuando, la espléndida vacuidad de la luna,
la vaca peregrinante por el cielo con sus ubres henchidas de una leche que ningún ángel quiere saborear:
es cierto el regalejo de tantas estrellas, cercanas y a un tiempo extraviadoras;
sí, nos dan la miel, dedalitos de alegría, y esa cosa elocuente del sol,
pero luego, luego viene la noche, siempre viene la noche, sale implacable
por todos los poros de la tierra dando gritos la noche, desnuda y hambrienta
la noche se echa encima de todo lo existente y lo hace íncubo y súcubo,
¡eh, rayos y truenos!, rompen su piel los gitanos y los negros, peleando
contra la noche siendo ellos mismos parte de la noche siendo noche,
en sus trajes, en sus voces, en sus taconeos tenaces contra el silencio de la noche,
pero la noche nochea la sangre de negros y gitanos, y la feria, la esperanza, ¡la feria!,
se hunde en el gemido de la noche, apaga sus pequeños soles y sus lunas de papel plateado,
como se apaga la cerilla hundida en el vaso de manzanilla,
—96→
la cerilla encendida en el altar por una prostituta,
y negros y gitanos lloran deshechos contra el sombrío imperio de la noche, taconeando,
taconeando tacatac inútil por hacer un alba donde hay un abismo, y ponen
negros y gitanos volando por el cielo de Sevilla un sol allí, de artificio,
donde solo hay en verdad la señal rencorosa de la noche devorante,
la victoriosa, coronada noche.




ArribaAbajoSilente compañero

(Pie para una foto de Rilke niño)




ArribaAbajo Parece que estoy solo,
diríase que soy una isla, un sordomudo, un estéril.
Parece que estoy solo, viudo de amor, errante,
pero llevo de la mano a un niño misterioso,
que a veces crece de repente, y es un soldado aherrojado,
o es un hombre mayor meditabundo, un huésped del reino de los lúcidos,
y se encoge luego, se recoge hasta devolverse a la niñez,
con sus ojos denominables arcano, con un látigo inútil, con su estupor,
y este niño retráctil me acompaña, y se llama Rainiero en ocasiones,
y en otras el Presente, y el Caballero Huérfano, y el Soldado sin Dormir Posible,
y comulga con el comunicado mundo de ultratumba,
y conoce el lenguaje de los que abandonaron, condenados, el cuerpo,
y pelean a alma limpia por convencer a Dios de que se ha equivocado,

Parece que estoy solo en medio de esta fría trampa del universo,
donde el peso de las estrellas, el imponderable peso de Ariadna,
es tan indiferente como el peso de la sangre,
o como el ciego fluir de la médula entre los huesos;
—97→
parece que estoy solo, viendo cómo a Dios le da lo mismo
que la vida tome en préstamo la envoltura de un hombre o la concha de un crustáceo,
viendo lleno de cólera que Pergolesi vive menos que la estólida tortuga,
y que este rayo de luz no quiere iluminar nada,
y el sol no sospecha siquiera que es nuestro segundo padre.

Parece que estoy solo, y este niño del látigo fláccido está junto a mí,
derramado como compañía su mirada sagaz, temerosa porque ha reconocido
el vacío futuro que le espera;
parece que estoy solo, y golpeándome el hombro está este niño,
este aislado de la multitud, lleno de piedad por ella,
que se inclina sobre el centro del misterio,
y golpea y maldice,
y hace estremecerse al barro y al arcángel,
porque es el Testimonio, el niño pródigo que trae la corona de espinas,
la verdad asfixiante del sordo y ciego cielo.

Cuando yo mismo sueño que estoy solo,
tiendo la mano para no ver el vacío,
y esta mano real, este concreto universo de la mano,
con destino en sí misma, inexorablemente creada para ser osamenta y ser polvo,
me rompe la soledad, y se aferra a la mano del niño, y partimos
hacia el bosque donde el Unicornio canta,
donde la pobre doncella se peina infinitamente,
mientras espera, y espera, y espera, y espera,
acompañada por las rotas soledades de otros seres,
conscientes del misterio, decididos a insistir en sus preguntas,
reacios a morir sin haber encontrado la clave de esta trampa.

Parece que estoy solo,
pero llevo en derredor un mundo de fantasmas,
de realidades enigmáticas como el pan y la silla,
y ya no siento asombro de llamarme Roberto o Antonio o Segismundo,
—98→
o de ser quizá un árbol a cuyo pie descansa un peregrino
en cuya mente vive como metáfora de su realidad la persona que soy;
pues sé que estoy aquí, realmente aquí, destruible pero ya irrevocable,
y si soy sueño, soy un sueño que ya no puede ser borrado;
y una lejana voz confirma todas las anticipaciones,
y alguien dice -¡no sé, no quiero oírlo!-
que de esta trampa ni Dios mismo puede librarnos,
que Dios también está cogido en la trampa, y no puede dejar de ser Dios,
porque la Creación cayó de sus manos al vacío,
tan perfecta y completa que el Señor, satisfecho,
se dedicó a crear otras creaciones,
y va de jardín celeste en jardín celeste, dando cuerda al reloj, atizando los fuegos,
y nadie sabe por dónde anda ahora Dios, a esta hora del día o de la noche,
ni en cuál estrella se encuentra renovando su curioso experimento,
ni por qué no deja que veamos la clave de esta trampa,
la salida de este espejo sin marco,
donde de tarde en tarde parece que va a reflejarse la imagen de Dios,
y cuando nos acercamos trémulos, reconocemos el nítido rostro de la Nada.

Con este niño del látigo en la mano voy hacia el amanecer o hacia el morir.
Comprendo que todo está ya escrito, y borrado, y vuelto a escribir,
porque la sucia piel del hombre es un palimpsesto donde emborrona y falla sus poemas
el Demonio en persona;
comprendo que todo ya está escrito, y rechazo esa lluvia sin cielo que es el llanto;
comprendo que nacieron ya las mariposas
que obligarán a palmotear de alegría a un niño que inexorablemente nacerá esta noche,
y siento que todo está escrito desde hace milenios y para milenios,
y yo dentro de ello:
escrita la desesperación de los desesperados y la conformidad de los conformes,
—99→
y echo a andar sin más, y me encojo de hombros, sin risa y sin llantos, sin lo inútil,
llevando de la mano a este niño, silente compañero,
o soñándole a Dios el sueño de llevar de la mano a un niño,
antes de que deje de ser ángel,
para que pueda con el arcano de sus ojos
iluminarnos el jardín de la muerte.




ArribaAbajoCanción sobre el nombre de Irene

ArribaAbajo¡Qué bueno es estar contigo ante este fuego, Irene,
saber que sigues llamándote así, Irene;
que tu nombre no se te ha evaporado de la piel
como se evapora el rocío de la panza del sapo!

Ah decir Irene, Irene, Irene, Irene,
cerrando los ojos y diciendo nada más Irene
por el solo placer y la magia de decir Irene,
Pedaleando en el aire existas o no existas,
¡qué real y sólida eres, qué verdadera eres
en medio del irreal universo por llamarte Irene!

Las salamandritas del fuego se te quedan mirando,
y el humo, antes de irse, se detiene feliz a contemplarse
en el topacioespejo de tus ojos, como una mujer que se empolva la nariz
antes de entrar en el cementerio.

Y tú en tu aire,
y tú, impasible con tu abanico de llamas, sigues nada más
llamándote Irene,
—100→
segura de que todo el universo no puede despojarte de tu nombre de Irene!

Yo paseaba un día por el Tíber,
-Tíber de cascabeles ahogados, Tíber de pececitos oscuros
Tíber meado por Tiberio-,
y vi en medio del río una isla verdeante,
trabajada en la materia de las madréporas o de las malaquitas,
¡vaya usted a saber!, pero pequeñita y completamente real;
y vi en la orilla
una de esas estatuas del Tíber sumergidas por siglos,
donde el mármol se ha hecho róseo, y carnal, y blando;
y con mucho temor, con una reverencia, pregunté a la estatua:
-Perdone usted, señor, ¿cómo se llama esta isla?
Y con un gran desdén, entreabriendo apenas los labios y mirándome para nada, dijo suavemente:
-¿Cómo va a llamarse esta isla? Esta isla se llama Irene.

¡Qué bueno es estar contigo junto al fuego,
y saber que ahí estás, real y verdadera,
saber que estás ahí mientras afuera se evapora el mundo,
y que sigues y sigues,
y seguirás para siempre llámandote Irene!

  —101→  


ArribaAbajoHomenaje a Jean Cocteau

Il vous faudrait mourir pour joindre les deux houts


J. C. en la muerte de Eluard                



ArribaAbajoEl alambrista recorre de lado a lado lo más alto del circo,
y aplaude la multitud.
La multitud no sabe que él va palpando espejos, pidiendo claves
para cruzar el otro alambre más tenso y peligroso:
el que dos ángeles vestidos de arlequines sostienen de lado a lado,
sobre el vientre de la noche.

¡Quién pudiera ser siempre niño inocente,
inocente, es decir, dueño de mil secretos!
Y menos mal que se nos ha dado el ardid del disfraz y la bola de nieve,
el poder soñar con que un caballo es un candelabro,
un portallamas para empuñarlo y recorrer las planicies de la muerte.

Al otro extremo de la cuerda tiene que estar Dios,
al otro extremo no es posible que abra sus poderosas mandíbulas la nada.
Bien está pues la volatinería, el salto del payaso, la pirueta del cisne;
bien está el olé a la sonrisa de la golondrina disecada, y al torerito
muerto por sorpresa.
Bien está dar cuerda todas las noches a un ruiseñor de acero,
para sacarle de entre las tripas
la música depositada allí por el difunto Orfeo.

La línea de ferrocarril que parecía interminable,
se cortaba de pronto a cuchillo sobre la barranca imposible de saltar.
El feérico vagón se quedaba vacío en un segundo:
¡eh, vosotros, camaradas, amigos, centinelas, no os vayáis!,
¡llevadme a vuestro juego, otro acto de magia, por favor!,
¡pronto, corred, sacad el conejo del sombrero, reanimad a Nijinsky!,
—102→
¡haced algo, permitidme otra vuelta en el carrousel, convertirme en busto,
pintar otra estrellita en la puerta del dormitorio de Eurídice!

Hay que morir, amigo, para unir los extremos
de este cotidiano alambre
tendido sobre el abismo de estar vivo.

Hay que morir, no hay fallo, para enterarse un poco
de si es cierto que existe la Poesía, de si hay
al otro lado del castillo un guardián, una orquesta
y un teatro.

Y sobre todo hay que morir, amigo,
para quedamos finalmente convencidos
de que la luna es el sol de las estatuas.




ArribaAbajoEl sol y los niños, y además la muerte

ArribaAbajoAl mediodía dijeron las voces secretas del instinto:
empujando por los últimos vencejos el invierno se ha ido.
¡Abre ya las ventanas, sal a contemplar
la gloria de este mundo vestido por la luz!

Traída en hombros por el Patriarca San José llegó la Primavera.
En montones de blanco fuego se ha desparramado
sobre la casa nuestra, sobre el jardín, sobre los niños
que ya están de nuevo en la plaza, como en los días de junio.
(¿Dónde se refugiaron estos niños, con sus chaquetillas rojas,
con sus gorritas de jockey inglés
cuando la nieve golpeaba y golpeaba los árboles y las mejillas?)
—103→
Abrí la ventana y allí estaba, radiante y frutal,
como una mujer hecha de oro verde y de alegría,
Nuestra Señora la Primavera.

Florecido y robusto junto a ella
el anciano de los huesos rojos,
el de las rufas barbas infinitas, el llamado Don Sol,
amigo mío,

Buenos días, Don Sol, le dije. Gracias por tu regreso.
Correteaste feliz por otras regiones, fuera del tiempo nuestro;
sentía añoranza el alma por tu castidad y por tu perfume,
y pensábamos ya que nunca más veríamos
el fulgor de tu cabellera y la delicia de tus mejillas.
¡Gracias porque has vuelto! Échanos ahora
algunas moneditas de tu luz
en nuestras faltriqueras de mendigos.
(Y además, en secreto, en voz baja, viejo amigo, capistrán, borrachín,
bucanero sarnoso, ¡amigo contra el alma!, Don Sol de siempre y siempre,
siempre te fuimos fieles: no pudo la bella nieve ganarte la partida.
Tú estabas en otros mundos, olvidado de amarnos, es cierto,
pero yo cada día, al tomar en las manos el pan redondo y puro,
-este pan de los pueblos castellanos que es un pequeño sol, un himno diario-,
pensaba que eras tú quien venía transformado en sol-niño
para encender de nuevo la esperanza en el desierto de mi corazón.)

Y cuando saboreaba por todos los poros aquel epinicio de la luz,
aquella reconciliación de cuerpo y alma con el mundo de afuera,
vi una extraña señal en el rostro de los niños, y comprendí que en ese instante,
desde detrás del cielo, el Señor nos arrojaba uno de sus dardos dolorosos:
lentamente pasaba un entierro junto a la plaza.

Canturreaban los prestes, sollozaban los deudos,
y desde la alta cruz miraba Cristo cara a cara a la muerte.
Imitando a los viejos los niños levantaban sus graciosas gorrillas;
—104→
se persignaban las nodrizas, y el lento carruaje de la muerte
parecía no querer salir jamás de aquella plaza.

Con los labios entreabiertos,
con los ojos como para no cerrarlos nunca,
los niños buscaban a tientas las manos de los mayores, y se pegaban a éstos,
contemplando absortos aquella interrupción,
aquel misterio que clausuraba la luz,
cegaba la Primavera, y a pesar de todo el sol daba escalofríos.
Los niños miraban a la muerte y la muerte a los niños:
nadie dijo una palabra, nadie miró a su vecino,
sólo silencio y silencio dieron.

Y cuando ya el cortejo hubo pasado,
cerramos de nuevo las ventanas: el frío de un extraño invierno,
¡otra vez la nieve oscura en el alma, el aire helado, la apagada luz!,
golpeaba allá dentro; otra vez golpeaba las raíces, daba en el alma
el frío de la tumba recién cavada. Dentro era noche, sin primavera posible,
y de repente golpeaba el imperio de la nieve, y otra vez golpeaba,
y golpeaba implacable los dolorosos bosques de la memoria.




ArribaAbajoMadrigal para Nefertiti

ArribaAbajo Tiempo vencido el del amor secreto.
El que remonta siglos, permanece
Tras la urna de pórfido, visible
Sólo para la luna roja de septiembre.

¿Desde cuándo, Doncella, te enamoran
Los humildes silencios, las tímidas miradas
De unos viajeros que se suceden, tristes
Porque han de abandonarte en cuanto llegan?
—105→

Los cielos que te vieron iluminar la noche,
Los ríos que sintieron el peso de tu cuerpo,
Las ciudades perdidas, los guerreros ansiosos de morir,
¿Qué han sido para ti, oh Impasible?

Yo he pasado también junto a tus ojos,
Y he sentido el desdén, la frialdad, la malicia:
Nada podía apartarme de tu contemplación, pero he sufrido
Como sufrieron los fascinados por ti hace mil años,
Y como sufrirán los jóvenes amantes del milenio futuro.

Yo he escuchado la música secreta que sale de tu corazón:
Un dulce aviso envuelto en frases crueles. Un enigma
Que alimenta la vida y hace olvidarla, eso es amor.
La melodía que arrastra gozosamente hacia el jardín de los difuntos,
Eso es amor.

¡Desvía la mira y prosigue, viajero; no te inclines
Demasiado sobre el incendiado verdor de estos abismos!
Es el secreto amor el vencedor del tiempo.
El amor nunca dicho, el reservado a las doncellas talladas en granito,
El amor que no estalla en lumbres ni en miradas.

Pienso en ti desde lejos, recuerdo, redescubro
El mensaje piadoso que hay en tus desdenes.
Aún guardo en las yemas de los dedos el rosado calor de tus mejillas.
Soy el que un día levantó sus manos hacia ti, rozó tu rostro,
Y creyó mudarse para siempre al remoto país donde sonríes.

Nunca te dije adiós. Junto al nacimiento de tu cuello,
Acaso sea visible en las noches de luna la huella de una herida:
Triste y gastado es el mundo, viejo e insípido el ritual de los besos,
Pero el recuerdo, oh Hermética, oh Imperiosa, oh Indestructible,
Remonta por los siglos, y renace encandecido
—106→
Cuantas veces se acerca un hombre enamorado
Al dulce cementerio de tus labios.




ArribaAbajoEl mendigo en la noche vienesa

ArribaAbajoNo puedo olvidar aquel mendigo,
de pie orgullosamente en un rincón de la noche,
clavado frente a las rojas cúpulas de San Carlos,
mientras iba y venía indiferente la majestad
de la noche vienesa.

No puedo olvidar su gesto de Carlomagno, su barba
blanquísima y autoritaria, su talante de archiduque de la resignación,
ni su mano tendida en forma que parecía ordenar se le hiciese caridad,
como si él fuese el emperador de los pobres y la cúpula de la miseria.

Su inolvidable silencio, golpeador, despertante, molestoso silencio
de quien está por dentro henchido de verdades y desdeña decirlas,
se adelantaba al paseante de la noche, lo sitiaba, e iba zarandeándole
hasta dejarle sin respiro, atormentado, temiendo y odiando
a aquel mendigo tan próximo, a aquel navío inmóvil,
que presidía frente a la columnata espectral de San Carlos
el deslizamiento enlutado hacia el vacío
que es la noche vienesa.

El perentorio discurso del silencio, o su mirada
tenaz como un enfermo asido a la última esperanza,
decían que el mendigo no reclamaba monedas en su mano tendida,
que él no estaba allí para solicitar una habitual caridad:
era otra cosa la que su desesperada paciencia mendigaba,
era un oro distinto lo suplicado por él.
—107→
Y su poderoso silencio gritaba a las entrañas del paseante,
con el mismo decoro señorial con que Pascal gritaba;
callado el mendigo lloraba tenazmente en la noche un himno
que sólo el oído de los huesos podía escuchar,
que sólo una poderosa voluntad de compasión y de orgullo
podía rescatar de entre los fúnebres sonidos
de la noche vienesa.

Pues el mendigo pedía una pequeña alianza a los humanos,
un momentáneo socorro contra la soledad largamente padecida.
Y era como un guerrero negado a entregar su estandarte,
como un soldado que sabe lo imposible de combatir solo, y no quiere rendirse,
y desafiando al cielo y al infierno persiste en suplicar,
y vuelve los ojos a todas partes cuando es más dolorosa la batalla,
y sólo sombras descubre en derredor,
hundida en sombras de súbito la noche vienesa,
y hecha sombras la noche total del universo,
y allí aquel mendigo, fiero testigo en pie, con la mano tendida hacia la nada,
acompañado solamente
por las abrumadoras sombras de su soledad y de la soledad que ve en los otros.

Y nadie, nadie puede ayudarle, ni hacerle la caridad que mudamente pide,
ni hoy ni mañana ni nunca,
porque al hombre le es fácil compartir sus monedas,
pero a ninguno le es dado pelear contra la soledad de un semejante.

  —108→  


ArribaAbajoRelaciones y epitafio de Dylan Thomas

ArribaAbajo Era como un biznieto de Federico Nietzsche.
Era el acólito predilecto de Georges Sorel.
Era como un sobrino de Ernesto Hemingway.
Era el niño que lee a Spengler en lugar del Evangelio.
Era como el novio de Arturito Rimbaud.
Era el valet de chambre de Isidore Ducasse,
Era el kinder compañero de Capote y de James Dean.
Era el office-boy de Arturo Strindberg.
Era el peor recuerdo de Oscar Wilde en París.
Era el robafichas de Dostoiewski en Badem Baden.
Era el firma manifiestos de John Osborne.
Era hijo secreto de Gertrude Stein y Bertolt Brecht.
Era cliente fijo de Freud y de María Bonaparte.
Era el pianista favorito de Béla Bartók.
Era de los teen-agers que la noche cuelga en la 42.
Era taquígrafo de Henry Miller y de Ezra Pound.
No nació en Gales: nació en un cuento de Williams, Tennessee.

Y con todo eso, un día, ¡chas!,
Los bosques de Escocia sintieron caer un árbol
Que había sido muy remecido por el ventarrón de la poesía.
Y aquí yace, cubierto por la espuma de la cerveza
Y ahogado por la amarguísima leche de la vida,
aquí yace, Dylan Thomas.

  —109→  


ArribaAbajoAnatomía del otoño

ArribaAbajo Un puente de melancolía se levanta alrededor de la casa.
Deseos de dormir en la penumbra con los ojos abiertos,
de acariciar gatos egipcios, de alisar mantas,
de preguntar a un lunático gramático adónde ha ido la equis de lasitud,
deseos de no hacer nada, salvo contemplar el humo, el vacío de las cosas
y el perfil de Sardanápalo, si es que Sardanápalo tenía perfil;
y luego un lentísimo desmoronamiento interior de convicciones,
hasta el extremo doloroso de hacer tolerable a Beethoven,
y de gustarnos el té.

Ha vuelto por su imperio el aire, oloroso a castañas.
Salen las hojas a coronar por sí bustos de bardos y puertas sin historia;
el remolino avanza, como un niño ciego empeñado en jugar,
para de un traspiés dar alcantarilla abajo, hacia el cepo de la luz,
donde está el otoño germinante despidiéndose de Schumann.
Algo gris, un poco amargo, como una nuez algogris,
toma de la nariz al alma y la lleva a oler tierra mojada,
mojada por el lento orine del amanecer.

El secreto del otoño, no sé, es que provoca
deseos de frotarse las piernas con aceite alcanforado,
de obedecer la solemne llamada de las pantuflas
y, además, de no quitar el arpa de manos de Debussy,
para que finamente se purgue de sol y de litorales
la roja ballena que devoró al verano.

Ah, el aire afuera es el otoño, sin exclamaciones,
el aire pronunciado letra a letra, procesionalmente,
ya se acerca, ya se acerca, como en un verso de Whitman,
lo augural, lo nunciativo, lo heroico,
ya se acerca cálidamente, llena de gozo,
—110→
la tibia hora del chocolate con bizcochos,
de la plaza vista a través de los cristales,
de pensar que tienen frío los peatones y que su fiesta
es hundir las manos en los bolsillos y canturrear,
removiendo con el pie las hojas de oro.

Y quizá, no sé, no conozco suficiente ornitología,
ni he penetrado en el tiquitaque corazonal del otoño, pero
acaso esté bien aquí decir que golondrinas y oropéndolas,
que búhos y estorninos con sus tres aceitunas,
que alcaravanes y tórtolas, ¡pero no abubillas!,
que ésas pertenecen al estío,
como toda palabra que suena a tripa rota
y huele a heno fresco y a leche recién ordeñada.

En fin, que el otoño, visto anatómicamente,
es tan simple y hermoso como cubrirse los pies con una manta gruesa,
o como leer un poema idiota escrito por un idiota,
para que un lector idiota atraviese indolente, sueñante, insensible,
la idiotez deliciosa del otoño.




ArribaAbajoPlenitud de la manzana

ArribaAbajoEl mar rojo, el cielo verde, y la nieve
encerrada por latigazos del sol bajo esta púrpura, dan la manzana.

Yo quisiera saber exactamente los milenios,
o cuantas edades completas contribuyen
a transformar en pulpa y en perfume una manzana.
—111→

De ahí salió el molde de las mejillas púberes;
de ahí el sello roto del amor, y la orgía
de dormir cara a las constelaciones bajo un árbol de manzanas.

Yo imagino que estas rojas brasas
colgadas de sus ramas dan señales, y llaman
a los remotos hombres de Saturno, porque concurran
a la plenitud de la manzana.




ArribaAbajoLos lunes me llamaba Nicanor

ArribaAbajo Yo los lunes me llamaba Nicanor.
Vindicaba el horrible tedio de los domingos
Y desconcertaba por unas horas a las doncellas
Y a los horóscopos.

El Martes es un día hermoso para llamarse Adrián.
Con ello se vence el maleficio de la jornada
Y puede entrarse con buen pie en la roja pradera
Del miércoles,
Cuando es tan grato informar a los amigos
De que por todo ese día nuestro nombre es Cristóbal.

Yo en otro tiempo escamoteaba la guillotina del tiempo
Mudando de nombre cada día para no ser localizado
Por la señora Aquella
La que transforma todo nombre en un pretérito
Decorado por las lágrimas.

Pero ya al fin he aprendido que jueves Melitón,
Recaredo viernes, sábado Alejandro,
—112→
No impedirán jamás llegar al pálido domingo innominado
Cuando ella bautiza y clava certera su venablo
Tras el antifaz de cualquier nombre.

Yo los lunes me llamaba Nicanor.
Y ahora mismo no recuerdo en qué día estamos
Ni cómo me tocaría hoy llamarme en vano.

1965




ArribaAbajoFanfarria en honor del Escorial

(Poema para el Quinteto de Órgano Número 6 del Padre Antonio Soler)




ArribaAbajo ¡Ahí está la alegría, existe la alegría!
Detrás de los muros, donde lo tenebroso,
Estalla el pétreo Escorial en armonía.

¡Todo es jubiloso cántico y es fiesta!

Puede una tumba cantar, si está en belleza construida.
Puede un fraile danzar, si da al linaje de lo angélico,
Como da al prado florecido el torreón en ruinas.

¡Existe la alegría, ahí está la alegría!

El Infante Gabriel toma su violín entre las manos,
Y anuncia que todos pertenecen al reino de la armonía.
¡Purificados fueron! La música los ha tornado arcángeles.

¡Vencida es la sombra y la muerte está vencida!
—113→

El órgano no es el gemido de las tinieblas.
El órgano es el piano de las alegres nubes.
Una lluvia de sones eleva en danza los espíritus.

¡Vuelan las torres y bailan los muertos las cálidas sonatas!

¡Aleluya! ¡Alabado sea el Señor y Santa Cecilia exulte el clavicordio!
¡Todo es júbilo! Un coro de altos trinos yendo de la tierra al cielo
Arrebata las almas hacia los aposentos invisibles. ¡Aquí está la alegría!
¡Todo es jubiloso cántico y es fiesta interminable!

Los perfectos multiplican para los hombre la perfección de las formas.
La garganta del órgano es también espejo de la garganta del ruiseñor.
El concierto desnuda la concertada huella del Perfecto. ¡Alabado sea!

¡Todo es júbilo! ¡La geometría conduce a la felicidad!

¡Arriba está el Señor! ¡Todo es júbilo! Danzan los niños al arpa, y ríen.
El Infante Gabriel besa las manos de su maestro, y éste le dice:
La luz es la sombra de Dios, y su cuerpo está en la música reposado.

1965.




ArribaAbajoPrimavera en el Metro

ArribaAbajo Entre Goya y Velázquez
se detuvo de súbito lo oscuro.
Sentimos que brotaban amapolas detrás de los ladrillos;
una revelación sonora, un himno, un telón descorrido de repente nos transportaba
de la noche al alba, de la melancolía al júbilo, de la indiferencia a la sorpresa.
—114→
¡Cuánta luz de repente entre Goya y Velázquez!
Y el Metro transformado
en plazoleta de oro para el muchacho ciego,
en alegre pan tierno para el anciano solo;
columpiado de la sombra a la luz, mágicamente,
siendo otra cosa ya en un instante:
carroza de las hadas, corcel, jardín al mediodía.

Entre Goya y Velázquez,
¡todos felices de pronto, todos gozosos
devorando el asombro de la luz!

Yo había descendido con pensamientos de invierno
-sonetos de Quevedo y cenizas de Paul Klee-;
y cada cual, ceñudo, leía entre vaivenes para olvidar el tiempo.
Un son inesperado, un aviso imperioso, una luz que cantaba,
nos arrastró de un golpe hacia regiones áureas:
del carbón de Goya pasamos en un vuelo al aire de Velázquez.
Y el Metro danzaba jubiloso, como si escuchase
poemas de Jorge Guillén musicalizados por Vivaldi;
y el serio oficinista cerraba su ABC,
y la joven de lentes desdeñaba un final de Agatha Christie,
y -¡prodigio!- los novios dejaban de mirarse,
y los niños se hastiaban de Supermán y volvían a ser niños:
¡todos gozosos, mudos por felices,
sentíamos que el planeta derramaba de nuevo su luz sobre nosotros,
como vuelca una aldeana sobre sus hojaldres una jarra de miel!

Sí: entre Goya y Velázquez, en el Metro, una mañana,
yo he asistido al nacimiento de la Primavera.

  —115→  


ArribaAbajoFábula

ArribaAbajo Mi nombre es Filemón, mi apellido es Ustariz.
Tengo una vaca, un perro, un fusil y un sombrero;
vagabundos, errantes, sin más tierra que el cielo,
vivimos cobijados por el techo más alto;
ni lluvias ni tormentas, ni océanos ni ríos,
impiden que vaguemos de pradera en pradera.
Filemón es mi nombre, Ustariz mi apellido.
No dormimos dos veces bajo la misma estrella;
cada día un paisaje, cada noche otra luz,
un viajero hoy nos halla junto al río Amazonas,
y mañana es posible que en el río Amarillo
aparezcamos justo al irrumpir el sol.
Somos como las nubes, pero reales, concretos:
un hombre, un perro, una vaca, un sombrero,
apestamos, queremos, odiamos y nos odian,
vagabundos, errantes, sin más tierra que el cielo
-Filemón es mi nombre, Ustariz mi apellido-;
los míos me acompañan, lucientes o sombríos,
pero con nombres propios, con sombras bien corpóreas,
seres corrientes, sueños, efluvios de una magia
que hace de lo increíble lo solo que creemos.
Filemón es mi nombre, Ustariz mi apellido;
somos materia cierta, cifras, humareda,
llevados por el viento, hambrientos de infinito,
un perro, una vaca, un palpable sombrero;
simples y sin misterio seguiremos el viaje:
por eso yo declaro al tomar el camino,
que es Filemón mi nombre y Ustariz mi apellido,
que la vaca se llama Rosamunda de Hungría,
y que al perro le puse el nombre de una estrella:
le digo Aldebarán, y brinca, y ríe, y canta,
como un tenor que quiere romperse la garganta.

  —116→  


ArribaAbajoAmapolas en el camino de Toledo

ArribaAbajo La palabra Toledo sabe a piedra,
a memoria milenaria,
a judío tenaz,
a fantasma.

Vista la ciudad
se comprende que no existe,
que no ha existido nunca,
que todo es el sueño de un profeta loco,
de un emisario del otro mundo
que olvidó el camino de regreso.

En las torres de Toledo
descansan los guerreros del año mil doscientos,
los que fueron a buscar el Santo Grial,
y quedaron inmóviles ante las murallas de Jerusalén
hasta que el Río los trajo a las almenas de Toledo.

Dentro de estos muros
hay viejos peces de piedra, y hay enigmas
que nadie quiere escuchar,
y antiquísimo llanto petrificado, y plegarias
que en lugar de ir al cielo
caen como imprecaciones en las rodillas del diablo.

En el silencio de la noche
Toledo sirve de reposo a aquellos muertos
que no pueden dormir,
a los ángeles arrojados incesantemente del Paraíso,
a los seres que no han sido perdonados por Dios,
y vivirán invisibles para siempre
en las callejuelas más tristes de Toledo.
—117→

Yo he visto todo eso: yo, ciego, he visto más:
la alondra saboreando el amargor del incienso,
la borla caída de un sepulcro gótico,
el cirio rojo en la tumba del cardenal,
la mariposa comunicando un secreto a San Cristóbal,
la osamenta de un rabino escondida bajo la armadura del Conde de Orgaz.

Yo, ciego, he visto; pero debo callar,
porque la muerte me hace señas de guardar silencio,
y dentro de mí tiemblan mis huesos,
y de pronto comprendo por qué allí,
en las afueras de Toledo,
ofrecen su signo a la inocencia de los hombres
las rojas amapolas.




ArribaAbajoDiscurso de la rosa en Villalba

ArribaAbajo Yo vi una rosa en Villalba:
era tan bella, que parecía la ofrenda hecha a las rosas
para festejar la presencia de las rosas en la tierra.

Yo creía haber visto ya todas las rosas: marmórea en Bogotá,
llamativa en Amsterdam como un domingo aldeano,
primigenia en Haití, melancólica en la melancolía de Viena,
falsa como de nieve y alambre en una calleja de Manhattan,
túrgida y breve bajo las campanas de Florencia,
radiante como un verso de Ronsard en un jardín de Francia;
yo creía haber soñado ya todas las rosas, y las no vistas sobre todo:
la rosa de la India ciñendo a los leopardos,
la del Japón labrada en oro, la mística de Egipto,
—118→
la imperiosa como un guerrero bajo el sol africano,
la silvestre de Nueva Zelanda, que se abre al escuchar una melodía
y muere cuando la música fenece: yo creía haber visto ya todas las rosas.

Pero yo vi la rosa en Villalba;
su geometría imperturbable
era una respuesta de lo Impasible a la Desesperación,
era la indiferencia ante el caos y ante la nada,
era el estoicismo de la belleza, que se sabe perdurable,
era el sí y el rechazo a la ávida boca de la muerte.

Yo vi la rosa, tan pura y sorprendente,
que borraba el hastío de su nombre profanado
y no aparecía ya el lugar común de la rosa gastada:
era otra vez la Creación en su día inicial, coronada por el estupor de Adán,
recorrida por la inmensa alegría de saborear la luz y por el asombro de sentirse vivir.
Estaba allí, en Villalba, impávida y absoluta, como si perteneciese
a un rosal personalmente sembrado por Dios en el propio jardín del Paraíso.

Y ante ella sentí la piedad que siempre me ha inspirado
la contemplación de la belleza efímera. ¡Que esta geometría vaya a confundirse
con el cero del limo y con la espuma del lodo!

No quise mirar más la rosa perfectísima,
la que debió ser hecha eterna o no debió ser nacida.
De espaldas al dolor de su belleza, la rescataba intacta
en ese rincón final de la memoria que va a sobrevivirnos
y a mantener en pie la luz de nuestra alma cuando hayamos partido.
Negándome a mirarla, la llevaba conmigo.

Y dije adiós a la rosa de Villalba.



  —119→  

ArribaAbajoPoemas africanos (1974)

  —[120]→     —121→  

En 1965 ofrecí en la Tertulia Literaria de Rafael Montesinos una lectura provocativa de poemas de autores africanos, seleccionados y adaptados, más que traducidos, por mí, con la sola intención de añadir un argumento más en contra de esa estulticia llamada «poesía negra», «afroantillana», «afrobrasileira», etc. que, salvo excepciones contadísimas, ni es negra ni es poesía.

Al ofrecer esos poemas africanos intentaba exaltar la belleza y las sensibilidad de una poesía que muestra a la perfección -como toda poesía auténtica- la conmovedora y magnífica espiritualidad del hombre negro.

Quiero dedicar estas adaptaciones a Lidia Cabrera, la gran traductora del máximo poeta negro de las Antillas, Aimé Cesaire. Ella dio a las letras hispanoamericanas «Orígenes» «Cuaderno del retorno al país natal», con dibujos de Wifredo Lam, y su gesto debió bastar para impedir que en Hispanoamérica se siguiese cometiendo la frivolidad de denominar «poesía negra» a una cosa útil sólo para ser estudiada por los sociólogos y analistas del racismo enmascarado.

  —122→  


ArribaAbajoPiano y tambor

Gabriel Okara, NIGERIA


ArribaAbajo Cuando al romper el día en la orilla del río me detengo a escuchar la voz de la selva,
oigo los tambores de la jungla telegrafiando su místico ritmo,
urgente, crudo y palpitante como la carne sangrienta todavía,
el ritmo de los tambores de la selva,
que habla de tiempos primitivos, de la juventud de la tierra,
de cuando las fuerzas del hombre eran puras y gloriosas.
Oigo los tambores de la jungla, y veo en el sonido a la pantera presta para saltar,
al leopardo a punto de descargar su golpe. Y oigo,
a los cazadores preparando sus arcos, sus flechas envenenadas,
su guerra a muerte con la pantera y con el leopardo, bajo el místico ritmo de los tambores de la selva.

Y mi sangre brinca alborotada, corre por dentro como un torrente de fuego,
arrasa los años, y de un golpe me encuentro niño otra vez,
acurrucado como un lactante en el regazo de mi madre,
vuelto a la selva en la mística música de los tambores,
más allá del tiempo, cuando la tierra era fuerte todavía
como una mujer paridora,
y el hombre podía con el león, y la sangre era poderosa
como una piedra.
Y luego, el ritmo, el ritmo de los tambores de la selva
me lleva a pasear serenamente por el bosque, acariciando
con las plantas de los pies, las hojas verdes,
contemplando las flores silvestres, las cálidas flores de la selva,
rumorosas también como los místicos tambores.

Voy por la selva perdido del mundo de los hombre, como una gota de agua colgada de un fruto,
—123→
como un leopardo adueñado del bosque y de las estrellas de la selva.
Y cuando estoy sereno, escuchando plácidamente la música de las hojas verdes,
oigo llegar hasta la selva el sonido de un piano,
del piano donde alguien toca un concierto sentimental, lleno de lágrimas,
un concierto traído de tierras lejanas,
y la selva se me cierra con nuevos horizontes, limitada
por el diminuendo de las lánguidas notas del piano,
y el contrapunto y el crescendo del lejano concierto
van perdiéndose en el rumor de la selva, disolviéndola,
hasta que toda la música termina en una frase aguda y fina,
como la punta de una daga.

Y me siento extraviado en la mañana,
desconcertado en la selva, yendo
del piano al tambor, saliendo de una edad poderosa hacia una más débil,
y no sé qué hacer allí, a la orilla del río, dubitando,
prisionero entre los delicados lamentos del concierto
y el místico ritmo de los tambores de la selva.




ArribaAbajoLlamada

Noemia de Sousa, MOZAMBIQUE


ArribaAbajo ¿Quién ha estrangulado al fin la cansada voz de mi hermana,
la que venía del bosque,
la hermana mía, reina y señora del bosque
a pesar de su miseria?

De repente, su llamar a la acción, su llamada,
se perdió en el interminable fluir del día y de la noche.
Ya no ha vuelto a sonar, ya no me llega con cada amanecer,
—124→
agotada de la larga jornada, pero fuerte,
milla tras milla ahogada, pero siempre lanzando
el sempiterno grito: ¡Macala! ¡Macala!

No, ya no viene más, ya no vuelve, húmeda todavía del rocío,
como solía,
atada a niños, y a sumisión, y a tristeza....
Un niño a sus espaldas y otro en sus entrañas,
siempre, siempre, siempre;
y con una cara armonizada con su gentil mirada.

Siempre que recuerdo esa mirada siento
mi carne y mi sangre dilatarse temblorosas,
palpitando hacia revelaciones y afinidades,
hacia los secretos que ella me traía cada día del bosque.

¿Pero quién ha cortado su infinita mirada,
quien la ha impedido seguir alimentando mi profunda avidez de camaradería,
la que mi pobre mesa nunca será bastante para satisfacer?

Io mamana, ¿quién puede haber matado la noble voz de mi hermana del bosque,
la hermana que venía cada amanecer a regalarme otra vez la savia y el consuelo?
¿Qué cruel y brutal látigo de rinoceronte la ha golpeado hasta matarla?

En mi jardín florece todavía la seringa,
pero con presagio malvado en sus flores de púrpura;
en su intenso inhumano aroma, también hay noticias de muerte,
y la envoltura de ternura suavísima regada por el sol, la que se vuelve
ligera alfombra de pétalos a los pies del árbol,
ha esperado desde el verano porque el hijo de mi hermana descanse sobre ella.

En vano, en vano
un chirico canta y canta posado en los juncos del jardín,
para el pequeño niño de las auroras vaporosas del bosque.
—125→
¡Ah! Yo sé, yo sé; el último día había un brillo de adiós en aquellos ojos nobles,
y su voz llegaba como un sonido áspero, trágico y desesperado....

Oh África, madre mía, respóndeme,
¿qué ha sucedido con mi hermana del bosque
que ya no viene a la ciudad con sus eternos niños,
(uno a sus espaldas, el otro en sus entrañas),
con su eterno pregón de vendedora de leños y de ramas?
Oh África, madre mía,
tú al menos no vas a abandonar jamás a mi heroica hermana,
a aquella que venía del bosque con cada amanecer:
ella vivirá para siempre en el orgulloso monumento de tus brazos.




ArribaAbajoCongo

Leopoldo Sedar Senghor, SENEGAL

[Woi, (himno), para tres koras (especie de arpa de 16 a 32 cuerdas) y balafong (especie de xilofon), Gongo es un perfume silvestre del Senegal, dice colinas de ámbar y de gongo, como si dijéramos de ámbar y de romero. Tann es como una llanura cerca del mar, cubierta por el mar cuando avanza la marea. La Neomenía es una flor]




ArribaAbajo ¡Oho! ¿Congo oho! Para ritmar tu nombre enorme
sobre las aguas sobre los ríos sobre toda memoria,
convoco la voz de los Korás Koyaté!
La tinta de los escribas no tiene memoria.
¡Oho! Congo extendido en tu lecho de selvas,
reina sobre el África domada.
Que los falos de los montes icen alta tu bandera,
porque eres mujer por mi cabeza por mi lengua,
porque eres mujer por mi vientre.
—126→
Madre de todas las cosas que tienen fauces,
de los cocodrilos, de los hipopótamos, manatíes, iguanas,
peces, pájaros,
¡madre de las crecientes! ¡nodriza de las cosechas!
¡Giganta! agua tan abierta al remo y a la flecha de las piraguas,
mi Sao mi amante de muslos furiosos de largos brazos,
de nenúfares tranquilos,
mujer magnífica de Uzugú cuerpo de aceite inalterable,
piel de noche de diamantes!
Tranquila diosa de la sonrisa aliada al impulso alucinante de tu sangre,
única sana de tu linaje palúdico libérame de la sumisión de mi sangre:
tam-tam a ti tam-tam de los saltos de la pantera de la estrategia de las hormigas,
de los dioses viscosos surgidos al tercer día del potopó de los pantanos,
¡ah! y sobre todo de la materia esponjosa del suelo del hombre blanco
y de los cantos de jabón del hombre blanco, pero líbrame
de la noche sin alegría, pero acecha el silencio de las selvas,
y que yo sea entonces el tronco espléndido y el salto de veintiséis codos,
y que yo sea entonces en la fuga de la piragua sobre la exaltada lisura de tu vientre
tierra desnuda de tus pechos islas enamoradas colinas de ámbar y de gongo,
tans de la infancia tans de Joal y aquellos de Dyilor en setiembre,
noches de Ermenonville en otoño tiempo demasiado hermoso demasiado sereno,
flores tranquilas de tus cabellos, tan blancos los pétalos de tu boda
sobre todos los dulces discursos a la neomenia, hasta la medianoche de la sangre.

¡Libérame de la noche de mi sangre porque acecha el silencio de la selva!
Vuélvanse ritmo las campanas pequeñas,
vuélvanse ritmo las lenguas, vuélvanse ritmos,
remos vuelvan ritmo la danza del Maestro de los remos,
¡ah la piragua! ella sí es digna del triunfo de los coros de Fadyut,
y yo grito dos veces dos manos de tam-tam,
—127→
y pido cuarenta vírgenes para cantar sus gestos:
vuélvanse ritmo la flecha que brilla, las garras del sol al mediodía,
vuélvanse ritmo molinos estridentes, los murmullos de las aguas.
Y la muerte sobre la alegría más alta cuando llama lo inevitable del abismo.

¡Por los nenúfares de la espuma renacerá la piragua,
nadará sobre los suaves bambúes,
en el alba transparente del mundo!




ArribaAbajoAdhiambo

Gabriel Okara, NIGERIA


ArribaAbajo Oigo muchas voces,
como dicen que las oye un loco;
oigo hablar los árboles,
como dicen que los oye el hechicero.
Quizás sea yo un loco,
o sea un hechicero.

Acaso soy un loco,
porque las voces me están llamando,
me están urgiendo desde la noche,
desde la luna, desde el silencio de mi cuarto,
para que eche a andar y recorra a pie los mares del mundo.
Acaso soy un hechicero
que escucha a la savia conversar
y ve a través de los árboles:
un hechicero que ya ha perdido
sus poderes de invocación.

Pero las voces y los árboles
están llamando a alguien por su nombre;
—128→
una figura de mujer silenciosamente erguida
va y viene por la superficie de la luna,
recorriendo a pie los continentes y los mares.

Levanto hacia ella mi mano,
agarro mi corazón como un pañuelo,
y lo agito, lo agito, lo agito,
pero ella no quiere mirarme:
ella aparta sus ojos de mí,
y no me mira.




ArribaAbajoRetrato

Antoine-Roger Bolamba, CONGO BELGA


ArribaAbajo Yo tengo mi gri-gri
gri-gri
gri-gri
mi calma saltando despierta
se prende a los ondeantes miembros del Congo
nunca una etapa tormentosa para mi corazón
bombardeando con chispeantes llamas
Yo pienso en mi collar de plata convirtiéndose
en mil islas de silencio
Yo admiro la obstinada paciencia de okapi
pájaro azul aguerrido en el cielo abierto
que náufrago
lo sumerge en el golfo de la nada
nada vacía de nocturnas súplicas

¡ah! las determinaciones rotas
¡ah! las locuras clamorosas
—129→
dejaron mi destino caer sobre sus guardianes
son ellos tres villanos

Yo digo tres al contar 1 2 3
que empañan el espejo ancestral
excepto tu fugitiva imagen
yo te veré en la cumbre de aturdida ira
aguarda mientras me coloco en la frente la máscara de sangre
y pronto verás
mi lengua tremolar como estandarte.




ArribaAbajoImagen de África

Leopoldo Sedar Senghor, SENEGAL


ArribaAbajo Tokowaly, tío mío, ¿te acuerdas de las noches de antes,
cuando mi cabeza te pesaba en tu espalda
llena de paciencia,
o dándome la mano tu mano me guiaba
por tinieblas y signos?
Los campos son flores de guanos brillantes,
estrellas se posan en las hierbas, en los árboles.
Hay silencio alrededor: sólo zumban
los perfumes del matorral,
colmenas de abejas rojizas que dominan
la vibración endeble de los grillos,
y, velado tam-tam, la respiración a lo lejos de la noche.

Tú, Tokowaly, tú escuchas lo inaudible,
y me explicas lo que dicen los antepasados
en la serenidad marina de las constelaciones:
—130→
el Toro, el Escorpión, el Leopardo, el Elefante, y los peces familiares,
y la pompa láctea de los espíritus, desplegándose
por la cascada celeste que no termina.
Pero aquí está la inteligencia de la diosa Luna, y caen los velos y las tinieblas.
Noche de África, mi noche negra,
mística y clara, negra y brillante.




ArribaAbajoTraducido de la noche

Jean-Joseph Rabérivelo, MADAGASCAR


ArribaAbajo¿Que invisible rata
sale de las paredes de la noche
y va a robar la tarta lechosa de la luna?
Mañana por la mañana,
cuando la rata se haya ido,
aparecerán en los bordes de la luna
sangrientas huellas de dientes....

Mañana por la mañana,
los que hayan pasado la noche bebiendo,
los que acaban de abandonar la mesa de juego,
mirarán sorprendidos a la luna
y gritarán:
«¿De quién es esa moneda roída
que corre sobre el tapete verde?».
«¡Ah! responderá uno de ellos,
nuestro amigo lo ha perdido todo
y ha corrido a suicidarse».
Y los jugadores procurarán sonreír,
y luego, tambaleándose, rodarán por tierra.
—131→

La luna no estará allí para verlos:
la rata se la habrá llevado a su agujero.




ArribaAbajoSolitario

Bloque Modisane, JOHANNESBURGO


ArribaAbajo Terriblemente solitario,
solitario;
como gritando solitario:
gritando por el callejón de los sueños,
gritando tristezas nunca oídas por nadie;
pero tú puedes oírme claro y alto:
con eco fuerte y alto, puedes oírme,
como si fuera para ti que gritase,

Hablo conmigo mismo cuando escribo,
me grito y me chillo a mí mismo,
luego para mí, otra vez,
chillo y grito;
gritando una plegaria,
gritando ruidos,
sabiendo que de esta manera,
hablo al mundo de vidas
tranquilas y solitarias,
quizás incluso cuando no hago más
que gritar y chillar.
¿Es que me falta el contacto directo del músico
con su instrumento?
O acaso la verdad sea
que el escritor crea
(con la trinidad de Dios, la máquina y él)
incestuosas siluetas
que una a otra se gritan y se chillan,
—132→
que me chillan y gritan a mí,
que vigilan y reúnen,
las innatas deformidades
de la soledad.




ArribaAbajoNo hayas temor

Leopoldo Sedar Senghor, SENEGAL


ArribaAbajo No temas amada si a veces mi canción se vuelve demasiado sombría,
si cambio el lírico laúd por el jalam2 o la tama3,
y el verde aroma de los arrozales por el galopante rugir
de los tambores guerreros.

Oigo las amenazas de la antiguas deidades, el furioso cañoneo del dios.
Quizás mañana la vehemente voz de tu bardo haya enmudecido para siempre:
por eso mi ritmo se vuelve apresurado, y mis dedos sangran en las cuerdas del jalam.

Quizás, amada, deberé caer mañana sobre esta tierra sin sosiego.
Caeré lamentando el hundimiento de tus ojos y el oscuro tam-tam
de los morteros en la lejanía.

Y tú llorarás en el atardecer:
llorarás por la apasionada voz que cantaba a tu belleza negra.

  —133→  


ArribaAbajoTotem

Leopoldo Sedar Senghor, SENEGAL


ArribaAbajo Tengo que esconderlo en lo más íntimo de mis venas:
el Ancestro,
a cuyo tormentoso refugio sólo llegan truenos
y relámpagos.

Mi animal protector, el totem mío,
tengo que ocultarlo,
porque no quiero romper las barreras del escándalo,
no quiero abandonar la prudencia del mundo ajeno.
Él es mi sangre fiel que demanda fidelidad,
protegiendo mi orgullo desnudo contra mí mismo,
y protegiéndome contra la soberbia
de las razas felices.




ArribaAbajoDongo, el buitre

Canto bambara de guerra


ArribaAbajo Guerreros que no conocéis el temor:
oíd el canto del Buitre.
El canto inmortal del Buitre Victorioso.
Canto a Mansú, el Buitre de la gloria.
¿Quién de vosotros se atreverá a decir «No», si el pájaro de gloria ha dicho sí?
¡Quién se atreverá a enfrentarse a Mansú!
Pobre de quien tal hiciera: ése no verá nunca más la luz del día.
—134→

Digo lo que le fue fatal al rey de Diajuruna.
Mansú el Glorioso le envió a Samanial Baa,
y el rey burlón dejó escapar una de sus burlas.
Pero el Buitre no gusta de ser objeto de burlas,
y toma muy a mal las risas Mansur el Victorioso.
Allá en Diajuruna, Mansú atrapó al burlón,
y ya la cabeza de Baa no sigue cabalgando sobre su cuello.

Canto al Buitre en su gloria;
cuando se posa, abre una hendidura en la tierra.
El Buitre se remonta a lo más alto del espacio:
tiene cuatro alas el Buitre Victorioso.
Cuando alza el vuelo, por la fuerza de sus garras
la tierra queda como en carne viva.
El Buitre desprecia a los cobardes.
«No come nunca el corazón de los valientes caídos en combate».




ArribaAbajoCanto del fuego

Bantú, ANÓNIMO


ArribaAbajo Fuego que los hombres contemplan en la noche, en la profundidad de la noche.
Fuego que quemas y no calientas, que brillas y no quemas.
Fuego que vuelas sin cuerpo, sin corazón, que no conoces hoguera ni hornillo.
Fuego transparente de las palmas: un hombre sin miedo te invoca.

Fuego de los hechiceros, ¿dónde está tu padre?
Tu madre, ¿dónde está?
¿Quién te ha alimentado y te ha hecho crecer?
Tú eres tu padre, tú eres tu madre, tú pasas y no dejas huellas.
—135→

El bosque seco no te engendra, tú no dejas cenizas al morir,
tú mueres y no mueres.
El alma errante se transforma en ti, y nadie lo sabe.
Fuego de los hechiceros, Espíritu de las aguas inferiores,
Espíritu superior a los aires,
Fulgor que brillas, luciola que iluminas el pantano,
Pájaro sin alas, cosa sin cuerpo,
Espíritu de la Fuerza del Fuego,
Oye mi voz: un hombre sin miedo te invoca.