Después que el apasionado Sireno con la virtud del poderoso licor fue de las manos de Cupido por la sabia Felicia libertado, obrando amor sus acostumbradas hazañas, hirió de nuevo el corazón de la descuidada Diana, despertando en ella los olvidados amores, para que de un libre estuviese cautiva y por un exento viviese atormentada. Y lo que mayor pena le dio fue pensar que el descuido que tuvo de Sireno había sido ocasión de tal olvido y era causa del aborrecimiento. De este dolor y de otros muchos estaba tan combatida que ni el yugo del matrimonio ni el freno de la vergüenza fueron bastantes a detener la furia de su amor ni remediar la aspereza de su tormento, sino que, sus lamentables voces esparciendo y dolorosas lágrimas derramando, las duras peñas y fieras alimañas enternecía.
Pues hallándose un día acaso en la fuente de los alisos, en el tiempo del estío, a la hora que el sol se acercaba al medio día, y acordándose del contento que allí en compañía del amado Sireno muchas veces había recibido, cotejando los deleites del tiempo pasado con las fatigas del presente y conociendo la culpa que ella en su tormento tenía, concibió su corazón tan angustiada tristeza y vino su alma en tan peligroso desmayo que pensó que entonces la deseada muerte diera fin a sus trabajos. Pero después que el ánimo cobró algún tanto su vigor, fue tan grande la fuerza de su pasión y el ímpetu con que amor reinaba en sus entrañas que le forzó publicar su tormento a las simples avecillas, que de los floridos ramos la escuchaban, a los verdes árboles, que de su congoja parece que se dolían, y a la clara fuente, que el ruido de sus cristalinas aguas con el son de sus cantares acordaba. Y así con una suave zampoña cantó de esta manera:
No diera fin tan presto la enamorada Diana a su deleitosa música, si de una pastora que, tras unos jarales la había escuchado, no fuera de improviso estorbada. Porque, viendo la pastora, detuvo la suave voz rompiendo el hilo de su canto, y haciendo obra en ella la natural vergüenza, le pesó muy de veras que su canción fuese escuchada ni su pena conocida, mayormente viendo aquella pastora ser extranjera y por aquellas partes nunca vista. Mas ella que, de lejos la suavísima voz oyendo, a escuchar tan delicada melodía secretamente se había llegado, entendiendo la causa del doloroso canto, hizo de su extremadísima hermosura tan improvisa y alegre muestra, como suele hacer la nocturna luna, que con sus lumbrosos rayos vence y traspasa la espesura de los oscuros nublados. Y viendo que Diana había quedado algo turbada con su vista, con gesto muy alegre le dijo estas palabras:
-Hermosa pastora, grande perjuicio hice al contento que tenía con oírte, en venir tan sin propósito a estorbarte. Pero la culpa de esto la tiene el deseo que tengo de conocerte y voluntad de dar algún alivio al mal de que tan dolorosamente te lamentas, al cual, aunque dicen que es excusado buscarle consuelo, con voluntad libre y razón desapasionada se le puede dar suficiente remedio. No disimules conmigo tu pena, ni te pese que sepa tu nombre y tu tormento, que no haré por eso menos cuenta de tu perfección ni juzgaré por menos tu merecimiento.
Oyendo Diana estas palabras estuvo un rato sin responder, teniendo los ojos empleados en la hermosura de aquella pastora y el entendimiento dudoso sobre qué respondería a sus grandes ofrecimientos y amorosas palabras; y al fin respondió de esta manera:
-Pastora de nueva y aventajada gentileza, si el gran contento que de tu vista recibo y el descanso que me ofrecen tus palabras hallara en mi corazón algún aparejo de confianza, creo que fueras bastante a dar algún remedio a mi fatiga y no dudara yo de publicarte mi pena. Mas es mi mal de tal calidad que, en comenzar a fatigarme, tomó las llaves de mi corazón y cerró las puertas al remedio. Sabe que yo me llamo Diana, por estos campos harto conocida; conténtate con saber mi nombre, y no te cures de saber mi pena, pues no aprovechara para más de lastimarte, viendo mi tierna juventud en tanta fatiga.
-Este es el engaño -dijo la pastora- de los que se hacen esclavos del amor que, en comenzarle a servir, son tan suyos que ni quieren ser libres ni les parece posible tener libertad. Tu mal bien sé que es amor, según de tu canción entendí, en la cual enfermedad yo tengo grande experiencia. He sido muchos años cautiva y ahora me veo libre; anduve ciega y ahora atino al camino de la verdad; pasé en el mar de amor peligrosas agonías y tormentas, y ahora estoy gozando del seguro y sosegado puerto; y aunque más grande sea tu pena, ¡era tan grande la mía! Y pues para ella tuve remedio, no despidas de tu casa la esperanza, no cierres los ojos a la verdad ni los oídos a mis palabras.
-Palabras serán -dijo Diana- las que se gastarán en remediar el amor, cuyas obras no tienen remedio con palabras. Mas con todo, querría saber tu nombre y la ocasión que hacia nuestros campos te ha encaminado, y holgaré tanto en saberlo que suspenderé por un rato mi comenzado llanto, cosa que importa tanto para el alivio de mi pena.
-Mi nombre es Alcida -dijo la pastora- pero lo demás que me preguntas no me sufre contarlo la compasión que tengo de tu voluntaria dolencia, sin que primero recibas mis provechosos, aunque para ti desabridos, remedios.
-Cualquier consuelo -dijo Diana- me será agradable por venir de tu mano, con que no sea quitar el amor de mi corazón, porque no saldrá de allí sin llevar consigo a pedazos mis entrañas. Y aunque pudiese, no quedaría sin él, por no dejar de querer al que, siendo olvidado, tomó de mi crueldad tan presta y sobrada venganza.
Dijo entonces Alcida:
-Mayor confianza me das ahora de tu salud, pues dices que lo que ahora quieres en otro tiempo lo has aborrecido, porque ya sabrás el camino del olvido y tendrás la voluntad vezada al aborrecimiento. Cuanto más que entre los dos extremos de amar y aborrecer está el medio, el cual tú debes elegir.
Diana a esto replicó:
-Bien me contenta tu consejo, pastora, pero no me parece muy seguro. Porque si yo de aborrecer he venido a amar, más fácilmente lo hiciera si mi voluntad estuviera en medio del amor y aborrecimiento, pues, teniéndome más cerca, con mayor fuerza me venciera el poderoso Cupido.
A esto respondió Alcida:
-No hagas tan gran honra a quien tan poco la merece, nombrando poderoso al que tan fácilmente queda vencido, especialmente de los que eligen el medio que tengo dicho, porque en él consiste la virtud, y donde ella está quedan los corazones contra el amor fuertes y constantes.
Dijo entonces Diana:
-Crueles, duros, ásperos y rebeldes dirás mejor, pues pretenden contradecir a su naturaleza y resistir a la invencible fuerza de Cupido. Mas séanlo cuanto quisieren, que a la fin no se van alabando de la rebeldía ni les aprovecha defenderse con la dureza. Porque el poder del amor vence la más segura defensa y traspasa el más fuerte impedimento. De cuyas hazañas y maravillas en este mismo lugar cantó un día mi querido Sireno, en el tiempo que fue para mí tan dulce como me es ahora amarga su memoria. Y bien me acuerdo de su canción, y aun de cuantas entonces cantaba, porque he procurado que no se me olvidasen, por lo que me importa tener en la memoria las cosas de Sireno. Mas esta que trata de las proezas del amor dice:
Soneto
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-Bien encarecidas están -dijo Alcida- las fuerzas del amor, pero más creyera yo a Sireno si después de haber publicado por tan grandes las furias de las flechas de Cupido, él no hubiese hallado reparo contra ellas, y después de haber encarecido la estrechura de sus cadenas, él no hubiese tenido forma para tener libertad. Y así me maravillo que creas tan de ligero al que con las obras contradice a las palabras. Porque harto claro está que semejantes canciones son maneras de hablar y sobrados encarecimientos con que los enamorados venden por muy peligrosos sus males, pues tan ligeramente se vuelven de cautivos, libres, y vienen de un amor ardiente a un olvido descuidado. Y si sienten pasiones los enamorados, provienen de su misma voluntad y no del amor, el cual no es sino una cosa imaginada por los hombres, que ni está en cielo ni en tierra, sino en el corazón del que la quiere. Y si algún poder tiene es porque los hombres mismos dejan vencerse voluntariamente, ofreciéndole sus corazones y poniendo en sus manos la propia libertad. Mas porque el soneto de Sireno no quede sin respuesta, oye otro que parece que se hizo en competencia de él, y oíle yo, mucho tiempo ha, en los campos de Sebeto, a un pastor nombrado Aurelio; y si bien me acuerdo decía así:
Soneto
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¿Parécete, Diana, que debe fiarse un entendimiento como el tuyo en cosas de aire, y que hay razón para adorar tan de veras a cosa tan de burlas como el dios de amor? El cual es fingido por vanos entendimientos, seguido de deshonestas voluntades y conservado en las memorias de los hombres ociosos y desocupados. Estos son los que le dieron al amor el nombre tan celebrado que por el mundo tiene. Porque viendo que los hombres por querer bien padecían tantos males, sobresaltos, temores, cuidados, recelos, mudanzas y otras infinitas pasiones, acordaron de buscar alguna causa principal y universal, de la cual, como de una fuente, naciesen todos estos efectos. Y así inventaron el nombre de amor, llamándole dios, porque era de las gentes tan temido y reverenciado. Y pintáronlo de manera que cuando ven su figura tienen razón de aborrecer sus obras. Pintáronlo muchacho, porque los hombres en él no se fíen; ciego, porque no le sigan; armado, porque le teman; con llamas, porque no se le lleguen; y con alas, para que por vano le conozcan. No has de entender, pastora, que la fuerza que al amor los hombres conceden y el poderío que le atribuyen sea ni pueda ser suyo; antes has de pensar que cuanto más su poder y valor encarecen, más nuestras flaquezas y poquedades manifiestan. Porque decir que el amor es fuerte, es decir que nuestra voluntad es floja, pues permite ser por él tan fácilmente vencida; decir que el amor tira con poderosa furia venenosas y mortales saetas, es decir que nuestro corazón es descuidado, pues se ofrece tan voluntariamente a recibirlas; decir que el amor nuestras almas tan estrechamente cautiva, es decir que en nosotros hay falta de juicio, pues al primer combate nos rendimos y, aun a veces sin ser combatidos, damos a nuestro enemigo la libertad. Y en fin, todas las hazañas que se cuentan del amor no son otra cosa sino nuestras miserias y flojedades. Y puesto caso que las tales proezas fuesen suyas, ellas son de tal cualidad que no merecen alabanza. ¿Qué grandeza es cautivar los que no se defienden?, ¿qué braveza acometer los flacos?, ¿qué valentía herir los descuidados?, ¿qué fortaleza matar los rendidos?, ¿qué honra desasosegar los alegres?, ¿qué hazaña perseguir los malaventurados? Por cierto, hermosa pastora, los que quieren tanto engrandecer este Cupido y los que tan a su costa le sirven, debieran, por su honra, darle otras alabanzas, porque con todas estas el mejor nombre que gana es de cobarde en los acometimientos, cruel en las obras, vano en las intenciones, liberal de trabajos y escaso de galardones. Y aunque todos estos nombres son infames, peores son los que le dan sus mismos aficionados, nombrándolo fuego, furor y muerte; y al amar llamando arder, destruirse, consumirse y enloquecerse; y a sí mismos nombrándose ciegos, míseros, cautivos, furiosos, consumidos e inflamados. De aquí viene que todos generalmente dan quejas del amor, nombrándole tirano, traidor, duro, fiero y despiadado. Todos los versos de los amadores están llenos de dolor, compuestos con suspiros, borrados con lágrimas y cantados con agonía. Allí veréis las sospechas, allí los temores, allí las desconfianzas, allí los recelos, allí los cuidados y allí mil géneros de penas. No se habla allí sino de muertes, cadenas, flechas, venenos, llamas y otras cosas que no sirven sino para dar tormento cuando se emplean y temor cuando se nombran. Mal estaba con estos nombres Herbanio, pastor señalado en la Andalucía, cuando en la corteza de un álamo, sirviéndole de pluma un agudo punzón, delante de mí escribió este soneto:
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Pues venga ahora el soneto de tu Sireno a darme a entender que la imaginación de las hazañas del amor basta a vencer la furia del tormento; porque si las hazañas son matar, herir, cegar, abrasar, consumir, cautivar y atormentar, no me hará creer que imaginar cosas de pena alivie la fatiga, antes ha de dar mayores fuerzas a la pasión para que, siendo más imaginada, dure más en el corazón y con mayor aspereza lo atormente. Y si es verdad lo que cantó Sireno, mucho me maravillo que él, recibiendo, según dice, en este pensamiento tan aventajado gusto, tan fácilmente le haya trocado con tan cruel olvido como ahora tiene, no solo de las hazañas de Cupido, pero de tu hermosura, que no debiera por cosa del mundo ser olvidada.
Apenas había dicho Alcida de su razón las últimas palabras, que Diana, alzando los ojos, porque estaba con algún recelo, vio de lejos a su esposo Delio, que bajaba por la falda de un montecillo encaminándose para la fuente de los alisos, donde ellas estaban. Y así, atajando las razones de Alcida, le dijo:
-No más, no más, pastora, que tiempo habrá después para escuchar lo restante, y para responder a tus flojos y aparentes argumentos. Cata allá, que mi esposo Delio desciende por aquel collado y se viene para nosotras; menester será que por disimular lo que aquí se trataba, al son de nuestros instrumentos comencemos a cantar, porque cuando llegue se contente de nuestro ejercicio.
Y así, tomando Alcida su cítara y Diana su zampoña, cantaron de esta manera:
Rimas
provenzales
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ALCIDA
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DIANA
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ALCIDA
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DIANA
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ALCIDA
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DIANA
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ALCIDA
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DIANA
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Sintió de lejos Delio la voz de su esposa Diana, y como oyó que otra voz le respondía, tuvo mucho cuidado de llegar presto por ver quien estaba en compañía de Diana. Y así cerca de la fuente, puesto detrás un grande arrayán, escuchó lo que cantaban, buscando adrede ocasiones para sus acostumbrados celos. Mas cuando entendió que las canciones eran diferentes de lo que él con su sospecha presumía, estuvo muy contento. Pero todavía el ansia que tenía de conocer la que estaba con su esposa, le hizo que se llegase a las pastoras, de las cuales fue cortésmente saludado, y de su esposa con un angélico semblante recibido. Y sentado cabe ellas, Alcida le dijo:
-Delio, en gran cargo soy a la fortuna, pues no solo me hizo ver la belleza de Diana, mas conocer al que ella tuvo por merecedor de tanto bien y al que entregó la libertad, que, según es ella sabia, se ha de tener por extremado lo que escoge. Mas espántome de ver que tengas tan poca cuenta con la mucha que contigo tuvo Diana en elegirte por marido, que sufras que vaya tan solo un paso sin tu compañía y dejes que un solo momento se aparte de tus ojos. Bien sé que ella mora siempre en tu corazón, mas el amor que tú le debes a Diana no ha de ser tan poco que te contentes con tener en el alma su figura, pudiendo tener también ante los ojos su gentileza.
Entonces Diana, porque Delio respondiendo no se pusiese en peligro de publicar el poco aviso y cordura que tenía, tomó la mano por él y dijo:
-No tiene Delio razón de estar tan contento de tenerme por esposa, como tú muestras estar por haberme conocido, ni de tenerme tan presente que se olvide de sus granjas y ganados, pues importa más que el deleite que de ver la belleza, que falsamente me atribuyes, se pudiera tomar.
Dijo entonces Alcida:
-No perjudiques, Diana, tan adrede a tu gentileza, ni hagas tan grande agravio al parecer que el mundo tiene de ti, que no parece mal en una hermosa el estimarse, ni le da el nombre de altiva moderadamente conocerse. Y tú, Delio, tente por el más dichoso del mundo y goza bien el favor que la fortuna te hizo, pues ni dio ni tiene que dar cosa que iguale con ser esposo de Diana.
Atentamente escuchó Delio las palabras de Alcida y, en tanto que habló, la estuvo siempre mirando, tanto que a la fin de sus dulces y avisadas razones se halló tan preso de sus amores que, de atónito y pasmado, no tuvo palabras con que responderle, sino que con un ardiente suspiro dio señal de la nueva herida que Cupido había hecho en sus entrañas. A este tiempo sintieron una voz, cuya suavidad los deleitó maravillosamente. Paráronse atentos a escucharla y, volviendo los ojos hacia donde resonaba, vieron un pastor que muy fatigado venía hacia la fuente a guisa de congojado caminante, cantando de esta manera:
Soneto
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Apenas acabó Alcida de oír la canción del pastor, que conociendo quién era, toda temblando, con grande prisa se levantó antes que él llegase, rogándoles a Delio y Diana que no dijesen que ella había estado allí, porque le importaba la vida no ser hallada ni conocida por aquel pastor, que como la misma muerte aborrecía. Ellos le ofrecieron hacerlo así, pesándoles en extremo de su presta y no pensada partida. Alcida, a más andar metiéndose por un bosque muy espeso que junto a la fuente estaba, caminó con tanta presteza y recelo como si de un cruel y hambriento tigre fuera perseguida. Poco después llegó el pastor tan cansado y afligido que pareció la fortuna, doliéndose de él, haberle ofrecido aquella clara fuente y la compañía de Diana para algún alivio de su pena. Porque como en tan calorosa siesta, tras el cansancio del fatigoso camino, vio la amenidad del lugar, el sombrío de los árboles, la verdura de las hierbas, la lindeza de la fuente y la hermosura de Diana, le pareció reposar un rato, aunque la importancia de lo que buscaba y el deseo con que tras ello se perdía no daban lugar a descanso ni entretenimiento. Diana entonces le hizo las caricias y cortesías que conforme a los celos de Delio, que presente estaba, se podían hacer, y tuvo grande cuenta con el extranjero pastor, así porque en su manera le pareció tener merecimiento, como porque le vio lastimado del mal que ella tenía. El pastor hizo grande caso de los favores de Diana, teniéndose por muy dichoso de haber hallado tan buena ventura. Estando en esto, mirando Diana en torno de sí, no vio a su esposo Delio, porque enamorado, como dijimos, de Alcida, en tanto que Diana estaba descuidada empleándose en acariciar el nuevo pastor, se fue tras la fugitiva pastora metiéndose por el mismo camino con intención determinada de seguirla, aunque fuese a la otra parte del mundo. Atónita quedó Diana de ver que faltase tan improvisamente su esposo, y así dio muchas voces repitiendo el nombre de Delio. Mas no aprovechó para que él desde el bosque respondiese ni dejase de proseguir su camino, sino que con grandísima prisa caminando entendía en alcanzar la amada Alcida. De manera que Diana, viendo que Delio no parecía, mostró estar muy afligida por ello, haciendo tales sentimientos que el pastor por consolarla le dijo:
-No te vea yo, hermosa pastora, tan sin razón afligida ni des crédito a tu sospecha en tan gran perjuicio de tu descanso. Porque el pastor que tú buscas no ha tanto que falta que debas tenerte por desamparada. Sosiégate un poco, que podrá ser que estando tú divertida, convidado del sombrío de los amenos alisos y de la frescura del viento que los está blandamente meneando, haya querido mudar asiento sin que nosotros lo viésemos, porque temía quizá no le contradijésemos, o por ventura le ha tanto pesado de mi venida y tuviera por tan enojosa mi compañía, que ha escogido otro lugar donde sin ella pueda pasar alegremente la siesta.
A esto respondió Diana:
-Gracioso pastor, para conocer el mal que maltrata tu vida, basta oír las palabras que publica tu lengua. Bien muestras estar del amor atormentado y vezado a engañar las amorosas sospechas con vanas imaginaciones. Porque costumbre es de los amadores dar a entender a sus pensamientos cosas falsas e imposibles, para hacer que no dé crédito a las ciertas y verdaderas. Semejantes consuelos, pastor, aprovechan más para señalar en ti el pesar de mi congoja que para remediar mi pena. Porque yo sé muy bien que mi esposo Delio va siguiendo una hermosísima pastora que de aquí se partió, y según la afición con que estando aquí la miraba y los suspiros que del alma le salían, yo, que sé cuán determinadamente suele emprender cuanto le pasa por el pensamiento, tengo por cierto que no dejará de seguir la pastora aunque piense en toda su vida no volver ante mis ojos. Y lo que más me atormenta es conocer la dura y desamorada condición de aquella pastora, porque tiene un alma tan enemiga del amor que desprecia la más extremada beldad y no hace caso del valor más aventajado.
Al triste pastor en este punto pareció que una mortal saeta le atravesó el corazón, y dijo:
-¡Ay de mí, desdichado amante!, ¿con cuánta más razón se han de doler de mí las almas que no fueren de piedra, pues por el mundo busco la más cruel, la más áspera y despiadada doncella que se puede hallar? Duélete de veras, pastora, de tu esposo, que si la que él busca tiene tal condición como esta, corre gran peligro su vida de perderse.
Oyendo Diana estas palabras, acabó de conocer su mal y vio claramente que la pastora que en ver este pastor tan prestamente huyó, era la que él por todas las partes del mundo había buscado. Y era así, porque ella huyendo de él, por no ser descubierta ni conocida había tomado hábito de pastora. Mas disimuló por entonces con el pastor y no quiso decirle nada de esto, por cumplir con la palabra que a Alcida había dado al tiempo de partirse; y también porque vio que ella gran rato había que era partida, corriendo con tanta presteza por aquel bosque espesísimo que fuera imposible alcanzarla. Y publicar al pastor esto no sirviera para más de darle mayor pena. Porque aquello fatiga más cuando no se alcanza, que dio alguna esperanza de ser habido. Pero como Diana desease conocerlo y saber la causa de los amores de él y del aborrecimiento de ella, le dijo:
-Consuela, pastor, tu llanto y cuéntame la causa de él, que por alivio de esta congoja holgaré de saber quién eres y oír el proceso de tus males, porque por la conmemoración de ellos te ha de ser agradable, si eres verdadero amante, como creo.
Él entonces no se hizo mucho de rogar, antes, sentándose entrambos junto a la fuente, habló de esta manera:
-No es mi mal de tal cualidad que a toda suerte de gentes se pueda contar, mas la opinión que tengo de tu merecimiento y el valor que tu hermosura me publica me fuerza a contarte abiertamente mi vida, si vida se puede llamar la que de grado trocaría con la muerte. Sabe, pastora, que mi nombre es Marcelio, y mi estado muy diferente de lo que mi hábito señala, porque fui nacido en la ciudad Soldina, principal en la provincia Vandalia, de padres esclarecidos en linaje y abundantes de riquezas. En mi tierna edad fui llevado a la corte del rey de lusitanos, y allí criado y querido no solo de los señores principales de ella, mas aun del mismo rey, tanto que nunca consintió que me partiese de su corte hasta que me encargó la gente de guerra que tenía en la costa de África. Allí estuve mucho tiempo capitán de las villas y fortalezas que el rey tiene en aquella costa, teniendo mi propio asiento en la villa de Ceuta, donde fue el principio de mi desventura. Allí, por mi mal, había un noble y señalado caballero, nombrado Eugerio, que tenía cargo por el rey del gobierno de la villa, al cual Dios, allende de darle nobleza y bienes de fortuna, le hizo merced de un hijo nombrado Polidoro, valeroso en todo extremo, y dos hijas llamadas Alcida y Clenarda, aventajadas en hermosura. Clenarda en tirar arco era diestrísima, pero Alcida, que era la mayor, en belleza la sobrepujaba. Esta de tal manera enamoró mi corazón, que ha podido causarme la desesperada vida que paso y la cruda muerte que cada día llamo y espero. Su padre tenía tanta cuenta con ella, que pocas veces consentía que se partiese delante sus ojos. Y esto impedía que yo no le pudiese hacer saber lo mucho que la quería, sino que las veces que tenía ventura de verla, con un mirar apasionado y suspiros que salían de mi pecho sin licencia de mi voluntad, le publicaba mi pena. Tuve manera de escribirle una carta y, no perdiendo la ocasión que me concedió la fortuna, le hice una letra que decía así:
Carta de Marcelio para
Alcida
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Esta fue la carta que le escribí, y si ella fuera tan bien hecha como fue venturosa, no trocara mi habilidad por la de Homero. Llegó a las manos de Alcida, y aunque de mis razones quedó alterada y de mi atrevimiento ofendida, pero al fin tener noticia de mi pena hizo, según después entendí, en su corazón mayor efecto de lo que yo de mi desdicha confiaba. Comencé a señalarme su amante haciendo justas, torneos, libreas, galas, invenciones, versos y motes por su servicio, durando en esta pena por espacio de algunos años. Al fin de los cuales Eugerio me tuvo por merecedor de ser su yerno, y por intercesión de algunos principales hombres de la tierra, me ofreció su hija Alcida por mujer. Tratamos que los desposorios se hiciesen en la ciudad de Lisbona, porque el rey de lusitanos en ellos estuviese presente; y así, despachando un correo con toda diligencia, dimos cuenta al rey de este casamiento y le suplicamos que nos diese licencia para que, encomendando nuestros cargos a personas de confianza, fuésemos allá a solemnizarlo. Luego por toda la ciudad y lugares apartados y vecinos se extendió la fama de mi casamiento, y causó tan general placer como a tan hermosa dama como Alcida y a tan fiel amante como yo se debía. Hasta aquí llegó mi bienaventuranza, hasta aquí me encumbró la fortuna, para después abatirme en la profundidad de miserias en que me hallo. ¡Oh, transitorio bien; oh, mudable contento; oh, deleite variable; oh, inconstante firmeza de las cosas mundanas! ¿Qué más pude recibir de lo que recibí y qué más puedo padecer de lo que padezco? No me mandes, pastora, que importune tus oídos con más larga historia, ni que lastime tus entrañas con mis desastres. Conténtate ahora con saber mi pasado contentamiento y no quieras saber mi presente dolor, porque está cierta que ha de enfadarte mi prolijidad y de alterarte mi desgracia.
A lo cual respondió Diana:
-Deja, Marcelio, semejantes excusas, que no quise yo saber los sucesos de tu vida para gozar solo de tus placeres sin entristecerme de tus pesares, antes quiero de ellos toda la parte que cabrá en mi congojado corazón.
-¡Ay, hermosa pastora -dijo Marcelio-, cuán contento quedaría si la voluntad que te tengo no me forzase a complacerte en cosa de tanto dolor! Y lo que más me pesa es que mis desgracias son tales que han de lastimar tu corazón cuando las sepas, que la pena que he de recibir en contarlas no la tengo en tanto que no la sufriese de grado a trueco de contentarte. Pero yo te veo tan deseosa de saberlas que me será forzado causarte tristeza por no agraviar tu voluntad.
Pues has de saber, pastora, que después que fue concertado mi desventurado casamiento, venida ya la licencia del rey, el padre Eugerio, que viudo era, el hijo Polidoro, las dos hijas Alcida y Clenarda, y el desdichado Marcelio, que su dolor te está contando, encomendados los cargos que por el rey teníamos a personas de confianza, nos embarcamos en el puerto de Ceuta para ir por mar a la noble Lisbona a celebrar, como dije, en presencia del rey el matrimonio. El contento que todos llevábamos nos hizo tan ciegos que en el más peligroso tiempo del año no tuvimos miedo a las tempestuosas ondas que entonces suelen hincharse, ni a los furiosos vientos que en tales meses acostumbran embravecerse, sino que, encomendando la frágil nave a la inconstante fortuna, nos metimos en el peligroso mar, descuidados de sus continuas mudanzas e innumerables infortunios. Mas poco tiempo pasó que la fortuna castigó nuestro atrevimiento, porque antes que la noche llegase el piloto descubrió manifiestas señales de la venidera tempestad. Comenzaron los espesos nublados a cubrir el cielo, empezaron a murmurar las airadas ondas, los vientos a soplar por contrarias y diferentes partes. «¡Ay, tristes y peligrosas señales! -dijo el turbado y temeroso piloto- ¡Ay, desdichada nave, qué desgracia se te apareja, si Dios por su bondad no te socorre!». Diciendo esto vino un ímpetu y furia tan grande de viento que, en las extendidas velas y en todo el cuerpo de la nave sacudiendo, la puso en tan gran peligro que no fue bastante el gobernalle para regirla, sino que, siguiendo el poderoso furor, iba donde la fuerza de las ondas y los vientos la impelía. Acabó poco a poco a descararse la tempestad. Las furiosas ondas, cubiertas de blanca espuma, comienzan a ensoberbecerse. Estaba el cielo abundante lluvia derramando, furibundos rayos arrojando y con espantosos truenos el mundo estremeciendo. Sentíase un espantable ruido de las sacudidas maromas, y movían gran terror las lamentables voces de los navegantes y marineros. Los vientos por todas partes la nave combatían; las ondas, con terribles golpes en ella sacudiendo, las más enteras y mejor clavadas tablas hendían y desbarataban. A veces el soberbio mar hasta el cielo nos levantaba y luego hasta los abismos nos despeñaba, y a veces, espantosamente abriéndose, las más profundas arenas nos descubría. Los hombres y mujeres a una y otra parte corriendo, su desventurada muerte dilatando, unos entrañables suspiros esparcían, otros piadosos votos ofrecían, y otros dolorosas lágrimas derramaban. El piloto, con tan brava fortuna atemorizado, vencido su saber de la perseverancia y braveza de la tempestad, no sabía ni podía regir el gobernalle. Ignoraba la naturaleza y origen de los vientos, y en un mismo punto mil cosas diferentes ordenaba. Los marineros, con la agonía de la cercana muerte turbados, no sabían ejecutar lo mandado, ni con tantas voces y ruido podían oír el mandamiento y orden del ronco y congojado piloto. Unos amainan la vela, otros vuelven la antena, otros anudan las rompidas cuerdas, otros remiendan las despedazadas tablas, otros el mar en el mar vacían, otros al timón socorren y, en fin, todos procuran defender la miserable nave del inevitable perdimiento. Mas no valió la diligencia, ni aprovecharon los votos y lágrimas para ablandar el bravo Neptuno, antes cuanto más se iba acercando la noche, más cargaron los vientos y más se ensañaron las tempestades. Venida ya la tenebrosa noche y no amansándose la fortuna, el padre Eugerio, desconfiado de remedio, con el rostro temeroso y alterado, a sus hijos y yerno mirando, tenía tanta agonía de la muerte que habíamos de pasar, que tanto nos dolía su congoja como nuestra desventura. Mas el lloroso viejo rodeado de trabajos, con lamentable voz y tristes lágrimas decía de esta manera: «¡Ay, mudable fortuna, enemiga del humano contento, tan gran desdicha le tenías guardada a mi triste vejez! ¡Oh, bienaventurados los que en juveniles años mueren lidiando en las sangrientas batallas, pues no llegando a la cansada edad, no vienen a peligro de llorar los desastres y muertes de sus amados hijos! ¡Oh, fuerte mal, oh, triste suceso! ¿Quién jamás murió tan dolorosamente como yo, que esperando consolar mi muerte con dejar en el mundo quien conserve mi memoria y mi linaje, he de morir en compañía de los que habían de solemnizar mis obsequias? ¡Oh, queridos hijos, ¿quién me dijera a mí que mi vida y la vuestra se habían de acabar a un mismo tiempo y habían de tener fin con una misma desventura! Querría, hijos míos, consolaros, mas, ¿qué puede deciros un triste padre en cuyo corazón hay tanta abundancia de dolor y tan grande falta de consuelo? Mas consolaos, hijos, armad vuestras almas de sufrimiento y dejad a mi cuenta toda la tristeza, pues allende de morir una vez por mí, he de sufrir tantas muertes cuantas vosotros habéis de pasar». Esto decía el congojado padre con tantas lágrimas y sollozos que apenas podía hablar, abrazando los unos y los otros por despedida antes que llegase la hora del perdimiento. Pues contarte yo ahora las lágrimas de Alcida y el dolor que por ella yo tenía, sería una empresa grande y de mucha dificultad. Sola una cosa quiero decirte: que lo que más me atormentaba era pensar que la vida que yo tenía ofrecida a su servicio, hubiese de perderse juntamente con la suya. En tanto la perdida y maltratada nave, con el ímpetu y furia de los bravos ponientes que, por el estrecho paso que de Gibraltar se nombra, rabiosamente soplaban, corriendo con más ligereza de la que a nuestra salud convenía, combatida por la poderosa fortuna por espacio de toda la noche y el siguiente día, sin poder ser regida con la destreza de los marineros, anduvo muchas leguas por el espacioso mar Mediterráneo, por donde la fuerza del viento la encaminaba. El otro día después pareció la fortuna querer amansarse, pero volviendo luego a la acostumbrada braveza, nos puso en tanta necesidad que no esperábamos una hora de vida. En fin, nos combatió tan brava tempestad que la nave, compelida de un fuerte torbellino que le dio por el izquierdo lado, estuvo en tan gran peligro de trastornarse que tuvo ya el bordo metido en el agua. Yo, que vi el peligro manifiesto, desciñéndome la espada porque no fuese embarazo y abrazándome con Alcida, salté con ella en el batel de la nave. Clenarda, que era doncella muy suelta, siguiéndonos hizo lo mismo, no dejando en la nave su arco y aljaba, que más que cualesquier tesoros estimaba. Polidoro, abrazándose con su padre, quiso con él saltar en el batel como nosotros, mas el piloto de la nave y un otro marinero fueron primeros a saltar y, al tiempo que Polidoro con el viejo Eugerio quiso salir de la nave, viniendo por la parte diestra una borrasca, apartó tanto el batel de la nave que los tristes hubieron de quedar en ella, y de allí a poco rato no la vimos ni sabemos de ella, sino que tengo por cierto que por las crueles ondas fue tragada o, dando al través en la costa de España, miserablemente fue perdida. Quedando, pues, Alcida, Clenarda y yo en el pequeño esquife, guiados con la industria del piloto y del otro marinero, anduvimos errando por espacio de un día y de una noche, aguardando de punto en punto la muerte, sin esperanza de remedio y sin saber la parte dónde estábamos. Pero en la mañana siguiente nos hallamos muy cerca de tierra y dimos al través en ella. Los dos marineros, que muy diestros eran en nadar, no solo salieron a nado a la deseada tierra, pero nos sacaron a todos llevándonos a seguro salvamento. Después que estuvimos fuera de las aguas, amarraron los marineros el batel a la ribera y, reconociendo la tierra donde habíamos llegado, hallaron que era la isla Formentera, y quedaron muy espantados de las muchas millas que en tan poco tiempo habíamos corrido. Mas ellos tenían tan larga y cierta experiencia de las maravillas que suelen hacer las bravas tempestades, que no se espantaron mucho del discurso de nuestra navegación. Hallámonos seguros de la fortuna, pero tan tristes en la pérdida de Eugerio y Polidoro, tan maltratados del trabajo y tan fatigados de hambre, que no teníamos forma de alegrarnos de la cobrada vida.
Dejo ahora de contarte los llantos y extremos de Alcida y Clenarda por haber perdido el padre y hermano, por pasar adelante a la historia del desdichado suceso que me aconteció en esta solitaria isla, porque después que en ella fui librado de la crueldad de la fortuna, me fue el amor tan enemigo que pareció pesarle de ver mi vida libre de la tempestad, y quiso que al tiempo que por más seguro me tuviese, entonces con nueva y más grave pena fuese atormentado. Hirió el maligno amor el corazón del piloto, que Bartofano se decía, y lo hizo tan enamorado de la hermosura de Clenarda, su hermana de Alcida, que por salir con su intento olvidó la ley de amicicia y fidelidad, imaginando y efectuando una extraña traición. Y fue así, que, después de las lágrimas y lamentos que las dos hermanas hicieron, aconteció que Alcida, cansada de la pasada fatiga, se recostó sobre la arena y vencida del importuno sueño se durmió. Estando en esto le dije yo al piloto: «Bartofano amigo, si no buscamos qué comer o por nuestra desdicha no lo hallamos, podemos hacer cuenta que no hemos salvado la vida, sino que hemos mudado manera de muerte. Por eso querría, si te place, que tú y tu compañero fueseis al primer lugar que en la isla se os ofreciere para buscar qué comer». Respondió Bartofano: «Harto hizo la fortuna, señor Marcelio, en llevarnos a tierra, aunque sea despoblada. Desengáñate de hallar qué comer aquí, porque la tierra es desierta y de gentes no habitada. Mas yo diré un remedio para que no perezcamos de hambre. ¿Ves aquella isleta que está de frente, cerca de donde estamos? Allí hay gran abundancia de venados, conejos, liebres y otra caza, tanto que van por ella grandes rebaños de silvestres animales. Allí también hay una ermita, cuyo ermitaño tiene ordinariamente harina y pan. Mi parecer es que Clenarda, cuya destreza en tirar arco te es manifiesta, pase con el batel a la isla para matar alguna caza, pues el arco y flechas no le faltan, que mi compañero y yo la llevaremos allá; y tú, Marcelio, queda en compañía de Alcida, que será posible que antes que se despierte, volvamos con abundancia de fresca y sabrosa provisión». Muy bien nos pareció a Clenarda y a mí el consejo de Bartofano, no cayendo en la alevosía que tenía fabricada. Mas nunca quiso Clenarda pasar a la isleta sin mi compañía, porque no osaba fiarse en los marineros. Y aunque yo me excusé de ir con ella diciendo que no era bien dejar a Alcida sola y durmiendo en tan solitaria tierra, me respondió que, pues el espacio de mar era muy poco, la caza de la isla mucha y el mar algún tanto tranquilo, porque en estar nosotros en tierra, había mostrado amansarse, podíamos ir, cazar y volver antes que Alcida, que muchas noches había que no había dormido, se despertase. En fin, tantas razones me hizo que, olvidado de lo que más me convenía, sin más pensar en ello, determiné acompañarla. De lo cual le pesó harto a Bartofano, porque no quería sino a Clenarda sola, para mejor efectuar su engaño. Mas no le faltó al traidor forma para poner por obra la alevosía, porque, dejada Alcida durmiendo, metidos todos en el esquife, nos echamos a la mar, y antes de llegar a la isleta, estando yo descuidado y sin armas, porque todas las había dejado en la nave, cuando salté de ella por salvar la vida, fui de los dos marineros asaltado y, sin poderme valer, preso y maniatado. Clenarda, viendo la traición, quiso de dolor echarse en el mar, mas por el piloto fue detenida, antes, apartándola a una parte del esquife, en secreto le dijo: «No tomes pena de lo hecho, hermosa dama, y sosiega tu corazón, que todo se hace por tu servicio. Has de saber, señora, que este Marcelio, cuando llegamos a la isla desierta, me habló secretamente y me rogó que te aconsejase que pasases para cazar a la isla y cuando estuviésemos en mar, encaminase la proa hacia levante, señalándome que estaba enamorado de ti, y quería dejar en la isla a tu hermana por gozar de ti a su placer y sin impedimento. Y aquel no querer acompañarte era por disimulación y por encubrir su maldad. Mas yo, que veo el valor de tu hermosura, por no perjudicar a tu merecimiento, en el punto que había de hacerte la traición, he determinado serte leal, y he atado a Marcelio, como has visto, con determinación de dejarlo así a la ribera de una isla que cerca de aquí está, y volver después contigo a donde dejamos a Alcida. Esta razón te doy de lo hecho; mira tú ahora lo que determinas». Oyendo esto Clenarda, creyó muy de veras la mentira del traidor y túvome una ira mortal, y fue contenta que yo fuese llevado donde Bartofano dijo. Mirábame con un gesto airado y de rabia no podía hablarme palabra, sino que en lo íntimo de su corazón se gozaba de la venganza que de mí se había de tomar, sin nunca advertir el engaño que se le hacía. Conocí yo en Clenarda que no le pesaba de mi prisión, y así le dije: «¿Qué es esto, hermana?, ¿tan poca pena te parece la mía y la tuya que tan presto hicieron fin tus llantos? ¿Quizá tienes confianza de verme presto libre para tomar venganza de estos traidores?». Ella entonces, brava como leona, me dijo que mi prisión era porque había pretendido dejar a Alcida y llevarme a ella, y lo demás que el otro le había falsamente recitado. Oyendo esto sentí más dolor que nunca, y ya que no pude poner las manos en aquellos malvados, los traté con injuriosas palabras; y a ella le di tal razón que conoció ser aquella una grande traición, nacida del amor de Bartofano. Hizo Clenarda tan gran lamento cuando cayó en la cuenta del engaño, que las duras piedras ablandara, mas no enterneció aquellos duros corazones. Considera tú ahora que el pequeño batel por las espaciosas ondas caminando largo trecho con gran velocidad habría corrido, cuando la desdichada Alcida despertándose, sola se vio y desamparada, volvió los ojos al mar y no vio el esquife, buscó gran parte de la ribera y no halló persona. Puedes pensar, pastora, lo que debió sentir en este punto. Imagina las lágrimas que derramó, piensa ahora los extremos que hizo, considera las veces que quiso echarse en el mar y contempla las veces que repitió mi nombre. Mas ya estábamos tan lejos que no oíamos sus voces, sino que vimos que con una toca blanca, dando vueltas en el aire con ella, nos incitaba para la vuelta. Mas no lo consintió la traición de Bartofano. Antes con gran presteza caminando, llegamos a la isla de Ibiza, donde desembarcamos, y a mí me dejaron en la ribera amarrado a una áncora que en tierra estaba. Acudieron allí algunos marineros conocidos de Bartofano, y tales como él, y por más que Clenarda les encomendó su honestidad, no aprovechó para que mirasen por ella, sino que dieron al traidor suficiente provisión, y con ella se volvió a embarcar en compañía de Clenarda, que a su pesar hubo de seguirle; y después acá nunca más los he visto ni sabido de ellos. Quedé yo allí, hambriento y atado de pies y manos. Pero lo que más me atormentaba era la necesidad y pena de Alcida, que en la Formentera sola quedaba, que la mía luego fue remediada. Porque a mis voces vinieron muchos marineros que, siendo más piadosos y hombres de bien que los otros, me dieron qué comiese. E, importunados por mí, armaron un bergantín donde, puestas algunas viandas y armas, se embarcaron en mi compañía, y no pasó mucho tiempo que el velocísimo navío llegó a la Formentera, donde Alcida había quedado. Mas por mucho que en ella busqué y di voces, no la pude hallar ni descubrir. Pensé que se había echado en el mar desesperada o de las silvestres fieras había sido comida. Mas buscando y escudriñando los llanos, riberas, peñas, cuevas y los más secretos rincones de la isla, en un pedazo de peña hecho a manera de padrón hallé unas letras escritas con punta de acerado cuchillo que decían:
Soneto
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No quiero encarecerte, pastora, la herida que yo sentí en el alma cuando leí las letras, conociendo por ellas que, por ajena alevosía y por los malos sucesos de fortuna, quedaba desamado, porque quiero dejarlo a tu discreción. Pero no queriendo vida rodeada de tantos trabajos, quise con una espada traspasar el miserable pecho, y así lo hiciera si de aquellos marineros con obras y palabras no fuera estorbado. Volviéronme casi muerto en el bergantín y, condescendiendo con mis importunaciones, me llevaron por sus jornadas camino de Italia, hasta que me desembarcaron en el puerto de Gayeta, del reino de Nápoles, donde preguntando a cuantos hallaba por Alcida y dando las señas de ella, vine a ser informado por unos pastores que había llegado allí con una nave española que, pasando por la Formentera, hallándola sola, la recogió, y que por esconderse de mí se había puesto en hábito de pastora. Entonces yo por mejor buscarla me vestí también como pastor, rodeando y escudriñando todo aquel reino, y nunca hallé rastro de ella hasta que me dijeron que, huyendo de mí y sabiendo que tenía de ella información, con una nave genovesa había pasado en España. Embarqueme luego en su seguimiento y llegué acá a España, y he buscado la mayor parte de ella sin hallar persona que me diese nuevas de esta cruel que con tanta congoja busco. Esta es, hermosa pastora, la tragedia de mi vida, esta es la causa de mi muerte, este es el proceso de mis males. Y si en tan pesado cuento hay alguna prolijidad, la culpa es tuya, pues para contarlo por ti fui importunado. Lo que te ruego ahora es que no quieras dar remedio a mi mal, ni consuelo a mi fatiga, ni estorbar las lágrimas que con tan justa razón a mi pena son debidas.
Acabando estas razones, comenzó Marcelio a hacer tan doloroso llanto y suspirar tan amargamente, que era gran lástima de verlo. Quiso Diana darle nuevas de su Alcida, porque poco había que en su compañía estaba, pero por cumplir con la palabra que había dado de no decirlo, y también porque vio que lo había de atormentar más dándole noticia de la que en tal extremo lo aborrecía, por eso no curó de decirle más de que se consolase y tuviese mucha confianza, porque ella esperaba verlo antes de mucho muy contento con la vista de su dama. Porque si era verdad, como creía, que iba Alcida entre los pastores y pastoras de España, no se le podía esconder, y que ella la haría buscar por las más extrañas y escondidas partes de ella. Mucho le agradeció Marcelio a Diana tales ofrecimientos y, encargándole mucho mirase por su vida haciendo lo que ofrecido le había, quiso despedirse de ella diciendo que, pasados algunos días, pensaba volver allí para informarse de lo que habría sabido de Alcida, pero Diana lo detuvo y le dijo:
-No seré yo tan enemiga de mi contento que consienta que te apartes de mi compañía. Antes, pues de mi esposo Delio me veo desamparada como tú de tu Alcida, querría, si te place, que comieses algunos bocados, porque muestras haberlo menester, y después de esto, pues las sombras de los árboles se van haciendo mayores, nos fuésemos a mi aldea, donde con el descanso que el continuo dolor nos permitirá, pasaremos la noche y luego en la mañana iremos al templo de la casta Diana, donde tiene su asiento la sabia Felicia, cuya sabiduría dará algún remedio a nuestra pasión. Y porque mejor puedas gozar de los rústicos tratos y simples llanezas de los pastores y pastoras de nuestros campos, será bien que no mudes el hábito de pastor que traes ni des a nadie a entender quién eres, sino que te nombres, vistas y trates como pastor.
Marcelio, contento de hacer lo que Diana dijo, comió alguna vianda que ella sacó de su zurrón y mató la sed con el agua de la fuente, lo que le era muy necesario por no haber en todo el día comido ni reposado, y luego tomaron el camino de la aldea. Mas poco trecho habían andado, cuando en un espeso bosquecillo, que algún tanto apartado estaba del camino, oyeron resonar voces de pastores que al son de sus zampoñas suavemente cantaban, y como Diana era muy amiga de música, rogó a Marcelio que se llegasen allá. Estando ya junto al bosquecillo, conoció Diana que los pastores eran Tauriso y Berardo, que por ella penados andaban, y tenían costumbre de andar siempre de compañía y cantar en competencia. Y así Diana y Marcelio, no entrando donde los pastores estaban, sino puestos tras unos robledales, en parte donde podían oír la suavidad de la música sin ser vistos de los pastores, escucharon sus cantares. Y ellos, aunque no sabían que estaba tan cerca la que era causa de su canto, adivinando casi con los ánimos que su enemiga les estaba oyendo, requebrando las pastoriles voces, y haciendo con ellas delicados pasos y diferencias, cantaban de esta manera:
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TAURISO
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BERARDO
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BERARDO
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BERARDO
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TAURISO
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BERARDO
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TAURISO
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BERARDO
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TAURISO
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BERARDO
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En acabando los pastores de cantar, comenzaron a recoger su ganado, que por el bosque derramado andaba. Y viniendo hacia donde Marcelio y Diana estaban, fue forzado haberlos de ver, porque no tuvieron forma de esconderse, aunque mucho lo trabajaron. Gran contento recibieron de tan alegre y no pensada vista. Y aunque Berardo quedó con ella atemorizado, el ardiente Tauriso, con ver la causa de su pena, encendió más su deseo. Saludaron cortésmente los pastores rogándoles que, pues la fortuna allí los había encaminado, se fuesen todos de compañía hacia la aldea. Diana no quiso ser descortés, porque no lo acostumbraba, mas fue contenta de hacerlo así. De modo que Tauriso y Berardo encargaron a otros pastores que con ellos estaban que los recogidos ganados hacia la aldea poco a poco llevasen, y ellos, en compañía de Marcelio y Diana, adelantándose, tomaron el camino. Rogole Tauriso a Diana que a la canción que él diría respondiese; ella dijo que era contenta, y así cantaron esta canción:
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TAURISO
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DIANA
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TAURISO
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TAURISO
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DIANA
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TAURISO
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DIANA
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TAURISO
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TAURISO
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DIANA
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DIANA
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TAURISO
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DIANA
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TAURISO
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DIANA
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En extremo contentó la canción de Tauriso y Diana, y aunque Tauriso por ella sintió las crudas respuestas de su pastora, y con ellas grande pena, quedó tan alegre con que ella le había respondido, que olvidó el dolor que de la crueldad de sus palabras pudiera recibir. A este tiempo el temeroso Berardo, esforzando el corazón, hincando sus ojos en los de Diana a guisa de congojado cisne que, cercano a su postrimería, junto a las claras fuentes va suavemente cantando, levantó la débil y medrosa voz que con gran pena del sobresaltado pecho le salía, y al son de su zampoña cantó así:
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Después de haber dicho Berardo su canción, pusieron los dos pastores los ojos en Marcelio, y como era hombre no conocido, no osaban decirle que cantase. Pero en fin el atrevido Tauriso le rogó les dijese su nombre, y, si era posible, dijese alguna canción, porque lo uno y lo otro les sería muy agradable. Y él, sin darles otra respuesta, volviéndose a Diana y señalándole que su zampoña tocase, quiso con una canción contentarlos de entrambas las cosas. Y después de dado un suspiro, dijo así:
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Ya la luz del sol comenzaba a dar lugar a las tinieblas y estaban las aldeas con los domésticos fuegos humeando, cuando los pastores y pastoras, estando muy cerca de su lugar, dieron fin a sus cantares. Llegaron todos a sus casas contentos de la pasada conversación, pero Diana no hallaba sosiego, mayormente cuando supo que no estaba en la aldea su querido Sireno. Dejó a Marcelio aposentado en casa de Melibeo, primo de Delio, donde fue hospedado con mucha cortesía; y ella viniendo a su casa, convocados sus parientes y los de su esposo, les dio razón de cómo Delio la había dejado en la fuente de los alisos yendo tras una extranjera pastora. Sobre ello mostró hacer grandes llantos y sentimientos, y al cabo de todos ellos les dijo que su determinación era ir luego por la mañana al templo de Diana por saber de la sabia Felicia nuevas de su esposo. Todos fueron muy contentos de su voluntad, y para el cumplimiento de ella le ofrecieron su favor, y ella, pues supo que en el templo de Diana hallaría su Sireno, quedó muy alegre del concierto, y con la esperanza del venidero placer dio aquella noche a su cuerpo algún reposo, y tuvo en el corazón un no acostumbrado sosiego.
FIN DEL LIBRO PRIMERO