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ArribaAbajoEn el huerto

Vuelvo a ver la mañana de sol, Vistillas abajo, camino de la estación de Goya. Vamos a pasar el día, o varios días, al campo, en el huerto de papá. Elisa no se cansa de dar recomendaciones, cada ocurrencia, que si los libros de Paco, que si las zapatillas viejas, a ver quién va a llevar esta bolsa, y Dorotea y Fernando cargados a no poder más, y Miguel que no quiso llevarse estas cosas en la moto, y no me rompáis ese tiesto, y mi padre con sus tijeras de podar recién compradas, una marca alemana, tengo ganas de probarlas, unos pasos delante, yo con él. Los churros del Puente de Segovia, si se habrá marchado el tren, tú crees que tendremos sitio, qué fastidio si le da por llover.

Humo del trenecillo, lavanderas en el río, polvo, solares, huertas pobretonas, un vago sabor a sueño   —62→   mutilado, ruidos de vagonetas, de carretillas, sol, ese trajín de una estación pequeña en día de fiesta. Y no te asomes a la ventanilla, mira a ver si está bien cerrada la portezuela, faltan tres minutos y papá no llega, qué capricho de periódico, ir a comprarlo ahora, él tiene los billetes de todos, no manches el asiento, pon los pies en el calorífero, y el tirón del arranque, cuando a Elisa se le vuelca siempre algo, pobre Elisa, con cada ocurrencia, y Fernando cuidadoso del pantalón, planchado entre los colchones, y el brillo de los zapatos, que le hace andar despatarrado, dice Miguel que como el tío del Michelín.

El viaje es corto. Cuando llegamos, desde la estación se ven ya las copas de las acacias; el tejado de la casa, siempre hay algún desperfecto en la tapia o han entrado a robar. Mi padre lo observa todo, lo mira todo, ojeada íntegra desde la entrada, y reconoce casi el paso de una brisa, de un insecto. Nos agrupamos todos para abrir la puerta, oír ese chirriar donde se guardan la noche y la lluvia, empujar la media hoja sobre las hierbecillas renovadas, y entrar. Se hace un silencio en la memoria al abrir la puertecilla, tiembla el número 26 pintado de verde en la cima, y un bando de pájaros sale, susto rápido, de los árboles. Nos descargamos de todos los chismes, y vamos poco a poco viendo todo, árbol por árbol, estudiando el progreso de cada planta desde el último domingo. En la tapia larga, ya saltan las glicinas sobre el vecino, grandes,   —63→   olorosos ramos de morado azul. Abajo, la madreselva quiere brotar y lanza ya en promesa su aroma, tendrá más flores que el año pasado. Las hortensias, cuajadas de moños, aún sin color, cuándo abrirán, ésta era la azul, qué bien, cuántas yemas tiene, y la otra tapia cubierta de dalias y malvones, ya tienen algunas, para el mes que viene no podrán los tallos con tantas, y hay que ver los rosales, esta rama herida, habrá entrado algún animal. Y hay un perfume agolpado, encendido, de día bueno, inmóvil tranquilidad absoluta, toda rosal y cielo solos, mientras mi padre arregla la rama maltrecha. Las celindas, junto a la ventana, se vuelcan, una blanda lluvia blanca, silencio purísimo de sus hojas sueltas y cayendo, quita esas hierbecillas de ahí abajo, es grama, habrá que rozar este cuadro. Cómo crece el jazmín de la esquina, un jazminero blanco, lo trajeron de Extremadura, no creíamos que fuera a prender en este frío, y qué hermoso está, y todos miramos al jazmín buscando algo extraño, milagro inesperado, algo que no es planta ni flor, sino jazmín, tesoro prohibido. Y vamos a los lirios, junto al caminito central y al borde de la alberca, espadas verdes y flores amarillas, blancas, moradas, y siempre mi padre me hace un pito con lo tierno de un gladio, y mira qué venas tiene éste, y no lo pises, hoy regaremos este lado, habrá que cortar esas margaritas, y me quedo, vacilante, en el borde de un ribazo, mientras mi padre se agacha cuidadoso y acaricia una ligera pelusa verdeante,   —64→   apenas renacida, diciendo palabras oscuras, miosotis, albahaca, heliotropos, campanillas, crisantemos, tulipanes, narcisos, un delicado plumón indistinto, húmedo, que va colocando en tiestos, latas, éste para ti, le llevaremos ese alhelí a la tía Marina, las siemprevivas se han helado, esta Elisa se cree que sólo hay claveles en el mundo, y muchas veces cuando llegue mayo. Y aquí está de nuevo mi caluroso respeto por la hierbecilla aquella, la que no es hierbecilla, sino nombres raros, que no se puede pisar, ni tocar, que casi el agua de la regadera le hace daño.

Mi padre se quedaba toda la mañana cuidando sus árboles. Podaba, injertaba, quitaba hierbas, aporcaba, repartía basuras, enderezaba el poste caído de la valla de atrás, sujetaba los alambres y las cuerdas del lavadero, entramaba las guías de la enredadera... La parra del cenador, las higueras, el melocotonero, los albérchigos, los manzanos, los perales, el granado de mi tiempo: para todo tenía un instante, un hueco, una fresca solicitud. Los chicos andamos trajinando. Recogemos piedras lisitas y de colores para arreglar el suelo de los caminos, las apelmazamos con un martillo, ya nos comprarán cemento. Elisa pasa siempre cuando estamos trabajando, y una vez y otra, y dice que hagamos tal y cual dibujo, y que si un jarro o una flor, y que si no sabemos hacer más que círculos y cuadros, y que si patatín y que si patatán, y Miguel dice que es tonta, y qué cosas tiene, y que no hace falta   —65→   mandar tanto, y qué se ha creído, y ella grita y dice que se lo va a decir a papá, y que siempre la están insultando, y yo creo que no, y que es verdad que pasa mucho y que no somos malos. Un poco antes de comer, vamos todos juntos a ver la última flor del almendro, mantenida, sola, aislada en el árbol ya cubierto de hoja, y me da miedo de que se vaya a caer delante de todos, de vergüenza, todos bizcos al mirarla de cerca.

Por la tarde se llena la balsa. Paco y yo nos relevamos en la bomba. En la pared de dentro hay unas rayitas rojas que indican el agua que hace falta según lo que se vaya a regar luego. A la tardecita, el agua corre, inundándolo todo con su voz estremecida de hondura, de gracia, espejeante, frágil a los lengüetazos de la azada que abre y cierra surcos, una frescura creciente, como una sombra diluida que deja entrar el desvelo sin ansia, una dicha profunda. Agua corriendo, voces para guiarla, mi padre apoyado en su azada y esos pájaros chillones, ahora, en la planicie increíble del recuerdo, sobre un cielo plácido, noche próxima, los dondiegos ya cerrando.

Domingo, días de fiesta en el huerto de Campamento, tracatrá de la bomba, canto de sapos por la noche, nosotros subiendo al olmo del centro a todas horas, qué imposible distancia. Su memoria más viva es la de aquel otoño que hubo un trocito de azafrán, flor delicada y suave al amanecer, vulnerable alfombra morada, a media mañana destruida.

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Todos los vecinos acudían a verlo, a palpar temerosos cómo se endurecían las hojas con el sol, y hay que ver, tan pequeña y tan cara, qué bonita, cuánto trabajo da. Fue aquel otoño en que también hubo crisantemos, blancos, amarillos, con su aire estúpido, despeinados bajo la lluvia, los crisantemos que, cuando volvíamos por la noche al tranvía, bordeando las charcas, se quedaban en el cementerio de Carabanchel, donde estaba enterrada mi madre, todos nosotros un poco bobos, como si no nos diéramos bien cuenta de la dura distancia a que su cuerpo vivía, Elisa lloriqueando, cada ocurrencia, y mi padre me lleva de la mano, sus tijeras de podar ya usadas, y, arrastrándome, las llevaremos a afilar, parece que son buenas, alemanas, una gran desgana transparente asomándole en los ojos, como un resplandor, y ya una estrella arriba.



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ArribaAbajoLa Casa de Campo

Podremos ir a la Casa de Campo. Siempre preguntando dónde está la casa, que no se ve, no hay más que árboles, y ahora la verás. La Casa de Campo, un jardín muy grande, donde no entran más que el Rey y su familia. Hay que ir a recoger la tarjeta. Plaza de la Armería, media mañana, después de la parada. Una oficina en los soportales, zureo de palomos, algunos alabarderos tan altos, tan bigotudos, que dan miedo, no habrá de esos en la Casa de Campo. La tarjeta, por fin, tanto tiempo suspirando por ella, sobre todo Elisa, que la tenían las de Serafín, y nosotros, pues no sé por qué no la vamos a tener nosotros, y qué habrá dentro de la Casa de Campo. La tarjeta, un cartón morado, el escudo de España en medio y arriba, y para el titular y tres personas más, pero nunca preguntan por el titular, que es el que pone allí. Y luego, en   —68→   la esquina de la calle Bailén, comienzan los desencantos. La tarjeta vale solamente para ese año, y como ya estamos en mayo, y qué mala suerte, hemos perdido la mitad. Y además, por la espalda, está llena de prohibiciones: no pescar, no cazar, no cortar ramas, no poner lazos, no bañarse, no encender fuego, no... no... Bueno, que no a todo. Debe ser una casa muy rara. Solamente se puede pasear por los paseos, y ¿por dónde, si no? Aquella misma mañana, las de Serafín sabían que teníamos tarjeta, y, claro, sí, a las tres, si queréis venir, como sois tantas y con la tarjeta no entran más que cuatro... De aquí vamos dos, pero a lo mejor los guardas no dicen nada, y conformes, y hasta luego, el teléfono sin acabar de colgarse.

Tres de la tarde, paso vivaz, Virgen del Puerto abajo. Primera desilusión: en la puerta no nos piden la tarjeta, Elisa deseando enseñarla, claro, como os conocen a vosotras, pero si se les ocurre contarnos, somos dos más, y una de las otras dice que no es eso, es que no vendrá nadie de la familia real, porque si no, la pedirían. Y discuten muy enteradas de dónde va el Rey, y por dónde no va, y si tiene un caballo negro o marrón, o si lo más seguro es que vaya en un Hispano.

Una vez dentro, se pasaba junto a una fuentecilla, y ya: el bosque. Una frescura recogida, viento húmedo, árboles altos, profundos, de una seriedad enmudecida. De vez en cuando, el trote de un caballo, y, pronto, veníos aquí, refugiándonos en los   —69→   senderos laterales. La tapia del reservado se volcaba en enredaderas, dejando ver a trozos su misterio. Reservado, palabra mágica, un escondite alegre donde los pájaros eran más libres y constantes, ansia temerosa de entrar y no pedirlo nunca. Y un ruido de agua por todas partes, un prodigio al borde de las casas, del barullo, increíble viaje al silencio, un tren a lo lejos, agua susurrante, deslumbradora mudanza de la calle en selva dócil, innumerablemente adornada. Y el estanque grande, una soledad de cielo, envidiable ternura soleada, sin barcas, sin gente, una repentina transparencia entre los árboles, desnuda claridad, sí, aquel paseo largo al hilo del estanque.

Muchas veces veíamos pasar por allí a las infantas a pie, vestidas de marrón oscuro, sería costumbre, y las de Serafín se asombraban, y hay que ver, no llevan joyas, van a cuerpo gentil, nadie las supondría así. Y qué deprisa van siempre. Saludaban rápidamente al cruzarse con alguien, y nosotros corríamos al sitio por donde sabíamos que iban a pasar. Y el Rey iba a caballo alguna vez, fuera de los paseos, con otro señor viejo, debía haber varios reyes, porque a todos decían que era él, y nunca era el mismo, y qué lata dais con el rey, y los infantes pasaban en un auto, y discutir si son o no son, y quién va a ser si no, en la tarjeta se prohíbe entrar autos y perros, y dale, y todo lo queréis saber. Y la tarde se iba, deslizándose, creciente humedad, derramándose la sombra entre los árboles, difícilmente sostenida ya y fría.

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La Casa de Campo era el paseo más socorrido. Hace sol: a la Casa de Campo. Han venido unos primos de fuera: a la Casa de Campo. Alguno está convaleciente de algo: a merendar a la Casa de Campo. Y siempre la tortura de la tarjeta prohibidora: no se cortan ramas, no se andará por el monte, no... Y a la salida había que enseñar al guarda de la puerta los paquetes o bolsas, para demostrar que no se habían pescado peces en el lago, ni atrapado conejos en el monte. Por eso las vacilaciones al acercarnos a la puerta aquella tarde en que los primos habían cogido dos peces grandes, rojos, en el caz del desagüe. Revolvieron el agua con las manos fuertemente, y los peces, una estupidez brillante y rosa, se quedaron medio dormidos, ofreciéndose bobos. Iban en un pañuelo, en el bolsillo del pantalón, y el guarda no hacía más que mirarnos, y debía de notar que algo habíamos hecho. Salimos casi corriendo, recelosos, convencidos de que nos llamaban, escalofríos de calabozo, de tarjeta quitada por incumplimiento, robar al Rey, qué enorme desdicha. Ya no más alcanzar la Casa de Vacas en la tarde olorosa de tomillo y de retama, ni subir a hacer un columpio a los árboles de la Torrecilla, junto a la ermita donde hay agua, ni el sol bueno en el pinar de las Siete Hermanas, y todo porque estos palurdos se encapricharon de un pez, valiente cosa. Todo lo peor, gravedad inasible y doliente, habrían podido quitarnos la tarjeta, y ahondándose la pena cuando notamos al subir al tranvía que, con el trajín de los   —71→   peces y de la carrera la habíamos perdido, y quién va ahora a casa, creerán que nos la han quitado, y qué haremos, y volver, inútil paso, y ya no tiene remedio. No, la nueva tarjeta no tuvo el especial encanto de la primera, cuando la Casa de Campo era un azar poblado de princesas, una luz desvaída, la fatiga esperando el tranvía en el puente, o verja del Campo del Moro adelante, la boca oscura del túnel bajo la calle, con su reja tan fuerte, un viento generoso en las copas, y cansancio, y no tocar en ningún sitio, prohibido pescar, prohibido poner lazos, prohibido coger flores, todo prohibido, un sobresalto agudo cada carrera por el muro del lago, tan luminoso en la tarde, y los hondos caminos de sombra, nunca agotados, nunca perseguidos hasta el desenlace, un inquieto temor impidiéndolo, y el invisible estallido de tibieza en la puerta, junto al río ya, y siempre regresando.



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ArribaAbajoAlucinación

Debía de ser en las tardes invernizas, de lluvia o de nieve, cuando no se puede salir de paseo. Los chicos teníamos envernera, estábamos alborotados y guerreros por el encierro, y eran entonces una y otra vez los inútiles regaños, los pescozones, el vano contentar con pasajeros caprichos. Los libros raros, los disfraces inesperados, el tren hecho con las sillas del recibimiento, pasillo adelante, todo se gastaba y consumía entre gritos obstinados. Era, ya cercana la noche, el momento en que salían el Coco o Camuñas, para imponer silencio con su fiero prestigio. Primero eran unos golpes, como de nudillos, en puertas y paredes, un vago resonar de quejidos, de sillas empujadas con fuerza. Rugidos, gritos extraños. Nos acogemos todos contra Dorotea, al otro lado de la camilla, contra el balcón, y miramos desorbitados   —74→   la prueba, oímos los golpes cada vez más cercanos, esperando la aparición horrorosa, y, la carne de gallina, prometemos callar, obedecer, lo que haga falta. Los terrores se aumentan cuando la puerta se entreabre, quién será, dile que se vaya, y el ruido se acerca, ya se ve un trozo de brazo envuelto en una ropa blanca, que se vaya, viene por nosotros, que se vaya, y sale más, y más, que se vaya, otro paso y se queda en la puerta el fantasma de blanco, rugiente, será una sábana, algo que suena tremendo debajo, y que se vaya, que se vaya, grito pertinaz detrás de las lágrimas y nervios, ciegos ya, insensibles, rígidos de miedo, caudalosamente llorando y sin consuelo.

Venían después unos ratos de sosiego sobresaltado, esperando que llegue alguien. Se oyen bien los susurros de la escalera, del patio. Imposible moverse del rincón de la camilla, increíble la existencia de otros cuartos, la loca posibilidad de cruzar un pasillo a oscuras y cantando. No, ni cenar siquiera, hipo bullente, ojos irritados, y el recelo a cada instante, un frío a la espalda, un mirad si está todavía que se estrella una y otra vez contra el reír de Elisa, y su ¡claro que está!, para que escarmientes, y a dormir.

Y ya viene la gran mentira del sueño, de la cama punzante. Se van apagando todas las luces, los ojos por instantes más abiertos, disimulando. El tic-tac del reloj del comedor la sola compañía, cuándo dará las horas, cuándo otra más, no puedo   —75→     —76→   estirar las piernas sobre las sábanas heladas, estoy sudando, qué pasa por ahí, y quién, la puerta, la puerta, está ahí, se va acercando. Oigo el andar de ese fantasma blanco, una angustia que viene del estómago, sube, sube, aprieta la garganta, revienta en los oídos. Silencio. Está ahí, pero no, son los barrotes de la cama, una cortina, quizá mi misma ropa, y se mueve y se adelanta, extiende una mano hacia mí, no, no, dejadme, que se vaya, y el anhelo del día, el reloj, no oigo el reloj, se habrá parado, y vuelve, no, no se va, está dando vueltas allí, ahora estará debajo del armario, oigo el crujir de la madera, prometo todo, el visillo de la ventana se ha movido, y yo prometo todo y no viene nadie, no sé si la luz está encendida o apagada, hay un bullente calofrío en mi piel, pateo, lloriqueo, inútil el diálogo, él está ahí, le adivino la cabeza bajo el manto blanco, y un ruido, no, no me digas que es la cama que suena, no, es su voz, su ruido, ese barullo fuerte, de motor, de tos, de algo que no sé. Él. ¿Qué hacéis ahí vosotros? Es de noche, nunca venís a mi cuarto de noche. Cuando os vayáis ahora volverá, sé yo que está escondido por ahí, ¿es que no lo veis?, yo sí, yo lo veo, miradlo ahí. Ahora no va con eso blanco de antes, sino que se parece a don Juan el médico, con su barba y todo, si me está hablando, y además... Intervalos de silencio, fatiga, piernas rígidas, ojos cerrados que ven, y otra vez el sobresalto, el ruido que se acerca, y un llanto caliente profundo que acaba por dormir.

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Imagen página 75

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Mi padre me animó a vencer los terrores. Era muy sencillo. Según él, todos los fantasmas eran cobardes: bastaba que yo no huyese, que les hiciese algo de cara, golpéale con algo si es menester, y sobre todo, fuerte, da fuerte. Si ves que lleva las manos extendidas, dale en ellas con algo, quizá no resulte tan fantasma. Así me fui dando cuenta de que a veces Camuñas surgía sin aviso, sin que hubiese habido antes el estado forzoso de amenaza o de escándalo, cuando no habíamos sido todavía malos. Media tarde, campanas de San Andrés y de San Francisco que llaman a algo, el chirriar del tranvía que se entra poderoso por la casa, y ya está aquí la zozobra, la carne de gallina, el rugido en el pasillo, las sillas golpeadas, nuestras carreras al rincón de la camilla y el balcón, y el sigiloso abrirse de la puerta, no poder huir ya más, la angustia en la garganta, en los oídos, ya viene otra vez, y un irse y volver porque no lloramos (a los nudillos, a la mano, da fuerte, no tengas miedo, quizá no sea tan fantasma, el caso es que no huyas), y otra vez el ruido junto al recibimiento. Nos acercamos a la puerta, cobardemente valerosos, y cuando se entreabre se le ve cubierto con su túnica de siempre, blanca, la cabeza se adivina, las manos tendidas hacia adelante. Ya se le ha visto de cerca, ya se le tiene menos miedo. Es entonces cuando pretende entrar y Paco tira de la puerta muy fuerte y de prisa, un revuelo de trapos y medias risas, lamentos, y hay una mano agarrada por la puerta y yo   —78→   la golpeo frenético con una regla (dale fuerte en las manos, quizá no sea lo que te piensas), el fantasma que habla, grita, dice cosas que nadie quiere entender, acaba por llorar, se parece a Elisa, y cuando se abre la puerta del todo allí está Elisa despeinada, gimoteando, acariciándose los cardenales de la mano y la horrible huella del brazo oprimido por la puerta casi sangrando, la sábana en que se envolvía pisoteada, y nuestro miedo hecho claridad repentina y deslumbrante, Elisa llorando y la carraca que llevaba en la otra mano, eso era lo que hacía ruido, rota de los ciegos esfuerzos por soltarse, y más lloros y quién lo diría, tanto miedo por esta boba, y -¿aun? ¿antes? ¿luego? ¿ya enferma?- mi madre sonriendo, y qué chicos éstos, Dios mío, y te está bien empleado, y la alegría total, definitiva, de la cama caliente y la noche silenciosa, el inmenso gozo de sentirse contento y atrevido, el corazón tranquilo ya, ordenadamente y palpitando.



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ArribaAbajoDe visita

Siempre que vamos a casa de la tía Plácida, nos vence el contento. Es la tarde del jueves, no hay clase, o la del sábado, no hay que madrugar mañana. La tía Plácida nos espera muy preparada, después de varias llamadas por teléfono, siempre ha habido un catarro, una jaqueca, visita de inesperados amigos, pero al fin llega la llamada definitiva: nos espera. Vamos a su casa. Esas manos, no toques las paredes, es que no veías ese charco. Hay que entrar en casa de la tía Plácida como si nos acabaran de fabricar, bien planchado y cepilladito. Ella se fijará en todo, y además dirá en seguida: no me gusta cómo lleva este niño los pantalones, o bien: hijos, qué manos os habéis puesto. Da igual que toquemos o no las paredes, acabará por decirlo, y nos llevará a lavarnos, contenta, jugando ella también.

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La tía Plácida vive frente al Museo. Casa nueva, un gran piso, bastante caro, pero vecindad muy buena, y qué le voy a hacer, la comodidad, a mis años no debo pasar frío, y luego es tan céntrico. Cuando llegamos, el portero de gran uniforme azul nos saluda medio quitándose la gorra, nos dice señoritos y nos mete en el ascensor a empujones amables. El ascensor se pone en marcha, una jaula con algunos espejos, Paco dice una palabra contra el portero, lo encuentra muy bruto, y regaña con Elisa, que le encuentra muy distinguido. A mí me impone vagamente respeto. Ya está la tía en el descansillo. Palabras, saludos, a mí no me dice nada, pero noto su mano cerca, con una caricia cuidadosa, y su pregunta inevitable: Bueno, ¿y tu padre?, y no espera a que contestemos, ya debe de saber que vendrá luego a buscarnos. Una vez dentro, un turbio olor a naftalina, a desinfectante, mezclado con olores de dulces, natillas, vainillas, algo de hojaldre, un suave humo de azúcar derretido, de perfumes inútiles, de ropa guardada, olor a encierro y a confitería. Una pena andar por los suelos brillantes, criadas sigilosas que aparecen, ponen de pie lo que hemos volcado o torcido y se esconden como orilla fría y en zig-zag. La tarde se va despacito, despacito y sin cansar nunca, oyendo inacabablemente a la tía preguntar, hablar, explicar sus cosas y sus trastos. Se merienda en la salita, no se debe entrar en las otras habitaciones, todos los muebles enfundados en blanco y rojo, espejos enormes de marco dorado cubiertos   —81→   con una gasa, igual que las lámparas, una duermevela oscura y difícil de la casa, entre sabor a picatostes, a bollos diferentes, sorpresa de cada visita, y el runruneo de la caja de música, con caracolas, ricordo de Sorrento, 1890, Santa Lucía una y otra vez, y otra, un volcán y un puerto en los costados.

Maravilla prolongada, las tardes interminables de la tía Plácida, con sus meriendas exquisitas donde éramos verdaderos reyes, y donde como premio se nos entreabrían habitaciones, una cada vez. La biblioteca del tío, está como él la dejó, ni siquiera he limpiado el tintero, y mirábamos la escribanía, un angelote gordezuelo encima de un león, dorados, y un termómetro en el ángulo, ya sin mercurio, definitivamente helado y ausente. Los títulos del tío colgaban de la pared, Caballero Maestrante de no sé qué, y Gran Cruz de San Hermenegildo, y de la Reina Regente una gratitud especialísima, y medalla de los Sitios de Cádiz y Zaragoza, Mérito civil blanco. La tía explicaba todo muy rígida, la gargantilla puesta, amenazando-señalando con el dedo a cada cosa que decía. La vitrina con el uniforme del tío, el último que se hizo, Coronel de la Escolta Real, lo estrenó cuando la boda del Rey, lo más galán que vi. Y su retrato, muy tieso, sin saber dónde poner los guantes, qué bizarro está, algo delgado, pero era así, lo pintó Casas en Santander. La sala de recibir, con cuadros viejos, un dragón que es el infierno, abajo, y Nuestra Señora con el Niño en lo alto, y mucha gente bajo su manto azul y blanco, los bienaventurados,   —82→   y el Niño que tiende la mano a una mujer, en el fuego hasta la cintura, y un velador de cañas en medio, y una comodita de lacas japonesas, y una escultura de mármol en un rincón, me la regaló mi cuñada cuando me casé, es horrorosa, pero tengo que dejarla ahí, no hay otro remedio, y una vitrina con abanicos, marfiles, rosarios de Tierra Santa, miniaturas del Retiro. Una cajita de madera y dentro un ramito de azahar, que siempre la tía toca y mira, levantándole, sonríe y le guarda de nuevo con mimo. Un ramo de flores siempre frescas. Su alcoba, muchas fotografías, un armario grandísimo (todas las noches miro si hay alguien escondido dentro) y sus estuches con medallas de la Virgen de la Montaña y de Rocamador, de Monserrat y del Buen Suceso, y el escapulario de Nuestra Señora de los Llanos y del Santísimo Cristo de la Agonía, y una imagen vestida, una Virgen con mucho pelo (¿de qué os reís?), encima de la cómoda, y siempre nos daba alguna estampa, medalla o reliquia, ungidas de milagro, de mil recomendaciones calurosas. El cuarto aquel del pasillo, lleno de santos, viejos y nuevos, y de grandes cuadros ennegrecidos, casi nunca se entraba, podríais romper algo, no me preguntéis más qué hay dentro. Y los largos pasillos, y la cocina, y el baño, un cuarto lleno de tubos y de grifos, algo muy raro y complicado, entre pescadería y hospital, donde la tía se encontraba particularmente dichosa y oronda. Y aquel sucederse de dulces, golosinas, yemas, bollos, caramelos,   —83→   chocolate, algún juguete, una lluvia de felicidades, mientras la noche se iba entrando y las pantallas rojas o verdes hacían más fría y pequeña la enorme casa de la tía sola, intimidad casi celeste, inevitablemente inmóvil.

Ya anochecido, todos los días llegaba Agustín, el cochero, ligero sofoco y buenas noches, señora, y qué manda la señora, y siempre: No, gracias, Agustín, vete a descansar, y cuando Agustín, grandes patillas, ya encorvado, unas narices descomunales, se iba, la tía hablaba de cuando ella tenía un tronco inglés, que ya no se llevan, ni tengo landó, pero este Agustín, tan bueno, todas las noches viniendo, fiel. Y a nosotros nos asombraba este tener un cochero sin coche, fantasma vano, apenas sin aliento.

Sí; siempre hay algo vacío en la casa de la tía, algo como un clamor repentinamente disipado, luz incompleta, mutilación imprecisa en la que sobresalen sus gestos amplios de mandato, delicadamente relegados al pastel especial de aquella tarde, y su cara suave y rugosa sobre la gargantilla negra. La casa de la tía Plácida, siempre llena de un olor extraño, confitería, iglesia, naftalina, donde se estaba bien y siempre había algo cerrado, tangible y, sin embargo, desesperadamente distante. Veo a la tía en lo alto del descansillo, diciendo adiós con su pañuelito blanco, el ascensor subiendo, súbita y fugaz claridad al pasar junto a ella, no os soltéis de la mano, el portero que ya saluda, Paco que tiene   —84→   ganas de decir alguna barbaridad, de dar saltos, el recuento de regalos, todos discutiendo alto, Elisa suficiente, qué te ha dado, a ver, enséñalo, y no os habéis dado cuenta de aquella foto que había en la mesa del tío, era la mujer con que vivía cuando se murió, el tío tenía dos mujeres, y a ver qué te ha dado a ti, y hace frío, siempre hace frío al pasar frente al Museo, ha encendido el balcón, saldrá a vernos cruzar, y aprieto mi moneda de oro con fuerza, hasta el límite del daño, y qué suerte, una moneda de oro, y no quiero cambiarla, no, ni ese abanico antiguo, ni ese libro de viajes, no, mi napoleón de oro (no se lo vayas a dar a tus hermanos), y hay que ver, vaya regalo, qué le has hecho, y aprieto más, admiración creciente, y ya la casa no se ve, y el balcón se queda otra vez vacío en la memoria, desierto dilatándose, la moneda en mi mano ansiosa, y la tía estará ya peinándose, quizá cantando, sola en su cuarto tan grande.



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ArribaAbajoEscapada

Disgustillo, una tozudez cualquiera, imposible la reconstitución ya, probablemente un frío repentino, un vago desaliento. No sé. El caso es que me escapé. Me sentí mal de pronto, incómodo, rodeado de vacío. Y me marché. Con el propósito de no volver, como siempre en estos casos. Preparé con solemnidad mi huida, arreglando mi equipaje ante la vista de los demás. «Un cachete, mamá, un cachete ahora y todo arreglado», decía Elisa, y Paco, más en mi lado: ¿dónde vas a ir sin dinero?, y los mayores: «Déjalo, ya veremos si se atreve», como si pensaran que, al llegar a la puerta, me iba a volver. En una bolsa de tela puse, escogiéndolos, unos calcetines y un pañuelo, y el metro metálico que se cerraba a manivela, regalo de Miguel. Y a la calle.

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Portazo, despreocupación mía, amenazas dentro. Lo cierto es que bajé muy de prisa y me perdieron el rastro. Anduve sin vacilaciones y me encontré sentado en Las Vistillas, en el suelo al borde del terraplén, media mañana, con mi bolsa entre las manos. Luz, una claridad que aún llega profunda, una transparencia total. Ni cuidado del regreso, ni norma alguna, ni mandato. Soledad, libre usufructo del cielo, patadas al aire, el porvenir a la deriva, la bolsa en las manos y la casa muy lejos. Durante mucho tiempo subí y bajé a rastras por las cuestas, hasta romperme el pantalón. Fui después por el Viaducto, mirando todas las cosas despacito, deteniéndome a cada paso. Un charlatán a la salida, junto a la calle Mayor. Primera fila. Peines, despertadores: unos polvos dentífricos, pasta rosa con agua turbia que saca de una botella, elixir de virtudes prodigiosas. En primera fila, sin moverme. He sacado varias veces la suerte, él rifa despertadores, y yo corto una baraja, y miro, y oigo otra vez vaya reloj, y la caries, señores, la caries es el gran mal de la Humanidad, pero con este dentífrico... Y el chirrido del tranvía, sol, ahí cerca se oye el ciego de todos los días, y otra vez los peines, y la pasta de dientes, invento alemán extraordinario, está redimiendo a los pueblos de los estragos causados por la última contienda, o séase la guerra...

Rumbo incierto nuevamente. En Palacio relevan los puestos de la guardia. Me pego al grupo de chiquillos que sigue al piquete, inútil intento descifrar   —87→   las palabras oscuras que se dicen los soldados, muy serios, el fusil en las narices. De un tranvía con jardinera salen gritos y cantos, será una boda que va a la Bombilla. Están regando el gran redondel de flores en el jardinillo de la calle Bailén, una apacible lluvia desprendida del arco de agua que lanza la manguera, olor a tierra humedecida, a césped tibio, un impreciso anhelo de revolcarse en él, dejarse mojar, una remotísima pradera que se adueña, veloz, del ansia y doy una carrera sin objeto, saltos, auto ahora, moto, quizá avión, luego caballo. Un ratito de quietud, imposible entender el reloj de Palacio, una sola manilla. Quizá sea hora de comer, hambre, lo que se dice hambre, ¿cómo será el hambre? Pero no se puede volver. Y en la bolsa, solamente unos calcetines, un pañuelo (ahora me doy cuenta de que quizá no sea mío el pañuelo) y el metro. Pude meter algo de comer, pero, claro, salí tan deprisa, se creían que no me iba a ir, pues ya lo ven, y más saltos y carreras, y ahora están regando la calle, gracioso ver el tranvía reflejado en el asfalto, el arco iris bajo el chorro, el quejido largo de una grúa en la Almudena, una solapada sensación de aburrimiento, de negativa soberbia ante la ideica cobarde (¿quién me está hablando?) de volver a casa, y disgusto por esta bolsa sin pan, ya me está cansando.

El hombre del cartelón está donde todas las mañanas, en los jardinillos de la Plaza de Oriente. Qué bien, estarse escuchando todo el crimen, sin   —88→   oír detrás a Elisa, que tiene miedo, su vámonos, ya está bien, es tarde, pero ¿no te cansas?, todo esto es mentira. Lástima que no tengo dinero para comprar algo ahí, en la vieja de la esquina; me gustaría comer alguna cosa, una ensaimada, quizá mordisquear un trozo de palo luz o chichingú. Me acerco al puestecillo y veo las chufas en seco, arrugadas como pasas, y tan tersas y brillantes las en agua, alguna barba aquí y allá, una dureza deliciosa, y los altramuces amarillos, relucientes, la uña blanquinosa, vago sabor a sal, y los torraos, casi me da sed, y los adoquines, los chupones, ay qué pirulí, las flores de maíz, y corrusco los dientes inservibles, debo tener cara de idiota, y, milagro tranquilo y enteramente dorado, como una cosecha brotando en las venas, esas chepas macizas de los cacahueses, tan sólo diez céntimos (¿dónde vas sin dinero?), no los compraría ya pelados, que son más caros, sino de los otros con cáscara, crujidores, algo de brisa nocturna en el ruido al romperse, pero esta bolsa, unos calcetines, un pañuelo y el metro, que no es de comer, qué cabeza la mía, ahora no debo volver, y, aunque vuelva, a lo mejor no me han guardado la comida. El hombre del cartelón sigue explicando, puntero en alto, parándolo sobre los cuadritos. Ahí está el asesino, con sus sacos de dinero en las ensangrentadas manos, observen cómo mira receloso por la rendija de la puerta. Dentro queda la vieja avarienta, degollada en su mísero catre, y ahora va a venir la criada, no respondo de que hombre de tales   —89→   intenciones... Y una mujer del corro ¡tonta! quiere avisarla para que huya, y el hombre le dice que a ver si se calla, que para algo está él allí, y que no tiene remedio, y que no se preocupe, que la criada está implicada en el crimen, y menuda es, y la que se va a armar, y el criminal fue malo siempre, ya de pequeño se escapaba de su casa, y yo creo que, al decir esto, me está mirando a mí, y estoy aterido, quizá temblando, como si la bolsa del metro aumentara de peso, llena de dinero como las del cartel, zozobra en crecimiento, entre dos guardias civiles ya, no sé si seré yo y no él, algo se me atropella en la boca, un suspiro, un hielo, el espanto de que resulta ahora que también se dormía en casa, la cama, un río seco y feliz: el sueño, una llanura creciente, sin orillas, y volver, ya no me acongoja la idea, volver sin asperezas, envidia de los demás que han comido, un silencio ávido cuando Miguel me coge, violento, por un brazo, ¿dónde te has metido?, y, ya emparejados, no oír el verás cuando lleguemos, qué disgusto, la que te espera, todos buscándote, pareces un golfillo, dame esa bolsa a ver qué demonio llevas, la voz orlándose de gozo como la tarde de noche, luces ya, en las puertas gente que dice boba ah, ¿ya apareció el barbián?, y un capón que otro, y el olor de la cena en la escalera, un calorcillo bueno, como un reconocerse, todos encima y gritando, y sí, claro, sí, pero después de comer ya regañaremos.



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ArribaAbajoTarde de cine

Las tardes de cine, invierno adentro, ansiedad alargándose, si tendremos sitio, hoy no está numerada, y la lluvia cayendo menuda y terca sobre la cola, los gritos de los vendedores: Blanco y Negro, Nuevo Mundo, para entretenerse en los descansos, Blanco y Negro, Mundo Gráfico, o cajas de golosinas. Paco siempre protesta y gruñe porque alguien se cuela cuando ya va a llegar él a la taquilla, yo espero un poco abobado donde me dijo no te muevas, no te salgas, cuidado con los coches, y aprieto cuidadosamente el paquetito de la merienda, no te lo vaya a quitar algún chico, no lo pierdas, y miro las fotografías de la película, una mujer con dos grandes círculos negros en los ojos, el pelo como un chico, mirando suplicante a un hombre muy gordo que la amenaza con una silla en alto, será el malo, o a lo mejor es ella, vaya usted a saber, yo   —92→   nunca me entero bien. O un joven, es Polo, ¡Polo!, con una pistola en la mano, acaba de disparar y se están muriendo cuatro o cinco en un bar, uno tira la mesa al caer, y Polo no sabe que por su espalda le acecha un hombre, será de la banda, preparado para amordazarle, a lo mejor se acaba la película ahí, y tenemos que volver al otro jueves para ver cómo se libra, porque es seguro que Polo se libra. Ya tiene Paco las entradas, unos papelitos azules, vamos pronto, no está numerada, no nos toque columna, y corremos, un rato de achuchones mientras abren la puerta, gritos, palabros de esos que no se pueden decir en casa. Cuando el acomodador aparece para descorrer el cierre, un gran griterío se levanta repentino y se calma en seguida, sustituido por un jadear anhelante por entrar. Olor del cine, polvo fino y sin matices, carraspera, olor de cuero y de sudor, de ropa mojada y frío, y la luz tamizada por las altas arañas del techo y las tulipas de los lados, tan rizaditas y con bordes de colorines, y la lucecita roja que brilla constante encima de la puerta: Bar, W. C. Caballeros, Salida de urgencia. Patatas fritas, avellanas tostadas y acarameladas, pregón que va y viene incesante por el pasillo, chaqueta blanca y cesta al hombro, y, ya instalados, reconocer las caras de otras tardes, Paco en el vestíbulo fumando un cigarrillo con mucha soltura, ya es mayor, pero: ojo no digas nada en casa, o leyendo una revista Muchas gracias, que trae mujeres medio vestidas dentro   —93→   y unos chistes que les hacen mucha gracia, y yo guardando valientemente el asiento en primera fila sobre la barandilla del anfiteatro, aún no es gallinero, no te vayas a creer, otro día iremos y con lo que nos sobre podremos comprar alguna cosa, y yo no quiero que compremos revistas de esas que no me dejan ver, ni tabaco, sino algo mejor, o ir a ver el final de Los misterios de la selva, que no lo hemos podido ver, estuve con gripe el día que lo echaron.

Van a empezar. Sinfonía, dice el programa, lo primero. Acuden los músicos a la cabecera de la sala, bajo la pantalla, en una covacha con un piano y unos cuantos instrumentos más. Tardan en empezar, los chicos pateamos a compás, crece el polvo de la madera, silbidos, apenas se adivina caramelos y patatas fritas, bombón helado, avellanas acarameladas, y los músicos van a comenzar. Una orilla de silencio se ciñe sobre todo, y dicen los chicos que es el pasodoble de Las Corsarias, y otros que no es eso, y que si de Todo el año es Carnaval, o de La Gran Vía, y discuten, la gente nos mira rencorosa, y no se oye más que chistar, y toses, y pies arrastrándose por los pasillos, y la gente del patio está muy seria, oyendo la orquesta con los ojos cerrados y la mano en la sien, moviendo la punta del zapato, parecen dormidos sin cabecear. Acaban los músicos y hay unos aplausos muy flojitos, tocan otra vez, y más discusiones por qué será, y, anda, que no dan lata, la película, ya podían empezar, se ha pasado   —94→   la hora, y más sifones, y gruñidos porque pasa por delante un chico con el impermeable chorreando y nos moja un poco, y ya te has podido secar, y palabros. Va a empezar. Se enciende a la derecha del telón una luna con estrellas, muy coloraditas sobre fondo azul, es que se va a hacer de noche, y los chicos aplauden, gritan, ya está ahí Faty, sudando, gordísimo, intentando entrar en un automóvil muy pequeño, no cabe, todas las figuras se mueven rápidamente, gesticulan, levantan los brazos muy deprisa, los vuelven a bajar, se tocan la cabeza con horror, se ponen en jarras y luego sonríen, y se empujan, un inútil luchar contra la velocidad de movimientos, ni incorporarse al acaecer siempre en ruina, en desolación, y todos se retuercen de risa, súbito reposo: un cartel. Alguien lo lee en voz alta. Y otra vez la mujer que tira de Faty por los pantalones, por el faldón de la chaqueta, le va desnudando poco a poco, y no hay manera, él encajado en el auto pequeñito, que ya ha perdido las ruedas, luego las aletas, ya se cae el motor y Faty ajustadito en la puerta ni para dentro ni para afuera, y llega un león, la mujer levanta los brazos varias veces, los baja otras tantas, huye, y Faty y el león, más desnudez de Faty, el león le come los pantalones, medio calzoncillo, la gente se vuelve loca a carcajadas, todo tiembla, un polvo infinito, no se oyen los letreros, Faty ya sólo vestido con la puerta del auto, y sustos, el león detrás y risas, y si será o no truco, Faty sudando, letrero, sudando, ese vago disfrute de la película   —95→   cómica en dos partes, algo que se mueve loco en la profunda noche remota de la sala, amanecida inesperadamente, a la izquierda del telón se enciende un sol también rojo, mientras en la pantalla se lee FIN, un ¡ah! contento y largo, insatisfecho.

Descanso. Baja el telón, jugamos a encontrar palabras en los anuncios. Empieza con m, termina con o. Mano, ministerio, mercurio. No, no. Sí, mercurio, Termómetros de mercurio y alcohol, Conde de Romanones, 13, La Previsora. No, no es mercurio. Molino, no. Melanio, Ultramarinos y Coloniales, tampoco. Vencido, me doy: Mocito. Trajes y zapatos para mocito, La Económica, Magdalena, 38... Todo el telón, los horribles monigotes, estufas y salamandras, Peluquería de señoras, Ropa interior Los Pirineos, Grandes Almacenes El Sol, y bebidas El Anciano, Rey de los vinos; Novios, comprad vuestros muebles en La Eficaz, Atocha, 115, y Piel y secretas, consultorio médico de tres a cinco. Bodas y banquetes frente a la Catedral. Un asomarse al mundo de las personas mayores, buscar calles, recordar la esquina donde un día nos llovió o donde vimos un atropello, leer una vez y otra todos los anuncios del telón, El Martillo, almacén de ferretería, loza y cristal, expectación disimulada de la gran película en episodios, mordisqueando el bocadillo de casa, mientras abajo suena, nadie la escucha, la orquesta con su voz mojada, definitivamente entristecida, conversaciones, murmullos, caramelos de limón y menta, avellanas tostadas y acarameladas, será un   —96→   cuplé de Raquel Meller, terminan y nadie aplaude, y se apaga la luz verdecita del piano, desamparo absoluto, es una tierra sorda el golpe de la tapa en el teclado.

La cinta grande, episodio XV, El poder de las tinieblas, un rayo que al bueno, enmascarado siempre (hasta el último día, el de la boda y el triunfo, no le veremos la cara), le brota del dedo índice y derriba tabiques, hunde acorazados, abate aviones, y siempre llega a tiempo: cuando iban a envenenar a su novia, y rompe el vaso; cuando nuevamente apresada por los malos le robaban su pulsera-estuche donde guardaba los planos de la isla y sus tesoros, y fulmina al ladrón... La gracia alborotada y suspirosamente muda de Max Linder, de Mary Pickford, de Chiquilín, los saltos enormes de Ricardito, la valentía de Polo o Duncan, el pasmo de Pamplinas o Harold. Los dos pilletes, Los misterios de París, Landrú, Sin familia, la película larga con su previo ribete de risas y de carreras de caballos o de autos, de inundaciones en Aranjuez, del Rey jugando al tenis o poniendo primeras piedras, un trasfondo de música, vals, tango, el tango nuevo que cuando viene Elisa (entonces vamos abajo) le hace llorar, vaho de tarde lluviosa, veinte céntimos la localidad, cuarenta si es numerada, y la Novela de Cine en la puerta, una foto-arte-álbum en cada número, Pola Negri o Francesca Bertini, Douglas Fairbanks o Lon Chaney, y cambiar películas sueltas (una cabeza, un fondo, una escena) en los pasillos, y a ver si   —97→   dices que he fumado, y nadie quiere llevarse a casa Muchas gracias, revista picaresca, presunciones para el episodio próximo, cómo buscar el dinero, una larga tristeza muriéndose en lo oscuro, el frío de la salida, ¡La Voz y El Heraldo con la lista de la lotería!, horas de cine enterradas en su propio sucederse, acabadamente negro y dilatándose.



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ArribaAbajoLa verbena

Agosto arriba era la verbena. Durante muchos días se la esperaba, misterio creciente, alegría dispersa por el aire: la verbena. Las tiendas pintaban las puertas, arreglaban los letreros, hacían nueva propaganda, daban regalitos por más de cada cinco pesetas de gasto, y había rifas en combinación con la lotería nacional, y unas señoras muy tiesas, enlutadas, algunas con impertinentes, venían a casa a pedir para los pobres del distrito. La Virgen de la Paloma, en el cenit de agosto, botijeros en la calle, pregón de melones, un zumbido oscuro de invisibles tábanos, calor, una brisa refrescante en el nombre: la verbena. Días antes de la llegada oficial, se poblaban las calles cercanas de montones de maderos, fieras mutiladas, hierros dorados, un confuso caos del que poco a poco iban saliendo, creación   —100→   repetida, los contornos de las múltiples máquinas de diversión. Allí estaban los caballitos grandes a motor, (una verdadera locomotora), y los pequeños, movidos por los muchachuelos, y los medianos, que arrastraba una mula tuerta y delgadísima. Del vagón de ruedas salían los caballos de madera, todos tascando el freno, pintados de colores o con lunares sobre blanco, sus cuatro patas al aire, esos cascos que nunca llegan al suelo, una nostalgia de trote deteniéndose, una distancia de soberbia doblegada y dócil a la mano. Embobamiento total, la pianola del tío-vivo grande, un armatoste eléctrico con muñecos que bailan y tocan algún instrumento, un sonido ya lejano en un sur inalcanzable, no sé si órgano o piano o hierros golpeando, sonar de esa pianola y no otra, el hombrecillo una pierna atrás y adelante, la cabeza medio girando y un palito que sacude un triángulo, impasible la figurita y repitiéndose, mientras pasan una vez y otra los caballitos subiendo y bajando, los cerdos que van balanceándose, y los bancos, una estirada curva de cisne con niños acompañados de mayores, espejos que brillan con el giro, repetido destello, y la figura insistiendo en sus gestos, y la campana grande que anuncia el viaje o la parada, un ligero penacho de humo en la cima, misterio increíble de la máquina. Y el organillo de los pequeños, los caballitos pequeños y baratos, que podíamos tocar a cambio de un viajecito, y el empujarlos, que no se enteren en casa, envuelto en un montón de críos insaciables, la caricia suavísima del   —101→   aire cuando, entre empujón y empujón, me siento en marcha sobre el suelo, los pies colgando fuera. El carrusel, un volver ondulado y muy aprisa, y los columpios, a ver quién llega más alto, prohibido ponerse de pie, y la noria, un subir y bajar dos a dos, con unos saquitos de arena atrás, sí, como une, recogida casita azul o verde, un impreciso perfume de cenador en verano, de butacas de mimbres o de tablillas y a la sombra, como un sueño interrumpido cuando el hombre se cuelga por detrás, junto a los sacos, y, suspensos en el aire por un momento (otra vez fugaz el huerto, una sombra buena), las detiene. Cuando al fin sujetan la barquilla con la argolla del poste, se quebranta la ilusión pasajera, y humo de churros, olor de aguardiente. A probar la fuerza. Seis pelotas diez céntimos, sabor del viaje por un río impenetrable. Con la rueda era mucho menor la intimidad, era el simple placer de contemplar los balcones del segundo muy de cerca, y abajo la gente chiquitita, absurda locura de ver el tranvía por el techo, rodeado de gentío, casi como si lo llevaran en hombros, y luego, el lento bajar: una lata. El hombre más pequeño del mundo, caballitos, calesitas, carrusel, noria, vuelas y vueltas, diez céntimos el viaje, alegría sin objeto durante un instante y un puntual acceso a cada giro de eso que da en la barriga, y contentándose.

Por las noches era la kermés, ahí no van los chicos. Durante todo el día había que pedir entradas para los mayores y sus amigos en los comercios:   —102→   que vaya el niño, yo ya he ido, y el niño que va a la tienda de sedas, y a la planchadora, y a la lechería, y a la mujer del periódico, y a la cacharrería donde compra las construcciones recortables, y en unos sitios le dan y en otros no, cómo vas a ir tú al baile. Por la noche la kermés era en el atrio de la iglesia de San Andrés y un par de plazuelas más, muy bien aisladas con vallas de madera, y yo la veía desde los balcones, solo y cabeceando, grandes gritos para el concurso de pelo largo, y el de chotis, y ahora es la tómbola, y la reina de la belleza, un sueño profundo viniendo de lejos, polvo, ruidos, pregones, y encontrarse en la cama sin saber cómo, la pianola de los caballitos entrando a raudales por el balcón, es la verbena de la Paloma, explosiones de probar la fuerza, siempre toca, ahora es de chupen, va premio, y en la duermevela extinguiéndose (cuánto ruido) percibo el jadeo del motor de los caballitos, el crac-crac de la noria, las campanas de cada cosa, el ras seco del columpio en el tablón que frena, una mujer de madera vestida de torero entre cada soporte, y parpadeo, ay si no hubiera tanto ruido, una sirena, pitos, alguien que sube por la escalera, cómo enterarme de qué hay en esa barraca sólo para hombres, qué sueño tengo, la sirena del carrusel. A probar la-. Mañana fresca, esperanza ilusionada de volver a empujar, por la tarde, los caballitos pequeños, gozo del aire en las piernas colgando, y deslizándose.

La procesión, quince por la tarde. Los balcones   —103→   estaban adornados, mantones, colchas, banderas, una luz desolada de atardecer anticipándose. Regaban varias veces la calle, la enarenaban por los caballos, había guirnaldas de papeles coloreados por las calles, una expectación tranquila. Salía la procesión por las Tabernillas, los romanones primero, brillantes las corazas, asustadizos los caballos. Se oyen los pitos, el silbido de los carruseles, el rezo se perfila puro sobre un silencio extraño, repentino. La cruz alzada, los monagos charlando. Luego, las filas de devotas, carcajada total de los Tubos de la Risa, muchas mujeres con velas, estandartes en el centro de la calle, allí va doña Amalia, descalza como el año pasado, es para que se le casen las sobrinas, sí, sí, no hay quién cargue con ellas, y doña Julia, como siempre, tan cansada, tan frágil, y otra algazara de los Tubos de la Risa, no saben que pasa la procesión, deberían pararse este ratito, ahí viene Susanita, llevando el estandarte de la Hermandad del Refugio, y Julián el carnicero, con la bandera de la Cofradía de los Gremios, lleva traje nuevo, más mujeres con velas, unos cuantos niños de comunión, los seminaristas, las Hijas de María, y la Virgen ya, Nuestra, Señora de la Soledad, un cuadro encima de un carromato cubierto de flores, con unos cuantos niños vestidos de angelitos encima y rodeando la imagen, y un mantón de Manila tapa la espalda del cuadro, y luego vienen los curas revestidos y las autoridades, don Joaquín con una faja morada, es el teniente alcalde y saluda   —104→   a los balcones al pasar. Sigue la banda militar, un oscilar de los plumerillos rojos del ros según marcan el paso, y la carroza real, con sus caballos blancos, empenachados, y los palafreneros de peluca, vahos de incienso, flores que caen de balcones y ventanas, gente que se amontona detrás de la carroza y espanta a los caballos, de nuevo el griterío de los tiros al blanco, de los botijeros, de los dulces, garrapiñadas de Alcalá. A probar la suerte, el timbre largo e igual del destino acertado, pregón de sombreros y trompetas de papel, una sirena, humo de churros, los tranvías atascados que se ponen en marcha a duras penas, tin-tin y sin poderse mover, la procesión perdiéndose por la calle del Humilladero, luz enfriándose, y la pianola de nuevo, como un viento renovado, cohetes, inútil buscar el rastro de la procesión en la verbena, algo pasajero, como una cenefa desprendida de la tarde ruidosa, una suave tristeza, vuelta más vuelta, ya de noche. A probar la fuerza, el monigote de la pianola dándole a la cabeza y al triángulo inacabablemente, y resonando, resonando.



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ArribaAbajoVeraneo

Estos chicos andan delgaduchos, es bueno salir al campo, en el pueblo estarán bien, habrá que mandarlos. Decidido: iremos a las casas de los abuelos, junto al Júcar, una gloria de tierra, y unas huertas que son una bendición, y luego, el fresquito del río, entre los chopos, y es tan agradecido cambiar de aires, y a ver si Dios quiere que paséis bien el invierno. Al campo. Muchos preparativos, y una mañana, suave niebla rosa de junio, las calles recién regadas, a la estación de Atocha. Gran asombro, el tren grande, es mayor que el de Campamento, tiene un pasillo a un lado y un retrete en medio, los vagones de primera tienen la taza con flores pintadas y una tulipa de colores encima del espejo, qué bien; con estos pasillos, el revisor no tendrá que salir en marcha por los estribos, qué comodidad, sólo lo hará   —106→   de vagón a vagón. Hemos llegado media hora antes, tantos bultos, tened cuidado al bajar, no os dejéis ninguno. Paco lleva la lista de las estaciones donde para el tren, no nos pasemos, las ha estado aprendiendo de memoria en una guía hace más de un mes. Además nos han recomendado al revisor y a un señor con barba y guardapolvos que va a Cartagena. Adiós. Una pena momentánea, el arranque. Aún hay gotitas de agua en el cristal, porque los han limpiado cuando ya estábamos dentro, con un cepillo de mango muy largo. Humo, traqueteo, un repasar las recomendaciones últimas, no te asomes a las ventanillas, te cegarás, no te restriegues los ojos con el puño si te entra carbonilla, es peor, y no vayas solo al retrete, puede haber alguna portezuela abierta, sé obediente, hay que escribir todas las semanas, no os peguéis, haced lo que manden las tías, cuidado con los pozos del río. Tantos peligros, tantas prohibiciones, casi mejor no ir, tirar del timbre de alarma, nunca se sabe lo que puede pasar, sobre todo no subir a los árboles ni entrarse mucho en el río, que es muy profundo, todos los años se ahoga alguien. Hago todo el viaje de pie, agarrado fuertemente a la barra dorada de una ventana, delante de un cristal que no se baja. El Cerro de los Angeles, y el señor de la barba explica algo, yo no oigo nada, espero que descarrile el tren; Aranjuez, y lo mismo, el señor que va a Cartagena dice muchas cosas, las vegas verdecidas, y los molinos de viento en la llanura, y Elisa y Paco escuchan al   —107→     —108→   señor de la barba que sabe muchas cosas del camino y tose. Nos bajamos en La Roda, donde ya nos están esperando. El revisor viene a comprobar si hemos bajado, y el señor de la barba nos despide quitándose el sombrero muy ceremoniosamente. Abajo, en el andén, todo el mundo grita y besuquea, qué alegría cuando tuvimos el telegrama, ¿os ha pasado algo?, Dios mío, solos en el tren, con tanta gente mala que hay, y la tía mira amenazadora a los vagones. Allí están las primas, Luciana, gordezuela, un gran lunar en el carrillo, ya debía tener algo del tumor a la espalda de que murió, lejana tristeza, cómo una noche brotando, y María, una bondad de ojos azules, alta, espigadita, un poco sorda, mirando viva de uno a otro, ya malucha, después supimos que era tisis. Los primos, con el pantalón por la rodilla los muchachos, un poco mocosos, la corbata muy grande y la chaqueta muy corta, nos miran casi rencorosos, las manos en el bolsillo, no les hace ninguna gracia que hayamos venido. Quico es ya mayor, echa a andar delante con nosotros y nos dice que si hay en Madrid chicas como la Sofía, que ya veréis, y luego a Paco, señalándome: Oye, éste es muy pequeño todavía, ¿no verdad?, y siento cómo me desprecian de repente y de acuerdo, esa desatendida quemadura de estar estorbando. Vamos por las tiendas del pueblo, donde compran cachivaches, y a unas cuantas casas de amigos o parientes, y en todas partes lo mismo: Mis sobrinos de Madrid, vienen a pasar una temporada, mire qué crecidicos.   —109→   Y la gente habla y dice palabras de cumplido, qué guapos, buenos mozos, qué altos, se nota que son de la capital, y yo miro de reojo a Paco y a Elisa, que llevan la cara cruzada de tiznajazos de hollín de la locomotora, un pudor indeciso de tanto mirarnos, inevitable comparar, ellos van con alpargatas, muchos de los chicos que salen por allí van descalzos, o al menos me lo parece, tan sucios, y yo llevo unas botitas de media caña negras, nuevas, y Paco unos zapatos brillantísimos, se compró todo en Almacenes Perpiñán, qué tarde de jaleo preparando cosas, ya pudimos comprar unas zapatillas, no nos mirarían tanto. Estoy deseando marcharme no sé bien a dónde, y sé que tenemos que andar mucho para llegar a La Chopera. Dos visitas más todavía, una de pésame a la prima de la confitera, que se murió el jueves pasado, Dios la tenga en su gloria, llagadica toda estaba la pobre, y, dentro, no se puede usted figurar cuánto la queríamos, y qué manos tenía, y ¿no me dice nada de mis sobrinos?, son de Madrid, y la prima de la confitera dice solamente sí, ya los veo, se echa de apreciar que no son de aquí, y, al salir, parece mentira, no decirles nada a los niños, qué sonsería, y no volveremos. Por fin, nos vamos. Se prepara la tartana en el parador. Contemplo el ajetreo de aquel patio, olor de cuadras, levantar los varales para uncir (tú, ayuda), ver los aparejos de la jaca de cerca, un sonar de cascabeles, tocar la collera, la silleta, los tiros, la cincha, prodigio tras prodigio, y ya aprenderás   —110→   a hacerlo tú estos meses. Salimos. Como todos no cabemos en la tartana, algunos vienen detrás andando, y cantan, hablan, preguntan. Asombro. silencioso del llano, olivos polvorosos, las viñas verdes, crecidas, las ruedas de la tartana sumergiéndose en la tierra del camino, susurro sedante, desazón tumultuosa de no saber el nombre exacto de cada florecilla, de cada mata, de cada bichejo, ansia de qué saldrá de aquella revuelta del camino, una lejana brisa perfumada, cómo será esto de noche. Cuando llegamos, al oscurecer, el río suena entre los árboles, un ladrar de perros escoltándonos. La casa vacía, olor a cerrado, explorarlo todo viendo los muebles uno a uno, las salas, el reloj de pesas parado, el enorme calentador de cobre, los tarimones con jergonetas de hojas de maíz o de cebolla de azafrán, muchas estampas de santos, el río entrando vehemente por cada ventana que se abre, arcones blancos, y el andar, inclinadísimo ya, del tío abuelo, temblón, un bastón de bambú cubano para apoyarse, y su mano acercándose a mi cabeza: cómo te pareces a tu abuelo, galopín.

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Ya dentro, el verano se iba en plenitud de campo libre, un gozo prolongado. Imposible recordar que la primera noche no se duerme, o que por la mañana se buscan en vano nuestros chismes en su sitio: los primos han subido muy temprano de su casa y nos han revuelto todo, deseosos de tener algo de Madrid. Quedan ya para siempre los paseos por las huertas, por los cerros, las horas de la siesta   —111→   junto al lendel de la noria, fresco creciente del agua descolgándose de los arcaduces, la burra descansando a cada ratito, espejeante la alberca. Ir reconociendo las especies de frutas, una familiaridad vegetal, manzanas de verde doncella, reinetas, asperiegas, meladuchas: las peras de agua, verdiñales, mosquerolas, de muslo de monja. La higuera, una sombra apretada, una vocación de oscuridad con frutos de sangre, y los nogales, maldición extraña dormirse a su sombra, y los melocotoneros, los albérchigos, granados y almendros, siempre un poco despeinados y frágiles, siempre como recién llegados a la huerta, donde solamente los olmos y los chopos de la orilla parecían de asiento. Tardes en la era, dorada transparencia, sentado en el trillo, solo, mientras los otros se han ido no sé dónde (a ver bañarse a las chicas, creo), ya vendrán, ¡arre, mula!, inacabable giro sobre la parva desmenuzándose. Horas de chapoteo en el río, yo no voy tan adentro, los que nadan se meten en el caz del molino, pasmo, terror de los demás, y, una alegría asustadiza, sumergirse en la fría ternura del remanso. Y, a los pocos días de llegar, cuando suena la sirena de la fábrica de luz, reconocer desde el pretil del puente a todos los que salen del trabajo: Juan de la Cruz, que vive en la Fuente del Fraile, Gregorio el del Carrasco, Venancio el de los Montalvos, y Juan Luis, el de Fuensanta. Todos dicen al pasar alguna cosilla al madrileño, y después de un rato vienen, solos, los dos hermanos esos, que nadie les   —112→   habla, los de San Isidro, que una vez prendieron fuego a unos pinares del abuelo. Otro ratito, y baja renqueando por las cuestas del cerro el autobús de La Requenense, servicio público Casas Ibáñez (nadie sabe dónde está eso, ni cómo es de grande) a La Roda, camino del tren, coge las cartas, deja siempre algo para las tías, y el chófer pregunta inevitablemente por los forasteros, si irán a las fiestas, si no se aburren, es mejor la Puerta del Sol o la calle Alcalá, bien lo sabe él de cuando sirvió en el Inmemorial del Rey número 1, y yo no acabo de ver por qué es mejor que aquello una calle de Madrid, una calle donde no hay río, ni una presa con piedrecitas de colores, ni la blandura del montón de paja en la era, tibia en la noche desplegada.

Para las fiestas de septiembre, vamos a la casa del pueblo. El balcón del centro, solo sobre el enorme barandal seguido, está sin cristales. La higuera del patio ha levantado las losas al crecer, y el aljibe, blanco, tiene el brocal medio hundido, y, Jesús, si te cayeras, qué diría tu padre, ten cuidado, no quiero ni pensarlo. Hay que ir de visitas, siempre chocolate y bizcochos hasta ponerse malo, y a la novena, todo el mundo mirándonos por la calle, serán las botas o la blusa, algo que los demás no llevan, y ha venido un cura de Albacete, qué bien habla, es lo que hay que oír. Novena del Santo Cristo de la Buena Muerte y de Nuestra Señora de los Remedios, unas cuantas beatas rezongando y un cura jovencito que ataca al Dulce meneo, el baile   —113→   que unos valencianos han instalado en la plaza, y dice cosas que nadie escucha, todos pensando en la diversión de la noche. Son ya las vendimias, y hay en el pueblo un constante trajín de carros que van y vienen de las bodegas al campo, por todas las calles huele, dominando la feria, a pámpanos y azúcar, algo pegajoso y fuerte que contrasta con la quietud de esa hora en la ribera húmeda, el recogimiento en la casa antes de dormir. Las fiestas son ya el final, que se entrevé en las conversaciones, ya te cansas de esto, pronta irás al colegio, ya está lloviendo, qué de prisa viene el otoño este año. Sí, vuelta del otoño y fin del veraneo en la finca olvidada y venal, término de los días calientes junto al río, de tenderse en el ribazo de la noria (este chico no hace más que tenderse, qué vago es, como tuvieras que cuidar tú la hacienda), allí donde yo planté un retoño del olmo grande y prendió -si existirá, Señor-, otra vez mirar, con el crepúsculo pronto, al remanso de reojo, temiendo ver salir algún ahogado, arreglar el muro del jardín en previsión de las crecidas del invierno, una dilatada tristeza cuando se van recogiendo los trebejos en la casa, no os dejéis nada, ya están mirando nuestra ropa abobados, o las botas, y el tren pasa a las cuatro de la tarde, enfermuchas las primas que después se murieron, y la caricia temblorosa del tío abuelo, galopín, cómo te pareces, y encargos, llévate esto, los perros ladrando, el río se va quedando atrás, cuando doblemos la curva aquella ya no se ven los chopos,   —114→   cascabeleo de la jaca y la doble hilada del camino atajando, por no cruzarnos con algún auto por la carretera, se espanta el animal, la sirena de la fábrica, mediodía y resonando, ya pasarán por el puente los que van a comer, un poco detrás los dos hermanos, nadie habla con ellos, y Quico estará poniendo bajo el puente la atarraya para pescar cangrejos, y me miro la palma de la mano donde uno me mordió, yo dando gritos y sin poder soltarle, hasta que vino Quico y le arrancó la pata y luego me la quitó (estos chicos de Madrid son zorritontos, no saben coger ni un cangrejo), y en qué estás pensando, estás dormido, ya se ve la torre, iremos lo primero a sacar los billetes, y a ver si escribís, ya nos diréis si os encuentran mejorados, más recomendaciones, una distracción pesarosa, hasta el año que viene repitiendo, ya en marcha el tren, flor última, un frío inmóvil tarde arriba.



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ArribaAbajoColegio

Este niño, siempre aquí metido, nunca vas a ser hombre de provecho, te irás al Colegio con tus hermanos. Al Colegio. Ya no más ese momento de la salida para el Colegio, los veo marcharse, la bufanda bien subida, el humo del aliento saliendo por encima de las vueltas, el cuello del abrigo alzado, o la capucha del impermeable levantada, bajan contentos como si todo fuese mentira, y luego me asomo al balcón para verlos pasar, ya se van dando patadas o tirándose los libros. No, ya no más verlos marcharse, recién levantados de la mesa del desayuno, y dónde está mi Geografía, darme que me compre un lápiz, ya no oiré más deja que tus hermanos se laven primero. No. Ahora me iré yo también con ellos. Al Colegio, libros, a sumar deprisa, no equivocarse nunca en el cambio cuando se vaya a comprar   —116→   algo. Primera mañana, el invierno en la calle, ruidos apagados, niebla suavecita, muchas cosas de estrena. Un pantalón nuevo, las botas recién limpias y muchas veces cuándo nos vamos. Colgada del hombro, la cartera; una cartera de cartón con dos hebillas, comprada la tarde antes en la Plaza del Ángel, quizá en el Todo a 0,65 pintado de rojo con soldados de plomo en el escaparate, y un canguro que baja por un cartón, trenes de cuerda, útiles para los escolares. Hubo muchas dudas, me gustaban más los portalibros, tan brillantes, color guinda, con las correítas buenas y el asa de metal. Las carteras tiene las correas de badana, se rompen enseguida, y, además, yo no voy a tener libros grandes todavía. El libro mío: muchos dibujos, letras grandotas. B, y un burro, un banco, un balcón, una berenjena. Se llama Cartilla. Cartilla animada. Un lápiz Faber del número 2 y dos cuadernos pautados sistema Valliciergo. Al Colegio, y no te separes de tus hermanos, cuidado al cruzar, y no se te vaya a ocurrir venirte solo a la salida, y muchos en el Colegio no se llora.

Frío en la calle. Están regando, barriendo. Mis botas, se van a ensuciar mis botas. Me oprime imperceptiblemente mi delantal blanco, nuevo, bajo el abrigo. ¿Se habrán acordado de ponerme la cintita negra en la solapa? Lo compruebo, y una calma tibia, dichosa. El lápiz salta en la cartera con un estrépito oscuro, repetido. T, colorada, y un tren, una torre, un toro. Donde viene el toro es la T. Hay   —117→   que ir por enmedio de la calle porque sacuden alfombras por los balcones. ¿Por qué no me han comprado a mí una Enciclopedia, o una Geometría? La cartilla es más bonita que el Manuscrito de Paluzíe, donde lee Paco. Ya entramos. El guardián me lleva a un sitio donde no conozco a nadie, empiezo a apurarme, una turbación extraña no conocer a ningún chico, todos me miran, hay uno bizco, y el abrigo, no me lo irán a perder, dónde se lo llevan, al salir no sé si yo le voy encontrar, me regañarán si lo pierdo, y: niño, ven a leer. Y yo no sé leer, ni nada, y todos me miran, qué bien ahora en casa, ya habrán llevado los periódicos y quizá esté puesto el brasero, aún me quedan ocho calcamonías para hacer. Están leyendo uno tras otro, ya mayores, y no sé qué es ese mapa, una especie de gusano, no lo he visto nunca y me levanto a mirarlo de cerca, y el primer torniscón por moverse del sitio sin permiso, y ya te querías ir a Cuba, y tiempo tendrás, ojito con moverse.

Tengo desazón. Con la prisa de ir al Colegio no me acordé de hacerlo en casa, antes de salir. Y tengo gana. Bueno, ya pasará. Una voz ha dicho ¡Corazón!, y todos hurgan en sus pupitres y sacan un libro. Será eso Corazón. Y leen una historia muy bonita de un niño en la guerra, era tambor de un regimiento. Yo voy teniendo más ganas. El maestro explica dónde cae Italia, yo he oído hablar de eso, y digo algo, y: usted se calla, aquí no se viene a hablar, espere a que le pregunten. Miro los mapas, el crucifijo   —118→   grande en la cabecera de la clase, oigo el ruido de la calle entrando por las ventanas. Se oyen soldados afuera, no me atrevo a ir a verlos, pero, sin querer, doy con los pies en el suelo siguiendo el compás, y otro capón, y aquí no se hace eso, y más respeto, nos ha venido buena con el nuevo. Esto debe ser muy gracioso, porque todos se ríen, y yo, con el sofoco, tengo más ganas de orinar y no sé cómo decirlo, ni a dónde se hará. Me parece que me lo voy a hacer encima. No me atrevo a levantar los ojos, siempre tropiezo con alguno mirándome. Ese bizco de enfrente no sé si me mira a mí o a quién, pero me le topo fijo en cuanto le busco. Ya estará el sol en la esterita de casa, polvillo leve en el rayo, alguna construcción podría estar pegando. Me duele de estar sentado tanto tiempo, y, además, me voy a... C, azul, grande y curvada, y una casa, un colchón, un coche, un cerrojo. Ya no puedo más, bailo y casi lloro (en el Colegio no se llora) y el chico de al lado avisa, y me mandan a los lugares, que no sé dónde están, pero los busco, un rastro húmedo a trechos en el suelo del pasillo.

Cuando vuelvo, no me decido a entrar, una vergüenza ensanchándose, esperaré un ratito en el pasillo, a ver si se seca del todo el pantalón, que me tira un poco. El maestro ha salido y hay alboroto en la clase, y gritos. Me acerco, y uno muy mayor ¿Qué haces ahí?, te apunto, y pregunta cómo me llamo y escribe algo en el encerado, debe de ser mi nombre. Como no me atrevo a entrar todavía, dice   —119→   que me va a poner una cruz, y va al encerado y pinta una cruz detrás de lo que escribió antes. Escozor de saber que nos están mirando todos a la vez, presentimiento afrentoso de que ya sabrán en casa que casi me he, bueno, encima, y tan grandullón, seis añazos, angustia que va y viene, una imprecisa pena fatigándome la boca. El chico que sigue apuntando, lo borra, amenaza y más apuntar, y nos veremos a la salida, y el alboroto crece cada vez más, apenas se oyen los tranvías en la calle. Entra el maestro y el chico vigilante empieza a decir monótono, un tremendo cansancio en la voz, Machichaco en Vizcaya, Ajo en Santander, Peñas en Oviedo, y... y... y..., y el maestro le da con una palmeta donde puede, añadiendo Palos, Palos en Murcia, San Antonio en Alicante, y todos los demás se ríen, y el que está a mi lado aprovecha el barullo para decirme si cambio estampas, y me enseña muchos recordatorios de primera comunión, Creus en Gerona, y a ver quién ha copiado el trozo del Quijote. Los chicos se amontonan, papeles en alto, sobre la mesa del maestro, y los demás cambiamos increíbles tesoros, hablamos con torpe disimulo, mentimos los oficios y nobleza de nuestros padres, de nuestros juguetes, y, alto, no me da la gana de prestarte mi lápiz, y, junto al tirón del maestro, qué te crees tú que es esto, de rodillas hasta el recreo. Pero ni el más suave puchero, no me podréis decir nunca en casa que no supe resistirme.

Suena la campana para el descanso, todos se   —120→   apretujan y agolpan, gritando. Yo salgo el último, sin soltar mi cartera. O, la redonda y verde, y no me acuerdo de cosas que empiecen por O. Insufrible griterío, un viento que se acerca, remolino rápido, y un hondo silencio repentino, otra vez el ruido, ¿no juegas a pídola?, ven a jugar a las bolas, tenemos un guá libre. Cosas que empiecen por O. Bolas de colores, de barro y de piedra, algunas de cristal, con estrías rojas y amarillas (algo en la mano resucita el caramelo), frialdad redonda el estallido de su pequeño golpe al jugar, y no es herida, y mátala. A la una andaba la mula, piso la raya y me toca quedarme, y, mientras los demás saltan por encima, borroso venir de cosas con O, las del libro, ya, ya me acuerdo, oye, no me des los liques tan fuerte, animal, y mido otra vez pie atravesado y otro a la larga, y no hagas trampas, un árbol es lo que empieza con O, la campana suena loca, ya le tengo en la punta de la lengua, hondísimo brotar, y a quién llamas Olivo, aquí nadie se llama así. Todos a clase, frío inútil, innumerable regreso de la niebla, ya sentado, mientras crece, livianamente tibio, el run-run de la tabla de multiplicar, dos por dos cuatro, el maestro lee el periódico, indiferente al clamor total (olivo, ogro, órgano, ombligo, cosas con O), cinco por tres quince -¡Aquel rincón no canta!, y otra vez al periódico- ninguno oyendo la voz propia, matemáticamente desterrada. Si encontraré mi abrigo. La campana. Las doce en el reloj, las dos manillas juntas arriba, un padrenuestro devorado, y los mayores   —121→   que oyen una vez más devuelvan ese atlas con el Imperio austro-húngaro, que se lo den más moderno, y, escalera abajo, escupir y tirar papel mascado al cartel: Prohibido escupir. Regreso despacito, sol bueno del mediodía, esta tarde podré dejar sin miedo el abrigo, abrigo empieza por A, creí que lo perderían, dos dedos en alto para ir a los lugares, suena bronco el lapicero en la cartera, como un agua fluyendo, nadie da importancia a lo que me ha pasado, algo de humedad aún, y hay que volver enseguidita, esta tarde tendremos dictado, tú no harás más que palotes, mañana y tarde repetidas -¿cuántas veces?-, resurgido tacto de la primera cartera, comprada en el Todo a 0,65, la dócil costumbre del libro en la mano estrenando su vuelta irreparable.



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ArribaPolichinelas

Algunos jueves por la tarde no hay colegio, vamos después de comer a tomar el sol a la explanada de Palacio. Sol tibio y ya bajo de las cuatro, claridad inverniza, una frágil niebla atesorando humos sobre el río, tin tín de los tranvías, los gritos de siempre, ese vano mirar a los ojos vacíos del ciego del Viaducto, la tristeza porfiada de su cartel «De la gota serena», y la de su sombrero arrugado, donde suenan las monedas turbiamente al caer, como pisadas vacilantes en lo oscuro. Lancinante acoso de dudas, la gente le echa perras y yo aprieto en la mano, dentro del bolsillo, los diez céntimos o quince que llevo, si le daré algo o lo guardaré todo para la vieja del puesto: vacilaciones ante el chichingú, los adoquines de limón y menta, o los altramuces, el palo luz, los garbanzos de pega o las sultanitas de   —124→   coco, o la más evidente y lenta dulzura del pirulí al regreso, chupeteando. Plaza de la Armería, frente a la verja encendida de sol, muchos críos jugando, asombro repetido del relevo de los húsares en los grandes garitones de madera, siempre un olor de caballos anunciándolos. Y el agolparse la gente junto al armatoste de los curritos, todos, grandes y pequeños, alrededor del endeble biombo de lonas y tablas, donde ocurrían maravillas. La corrida, y siempre perdía el sombrero el picador, y todos los chiquillos ríen escandalosamente cuando el torero pregunta si puede pinchar al toro por detrás, que también tiene agujerillo, una voz adelgazada y entristecida, como una pena orlada de barullos, la del hombre que habla dentro de los curritos, infatigable. Entra, toro; alto, toro, no seas bruto, que me has clavado un cuerno en la barriga, y los chicos ríen, ríen sorbiéndose los mocos, y los mayores ríen, y ríen, un fleco de carcajadas descolgándose de la tarde lentísima, y el torero que muere y resucita y vuelve a entrar a matar, y las mulillas, los cascabeles resonantes, una plaza de toros quimérica, adivinada en la cuadrada superficie de los polichinelas, y, sin embargo, enaltecido redondel de sueños, bondadoso, con sol y nunca sombra, yo sentado en el suelo, mientras los barquillos (del gallego ése gordo, como siempre) caen por la comisura de los labios, abobados, entre risa y risa desgajándose. Y los curritos continuaban luego, y se presentía al hombre por el ventanuco de la lona, y salían a discutir   —125→   marido y mujer, él sucio y ella elegante, y le insultaba por su dejadez. No te sabes limpiar la ropa, eres un adán, y risas nuevamente, todo el mundo riendo, como si aquello fuese solamente risa, risa, improrrogable plazo a la alegría, y el marido estiraba el cuello y la mujer le golpeaba en la nuca creciente con un largo palo que sonaba mucho, los barquillos deshechos sobre la solapa, y la baba del que está a mi lado le chorrea delgadamente por el pecho y la barriga y le siembra brillos en los zapatos, sentado como está en cuclillas, y Toma cuello, ya te daré yo a ti cuello, y más golpes en el cuello, y el pobrecito marido se cae medio muerto sobre el borde, su traje raidillo y sucio envejeciendo al sol y a la brisa, una humillación vaciándose, y se lo lleva la mujer al hombro, canturreando: «Es mi hombre, mis encantos y mi amor, yo le doy, y cuanto soy, a mi hombre», y aplausos frenéticos, un escalofrío rencoroso por todos, el de las babas cayendo se las sorbe fortísimo, cuando, reanimado el marido, estrangula a la mujer, llamándole mala, mala, mala, cada vez más flojo, agonía lenta y penosa, como un leve bordado entre las risas, una sombra de lágrimas aquí, tanto reír, cómoda fatiga.

Luego salía el hombre de allí dentro y pasaba una boina desteñida pidiendo dinero. Los mayores le echaban, también algunos pequeños, y vendía papeles de colorines con los cuplés de moda, y decía que sabía escribir cartas para las enamoradas, que nunca se lo entendí. Los chicos continuábamos esperando,   —126→   sentados en el suelo. Campanadas en el reloj de Palacio, los tranvías, un olor lejano a trenes, a castañas asadas, a soldados. Murmullo de charlas que cesa cuando el hombre comienza a hablar y sale la bruja, vestida de encarnado y con un gorro negro. Qué nariz. Llega corriendo el chico baboso, viene de mear en la garita, revuelo de cabezas, súbita distracción, nuevo abobamiento. La bruja habla esa voz respaldada de tristezas, y pide una niña o dos para comérselas, algunos pequeñitos se levantan, y se oye más el tranvía que pasa y los gritos de los que juegan al rescatao por allí detrás, silencio del miedo por la bruja, que, distraída, no ve cómo la va a matar el bueno, que es novio de la princesa, la que va de blanco, y menos mal y más peripecias, y muchas veces menos mal. Y palos, siempre palos en la nuca, fuerte y sin consuelo, todos abatiéndose al bordecillo de la lona, flojos, huecos, un cansancio infinito arrastra todo desde la cabeza colgante.

Y salía otra vez el hombre, agachado, doliéndole la voz de tanto gritar y disfrazarla, y pedía dinero gorra en mano, un vergonzoso temblor insinuándose. Y la gente toda solamente entonces se acordaba de vámonos, que es tarde, y el hombre, una soledad redonda, se ponía su gorra y recogía. Y yo apretaba mis céntimos. Él ponía los muñecos en una cesta, ordenándolos, peinándolos, y no lograba, nunca, quitarles su aire de cadáver azotado de muerte, de tanto palo fuerte y en la nuca, todos desinflados, y sin carroña ni esqueleto, cabeza solamente: el sitio de   —127→   los golpes, y el toro con un cuerno desmochado, y las mulillas, cascabeles resonando, y el gorro de la bruja volcándose borracho, todo fofo y sin voz, un viento sólido y amargo apretujándolos. Muertos. Tanto golpe fuerte, y en la nuca siempre. Muertos bajo el estallido dorado de la tarde. El hombre se echaba al hombro el tenderete, ya cerrado definitivamente el cuadradillo aquél de la mirilla, desencanto total al ver que no había nada extraordinario dentro, hecha la casa de tres paredes una, y tapaba la cesta con la cortina vieja que tenía en la parte de atrás, tan mugrienta y ruinosa que el viento ahuecaba el pecho para no moverla, y los pocos chicos que quedaban comían de prisa sus barquillos, el hombre yéndose despacito, la cesta en un brazo y la caseta al hombro, ahí va el tío de los polichinelas, frío, relevo de los húsares, olor de caballos, el hombre despacito Cuesta de la Vega adentro y cojeando, yo aprieto mis monedas, y dónde se irá ahora, y quién sabe si vivirá muy lejos.





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...también tú vas a ver
cuánto va a dolerme el haber sido así.


(CÉSAR VALLEJO)