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Prólogo a «Valoración múltiple. Adolfo Bioy Casares»

José Miguel Sardiñas





A varios años de la muerte de Adolfo Bioy Casares (Buenos Aires, 1914-id., 1999), en un momento en que su obra, o al menos el grueso de ella -pues quizá continúen apareciendo inéditos post mortem- puede considerarse un ciclo cerrado naturalmente, si hubiera que intentar caracterizarla y valorarla de manera general, como presentación de esta selección de textos críticos, tal vez podría hacerse diciendo que contribuyó a la renovación de la narrativa argentina e hispanoamericana, a partir de la década de 1940, principalmente desde dos zonas: las literaturas de irrealidad y -aunque suene paradójico en más de un sentido- el género gauchesco.

Como se sabe, después de haber publicado sin éxito varios libros durante las décadas de 1920 y 1930 (Prólogo, 17 disparos contra lo porvenir, Caos, La nueva tormenta o La vida múltiple de Juan Ruteno, La estatua casera, Luis Greve, muerto)1, Bioy Casares decidió cambiar sus estrategias de escritura y dio a conocer en 1940 La invención de Morel. Con esta novela no sólo obtuvo aceptación entre críticos y lectores, sino que abrió una vía, si no nueva en términos absolutos, sí novedosa, a la literatura no realista en el Continente: la de una trama fantástica con elementos de ficción científica y de pesquisa policial, tamizada por una visión irónica2. A esta obra siguieron, en la misma década, la novela Plan de evasión (1945) y el libro de cuentos La trama celeste (1948), donde también se utilizan temas que lo mismo pueden figurar en la narración fantástica que en la de ciencia ficción como las alucinaciones espaciales, los mundos paralelos, los viajes y detenciones temporales, las «interversiones» -como las denominó Caillois3- de los dominios del sueño y de la vigilia, etc., todo ello a menudo relatado por medio de una intriga con visos policiales. Y, con cambios de diversa índole que la crítica ha observado pero manteniendo siempre un interés marcado por las tramas donde suceden hechos que transgreden la normalidad ontológica o que alteran de modo inquietante la normalidad social, sucedieron a esos libros otros como El sueño de los héroes (novela, 1954), Historia prodigiosa (cuentos, 1956), El lado de la sombra (cuentos, 1962), Diario de la guerra del cerdo (novela, 1969), Dormir al sol (novela, 1973), La aventura de un fotógrafo en La Plata (novela, 1985) y Una muñeca rusa (cuentos, 1990). Aun cuando en varios de ellos puedan encontrarse rasgos que atenúen la siguiente afirmación, puede notarse que la vía escogida por el autor para apartarse del discurso con pretensiones miméticas fue diferente del realismo mágico y de lo real maravilloso, que tanto deben al surrealismo francés y que a partir del decenio de 1940 estarían muy vigentes en las literaturas latinoamericanas4. Bioy Casares optó por un relato genéricamente mixto, donde además la ironía y diversas formas del humor son muy frecuentes y distancian al lector deliberadamente de la ficción; un tipo de relato más bien emparentado con la fantasía anglosajona y con la narración fantástica rioplatense de épocas precedentes, como la habían cultivado Eduardo L. Holmberg, Leopoldo Lugones y, parcialmente, Horacio Quiroga, entre otros.

En cuanto a la literatura gauchesca, mundo que le fue familiar no sólo por haber compilado una conocida antología del género (Poesía gauchesca, 1955) y haber elaborado un guión cinematográfico, Los orilleros (1955), ambos junto con Borges, o por haber escrito una Memoria sobre la pampa y los gauchos (1970), sino también por haber entrado en contacto con el más célebre de sus textos, el Martín Fierro, desde la infancia5, la aportación de Bioy Casares es menor que la anterior desde el punto de vista cuantitativo, pero no menos notable. Ya desde la reseña que escribió a propósito de El sueño de los héroes, Borges -quien, por su parte, tenía otras afinidades con el tema casi desde los inicios de su obra- señaló la relación de la trama de esta novela con «el mito del coraje». Y, efectivamente, en torno a un conflicto sobre la definición del coraje se desarrolla la historia de esta especie de Bildungsroman, más allá del espacio que en él se dedica a la recuperación de la mujer amada y del peso que tienen los componentes fantásticos. El ambiente no es ni puede ser el de los gauchos de Martín Fierro o del Santos Vega de Ascasubi, ni el de los matones folletinescos de Eduardo Gutiérrez, ni siquiera el de Don Segundo Sombra, de Güiraldes; es el de los herederos un tanto degradados de todos ellos: los compadritos porteños. Pero puesto que, entre los personajes, uno sugerido como modelo posible (Taboada) propone una versión incruenta y no egoísta del coraje, y el joven protagonista (Emilio Gauna), sin embargo, no descansa hasta haberse enfrentado, en combate cuerpo a cuerpo y a cuchillo, como quería la tradición, con su ídolo (Valerga), el heroísmo gauchesco, componente casi mítico de la cultura argentina, es interrogado nuevamente, replanteado y sometido a prueba. Si se toman en consideración las operaciones de engrandecimiento y mitificación de que fue objeto el gaucho alrededor de las festividades por el centenario de la independencia argentina, por parte de intelectuales como Ricardo Rojas y Lugones, con todo el apoyo oficial por demás, y lo que significó la figura de Martín Fierro en la cultura argentina del primer tercio del siglo XX, además de las posibles relaciones de todo esto con el discurso nacionalista del peronismo, imperante en los momentos en que la novela fue concebida, puede tenerse una idea de la complejidad del mundo de valores y de posibles referencias con los que El sueño de los héroes dialoga.

No obstante, el interés de la crítica especializada hacia la obra de Bioy Casares no se correspondió durante un tiempo con la significación que escritores prominentes le reconocieron desde el principio ni -lo que es peor- tampoco la profundidad de los acercamientos le hizo mucha justicia. Es una situación que varios estudiosos han observado6 y que el análisis de la bibliografía crítica permite constatar. En efecto, durante el lapso de más de treinta años que va desde la publicación de sus primeros libros -o al menos de veinte desde la aparición de La invención de Morel, conocido parteaguas de su producción- hasta 1963, en que apareció el primer ensayo abarcador sobre su obra (la «Introducción» de Ofelia Kovacci a la que también parece haber sido la primera antología de sus textos)7, las reseñas son casi la única forma de enjuiciamiento, y se sabe cuán limitadas tienen que ser de ordinario8. Por su parte, los estudios monográficos comenzaron a ver la luz sólo después de 1970, y con más frecuencia de la deseable -también, desde luego, con excepciones- mostraban poco rigor.

La situación es curiosa, pues los reseñadores en general recibían de buena gana y hasta con entusiasmo cada nuevo libro. Para poner un ejemplo, tal vez el más representativo, dos de las múltiples ediciones argentinas de La invención de Morel, las de 1940 y 1948, fueron encomiadas por Eduardo González Lanuza, José Luis Martínez y César Rosales en revistas prestigiosas del continente como Sur y Cuadernos Americanos, y su primera traducción a otra lengua (al francés en 1952), fue acogida favorablemente por Alain Robbe-Grillet, y por un crítico conocido, Michel Carrouges. Más aun, la novela salió al mundo con un prólogo de Jorge Luis Borges que normalmente la ha acompañado y en el que era calificada de perfecta y casi de única en su tipo en la lengua española, y en fecha tan temprana como 1944 recibió el comentario de Alfonso Reyes en El deslinde. Si a eso se añade que recibió el premio de la Municipalidad de Buenos Aires en 1941, puede decirse que conoció prácticamente todas las que se han denominado fases o tipos de éxito literario inmediato: reseñas favorables, reediciones, traducciones, premios9. No obstante, lo que el crítico antes citado considera valoración basada en elementos cualitativos, más que cuantitativos, la crítica científica10, que es precisamente la que reclamaban los estudiosos aludidos al principio, demoraba en llegar o resultaba insatisfactoria, como ya he dicho.

Las razones de esa paradoja pueden ser varias, pero no sería absurdo pensar que entre ellas se encuentren de modo prominente dos como la modalidad literaria en la que se insertan tanto esa novela como el grueso de la narrativa de Bioy, es decir, la combinación de fantástico casi siempre humorístico con ciencia ficción y narración policial, y ciertos aspectos negativos de la influencia de Borges en la recepción de su obra.

Para empezar por estos últimos, conviene aclarar que, cuando se menciona el influjo de Borges, de lo que se trata generalmente es de las huellas de las ideas de éste en su colaborador y amigo; pero que ésa es sólo una parte del asunto, acaso la menos interesante, y no porque sea incierta, sino porque normalmente se ha sustentado en observaciones empíricas, no en análisis ni argumentos. Pero hay otra parte, y es la que atañe a la influencia, en muchos críticos, de las lecturas que hizo Borges de las obras de Bioy, sobre todo de La invención de Morel, cuyo prólogo ha gravitado no sólo por encima de esa novela, sino también sobre todos los libros que llegaron después, permeando la visión de los críticos y limitando, paradójicamente, el campo de observación en varios casos. Ya en 1975, en una ponencia que se ha considerado «la apertura a una década de estudios sobre la ficción de Bioy»11, Alfred MacAdam se quejaba de este fenómeno:

Antes de leer el texto [sc. de La invención de Morel], el lector está obligado a meditar en un programa estético, porque concebir el texto de Bioy Casares sin el prólogo de Borges es imposible. Somos como lectores medievales que sólo conocen un texto de Virgilio, uno que tiene un comentario. Si existen otras versiones libres de la estructura crítica, no lo sabemos, y si un día aparece una, tendremos la impresión incómoda de que la edición está incompleta12.



E inmediatamente tomaba distancia de los juicios de Borges, que le parecían caprichosos y ambiguos. ¿Cómo no iban a parecerle tales? Es posible decir que El asno de oro incurre en una «mera variedad sucesiva» de aventuras13, pues finalmente ni su narrador, el ex burro Lucio ni su autor, Apuleyo, parecen haberse propuesto otra cosa que entretener con fábulas milesias (y bien que lo logran); pero sostenerlo de El Quijote suena a boutade, «actitud que nadie puede tomar totalmente en serio»14. Tres años más tarde, Lidia Neghme Echeverría reaccionaba de forma similar15, antes de proponer una lectura de La invención de Morel basada -ciertamente en exceso- en uno de los estudiosos franceses contemporáneos de lo fantástico, Jean Bellemin Noël.

Pero también en 1978 se daba a conocer uno de los estudios que, a pesar de su acuciosidad, ilustran mejor la actitud de fascinación por las lecturas borgeanas de la obra de Bioy: «La "perfección" de La invención de Morel de Bioy Casares», de Emilio Bejel y María Luisa Getz. Este artículo proclama desde el título la intención de corroborar los postulados de Borges, y se entrega a la tarea de profundizarlos, cediendo a una tentación más que comprensible, pero sin tratar de ver más allá o de darle algún lugar al cuestionamiento:

La invención de Morel, a diferencia de la novela «psicológico-realista» se propone a sí misma como objeto artificial, sin ninguna pretensión de transcribir otra realidad. Esta condición de artificio se puede estudiar en varios aspectos de la obra: en la temporalidad, en las voces narrativas, en el autoenfoque del relator mismo y en la trama16.



En la misma fecha, otro estudioso reducía no sólo esa novela, sino toda la obra posterior de Bioy Casares a ejemplo de la poética formulada por Borges en el prólogo, aun cuando no escatimaba elogios para la hazaña: «La posición magisterial de Borges en su larga amistad con Bioy [...] nos lleva a ver en su prólogo una declaración de estética a la que Bioy se adhiere o que, más bien, ha puesto en práctica en la novela prologada. Toda la obra madura de Bioy, la que él reedita, [...], responde sin duda a estos postulados»17. Después resulta que esos postulados son sólo uno, tan general por demás como una trama rigurosa, donde cada parte responda al todo y se justifique. A lo cual se puede objetar que, si bien no todas ni la mayoría de las obras literarias responde a ese principio de composición, sí muchas más de las que pueda abarcar la poética de Borges se han concebido así.

Por su parte, el ya citado Eloy R. González ofrece reparos al artículo de Bejel y Getz, pero en su afán de apartarse de ese punto de vista, se va al extremo contrario: dedica páginas a disertar sobre una imperfección nunca del todo definida, en la que se mezclan argumentos de carácter moral y religioso con otros estéticos, y acaba por incluir el prólogo de Borges un tanto confusamente entre los discursos de los personajes novelescos:

[La invención de] Morel es un conjunto de discursos de sus personajes, que narran sus propias vivencias, y de los diferentes niveles en que «actuadores» o «lectores» interpretan las acciones o discursos de los otros. En los discursos, cabe diferenciar entre los personajes que hablan, actúan, escriben, en el texto mismo (Faustine, El fugitivo y Morel) y los que aparecen en su periferia (el editor, y por qué no, Borges).



La función del prólogo es, de este modo, ambivalente: oscila entre interpretación de las acciones o discursos ajenos y discurso de personaje él mismo. Y no debería ocurrir así. Uno tiene la impresión de que, en el mejor o más tolerante de los casos, se están mezclando cosas diferentes, sin que haya habido ni siquiera un mínimo de discusión acerca del estatuto del prólogo en una obra literaria. El caso es que la presencia de Borges y de su visión sobre la obra, lejos de relativizarse razonablemente, se incorporan o integran a la novela en una operación o juego al que pueden hacerse reparos de diversa índole.

Borges, además, en su célebre prólogo citó unas palabras de Ortega y Gasset sobre la decadencia de las novelas de aventura en el siglo XX, supuestamente extraídas de La deshumanización del arte, y no son pocos los críticos que, en primer lugar por pereza, pero también sin duda por confianza ciega, al referirse a dicha polémica, repiten que esa es su fuente, sin siquiera darse cuenta de que la cita y la idea proceden de otro ensayo, como ya he dicho en otra parte.

Por fin, Borges destacó la novedad de La invención de Morel en las letras de lengua española, y aunque mencionó antecedentes de su género en las literaturas del Río de la Plata como Lugones y Santiago Dabove, probablemente prefirió enfatizar y hasta absolutizar su carácter novedoso como recomendación de lectura. Es algo que puede entenderse tratándose de un prólogo. En la crítica posterior, sin embargo, ha predominado una actitud de aceptación que, sumada al auge del enfoque inmanentista alrededor del decenio de 1970, dirigió las lecturas de la novela hacia su construcción o, en todo caso, hacia sus relaciones intertextuales con Wells, sin atender a posibles afinidades -mencionadas brevemente, casi siempre en estudios que no versan sobre Bioy- con cuentos de Quiroga como «El espectro» o «El vampiro» o con la novela XYZ de Clemente Palma.

En cuanto al otro factor a que me refería al señalar el desinterés temporal de la crítica, es decir, la ubicación de buena parte de la narrativa de Bioy dentro de las literaturas no realistas, en los últimos treinta años (aproximadamente) se puede comprobar la existencia, en el ámbito latinoamericano, de una abundante bibliografía no sólo crítica, sino también teórica, sobre literatura fantástica y otros géneros similares (explosión sin duda propiciada por la publicación de la Introduction à littérature fantastique de Todorov en 1970 y por la recepción que tuvo en una crítica con el reconocimiento y la autoridad de Ana María Barrenechea); pero a lo largo de todo el período anterior, esto es, entre 1940 y 1970, lo fantástico apenas motivaba a los críticos, y la obra de Bioy tiene que haber sido vista como parte de ese considerable corpus marginal. Si La invención de Morel o El sueño de los héroes se estudiaron poco durante años, entre otras razones probablemente fue por el mismo motivo que permanecieron subvalorados excelentes cuentos de Lugones, en contraste con lo que ha ocurrido con su poesía; por lo mismo que de Quiroga siempre se leyeron los cuentos «selváticos» y no los fantásticos (exceptuando desde luego su archiconocido «El almohadón de plumas»); por lo mismo que una obra tan alabada y leída como la Antología de la literatura fantástica apenas ha recibido atención entre los estudiosos; por lo mismo acaso que la colección El Séptimo Círculo, de literatura policial, dirigida por Borges y Bioy en una editorial argentina, debió circular sin el sello de esa editorial: porque se juzgan de poco prestigio y, por tanto, de escaso valor.





 
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