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Prólogo [«El ángel del espejo y otros relatos» de Salarrué]

Sergio Ramírez





Al enfrentarse el antólogo con la vasta obra narrativa del salvadoreño Salvador Salazar Arrué, más conocido como Salarrué y mejor conocido por su libro Cuentos de barro, descubre en primer término que las fronteras de trabajo literario, delimitan también de manera arquetípica a sucesivas generaciones de escritores centroamericanos que en la primera mitad del siglo XX se empeñaron en conquistar, alentados por una tenaz vocación y entrabados en un opresivo juego de limitaciones, su porción de universal latinoamericano.

Salarrué, nacido en el año de 1899, representa por una parte la culminación, y el agotamiento temático, de toda una corriente vernácula que se nutre en los intentos más o menos organizados por conseguir un realismo costumbrista centroamericano a la vuelta del siglo y que se define luego en regionalismo; y por otra, la inquieta y generalmente fallida pretensión de acceder hacia una literatura cosmopolita, erigida sobre elementos foráneos de cultura.

La narrativa de Salarrué repite permanentemente estas dos instancias, alternándolas a lo largo de su escritura total, lo vernáculo y lo cosmopolita; esta dimensión circular es pareja a su existencia, una rueda de temas engarzados en el engranaje verbal que gira muellemente, sin sobresaltos: la naturaleza repartida, y compartida, de su universo temático niega progresos formales, o posibilidades de hallazgos; allí estarán siempre, cualquiera que sea la época, girando en la serenidad de la esfera sus dos hemisferios: el que se enraiza a partir de Cuentos de barro y que pueblan los indios de Izalco en la verdura del volcán sagrado; y una cosmópolis teosofal que se debate dentro de un inverso sentido del bien y el mal, combatiendo ambos en ordenada lucha, ya sea en remotas regiones atlántidas o en ciudades feéricas, tal como se fija a partir de O-Yarkandal.

Entre estos dos hemisferios, Salarrué no deja ninguna porosidad, y ajenos, se cierran uno contra el otro, sin posibilidad de trasiego de las ideas que los alimentan; como el yin y yan, se coloca entre el cielo y la tierra, la nubosidad aérea de sus creencias esotéricas arriba, y la presencia del volcán con sus caseríos, caminos, ranchos, indios, músicas tonales del lenguaje, abajo.

Quizás estima que su plano más trascendente es el de arriba, como aspiración de acceder a lo cosmopolita -sobre lo que volveré después para explicar uno de los fatales espejismos de la cultura centroamericana- pero donde de verdad consigue su universo es en el de abajo, allí donde funda una literatura narrativa para Centroamérica.

Las referencias a la obra de Salarrué tratarán, pues, de orientarse en estos dos sentidos básicos, no sólo para intentar comprenderlo como escritor, sino también para entrar en lo que ha sido una contradicción importante en el desarrollo de la literatura centroamericana y en sus posibilidades de universalidad.


Dos mundos compartidos en el origen

Salarrué publica sus dos primeras obras en el año de 1927: se trata de El Cristo negro, un relato lineal de grandes propiedades estilísticas, y El señor de la Burbuja, un intento de novela, al cabo malogrado.

En ambos campea ya lo que llegaría a ser una de sus preocupaciones definitivas: el verdadero carácter del bien y del mal, concebidos como fuerzas antagónicas de un debate moral en el que el mal debe desempeñar un papel redentor; esta proposición que es el tema central de El Cristo negro se repite más tarde en muchos de sus escritos: «La santidad positiva consiste en dar la cara al Mal y no al Bien. Cuando se ha comprendido el propósito de la vida se llega a estar en condiciones de dar la cara a Satán, porque quien sabe, quien tiene certidumbre de que Dios guarda sus espaldas, no flaquea»1, dirá en 1934 en un ensayo sobre «Los Santos y los Justos» al enfocar la decadencia de la santidad, en un cuaderno titulado Conjeturas en la penumbra, volviendo sobre lo que es la razón de amor en toda la maldad de las acciones de San Uraco de la Selva, el personaje de El Cristo negro. La concupiscencia, el robo, el crimen, el sacrilegio no son más que formas de santidad, actos ejecutados para evitar que el prójimo peque por sí mismo, una apropiación beatífica del infierno para evitar que los otros caigan en el infierno.

San Uraco de la Selva, al dar la cara al mal, cumple con una actitud de lucha, de coraje, de desafío, que es la única forma posible de santidad, y por eso debe morir crucificado. La coherencia de este relato sorprende como obra juvenil y primeriza, y logra sostenerse como un verdadero puntal en el desarrollo futuro de la obra narrativa de Salarrué, no sólo por lo que aporta a su cohesión ideológica, sino también en cuanto revela lo que sería desde ya la sostenida calidad de su prosa.

El Cristo negro discurre en la Centroamérica colonial del siglo XVI, mundo de inquisidores y encomenderos que el realismo costumbrista, al cual el propio Salarrué debería algún tributo, trata de rescatar para la literatura centroamericana al final del siglo XIX, sobre todo en la obra de don José Milla2: desde allí, Salarrué salta hacia una ambientación contemporánea que trata de dar en El señor de la Burbuja, en donde las mismas preocupaciones sobre la naturaleza del bien y el mal tienen ya un tinte teosofal, que se revelan a través de las lecturas de cabecera del personaje, don Javier Rodríguez, un criollo de linaje que engañado por su mujer huye hacia el retiro de su hacienda de café en las faldas del Izalco, donde en la soledad de su vida contemplativa se dedica al perfeccionamiento de su yo intelectual. Estas lecturas serán ya las del propio autor para entonces: la filosofía yoga, el Vivekanda, La luz de Asia de Sidarta Gautma, Príncipe del amor perfecto, La llama inmortal de H. G. Wells.

El paisaje de la hacienda, la presencia del volcán, los incidentes amorosos, la misma composición tradicional de la tertulia entre el maestro de escuela, el cura y demás vecinos principales del poblado con el protagonista, no sirve más que de pretexto al hilvanamiento del discurso filosófico que a través de cierto juego dialéctico trata de encontrar una verdad que explique la existencia: «Aquel que ha descubierto y aprendido el modo de manipular las fuerzas internas, tiene a la naturaleza entera bajo su dominio... llegar a un punto adonde lo que llamamos leyes de la naturaleza no tengan influencia alguna sobre él, en donde pueda dominarla...» aprenderá don Javier Rodríguez en los textos de filosofía yoga, dentro de esa especie de educación solitaria que se impone.

Pero sus preocupaciones teosóficas, como respuesta a los engaños de la existencia y a su decepción del pasado, corren, con muy poca seducción, ajenos al movimiento que la vida pone en el ambiente exterior, rasgos de ambientaciones y paisaje que resucitarán más tarde en Cuentos de barro pero que aquí no cumplen papel alguno, funcionando por separado.

Si la novela falla en su estructura literaria, es porque la ambición de Salarrué se concreta a condensar en ella lo que son ya sus propias creencias, cúmulo de creencias al que se aferraría perseverantemente para siempre, y que afloran con la misma vitalidad en sus últimos trabajos como La sed de Slin Balder o Catleya Luna, dos novelas publicadas pocos años antes de su muerte. El Karma, el Nirvana Soñado. Y en este sentido, El señor de la Burbuja sirve también, igual que El Cristo negro como piedra de fundación antes de que a partir de la siguiente etapa que se inicia con O-Yarkandal, las aguas se dividan por completo y cada una de las dos corrientes cobre sus propios cauces.




Un descendiente de la Atlántida

Para el tiempo en que aparece publicado O-Yarkandal en el año de 1929, Salarrué ha comenzado a definir un universo cultural que se cerrará en todas sus proporciones con Remotando el Uluán que se publica en 1932: las iniciaciones teosóficas de El señor de la Burbuja, alimentadas en un clima aún terrenal, pues la vida de don Javier Rodríguez al fin y al cabo discurre en su plantación de café en las laderas de un volcán salvadoreño, se trasegarán ahora hacia una dimensión absolutamente mítica, pero no menos filosofal; el folleto en que se publica O-Yarkandal trae un mapa del impero Dahdálico con sus mares de Edimapura, Xibalbay y Dundala, sus islas y continentes de nombres que evocan extraños parajes orientales, pero también toponimias aborígenes.

A través de las sucesivas reencarnaciones, el autor no es más que un sobreviviente del impero sepultado de la Atlántida, y sus creencias, al tocarse con la más absoluta de las fantasías, le llevan a inventar, o recordar, hasta el último recodo de la Dahdalía, a través de la voz del narrador, Saga, que va descubriendo paraísos encantados, ciudades de hombres alados, extraños perfumes y vegetaciones, islas a la deriva que cruzan por mares ignorados, palacios de paredes altas y armoniosos, «y los cristales de las ventanas estaban fabricados con una sustancia que permitía ver los jardines siempre en flor...», y en fin, piedras preciosas de melancólico brillo que perfuman su alrededor como flores salvajes.

El lenguaje y la invención de O-Yarkandal penetran dentro de la tradición de los libros sagrados, y de las literaturas orientales, siguiendo incluso una estructura como el de los cuatro vedas: Amur, Ur, Surgabar, Tatulav, Angara, Siaphata... y sostiene una diáfana calidad poética, que está encarnada además en la delicada presencia de Saga, el narrador: «Las fuentes que surten mi lengua y alimentan mi espíritu proceden, no de una fantasía vacua y desbordante, sino de una tradición verbal y suntuosamente humana. Del narrador al narrador, esta verdad se atesora sin alterarse y es historia humana para los soñadores y para los demás es farsa», dice al abrir sus historias.

Remotando el Uluán, concebida dentro de la misma intimidad fantasiosa del lenguaje poético de todos los relatos de O-Yarkandal, pretende penetrar ya más profundamente dentro de lo que es el credo teosófico del joven Salarrué, y la narración del misterioso viaje a lo largo del río Uluán, también una radical invención, se convierte en una experiencia astral dentro de la más estricta disciplina teosófica. Así, el viaje maravilloso da paso a la encarnación y realización de lo que son las mejores propiedades astrales: a la corporeidad de las sensaciones y emociones, los desplazamientos a grandes velocidades semejantes al vuelo, la refundición de los sentidos en uno solo, formando un cuerpo único de sensaciones; la existencia de un cuerpo mental, o cuerpo búhdico, hasta llegar a la plenitud de la verdad, en que ya el hombre no está sujeto a las pasiones o deseos, fundiéndose con la unidad divina: serpientes luminosas, estrellas subterráneas, cascadas de fuego, el infierno de Louan, el espejo de los varbantos, el trono milagroso, las minerías de Acuarimántina, van sucediéndose en los episodios de esta odisea teosófica preñada de fantasías que centellean en un concierto de sensaciones mágicas y brillantes.

Las corrientes de pensamiento que pasan por la obra de juventud de Salarrué y que de alguna mera habrán de condicionarla para siempre, estaban en el torrente febril de cierta clase de ideas que llegaban con distintos ecos no sólo a los escritores, sino también a los educadores y políticos centroamericanos de la época, desde la ya añeja francmasonería que había coloreado las conspiraciones liberales y las guerras morazánicas del siglo anterior, al credo rosacruz y a una teosofía militante que ya en El Salvador tenía a su más prestigiado propagandista, en don Alberto Masferrer, a quien Salarrué pidió escribir unas líneas de introducción para presentar O-Yarkandal.

Pero si en una perspectiva contemporánea toda esta parafernalia filosófica resulta anacrónica, en el caso particular de Salarrué tuvo la virtud de contribuir a hacer coherente su vocación intelectual; la teosofía llegó a representar para él una especie de atalaya de resistencia moral contra los valores de la sociedad en que le tocaría resistir como escritor, pues aunque apacible, su vida artística fue en muchos sentidos todo un desafío, y es desde las fundaciones éticas de sus creencias, que pudo levantar las fábricas de su creación literaria. No en balde en el escudo de armas que como ex libris abre la primera edición de O-Yarkandal, y que está concebido de acuerdo a los principios teosóficos, campea su lema de batalla; Credo quia absurdum.




Cuentos de barro, hombres de barro

Examinada la obra narrativa de Salarrué desde la consecuencia última de toda creación, que es su permanencia, no hay duda que la corriente que dentro de ella representa Cuentos de barro, publicado en 1933, y a la que se suman principalmente Trasmallo (1954) y Cuentos de Cipotes (1945/1961) es la que se impone, y seduce por su capacidad de concretar artísticamente todo un mundo de raíces populares a través de una exaltación mágica del lenguaje.

Salarrué nació en Sonsonate, ciudad cabecera del departamento del mismo nombre en el occidente de El Salvador, y uno de los reductos culturales indígenas mejor definidos del país; Sonsonate es la tierra de los izalcos, descendientes de tribus aztecas emigradas desde el norte, que protagonizan Cuentos de barro, y es la tierra de su infancia, el paisaje que estaría presente en sus relatos desde El señor de la Burbuja; pero fuera de ser una transparente reacción a sus vivencias más entrañables, Cuentos de barro, dentro de lo que tiene de precisa demarcación etnológica y social, porque cubre desde dentro a unos habitantes y su geografía, representa también el punto máximo de desarrollo que la literatura costumbrista logra alcanzar en Centroamérica.

Es precisamente en El Salvador donde el realismo costumbrista, que es un fenómeno más o menos disperso en Centroamérica, concentra alguna fuerza, sobre todo con Arturo Ambrogui3, en quien Salarrué encontraría valiosas enseñanzas, pues según propia confesión la lectura de El libro del Trópico, encontrado en la librería Brentano de Nueva York en sus días de adolescente cuando disfrutaba de una beca para estudiar pintura en Estados Unidos, le resultaría decisiva: «Fijate que yo me sabía de memoria el índice de El libro del Trópico, como que hubiera sido un poema: La Siesta, La Sacadera, la pesca bajo el sol... me llenaba de una cosa terrible que me ahogaba porque me acordaba de todo mi terruño...»4.

Salarrué logra con Cuentos de barro no sólo la mejor de las realizaciones artísticas que el relato vernáculo pudo alcanzar, sino que en muchos sentidos prepara también su agotamiento, pues a partir de entonces, pese a la nutrida causa de seguidores que el género gana en Centroamérica, incluso dentro del estilo literario mismo de Salarrué, breve y metafórico, ya nunca más vuelve a alcanzar aquella excelencia, aunque cuentos regionales se siguen escribiendo por varias décadas más dentro de una fijación temática que provoca la identificación, o confusión, de la literatura nacional con la literatura vernácula, como si fuera del territorio regional no pudiera darse ningún otro tipo de narrativa, sobre todo en el cuento.

Raptos y venganzas de amor, velorios y duelos a machete, sacas de aguardiente clandestino y embrujos, procesiones de rogativa para la lluvia pasan a totalizar el mundo narrativo, y es la comarca poblana, el caserío, la finca, la expresión de ese mundo, que hunde sus raíces en el subsuelo de la tradición indígena, pues las leyendas anónimas pasan también a integrarlo.

Salarrué reconoce que la influencia del uruguayo Yamandú Rodríguez fue determinante para la concepción de Cuentos de barro, lo mismo que la de Evaristo Carriego, además de la fundamental de El libro del Trópico. Pero es a partir de sus propias elaboraciones que logra desarrollar un estilo sumamente particular, casi poemático, resolviendo los temas dentro de una sucesión de metáforas que desembocan en una metáfora final; como estampas, o breves acuarelas, sus cuentos se emparentan más con los hai-kais del guatemalteco Flavio Herrera5, contemporáneo suyo.

Salarrué concibe sus cuentos como Huidobro la poesía, que debe gustar por su unidad y por la fuerza de sus imágenes inéditas, propiedades que se encuentran condensadas en el hai-kai japonés, que trae a América José Juan Tablada, y que para la época en que se escriben los Cuentos de barro, está en su apogeo, con J. Rubén Romero, José Gorostiza, Francisco Monterde y el propio Flavio Herrera, que imponen en la brevedad del trazo poético cierta sensorialidad heredada del modernismo6.

El tono nostálgico del hai-kai, la permanente alusión al paisaje, la sugestión por medio de la brevedad y el lirismo, la totalización mínima de los temas a manera de metáforas, la evidencia del trópico manifestada a través de los sentidos, la captación fugaz de situaciones y coloraciones del medio, la imagen exabrupta y la plasmación esquemática de paisaje, la tesitura poemática del lenguaje gracias a un impulso emotivo, y en fin, esa ebullición del tumulto de metáforas que son características del kai-kai, integran línea a línea la concepción artística de Cuentos de barro.

Si Arturo Ambrogui descubre a Salarrué su mundo temático a través de El libro del Trópico, el lenguaje poético de sus cuentos le está dado a través de la aproximación metafórica de este tipo de poesía, que no podía pasarle desapercibido. La comparación de algunos textos de hai-kais de Flavio Herrera, con párrafos de Cuentos de barro, nos dará la certeza de esta identificación:


Laguna:
abres tu jícara azul
para el chorro de la luna.


(«II», Bulbuxyá)                



Abre poco a poco el cielo
un millar de ojos de víbora
en la mata de su pelo.


(«Noche estrellada», de Palo verde)                



En un síncope amarillo
la tarde ensaya sus gonces
oxidados de grillos


(«La tarde», de Bulbuxyá)7                



Esqueleto de animal
antediluviano. Aún canta
con la columna vertebral.


(«Marimba», de Trópico)                



      (La laguneta)...
iba perdiendo sus sonrojos
de mango sazón y se ponía color
de campanilla, color de ojo de
ciego...


(«Bajo la luna», de Cuentos de barro)                



La tinaja de la noche se
había rajado en el flanco
y el agua de oro discurría
encharcándose al oriente...


(«La tinaja», de Cuentos de barro)                



La tarde se había perdido a
lo lejos dejando como estela
un esuparajo de estrellas;
sobre la arena del mundo
los árboles se movían como cangrejos.


(«El entierro», de Cuentos de barro)                



A la marimba rústica le duele
el pecho y llora; tiemblan
de fiebre sus huesos de madera...


(«La marimba», de Trasmallo)                


Pero además del nivel de su estructura, los cuentos buscan en un siguiente plano lograr una identificación de lenguaje popular, habla campesina matizada de valores arcaicos, voces indígenas, deformaciones fonéticas y neologismos que resultan de la propia invención del autor, para designar lugares y cosas, situaciones; la invención del lenguaje trata de totalizar una apropiación desde dentro de los personajes, como si la única manera de interpretar el mundo en palabras, para un campesino, fuera desde una textura lírica.

Pero, cabe ahora preguntarse ¿se trata de la invención total de un mundo, como en sus relatos de la Atlántida perdida que divagan en un plano esotérico? Porque para toda una época de la literatura vernácula centroamericana, el indio, el campesino, y su paisaje, no fueron más que una invención, una realidad tan gaseosa como la de los planes astrales: por mucho tiempo, el escritor académico no hizo más que tender sus redes en el vacío para hacer su pesca milagrosa, provocando una falsificación sin límites de situaciones y personajes, como si el mundo rural colocado debajo de sus pies fuera el más lejano y extraño de los universos románticos, falsificaciones que alcanzaron antes que nada, al lenguaje.

Por el contrario, los cuentos vernáculos de Salarrué no sólo penetran un plano real y concreto por debajo de la superficie metafórica de su construcción, sino que logran deslindar y reproducir verdaderas relaciones sociales, conflictos de dominio: el personaje de Cuentos de barro es el indio de Izalco, dueño de un habla vernácula que Salarrué tamiza a través de un filtro poético, de unas costumbres y unas creencias que afloran en los relatos; pero es también el siervo de la tierra, el colono desposeído que acampa en su antigua heredad expropiada, al cual se le da un lugar para vivir y una milpa más un pequeño jornal, a cambio de una oferta abierta de su fuerza de trabajo: «...como el agua del charco cuando el sol comienza a ispiar detrás de lo del doctor Martínez, que son los llanos que topan el cielo...»dice en La botija... «Pashaca se peleaba las lomas. El patrón, que asombraba del milagro que hiciera de José el más laborioso colono, dábale con gusto y sin medida luengas tierras... Y Pashaca sembraba por fuerza, porque el patrón exigía los censos...».

En este plano interno, no son personajes pintorescos arrancados a lo que más tarde serían las estampas litográficas de los calendarios de turismo, sino aparceros, campesinos sin tierra, trabajadores estacionarios, pescadores sin fortuna, contrabandistas, peones, familias desarraigadas que emigran hacia Honduras con un fonógrafo a cuestas, atraídos por la fiebre del banano, o hacia las ciudades cabeceras de provincia, hacia la capital.

Pero menos, el ambiente, la vestimenta, las costumbres de los indios de Izalco pueden resultar de una invención gratuita; para la época en que nacen los Cuentos de barro, un 35% de la población indígena de todo El Salvador está concentrada en el departamento de Sonsonate, y no sólo se conservan allí rasgos fundamentales de la lengua indígena, sino que la organización social responde a formas arcaicas; caciques, cofradías, relaciones familiares libres, un mundo cerrado bajo la vigilancia artera de los ladinos dueños de la tierra8.

Los relatos vernáculos de Salarrué tienen la propiedad de poder eliminar de su contexto la visión arcádica que la literatura costumbrista había impuesto al mismo mundo rural que él describe, pues las relaciones inocentes y felices que se daban en esta literatura estaban lejos de informar el proceso histórico salvadoreño del primer cuarto de siglo, donde la tónica de las sucesivas dictaduras militares impuestas por los terratenientes había sido la expropiación masiva de tierras contra los indígenas, sobre todo en las fértiles regiones del occidente del país, creándose así en definitiva el estado de servidumbre agraria de los campesinos izalcos, hombres de barro de los Cuentos de barro.

Los textos que integran Cuentos de barro se publican en periódicos y revistas locales hacia el final de la década de 1930, pero su aparición en libro en 1933 responde incluso a una coyuntura cultural que no puede pasar desapercibida. Al advenir la crisis económica mundial de 1929, comienza a desatarse una feroz represión popular; impera lo que en la historia del país se conoce como «el terror blanco», la policía ametralla manifestaciones de mujeres, se asesina los campesinos, son quemados sus siembros9.

En diciembre de 1931 llega al poder a través de un golpe de estado el general Maximiliano Hernández Martínez, y en enero del siguiente año se levanta una de las más formidables insurrecciones campesinas que registra la historia de América Latina: miles de campesinos izalcos salen a los caminos, asumen el gobierno de los pueblos y caseríos, toman las casa de los terratenientes y organizan la justicia popular10.

El ejército responde con una salvaje represión que indiscriminadamente alcanza a todos los habitantes indígenas de los departamentos de occidente, produciéndose una masacre que deja cerca de treinta mil muertos: Izalco, Nahuizalco, Salcoatitán, Sonzacate, que son aldeas de los izalcos, poblados de los campesinos de Cuentos de barro son barridas por el fuego de la metralla; los indios izalcos asesinados, son los indios de Cuentos de barro; y hay un Feliciano Ama, cacique de Izalco, caudillo de su pueblo, jefe de la cofradía del Espíritu Santo que muere ahorcado en una plaza pública como cabecilla de la rebelión, que parece salido de las páginas de Cuentos de barro. En esos días de rebelión de enero de 1932, entra en erupción el volcán Izalco y las corrientes de lava encendida bajan por sus faldas.

Aunque más tarde en Trasmallo Salarrué dejaría testimonio de esta represión en el cuento El espantajo, la publicación de Cuentos de barro en el año de 1933, tiene una verdadera significación política, que si no fue deliberada -y no es mi propósito probar la intención de este acto- sí constituyó, por sí, una respuesta frente al clima creado por los ladinos a raíz de la insurrección indígena y el asesinato masivo que la siguió: entre 1932 y 1935, en periódicos, en emisiones radiales, en folletos, en libros, se pide nada menos que la erradicación total de los indios.

En un folleto publicado en 1932, un ladino de Juayúa, Joaquín Méndez, dice; «Nos gustaría que esta raza pestilente fuera exterminada... Es necesario que el gobierno use mano dura. En Norteamérica tuvieron razón de matarlos a balazos antes de que pudieran impedir el progreso de la nación. Los mataron porque vieron que nunca los iban a pacificar. Aquí en cambio los tratamos como si fueran parte de la familia y ya ven los resultados...»11.

Don Francisco Osegueda en un discurso radial, diría en 1932: «El campesino de antaño... aunque analfabeto... amaba a Dios, respetaba los derechos de sus semejantes, adoraba la familia y colaboraba con toda la gente... pero soliviantado... invade las ciudades con el corazón emponzoñado, embriagado con sus propios deseos egoístas...»12.

Y el señor Adolfo Herrera Vega, en «El indio occidental de El Salvador y su incorporación social por la escuela» afirmaba en 1935: «Son propensos a los vicios sexuales, son los portadores de las enfermedades venéreas y son alcohólicos... en la cofradía bebe demasiado, se vuelve criminal, cambia de mujer...»13.

Es el momento en que se clama no sólo por la desaparición cultural, sino física de los indios izalcos, surge Cuentos de barro, quizás en silencio, porque la aparición de las obras literarias en Centroamérica han sido siempre actos desapercibidos, reseñados apenas en las crónicas sociales de los periódicos; pero es una respuesta, porque los indios de Izalco están allí, seres sobre los cuales se ha tendido la mortaja, sobre los cuales ha llovido la metralla, como sobrevivientes de un naufragio sangriento, que hablan al mundo desde una lengua rica en matices líricos, que designan las cosas con palabras musicales como en el primer día, despiertan y resucitan, y en las páginas de Cuentos de barro vuelven a adueñarse de su vieja valentía: de alguna manera, este libro es el primer testimonio vivo que se da contra esa pretensión de exterminio transcrita antes, y de la cual existen innumerables ejemplos más.

Aunque el lenguaje tiene menos recurrencias metafóricas, Trasmallo, la colección de cuentos publicada en 1953, está directamente emparentada a Cuentos de barro; y en cierta forma cierra este ciclo del autor, aunque en La espada y otras narraciones (1960) y en Breves relatos vuelva esporádicamente sobre los mismos temas.

Según declaraciones del mismo Salarrué14 los cuentos de Trasmallo fueron escritos para la misma época de Cuentos de barro, aunque su aparición tuvo que ser demorada por razones que no explica; sin embargo, los relatos lucen como una segunda instancia ya descolorida, y un tanto repetitiva, no sólo en cuanto a los temas, sino también a los tratamientos empleados: no puede olvidarse que cualquier manera, pasaron veinte años entre la publicación de ambas colecciones.

El ciclo vernáculo de Salarrué habría de cerrarse en La espada y otras narraciones, publicado en 1960, y que en verdad contiene tres libros diferentes: La espada, Breves relatos y Nébula nova. La última de las tres colecciones, sobre la que volveremos adelante, se aparta totalmente del tema regional y entra en los territorios cosmopolitas de Salarrué.

Los relatos encabezados por La espada, son el único intento visible en toda la obra de Salarrué, por tratar temas que tienen que ver con el mundo rural o vernáculo, salvadoreño, lejos del lenguaje barroco de Cuentos de barro; existe también en ellos una pretensión de trascendencia, al escoger ciertos argumentos de leyendas vernáculas, para insertarlos dentro de una recreación de la tradición, que como en La virgen desnuda, toma un vuelo romántico.

En ese lenguaje desnudo, sobrio y sensual que Salarrué utiliza en La espada, brillan mejor las referencias al paisaje, su paisaje de Izalco, y resurgen las verdes laderas del volcán, los cafetales, los pequeños pueblos indígenas de El señor de la Burbuja, como en El venado y El ladrón de Dios, con un dominio de la prosa más acabado. (La tenaz lucha entre el bien el mal, seguirá siempre presente en estos relatos).

Con Breves relatos se completa definitivamente la secuela vernácula, en ejercicios que se presentan en forma de retratos, pinceladas dispersas, estampas de finas percepciones, memorizaciones de personajes, como retratos de un cuadro que se ha quedado sin armar.




Cuentos de cipotes, memoria hablada

Para el tiempo de la publicación de sus primeros relatos regionales en los periódicos salvadoreños; de su matrimonio, y de sus primeras experiencias astrales en forma de desdoblamientos, de sus tertulias literarias con Alberto Guerra Trigueros, Claudia Lars, Serafín Quiteño, que también eran inclinados al espiritismo; de su estudio de pintura abierto en San Marcos y donde más allá de las primeras influencias de Zurbarán, ensayaba a pintar temas esotéricos, a manera de concepciones casi abstractas, que equiparaban a las sensaciones de O-Yarkandal; y en fin, para el tiempo en que su pobreza le obligaba a vivir con su mujer en un galerón prestado por la Cruz Roja, para la que trabajaba como oficial mayor, Salarrué comenzó a publicar sus noticias para niños a manera de rellenos en las páginas del diario Patria que dirigía don Alberto Masferrer, y a cuya planta de redacción Salarrué pertenecía.

Las noticias para niños, escritos ahora desconocidos pero que de una manera inocente y festiva trataban de servir intereses informativos infantiles15 dieron paso a los Cuentos de cipotes que también comenzaron a publicarse en Patria alrededor de 1928, y que se recogieron en libro por primera vez en 1945, para lograr su edición definitiva, con la incorporación de todos los textos, en 1961.

El encanto de los Cuentos de cipotes reside esencialmente en su pretensión de reproducir el lenguaje coloquial de los niños salvadoreños, un lenguaje que es ya urbano y callejero; utilizando siempre la metáfora, sólo que deformada en distintos juegos sintácticos, este lenguaje se alimenta de retahílas, refranes, deformaciones, cotracciones, neologismos. Son relatos verbales, que en su incontenible fluir arrastran la anécdota que es a veces tan inocente como intrascendente, pero por la misma apropiación del juego sinfín de palabras, no menos graciosa.

«Son los cuentos que nuestro niño nos está contando, a su manera -dice Salarrué en «¿Qué hay en los Cuentos de cipotes?» que sirve de introducción al libro- no a mi manera sino a su manera... se cuentan en todas partes pero el adulto no está escuchando por una sencilla razón: porque no cree al niño capaz de contar un cuento que pueda oír un mayor... él no quiere descender hasta ese plano mínimo de la atención y el propósito del niño falla; quizá nace fallido porque sabe de antemano que el adulto no lo entiende; pero sabe además que el niño compañero lo atenderá menos, y no teniendo el cuento de cipotes la atención concentrada del adulto se reducirá el cuento a mera chacota, divierta, motivo de risa crónica...».

Son, pues, relatos contados en soledad por el niño, que se sabe sin auditorio, posible: «El Cuento de cipotes es la magia que provoca al adulto que hay en el fondo del niño para consolar al niño que hay en el fondo del adulto».

Al otro lado del espejo de Cuentos de cipotes, está otra colección de relatos hilvanados en la descripción de una experiencia, la del paso de la infancia a la adolescencia: Ingrimo (humorada juvenil) Ideario y diario de un adolescente suicida, incluido por primera vez en la edición de Obras escogidas, está construido de acuerdo a las mismas reglas, (los mismos títulos descriptivos, a la manera de las aventuras de caballería, confirman la semejanza), sólo que aquí, lejos del juego libre de la imaginación infantil que se despliega en una pirotecnia verbal, las recurrencias teosofales de Salarrué vuelven a tomar cuerpo en las disparatas reflexiones del adolescente, encarnado en la voz del narrador, que tata de organizar la visión del mundo que se le abre con el traspaso de la edad: «El infante es un niño que ya camina, pertenece a la infantería; no va todavía a caballo como los mayores, con toda la dignidad del caballero», explica en la nota introductiva del libro.




La cosmópolis, puertas afuera

Una vez que la narrativa vernácula se había afianzado en el primer cuarto del siglo XX en el cuento regional, y la novela tendía a proseguir su búsqueda de la identidad americana, y a resolver la dualidad galleguiana del hombre contra naturaleza; al tiempo que arriban a Centroamérica, un poco tardíamente, los movimientos de vanguardia, un nuevo modelo toma cuerpo: la literatura cosmopolita, como panacea de lo universal.

Los narradores, Salarrué entre ellos, que apuntan hacia esta nueva meta que aparentemente contiene más amplias posibilidades de identificar la creación artística propia con la exterior, en la que bulle la cultura contemporánea tan deseada, establecen a priori una categoría para la literatura vernácula, que si puede comunicar en ciertos niveles algo de ese ser americano que se expone como forma de realización cultural, no es capaz de acceder a ese complejo mundo exterior y cerrado de lo cosmopolita, que funciona de acuerdo a sus propias leyes.

Lo cosmopolita está integrado a la vista de estos escritores, por una serie de valores culturales que recogen no poco del ya pálido caudal modernista: feérico rumor de urbes, tráfago de puertos lejanos, secretos orientales, una vida mundana exquisita y sensual, con nombres extranjeros para los personajes, todos envuelto en el humo de las creencias esotéricas, y cuándo no, talismanes teosofales en tumbas selladas, descubiertas al azar de una excavación.

La trasposición de mundos y de imágenes no puede ser sino total, para recrear la cosmópolis, pues en la Centroamérica de entonces, cuando la más refinada expresión de la realidad rural es la capital provinciana, no puede sino operarse una sustitución en lejanía; y como en los mejores tiempos modernistas, los escenarios deberán ser París, Singapur, Alejandría, parques desiertos, museos misteriosos, penhouses con extraños visitantes.

De alguna manera, Salarrué participa de la construcción de esta dualidad funesta de campo-ciudad, lo rural vernáculo, y lo citadino cosmopolita como valores excluyentes que no pueden cruzarse ni siquiera en el estilo de la escritura: Salarrué mismo se despoja de todos los matices poéticos de su lenguaje barroco de Cuentos de barro, para escribir en severa prosa, limpia y lograda sin duda, sus narraciones cosmopolitas.

La perspectiva de apreciación para lo cosmopolita, será la de sus relieves exteriores, y en no pocos de los escritores centroamericanos que practican estas aproximaciones a un mundo ignorado, pero deseable, es posible encontrar incluso, rastros de imitaciones de estilos de traducción.

La creación del universo irreal, concebido a través de experiencias astrales, que aparece en O-Yarkandal y en Remotando el Uluán, dejará paso a una incorporación de las mismas proposiciones esotéricas en un cuerpo de relatos que comienza a desarrollarse en ambientes urbanos extranjeros, y que arranca sin duda de las experiencias de Salarrué, que vivió en la ciudad de Nueva York por lo menos en dos ocasiones: alrededor de 1917, cuando se traslada a Estados Unidos para estudiar pintura, junto con su primo Toño Salazar, que llegaría a ser un gran dibujante; y luego, cuando a finales de la década de 1940, desempeña el cargo de agregado cultural de El Salvador.

A este cuerpo pertenece la mayoría de los relatos contenidos en Eso y más, escritos entre 1940 y 1962. Fuera de los que repiten sus mismas inquietudes morales sobre la valoración del bien y del mal, como «Eso», «Pacto» y «El niño diablo», que encabezan la colección y que conservan una atmósfera de abstracción de lugar, o una aura de antigüedad bíblica, los demás se integran al deseado territorio cosmopolita, que si no se identifica como Nueva York, se presiente como tal; o recurren a la fantasía tan generalizada de reencarnaciones, viajes al futuro, estatuillas de poderes mágicos, exorcismos fantásticos y coincidencias sobrenaturales como en «El buda múltiple», «El doble del dictador», o «La momia».

Sin embargo, la tercera parte de La espada y otras narraciones, su último libro de relatos publicado en 1960, y que titula Nébula nova (narraciones exóticas) es la muestra más acabada de su dedicación a este género cosmopolita: aquí conviven ya indiscriminadamente profesores de astronomía que descubren excentricidades espaciales a través de sus telescopios, cascos nazis guardados como reliquias en un apartamento de Manhattan que conservan propiedades mágicas para llamar visiones del pasado, manipuladas por vegetarianos yogas; hermanos siameses que además de personajes circenses se ven compelidos a entrar en la lucha permanente entre el bien y el mal; anillos de oricalco, vestigios de la antigua Atlántida, encontrados en tumbas prehispánicas de las selvas de Yucatán por arqueólogos sajones; un monsieur Doucet habitante filosofal de una isla del pacífico en tiempos de la segunda guerra mundial; en «Pintor de apariciones», como experiencia autobiográfica, la historia de su cuadro La monja blanca, que por transmisiones parapsicológicas y asociaciones sobrenaturales, era ya el retrato de su modelo antes de conocerla en un manicomio; familias de volatines que despiertan en el trapecio a sus ilusiones de infinito, como los ángeles, en «Ángel 140»; en fin, temas que funcionan de acuerdo a una mecánica en que lo fantástico, y donde la fantasía pasada por el tamiz de lo sobrenatural, impone sus reglas.

No pasa desapercibido, sí, en esta línea cosmopolita de Salarrué, que cuanto más trata de extender su temática hacia nuevos campos fantásticos, hacia escenarios de tráfago mundano, el lenguaje de la narración, pese a sus inteligentes propiedades descriptivas, recuerda cada vez más a la prosa modernista, quizás porque entre su cosmópolis y la modernista, los pasos comunicantes sean más numerosos de lo que una ruptura con el universo vernáculo pueda hacer suponer: la pretensión de saltar desde lo local hacia lo universal, es ya una vieja ambición que en sus formas de cumplirse, es susceptible de los mismos ritos.




Modernismos y vanguardismo que conviven

En prueba de esa propiedad sincrónica que es constante en la literatura centroamericana, pues para la época en que la tendencia cosmopolita se hace más evidente, Rafael Arévalo Martínez16, el último de los narradores modernistas de la región, publica El mundo de los Marachías (1938) y Viaje a Ipanda (1939), dos novelas cuya pretensión sería la misma de Salarrué en cuanto al redescubrimiento de mundos atlántidos sepultados, y encuentros con civilizaciones perdidas; y Rogelio Sinán17 que lleva por primera vez las formas de la vanguardia a su país, narrará sus travesías marinas, su estancia en Calculta, en forma de cuentos exóticos y cosmopolitas, recogidos más tarde en A la orilla de las estatuas maduras (1946) y Dos aventuras en el lejano oriente (1947).

Con La sed de Slin Bader, una novela de aventuras concebida para niños y publicada en 1971, Salarrué cierra prácticamente su ciclo esotérico: el pirata, personaje de estas historias, sigue amarrado al mismo sino teosófico del autor, universo de creencias que no haría sino cerrarse en los últimos años de su vida. En la entrevista que concedió a José Roberto Cea, pocos días antes de su muerte, están siempre allí, plenos en su mente: «existe el Dios absoluto, eso no se puede discutir ni tocar, ese lo representa el número Cero, es todo lo nuevo, eso es el Dios absoluto; pero el Dios manifestado se manifiesta primero en tres, la Trinidad: el uno, el dos y el tres... después de estos tres, como pasa con los tres colores primarios que son bien conocidos Rojo, Amarillo y Azul, que no se pueden conseguir mezclando los colores, pero de ellos nacen los otros cuatro, los secundarios. Todos hacen los siete colores distintos. Hay lo que se llama los siete rayos, que están guiados por entidades muy avanzadas, seres humanos que han llegado al Quinto Reino, esos no necesitan reencarnar, se han librado de las reencarnaciones...18».

Su moral teosófica, tal como hemos pretendido esbozar antes, no participa sólo de esa parafernalia esotérica, sino que se cimenta más profundamente en una ética que mucho tuvo que ver con su modo de vida, casi claustral, de los últimos años, sacerdote de sus misterios atlántidos, vegetariano irreductible, que cuando salía al mundo desde su refugio en los Planes de Renderos, en las afueras de San Salvador, lo hacía con asombro y temor, temor que por supuesto no sostuvo ante la muerte que para sus convicciones, no significaba más que el paso hacia otro plano astral.

«Si esto hubiera sido cáncer, -diría de su enfermedad en los últimos días-, yo no me doy un tiro como Jacinto Castellanos, sino que me voy al mar para morir peleando; yo creo que es mejor así, morir peleando... y en el mar lo lograría, tendría que bracear para estar a flote, y bueno, aquella inmensidad donde estás peleando y el espacio arriba»19.

Esa calidad ética, de resistencia en la vida, y frente a acosos que no son sino contingencias fatales de su destino, en segura espera de su reencarnación a través de las edades, está cimentada en exposiciones filosóficas, de una religiosidad laica, en tres breves libros: Conjeturas en la penumbra (decadencia de la Santidad) al cual ya se ha hecho referencia; Vilanos, y El libro desnudo, texto estos últimos que no aparecen sino en la edición de sus Obras escogidas.

Santos y malvados, ángeles y demonios, esos son los temas recurrentes de su disquisición permanente y central sobre el bien y el mal, contenidos en Conjeturas en la penumbra, una defensa a ultranza de la verdadera santidad, de una santidad militante y valiente, que no se esconde en los nichos de las iglesias, donde sólo habitan los santos tranquilos y de buena digestión. En Vilanos, coloca breves sentencias filosóficas al estilo de los hai-kais, o imágenes poéticas que son hai-kais en sí; y en El libro desnudo (estancias en el camino) se repite una composición de viñetas, reflexiones, prosa de sentido bíblico y religioso: «Como dos parajes perdidos en la bruma inconsútil del universo: el bien y el mal. ¿Por qué vamos a poner una puerta o un muro en este camino para evitar que alguien pueda ir al mal?» pregunta en «El divino infierno».

De su juventud en que conoció bastante de esa bohemia centroamericana, alegre y dispendiosa que congrega a los amigos para curarlos de las frustraciones culturales y de sus soledades tropicales, frente a la nostalgia feérica de las urbes; de sus días en el galpón de la Cruz Roja Salvadoreña, de sus estudios de pintura en los Estados Unidos, inscrito en Washington en la academia de un ruso gracias a la exigua beca que le otorgara el gobierno de los hermanos Meléndez, una de las escasas gracias de aquella dictadura; de sus estancias en Nueva York, de su retraimiento y de sus rechazos, pues renunció a los pocos meses al único cargo burocrático que tuvo, fuera de sus servicios diplomáticos, como director de Bellas Artes de El Salvador; de todo eso en fin, obtuvo esa firmeza moral desde la cual referirse en dos instancias diferentes a sus dos mundos, para él reales y concretos los dos, sólo que ubicados en distintos planos astrales: el de Cuentos de barro y Cuentos de cipotes; y el de sus Atlántidas sumidas bajo un mar ignoto, desde la cual llegaba a esta era, como último sobreviviente.

De niño en Sonsonate, o en Santa Tecla, adonde fue llevado a vivir a casa de su tío cuando naufragó el matrimonio de sus padres, el primer juego que había aprendido era el de contar cuentos a sus compañeros; sentado en las gradas de la puerta de su casa, les refería sus primeras historias.

Contar, que fue desde siempre su modo de resistir en el mundo. Y desde esa resistencia solitaria, su obra narrativa vindica el oficio de escritor en Centroamérica.







 
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