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¿Qué es la emancipación para quien se tiene por libre?: Rosario de Acuña ante la cuestión femenina

Ana María Díaz Marcos


Universidad de Connecticut



Maryellen Bieder ha subrayado que Rosario de Acuña (1850-1923) es una de las escritoras más iconoclastas de las últimas décadas del siglo XIX (Bieder, 1995: 109) y José Bolado apunta que esta autora elige «el camino del polemista que ocupa las columnas tradicionalmente reservadas a los hombres de acción» (Bolado, 2007-2008: 23). Rosario de Acuña no sólo es «la pionera de la literatura femenina del librepensamiento español» (Simón Palmer, 1989: 7) sino que su obra resulta un perfecto ejemplo de escritura revolucionaria e insumisa. Fue la primera mujer que leyó en una velada poética en el Ateneo de Madrid, librepensadora, masona, dramaturga y poeta, conoció la fama pero también el ostracismo a lo largo su vida. A diferencia de su contemporánea Emilia Pardo Bazán, Rosario Acuña no ha obtenido la atención crítica que merece precisamente por la controversia que ella y sus obras generaron (Arkinstall, 2005: 294). Las palabras de la escritora librepensadora no pasaron desapercibidas y muchas veces su voz levantó ampollas e indignación entre sus contemporáneos. El 22 de noviembre de 1911 publicó un apasionado artículo en el periódico El progreso de Barcelona donde denunciaba la agresión sufrida por unas estudiantes norteamericanas por parte de otros estudiantes varones en la Universidad Central de Madrid. El artículo, titulado «La jarea de la universidad» provocó algaradas y huelgas estudiantiles y supuso uno de los incidentes más amargos de su vida pues se vio obligada a huir a Portugal para evitar ingresar en prisión. El texto de «La jarea» plantea la enorme preocupación de la autora por la posición de la mujer en una sociedad que la condena a un papel de eterna esclava sin acceso a la educación, abocada a una vida vacua, inactiva, recluida en el ámbito doméstico y sometida por sus obligaciones y por la religión:

«[...] ¿qué van a ser ellos? ¿amas de cría? No, no, los destinos hay que separarlos, los hombres a los doctorados, a los tribunales, a las cátedras, a las timbas [...] las mujeres a la parroquia, o al locutorio, a comerse o amasar el pan de San Antonio, y luego las de clase media, a soltar el gorro y la escarcela, a ponerse el mandil de tela de colchón, y aliñar las alubias de la cena, a echar culeras a los calzoncillos, o a curarse las llagas impuestas por la sanidad marital. Si son de clase alta, a cambiarle, semanalmente, de cuernos al marido, unas veces con los lacayos y otras con los obispos... Este, este es el camino verdaderamente derechito y ejemplar de las mujeres».


(Acuña, 2007-2008, 2: 1613)                


Este texto y otros muchos de la prolífica autora demuestran su preocupación por el papel de la mujer en la sociedad. Acuña publicó dos colecciones de artículos destinadas a un público lector femenino. En la revista El correo de la moda aparecieron entre 1882 y 1885 doce artículos que, bajo el título «En el campo» se dirigían específicamente a una lectora que debía utilizar el texto como guía para desempeñar mejor su función social: «Excluyo al hombre de su lectura... hoy escribo sólo para el género femenino» (Acuña, 2007-2008, 1: 636). En estos artículos Acuña establece una marca textual de género: una autora se dirige a otras mujeres en quienes deposita toda la esperanza de progreso, pues son las únicas que pueden interpretar ese mensaje y las que preparan la senda del porvenir: «[...] sólo en vosotras consiste esa regeneración, ese acomodamiento hacia el progreso en que habrán de crecer los hombres de lo futuro» (Acuña, 2007-2008, 1: 824). Posteriormente Acuña publicó en el periódico El Cantábrico de Santander en 1902 otra serie de artículos con el título general de «Conversaciones femeninas» que estaban dedicados «única y exclusivamente a las mujeres montañesas» (Acuña, 2007-2008, 2: 1389). La autora explica su interés por la situación de la mujer conformando una definición de «feminismo» sui generis que ilustra muy bien la heterodoxia de una escritora que no duda en calificar de «egoísmo» su batalla en favor de la dignificación de la mujer y de la mejora de su situación social:

«¿Quién duda que hay egoísmo en mí, que soy mujer, al querer la justificación y el engrandecimiento de la mujer? Pero este egoísmo, por una derivación del alma femenina, destinada a no ser egoísta [...] este egoísmo, que me hace privilegiar a la mujer en mis pensamientos, palabras y acciones, busca su finalidad, su terminación en el bien humano, en el bien de la especie».


(Acuña, 2007-2008, 3: 508)                


La obra de Acuña ataca el orden establecido contribuyendo a la difícil integración de esta ensayista, narradora y dramaturga dentro de la historia literaria y cultural establecida. Una librepensadora por definición no encaja bien en el relato dominante de la historia literaria al uso y por eso su obra resulta «anómala, indefinible» (Gilbert y Gubar, 1998: 62) y ella misma aparece como «una intrusa estrafalaria» (Gilbert y Gubar, 1998: 62). La personalidad de Acuña dificulta también el proceso de reescribir -suponiendo que semejante tarea sea posible- una historia literaria que silencia o deja de lado a demasiados autores (y especialmente autoras) poco convencionales. En una carta de Acuña a Amalia Domingo Soler sus propias palabras ponen de manifiesto que su voluntad se resiste a que la encasillen, rechaza que la sigan y defiende su derecho a cambiar de idea o posición, renunciando a «alistarse» en grupos y proclamando su intención de evolucionar y seguir esperando. En su carta Acuña rechaza la etiqueta, el sectarismo y la clasificación, reclamando su voluntad insumisa de pensar verdaderamente en libertad, sustituyendo la reflexión intelectual por la acción política y civil:

«¿Qué se intenta de mí, señores indagadores de lo más recóndito de mi pensamiento? ¿Por qué se me acosa, si bien noblemente, con perseverancia inflexible, para que me aliste bajo una bandera, profese en una doctrina o fundamente una secta? [...] ¿Qué sería de la libertad de pensar si se realizase el empeño de hacer agrupaciones, escuelas o sectas? [...] ¿Se puede, en sana razón, sin desvanecimientos de metempsicosis, ni extravíos sensualistas, cruzarse de brazos preguntándose sobre lo que se cree o se deja creer, ínterin el alma femenina gime prisionera en el sopor infame de un rebajamiento odioso? [...] Hoy aún no estoy terminada, y mientras el aliento vital conmueve nuestros sentidos, actúa en nuestro cerebro, rige nuestros músculos, caldea nuestra sangre [...] toda afirmación radical que se lance con ínfulas de inamovible, es un conato de suicidio; aún vivo; aún no rematé de sentir, de pensar, ni de saber».


(Domingo Soler, 1976: 234-23)                


Ugarte comenta que conocemos bien la obra de algunas escritoras de finales del XIX como Pardo Bazán pero la fama de otras muchas se ha desvanecido porque los patrones que impone la historia literaria al uso no nos permiten incluirlas, pero lo cierto es que el discurso de muchas de estas escritoras realiza un poderoso «trabajo cultural» al establecer un diálogo entre mujeres y sobre ellas mismas que es parte del proceso de formación de una conciencia colectiva (Ugarte, 1996: 81). Así, el «egoísmo» feminista que proclama la autora constituye la base de su postura radical que le hace tomar partido en el acalorado debate sobre la «cuestión femenina» y la emancipación de la mujer. Sobre esta materia hay que destacar -además de las series de artículos antes subrayadas- tres textos de la autora: el artículo de 1881 titulado «Algo sobre la mujer», otro de 1887 dirigido «A las mujeres del siglo XIX» y el discurso de 1888 «Consecuencias de la degeneración femenina». Estos artículos ilustran la evolución del pensamiento de Acuña hacia posturas más radicales y combativas, haciendo posible el análisis de la peculiar posición de esta escritora ante la cuestión femenina.

Acuña es perfectamente consciente de la necesidad de un activismo feminista por partida triple (intelectual, político y civil) que permita al mismo tiempo la construcción de un estado liberal y la emancipación de la mujer del porvenir. En obras teatrales como Amor a la patria (1877) Acuña presenta a las mujeres no sólo como heroínas sino como madres de héroes de ambos sexos, llegando a privilegiar el amor a la patria sobre el amor materno (Arkinstall, 2005: 301). En el artículo de 1887 en que Acuña se dirige con vehemencia a las mujeres de su siglo las exhorta a su vez a unirse al «grito varonil que la patria liberal va a levantar en son de protesta contra el mundo católico [...] Luchemos en el seno de nuestra sociedad con nuestra pluma, en el fondo de nuestro hogar con nuestra perseverancia; y abramos el camino de la victoria a nuestras descendientes» (Acuña, 2007-2008, 2: 1230-1239). Acuña afirma que la mujer debe tomar parte en los procesos políticos, que la escritora está obligada a utilizar su pluma públicamente -como ella misma demostró al escribir su drama El Padre Juan prohibido la noche misma del estreno o el artículo «La jarea»- y que, en el ámbito civil, la mujer de su casa puede ser también impulsora del cambio y la regeneración social.




El País de las quimeras: El pensamiento emancipador de Rosario Acuña

Para Rosario Acuña el siglo XIX está marcado por los ideales revolucionarios y aires de libertad que provienen del espíritu de la Revolución Francesa: «[...] aquella gran epopeya, en donde comenzó a lucir el sol de un nuevo mundo, que ya no tendrá por eje la tiara, ni por secuaces las maldiciones bíblicas [...] Aquí, en nuestra patria, comienzan a estremecerse las conciencias: ya se yerguen, ya preguntan, ya analizan, ya sienten el soplo de la vida moderna aquí» (Acuña, 2007-2008, 2: 1231). No obstante, en este mismo momento se lleva a cabo una maniobra estratégica de «elevación» de la mujer que consiste en entronizarla creando la imagen del «ángel del hogar» con el fin de delimitar dos esferas radicalmente separadas (el espacio público masculino frente al mundo íntimo y privado de la mujer en el hogar). Según este discurso, «la mujer ideal no es sólo modesta, industriosa, frugal y, en el siglo diecinueve, ilustrada (educada), sino que debe representar todas esas virtudes únicamente en la casa, de forma que la mujer ideal se define no ontológicamente sino territorialmente, por el espacio que ocupa» (Aldaraca, 1991: 27, mi traducción). Desde mediados del siglo XIX se había propagado «la idea de una misión moral conservadora para la mujer en la sociedad sobre la base de su identidad como madre y esposa, pero esta misión debía ejercerse mediante el sacrificio y la sumisión en el seno de la familia» (Kirkpatrick, 2003: 178). En este preciso momento las mujeres obtienen «permiso» para escribir pero todavía debían negociar con ese culto a la domesticidad angelical. Las autoras podrían acatar las ideas prevalentes para asegurarse una carrera respetable, y esa fue la estrategia de autoras como Angela Grassi o Pilar Sinués -autora de un texto muy reeditado en su época con el sugerente título de El ángel del hogar (1859)- o, por el contrario, cuestionar y retar la ideología de género dominante (Davies, 1998: 25), como hacen Acuña o Concepción Arenal convirtiéndose así en una especie de ángeles sediciosos. Ante semejante encrucijada Acuña siente que es necesario cuestionar el papel de la mujer en esa sociedad que «ha levantado a la mujer desde los linderos de la bestia a las fronteras del ángel» (Acuña, 2007-2008, 2: 1230) y propone un ideal alternativo encarnado en identidades femeninas como la de la «mujer agrícola» o la nueva Minerva. La estrategia de Acuña ante la polémica consiste en afirmar la igualdad como apriorismo absoluto para luego subrayar que todas las diferencias provienen, en realidad, de la diferente educación que se da al hombre y a la mujer. Para Acuña los dos sexos están marcados por «la igualdad más perfecta como equivalentes en nuestro común origen» (Acuña, 2007-2008, 3: 168) y manifiesta su incomodidad ante una polémica que parte de un error de base pues la mujer es absolutamente igual al hombre:

«Júzguese, pues, de mi asombro y estupor al ver a los defensores de la emancipación abogar con el más encarnizado entusiasmo por manumitirnos de una esclavitud que no existe más que en su fantasía, luchando a brazo partido con esa otra parte de batalladores que quieren suprimir a la mujer, haciendo lado en su lugar a una máquina portátil que, a más de servir para el placer del sexto sentido, guise bien, planche bien y tome con exactitud la cuenta de la lavandera».


(Acuña, 2007-2008, 3: 168-169)                


Acuña argumenta que la palabra «emancipación» está vacía de significado «para quien se tiene por libre» (Acuña, 2007-2008, 3: 169). En 1881 lo que más parece preocupar a la escritora con respecto a la emancipación femenina es que esta pueda quitarle libertad de medios o aflojar los «hilos invisibles del avasallador poder femenino» (Acuña, 2007-2008, 3: 172) restándole poder y autonomía. Acuña parte de una posición más bien moderada en la que sobresale un sentimiento de desconfianza. Sus textos subrayan la igualdad absoluta de sexos al tiempo que defiende la noción del poder solapado de la mujer, dando ejemplos que aluden a la tradicional percepción del imperio femenino oculto que Acuña ilustra con el caso del médico que comenta con su mujer los tratamientos o el juez que sigue el consejo legal de la esposa. En 1881 la librepensadora se mostraba cautelosa, llegando a advertir a las mujeres de los «peligros» de la emancipación: «Para vosotras también, mujeres, hermanas mías, se levanta mi voz: huid de la emancipación porque es la ruina de nuestro poder» (Acuña, 2007-2008, 3: 173). Resulta sugerente esa alerta a sus contemporáneas con respecto a la emancipación femenina, pero la aparente paradoja de afirmar la igualdad y descartar la emancipación obedece a motivos ideológicos: Rosario de Acuña está convencida que la mujer debe emanciparse en vez de esperar o permitir que la emancipen otros y, además, la conciencia del propio mérito es un aspecto clave para esa emancipación. Acuña, por un lado, destaca la igualdad de los sexos y enfatiza el poder oculto de las mujeres, por el otro manifiesta su temor a esa polémica de defensores y detractores que empujan al sexo hacia una emancipación acelerada o, por el contado, intentan devolver a la mujer a su estatus de «máquina portátil». Lo que preocupa a la escritora es precisamente la coexistencia de ambas actitudes contrapuestas, de dos bandos igualmente encarnizados:

«Entremos de lleno en la cuestión, y puesto que de igualdades se trata y unos quieren propinárnosla con relación al bruto y otros la subliman basta la naturaleza del ángel, juro y perjuro [...] que tan iguales nos hicieron nuestros padres Adán y Eva, si es que existieron tan inéditos personajes, como iguales venimos siendo a través de los siglos».


(Acuña, 2007-2008, 3: 166)                


En 1881 Rosario de Acuña se muestra cautelosa con el tema de la emancipación «tan ridícula en la forma como innecesaria en el fondo» (Acuña, 2007-2008, 3: 172) por considerar que aún es el tiempo del sacrificio y de la preparación y por eso advierte que es preciso tomar de la escuda emancipadora lo que más conviene a la causa: la instrucción y la educación femeninas. De la misma forma que escritoras tan radicales en su pensamiento como Concepción Arenal no consideraban apropiado para la mujer el derecho al voto por convencimiento de que la mujer aún no estaba instruida ni preparada para adquirir derechos políticos por lo que la atmósfera electoral la contaminaría (Arenal, 1974: 163). En la misma línea Acuña advierte sobre la quimera de una emancipación precipitada y llevada a cabo por los hombres sin consultar con las mujeres, sin que éstas lo hayan pedido ni hayan alcanzado una conciencia real de su propio mérito: «[...] entonces disfrutaréis de las prerrogativas que hoy, casi a la fuerza, quieren regalarnos nuestros entusiasmados defensores, sin meditar que, sin la conciencia del propio mérito, nunca habrá emancipados. Procurad, mujeres, la íntima seguridad de vuestro valer... El que otra cosa os baga ambicionar, os lanzará de lleno en el país de las quimeras» (Acuña, 2007-2008,3: 179).

En 1883 Acuña propone en sus ensayos de la serie «En el campo» el ideal de la mujer agrícola ilustrada, culta, madre, esposa, que cultiva la tierra, atiende el ganado y en cuyo costurero se mezclan los libros con las agujas y un tratado de química (Acuña, 2007-2008, 1: 673). Acuña con este prototipo alternativo de feminidad adapta la figura del ángel a sus propios fines ubicando a la mujer en el bogar campesino por su fuerte convencimiento de que la familia alberga el germen de la regeneración social que propicia a su vez la emancipación de la mujer. La esfera privada y el ámbito angelical no sirven para construir el proyecto de Acuña para la mujer y, en este sentido, la serie de artículos En el campo supone un ejemplo de discurso paradójico que obedece al momento de transformación en el que se mueve la autora. Acuña logra ejecutar una arriesgada pirueta intelectual al conciliar la imagen del «ángel del hogar» con la propuesta de una emancipación justa y posible, estableciendo un prototipo femenino que es tradicional pero radical al mismo tiempo: el de la mujer agrícola, científica y hogareña que prepara el camino para la verdadera emancipación. El bello sexo sigue aparentemente vinculado al imaginario angelical -y eso hace parecer el texto mucho más inocuo de lo que es en realidad- pero esa imagen tradicional constituye el punto de partida para tomar impulso en tanto que la unidad familiar dibujada por Acuña no se presenta como estructura inamovible sino que es el motor por excelencia del progreso. En lugar de un espacio de tradición inmovilista la familia humana se convierte en vehículo para el cambio social y, por tanto, la utopía rural presente en textos como La casa de muñecas o los artículos En el campo es el ámbito perfecto para que la nueva mujer pueda forjarse y llegue a ser ella misma desarrollando una identidad que le permitirá exigir la igualdad de sexos.

Cuando Acuña plantea que «la mujer es lo que se quiete que sea» (Acuña, 2007-2008, 1: 658) sabe que los papeles de genero son una construcción cultural y precisamente desde el ámbito de la cultura se deben preparar las condiciones para que la mujer pueda desempeñar la misión trascendente que le está encomendada y, en este sentido, la autora utiliza con maestría su prototipo de la mujer agricultora y campesina como herramienta ideológica. Cuando Acuña proclama que la emancipación de la mujer es «un completo absurdo» (Acuña, 2007-2008, 1: 660) no está negando que esa emancipación sea posible sino afirmando que no ha llegado aún el momento de exigirla porque la mujer del presente «todavía no sabe lo que es ser mujer» (Acuña, 2007-2008, 1: 661), es decir, todavía no ha aprendido a representarse a sí misma como sujeto ni está educada para «marchar a la par del hombre por todos los caminos de la vida» (Acuña, 2007-2008, 1: 660). En un artículo de 1888 se hace patente la radicalización del pensamiento de Acuña y su convencimiento de que la emancipación es tarea de las mujeres después de adquirir conciencia de tales:

«[...] sólo en virtud de sus propios esfuerzos ha de reconquistar su sitio en el concurso social [...] todo lo que vive en la pasividad expectante de ajena determinación que le entregue el beneficio, jamás obtendrá sitio seguro en los banquetes de la vida [...] así todo engrandecimiento que le llegue a la mujer en el orden social por determinación del hombre sólo servirá para especificar más claramente su inferioridad, verificándose de este modo una apariencia de regeneración, espejismo esplendoroso por el cual adquirirá nuestro sexo más privilegios, pero también más dolores [...] la reacción de este engrandecimiento ficticio atraído, no por el íntimo valor, sino por la clemencia masculina, pudiera llevarnos a un nuevo gineceo [...] Nosotras no debemos esperar nada sino de nosotras mismas».


(Acuña, 2007-2008, 3: 515-516, el énfasis mío)                


Acuña propone, por tanto, la necesidad de prepararse para una emancipación verdadera que sólo podrán llevar a cabo las futuras mujeres ilustradas, educadas, liberadas de la educación torcida que se les viene dando, las mujeres que no se dejan embaucar por el «espejismo esplendoroso» de una emancipación a marchas forzadas que no ha sido labrada ni exigida por ellas mismas y eso la lleva a proclamar en 1888 que su sexo no debe esperar nada de la piedad del hombre porque «jamás seremos su mitad siendo sus libertas» (Acuña, 2007-2008, 3: 530). Esta idea responde al planteamiento de autores contemporáneos suyos como Francisco Nacente para quienes la emancipación de la mujer era una tarea que correspondía en realidad a los hombres porque «no son ellas, seres débiles y apasionados, las que han de corregir tales errores» (Nacente, 1890: 69). Acuña desconfía perspicazmente de este tipo de «emancipadores» que ven a las mujeres como seres naturalmente inferiores que deben ser redimidos por el sexo fuerte. Las mujeres de Acuña, por el contrario, serán iguales, compañeras del hombre, mujeres liberadas que llevan en su cerebro «el resplandor de la futura sociedad» (Acuña, 2007-2008, 2: 1230). Al hacer su exhortación a las mujeres del siglo en 1887 la autora sabe que ese momento aún no ha llegado, que el presente es un «camino de espinas» (Acuña, 2007-2008, 3: 530), un momento de sacrificio y de preparación: «Esta es la hora del sufrimiento, la hora de nuestras descendientes será la hora de la emancipación» (Acuña, 2007-2008, 2: 1236). En este texto es palpable ya la reconciliación de Acuña con la cuestión femenina, hasta el punto de que la escritora considera que la historia reconocerá al siglo XIX como «el siglo de la emancipación de la mujer» (Acuña, 2007-2008, 2: 1240).




Degeneración y regeneración: La educación de la nueva Minerva

En una conferencia impartida el 21 de abril de 1888 con el título «Consecuencias de la degeneración femenina» Acuña establece una identidad femenina poderosa que se asocia al poder de las nuevas generaciones de mujeres equipadas con las armas y las herramientas de la emancipación: mujeres educadas, instruidas y regeneradas que han dejado atrás su papel de siervas. La escritora se dirige de nuevo a sus lectoras invitándolas a preparar a sus hijas y animándolas a renunciar a ser vencidas: «Habladles de este modo a vuestras hijas y entrarán en las nuevas generaciones como la Minerva de la mitología, armadas de todas armas» (Acuña, 2007-2008, 3: 532). Esta imagen de las futuras minervas emancipadas contrasta poderosamente con otro personaje femenino mitológico que para Acuña encarna la antítesis del ideal femenino del porvenir y por eso se refiere a «lo más ruin del carácter femenino, aquello que la mitología griega simbolizó en las desenfrenadas bacantes, haciéndolas las divinidades de la sensualidad» (Acuña, 2007-2008, 3: 508). Acuña, en cambio, reniega de esa sensualidad y del énfasis en la carnalidad de la mujer, en alusión al discurso que históricamente ha insistido en identificarla con un cuerpo destinado al placer, la reproducción y la nutrición de la especie, tal y como subrayaba Choderlos de Laclos en 1738: «[...] la mujer es la hembra de aquel animal, no la mujer desfigurada por nuestras instituciones sino tal y como surge de las manos de la Naturaleza. Destinada, como los otros animales a dar luz y procrear, tiene el atractivo del placer como medio de propagar la especie» (Laclos, 1997: 131). Ese tipo de discurso de la mujer intensamente vinculada a su cuerpo -muchas veces enfermo- seguía muy vivo en el siglo XIX y Acuña rechaza ese ideal de la mujer reducida a sus funciones naturales y encadenada a lo corporal y animal, pero también descarta el retrato del ángel yacente acomodado entre cojines en la sala de recibir.

El proyecto de Acuña repudia la sensualidad como rasgo definitorio del género y lo sustituye por la idea de «virilidad del corazón» que caracteriza a esa nueva Minerva que habrá de reconquistar su espacio en el concurso social. Acuña plantea que existen dos formas de virilidad -la de la inteligencia y la del corazón- considerando que la segunda es específica de la mujer y al complementarse esa virilidad de la inteligencia del hombre con la virilidad del sentimiento de la mujer se logra la meta sublime que les otorga a los dos sexos derechos y deberes equivalentes (Acuña, 2007-2008, 3: 509). Esta idea de la «virilidad del sentimiento» toma prestados -por un lado- algunos rasgos de la representación de la mujer como ser genuinamente amoroso, en tanto que madre y esposa, tal y como subrayaba Pilar Sinués al hacer apología del ángel del hogar como ser forjado de amor hacia los demás: «El amor [...] es el único sentimiento que embellece la existencia de la mujer. No importa que la aquejen desgracias, o que el destino enemigo siembre de espinas el camino de la vida: la mujer será dichosa siempre que el amor sonría a través de sus dolores» (Sinués, 1904: 179). Cuando Acuña habla de «virilidad del corazón» y vincula la mujer al sentimiento lo hace para reclamar el poder regenerador de un amor que se relaciona intensamente con la racionalidad, como ella misma explica al aludir a su propia arenga intelectual en términos de amor universal y maternidad espiritual:

«[...] vedme mujer, cumplidamente mujer, amando más allá de mí misma, deseando otorgar, reunir, sintetizar, dentro de aquel medio en que el destino ha querido colocarme, para juntar las inspiraciones de nuestras almas y con impulso maternal llevarlas hacia las alturas de la regeneración de la especie, enlazando con vuestros esfuerzos el molecular esfuerzo de mi corazón, todo él henchido con la suave ternura femenina».


(Acuña, 2007-2008: 509)                


La alusión al amor y al sentimiento enlaza, por tanto, con todo un discurso de la domesticidad y la feminidad que vincula a la mujer con los sentimientos, las sensaciones o la ternura. Hasta aquí de nuevo la argumentación de Acuña reposa en discursos bastante conservadores pero también de nuevo se presenta la paradoja subyacente en la idea de «virilidad de corazón» que hace hincapié en la necesidad de conjugar las dos inteligencias para la «formación de un ser racional, tan grande por su inteligencia como por su corazón» (Acuña, 2007-2008, 3: 510). Esta noción de «virilidad de corazón» que para Acuña es característica de la mujer recuerda un tanto la expresión popularizada por Goleman de «inteligencia emocional» que implica la capacidad para reconocer sentimientos propios y ajenos y la habilidad para manejarlos, oponiendo así una noción tradicional de «inteligencia» (basada en los coeficientes) a otra forma de «inteligencia» basada en la empatía y la capacidad para entender los sentimientos humanos y negociar con ellos. Esto es precisamente lo que propone Acuña al hacer hincapié en su búsqueda de la regeneración de la especie humana a través de la conjugación de ambos rasgos (inteligencia/corazón) para conformar un ser racional nuevo y completo. Esta misma idea parece estar presente en una de las partes más radicales de la argumentación de Acuña que sugiere una idea de bisexualidad humana elemental, al aludir al hecho de que ambos sexos comparten rasgos y características como la ternura, la sensibilidad o la inteligencia: «ello es que sobre todo organismo humano hay escritos rasgos que en la fortaleza del varón imprimen la fragilidad de la hembra, y en la pasividad de la hembra imprimen la energía del varón. ¡Suavísimo matiz, tenue celaje, modulación delicada del organismo que ostenta sobre un sexo los vestigios del otro sexo!» (Acuña, 2007-2008, 3: 512).

Acuña sugiere que el ser racional del porvenir tendrá rasgos complementarios de fortaleza y de sensibilidad, de acción y pasividad, la «virilidad» ya no será patrimonio exclusivo de uno de los sexos, necesitados como están ambos de las cualidades del otro. Para la escritora la fortaleza no es contraria a la sensibilidad y por eso rebate la creencia de que la mujer es inferior o imperfecta a causa de unas cualidades sensitivas que ella considera son imprescindibles para poder llevar a cabo una misión trascendente (Acuña, 2007-2008, 1: 792). La clave detrás de toda esta argumentación es la «educación física y moral monstruosa e impía» de la mujer (Acuña, 2007-2008, 3: 524). En un texto de marcado carácter pedagógico titulado La casa de muñecas (1888), Rosario de Acuña pone de manifiesto algunos de los errores fundamentales de la educación tradicional que ignora las diferentes naturalezas y temperamentos infantiles en un intento de amoldar el carácter de los niños a ideas preconcebidas sobre lo que debe ser un niño o una niña, relegando lo individual en favor de una adaptación del carácter infantil a moldes preestablecidos que se relacionan con el género sexual. Esta misma idea aparece en el discurso «Consecuencias de la degeneración femenina» en el que Acuña insiste en que la sociedad, la cultura y la familia son los responsables de la mayoría de las diferencias al promover una educación de los niños que atenta contra la paridad original haciendo un acomodo violento que obedece a las expectativas de genero dominantes:

«La familia, al recibir al hijo de la especie, comienza a intentar la distinción de los sexos en radicales extremos y aquellas manifestaciones de la comunidad de origen son violentamente combatidas por el medio educativo; el manantial de la vida encuentra un dique y se separa cada vez más, hasta el punto de que, ni en la senectud [...] ni aún entonces llegan a caminar las dos corrientes en un solo cauce, y la ancianidad femenina y la masculina, siguiendo como piedra que cae el impulso recibido en su infancia, se hunden en la muerte sin que uno solo de sus sentimientos se confundan».


(Acuña, 2007-2008, 3:513)                


Estas ideas de Acuña concuerdan con los planteamientos de Stuart Mill sobre la supuesta «naturaleza» de la mujer. Mill subrayaba que «lo que ahora se denomina la naturaleza de las mujeres es algo eminentemente artificial, el resultado de una represión obligada en unas direcciones y una estimulación innatural en otras» (Mill, 2001: 171). Esa «artificialidad» que señalaba Mill concuerda con la petición de Acuña de que no se obligue a los niños a acomodarse a moldes de género preestablecidos, evitando la ruptura del equilibrio originario que se percibe como un atentado contra las leyes de la naturaleza. La escritora insiste en que esa educación física y moral es especialmente perversa en el caso de la mujer, considerando que el proceso de disciplina y asfixia moral del sexo es una poderosa herramienta de opresión:

«La reglamentación acomodada a un molde inflexible pesa como losa de plomo sobre la entidad femenina, y recogiéndola de manos de la Naturaleza, vigorosa en sus músculos, firme en sus nervios, rica en su cerebro [...] la entrega a la civilización [...] como masa deforme de músculos relajados, nervios vibrantes, cerebro empobrecido [...] para lo cual si no usa del hierro y del fuego, materialmente hablando, usa del hierro y fuego moral, que son la acumulación de quietudes sobre su vitalidad física, y la acumulación de hipocresías sobre su vitalidad intelectual».


(Acuña, 2007-2008, 3: 518)                


Acuña interpreta la incitación a la inmovilidad de la mujer como una perversa estrategia de control cultural que impide el desarrollo pleno de sus facultades físicas e intelectuales:

«En efecto, contemplemos a la niña desde el momento en que, según una frase gráfica, comienza a ser una mujercita. Todo lo que se la impone es la inmovilidad de cuerpo y alma. ¡Ay de aquellas que se muestran rebeldes a la doma! La expansión, el movimiento, el raciocinio, los diversos modos de que la naturaleza dispone para evolucionar el desarrollo humano, son cruelmente fustigados en la niña como crímenes de leso impudor del sexo».


(Acuña, 2007-2008,3:518-519)                


Frente a esta imagen de la mujer inmóvil y «domesticada» en la colección de artículos «En el campo» y también en La casa de muñecas Acuña propone un ideal femenino vigoroso, activo y lleno de energía. Se trata de una mujer fuerte que se afana constantemente para cumplir sus tareas sin permanecer mucho tiempo sentada ni en la cama. Semejante ejercicio de agilidad y esfuerzo contrasta con la «inapetencia anémica que caracteriza a los tipos femeninos llamados "elegantes"» (Acuña, 2007-2008, 1: 724). Con sus imágenes de la mujer agrícola y la Minerva del porvenir la escritora contribuye a minar el estereotipo de la fémina enfermiza y nerviosa proponiendo el de una mujer fuerte, ágil, vital pero también sensible. El elogio del ejercicio físico no es exclusivo de Acuña y Concepción Arenal en 1892 ponía de manifiesto esa falta de actividad física en la mujer de cierta posición:

«La educación física del hombre está descuidada, la de la mujer ha de estarlo más, y tanto, que respecto a ella no hay sólo descuido, sino dirección torcida. Las mujeres del pueblo se debilitan por exceso de trabajo, las señoras por exceso de inacción [...] Con la inacción física e intelectual se quiere tener buenas madres, y se tienen mujeres que no pueden criar a sus débiles hijos ni saben educarlos».


(«Educación», 77-79)                


Esta cita deja entrever un aspecto clave para interpretar las ideas de Acuña pues subraya la estrecha relación entre el cultivo del cuerpo y del espíritu. Numerosos discursos médicos, fisiológicos o literarios transmitían la imagen una mujer enfermiza, nerviosa y sin energía, cuyo cerebro tampoco era dado a pensar con mucha claridad por no haber sido educado ni entrenado para ello. Acuña repudia esta educación de la mujer para la inercia que trunca la trayectoria femenina, condenándola a degenerarse y denuncia el proceso de disciplina y doma que obliga a la mujer a ser una enferma, una muñeca, una loca o una esclava del figurín de modas:

«La enfermedad, tan admirablemente atraída por aquel organismo, violentado y envilecido, llega con cauteloso paso y espera el momento supremo en que la vida toma derechos de reproducción en el ser femenino, para invadirla con caracteres latentes o caracteres determinantes. En el primer caso la mujer será una enferma toda su vida, una enferma con apariencia de sana; en el segundo, pasada la crisis eminente, quedará lacerada hasta más allá de la vejez, hasta la senectud».


(Acuña, 2007-2008, 3: 520)                


Acuña critica abiertamente tanto la educación física que convierte a la mujer en un ser incapacitado al insistir en nociones de quietud e inactividad, como el peso de la religión católica que forma beatas frías ante las vicisitudes de la vida (Acuña, 2007-2008, 3: 527) como la educación moral que la hace esclava de las modas y el canon de belleza al uso:

«[...] y aquella hermosura dotal de sus formas, aquella hermosura suave y ondulada [...] se hunde sumida en un caos de ángulos y recortes; la mujer, figurín con cintura de avispa, seno de bacante, plantas de pájaro y rigidez de escultura, sustituye a la bella mitad del género humano, estrujándola en un tipo de hermosura risible, más propio de figuras en aquelarre de brujas rejuvenecidas que de ofrecer sobre los altares de la vida el holocausto del amor».


(Acuña, 2007-2008, 3: 521)                


Acuña denuncia el infausto proceso de disciplina física y moral que contribuye al «empobrecimiento cerebral» de la mujer (Acuña, 2007-2008, 3: 521) y postula que cualquier diferencia intelectual en el presente procede del ámbito de la cultura y del peso de los patrones de género que alteran radicalmente la naturaleza femenina. Para la escritora librepensadora el cerebro del hombre y de la mujer pueden colocarse a la par, lo que ocurre es que el de ella ha dejado de pensar al ser sometida a una vigilancia y disciplinada permanentes, pero todo se debe a «insuficiencia por medios, no inferioridad por origen» (Acuña, 2007-2008, 3: 522); es decir, que si se presentan a la mujer los medios para ello y se la educa en igualdad se conseguirá la emancipación racional de su sexo. Acuña contribuye a la causa emancipación con una propuesta de ideales femeninos alternativos -su mujer agrícola, la Minerva del porvenir- que resultan subversivos con el sistema y con las expectativas culturales sobre la mujer. Las palabras de la periodista que firma con el nombre de Roxana en el periódico gijonés El Noroeste en 1917 resumen a la perfección el valor que la causa feminista y librepensadora conferían a esta escritora iconoclasta:

«Rosario de Acuña, mujer de naturaleza sana, es muy conocida en todos los centros intelectuales donde haya un poco de arte y un mucho de revolución [...] Nació para la lucha y morirá en ella siempre inexorable. La Heterodoxia le debe mucho a esta viejecita de la cofia blanca que ni un solo día guardó la pluma en el dorado estuche del miedo [...] Nosotras debemos admirarla, sirviéndonos su vida de estímulo para que la reivindicación femenina se consiga por la imperiosa fuerza de la cultura».







Referencias bibliográficas

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