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Ramón Pérez de Ayala en dos entrevistas de hacia 1920

José María Martínez Cachero


[Nota preliminar: (Publicado en Boletín del Instituto de Estudios Asturianos, Oviedo, núm. 86, 1975, pp. 407-416).]




ArribaAbajoI. Pérez de Ayala, crítico de Benavente

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Pérez de Ayala empezó como crítico teatral comentando en la revista «Europa» (marzo de 1910) el drama Casandra, arreglo de la novela del mismo título debida a Benito Pérez Galdós. Su segunda crítica, cinco años después, apareció en el semanario «España» e iba dedicada al enjuiciamiento de El collar de estrellas, pieza original de Jacinto Benavente. Desde entonces y hasta el estreno de La honra de los hombres (2-V-1919) siguió Pérez de Ayala, atenta y rigurosamente, la actividad dramática de Jacinto Benavente, ocupándose en sus artículos así de las obras recientes -caso, vgr., de La ciudad alegre y confiada (1916), El mal que nos hacen (1917) o Los cachorros (1918)-, como de otras bastante anteriores -por ejemplo, La princesa Bebé (1904)-1.

Da cuenta Ayala de la reacción favorable2 o desfavorable3, del público; reconoce que Benavente, «escritor ilustre y popular», está dotado de «industrioso   —80→   y habilísimo ingenio» (página 118); sitúa la producción benaventina en «una zona epicena, de transición, en donde el clima se muda arbitrariamente del calor al frío y del frío al calor, sin alcanzar nunca grandes extremos» (125); y considera que el talento de su autor se distingue por la elegancia -«cierta reducción de las proporciones y pulimento de las formas» (125)- y por la versatilidad -variedad de especies dramáticas cultivadas-.

Existían por entonces unánime asentimiento a y exaltada estimación de los valores del teatro de Benavente; acaso el público y los críticos se vieran coaccionados en sus opiniones y reseñas por semejante estado de cosas. Respecto del primero se preguntaba Ayala: «¿No será quizás que el público, prevenido por la mucha nombradía del autor y temeroso de pasar plaza de ignorante, no se atreve a confesar que le fastidian un poco [las obras de Benavente]?» (149); en cuanto a los críticos, Ayala, uno de ellos, alude a «la coacción intelectual mediante la cual con gesto compulsivo se nos conmina a que aceptemos este teatro antiteatral como canon sumo de todos los teatros añejos, hodiernos y venturos» (192). Prueba de ello pudieran ser ese insistente comunicante anónimo que hasta amenaza a Pérez de Ayala, o el colega que le aconseja públicamente abandone su tarea crítica.4

No existe animosidad alguna en Ayala respecto de Jacinto Benavente, y si ha salido a la palestra como voz discrepante tampoco lo ha hecho para darse a ver o señalarse distinto frente al coro unánime. Otras son, y más importantes, las miras de nuestro crítico, nunca negador absoluto y empecinado de los méritos benaventinos pues elogia Señora ama como «genuina obra dramática, de las del canon eterno» (198) y no duda en proclamar algunas positivas (aunque para él, secundarias) cualidades de Benavente -«abundancia de verbo, elegancia de giro, riqueza de metáfora y agudeza finísima» (114) en La ciudad alegre y confiada-, o en afirmar, un sí es no es burlonamente, que «todas ellas [las obras de Benavente] son más o menos hábiles, ingeniosas, amenas, profundas» (166). Urge, sin embargo, hablar con claridad y exigencia.

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Decir, por ejemplo, que las dotes que posee el dramaturgo Jacinto Benavente -y que fuera «obcecación o sandez» no reconocerle (136)- han sido y están siendo mal usadas ya que se ponen «al servicio de un concepto equivocado del arte dramático» (137), concepto que lleva en la práctica a cultivar «una manera de teatro imitada de las categorías inferiores y más efímeras del teatro extranjero» (137); un teatro (el de Benavente) que «no procede inmediatamente de la vida» (155), un teatro, por último, en el que «no hay situaciones dramáticas [...], no hay personas dramáticas, no hay caracteres» (193).

La no gratuita ni malévola impugnación ayalina del teatro benaventino debió de sonar como un fuerte mazazo dentro de un recinto estrecho y en conforme silencio; produjo sus más y sus menos de aceptación, complacencia e indignación5. Y es que (piensa Ayala) «cuando la verdad desnuda sale por entero del pozo en donde por pudor está casi siempre escondida, se nos figura enorme, cuando no ridícula, y, a veces, hasta monstruosa» (136). Se amplió así la nombradía de Ramón Pérez de Ayala, hasta entonces sostenida por sus versos y sus narraciones, de lo cual dan fe las entrevistas y entrevistadores asunto de este trabajo.




ArribaAbajoII. Dos escritores peruanos en Madrid

Son los arequipeños Alberto Hidalgo (nacido en 1893) y Alberto Guillén (1897-1935).

Hidalgo vino a España quizá en 1919. Había publicado varios libros de verso -Jardín zoológico (1916), Panoplia lírica (1917), Las voces de colores (1918), Joyería (1919)- y uno de bocetos críticos, Hombres y bestias (1918). En su país gozaba ya de algún renombre como poeta y cuando Abrahám Valdelomar prologa Panoplia... le llama «poeta precoz» y le destaca entre sus colegas compatriotas -«desde Chocano [...] no había aparecido entre nosotros una lira más sonora ni el verso había tenido un   —82→   cantor más temerario y fuerte»-. Publicaría Hidalgo tiempo después un muy personal Tratado de poética y fundaría, corriendo los años 20, su propia vanguardia: el «Simplismo», mescolanza de primitivismo, misticismo y negrismo servida, técnicamente, con rezagos modernistas y marcada propensión metafórica. De Madrid pasó a Buenos Aires, donde sale en 1920 Muertos, heridos y contusos, volumen integrado por más de una veintena de entrevistas con escritores españoles e hispano-americanos del que nos ocuparemos en el apartado III.

Guillén anda por Madrid poco después de haberse marchado Alberto Hidalgo, esto es: hacia 1920-21; reside y escribe en el núm. 7, piso segundo derecha, de la calle Veneras. También cultivaba la poesía y por el poema Belleza humilde había obtenido premio, 1917, en un certamen peruano; en 1918 publicó Prometeo, «poemas de exaltación», a los que siguieron: Deucalión (sonetos de vida interior, 1920) y El libro de las parábolas (1921). Su fecundidad fue grande y numerosísimos sus proyectos (en uno de sus libros anunciaba «en prensa» nada menos que catorce títulos -cinco de verso y nueve de prosa-, más siete «en preparación»). Según Anderson Imbert6 poseía Guillén «un individualismo crónico y una egolatría aguda»; no poco pagado de sí mismo y bárbaro desdeñoso de casi todos los demás colegas aparece en La linterna de Diógenes (1921), conjunto de más de una treintena de entrevistas con escritores españoles e hispano- americanos del que nos ocuparemos en el apartado IV.




ArribaAbajoIII. «Muertos, heridos y contusos» (1920): Alberto Hidalgo con Ramón Pérez de Ayala

29 escritores aparecen convocados por Hidalgo en las páginas de su libro: 13 de ellos son hispano-americanos (hay 6 peruanos, compatriotas del autor) y el resto, españoles; se trata de: Ramón Gómez de la Serna (que también figura en el libro de Guillén), Valle-Inclán, Ricardo León (ídem. Guillén), Pérez de Ayala (ídem. Guillén), Eduardo Marquina (ídem. Guillén),   —83→   los tres hermanos González-Blanco (Pedro, Edmundo y Andrés), Antonio de Hoyos, Rafael Cansinos Asséns (ídem. Guillén), Azorín (ídem. Guillén), Julio Cejador (ídem. Guillén) y, más brevemente, Blasco Ibáñez, Juan Ramón Jiménez (ídem. Guillén), Emilio Cotarelo Mori (ídem. Guillén), Eduardo Zamacois, Gregorio Martínez Sierra (ídem. Guillén) y Julio Casares.

Para Hidalgo la situación intelectual y literaria española de entonces resulta harto penosa ya que «España es un país de mamarracho» (página 23) y «no cuenta entre las naciones europeas [...]) está al nivel de África» (13). A los dieciséis escritores de que se ocupa, hacedores y partícipes de esa situación, los maltrata dura e injustamente, con profecías tan acertadas como la referida a Valle-Inclán -«pasados treinta o cuarenta años, y muerto V.-I., nadie se acordará de su literatura» (119)-, o con definiciones tan analíticas como la aplicada a Juan Ramón Jiménez, que es «un poeta sietemesino» (156).

Cuando Hidalgo visita a Cejador, del que había dicho pestes en tiempos, y éste le muestra el gigantesco fichero que utiliza para la composición de la Historia de la lengua y literatura castellana, comprendidos los autores hispano-americanos y le enseña su ficha y le pide noticias para completarla, el interesado se sobrecoge -como hará más tarde Alberto Guillén- y cambia de actitud; Cejador lo trataría después con elogio en el tomo XIII y penúltimo de su obra, llamándole (239) «joven animoso y de arrestos, amigo de rebeldías, nada temibles por ceñirlas al campo del arte, promete ser gran poeta épico, objetivo».

Ramón Pérez de Ayala es uno de los escritores españoles que sale mejor parado de la pluma de Hidalgo, a quien ha llamado mucho la atención su reciente campaña anti-benaventina «ese prestigio de don Ramón [...] se debe en gran parte a su campaña contra don Jacinto Benavente» (126); «yo creo que si don Ramón no se hubiese metido con Benavente, no tendría tantos lectores como tiene» (126); «en España, Benavente se había dado cierta patente de inmunidad. [...] Hoy, gracias exclusivamente a Pérez de Ayala, sucede cosa distinta» (127).

Hidalgo visita a Pérez de Ayala en el domicilio de éste. Se empeña en verle como un indio del Perú porque nuestro compatriota tiene «la frente pequeña, los pómulos bien marcados, las encías algo prominentes, la nariz   —84→   ancha y hundida arriba», todo ello muy por el estilo de «un oriundo de los alrededores del Cuzco, Cajamarca o Ayacucho» (125); tal descripción física se completa con unos cuantos pormenores externos y caracterológicos en la página 126: Ayala es «un hombre sencillo y afable, familiar y cariñoso. Delgado como un bastón [...] Habla con verdadera franqueza [...]. Sostiene sus opiniones con decisión, pero sin acaloramiento. Esto no quita que algunas veces se manifieste cruel, mordaz y agresivo para con cierta gente de letras». Hidalgo y Ayala hablan, como cabía esperar, de literatura; Hidalgo conduce la charla hacia Benavente/Arniches, la oposición surgida como consecuencia de la tarea crítica del autor de Las máscaras. Ayala corrobora y precisa entonces extremos que ya había dejado escritos, vgr.: que el valor del teatro benaventino «es negativo, puesto que está basado en un concepto falso de dramaturgia» (127), en tanto que Arniches «tiene desde luego el gran argumento en su favor de haber continuado nuestra tradición dramática» (128).

Extremo nuevo, nunca recogido en esa campaña, lo constituye la confidencia que Ayala hace para que Hidalgo se la reserve pero que éste, más que indiscreto («creo que la indiscreción es una virtud», afirma), transcribe. Elogia Ayala la gracia de Benavente, que «sabe hacer reír cuando quiere», y añade: «yo le podría decir que su gracia [...] es la del maricón que murmura de los demás ¿Usted no ha leído las comedias de Oscar Wilde? Pues bien, Benavente ha aprendido mucho de ellas. A no ser que el espíritu fraternal de los dos autores, la comunidad de vicios, les haya hecho pensar lo mismo...» (128-129)7.

Así termina la entrevista que Alberto Hidalgo, desvergonzado y agresivo («panfletario», le llamó Alberto Guillén y «estafadorcillo de la fama», Cejador), hizo a Ramón Pérez de Ayala un día de hacia 1919-1920 en su casa de Madrid.



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ArribaAbajoIV. «La linterna de Diógenes» (1912): Alberto Guillén con Ramón Pérez de Ayala

39 escritores aparecen convocados por Guillén en las páginas de su libro: sólo cuatro de ellos son hispano-americanos (hay dos peruanos, compatriotas del autor); la abundante presencia española está constituida por: Benavente, Azorín, Baroja, Palacio Valdés, Martínez Sierra, Jacinto Octavio Picón, los Quintero, Ortega y Gasset, Eugenio Noel, Marquina, Juan Antonio Cavestany, Ramón y Cajal, Maeztu, Cejador, Pérez de Ayala, Francisco Villaespesa, Cansinos Asséns, Francisco Rodríguez Marín, Manuel Linares Rivas, Rafael Altamira, Concha Espina, Antonio Zozaya, Enrique Díez-Canedo, Ricardo León, Jacinto Grau, Juan Ramón Jiménez, Emilio Carrere, Gabriel Miró, Ramón Gómez de la Serna, José Francés, Julio Camba, Diego de San José, Federico García Sanchiz, «Colombine» (seudónimo de Carmen de Burgos Seguí) y Joaquín Belda. Lista representativa de generaciones y tendencias muy diversas: supervivientes de la época realista, noventayochistas, modernistas, novecentistas, miembros de la llamada Promoción de «El Cuento Semanal»; poetas, narradores, dramaturgos, cultivadores del ensayo y de la crítica, catedráticos, periodistas. Echamos de menos en relación tan copiosa nombres importantes -Blasco Ibáñez, Unamuno8, Valle-Inclán- o significativos   —86→   -Felipe Trigo, Eduardo Zamacois-. (La linterna... lleva como prólogo un largo poema del autor, fechado en mayo de 1920, contando su vida y milagros en Madrid, seguido de una semblanza o presentación de Guillén debida a Ramón Gómez de la Serna, mayo de 1921. Tuvo el libro una segunda edición: Lima, 1923).

Alberto Guillén va en busca de un hombre entre los escritores españoles de a la sazón -«¡Diógenes, Diógenes, amigo: tú tenías razón! Yo, como tú, ando en busca de un Hombre!» (358)- y no lo encuentra porque (tal como le apunta Pérez de Ayala) mal podía suceder así entre gentes que «no fueron hombres, sino profesionales». Quienes salen mejor parados son: Gómez de la Serna -que le ha recibido en la tertulia de Pombo con los brazos abiertos-, Miró -al que Guillén le espeta: «Usted va a ser una nota discordante en mi libro porque para todos ha tenido una sonrisa. Pero de usted no me sabré reír» (264)-, «Colombine» -incluida en la segunda edición del libro, que ha reseñado elogiosamente la primera-, Ramón y Cajal -el sabio que está solamente a lo suyo-, y Pérez de Ayala -cuyas opiniones atiende y suele respetar el autor-. De los demás, a los cuales ha sorprendido en su malhumor, su envidia, su orgullo pueril, su nadería, se ríe Guillén y la figura que de ellos ofrece no puede resultar más triste.

De triste calificaba Unamuno este libro, injusto por parcial, pero ¿no sería también un saludable revulsivo? «Colombine» escribió: «Guillén ha cometido una indiscreción útil. Su libro puede ser la criba en donde muchos tamicen sus amistades, conozcan lo que dicen en la intimidad los que los adulan en su presencia. En este punto el autor ha sido una especie de Diablo Cojuelo. [...] Pero este libro no lo ha escrito Alberto Guillén, es obra de colaboración involuntaria de los entrevistados. Él ha sido un copista audaz, que manejando bien el castellano, ha sabido dar interés a la obra9».

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Pérez de Ayala aparece frecuentemente aludido en las páginas de este libro, cuyo autor ha hecho buena amistad con él; es, además, un tiempo literario español -hacia 1920- en que Ayala, como consecuencia de su campaña anti-Benavente, está muy puesto en el candelero. Recojo lo siguiente: con los Quintero («Hablamos de P. de A. Los Quintero lo creen un discípulo de Clarín, un cerebral fogoso» (83); con Marquina («-Y Arniches, ¿qué le parece? - Arniches es un punto de comparación. Es una cosa que necesitó P. de A. para tirársela a Benavente a la cabeza [...]. -Y Ayala, ¿consiguió su objeto? -Sí, señor. Benavente se vino de bruces del altar en donde lo pusieron sus admiradores» (105); con Maeztu («-Hay un P. de A. -No, A., no; ese es un roedorcillo» (120); con Concha Espina («-¿Y A.? -Es un pedante. Perdone usted. Si usted intenta leer su última novela, Belarmino y Apolonio, se le caerá de las manos. Yo no he podido...» (222-223); con Juan Ramón Jiménez («la obra de P. de A., dice, puede hacerse de nuevo cuando A. se muera; es obra de comentarlo» (252), «A., un comentarista que escribe en el estilo viejo y cansado, fastidioso, recargado de los viejos clásicos» (256); con Miró («A. me gusta por su franqueza, por su cultura y por su valor» (268).

Unos hablan mal de otros y todos se despellejan, y aprovechan complacidamente la ocasión que les ofrece el visitante para liberarse de sus enconos y resentimientos personales; la bondad y la comprensión de la obra ajena brillan por su ausencia. Pérez de Ayala está metido de hoz y coz en este feo juego.

Guillén habla con Ayala de paseo por el Prado («ya los almendros están en flor») y en su casa; Ayala «es más bien sencillo, más bien afable, agudo y cordial [...] En Ayala no hay nada decorativo. Nada, ni en su desdén por los demás [...] está en un plano superior. [...] Dice lo que siente» (160). Lo que Pérez de Ayala siente y dice de sus compañeros de oficio literario, lo que Guillén transcribe no puede ser más duro y cruel; nadie se salvará en el puntual repaso que sigue.

No se salva ni Pío Baroja -que «no sabe escribir. No hay más que ver sus obras para comprender su caso. Tienen esa desconección [sic], esa falta de fijeza, de atención, de energía sostenida del hombre normal. D.   —88→   Pío es un hombre que se sienta a la vera del camino y ve pasar un hombre. Lo describe con dos pinceladas y ya no se vuelve a acordar más del hombre. Luego una mujer. Luego D. Pío se va de la vera del camino y se acuesta en el primer fondín. En el detalle, en la Pincelada, es en lo único que está bien» (161)-, ni Ramón Gómez de la Serna -que no es más que «un detallista, un observador del microcosmos; un hombre que tiene, en vez de ojos, lunas de aumento. Nada más. La Serna trata de hacer una catedral sobre la cabeza de un alfiler, cuando lo lógico sería construir una grillera. Cuando La Serna se contenta con la grillera está bien; pero muy bien» (161)-, ni jacinto Octavio Picón -que «no tiene importancia [y] me da la impresión de un animalito que se conserva en alcohol» (162)-, ni Juan Ramón Jiménez -que «quiere sacarlo todo de sí mismo, como las arañas el hilo de su vientre. Por eso sus versos son inconsistentes y finos, como telas de araña, así de finos y de inconsistentes» (162)-, ni Manuel Linares Rivas -que «usted perdone, sí es un animal. Yo pedí que le concedieran un sillón punitivo en la Academia para que no volviese a escribir» (163)-, ni Gregorio Martínez Sierra -«literatos como Martínez Sierra son siempre necesarios para divertir a las muchachas y proporcionar buena lectura a las mamás honestas» (163)-, ni los Quintero -que «son muy buenos, pero muy inocentes, casi tontos. Han hecho ese teatrito pequeño con personajes vulgares; también pequeñitos, con mujercitas del pueblo, con niñitas muy apasionadas» (164)-, ni Ramiro de Maeztu -que no «me perdona el Mazorral de mi novela Troteras y danzaderas, un personaje que era él. Tiene una pedantería insoportable» (165)-, ni Ortega -«es un hacedor de frases. Un catedrático vacío, retórico y petulante. A mí me hace el efecto de un maestro de escuela» (165-66)-, ni Cejador -«testarudo y trabajador como una mula, nada más» (166)-, ni Jacinto Grau -«destroza el castellano. Cree que con alterar el orden de las palabras hace poesía»-.

El recorrido, que no deja títere con cabeza, da fin y Guillén informa al lector de la calidad de los puros que fuma su entrevistado, esposo de «una señora yanki muy fina y muy educada que lee a Alarcón» (168) y padre de dos niños que le piden bombones.



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ArribaV. Final

Hacia 1920 el poeta y narrador Ramón Pérez de Ayala acababa de revalidar y ampliar su nombradía merced a una reciente dedicación a la crítica de teatros y, dentro de ella, a la campaña dirigida a poner de manifiesto los graves errores de la dramaturgia benaventina, hasta entonces tan aplaudida y unánimemente ensalzada ¿Había derrocado un ídolo? Desde luego había sentado plaza como valiente y talentoso, y tanto Alberto Hidalgo como Alberto Guillén se sienten muy atraídos por quien así se produce.

Uno y otro escritor peruano poseen ya cuando vienen a España un prestigio en su país que se basa en los varios libros publicados y en la restante actividad literaria pero, como a tantos otros que fueron y son, les faltaba el espaldarazo madrileño.10 A lograrlo se aprestan, no reparando en medios y por eso desprecian, motejan, insultan en las páginas de Muertos, heridos y contusos y La linterna de Diógenes, respectivamente. Ramón Pérez de Ayala, al que ambos admiran, atienden y respetan, sale bien parado y dominador en la quema de restos llevada a cabo por tales jóvenes iconoclastas.





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