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Realidad

Drama en cinco actos y en prosa

Benito Pérez Galdós



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PERSONAJES
 
ACTORES
 
AUGUSTA.SRTA. GUERRERO.
LEONOR,   (La Peri).SRTA. MARTÍNEZ.
CLOTILDE.SRTA. MORELL.
LINA,   criada de la Peri.SRTA. PINEDA.
BÁRBARA,   criada de FEDERICO.SRTA. MOLINA.
OROZCO. SR. CEPILLO.
FEDERICO VIERA.SR. THUILLIER.
JOAQUÍN VIERA. SR. MARIO.
MANOLO INFANTE.SR. GARCÍA ORTEGA.
VILLALONGA.SR. MONTENEGRO.
MALIBRÁN.SR. BALAGUER.
AGUADO. SR. CALLE.
Criados de OROZCO.
 

La acción es en Madrid y contemporánea.

 



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ArribaAbajoActo I

 

Sala en casa de OROZCO, decorada y amueblada con elegancia y lujo. En el foro dos grandes puertas. La de la derecha conduce al billar, y por ella se descubre parte de la mesa, y se ven los movimientos de los jugadores. La de la izquierda comunica con el salón, y por ella se distingue parte de esta pieza y algunas de las personas que están en ella. Entre estas dos puertas, chimenea o un mueble de lujo.

   

En el lienzo lateral de la derecha, dos puertas: una conduce al despacho de OROZCO; la más próxima al público, a la alcoba. En el lienzo de la izquierda, una puerta, por donde entran los que vienen de fuera de la casa, y un balcón.

   

Las dos puertas del fondo se cierran (cuando la acción lo indique) con vidrieras.

   

A la izquierda, cerca del espectador, una mesa con una planta viva, libros, lámpara de bronce, retratos y recado de escribir. Es de noche.

 

Escena I

 

VILLALONGA que entra por la puerta de la izquierda.

 
 

INFANTE que sale del billar.

 

VILLALONGA.-    (Mirando al salón.)  Poca gente esta noche  (A INFANTE.)  ¡Hola, Infantillo!

INFANTE.-   Tarde vienes. ¿Has estado en el Real?

VILLALONGA.-  Sí, un rato. Y tú, ¿has comido hoy aquí?

INFANTE.-  No, hijo de mi alma. Hoy le tocó a ese fatuo de Malibrán, el aprendiz de diplomático, que no es, como sabes, santo de mi devoción.

VILLALONGA.-  Sí; su vanidad, sus pretensiones de cultura... ¡europea!, y de galanteador irresistible, me sirven a mí para pasar ratos muy divertidos.

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INFANTE.-   A mí no me divierte.

VILLALONGA.-  ¿Pero no sabes lo mejor?   (Con misterio.)  Se atreve a poner los puntos a tu prima.

INFANTE.-  ¡Quién!

VILLALONGA.-  Malibrán, Don Cornelio. Yo le nombro siempre así para hacerle rabiar. No dudes que el hombre quiere añadir a lo que llama su estadística de amor, este rengloncito: Augusta. Veo que no te causa risa, y que pareces así... no sé... ¡Ya...!, te contraría la competencia. También tú, grandísimo corruptor de las familias, pretendes...

INFANTE.-  ¡Jacinto!

VILLALONGA.-  Vamos, joven circunspecto, que a ti también, también a ti te gusta la primita. ¡Es tan mona, tan espiritual! No he conocido otra en quien tan maravillosamente se reúnan la distinción, la belleza y el talento. Las tres gracias se encarnan en ella, formando una sola gracia, que vale por treinta. Tu quoque, Manolín...

INFANTE.-  ¡Yo! No me conoces: A mi prima Augusta, bien lo sabes, la miro como hermana. Ella y mi tía Carlota son la única familia que me queda. Su marido es el amigo que más quiero en el mundo. No, no cabe en mí la villanía de galantear a la mujer de un amigo íntimo, hombre además de excepcionales condiciones morales, hombre único, lleno de méritos y virtudes.

VILLALONGA.-  Sí, sí, todo es verdad. Pero...

INFANTE.-  ¿Pero qué?

VILLALONGA.-  Nada, hombre, nada. No es para enfadarse. Mucha virtud, mucha moral...


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Escena II

 

Los mismos; AGUADO.

 

AGUADO.-   Felices, señores y milores. ¿Han visto ustedes los periódicos de la tarde?

VILLALONGA.-  ¿Qué hay? ¿Qué ocurre?

AGUADO.-  ¿Se han enterado ya de los escándalos del día?  (Mostrando un periódico.)  Otra irregularidad muy gorda en Cuba; pero muy gorda. Ya lo dije: de la remesa de empleados que mandaron allá hace tres mesas, ¿qué otra cosa podía esperarse?

VILLALONGA.-  Ínclito Aguado, calma, calma, filosofía. Coge la primera piedra, amenaza con ella; pero no la tires.

AGUADO.-   Yo sostengo que ni esto es país, ni esto es patria, ni esto es Gobierno, ni aquí hay vergüenza ya. Pues digo: lo mismo que ese otro gatuperio, el crimencito de la calle del Pez; la curia vendida, y dos personajes de cuenta amparando a los asesinos.

INFANTE.-  Señor de Aguado, ¿también usted se empeña en ser vulgo, o en parecerlo?

AGUADO.-   Amigo Infante, usted es un ángel de Dios, que ha pasado su juventud en el inocente retiro de Orbajosa, a honesta distancia del mundo, que no conoce. Heredó usted una fortuna; hiciéronle diputado con un par de golpes de manubrio de la maquinilla de Gobernación; no ha vivido, no ha luchado; no conoce de cerca, como nosotros, la podedumbre1 política y administrativa... Pues yo les juro a ustedes que, si Dios no lo remedia, llegará día en que, cuando pase un hombre honrado por la calle, se alquilen balcones para verle.


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Escena III

 

Los mismos; OROZCO que se asoma a la puerta del billar sin pasar de ella, con el taco en la mano, AUGUSTA, MALIBRÁN que vienen del salón.

 

OROZCO.-  ¡Eh! padres de la patria, ¿qué hay? ¿Qué irregularidad es ésa...?  (VILLALONGA, INFANTE y AGUADO, se acercan a la puerta del billar y hablan con él.) 

AUGUSTA.-    (A MALIBRÁN, riendo.)  Pero dígame usted, ¿es volcánica o no es volcánica?

MALIBRÁN.-   ¿Qué?

AUGUSTA.-  Esa pasión de usted.

MALIBRÁN.-  ¡Pícara, añade a la crueldad el sarcasmo! Mire usted que... Bien podría suceder que la desesperación me arrastrara al suicidio, a la locura... ¡Qué responsabilidad para usted!

AUGUSTA.-  ¡Para mí! Pero yo ¿qué culpa tengo de que usted se haya vuelto tonto?... ¡Muerte, locura, suicidio! ¡Eso sí que es de mal gusto! No, el hombre de la discreción y de las buenas formas no incurrirá en tales extravagancias. Yo traduzco sus expresiones al lenguaje vulgar, y digo: Hipocresía, farsa, egoísmo.

MALIBRÁN.-  ¡Ay, Dios mío! Casi me agrada que usted me injurie. A falta de otro sentimiento, venga esa bendita enemistad.

AUGUSTA.-   (Con hastío.)  Basta.

 

(OROZCO se ha internado en el billar. VILLALONGA, INFANTE y AGUADO vuelven al centro de la escena.)

 

AGUADO.-    (Con énfasis.)  Horrible, horrible, vamos.

VILLALONGA.-   (Por AUGUSTA.)  Aquí está todo lo bueno.

AUGUSTA.-  Jacinto, dichosos los ojos... Aguadito, felices. Ya,   —9→   ya le veo a usted tan indignado como de costumbre. ¿Qué hay?

AGUADO.-   Pues nada, señora y amiga mía. Escándalos, miserias, irregularidades monstruosas aquí y en Ultramar, nuevos datos espeluznantes del crimen famoso... y, por último, crisis. Esto está perdido, pero muy perdido.

AUGUSTA.-  Pues verá usted como Villalonga, que es uno de nuestros primeros inmorales, sostiene que todo va bien.

VILLALONGA.-  Todo bien, perfectamente bien. Y sobre tantas dichas, la de verla a usted tan guapa.

AUGUSTA.-  ¡Noticia fresca!

MALIBRÁN.-    (Aparte.)  ¡Qué linda y qué traviesa!... Inteligencia vaporosa, imaginación ardiente, espíritu amante de lo desconocido, de lo irregular, de lo extraordinario... ¡Caerá!

AUGUSTA.-  ¿Y en el Congreso?...  (Se sienta.) 

INFANTE.-  Nada, una tarde aburridísima. El consabido chaparrón de preguntas rurales hasta las cinco, y a la orden del día la interesantísima y palpitante discusión sobre los derechos de... la hojalata. Y en los pasillos inmoralidad, y nada más que inmoralidad.

VILLALONGA.-  Es insoportable el tema de estos días en aquella casa. No se puede ir allí, porque ha salido una plaga de honrados... Vamos, es cosa de fumigarlos por honrados... precisamente por honrados del género infeccioso y coleriforme.

AUGUSTA.-  ¡Jacinto, por Dios!...  (A AGUADO.)   ¿Y usted no sale a defender la clase?

AGUADO.-  ¿Qué clase?

AUGUSTA.-   La de los honrados, hombre.

INFANTE.-  Como no se trata de honradez ultramarina, este   —10→   Catón no se da por aludido. Hablamos ahora de honrados peninsulares.

AGUADO.-  Sí, sí, búrlese usted. Éstos son ministeriales de la clase de Isidros o del montón anónimo. Todo lo encuentran bien, y cuando se les habla del cáncer de la inmoralidad, alzan los hombros y se quedan tan frescos.

AUGUSTA.-  Tiene razón Aguado. Lo mismo les da a éstos el país que la carabina de Ambrosio.  (A VILLALONGA.)  No se ría, Jacinto, que contra usted voy. Usted no tiene patriotismo, usted no se indigna como debiera indignarse, y esa sonrisa y esa santa pachorra son un insulto a la moral.

VILLALONGA.-  Pero, amiga mía, si esa nota de la indignación pública la dan otros, y la dan muy bien, ¿qué necesidad tengo yo de revolverme la bilis y hacer malas digestiones? Yo soy un hombre que, al levantarse por las mañanas, hace el firme propósito de encontrarlo todo bien, perfectamente bien. Es natural que así piense, cuando veo que los más indignados hoy son mañana los más complacidos.

AGUADO.-   O, en otros términos, que todos son lo mismo, y vamos tirando. Por lo demás, no es malo que se hable tanto de nuestros vicios, porque así los corregiremos.

AUGUSTA.-   ¡Ay, amigo mío, no sea usted cándido! Eso de la moralidad es cuestión de moda. De tiempo en tiempo, sin que se sepa de dónde sale, viene una de esas rachas de opinión, uno de esos temas de interés contagioso, en que todo el mundo tiene algo que decir. ¡Moralidad, moralidad! Se habla mucho durante una temporadita, y después seguimos tan pillos como antes. La humanidad siempre, siempre   —11→   igual a sí misma. Ninguna época es mejor que otra. Cuando más, varía un poco la forma o el estilo de la maldad. Pero lo de dentro, crean ustedes que poco o nada varía.

VILLALONGA.-  ¿Eh? ¿Se explica la niña?

MALIBRÁN.-  ¡Qué talentazo!

INFANTE.-    (Que ha entrado en el salón y vuelve al instante.)  Ya tienes ahí a la condesa de Trujillo con el marqués de Cícero y Pepito Pez, devorando las últimas noticias del crimen.

AUGUSTA.-  ¡Ay, dichoso crimen!

VILLALONGA.-   Pues a mí no me cogen.

MALIBRÁN.-   Ya resulta insoportable.

AUGUSTA.-  Sí; fastidiosísimo, repugnante. Y nuestra curiosidad es de lo más estúpido... Pero no podemos vencerla. Allá voy.  (Pasa al salón acompañada de INFANTE. AGUADO entra en el billar.) 



Escena IV

 

MALIBRÁN; VILLALONGA.

 

VILLALONGA.-   (Dirígese al billar y retrocede, sorprendiendo a MALIBRÁN, que, embelesado, no quita los ojos de AUGUSTA, hasta que la ve desaparecer.)  ¿Y cómo va eso, amigo D. Cornelio?

MALIBRÁN.-  Pues... amigo D. Jacinto, esto va mal, muy mal. Nada, nada, lo que dije a usted. Nuestra sibila está enamorada; lo veo, lo estoy viendo... ¿No lo ve usted?

VILLALONGA.-   No, yo no veo nada. No quiera usted contagiarme de sus visiones malignas.

MALIBRÁN.-  Lo descubriremos, sí, señor, arrancaremos el velo del enredito. ¡Pues no faltaba más! Como el gran   —12→   Le Verrier descubrió el planeta Neptuno por el puro cálculo...

VILLALONGA.-  Pues no es usted poco científico...

MALIBRÁN.-    (Nervioso.)  Por el puro cálculo, sí; estudiando las desviaciones de las órbitas de los planetas conocidos... pienso yo...

VILLALONGA.-   Descubrir el planeta ignorado...

MALIBRÁN.-    (Llevándolo a la puerta del salón y mirando hacia éste.)  Diga usted, ¿será el Trujillito ese, el oficial de artillería que acompaña a la condesa?... ¿Será Calderón, la ostra de la casa?... ¿Será, por ventura, Manolo Infante, que suele hacer de sigisbeo de Augusta, y que con su capita de pariente honrado me parece a mí que las mata callando?... ¿Será...?

VILLALONGA.-   (Volviendo al centro de la escena.)  Dígame, D. Cornelio, ¿ha pensado usted en Federico Viera?

MALIBRÁN.-  ¡Ah!  (Con desdén.)  No, ése no. Pero... quién sabe. Entre los amigos de la casa, entre estos pegajosos... con ribetes de parásitos, hay que buscar el documento humano que nos hace falta. Yo le juro a ésa... que no se reirá de mí.

VILLALONGA.-  Al fin... ¡quién sabe!...

MALIBRÁN.-   ¡Quién sabe... sí!... Las mujeres... El demonio que las baraje.

VILLALONGA.-   Y a propósito de mujeres y de demonios, ¿va usted esta noche a casa de la Peri?

MALIBRÁN.-  Tarde... sobre la una. ¿Y usted?

VILLALONGA.-   Tal vez...  (Viendo venir a OROZCO.)  ¡Chitón!



Escena V

 

Los mismos; OROZCO, AGUADO, que salen del billar.

 

OROZCO.-  No es exacto, repito, y buen tonto sería yo si tal hiciera.

  —13→  

AGUADO.-   Pues a mí me han dicho que, sin tu auxilio, el correccional de jóvenes delincuentes no se construiría nunca.

VILLALONGA.-   También a mí me lo dijeron.

MALIBRÁN.-  Y a mí.

OROZCO.-   Habladurías. He contribuido a esta obra benéfica en la misma proporción que los demás iniciadores, y desempeño el cargo de tesorero de la Junta.

AGUADO.-  Ahí es donde caes tú, Tomás. ¡Si todo se sabe!

VILLALONGA.-  No le valen sus malas mañas.

AGUADO.-  La Junta no recauda lo bastante para continuar con método las obras. Llega un sábado, faltan fondos para pagar los jornales de la semana...

MALIBRÁN.-   Pues no hay que apurarse, porque el buen Orozco tira del talonario...

OROZCO.-    (Risueño y calmoso.)  ¡Pues estaría yo lucido! No, esas generosidades caen ya dentro del campo de la tontería, y francamente, yo aspiro a que se tenga mejor idea de mí. El atribuir a cualquiera méritos que no posee, y que por lo disparatados no deben de lisonjear a nadie, constituye una especie de calumnia; sí, no reírse, una calumnia de benevolencia, que si no se cuenta entre los pecados, tampoco debe contarse entre las virtudes.

AGUADO.-  ¿De modo que, según ese criterio, yo soy un calumniador?

VILLALONGA.-  Todos calumniadores...

MALIBRÁN.-  Al revés... es decir, que calumniamos alabando, así como usted hace el bien, fingiendo que lo aborrece, sistema de hipocresía que no vacilo en llamar sublime.

AGUADO.-   Él es un hipócrita, sí, y nosotros sus detractores implacables. Pues espérate, que ahora nos corregiremos.   —14→   Yo saldré por ahí diciendo que eres un pillo, un hombre sin conciencia; diré más; diré que el tesorero este se da sus mañas para distraer fondos del correccional y aplicarlos a sus vicios.

OROZCO.-    (Con jovialidad.)  Pues mira, si se dijera eso, alguien lo creería más fácilmente que lo otro, siendo ambas cosas falsas.

AGUADO.-   ¡Ah!, no creas que la opinión pública se deja extraviar tan fácilmente por los difamadores. Ya ven ustedes las atrocidades que han dicho de mí.

VILLALONGA.-  Sí, que te trajiste media isla de Cuba en los bolsillos.

AGUADO.-   Que si vendía los blancos como antes se vendían los morenos.

VILLALONGA.-  ¡Qué picardía!, suponer que tú...

AGUADO.-  Pues si al principio se formó contra mí una atmósfera tan densa que se podía mascar, no tardé en disiparla con mi desprecio, y al fin la opinión me hizo justicia.

OROZCO.-   ¿Qué duda tiene?... Por supuesto, hay que desconfiar siempre de la opinión pública cuando vitupera, así como cuando alaba excesivamente, porque la muy loca rara vez sabe fijarse en el punto medio que constituye nuestra vulgaridad. Somos muy vulgares; pertenecemos a una época que se asusta de las situaciones extremas, y no gustamos de bajar mucho por no parecer tontos, ni de subir demasiado, por no incurrir en la ridiculez de ser absolutamente buenos.

AGUADO.-  ¡Ridiculez! Pues a ti no hay quien te libre de ser el primer mamarracho de la bondad. Aguanta el chubasco, y si no te gusta, corrígete de tu furor caritativo. De ti se cuentan horrores: que costeas solo o   —15→   casi solo las obras del correccional para chicos; que te comen un codo las Hermanitas de la Paciencia; que vistes todo el Hospicio dos veces al año...

VILLALONGA.-   Y más, mucho más. Vomitemos todas las injurias de una vez. Que acudes a remediar todas, absolutamente todas las necesidades de que tienes noticia.

MALIBRÁN.-   Eso, eso... y vuelva usted por otra.

OROZCO.-  Bien, bien. Ahogado por vuestro zahumerio2 estúpido, os digo que sois los mayores majaderos que conozco. Jacinto, tu adulación me da náuseas. Y tú, Aguado maldito, eres tan tonto, pero tan tonto, que mereces que creamos las perrerías que decían de ti cuando volviste de Cuba.



Escena VI

 

Los mismos; AUGUSTA, INFANTE que vuelven del salón.

 

AUGUSTA.-  ¿Quieren ustedes reírse? ¿Quieren reírse de verás?

OROZCO.-   Ya nos hemos reído bastante. ¿Te parece que tenemos aquí pocos bufones?

AUGUSTA.-  Pues el que quiera divertirse, pase al salón. Esta noche tenemos a Teresa Trujillo de remate...

OROZCO.-  ¿Con el crimen? Vamos que a ti también te gusta esa comidilla. Gracias, no me divierte.

AUGUSTA.-   Graciosísima. Empeñada en que es verdad todo lo que cuentan los periódicos. No hay quien la sufra. Que el crimen es más hondo de lo que parece, y que están complicados dos ministros, y que la justicia... y los jueces... y el perrito y la mano que asomaba por la ventana de enfrente, y los dos hombres que entraron a las doce del día, y qué se yo...   (Se sienta.) 


  —16→  

Escena VII

 

Los mismos; FEDERICO VIERA.

 

AUGUSTA.-   (Aparte, viéndole entrar.)  (¡Ah!... ya está ahí. No sé si podré disimular... cara mía, cuidado...)

OROZCO.-    (Saludándole.)  Hola, Federiquín... Gracias a Dios.

AUGUSTA.-    (Alargándole la mano.)  ¡Cuánto tiempo!... ¿Ha estado usted malo?

FEDERICO.-   Un poco.

AUGUSTA.-  Pues no se le conoce en la cara.

VILLALONGA.-   Si traes noticias patibularias, fresquecitas, pasa a la sección de lo criminal que preside la condesa de Trujillo.

FEDERICO.-   Ya la he visto al pasar. A la condesa le falta poco para traerse el verdugo en el bolsillo.

INFANTE.-   Pues yo sostengo que es un crimen vulgar, adocenado, un crimen de pacotilla, y que no hay personajes encubridores, ni misterios de folletín.

AGUADO.-  Este archisensato quiere presentarnos los hechos arregladitos a un patrón de conveniencias curialescas.

AUGUSTA.-   Claro, hasta el crimen debe ser correcto, y los asesinos han de tener su poquito de ministerialismo.

INFANTE.-  No es eso, no. Pero me parece absurdo mezclar en asuntos tan bajos a personas respetables.

OROZCO.-   ¿Quién podrá afirmar ni negar nada? Yo digo que si los misterios de la conciencia individual rara vez se descubren a la mirada humana, también la sociedad tiene escondrijos que nunca se ven, así como en el interior de las rocas hay cavernas donde jamás ha entrado un rayo de luz. En cuestión de enigmas   —17→   sociales, yo no afirmo nada de lo que la malicia supone, pero tampoco lo niego sistemáticamente.

FEDERICO.-  Muy bien dicho.

AUGUSTA.-   Yo no soy sistemática. Pero me inclino comúnmente a admitir lo extraordinario, porque de este modo me parece que interpreto mejor la realidad, que es la gran inventora, la maestra siempre fecunda y original siempre. Rechazo todo lo que me presentan ajustado a patrón, todo lo que solemos llamar razonable para ocultar la simpleza que encierra. ¡Ay!, los que se empeñan en amanerar la vida no lo pueden conseguir. Ella no se deja, ¿qué se ha de dejar? Este primo mío,  (Por INFANTE.)  empapado en esa tontería del ministerialismo, no quiere ver más que la corteza oficial o pública de las cosas. Es la mejor manera de acertar una vez y engañarse noventa y nueve. Nadie me quita de la cabeza que en ese crimen hay algo de extraordinario y anormal. Sería ridículo y hasta deshonroso para la humanidad que los delitos fuesen siempre a gusto de los jueces.

MALIBRÁN y VILLALONGA.-  Bien, bien.

OROZCO.-  Mi mujer tiene razón. Convengamos en que lo extraordinario y misterioso, no por inverosímil deja de ser verdadero alguna vez.

INFANTE.-  Claro, alguna vez.

AGUADO.-  Siempre, siempre.

MALIBRÁN.-   Hombre, siempre no.

AGUADO.-  Siempre digo.

FEDERICO.-   Tiene razón Augusta. Convengamos en que la realidad es fecunda, original, en que el artificio que resulta de las conveniencias políticas y judiciales nos engaña. Pero no nos lancemos por sistema a lo   —18→   novelesco, ni por huir de un amaneramiento caigamos en otro, amiga mía. La vida, por desgracia, ofrece bastantes peripecias inesperadas, lances y sorpresas terribles; y es tontería echarnos a buscar el interés febriscitante3, cuando quizás lo tenemos latente a nuestro lado, aguardando una ocasión cualquiera para saltarnos a la cara.

AUGUSTA.-  Conforme. Pero yo no busco el interés febriscitante. Es que, sin darme cuenta de ello, todo lo vulgar me parece falso. Tan alta idea tengo de la realidad... como artista. He dicho.

VILLALONGA.-    (Aplaudiendo.)  ¡Bonita paradoja!

AGUADO.-  ¡Pero qué ingenio el de esta pícara!  (Todos aplauden.) 

AUGUSTA.-   Gracias, amado pueblo.

FEDERICO.-  Tiene usted toda la sal de Dios.

AUGUSTA.-   (Aparte.)  ¡Qué zalamerito viene esta noche...!  (Alto.)  Tilín, tilín, se suspende esta discusión.

MALIBRÁN.-   (A OROZCO.)  ¿Carambolas, Tomás?

OROZCO.-  No, dispénseme la diplomacia. Me retiro. No me siento bien.

AGUADO.-  Jugaremos.   (Mirando al reloj.)  Poco tiempo tenemos ya. Estas gentes morigeradas, estos matrimonios modelo se recogen con las gallinas.  (MALIBRÁN y AGUADO pasan al billar.) 

AUGUSTA.-   (A INFANTE, que se despide.)  ¿Ya?... Ven a comer mañana.

OROZCO.-   (Mirando al salón. -Aparte a AUGUSTA.)  Paréceme que la condesa quiere marcharse. No la entretengas.

AUGUSTA.-   Voy enseguida...

OROZCO.-   (Saludando a VILLALONGA.)  Abur, Jacinto, hasta mañana.  (A FEDERICO.)  Adiós. Ya sé que es temprano para vosotros, perdidos. Aún podéis matar un rato en el billar.

  —19→  

VILLALONGA.-  Que descanses.  (Acompaña a OROZCO hasta la puerta del despacho, y pasa al billar. AUGUSTA se dirige al salón; pero retrocede al ver a FEDERICO solo en escena.) 



Escena VIII

 

AUGUSTA; FEDERICO.

 

AUGUSTA.-    (Airada, recelosa, bajando la voz.)  Tengo que decirte que te estás portando indignamente.

FEDERICO.-  ¡Yo! ¿Por qué?  (Va hacia la puerta del salón, atisba y vuelve.)  También yo deseaba que estuviésemos solos para decirte...

AUGUSTA.-  No quiero saber nada. ¡Seis días sin verme!

FEDERICO.-   Por culpa tuya.

AUGUSTA.-  ¡No, tuya, tuya! No sé qué tienes en esos ojos... la traición, la mentira y el cinismo.  (Muy agitada.)  Me voy acostumbrando a la idea de que huyes de mí, atraído por personas indignas, que no quiero ni debo nombrar.

FEDERICO.-  ¡Qué desvarío! ¿Te espero mañana?

AUGUSTA.-  No,  (Con energía.)  no vuelvo más; no, no me mereces.

FEDERICO.-  Ya lo sé. ¡Pero tiene uno tantas cosas que no merece! ¡Dios es tan bueno! ¿Irás?

AUGUSTA.-   No quiero. Bien claro te lo digo.

FEDERICO.-  Te espero, ¿sí o no?

AUGUSTA.-  He dicho que no...  (Aturdida.)  ¡Lo pensaré! No, no, y mil veces no. Si fuese, iría para injuriarte, para decirte que te me estás haciendo aborrecible.

FEDERICO.-  Pues para eso vas, y allí, muy tranquilamente, nos tiramos los trastos a la cabeza.

AUGUSTA.-  Cállate... Pueden oír.  (Con miedo.) Te escribiré dos letras... No, no te escribo ni media letra; no, no, no.

FEDERICO.-   Pero...

  —20→  

AUGUSTA.-   Basta... cállate... salgamos...  (Dirígese al salón. Durante las últimas frases aparece MALIBRÁN en la puerta del billar y se detiene en ella con expresión de asombro.) 



Escena IX

 

FEDERICO, MALIBRÁN, VILLALONGA.

 

MALIBRÁN.-   (A FEDERICO.)  Brava mujer, ¿verdad? ¡Y qué alma, qué pasión!... ¡qué genio...!

FEDERICO.-   (Aparte, con desdén.)  Estúpido.  (Se retira por el salón.) 

VILLALONGA.-    (Saliendo del billar.)  Oye, tú...  (A FEDERICO que no le contesta.)  Va disparado. Tocan a retreta, amigo Malibrán. Llegó la hora del desfile. Vámonos. En estas casas donde reinan el orden y las buenas costumbres, le echan a uno antes de media noche... ¿Y qué tal? ¿Hemos descubierto algo?

MALIBRÁN.-    (Aparte.)  Reservareme el privilegio de invención.  (Alto.)  Pues nada.

VILLALONGA.-  ¿De veras?

MALIBRÁN.-   Absolutamente nada. Seguimos a obscuras.  (Salen por la izquierda.) 

 

(Los CRIADOS apagan las luces del billar y comedor, cerrando ambas puertas. Retiran también las luces de la escena, dejando sólo una.)

 


Escena X

 

OROZCO que sale de su despacho, sin traje de etiqueta.

 
 

AUGUSTA.

 

OROZCO.-  Ya se van... Gracias a Dios. La sociedad me cansa más cada día.  (Se sienta en el sillón y apoya la frente en la palma de la mano.) 

AUGUSTA.-    (Viniendo del salón.)  Gracias a Dios que se fueron. Deseo estar sola.  (Reparando en OROZCO.)  ¡Ah! ¿Estás ahí?, ¿duermes?

  —21→  

OROZCO.-   No.

AUGUSTA.-  ¿Por qué no te acuestas?

OROZCO.-  No dormiré.

AUGUSTA.-  Padeces de insomnio. Tomás, tú no estás bien. Es preciso que te cuides y pongas orden en ese cerebro. Cavilas demasiado, te fijas más de lo conveniente en asuntos que no debieran interesarte en tanto grado.

OROZCO.-   Pues mis desvelos deben de ser contagiosos, porque tú también estas últimas noches estuviste muy despabilada.

AUGUSTA.-  Es que cuando te siento despierto, no puedo dormir. No creas; a mí no me importa. Resisto perfectamente los largos insomnios. Este cerebro mío, creo yo que es de piedra.

OROZCO.-   ¡Qué dicha!

AUGUSTA.-   Lo que a ti te pasa bien lo sé yo. Eres una alma fuerte, una voluntad poderosa, un espíritu superior. Pero como no tienes que luchar por la existencia, porque todos los problemas del vivir te los han dado resueltos, resulta que tus grandes energías están sin uso, y para que no se te pudran dentro, las aplicas a cualquier objeto. Ya te afanas por corregir a los criminales precoces; ya te interesas por las niñas abandonadas como si fueran tuyas, o bien das en proteger a ingratos, en salvar de la miseria a los que se arruinaron por informales o tramposos... No, no, yo no te censuro que seas caritativo. Pero todo tiene su límite y su medida, hasta la bondad.

OROZCO.-   Vida mía, me juzgas mejor de lo que soy. ¿Y si yo te dijera que cumplo muy mal los deberes que me impone mi posición? Cree que algunas noches me   —22→   quita el sueño la conciencia turbada, intranquila.

AUGUSTA.-   (Sorprendida.)  ¡Tú... con la conciencia turbada; tú, el hombre mejor del mundo! Tomás, positivamente no estás bueno.  (Con cariño.)  Hijo mío, acuéstate y descansa. Si la conciencia te quita el sueño a ti, a ti, que eres tan bueno, ¿quién, dímelo, quién dormirá en este mundo?  (Pasa a la alcoba.) 

OROZCO.-   (Levantándose.)  Bueno; ¡te obedeceré!  (Vacila; se vuelve a sentar.)  No, no me acuesto. Mejor estoy aquí. ¡Qué dulce soledad! Aquí, solo, dentro del círculo de mis pensamientos, apartado de la sociedad, que en su comedia insípida me impone uno de los papeles más vulgares, restablezco mi personalidad, me gozo en contemplar los medios que empleo para mi propia corrección; examino mis ideas, peso mis acciones... ¡Oh!, no estoy satisfecho de mí, ni mucho menos... ¡Y esos necios creen...! Poco, muy poco he hecho para aliviar el mal humano... ¡He de hacer más, mucho más...! ¡Hay que seguir, hay que avanzar, avanzar siempre... hasta descubrir la fuente eterna, aunque no podamos beber en ella más que algunas gotas que nos salpican a la cara!...  (Levántase.)  ¡Cuán larga y compleja la humana labor!, ¡y el tiempo  (Mirando el reloj.)  con qué traidora sencillez se escurre, se va, se pierde...! No, no, aunque mi mujer me riña, no me acuesto sin trabajar un poco.  (Pasa al despacho.) 

AUGUSTA.-   (Por la puerta de la alcoba, en traje de noche, con una luz en la mano.)  Escribiré aquí... Cuatro palabras no más...  (Reparando en la luz del despacho.)  ¡Ah!, está allí...  (Le observa desde la escena.)  Hace un instante, hablaba de conciencia intranquila. Este hombre sin par no sabe lo que es vivir con los pies sobre la   —23→   tierra. Él los tiene en las nubes, como los bienaventurados que vemos en los techos de las iglesias. No sé qué me pasa. Esta inquietud mía ¿qué es? Los remordimientos se confunden en mí con el temor de no ser amada. Más que el delito, me espanta la idea de una rivalidad humillante. ¡Conciencia extraña la mía! No conozco el remordimiento, sino cuando me lo traen los celos, y sólo cuando éstos me abrasan, reconozco y declaro que no soy buena... Lo que yo quisiera sería poder confiar a alguien este secreto que me abruma. Sí, aunque absurdo parezca, siento impulsos de abrir mi corazón delante de este hombre sin par, y contarle... confesar, sí, por consuelo y alivio del alma, no por renegar de mi error y prometer la enmienda. No: sé que no tendré fuerzas para enmendarme de verdad, ni hipocresía para parecerlo. No quiero, no, estafar la absolución... ¡Pero qué absurdos pienso! ¡Confesarme a Tomás!... Paréceme que tengo fiebre.  (Se toca la frente, se toma el pulso.)  A estas horas, el insomnio y las cavilaciones me llevan a una verdadera locura. Como que a veces dudo si duermo o estoy despierta. ¡Dios mío!, ¿seré yo sonámbula?  (Con terror.)  ¿Incurriré en la tontería de contarle...?  (Levántase.)  No, despierta estoy...  (Se pellizca los brazos.)  y bien despierta.

OROZCO.-    (En la puerta del despacho.)  ¿Pero estás aquí? Me has asustado.

AUGUSTA.-  Cuando me acostaba, creí sentirte inquieto y... ¿Por qué trabajas tan tarde?

OROZCO.-   Tengo la cabeza tan despejada como a las doce del día. Francamente, no veo la necesidad de dormir toda la noche.

  —24→  

AUGUSTA.-  Tu robusta naturaleza te engaña, querido. Imposible vivir así. Eres bueno, y por ser mejor te estás dando muy malos ratos. Es hasta un rasgo de soberbia el pretender salirse de la imperfección humana... ¡Ay, tengo miedo a la exaltación de tu cerebro! ¿Por qué no duermes?

OROZCO.-  Descansa tú y déjame a mí.

AUGUSTA.-  Si yo tampoco siento necesidad de dormir.

OROZCO.-  Esta noche, sobre las mil cosas que en mi cabeza traigo, me intranquiliza la carta que recibí hoy de Joaquín Viera, el padre de Federico.

AUGUSTA.-    (Con viveza.)  ¿Sí?, ¿y qué es?

OROZCO.-   Me dice que llegará aquí del 26 al 28, y que viene a tratar conmigo de un asunto de intereses.

AUGUSTA.-   Sablazo seguro. Por amor de Dios, Tomás... ponte en guardia.

OROZCO.-  No caigo en qué podrá ser. Dejémosle venir.

AUGUSTA.-  ¡Qué infame! No se parece nada a su hijo, que, aunque mala cabeza y desordenado, tiene un fondo de caballerosidad que...

OROZCO.-   Es verdad. Tan noblote y simpático es el hijo como trapalón el papá.

AUGUSTA.-   Mucho cuidado con ese petardista, Tomás. Ponle mala cara cuando le recibas.

OROZCO.-  ¿Pero qué lío traerá ese hombre? Como si lo viera, me presentará algún antiguo y olvidado crédito de la Humanitaria. ¡Pero si por mi cuenta, no hay ninguno que no esté satisfecho!...

AUGUSTA.-  ¡Ay!, esa maldita sociedad ha dejado tras sí un rastro vergonzoso.

OROZCO.-   Yo no soy responsable; pero disfruto del capital amasado con aquel negocio, en que trabajaron juntos mi padre (que Dios perdone) y este Joaquín   —25→   Viera. No juzgo lo que hicieron. Después Joaquín, arruinado, huye al extranjero, y se dedica al chantaje y a mil trapisondas... Veremos con qué enredo se descuelga ahora... ¿Crees tú que...?

AUGUSTA.-  No sé... No entiendo...

OROZCO.-    (Muy inquieto.)  No tengo sosiego hasta ver...  (Levántase.)  Examinaré el expediente de la Humanitaria.

AUGUSTA.-  ¡Por Dios!, ¡ahora!...

OROZCO.-  No puedo contenerme. Yo soy así. El llanto sobre el difunto. Pronto saldré de dudas.  (Pasa al despacho, cuya claridad debe verse desde la escena. En ésta no hay más luz que la de la vela que ha traído AUGUSTA.) 

AUGUSTA.-  ¡Dios mío!, ¡qué hombre! Los dos padecemos insomnio, ¡pero por cuán distintos motivos! A mí me desvela en el pecado, a él la perfección...  (Observándole desde el centro de la escena.)  Ahora saca un legajo... lo desata... lo examina... Lee... Aprovechemos este instante.  (Dirígese a la mesa en que hay papel y tintero.)  Necesito que me pida perdón, que desvanezca este enojo, esta pena... No puedo soportar su amistad con esa mujer indigna. Y no le vale decirme que sus visitas son inocentes... Esta noche me propuso que nos viéramos mañana. ¡Y yo, tonta, respondí que no! ¡Tenemos a veces unos arranques de dignidad tan ridículos! Nada, nada; le citaré.  (Escribe rápidamente.)  «Aunque no lo mereces, necesito oír tus descargos, y acudiré a la hora de costumbre. Si tardas, te araño». No, no; esto es humillante.  (Rasga el papel, lo arruga, y al arrojarlo al suelo titubea, y al fin se lo guarda en el seno.)  Escribiré otra. Principiaré muy incomodada, y con pocas ganas de perdonar. Él es quien debe humillarse. Coquetearemos.   —26→    (Escribe.)  «Amigo mío, es preciso que esto concluya, y que tratemos formalmente de nuestra separación definitiva». Esto, magnífico. ¡Oh!, no, no. Debo tratarle a la baqueta, vituperarle por su amistad con ésa... ¡Maldita Peri, aborto del infierno! Esto no sirve.  (Rompe la carta y se guarda los pedazos arrugados en el seno. Escribe otra vez.)  «Imposible perdonarte tus visitas a esa mujerzuela. No vuelvas a presentarte delante de mí, si no me juras...». Eso, que jure, que se fastidie... No, no; tampoco ésta sirve. ¡Qué tonta estoy! Conviene mucha suavidad... ternura... Si no, puede que su orgullo se alborote, y... No.  (Guarda en el seno los restos de la tercera carta, y empieza otra.)  «Eres un ingrato, y correspondes mal al inmenso cariño... Es menester que hablemos pronto... Mañana, ya sabes la hora...». Al fin acerté. Ésta va bien.  (Cierra la carta, y escrito el sobre, la guarda en el seno. Levántase.)  ¡Tedio inmenso de esta vida, vendo mi alma por combatirte...!   (Como sosteniendo una lucha.)  No puedo, no puedo ser de otra manera. Mañana romperé otra vez la regularidad enervante de esta vida; mañana probaré lo misterioso y desconocido, la miel del secreto que nos compensa de tanta insipidez...   (Desde el centro de la escena, mirando hacia el interior del despacho.)  Hombre sin tacha, tus tachas son como una comedia que compones y representas para engañar el fastidio de esta normalidad que nos convierte la vida en un Limbo sin pena ni gloria. El bien o el mal, esos dos guerreros que nunca concluyen de batirse, ni de vencerse, ni de matarse, no cruzan sus espadas en tu espíritu. En ti no hay más que fantasmas, ideas representativas, figuras vestidas   —27→   de vicios y virtudes, que se mueven con cuerdas. Si eso es la santidad, no sé yo si debo desearla...  (Con arranque.)  Pero lo que yo digo: los santos, estarían mejor en el cielo. La tierra, dejárnosla a nosotros, los imperfectos, los que sufrimos, los que gozamos, los que sabemos paladear la alegría y el dolor... Los puros, que se vayan al otro mundo. Nos están usurpando en éste un sitio que nos pertenece.  (Mirando hacia el despacho.)  Ya parece que se cansa de revolver legajos... se levanta.

OROZCO.-    (Con la lámpara en una mano, y varios papeles en otra.)  ¿Aquí todavía?

AUGUSTA.-   Me iba ya.

OROZCO.-  Aguarda un poco. Hace tanto calor en ese despacho, que vengo a trabajar aquí. Me han puesto la chimenea que parece un infierno.

AUGUSTA.-  ¡Trabajar...!, ¡tan tarde...!

OROZCO.-  Sí, tengo que escribir unas cartas...

AUGUSTA.-  ¿Qué es esto?  (Viendo el legajo que OROZCO deja sobre la mesa.)  ¿El expediente de la Humanitaria?

OROZCO.-  Sí... y por más vueltas que le doy, no puedo encontrar el dato que busco. No descubro ningún crédito pendiente...  (Se sienta.)  Además, traigo aquí otro asunto que quiero estudiar... y consultarte.

AUGUSTA.-   ¿A mí?

OROZCO.-  Asunto por el que mostraste gran interés. ¿No te acuerdas? Aquel proyecto de institución para criar y educar niñas desvalidas. Tú me dijiste que te gustaría dedicar a esta obra benéfica todo el cariño, todo el interés, toda la atención correspondientes a los hijos que no hemos tenido.

AUGUSTA.-  Es cierto; lo dije.

OROZCO.-   Obra hermosa en verdad. Mira.  (Dándole un papel.)    —28→   Éste es el plan primitivo ideado por mí, y que a ti te pareció demasiado amplio. Este otro  (Dándole otro papel.)  es un borrón tuyo, modificando mi plan... Lee la nota que le puse. Verás que si yo pequé de atrevido, tú empequeñeces demasiado la institución. Examínalo todo, y proponme una solución intermedia más práctica que mi proyecto y menos meticulosa que el tuyo.

AUGUSTA.-    (Con hastío.)  Bien.  (Guarda los papeles en el bolsillo.) 

OROZCO.-    (Mirándola sorprendido.)  ¿Pero qué tienes, vida mía? Noto en ti cierta agitación.

AUGUSTA.-  Me has contagiado. No sé qué hay en mi cerebro. Pásame una cosa muy extraña.

OROZCO.-  ¿A ver?

AUGUSTA.-  Estas noches... se me figura que cuando duermo estoy despierta, y que cuando estoy despierta, duermo. ¡Qué desatino! Ahora mismo, imaginaba que entré aquí, no sé a qué hora, y que te hablé.

OROZCO.-    (Riendo.)  ¿Dormida?

AUGUSTA.-   Sí... y que te dije muchas cosas, de un modo inconsciente... como si fuera yo una máquina de hablar.

OROZCO.-  ¿Y qué me dijiste?

AUGUSTA.-  Cosas... de esas que no se dicen nunca... no sé... Sácame de dudas. ¿Es cierto que te hablé?

OROZCO.-  No.  (Recordando.)  ¡Ah!, sí, anoche en este mismo sitio, ya un poco tarde, entraste y hablamos...

AUGUSTA.-  ¿Y qué te dije?

OROZCO.-  Algo que me sorprendió... sí.

AUGUSTA.-    (Con gran curiosidad.)  ¡Repítelo, por Dios!

OROZCO.-  Me dijiste... a ver si recuerdo. ¡Ah!, contestando a no sé qué expresión mía, dijiste: «Declaro que hay en mi espíritu una tendencia irresistible a prendarme   —29→   de todo lo que no es común ni regular».

AUGUSTA.-  Ya... sí.

OROZCO.-  Dijiste además «tengo antipatía al orden pacífico del vivir, a la corrección, a esto mismo que llamamos comodidades. Esto de hacer un día y otro las mismas cosas, el tenerlo todo previsto, el encontrar todo a punto, me entristece, me fatiga. Bendito sea lo inesperado, porque a ello debemos los pocos goces de la existencia».

AUGUSTA.-    (Riendo.)  Sí, sí. Y que me entristecía tener asegurados y distribuídos los afectos como las rentas... ya, ya recuerdo, me quejaba de este inmenso hastío de la buena posición, de este compás social, de esta educación puritana y meticulosa que nos desfigura el alma, como el maldito corsé nos desfigura el cuerpo.

OROZCO.-  Justamente. Te contesté lo que me pareció y...

AUGUSTA.-  ¿Y no te dije nada más?

OROZCO.-  Creo que no.

AUGUSTA.-   ¿Estás seguro?

OROZCO.-  No recuerdo...

AUGUSTA.-  Pues bien despierta estaba cuando te lo dije.

OROZCO.-  Si tienes algo más que decirme, ahora...

AUGUSTA.-  No, no... Es que... No hagas caso.

OROZCO.-  Retírate ya.

AUGUSTA.-   ¿Y tú?

OROZCO.-  Velaré un poco más.  (La abraza.)  Vete a descansar.

AUGUSTA.-  No trabajes, por Dios... tan tarde...

OROZCO.-  Pero, hija, ¿qué es esto?  (Tocándola el seno al abrazarla.)  Tienes el pecho lleno de papeles...

AUGUSTA.-    (Turbada.)  No... ¿qué?... ¿papeles?...

OROZCO.-   Sí...

AUGUSTA.-   (Con una idea feliz.)  ¡Ah!... sí... lo que me has dado eso de la fundación.

  —30→  

OROZCO.-  Ya...  (Vacilando.)  Pero...  (Ademán de sacarle los papeles del pecho.) 

AUGUSTA.-  ¿Pero qué?, ¿dudas?...  (Con valor temerario, mostrando el seno.)  Sácalo.

OROZCO.-    (Después de vacilar un instante.)  No. Déjame.  (Empujándola hacia la alcoba.)  A dormir.

AUGUSTA.-  ¡A esperar!  (Vase.)   (OROZCO se sienta y lee con profunda atención.) 



 
 
FIN DEL ACTO PRIMERO
 
 


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