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Escena VIII

 

Sala en casa de LA VIUDA DE CALVO.

 
 

LA VIUDA DE CALVO, señora de edad avanzadísima, pero bien conservada, vestida de negro, con espejuelos, gorro a la francesa. Sale por la derecha apoyándose en un bastón; CLOTILDE, que está junto al balcón de la izquierda, mirando a la calle.

 

VIUDA DE CALVO.-  ¿Qué haces ahí?

CLOTILDE.-  ¿No ha concluido Santana de conferenciar con ese señor?

VIUDA DE CALVO.-  Aún tienen para un ratito. ¿Qué miras? ¿A quién esperas?

CLOTILDE.-  A mi hermano, que prometió venir a verme. No puedo apartar de la calle mis ojos, esperando verle, entre los que pasan.

VIUDA DE CALVO.-   (separándola del balcón.)  No te aflijas, chiquilla, ni te impacientes, que ya parecerá, si es cierto que ha manifestado propósitos y deseos de verte.

CLOTILDE.-  Díjome Bárbara que vendría por la tarde, y la tarde se acaba.

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VIUDA DE CALVO.-  ¿Tan pronto? ¿Cómo se ha de concluir el día antes de las cuatro de la tarde?

CLOTILDE.-   (señalando al balcón.)  Ya lo ve usted, es casi de noche. El sol se pone.

VIUDA DE CALVO.-  ¡Qué se ha de poner, bobilla! No te empeñes en acelerar la carrera del sol, que bastante de prisa andan los días, sobre todo para los que ya los vemos pasar sin ninguna ilusión. Tu hermano vendrá, si no de tarde, de noche, o cuando quiera venir.

CLOTILDE.-  ¡Ay! ¡Cuánto deseo verle! Siete días hace que de él me separé, y me parecen siete años. ¡Pobre hermano mío! Cuando salí de su casa, la fiebre de la resolución que tomé no me dejaba presentir la pena de esta ausencia. Federico tiene sus defectos, como todos; pero su corazón es noble. En los últimos días que pasé con él, sus defectos se abultaban a mis ojos, y sus cualidades disminuían. Pues ahora me pasa lo contrario: las cualidades crecen y los defectos me parecen insignificantes.

VIUDA DE CALVO.-  Es caballeroso, inteligente, simpático y de buen natural; pero has de convenir conmigo en que no sirve para criar hermanas. Descuellan   —300→   en él estímulos de altanera dignidad, instintos de nobleza que lucirían bien en una posición opulenta, como piedras preciosas montadas en oro; pero que se despegan del cobre dorado de la penuria vergonzante en que se empeña en ponerlos. ¡Ay, hija de mi alma! La realidad, con sus lecciones dolorosas, me ha enseñado a mí lo que es decadencia. Ideas de vanagloria tuve yo también, y con ellas posición muy distinta de la que tengo ahora. Pero caí, y me encontré con que las tales ideas, y el puntillo de honor y todo lo demás, eran de muy mal ver sobre las ruinas que me rodeaban. Aprendí a ver mayores extensiones de mundo; la necesidad me hizo viajar por regiones bajas, que son las más interesantes y las que más vida encierran, y descubrí que el reino de la humanidad tiene muchas más provincias y comarcas de las que yo creía. Por eso abracé tu causa, sin asustarme del escándalo que dabas, ni de tu desigual elección, ni del camino torcido que escogías para llegar al matrimonio. Cuando se miran las cosas desde arriba, se ve la grandeza de los móviles humanos, y no se distingue la pequeñez microscópica de los trámites sociales. Os protegí y os protegeré mientras pueda, sin hacer caso de los furores de tu hermano, ni de los asombros de lo que llaman opinión, asombros que no vienen a ser más que un movimiento de curiosidad, detrás del cual está la indiferencia.

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CLOTILDE.-  ¡Ay, cuánto sabe usted, señora!  (Con entusiasmo.)  Habla lo mismito que un libro.

VIUDA DE CALVO.-  Los años, hija mía, son mis libros, el tiempo mi biblioteca, y mi estudio el vivir...  (Suena un timbre: se sienten pasos.)  Pero alguien ha entrado... Si será al fin el caballero de los imposibles.  (CLOTILDE corre a la puerta del fondo.) 



Escena IX

 

Las mismas; FEDERICO.

 

VIUDA DE CALVO.-   (viéndole entrar.)  ¿No lo dije?

CLOTILDE.-  ¡Hermanito...!  (Abrazándole.)  ¡Gracias a Dios!

FEDERICO.-  ¡Ingrata!  (Saluda a LA SEÑORA DE CALVO.) 

VIUDA DE CALVO.-  Desde que la niña supo que usted vendría, la ansiedad y el contento no la han dejado vivir. Los siete días de ausencia se le antojaban siglos, impaciente por ver a su hermano y oír de él palabras de concordia y perdón.

CLOTILDE.-   (que besa las manos de FEDERICO, llorando.)  ¿No es verdad que me perdonas, que olvidas, la pena que te di?

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FEDERICO.-  No soy rencoroso. Te perdono el mal que me hiciste, emancipándote de mí, y huyendo de mi lado sin consultarme tu inclinación. Si me hubieras pedido consejo, yo te habría quitado de la cabeza ese error deplorable.

CLOTILDE.-  ¿Aún insistes en que es error? Yo no te consulté, persuadida de que me habías de decir nones. Era cuestión grave. Me sentía sola en el mundo, y creí que estaba en mi derecho eligiendo por mí misma al que había de ser mi marido.

FEDERICO.-  Creíste mal. Pero no he de volver ya sobre lo que no tiene remedio. El error está cometido, y yo, aunque te perdono, no vario de modo de pensar respecto al fondo de él. Lo hecho, hecho está. Me someto a la realidad, pero dentro de la medida que me marca mi criterio. Te perdono; te miraré siempre como hermana; pero no me pidas más de lo que humanamente puedo darte.

CLOTILDE.-   (con tristeza.)  Eso quiere decir que transiges conmigo; pero no con el que va a ser mi esposo.

FEDERICO.-  Así es.

CLOTILDE.-   (a la SEÑORA DE CALVO.)  ¿Le parece a usted...? ¡Qué crueldad, qué orgullo!

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VIUDA DE CALVO.-   (festivamente.)  Hija mía, él es así; pero pierde cuidado, que se modificará.

CLOTILDE.-  ¿Cuándo?

VIUDA DE CALVO.-  Cuando tenga mis años. Si tan largo me lo fías... Sr. de Viera, es usted un chiquillo, y piensa y obra como tal.

FEDERICO.-  ¡Qué quiere usted, señora! No podemos ser de otra manera que como somos. Perdóneme la perogrullada.

VIUDA DE CALVO.-  No tema el caballero de los imposibles que yo me ponga a sermonearle. No acostumbro predicar a quien no quiere oír. Lo único que le diré, para que vaya abriendo los ojos, es que Clotildita ha demostrado buen tino en la elección de marido, porque Santana, sin ser un Gutibamba ni un Mucibarrena, es mozo de muy buen natural y de gran talento para cultivar la ciencia del vivir. Hoy por hoy, no tiene sobre qué caerse muerto; pero acuérdese usted de lo que le dice esta vieja: llegará día en que el caballero de los melindres, abandonado de todo el mundo, y sin tener donde guarecerse, llame a la puerta de su hermana, pidiendo un asilo y un pedazo de pan. Y su cuñado, que es un   —304→   alma de Dios, aunque no vista elegante, se lo dará. Y usted tan... agradecido.

FEDERICO.-  No dudo de que posea usted el don de la profecía, señora. Lo que ha dicho podrá suceder...  (Para sí.)  Parece propiamente una bruja esta buena señora.

VIUDA DE CALVO.-  Vamos, no se enfade porque le diga la buena ventura. Sr. de Viera, leo en su pensamiento. En este instante está usted diciendo para sí: «Parece una bruja esta buena señora».

FEDERICO.-  ¡Oh!, no, no he pensado tal cosa. Usted habla como la experiencia, yo contesto como la terquedad y las preocupaciones. ¿Qué culpa tengo de no convencerme? Están mis ideas muy remachadas, y no hay quien me las arranque. No nos traslademos al siglo que viene; estamos donde estamos, y en este momento, yo no quiero ni oír hablar de la persona que me ha quitado el cariño de mi hermana, tomándose una mujer que no merece ni se merecerá nunca, aunque llegue a reunir los millones de Rostchild 10.

CLOTILDE.-   (enojada.)  Pues sí que me merece. Vale más que yo, mucho más.

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FEDERICO.-  No disputemos sobre eso. Se puede discutir todo, menos sobre las simpatías y antipatías personales. Lo que pertenece al orden de los sentimientos, sea cariño, sea rencor, es sagrado. Dejémoslo como está.

VIUDA DE CALVO.-  Es cierto. Los odios están erizados de picos, y por mucho que las palabras froten sobre ellos no los suavizarán. Las palabras son blandas, los odios son duros. Las asperezas de la vida, ayudadas del tiempo, sí que liman bien. Déjale, déjale. Si no quiere hacer las paces con tu futuro, que no las haga. Por de pronto las ha hecho contigo, y esto ya es algo.

CLOTILDE.-  ¿Serás tan ingrato, tan duro, tan orgulloso, que no asistas a mi boda?

FEDERICO.-  No asistiré. No puede uno desmentirse a sí mismo en tan breve tiempo. Sostengo que no es decoroso para mí ni para él que yo asista.

VIUDA DE CALVO.-   (irónicamente.)  Tiene razón. En ley de caballería, no se olvidan de hecho las ofensas tan pronto como se dice. Que no se vean. Vale más que no se vean... no vaya a resultar que se coman.

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CLOTILDE.-   (animosa.)  Pues yo digo que se han de ver. Que quieras que no, has de darle la mano.

FEDERICO.-   (para sí.)  Me despediré...  (Saludando a LA VIUDA DE CALVO.)  Señora mía...

CLOTILDE.-   (cogiéndole de una mano.)  No, no te dejo ir. Un momentito... En seguida sale. Está en ese gabinete con el señor de Orozco.

FEDERICO.-  ¡Con Tomás!

CLOTILDE.-  ¿A qué viene ese espanto? Con Orozco, sí, con tu amigo, un señor muy bueno, que nos protege, y no nos abandonará nunca.

FEDERICO.-   (desasosegado.)  Adiós.

CLOTILDE.-   (tirándole del brazo.)  Que no te vas, digo.

VIUDA DE CALVO.-  Más vale que le dejes. Le molesta sin duda ver a los que le dan una leccioncita de tolerancia.

FEDERICO.-  Es la verdad, y como me molesta me voy.


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Escena X

 

Los mismos; OROZCO, SANTANITA, que salen por la derecha.

 

OROZCO.-  ¡Tanto bueno por aquí!

FEDERICO.-   (cohibido.)  Lo bueno estaba antes de venir yo: lo bueno eres tú.

OROZCO.-   (queriendo hacerse el insignificante.)  El amigo Santana y yo tratábamos de un asunto... menudencias, nada en suma. Me gusta verte aquí. Eso me prueba que corren vientos conciliadores.

CLOTILDE.-  Paces, D. Tomás, paces tenemos. Pero la fiera no está aún domesticada, y es preciso pasarle la mano por el lomo un poquito más.

OROZCO.-   (festivamente.)  Cese la ruin discordia. Que esto sea como el tableau con que acaban las comedias. Reconciliación, tolerancia, y lo pasado pasado. Haya aquello de ¡hermano mío!, y abrácense todos, y caiga el telón sobre un final de buenos propósitos.

FEDERICO.-   (con escepticismo.)  Pues si en las comedias el telón volviera a levantarse, se vería que los buenos propósitos eran conversación.

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CLOTILDE.-   (aparte a FEDERICO.)  Da la mano a mi Luis. Mira, el pobrecillo está asustado, y no se atreve a dirigirte la palabra. Háblale tú.

FEDERICO.-  ¿Que le hable yo?... ¡Tonta!

OROZCO.-   (observando a FEDERICO y a SANTANITA.)  ¿Qué pasa? ¡Ah!, que no se doblan esos rígidos caracteres. Uno y otro se encariñan con su agravio, y no quieren echarlo de sí. ¡Bonita cosa guardáis! Sois un par de majaderos. Sí, defended vuestros rencores, como si fueran un hallazgo precioso, que alguien os disputa.

VIUDA DE CALVO.-  Señor de Orozco, usted que es tan cristiano, y posee, como nadie, el arte de mover los corazones, ponga en paz a estos desdichados, pues de fijo, a usted le harán más caso que a nosotras. Yo por vieja, con un pie en la sepultura, y esta por niña, acabada de nacer, carecemos de autoridad.

OROZCO.-   (con fingido egoísmo.)  Señora mía, nunca me ha gustado ser redentor de nadie, ni quiero meterme en libros de caballería. Además, conviene respetar las disensiones de familia, que en algo se fundan, cuando existen. Cada uno tiene bastante con sus propios afanes. ¿A qué afanarse por el mal ajeno?

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FEDERICO.-   (para sí.)  ¡Hipócrita!

OROZCO.-  Fijaos bien en este principio: lo que cada cual no haga por sí mismo no debe esperarlo de los demás. Con que, jóvenes inflexibles y caballerescos, si no simpatizáis, buen provecho os haga. No seré yo el que se desviva por zurciros las voluntades. Si esperáis a que yo os reconcilie, medrados estáis.

FEDERICO.-   (para sí.)  ¡Farsante!  (Alto, a LA VIUDA DE CALVO.)  ¿Lo ve usted?

VIUDA DE CALVO.-  De los dichos a las acciones hay a veces mayor distancia que entre lo fingido y lo real.

CLOTILDE.-  Pues yo insisto en que des la mano a Luis. ¿Te irás sin darme ese gusto?

FEDERICO.-   (secamente.)  Todo lo que yo podía hacer por ti, ya lo he hecho.

OROZCO.-   (burlándose.)  Eso es: carácter, firmeza, tesón. No se empeñe usted, Clotilde, en abatir esa fortaleza inexpugnable. Que no le da la mano, que no se la da...

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SANTANITA.-   (queriendo aparecer sereno.)  Pero es preciso hacer constar que yo no he deseado que me la dé. Conste esto.

OROZCO.-  Sí, hombre, constará todo lo que usted quiera. Tratándose de tonterías por una y otra parte, hay aquí mucho que apuntar, para enseñanza de las generaciones futuras.

SANTANITA.-  Y conste también que nada absolutamente tenemos que agradecer Clotilde y yo a las personas que más debieran mirar por ella, ya que no por mí...

OROZCO.-  Vamos, también eso constará, si se empeñan en ello.

SANTANITA.-  Y que toda nuestra gratitud, toda nuestra consideración, y nuestro cariño son para usted, que se ha conducido con nosotros como un padre.

OROZCO.-   (riendo.)  ¡Ave María Purísima! ¡Que exageración, qué tontería, qué final de comedia cursi!

SANTANITA.-   (con efusión.)  Y nosotros le reverenciaremos como hijos amantes y sumisos, porque nos ha dado medios de vivir honradamente y de combatir la miseria.   —311→   La felicidad que llevábamos, como en germen, en nosotros mismos, usted nos la hace patente y efectiva.

OROZCO.-   (llevándose las manos a la cabeza.)  ¿Yo? Pues no me había enterado... ¡Qué manera de delirar!... No deis importancia a lo que no la tiene.

FEDERICO.-   (para sí.)  ¡Hipócrita! Ya te cayó que hacer. ¿No querías ingratitud? Pues estos, con su gratitud impertinente, te dan taza y media.

OROZCO.-   (muy contrariado.)  No, no cantéis victoria, ni me atribuyáis vuestra felicidad. La plaza en casa de Trujillo, al mismo Trujillo la debéis... casi, casi a disgusto mío, que la había pedido para otro.

VIUDA DE CALVO.-  No le creáis, no le creáis. Su modestia es tal que no parece de este mundo.

OROZCO.-   (ligeramente incómodo.)  Repito que no he sido yo... vamos. ¿Cómo lo diré?  (A SANTANITA.)  Lo que hemos hablado hace un momento, no lo considere usted como efectivo. Vaya, que el niño se entusiasma por adelantado. No es más que un proyecto, una hipótesis, que tampoco me pertenece. Sólo soy intermediario, y lo que vaya a poder de los hijos de Viera, no saldrá seguramente de mi bolsillo.

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VIUDA DE CALVO.-  No le creáis... que este las gasta así.  (Con efusión.)  Si os ha prometido algo que aumente vuestro bienestar, creed que os lo dará, y no le hagáis maldito caso si os dice que no es él quien da. ¡Otro más marrullero no existe bajo el sol, que alumbra tantas maravillas de Dios! Le conozco y a mí no me trastea. Os pondrá mala cara siempre que os encaje algún beneficio, y procurará haceros creer que lo debéis a otro.

FEDERICO.-   (para sí.)  Toma ingratitud.

OROZCO.-   (a LA VIUDA DE CALVO.)  Señora, usted me está faltando.

VIUDA DE CALVO.-  Sí, le falto a usted, me le subo a las barbas, no le permito echárselas de hombre malo, y le arranco la careta. Conmigo,  (enarbolando el palo)  no le valen a usted sus maquinaciones infernales.

CLOTILDE.-   (colgándose de un brazo de OROZCO.)  Es nuestro padre, nuestro verdadero padre, y le debemos gratitud eterna, y un cariño sin fin.

OROZCO.-   (sacudiéndose.)  Niña, por Dios, esto ya parece burla.

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SANTANITA.-   (intentando besar la mano aOROZCO, el cual la retira.)  Nuestro padre será, aunque se enoje, y diga lo que dijere, como tal le tendremos.

OROZCO.-   (sofocado.)  Basta, moscones, basta. Os juro que sois los mayores tontos que he visto en mi vida.

VIUDA DE CALVO.-  Sí, adoradle, que bien se lo merece. No toméis en serio sus farándulas. Es el santo más pillo y más embustero que hay en la tierra.

OROZCO.-  Me voy... No puedo resistir esto.

VIUDA DE CALVO.-  Pues mal que le pese, le diremos que es un santo, y se lo haremos confesar... Duro en él; besadle las manos,  (CLOTILDE y SANTANITA hacen esfuerzos por besarle las manos; pero él no se deja)  y si se resiste, le amarraremos, y con este palo...  (renqueando hacia él, con el bastón levantado)  le convenceré de que es un farsante... y una mala persona... así... toma, toma.  (Le toca en los hombros suavemente con la punta del palo.) 

OROZCO.-   (cogiendo del brazo a FEDERICO.)  Vámonos de aquí. Parece que están todos locos en esta casa... ¡Almas de cántaro...!

VIUDA DE CALVO.-   (corre tras ellos, tambaleándose.)  Adiós, adiós.


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Escena XI

 

Calle.

 
 

OROZCO, FEDERICO.

 

OROZCO.-  ¿Has visto qué gente más fastidiosa?

FEDERICO.-  Fastidiosos por agradecidos.

OROZCO.-  Quita allá. No es para tanto. Cuando las acciones comunes se consideran actos dignos de alabanza, es que el nivel moral desciende hasta lo increíble. Y ahora que estamos solos, hablaremos. Tenía yo ganas de que echásemos un párrafo.

FEDERICO.-   (sombrío.)  Y yo también.

OROZCO.-  Por cierto que... y perdona que me entrometa en tus asuntos... creo que debiste contemporizar con ese pobrecillo Luis, tu futuro cuñado. Ya no puedes impedir el parentesco. La sociedad sanciona los matrimonios desiguales en cuanto se convence de que no puede impedirlos. ¿Por qué has de ser tú menos que la colectividad?

FEDERICO.-   (con ardor.)  ¿Otra vez el mismo asunto? Soy un anticuado,   —315→   y no admito en la intimidad de mi familia a personas de esa clase, de esos hábitos y de esos procedimientos amorosos, los cuales acusan una extracción villana y grosera. Y no tengo más que decir.

OROZCO.-  Bueno; no es preciso acalorarse. Hártate de aborrecer... saborea las hieles del alma. Hay personas a quienes gusta el dolor propio con tal de producir el ajeno. No te arriendo la ganancia. Has hablado de extracción villana, tontería impropia de ti.

FEDERICO.-  Pues que lo sea; mejor. Tontería constitutiva, contra la cual no puedo nada, como nada podemos contra nuestro temperamento.

OROZCO.-  No insisto en ello. Entiéndete con tus errores. Te estás labrando tu infelicidad.

FEDERICO.-  ¿Y qué?

OROZCO.-  No conceptúo la infelicidad terrestre como un mal absoluto; pero debemos evitarla.

FEDERICO.-   (muy displicente.)  Pues a mí se me antoja no luchar contra ella. ¿Qué quieres? Será porque me he convencido de que me ha de vencer.

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OROZCO.-  Pesimista estás. La vida es un beneficio y no una carga.

FEDERICO.-  Para mí no vale esa regla... ni otras.

OROZCO.-  Porque no quieres hacerla valer... Pero, en fin, no divaguemos, y vamos a lo concreto. ¿Adivinas el asunto de que quiero hablarte?

FEDERICO.-   (para sí.)  ¡Dios mío, ahora es ella!  (Alto.)  Sí, me lo figuro.

OROZCO.-  Augusta se encargó de tantear el terreno. Yo no quise hacerlo. Me asustaban esos relinchos que da tu falsa dignidad salvaje, y recalco la figura, porque verdaderamente es como un caballo sin desbravar... Adelante: mi mujer me ha dicho que no aceptas.

FEDERICO.-  Es cierto.

OROZCO.-  Dame una razón.

FEDERICO.-   (después de vacilar.)  Porque no puedo, porque es absolutamente imposible que acepte.

OROZCO.-  Pero eso no es razón... Dame una, siquiera sea del tamaño de una lenteja.

  —317→  

FEDERICO.-  Las tengo del tamaño de calabazas.

OROZCO.-  Pues vengan. Porque no comprendo yo delicadezas extremadas hasta la sinrazón. Eso ya es ingratitud y orgullo satánico.

FEDERICO.-  ¡Orgullo satánico! Es que yo sostengo que Lucifer no fue malo al rebelarse... era un ángel muy delicado.

OROZCO.-  Pase como chascarrillo. Tratemos la cuestión formalmente. ¿Qué agravio recibe tu decoro con adoptar una manera de vivir que te libre de amarguras, y te asegure la paz moral para toda la vida? Empieza por considerar que lo que se te ofrece no es mío, es de tu padre.

FEDERICO.-  Imposible considerarlo así. Las cosas son lo que son.

OROZCO.-  Bueno, pues sea de quien sea. Explícame por qué te humillan los favores de un amigo.

FEDERICO.-   (turbado.)  No es que me humille; es que...  (Para sí.)  Este hombre me está asesinando.

OROZCO.-  ¿Qué orgullo es ese?¡Qué casta de dignidad   —318→   tan incomprensible! ¿Te rebaja el beneficio otorgado por un amigo, por un compañero de la infancia, y no te envilecen otras cosas? ¿Cómo entiendes tú el honor? Tus arbitrios angustiosos y degradantes de buscarte la vida no te sonrojan, y te sonroja lo que te propongo.

FEDERICO.-  Es que mis arbitrios degradantes son hábitos, y ya no puedo vivir sin ellos. Tomás, Tomás, me duele mucho decírtelo; pero te lo diré. Soy vicioso. La idea de una vida sosa y correcta, con el bienestar acompasado de un modesto rentista, me horroriza. No quiero esa vida, no la quiero. El veneno se ha adaptado a mi naturaleza, y no puedo existir sin él.

OROZCO.-  Palabrería ingeniosa. Tú no sientes lo que dices. Me engañas, y yo, al menos, merezco de ti la sinceridad. ¿Cómo pretendes hacerme creer a mí que prefieres esa vida de sobresaltos a...?

FEDERICO.-   (interrumpiéndole.)  Créelo, sí. Me carga la tranquilidad. No sé cómo explicártelo. Los conflictos diarios, las angustias, el no respirar, el no vivir, la excitante lucha, me producen placer insano. ¿No lo comprendes? Soy como el borracho incorregible, que se siente envenenado por el alcohol, y lo apetece con todas las energías de su naturaleza.   —319→   Yo apetezco el mal, el picor terrible de las dificultades pecuniarias, las emociones del azar, con sus desmayos hondos y sus alegrías delirantes.

OROZCO.-  Nada de eso pertenece a la realidad. O es desvarío de enfermo, o una manera hábil de argumentar. Otras razones te mueven a despreciar lo que te ofrezco. Dímelas, y quizás me sea fácil rebatirlas. Imposible que dejes de comprender las ventajas de la vida decente y sosegada. ¿Sabes cuál es mi aspiración y la de Augusta, que en esto, como en todo, está de acuerdo conmigo? Pues que te entiendas con tus hermanos, y viváis juntos. Por eso te escribió mi mujer suplicándote que visitaras a Clotilde. Accediste, y pensamos que tu aquiescencia en este punto era señal de ceder también en el otro. Te propusimos el vivir con tu familia, calculando que de este modo os luciría más el pequeño capital que debéis a las travesuras de Joaquín. Porque a él, fíjate bien, a él en primer término debéis agradecerlo más que a mí.

FEDERICO.-  ¡No nombres a mi padre, por Dios! ¿Qué tiene él que ver con esto?

OROZCO.-  Sí, porque él, inconscientemente, nos ha   —320→   proporcionado los medios para esta combinación feliz.

FEDERICO.-   (espontaneándose.)  Tuya, tuya y sólo tuya es esta idea, que tiene una cara divina y un reverso diabólico. Todo lo hermoso de ella te pertenece; bien lo sé. Conmigo no te valen tus farsas de modestia; conmigo no te sirve el desprenderte de tu corona sublime. Te conozco y sé apreciarte en lo que vales. Desgracia mía es no poder corresponder a tanta... no sé cómo llamarlo. Tomás, despréciame, no hagas caso de mí. Yo no merezco ni que me mires, siquiera.

OROZCO.-  No te escapes por ese registro de los elogios, para aturdirme y apartar la cuestión de sus verdaderos términos. Por reducirte y ablandarte, soy capaz hasta de transigir con lo que más detesto, que es la vanidad, y llenarme de ella, y atribuirme virtudes y méritos, con tal que accedas a nuestra pretensión. ¿Te conviene este trato? Dime que aceptas, y yo diré que soy tu protector si así te acomoda. Por el contrario, ¿te molesta mi protección?, ¿tu orgullo se subleva contra lo que crees humillante? Pues me anularé. Nada habrá en mí que te recuerde la situación de favorecido. Es más: si quieres mostrarte ingrato conmigo, mejor, tanto mejor.   —321→   Si te da por mostrarte olvidadizo, no creas que eso me incomoda: al contrario...

FEDERICO.-   (con viva emoción.)  Tomás, si te digo que te tengo por sobrenatural, no expreso todo lo que siento. Cállate y déjame; no puedo oírte...

OROZCO.-   (deteniéndose en un portal.)  Piensa en lo que te he dicho. Yo me quedo aquí.

FEDERICO.-   (deseando escapar.)  Pues adiós... Sí; pensaré...

OROZCO.-  Adiós.  (Entra en una casa. FEDERICO sigue.) 



Escena XII

 

FEDERICO, solo, vagando por las calles, en estado de vivísima agitación.

 

  ¡Ay, qué descanso!... ¡Libre de ese hombre! Huiré y me esconderé donde no pueda oír su voz, donde su mirada noble y profunda no me anonade. Imposible vivir así... Si otra vez me habla, mi sinceridad se desbordará, y le diré la verdadera causa de mi... ¡Enorme y absurda pretensión que yo acepte tal cosa! Me moriré cien veces antes.  (Reflexionando.)  ¿Pero a qué revelarle yo los motivos de mi rebeldía, si él ha de saberlos pronto? Yo confiaba ¡menguado de mí!, en que este secreto no se descubriría fácilmente,   —322→   y ahora resulta que no tardarán en conocerlo todos nuestros amigos, medio Madrid, y él... ¡Pero qué hombre, santo Dios! ¿Por qué le hiciste de tan rara perfección, para ponérmele delante en la más crítica hora de mi vida? ¿Por qué no es un malvado, un egoísta sin entrañas, un envidioso, un falso al menos, siquiera un hombre vulgar, de estos que se encuentran a centenares, a millares más bien?... No, no iré esta noche a ninguna parte donde pueda verle. No comeré en su casa. Me acosa su presencia; su voz me persigue; me espanta la idea de que si hoy consigo evitarle, no lo conseguiré mañana. ¡Tal suplicio, un día y otro, y al fin...! Porque lo ha de saber.  (Inquietísimo.)  ¿No valdría más que yo se lo dijera? «Amigo mío, estoy imposibilitado para aceptar tus beneficios, porque te he robado a tu mujer». ¡Qué locura! Esto sería denunciarla cobardemente. Vale más esperar a pie firme a que algún malicioso le revele la terrible y afrentosa verdad. Sucederá entonces lo que es de rúbrica: el hombre ofendido me exigirá reparación; se la daré con la estúpida forma del duelo, y... ¡Cuán grotesca es la sociedad! Debiéramos todos pintarnos la cara con albayalde como los clowns, o colgarnos cascabeles de las orejas como los antiguos bufones, pues somos unos grandes mamarrachos...!  (Fijándose en un transeúnte que pasa.)  Es Villalonga. Me meteré en este portal para que no   —323→   me vea. Quiero estar solo. No me agrada más conversación que la mía, y sólo estoy a gusto conmigo, como con un ser amado que se despide... Porque yo me marcho; yo no puedo vivir así. La vida, tal como la voy arrastrando ahora, es imposible. Recibir mi salvación del hombre a quien he ultrajado, imposible también. ¡Oh, quién fuera uno de estos de conciencia ancha, que sólo miran su provecho! ¿Por qué hay en mi alma esta antipatía contra la protección, y esta invencible repugnancia de la generosidad ajena? Ciertos agradecimientos le sumergen a uno en la inferioridad servil, y le subordinan y le rebajan. No sé por qué, me inclino a detestar a los que quieren ampararme.  (Reparando en alguna persona.)  ¿No es aquel Infantillo? Aquí me escondo. No quiero ver a nadie. La voz de un amigo me molesta, como si todo el que a mí se acerca viniera con intenciones de protegerme. Es Infante, sí. Y entra en el Casino. Yo pensaba comer hoy allí; pero comeré en otra parte. ¿En dónde? Lo mismo da. ¡Lo que puede la rutina de sentarse a la mesa a determinada hora! ¡Si no tengo apetito...! ¡Si hasta me repugna la idea de alimentarme...!  (Aturdido.)  Iré a casa, y Claudia me dará algo de lo que ellas tienen para sí. Ahora me entran ganas... Vamos, comería yo esta noche una cosa muy salada, muy salada... no sé qué... y muy agria, muy agria... y después tomaría café   —324→   bien cargadito...  (Entrando en un coche: al cochero.)  Lope de Vega, 57 triplicado.



Escena XIII

 

Salones en casa de San Salomó.

 
 

FEDERICO, después LA SOMBRA DE OROZCO.

 

FEDERICO.-  Aquí me refugio esta noche. No sé a dónde ir. En esta casa no es probable que encuentre al Santo, cuya sublimidad pesa sobre mí, como un peñasco que se me ha puesto sobre los hombros. Casi nunca viene aquí... No sé qué hay en mi cabeza esta noche; no puedo precisar bien lo que veo, ni estoy seguro de reconocer a las personas que a mi lado pasan. ¿No es aquel Monte Cármenes? Creo que sí; pero no lo juraría. Y aquella ¿no es Victoria Trujillo? Tampoco puedo responder de que sea. ¿He saludado a alguien al entrar? No lo aseguro. Me parece que sí, me parece que no. Daré una vuelta por los salones. ¡Cuánta gente!, nadie me mira. ¡Qué placer no ser advertido! Me apartaré a un sitio solitario, y me distraeré viendo caras de personas, a quienes no se les ha ocurrido protegerme... ¡Oh, maldito de mí!  (Con súbito terror.)  ¿No es aquel Orozco? Y me ha visto. Desde lejos me descubre, y me clava sus ojos que despiden lumbre. Viene hacia mí. Ya no me escapo. Que me coge, que me coge.

  —325→  
 

LA SOMBRA DE OROZCO, con perfecta apariencia humana y vestida de etiqueta, avanza hacia FEDERICO, y le coge del brazo.

 

FEDERICO.-  Ya, ya te veo...

LA SOMBRA.-  Parece que huyes de mí.

FEDERICO.-  ¿Yo?, no lo creas. Tanto gusto en verte. Siempre mucho gusto en verte, muchísimo.

LA SOMBRA.-  Apártate aquí; charlaremos.  (Le lleva a un gabinete próximo.) 

FEDERICO.-   (irónicamente.)  Es lo que deseo, charlar contigo, para que me aconsejes, para que me ilumines. Eres el alma más grande que conozco.

LA SOMBRA.-  ¿Has reflexionado en lo que te dije?

FEDERICO.-  ¡Ya lo creo! Desde que nos vimos esta tarde no ha hecho tu amigo otra cosa que reflexionar. Como que con tantas reflexiones, no he tenido tiempo de comer. No ha entrado en mi cuerpo esta noche más que un puñado de sal, una taza de café, y después dos copas de coñac, digo, tres.

  —326→  

LA SOMBRA.-  La sal aviva las ideas, y el café las ennoblece.

FEDERICO.-  Pues sí, he reflexionado, y... me confirmo en lo que hace poco te dije. No hay arreglo: déjame en la indigencia y en la degradación. El bienestar me rebajaría a mis propios ojos; necesito privaciones y padecimientos para regenerarme. Además, temo mucho que la flor de la gratitud no quiera nacer en mi huerto, y que al encontrarme favorecido, no pueda amar a mi favorecedor. Vale más que busque en la penuria y en el sufrimiento los estímulos que mi alma necesita para purificarse. Quiero ser pobre, Tomás, pobre. Dirás tú: «¡qué gusto tan raro!» y yo respondo que más sabe el loco en su casa que el cuerdo en la ajena. Añadiré una idea que quizás te sorprenda. Aunque nos hemos tratado desde la infancia, apenas me conoces, y bajo estas apariencias insustanciales, escondo una austeridad 11de principios, que a mí mismo me asusta cuando atentamente la considero. ¡No faltaría más si no que pretendieras tú monopolizar la práctica de una moral rígida!

LA SOMBRA.-   (con benevolencia.)  ¿Yo? ¿Qué había yo de monopolizar nada, hombre? Tranquilízate, y ten toda la rigidez de principios que gustes, sin temor a mi competencia.   —327→   Eso me parece muy bien, pero muy bien.  (Dándole palmadas en el hombro.)  Pero, si me lo permites, he de rogarte me digas qué principios, de esos tan severos que tú profesas, son los que te impiden entenderte conmigo.

FEDERICO.-   (lleno de confusión.)  Es que con mis principios, y como complemento de ellos, se enlaza un desprecio absoluto de los bienes materiales.

LA SOMBRA.-   (sonriendo.)  Vocación de penitente y de anacoreta.

FEDERICO.-  Tampoco es eso. Me parece que no estás tú hoy tan lúcido como otras veces. Si acertaré a explicarme. Profeso la teoría de que si somos siempre y en todo caso autores de nuestro propio mal, también debemos ser autores de nuestro bien, y debérnoslo todo a nosotros mismos.

LA SOMBRA.-   (con acento ligeramente burlón.)  ¿Piensas trabajar?

FEDERICO.-  ¿Por qué no? ¿Me crees incapacitado para el trabajo?

LA SOMBRA.-  No por cierto. Pero no acabo de comprender tus principios. Seamos formales, y hablemos con absoluta sinceridad.

  —328→  

FEDERICO.-   (palideciendo y temblando.)  Eso es... Sinceridad es lo que nos hace falta.

LA SOMBRA.-  Me vas a explicar un enigma que observo en ti. ¿Cómo es que la aceptación de un favor mío subleva tus austeros principios, y no los contraria tu trato infame con persona de tan bajo nivel moral como La Peri?

FEDERICO.-   (aterrado.)  ¡Yo! ¿Qué dices? ¿De dónde has sacado eso? ¿Por dónde lo sabes? Es absurdo y no tiene fundamento alguno.

LA SOMBRA.-  De esa pájara aceptas tú auxilios que te envilecen a ti tanto como a ella, pues ya sabes que Leonor, cuando estás ahogado y no halla modos hábiles de socorrerte, se va del seguro y hace trampas en el juego... le sustrae a su marqués billetes, escamoteándole la cartera que lleva en el bolsillo... y por fin, imagina planes industriales asociada contigo, establecimientos de infame comercio, timbas a estilo de Montecarlo...

FEDERICO.-   (dando diente con diente.)  Eso no es verdad. Lo dice, sí, lo dice, pero ten por cierto que no lo hace. Es que da bromas, como tú, fingiendo codicia y maldad. Te propones humillarme con esas historias, y no lo conseguirás, no lo conseguirás. Que La Peri y   —329→   yo nos auxiliemos recíprocamente, nada tiene que ver con mis principios. Tú, como la generalidad de las personas, no ves más que la moral de relación. La absoluta, la moral fina, no la ves: eres muy miope.  (Con grandísima zozobra.)  Y otra cosa, Tomás: ¿Qué idea te has formado tú de Leonor? La idea vulgar, la idea de los cortos de vista, que no ven más que el bulto de las cosas. La Peri es una señora... para mí al menos... Y pongo mi cabeza a que no ha sido ella quien te ha contado eso. Es en este punto la discreción personificada. ¿Acaso lo has pensado, lo has discurrido tú, sin que te lo dijera nadie?  (LA SOMBRA contesta afirmativamente con la cabeza.)  No, no has formado idea exacta de mis relaciones con Leonor... Sería preciso que yo te las explicase... y lo haría si ahora mi cabeza no propendiese a embarullar las ideas. No lo veo claro yo tampoco, no lo veo muy claro; pero te diré que Leonor es mi amiga, la única persona en el mundo con quien tengo verdadera amistad, y esa confianza, Tomás, esa flor humilde y casera, que no nace sino en el terreno de la comunidad de sentimientos. Entre Leonor y yo hay un lazo moral, que será, visto desde fuera, muy feo, pero que por dentro es de lo más puro, créelo, de lo más puro que puede existir.  (Inquietísimo, observando expresión de incredulidad y burla en el rostro de LA SOMBRA.)  ¿Pero no lo entiendes?

  —330→  

LA SOMBRA.-   (festivamente.)  Eso no lo entiende nadie.

FEDERICO.-  ¡Nadie! ¿Y si yo te dijera que, existiendo entre los dos esa leal confianza, no tengo amores con ella? Los amores van por otro lado ¡ay!, amores sin raíces, como los que contraemos con las mujeres de vida ligera, para distraernos y engañar las penas, amores de imaginación, que producen ratos deliciosos; pero que dejan el corazón vacío y el alma sedienta. Tampoco entiendes esto, ¿verdad?

LA SOMBRA.-  Eso sí.

FEDERICO.-  Te estoy contando lo que no debes saber; pero la culpa es tuya. ¿Para qué excitas mi sinceridad? Queda siempre en pie el misterio inexplicable para ti: ¿por que no acepto tu donativo? Pues sencillamente porque no me da la gana. ¿Lo quieres más claro?  (Acalorado y descompuesto.)  Y si te empeñas en que riñamos, reñiremos. Por mí no ha de quedar. Prepárate, y elige la forma de reñir que más te agrade y en que veas más probabilidad de vencerme. Porque tú debes triunfar, y yo debo sucumbir.

LA SOMBRA.-   (flemáticamente.)  No veo por qué razón ha de haber en esto vencedores ni vencidos. Tú eres dueño de tu   —331→   voluntad y de tu porvenir. No me siento ofendido por tu afición a la pobreza, ni por tus simpatías hacia La Peri. Buen provecho te hagan.

FEDERICO.-  Lo que yo sé es que así no puedo vivir.

LA SOMBRA.-   (con afecto.)  Explícate mejor; no tengas para mí secretos.

FEDERICO.-   (doloridamente.)  No te canses, Tomás. Yo no puedo declararme a ti. Pero lo que mi lengua no acierta a decirte, cien lenguas del mundo te lo dirán. Francamente, no me importa nada que me mates.

LA SOMBRA.-  ¿Matarte? Si tu vida es un suplicio, quitártela es hacerte un bien, y como tú no quieres aceptar de mí favor alguno, te dejará vivo y pobre.  (Riendo.)  ¿No es ese tu gusto?

FEDERICO.-   (aturdido.)  Sí, sí. Y ahora... te hablaré con franqueza. ¡Cuánto te agradecería que te marchases! Tu presencia me mortifica horriblemente, y si no he huido de ti, es porque no puedo moverme. Yo no sé lo que tengo.

LA SOMBRA.-   (levantándose.)  No deseo más que complacerte.

FEDERICO.-  ¿No te gusta a ti la ingratitud? Pues en mí   —332→   tienes lo que más puede agradarte. ¿Estás contento de mí?

LA SOMBRA.-  No, porque la ingratitud que a mí me entusiasma es la de los que reciben un beneficio mío, y tú lo rechazas.

FEDERICO.-  Pues hazme el beneficio inmenso de no ocuparte de mí. No me mires, no me hables.

LA SOMBRA.-   (sonriendo.)  ¡Ingrato! Si no deseo más que tu bien...

FEDERICO.-   (suplicante.)  Por Cristo, olvídate de mí.

LA SOMBRA.-  Yo te digo a ti que no me olvides.  (Con humorismo.)  Soy algo pesado, ¿verdad? Vaya, descansa de mí un momento... Pero nos veremos otra vez.  (Estrechándole la mano.)  Sabes cuanto se te estima...  (LA SOMBRA se aleja. FEDERICO sale del salón.) 



Escena XIV

 

Calle.

 

FEDERICO.-   (solo, andando muy a prisa.)  ¡Cómo está mi cabeza! ¿Pues no me entra la duda más espantosa que jamás agitó mi espíritu? ¿He hablado yo con Orozco en casa de San Salomó, o es ficción y superchería de mi   —333→   mente? No puedo asegurar nada. Yo le he visto, yo he hablado con él... La realidad del hecho, en mí la siento; pero este fenómeno interno ¿es lo que vulgarmente llamamos realidad? Lo que yo he dicho cien veces: no hay bastantes palabras para expresar las ideas, y deben inventarse muchas, pero muchas más. Que yo le vi y le hablé, no es dudoso para mí, y me parece que le oigo todavía. Pero un sentimiento vago de las cosas exteriores me dice que aquel encuentro es obra de mis propias ideas...  (Escudriñando en su espíritu.)  ¿Pero es cierto que hablamos Orozco y yo en esa casa? ¿Estuve yo realmente en ella? Vamos a ver: concretemos.  (Parándose.)  ¿En dónde has estado desde las diez?... No acierto a precisarlo. Sea lo que quiera, realidad por realidad, lo mismo da una que otra... Despéjate, cabeza. ¿A dónde iré, para calmar mi afán? ¿Cómo pasaré las horas de esta triste noche, que no se acaba nunca? Cien veces he mirado el reloj sin enterarme... Mirémoslo con la atención debida: las once y media. ¡Temprano, siempre temprano!  (Vuelve a andar presuroso.)  Necesito desahogar mi corazón, confiando mis inquietudes a alguien. ¿Pero a quién? Se las contaría yo a Leonorilla; pero no es hora de ir allá. De noche, no puedo, no sé ver en ella a mi amiga querida. A estas horas, encontraré la casa toda llena de... hombres. ¡Desgracia inmensa para mí, que la única persona   —334→   a quien declararme puedo no me sirve para el caso si no cuando no parece lo que es!... ¿Iré a que me consuele la otra, Augusta? Tampoco es ocasión. Esta por ser honrada de noche, aquella por no serlo, ambas me cierran sus puertas en las horas de mayor soledad y tristeza. Además, Augusta es la persona a quien menos puedo confiarme, porque ella, ella me ha lanzado a esta lucha, a este vértigo... ¡Pobre mujer! Alucinada por el amor, has perdido de vista la ley de la dignidad, o al menos, desconoces en absoluto la dignidad del varón. ¡Ay, tus palabras, tan gratas para mí en otro tiempo, ahora serán como instrumentos de suplicio! Me embriagarás con tus avasalladoras seducciones; disiparás durante un rato grande o chico las tinieblas de mi vida; pero no derramarás en mi corazón ese bálsamo de ternura y consuelo, que es la única medicina de este mal espantoso de la conciencia... ¡A estas horas, ya la malicia se cebará en la verdad descubierta por Malibrán, y mientras Orozco cree y dice que La Peri me ayuda a vivir, nuestros amigos dirán que Augusta me mantiene y me paga las trampas! Esto me subleva.  (Con desesperación.)  Romperé con ella; rechazaré las ofertas de Tomás, y después, que me devoren la miseria y la usura...  (Pausa.)  ¿Iré a pedir consuelos a mi hermana? No, porque me encontraría con ese facha innoble, a quien detesto. Sólo de verle, se me   —335→   crispan las manos, y siento anhelos de destrozar a alguien. No, allá no iré por nada de este mundo. Ya no tengo hermana, ya no tengo familia; estoy solo, y la compañera que me hace falta, ni puede dármela la amistad ni dármela puede el amor... Vagaré por las calles hasta que sea hora de entrar en mi casa... Pero el tiempo no avanza. ¡Demonio, siempre las once y media! Me canso ya de este paseo febril.  (Detiénese indeciso y fatigado.)  ¿En dónde me metería yo para reposarme y distraerme un rato? No iré a ningún sitio donde pueda encontrarme con el Santo, pues su sola presencia me causa las agonías de la muerte. ¡Ah, qué idea feliz! Me refugiaré en un teatro. ¿En cuál? En este, que es del género picante. No me reiré porque no puedo reírme; pero mis ideas se desviarán un rato de la fijeza congestiva que me atormenta.  (Párase a la puerta de un teatro; toma localidad y entra.)  Están en el entreacto; pero pronto empezará la función, que ojalá sea una pieza muy disparatada, muy absurda, muy cínica...  (Dirígese al pasillo de butacas.) 


  —336→  

Escena XV

 

Teatro.

 
 

FEDERICO, OROZCO, que se le presenta de improviso al dar los primeros pasos en el patio. Un poco más lejos, el MARQUÉS DE CÍCERO y el CONDE DE MONTE CÁRMENES.

 

FEDERICO.-   (para sí, estremeciéndose al verle.)  ¡Orozco! Esto parece cosa del Infierno.

OROZCO.-  Hola, sonámbulo... ¿Qué es eso?, ¿te asombras de verme aquí?

FEDERICO.-  No esperaba...

OROZCO.-  Ese chiflado  (señalando a MONTE CÁRMENES, que mira con gemelos hacia los palcos)  se empeñó en que entráramos aquí. Y la verdad, nos hemos divertido. Me gusta mucho el género cómico, aun con toques tan chillones y picantes como los que aquí se usan. ¿Y tú...? Tienes mala cara, chico; estás pálido...

FEDERICO.-   (trémulo.)  No me siento bien esta noche.

OROZCO.-  ¿Qué tienes?

FEDERICO.-  Aquí, en el corazón... no sé qué. No es dolor,   —337→   no es punzada. Es una extraña sensación, que al anochecer empezó a molestarme, y que se acentuó terriblemente al entrar aquí.

OROZCO.-  ¿Te duele...?

FEDERICO.-  Exactamente dolor, no, no... Es más bien un estímulo, como ganas instintivas de meter los dedos por aquí; aquí, no sé si en el corazón o un poco más abajo. Lo que más me mortifica es la idea... sí, no te rías, la idea de que me aliviaré introduciendo los dedos hasta tocar la parte dolorida, mejor dicho, la parte afectada.

OROZCO.-   (sonriendo.)  Te diré lo que se dice siempre en tales casos: eso es nervioso. Poco mal y bien quejado. Quizás falta de sueño, quizás un poco de dispepsia. Sanarás cuando tu ánimo se tranquilice. Federico, haz caso de mí, regulariza tu vida, para lo cual te basta dejarte querer, y verás cómo desaparece esa molestia, que no es más que una acción refleja, partiendo del cerebro. Corta de raíz tus malos hábitos, y verás qué bien te va.

FEDERICO.-   (con tristeza.)  ¡Qué pronto se dice eso, Tomás!

OROZCO.-  Tonto, tú no has pensado en ello; no te has   —338→   hecho cargo todavía del bien que te espera... A nuestra edad, pasados los treinta y cinco, un vivir metódico y sin sobresaltos es el único vivir posible... Y no me vengas con que la ociosidad te aburrirá, y que necesitas un poco de movimiento. Yo te daré ocupación; yo me encargo de que no te aburras, y con algo que ganes, y algo que recibirás de Joaquín (porque hemos convenido en que esto es de tu padre), vivirás como un príncipe. Tú créeme y déjate llevar. Confíate a mí; verás cómo te arreglo tu aurea mediocritas. Luego la tranquilidad de la conciencia... ¿Sabes tú lo que eso vale?

FEDERICO.-   (para sí.)  Insisto en que este que me habla no es el Orozco de carne y hueso. Hállome en el vértice de una gran alucinación, y lo que veo y oigo es hechura de mi propia idea.

OROZCO.-  Entrégate a mí sin temor, a mí, que te quiero de veras, y miro por tu bien...

FEDERICO.-   (para sí, trastornado.)  Basta. No puedo soportar esto.  (Alto.)  Adiós, Tomás; me siento mal y tengo que retirarme.

OROZCO.-  Cuídate, métete en tu casa. ¡Detestable costumbre esta de hacer de la noche día! Yo, no creas, tampoco me siento bien. No sé qué me   —339→   pasa. Pero con un par de días de campo me repondré.

FEDERICO.-  ¿Te vas a las Charcas?

OROZCO.-  Pasaré allí los dos días de fiesta.

FEDERICO.-  ¿Vas solo?

OROZCO.-  Estoy reclutando gente. Nuestro buen Cícero, el moderno Nemrod, no puede ir. Hasta ahora, sólo cuento con Malibrán.

FEDERICO.-  ¡Ah! ¿Vas con Malibrán?...

OROZCO.-  ¿Quieres agregarte?

FEDERICO.-  No, gracias. Abur, abur.  (Sale presuroso del teatro.) 



Escena XVI

 

Gabinete en casa de FEDERICO. Es de noche.

 
 

FEDERICO, BÁRBARA; después LA SOMBRA DE OROZCO.

 

FEDERICO.-   (echado en el sofá, junto al velador, en el cual hay una lámpara.)  Gracias a Dios que me encuentro solo. ¿Qué mejor refugio que mi propia casa? Creí no poder   —340→   llegar a ella; de tal modo se me trastornó la cabeza en aquella correría por las calles. El cansancio me abruma; pero lo que es sueño, no siento maldito. Apetezco el dormir como el mayor bien imaginable; pero la manera de lograrlo es lo que no se me alcanza... Y sigue molestándome la sensacioncita en el corazón, aquí... donde debe estar el vértice de esa condenada máquina. Aguantaremos... La cabeza es la que anda peor. ¡Cuidado que la alucinación de esta noche...! ¡Figurarme que vi a Orozco en el teatro, y que le hablé! ¡Si me parece que oyéndole estoy aún! Ha sido un fenómeno subjetivo, determinado por cierta idea diabólica que me escarba en la mente... la idea de transigir, de dejarme querer... ¡Oh, tentación insana! Degradarme, pero vivir... Porque... razón tiene Orozco, ¡qué bien estaría yo si...! ¡Idea maldita, que hace vacilar mi dignidad, y trastorna mi conciencia! No, Tomás; no insistas, no me tientes. Si me estimas como dices, no me envilezcas más de lo que ya lo estoy.

BÁRBARA.-   (entrando de puntillas.)  ¿Se le ofrece algo? Claudia no puede levantarse: está con un dolor en la cadera. Me rogó que me quedase aquí esta noche, por si el señorito volvía malo.

FEDERICO.-  Nada se me ofrece. Puedes acostarte.

  —341→  

BÁRBARA.-   (para sí.)  Esa cabeza no anda bien. ¡Qué hombres estos! Comidos de vicios, no se hartan nunca de gozar, y cuando no pueden tenerse, vienen a que una les cuide. Las de fuera para la diversión y el jaleíto, las de casa para atenderles cuando están malos...  (Contemplándole.)  ¡Y qué guapín, qué simpático! Como todos los pillos.

FEDERICO.-  ¿Qué haces ahí, fantochona?

BÁRBARA.-  Ya me voy... Estaré con cuidado por si usted llama.  (Detiénese en la puerta, y desde ella le observa.)  ¡Qué desmejorado y qué alicaído!... Esas bribonas le consumen. Si las cogiera yo... Pero él es el primer causante de su malestar. ¡Ay, qué hombres estos! Son como las veletas. Hoy apuntan para aquí, mañana para allá.

 

LA SOMBRA DE OROZCO aparece sentada frente a FEDERICO. Este la contempla un rato sin pestañear. Después habla.

 

FEDERICO.-  Dispensa, Tomás, no te había visto. Me adormecí un poco. ¡Cuánto te agradezco que vengas a visitarme! ¡Si vieras qué malo estoy!

LA SOMBRA.-  No te acobardes. Mal de imaginación, desasosiego del espíritu y nada más. Tranquilízate,   —342→   hazte dueño de tu voluntad, y te sentirás bien.

FEDERICO.-  Lo que anda peor es la cabeza, que a veces se me trastorna de una manera... Figúrate que esta noche me aluciné hasta el punto de verte y hablar contigo en un teatro... Tan claras fueron las falsas percepciones de mis sentidos, que aún me cuesta trabajo diferenciarlas de las percepciones reales... He pensado en lo que hablamos en casa de San Salomó. No puede ser, Tomás, no puede ser. Te lo agradezco infinito.

LA SOMBRA.-  ¡Es lástima; porque estarías tan bien...!

FEDERICO.-   (acometido de nerviosa risa.)  Como estar bien, ya lo creo. Si otra cosa he dicho... no hagas caso... charla, sofistería. ¡Ay, no sabes cuánto apetezco la tranquilidad, aunque mi vida resulte de las más modestas, trabajar algo, tener seguros el hoy y el mañana, y luego una familia en cuyo seno encontrar el amor y la paz!

LA SOMBRA.-  Todo eso y mucho más podrás tener.

FEDERICO.-  ¿Pero cómo pretendes tú que lo acepte de ti, habiéndote burlado como te burlé, habiendo pervertido a lo que más amas en el mundo, que es tu mujer?

  —343→  

LA SOMBRA.-   (con frialdad suma, sin accionar.)  Empequeñeces el asunto subordinando su resolución a las fragilidades de una mujer. Elevémonos sobre las ideas comunes y secundarias. Vivamos en las ideas primordiales y en los grandes sentimientos de fraternidad; y cuando hayas acostumbrado tu espíritu a esta luz superior, comprenderás que el amor material queda en la categoría de instinto, y es enteramente libre.

FEDERICO.-  Por Dios que te explicas bien, y me consuelas con tus explicaciones. Pero oye: ese disparate, también se me había ocurrido a mí.

LA SOMBRA.-  Has dicho que me habías ofendido quitándome mi mujer. ¿Qué quiere decir eso? Augusta no es mía. Considera que en esta esfera de las ideas puras a donde nos hemos subido, los seres todos gozan de omnímoda libertad. Nadie es de nadie. La propiedad es un concepto que se refiere a las cosas; pero a nada más... Los términos mío y tuyo no rezan con las personas. Nadie pertenece a nadie, y Augusta, como todo ser, dueña es de sí misma.  (Con ligera inflexión humorística en su acento.)  Hemos convenido tú y yo en que se quedaron allá abajo, en las capas donde el vulgo rastrea, todos esos convencionalismos pueriles, y los aparatos legales que   —344→   arma la sociedad por el gusto ridículo de dificultarse su propia vida.

FEDERICO.-  ¡Ah, Tomás, toda esa argumentación ya ha pasado por mi cerebro, que hierve! Tú me estás engañando; tú me estás echando cloroformo en la conciencia para luego arrancármela sin que yo lo note, y envilecerme. No, no me dejo adormecer por ti. Estoy bien despabilado.

BÁRBARA.-   (observándole desde la puerta.)  Pobrecito. ¡Qué agitación la suya! Parece que delira, y que sueña, pero con los ojos abiertos. Si se dejara arrullar por mí, yo le tranquilizaría.

LA SOMBRA.-   (inclinándose hacia él en ademán cariñoso.)  No te engaño... Deseo tu bien, y que reformes tu vida. Te daré asimismo una ocupación para que no estés ocioso.

FEDERICO.-   (riendo desentonadamente.)  Me darás un estanco, y tendré por colega al marido de Claudia.

LA SOMBRA.-   (riendo también.)  No es eso. Badulaque, tú y yo podemos emprender un trabajo común, que nos distraiga, y al mismo tiempo nos sostenga el espíritu a constante altura sobre las miserias humanas.

  —345→  

FEDERICO.-  Nos haremos pastores, marchándonos a una región distante y sosegada, donde impere la verdad absoluta.

LA SOMBRA.-  Eso es.

FEDERICO.-  ¿Y dónde se toma billete para ese viaje? Porque yo estoy dispuesto a irme ahora mismo contigo.

LA SOMBRA.-   (con acento revelador.)  Para trasladarse a esa región de paz y de justicia no se toma billete. Todos los humanos tenemos bajo el corazón, aquí, en semejante parte...  (Se toca el pecho en la parte inferior del costado izquierdo.) 

FEDERICO.-  Sí... justamente donde yo siento ese estímulo indefinible.

LA SOMBRA.-  Pues ahí tenemos un lóbulo, una concreción... Tócate y verás. Es algo semejante al botón de un timbre eléctrico. Nada, te lo aprietas con un poco de coraje, y te trasladas en un abrir y cerrar de ojos.

FEDERICO.-   (riendo.)  ¿Me traslado... suavemente... sin que me pase nada en el camino?

  —346→  

LA SOMBRA.-  Sin sentirlo.

FEDERICO.-  ¡Excelente idea! Porque aquí los dos vivimos deshonrados, yo por haber seducido a la que el mundo llama tu mujer, y tú por ser ley que se deshonre el que pierde a su compañera, aunque ella sola sea responsable de la falta. ¡Caramba! Se ven cosas en este mundo que si uno las contara en el otro, no las creerían.

LA SOMBRA.-   (con humorismo.)  Es cierto; tú y yo hemos perdido lo que aquí se llama el honor, una especie de cédula o cartilla, sin la cual no se puede vivir en estos barrios, que alumbran el sol y la luna. Tontería insigne es la tal cédula; pero como la piden a cada paso que das, ello es que, no teniéndola, no podemos vivir. Debemos, pues, largarnos pronto.  (Se levanta.) 

FEDERICO.-  Yo estoy listo. Ve tú por delante.  (Oprimiéndose el costado izquierdo.)  Tomás, Tomás, yo aprieto, yo oprimo el condenado botón, y no siento que me traslade a ninguna parte. Sigo aquí... Espera.

LA SOMBRA.-   (dando vueltas por la habitación.)  No te apures. Lo mismo da hoy que mañana. Aprieta más fuerte; todo lo fuerte que puedas.

  —347→  

FEDERICO.-  ¿Te has ido tú? No te veo.

LA SOMBRA.-   (desde lejos.)  Estoy aún aquí.

FEDERICO.-   (removiéndose inquieto en el sofá.)  Tomás, cualquiera diría que deliramos tú y yo... Sea lo que quiera, conste que yo no acepto ni puedo aceptar tu donativo. Mi dignidad lo rechaza.

LA SOMBRA.-   (volviendo hacia él, rápidamente.)  Imbécil, ya no evitas eso que los puritanos llamamos deshonra, pues todos nuestros amigos dicen que Augusta te paga las trampas y te da para tus gastos. Ya no te libras de esa opinión, ni adelantas nada con delicadezas de última hora. Tu ignominia no crece ni mengua porque aceptes o dejes de aceptar.

FEDERICO.-   (llevándose las manos a la cabeza.)  No me lo digas, que me vuelves loco de pena.

LA SOMBRA.-   (remedando su movimiento.)  ¡Pobre hombre! Vives de ideas circunstanciales y de artificios jurídicos.

FEDERICO.-  Siento una ansiedad que me anonada. Yo quiero morirme. Espérate. ¡Pero si por más que oprimo el botón, y me introduzco los dedos hasta   —348→   el alma no puedo dar el salto! Aguárdate; no me dejes en esta soledad.

LA SOMBRA.-   (con naturalidad.)  Pero qué, ¿crees tú que yo no tengo nada que hacer? Mi mujer me aguarda.

FEDERICO.-   (burlándose.)  ¡Tu mujer! Pero si tú apenas haces ya vida marital con ella. Lo sé, tonto, lo sé... Tu perfección moral te ha elevado sobre las miserias del mundo fisiológico. ¡Mérito grande! Pero Augusta no entiende de esas perfecciones: me lo ha dicho. Es humana, y no le hace maldita gracia parecerse a los serafines.

LA SOMBRA.-  ¡Simple, confundes a Augusta con La Peri!

FEDERICO.-  Yo no tengo líos con La Peri, fuera del trato de amistad y de las relaciones económicas. Leonor para mí rivaliza en pureza con los arcángeles.

LA SOMBRA.-   (gravemente.)  Cuestión de apreciación. Todas son ángeles cuando no están en contacto con nosotros, que las humanizamos y las corrompemos... Y no me detengas más. Abur.

FEDERICO.-  No te vayas. Tu compañía, que antes me era tan desagradable ahora me gusta.

  —349→  

LA SOMBRA.-  No puedo entretenerme. ¿No ves que viene el día? Me voy con la noche.  (Desaparece.) 

FEDERICO.-   (fijándose en la claridad que entra por el balcón.)  Pues es verdad. ¡Amanece, y yo sin acostarme! ¡Oh, qué luz tan viva! ¡Si yo dormir pudiera...! Tomás, Tomás, ¿tú no duermes?  (Cierra los ojos, apretando los párpados.) 

BÁRBARA.-   (arropándole.)  ¡Pobrecito! Le atormenta su propio pensar. ¡Cómo castañetea los dientes!... ¡Ay, bueno le han puesto esas bribonas! Todo por la manía de que hay clases, pues si se persuadiera de que se acabaron las tales clases y de que todas somos lo mismo, se arreglaría de otra manera, y la felicidad reinaría en su casa. Señorito, ¿quiere una taza de té?... Nada, no responde. Inmóvil y frío. Le daré friegas...  (Se las da.)  ¡Señorito!

FEDERICO.-  ¡Ay!, me lastimas. ¿Se fue Tomás?... No le vi salir.  (Abriendo los ojos y mirándola estupefacto.)  ¡Ah! Bárbara. Eres un ángel... digo, precisamente un ángel, lo que se llama un ángel, no; pero...

BÁRBARA.-   (para sí.)  ¡Qué simpático, qué mono!

  —350→  

FEDERICO.-  Pero sí una hembra mestiza; hermosa y espiritual mula, nacida de la yegua humana y del asno divino. Dime, ¿quién me salvará a mí? ¿Dónde encontraré yo la compañera de mi vida, la que reúna en un solo sentimiento el amor y la confianza, la ilusión y la amistad?

BÁRBARA.-  Pues eso... en cualquiera de las que pertenecen al bello sexo, lo podría encontrar. ¡Somos tantas...! Pero olvide sus preocupaciones, y tire el orgullo por la ventana. ¿Quiere que le acueste?

FEDERICO.-  Sí... sálvame tú... líbrame de esta opresión. Quiero decir que me desabroches el chaleco y me quites las botas.

 

BÁRBARA le sirve de ayuda de cámara.

 



  —351→  

ArribaJornada V


Escena I

 

La misma decoración de la escena VIII de la Segunda Jornada. En el gabinete de la izquierda, mesa puesta con dos cubiertos. Anochece. Luz artificial.

 
 

FEDERICO, que entra cabizbajo y sombrío; FELIPA, tras él, esperando órdenes.

 

FELIPA.-   (para sí.)  ¡Virgen de Atocha, qué cara se trae hoy este señorito! Ni un reo en capilla la tiene peor. ¿Qué mosca le habrá picado?... ¡Ya; que apuntó mal anoche, y como las cartas no tienen entrañas...! ¡Lástima de hombre, entregado a un vicio tan feo...!

FEDERICO.-   (para sí.)  Vengo prevenido. Si ese trasto nos acecha esta noche a la salida, le dejo seco.  (Alto.)  Dime, Felipa...

FELIPA.-  Señorito.

FEDERICO.-  ¿Has notado tú que, por la tarde o al anochecer, mientras estamos aquí la señorita y yo, ronde la casa alguna persona sospechosa, quiero decir, algún quídam que curiosee o esté a la mira de quién entra y sale?

  —352→  

FELIPA.-  ¡Ah!, no señor, no he visto nada; ni creo que...

FEDERICO.-  ¿Ni te ha dicho nada la portera? Yo me figuro que el que fisgonea vendrá muy embozadito, y se situará en la esquina, o junto a la valla de la casa en construcción.

FELIPA.-  Por esta calle, que no es más que un deseo de calle, no pasa alma viviente, como no sean los tíos que viven en los muladares, y esos... ¡pobrecitos!, ya quisieran ellos embozarse, y lo harían si tuvieran en qué.

FEDERICO.-  Con todo, conviene estar alerta. Mira, esta noche, luego que venga la señorita, sales, y con disimulo te fijas en toda persona que veas, sobre todo si esa persona se para en la esquina o en el portal próximo. Procura observarle la cara, y me avisas. Verás qué pronto le despacho yo.

FELIPA.-  Saldré por precisión, pues faltan algunas cosas todavía. La señorita dispuso que cenaran ustedes aquí.

FEDERICO.-  ¡Ah!, sí, no me acordaba.

  —353→  

FELIPA.-  He traído algo de casa de Lhardy, y lo demás lo hemos arreglado entre mi hermana y yo. La mesa está puesta en el gabinete. Allí tiene usted la chimenea encendida.  (Vase.) 

FEDERICO.-   (para sí, distraído.)  Como yo descubra que nos vigilan, quien quiera que sea no quedará con ganas de vigilancia.  (Pasa al gabinete. Saca del bolsillo del gabán un revólver, y lo oculta detrás del reloj de la chimenea. Se quita gabán y sombrero.)  No tardará... Cogería yo a ese Malibrán y le ahogaría, así... como a un pájaro...  (Apretando los puños.)  No nos hagamos ilusiones. Orozco no puede ignorar mucho tiempo su afrenta... Quizás la sepa ya... ¡y ella impávida!... Me parece que ya está ahí.  (Entra AUGUSTA y se abrazan.) 



Escena II

 

FEDERICO. AUGUSTA.

 

AUGUSTA.-  Perdis mío del alma... ¡Qué carita tienes tan, tan... no sé cómo! ¿Has dormido mal anoche? ¿Por qué no fuiste a comer a casa? ¡Qué sola estuve, y qué triste! Pero ya tocan a olvidar penas pasadas. ¡Qué consuelo verte!... ¡Ah!, ¿sabes?... No sé por dónde empezar... Tantas cosas tengo que decirte, que las palabras se me   —354→   enredan en la lengua. Lo primero: sabrás que Tomás fue a las Charcas.

FEDERICO.-  ¿Solo?

AUGUSTA.-  Con Malibrán.

FEDERICO.-  ¡Y tú tan tranquila!

AUGUSTA.-  ¡Oh!, no, no estoy tranquila ni mucho menos. ¿Crees tú que...? ¡Ay! Por tu vida, no me asustes. Esta noche quiero ser feliz, o hacerme la ilusión de que lo soy. La dicha pasa tan pronto, que debemos andar muy listos, y cogerla y gozarla antes de que vengan las complicaciones. Y aún espero yo que las venceremos. ¿No lo crees tú así? Dime que las venceremos; confórtame, anímame.

FEDERICO.-   (sombrío.)  Ten por seguro que nuestro secreto no puede defenderse ya.

AUGUSTA.-  ¡Ay, qué pesimista! Yo rabiando por hacer aquí un paréntesis, un refugio, un mundo aparte, y tú empeñado en traer a este rinconcito los afanes de allá. Aislémonos; cortemos la comunicación con el mundo, querido.

FEDERICO.-  No es posible cortar la comunicación, cuando nos amenazan graves sucesos.

  —355→  

AUGUSTA.-  ¡Ay, qué miedo! Bueno, hijo mío, si quieres que llore, lloraré; ¡yo que venía dispuesta a reírme y hacerte reír! Y no creas, traigo muy pensados mis argumentos. Hoy me propongo convencerte, y para ello no habrá monería que yo no emplee.

FEDERICO.-   (tedioso.)  Convencerme... ¿de qué?

AUGUSTA.-  De que debes someterte a mi voluntad, grandísimo pillo.  (Acariciándole.)  ¿Qué tienes tú que hacer más que vivir exclusivamente para mí? Yo soy para ti el mundo entero, y agradarme y tenerme contenta es tu único fin. Si me dices que no, te arranco todo el pelo, y te dejo más calvo que la ocasión... pintada.

FEDERICO.-   (abatido.)  Palabras muy bonitas, pero inoportunas. Tú no te has hecho cargo del peligro que nos acecha. Mi opinión es que tu marido sabe ya esto. El viaje a las Charcas es capcioso, una ausencia figurada para sorprendernos aquí.

AUGUSTA.-   (ocultando la cara en el pecho de su amigo.)  ¡Oh, qué espanto! De sólo pensarlo, paréceme que pierdo el sentido...  (Rehaciéndose.)  Pero no puede ser. No me metas miedo. ¡Cuánto me haces sufrir! No nos sorprenderá.

  —356→  

FEDERICO.-  Por mí no me importa. Estoy dispuesto a todo. A quien quiera que entre por esa puerta, le suelto seis tiros.

AUGUSTA.-   (temblando.)  ¡Ay, qué horror! Por la Virgen Santísima, no hables de tiros, ni de que aquí va a entrar alma viviente. Tú estás alucinado, nervioso. Sueñas con peligros que no existen, y ves fantasmas en tus propios dedos. ¿Qué te pasa?

FEDERICO.-   (levantándose como con necesidad de expansión.)  ¡Ay, Augusta! Yo no puedo vivir así; yo tengo sobre mi alma un peso insoportable. Déjame explayarme contigo, y no te asustes si digo algún despropósito... algo que no ha de serte grato. Se ha complicado esto de tal modo, que es preciso echar una víctima al monstruo, al problema, y la víctima, o mucho me engaño, o seré yo.

AUGUSTA.-  ¡Por Dios, querido mío, no hables de víctimas! Es hasta de mal gusto... En todo caso, la víctima sería yo, como la más culpable: tú eres hombre, eres libre. Yo soy mujer casada, y falto a mis deberes.

FEDERICO.-  Tú no. Por alborotada que esté tu conciencia, no hay en ella las luchas que agitan la mía.   —357→   Yo no puedo acabar en bien. Lo menos malo que me podrá pasar es que perezca. Por desgracia mía, quizás la víctima que presiento será Tomás.  (Con desvarío.)  Porque, tenlo por cierto, si me insulta, creo que le mato. El derecho suyo a injuriarme, y la justicia con que lo haría, si lo hiciera, me son insoportables.

AUGUSTA.-   (horrorizada.)  ¡No hables así, por Cristo! Me pones enferma. ¿Pero qué ideas traes hoy, querido mío?

FEDERICO.-  Tú, contéstame a lo que te pregunto: Si yo matara a tu marido, bien en duelo, bien en defensa propia, ¿qué harías?

AUGUSTA.-   (cubriéndose el rostro con las manos.)  Cállate, que me vuelves loca. ¿Y si él te matase a ti? Esa es otra. ¡Jesús de mi vida! No quiero pensarlo. ¡Pesadilla horrenda!

FEDERICO.-  ¿Y si te matara a ti? Según la justicia vulgar, eso sería lo más derecho.

AUGUSTA.-   (con aflicción.)  ¿A mí? ¿Por qué? ¿Porque te quiero? ¡Oh!, no... no es motivo suficiente. La idea de morir me horroriza. El sentimiento místico no cabe en mí. Quiero vivir ¡ay!, y gozar de la vida que Dios me dio. Me son antipáticas las ideas trágicas y las emociones lúgubres: las proscribo de   —358→   mi cerebro y de mi corazón, como algo que no es de buen tono. Cállate, si quieres que yo no me arrepienta de haber venido a pasar este rato contigo.

FEDERICO.-   (caviloso, con idea fija.)  Pues de los tres, tenlo por seguro, alguno ha de caer.

AUGUSTA.-  Por Dios, basta ya de cosas lúgubres. Yo quiero vivir y que vivan todos: que viva él, tan bueno, tan humano; que vivas tú, perdulario mío, porque te quiero y me haces falta. Tu existencia me es tan necesaria como la mía propia. Que viva yo; también soy de Dios, y aunque mala, no me resigno a morirme... ¡Ay, la vida me gusta!

FEDERICO.-   (con gran desaliento.)  También a mí me gustaba cuando te enamoré y me correspondiste. Pero ya me pesa, me hastía... ¿No lo comprendes? ¿Te parece un vislumbre de romanticismo trasnochado? Esto de que el vivir le cargue a uno se ha hecho algo cursi; mas no deja de ser verdad en ciertos casos. Figúrate tú: cuando las dificultades de la vida se complican de modo que no ves solución por ninguna parte; cuando, por más que te devanes los sesos, no encuentras sino negaciones; cuando nada se afirma en tu alma; cuando las ideas que has venerado siempre se vuelven   —359→   contra ti, la existencia es un cerco que te oprime y te ahoga.

AUGUSTA.-  Alma mía, estás trastornado de tanto cavilar en pamplinas. ¿Has pasado malas noches? ¿Estás enfermo? Cuéntame. Descansa en mí. Reposa tu cabecita sobre mi hombro, y échame para acá, una por una, esas terribles penas. Verás cómo resulta que todas ellas son unas grandes necedades. ¿Tienes o no confianza con tu dama?

FEDERICO.-   (para sí.)  Si le digo que no, me comprenderá menos. Más vale callar.  (Recuesta la cabeza sobre el hombro de su amada, y cierra los ojos.) 

AUGUSTA.-  Serénate. Yo te refrescaré las ideas, que están irritadas y ardientes, de tantas vueltas como les has dado en el cerebro. No hay cosa peor que no tener un amigo a quien contarle todo lo que nos pasa. Tú te empeñas en ser reservadito con tu dama, y ahí tienes, ahí tienes el resultado.  (Pausa.)  ¿Por qué callas? ¿Misterios tenemos, y conmigo? No salgas ahora con la evasiva de que estás así por el asunto de tu hermana. No es para tanto.

FEDERICO.-  Mucha parte tiene en mi abatimiento.

  —360→  

AUGUSTA.-  ¡Oh, no!, hay algo más. Un pajarito que a mí me lo cuenta todo, me lo ha dicho así.

FEDERICO.-  Mis cosas no están al alcance de los pajaritos cuenteros.

AUGUSTA.-  Yo te digo que sí lo están. Además, yo no necesito que las aves me traigan secretos al oído, para saber los tuyos. La ciencia sola del amor me da suficiente penetración para comprender que tus afanes de estos días, y tu tristeza de reo en capilla, obedecen a...  (Con arranque.)  ¿Pero a qué vienen esas delicadezas y esos tapujos, tratándose de mí, que soy tu amiga del alma...

FEDERICO.-   (para sí.)  Mi amiga no, mi amiga no.

AUGUSTA.-  ...y estoy en la obligación de compartir tus penas? Sean comunes nuestros bienes y nuestros males, como es común la responsabilidad. Juntos vamos por el camino de la vida, y resulta monstruoso que mientras yo no carezco de nada, vivas tú como vives. No, no lo eches a broma: tú estás mal, muy mal, y sin duda has llegado a una situación insostenible, ahogadísima, de naufragio irremediable...  (FEDERICO deniega enérgicamente con la cabeza.)  Por Dios, no   —361→   me atormentes; no me prives del mayor placer de mi vida, goce del alma tan puro, que no cabe mayor pureza; no me quites esta ilusión, que me compensa de los malos ratos que paso por ti, la ilusión de favorecerte... Y no diré favorecerte, porque te molesta la palabra. Si la idea de protección te humilla, diré... lo que quieras. Yo pongo los hechos: pon tú las palabras. Considera que no te doy nada, sino que tomas lo tuyo, porque lo mío es tuyo... Di una cosa: si tú fueras rico y yo pobre, ¿no me darías todo lo que yo necesitase?

FEDERICO.-  Es diferente. Yo quisiera, vida mía, que no hablaras de estas cosas. No sé cómo responderte sin lastimarte. Tu bondad me confunde. Si te contesto que nada necesito, que mi situación es buena, creerás que miento, y que sobrepongo mi orgullo a mi necesidad, por no rebajarme... ¿crees eso?

AUGUSTA.-   (impaciente.)  Palabrería, chico, palabrería. Estamos haciendo frases estúpidamente, cuando lo que importa es hablar con claridad. Por mucho que disimules conmigo tu mala situación, no te vale. ¡Ni que fuéramos criaturas...! Ea, confianza, pues sin confianza no hay amor. Fuera caretas, perdis mío. Oye la palabra de Dios que sale de mis labios.  (Con secreteo cariñoso.)  ¡Tengo   —362→   una hucha... más rica!... En previsión de tus ahogos, que también son míos, vengo llenándola tiempo ha... Si quieres que no riñamos, di a todo que sí, y déjate guiar, muñeco.

FEDERICO.-   (sonriendo con tristeza.)  Cuando me ahogue, te avisaré. Sigue engordando la hucha. Por ahora, floto perfectamente.

AUGUSTA.-  ¡Qué has de flotar, mico, qué has de flotar si llevas al pescuezo una piedra muy gorda!...  (Echándole los brazos al cuello.)  ¿Ves?, aquí tienes la piedra: ahógate, ahoguémonos juntos, y despertaremos, como dicen los amantes suicidas, en un mundo mejor... Eh, ¿qué suspiro tan grande es ese? ¿Qué tienes tú dentro de ese pecho que no quiere salir?

FEDERICO.-   (sin aliento, oprimiéndose el costado.)  Nada, es cosa puramente física, un dolor aquí. No, no es dolor, una opresión; tampoco es opresión; un estímulo, no sé qué...

AUGUSTA.-  Pobretín. ¿Dónde? ¿Aquí?  (Le frota suavemente el costado izquierdo.)  ¿Se pasó ya...?

FEDERICO.-  No se pasa, no. Sensación más rara no creo que exista. Me gustaría poder meterme los dedos por aquí, hasta tocarme el corazón.

  —363→  

AUGUSTA.-  ¡Mimoso, aprensivo...! Pero estamos hechos aquí un par de tontos, olvidando la cenita que he mandado preparar. Tengo hambre. ¿Y tú?

FEDERICO.-  ¿Yo? Pues mira que sí. Mi desgana se ha convertido súbitamente en un apetito brutal.

AUGUSTA.-   (riendo.)  ¡Vaya con tus enfermedades...! ¡Bobalicón, cuánto te quiero, qué loca estoy por ti! Ea, cenemos, y después se hablará otra vez de lo mismo.  (Pasan al gabinete y se sientan a la mesa. Les sirve FELIPA.) 

FEDERICO.-  ¿Sabes que me siento ahora muy bien? Se me despeja la cabeza. ¡Ay, hija mía, no te he contado...! ¡Terribles horas las de anoche! No puedes figurártelo. Tuve alucinaciones; vi a tu marido, como te estoy viendo ahora a ti... ¡Fenómeno extraño y por demás espantoso! Pues todavía tengo mis dudas de si fue realidad o ficción de mi mente lo que vieron mis ojos, y escucharon mis oídos...

AUGUSTA.-  Eso no es más que debilidad. ¡Pobrecito mío, si ni siquiera tienes quien te cuide! Paso muy malos ratos pensando en lo mal que te tratan esas criaduchas. ¿Por qué no fuiste a comer con nosotros anoche...?

  —364→  

FEDERICO.-  Porque...  (Confuso.)  porque tuve compromiso de comer en otra parte.

AUGUSTA.-  ¡Qué bien estamos aquí! ¡Qué soledad tan deliciosa, qué mundo este, aparte y pequeñito, pero grande por el sentimiento!

FEDERICO.-   (distraído.)  Hermoso es esto, sí.

AUGUSTA.-  Y ese corazoncito, ¿cómo anda?

FEDERICO.-  Calmado. ¡Qué bien me siento ahora! El amor evapora las penas, aunque de una manera fugaz.

AUGUSTA.-   (con calor.)  Fugaz no, mil veces no.

FEDERICO.-   (bebiendo fuerte.)  Embriaguez pasajera de los sentidos; pero aun así, buena es, ayuda a vivir...

AUGUSTA.-  ¿Qué es eso de embriaguez pasajera, chiquillo tonto?

FEDERICO.-  Ni sé lo que digo.

AUGUSTA.-  ¿Me tomas a mí por una de esas, a quienes se adora durante media noche?

  —365→  

FEDERICO.-   (para sí.)  Si le dijera que sí, concluiríamos mal.  (Alto.)  No, vida mía; quiero decir que esta excitación, si durara, sería penosa.

AUGUSTA.-  Déjala que dure. ¡Ay, quieres acortar los pocos instantes deliciosos de la vida! Olvidemos lo de fuera, y revolvámonos libres y gozosos dentro del mundo que encierran estas cuatro paredes. El otro universo se queda allá, navegando en el piélago inmenso de su insipidez.

FEDERICO.-   (ligeramente excitado.)  Quédese allá, y divirtámonos nosotros en este, mientras nos dure. Aceptemos el engaño, y alarguémoslo todo lo posible.

AUGUSTA.-  Perdis, loco, botarate, ¿me quieres mucho? Dime que no amas ni puedes amar a nadie más a que mí. Siéntome ahora penetrada de un egoísmo brutal, y quiero alimentarlo, oyéndote repetir que me adoras a mí sola, a mí sola, sin desviación alguna chica ni grande en tus afectos.

FEDERICO.-   (maquinalmente.)  A ti sola, a ti sola.  (Beben champagne.) 

AUGUSTA.-   (chocando las copas.)  Pertenézcame todo lo que te constituye; la persona visible y el espíritu, que no se palpa   —366→   y se siente; las miradas y el alma; el carácter y la figura; las cualidades y los defectos, que adoro por igual; y hasta la ropa, hasta la ropa, todo ha de ser para mí. Quisiera vivir contigo en un rincón del mundo, y cuidarte, y coserte un botón si se te caía, y arreglarte la ropita... y aunque fuéramos pobres, no me importaría nada. Esto de ser rica, y hacer un día y otro las mismas cosas, aburre... Pero no; vale más que tengamos dinero tú y yo, y que nos demos la gran vida.  (Con exaltación.)  ¿De veras que me quieres a mí sola, y que no tienes mirada ni pensamiento para ninguna otra mujer? ¿Verdad que esa Peri no es querida tuya, ni le haces maldito caso?... Tu amiga, tu Peri soy yo y nadie más que yo.

FEDERICO.-   (delirante.)  Eres mi Peri, y mi no sé qué, y yo soy tu perdis y tu chulo, y tu qué sé yo qué... Cuando me prendan por estafador, ¿irás tú a llevarme la comida a la cárcel, chavala mía?

AUGUSTA.-  Sí; me pongo mi mantón, y allá me voy. Luego, cuando te suelten, nos iremos del bracete por esas calles, y entraremos en las tabernas, siempre juntitos, a beber unas copas... ¡Ay, qué feliz soy esta noche!

FEDERICO.-  Y yo más que tú. Esta embriaguez nerviosa   —367→   renueva y entona la vida. Aceptémosla con júbilo: vivamos.

 

Pausa muy larga.

 

AUGUSTA.-  ¿Duermes, vida?

FEDERICO.-  No; despierto estoy.

AUGUSTA.-  ¿Te sientes mal?

FEDERICO.-   (inquieto.)  Siento aquello... lo indefinible de que te hablé antes.  (Se levanta y pasea por la habitación.)  ¡Triste de mí, con qué furia me acometen mis ideas, estos centinelas incansables que me vigilan, que me cercan de día y de noche! Pasó la efervescencia nerviosa, se apagó la ilusión de momento, y ya estamos otra vez en el suplicio de la rueda obscura.

AUGUSTA.-  ¿Qué hablas ahí?

FEDERICO.-  No digo nada.

AUGUSTA.-  Cuéntame lo que piensas.

FEDERICO.-   (secamente.)  No es bueno para ti que intervengas en mis asuntos. Contra mi voluntad, por efecto de no sé qué fatales emergencias de la vida, una muralla   —368→   se levanta entre tu persona y la mía. El amor la destruye a veces... no es que la derribe; es que la transparenta. El amor cree haberla destruido porque se ve... nos vemos las caras de una parte a otra; pero no podemos juntarnos: la muralla es dura como el diamante.

AUGUSTA.-   (recelosa.)  ¿Qué chifladuras estás rumiando ahí? Chico mío, hemos convenido en que no tienes ya por qué darle a las cavilaciones.  (Echándolo a broma.)  Estás como quieres, tonto, gandul. Recuerda que eres mi chulo, y que te llevo la comida a la cárcel.

FEDERICO.-   (nervioso y afectado.)  Esa broma es de muy mal gusto.

AUGUSTA.-  No te lo parecía antes...  (Con seriedad.)  En resolución, no te permito poner esa cara de deudor insolvente. Ya no tienes quien te ahogue. La confianza ha establecido la mancomunidad de nuestros bienes. Con lo que he guardado para ti, cátate resuelto el problema del momento, ¿sabes? Y luego, tu desconcertada administración se regularizará con aquel ingenioso arbitrio que discurrió Tomás, después de la entrevista con tu padre.

FEDERICO.-  Fácilmente, con tu jarabe de pico, arreglas   —369→   tú todas las cosas, aun aquellas que no tienen arreglo.

AUGUSTA.-   (enérgicamente.)  No; no puedo creer que persistas en la simpleza de rechazar eso. Si lo haces, es que no me quieres, ni estimas en nada mi felicidad. No me cabe en la cabeza tal obstinación, ni esa clase de orgullo tan tonto y tan... finchado.

FEDERICO.-  ¡Ay, querida mía!...  (Con aflicción.)  Mucho siento tener que decírtelo: tu sentido de la dignidad es muy incompleto; tus ideas morales no se ajustan a la razón.

AUGUSTA.-  ¿Qué significa eso? ¡Ah, las ideítas morales! Nos las encontramos en el camino al volver de la excursión del amor; a la ida, hijo de mi alma, las ideas esas andarán por allí, pero no las vemos. Eres un ingrato, pues aun considerando que no es bueno lo que te propongo, debes aceptarlo y comulgar conmigo en esta maldad... Dilo de una vez.  (Alborotándose.)  ¿Es que no me quieres; y tomas eso por pretexto para separarte de mí?

FEDERICO.-  No, tonta, no.  (Con cariño.)  Pero ven acá, sé razonable sin dejar de ser apasionada. ¿Cómo quieres tú que yo reciba tal beneficio de aquellas manos que...?

  —370→  

AUGUSTA.-  Hazte cuenta que no lo recibes de aquellas sino de estas.

FEDERICO.-  No puedo hacer esas cuentas galanas. Y aunque las haga, la monstruosidad no desaparece.

AUGUSTA.-  ¡Fantasmón, esclavo de la letra y de la forma! Sacrificas tu felicidad y la mía al respeto social, a esa paparrucha del qué dirán, a la opinión de cuatro estúpidos, que censuran lo que ellos harían si pudieran.

FEDERICO.-  Prescindo de la opinión, si gustas, y no veo frente a nosotros más que a tu marido sólo. Sin que yo me precie de austero, mi conciencia no puede soportar la contradicción horrible de ultrajarle gravemente, y recibir de él limosnas de tal magnitud. ¿Es posible que no lo comprendas así? ¿Cabe en tu mente aberración semejante?

AUGUSTA.-   (ligeramente desconcertada.)  Yo no pienso ni siento más sino que tú padeces, y que por este medio no padecerás.

FEDERICO.-  Pero hay otra razón más poderosa que las razones de honor. ¿Crees que tu marido va a ignorar mucho tiempo esto?

  —371→  

AUGUSTA.-  No, verás como no.

FEDERICO.-  ¡Inocente! ¿A qué crees tú que ha ido Malibrán a las Charcas?

AUGUSTA.-   (pensativa.)  ¡Si sucediera lo que temes...! No, no sucederá: el corazón me dice que Tomás no sabrá nada, y el corazón no me engaña nunca a mí.

FEDERICO.-  Y aún no sabemos si el viajecito al monte será simulado, con el piadoso objeto de sorprendernos.  (Mirando con recelo a las puertas cerradas.) 

AUGUSTA.-   (con pavor, agarrándose a él.)  Por tu salvación, no me asustes. ¡Sorprendernos! ¿Te has propuesto martirizarme esta noche?  (Rehaciéndose.)  No, no puede ser. Peligros que sólo están en tu imaginación. Esos viajes fingidos y esas sorpresas por escotillón sólo ocurren en los dramas.

FEDERICO.-  Y también en la vida.

AUGUSTA.-   (con gravedad.)  Oye tú: voy a revelarte un secreto. Me determino a ello... por ser cosa importante, que tal vez modifique tus ideas y te quite ese sobresalto.

  —372→  

FEDERICO.-  ¿Qué es?

AUGUSTA.-  Algo que te indiqué otras veces como sospecha; pero que ya es evidencia.

FEDERICO.-  ¿Referente a mí?

AUGUSTA.-  Referente a Tomás. La observación atenta de estos últimos días me lo ha comprobado. Ese afán de prodigar y repartir beneficios, ocultándolos como si fueran faltas; ese horror al agradecimiento; ese anhelo de una falsa reputación de egoísmo, vienen a ser... ¡Ay!, no te lo quería decir, porque me causa inmensa pena, y... Pues bien, eso que parece una exaltación de bondad, no es sino locura, hijo mío, locura que no se manifiesta aún ante el mundo, pero que en la intimidad de la vida doméstica resulta bastante clara para que yo la comprenda y la deplore. No lo dudes, Tomás tiene un principio de parálisis general. Con sana razón, no puede existir virtud semejante... ¿Y qué más?  (Bajando la voz.)  El mismo caso sobre que estamos disputando, la sutil combinación para darte a ti lo que, según él, corresponde legalmente a tu padre, ¿no es obra de un cerebro enfermo? ¿Qué persona medianamente sensata ha podido discurrir cosa semejante? Dar por válida, en conciencia, una   —373→   deuda que los tribunales no acertarían a poner en claro; reconocer como acreedor a tu padre, que adquirió el crédito por una bicoca; darle a él parte mínima, y lo demás a ti y a tu hermana... eso que, presentado así, en pocas palabras, resulta hermoso y hasta sublime, es, no lo dudes, ebullición de la mente, atacada del delirio humanitario.

FEDERICO.-  ¡Ay, la pícara idea moderna, contra la cual yo estoy a matar! A todo el que piensa o hace algo extraordinario, le llaman loco. Es que esta innoble sociedad sin religión, sin ningún principio, no comprende nada grande. El genio poético y la inspiración, locura; locura las acciones maravillosas; locos los criminales, para dejarles impunes; locos los grandes hombres, para empequeñecerles. ¿Pretenden sin duda establecer un nivel de tontería y vulgaridad, del cual no rebase nadie? No, yo protesto contra esa idea. ¡Orozco demente! ¡Oh, Dios de justicia! ¿Y por qué? ¡Porque imaginó aquel plan admirable en beneficio mío y de mi hermana! Idea encantadora original y atrevida; idea tan alta que no se puede uno elevar hasta ella y hacerse digno del que la concibió, sino no aceptándola. Sí, rechazarla es merecerla, querida mía, y aceptarla es una indignidad... Créelo, si aquí hay locos, somos nosotros, tú y yo, que estamos discutiendo una cosa tan clara y sencilla.

  —374→  

AUGUSTA.-   (contrariada.)  Lo claro y sencillo es que no tienes sentido común... o en ti no hay más que orgullo, soberbia, hinchazón, caballería andante y ganas de hacer el paladín.

FEDERICO.-  Ni comprendo yo cómo podría ser amado un hombre capaz de envilecerse hasta ese punto. Yo mujer... ¡quita allá!, sentiría asco del hombre que, en un caso semejante, no procediera como yo procedo.

AUGUSTA.-   (retirándose de la mesa y arrojándose en un sofá.)  Será que estoy imposibilitada de verlo así por mi ceguera, porque todas las potencias del alma me las tiene secuestradas el amor.  (Con arrogancia.)  No me pesa ser así: ni me concibo de otra manera. Pudo asustarme esta falta mía cuando a ella me vi lanzada; pero una vez en el camino, las cuestas y aun los despeñaderos no me asustan. Todas las consecuencias que pudieran sobrevenir, yo las soporto. A veces me doy a imaginarlas muy terribles, y créelo, las miro sin pestañear. Queriéndote yo, y queriéndome tú, para nada me faltan alientos. Paréceme que no hay ningún interés superior al de tu tranquilidad, y que la logres por mi mediación será mi mayor dicha.

  —375→  

FEDERICO.-   (agitado y hosco.)  No puede ser, repito que no puede ser.

AUGUSTA.-   (con súbita energía.)  Pues lo será, quiéraslo o no. ¿Se ha de hacer siempre lo que a ti se te antoje?

FEDERICO.-  En cosas que a mí sólo atañen, sí. ¡Pues no faltaba más...!

AUGUSTA.-   (con exaltación.)  Tienes el deber de complacerme, de sacrificarme tu orgullo, a mí, a mí, que me he deshonrado por quererte... Vengamos a cuentas. ¿No puedes tú deshonrarte un poco por mí?

FEDERICO.-  Augusta, mi sacrificio, en ese caso, sería superior al tuyo.

AUGUSTA.-  Egoísta.

FEDERICO.-  Egoísta tú...

AUGUSTA.-   (levantándose poseída de furor.)  Pues tiene que ser, porque yo te lo mando... Necio, si ya no puedes evitarlo. Estás cogido. Te lo diré, para que te sometas a los hechos consumados. Esta mañana, han estado en casa dos de tus acreedores. Les citó mi marido para tratar con ellos de la manera de recoger tus pagarés.

  —376→  

FEDERICO.-   (con menosprecio.)  ¡Mujer!... Déjame en paz. Usas un argumento capcioso para doblegarme.

AUGUSTA.-  Te doblegarás, aunque no quieras. Lo hecho, hecho está, y que patalee tu ridículo orgullo. Y si te obstinas en luchar con nosotros, te aborrezco, te abandono a tu suerte...  (Nerviosa y trémula coge una copa de champagne, como con intención de beber; pero de improviso la estrella contra la pared próxima.)  ¡Maldita sea yo mil veces!

FEDERICO.-  Estás loca, loca... y yo también.

AUGUSTA.-   (rompiendo a llorar.)  ¡Dios mío, qué desgracia querer a este hombre, quererle así... y no poder yo arrancarle de mi alma, como debo y como él se merece!

FEDERICO.-   (aproximándose a ella.)  Aborréceme de una vez. Y así quedaremos francos para hacer cada cual nuestra santa voluntad.

AUGUSTA.-   (con vivísima expresión en la voz y gesto.)  No sé aborrecer... pero sabré arrancarte de mi corazón, y arrojarte a la indiferencia. Estúpido, tú te lo pierdes. Consúmete en la miseria; vive como los tramposos, sin familia, sin hogar casi, acechando la suerte, perseguido de acreedores, sin saber por qué calle pasar, porque   —377→   en todas temes que salga una fiera con las garras afiladas; anda, sigue, corre, diviértete; devánate los sesos calculando cómo aplacar a este usurero, cómo entretener al otro, cómo engañarles a todos; pásate la vida aparentando bienestar y alegría, de casa en casa, y en realidad más pobre y más angustiado que los infelices harapientos que piden limosna por las calles.

FEDERICO.-   (que se sienta al otro extremo de la mesa, volviendo la espalda a AUGUSTA.)  Sí, ese es mi destino. Qué quieres; viviré así... mientras viva.

AUGUSTA.-  Buen provecho. Imposible hacer carrera de ti. Esto me desilusiona de una manera horrible. Hemos concluido. Ya era tiempo... Por culpa tuya es... Esta noche nos despedimos para siempre.

FEDERICO.-  Concluiremos, sí... Yo lo deseo.

AUGUSTA.-  ¡Lo deseas!  (Conteniendo su furor.)  Ya lo conocía yo... Pues mira; yo también lo deseaba. No me decidía por lástima de ti.

FEDERICO.-  Y yo también vacilaba, por la misma razón.

  —378→  

AUGUSTA.-  Pues mejor...  (Rabiosa.)  Esto se acabó. Ya era tiempo.

FEDERICO.-   (para sí, apoyando la cabeza en las manos.)  ¡Nada me queda ya, ni esto siquiera! Hasta el recreo de la imaginación se me acaba. Ya, ni aun podré engañar las soledades de mi vida llamando a la mujer seductora y diciéndole: «vente a pasar un rato conmigo». Romperemos.

AUGUSTA.-   (altanera y sarcástica.)  Tenía que ser. Somos incompatibles. Tu quijotismo no se aviene con mi llaneza... Puede que te lo sufran esas mujerzuelas con quienes tratas, las Peris y otros tipos semejantes, porque esas, por su misma inferioridad, hasta pueden socorrerte sin herir tu soberbia...

FEDERICO.-   (llena de champagne una copa y la bebe.)  ¡Dios mío, qué mal me siento!  (Pausa. AUGUSTA le contempla sin chistar.) 



Escena III12

 

Los mismos; LA SOMBRA DE OROZCO, que entra por la puerta de la derecha, y se sienta a la mesa frente a FEDERICO. Viste traje de cazador con capote de monte. AUGUSTA no le ve.

 

FEDERICO.-   (mirándola con estupor.)  ¿Ya estás aquí?... Te esperaba.

  —379→  

LA SOMBRA.-   (tiritando.)  ¡Hace un frío en aquel monte!...  (Se sirve y bebe.)  Parece que te causo miedo. No temas; soy tu amigo. Desde la calle se oyen las voces que das, maltratando a esa pobrecita Peri.  (Contemplando a AUGUSTA con lástima.)  ¿Ves cómo lloriquea? Eres un bruto, y no te mereces tal joya.

FEDERICO.-   (con ironía delirante.)  ¡Valiente joya!... Reñíamos porque se empeña en deshonrarme.

LA SOMBRA.-  ¡Deshonrarte a ti, el Amadís de la delicadeza y de la dignidad! Sobreponte a las hablillas del vulgo. Estoy contento de ti, porque has apechugado con mi favor. Así se cumple con los amigos y con la humanidad.

FEDERICO.-  Tu protección me abruma.

AUGUSTA.-  ¡Pues con dejarla...! Hemos concluido.

LA SOMBRA.-  Ya no puedes volverte atrás, porque dijiste que la aceptabas.

FEDERICO.-  Yo no he dicho eso.

AUGUSTA.-  Pues lo digo yo.

  —380→  

LA SOMBRA.-  Ya sabe todo el mundo que accedes, y se te alaba justamente por tu condescendencia. Con lo que yo te doy, y lo que te ofrece Augusta para tus gastos mensuales, y algo que te supla también esa...  (mirando a AUGUSTA La Peri, tienes para vivir como un príncipe. Nadie te censurará; al contrario, dirán: «¡qué listo es!». De mí sí que oirás horrores. Pero mejor, eso me gusta.

FEDERICO.-   (furioso.)  Repito que no acepto. Antes moriré cien veces.

AUGUSTA.-  Bueno, bueno. No soy sorda. Te daré recibo si es preciso.

LA SOMBRA.-  Aceptas, sí, porque ya no puedes evitarlo. Lo hecho, hecho está, y que patalee tu ridículo orgullo.  (Con atroz firmeza.)  Tu papel en la sociedad te hace sucumbir a mi deseo. Y tu aceptación realiza un ideal de justicia suprema, pues con ella te pones al nivel de tu bajeza. Estás en carácter. Tu deslealtad necesitaba un estigma, algo exterior que la patentizase, y mi dádiva te lo graba en la frente. Si tuvieras conciencia, diría que es un castigo; pero no hay castigo en quien carece de sensibilidad.

  —381→  

FEDERICO.-   (arrebatado y fuera de sí.)  ¡Maldita sea tu alma!  (Coge una copa y se la tira, apuntando a la cabeza. La copa se hace mil pedazos en el respaldo de la silla frontera, y el champagne salpica al rostro de AUGUSTA.) 

AUGUSTA.-   (limpiándose la cara.)  Eso es, las pobres copas lo pagan. ¡Qué culpa tendrán ellas de tu tontería!... No creas: tus violencias no me inquietan nada.

LA SOMBRA.-  La pobre Peri se escandaliza de tus arrebatos. Mira cómo se limpia la carita. Quiere quitarse hasta el último átomo de vergüenza. No frotes más, hija, que ya no queda nada.

AUGUSTA.-  ...pero nada.

FEDERICO.-   (despejándose un poco, se pasa la mano por los ojos.)  No; esto no es, esto no puede ser real...  (A AUGUSTA.)  Leonor, ¿tú le ves?

AUGUSTA.-   (sorprendida.)  ¿A quién?

FEDERICO.-  Está ahí...

LA SOMBRA.-   (desvaneciéndose.)  Esa tonta dirá que no me ve; pero viéndome está.

  —382→  

AUGUSTA.-   (con ira.)  ¿Qué nombre me has dado?

LA SOMBRA.-   (con risita impertinente.)  El suyo... ¿Pues cómo quiere que la llamen?

FEDERICO.-   (desesperado.)  ¿Estoy yo loco, o qué es esto, razón mía?

LA SOMBRA.-   (que se acerca a FEDERICO y le toca en el hombro.)  Haz las paces con ella, sométete a su tirana voluntad. Tiene más talento que tú... Desecha esa idea que te acosa días ha.

FEDERICO.-  No quiero.

LA SOMBRA.-  Deséchala. ¿A qué te atosigas con tal idea si te falta valor para realizarla?

FEDERICO.-  ¡Mal rayo! ¡Cara de Judas!, no me falta valor.

LA SOMBRA.-  Tu destino es encenegarte en la deshonra. No sabes ni sabrás nunca morir. ¿Por qué vuelves la cara? ¿Es que no quieres verme? Si ya me voy... Mírame, mírame salir.  (Abre la puerta y sale tranquilamente.) 



Escena IV

 

FEDERICO, AUGUSTA.

 

FEDERICO.-   (dejándose caer en un sillón.)  ¡Ay de mí!

  —383→  

AUGUSTA.-   (corriendo hacia él, amorosa.)  ¿Qué tienes?

FEDERICO.-  ¡Amiga de mi vida, si vieras qué mal me siento! Esta ansiedad, este... esto que rebulle aquí...  (oprimiéndose el costado izquierdo)  sensación que no tiene nombre... prurito de meterme la mano hasta muy adentro, y separar algo que me estorba, que me impide pensar y sentir.

AUGUSTA.-  No os nada... Estás nervioso. Te has excitado tontamente. Perdóname si te he dicho algunas cosillas desagradables. En cambio tú, extraviado sin duda por la bebida, me diste un nombre que es una injuria.

FEDERICO.-   (como volviendo en sí.)  ¿Yo... yo...?

AUGUSTA.-  Sí, tú... Me has llamado Leonor.

FEDERICO.-   (mirándola con extravío.)  ¿Y qué...? Amiga mía, haz el favor de darme un vaso de agua.  (AUGUSTA se dirige al aparador, y mientras echa agua en una copa, FEDERICO se acerca a la chimenea y coge el revólver.)  No más padecer.   (Se dispara un tiro en el costado izquierdo.) 

AUGUSTA.-  ¡Ay!  (Paralizada de terror.) 

  —384→  

FEDERICO.-   (cayendo en un sillón, desvanecido.)  Nada, nada... Ya estoy bien.



Escena V

 

Los mismos, FELIPA.

 

AUGUSTA.-   (horrorizada, las manos en la cabeza.)  ¿Qué es esto?... Federico... Felipa.

FELIPA.-   (sin aliento.)  ¡Jesús...!  (Ambas se arrojan sobre él.) 

AUGUSTA.-  ¿Qué has hecho... vida mía?...  (Palpándole y buscando la herida.)  ¡Ah!, no será nada...

FELIPA.-  No veo sangre...  (Se mancha de sangre la mano.)  ¡Ah!, sí... mire usted. Por aquí, en este costado.

AUGUSTA.-   (consternada.)  Amor mío, ¿qué has hecho? Estás herido... Pero no, no será de gravedad. Respiras, vives... ¡Mírame, por Dios... mírame y háblame!

FEDERICO.-   (tratando de apartarla de sí.)  Déjame... No ha sido nada. Me siento bien ahora.  (Con rápido movimiento recoge del suelo el revólver.) 

AUGUSTA.-  ¿Qué quieres, qué buscas? Dame acá.  (Las dos tratan de quitarle el arma. Entáblase violentísima   —385→   lucha, en la cual FEDERICO desarrolla considerable fuerza muscular. Consigue desasirse de ellas.) 

FEDERICO.-  Déjame, o te mato.

AUGUSTA.-   (que ha caído al suelo, se pone de rodillas, y le interpela llorando.)  ¿Qué haces? ¿Estás loco? Amor mío, cálmate... Te has herido... pero sanarás; es cosa ligera... sé razonable, no escandalices... vendrá gente. ¡Qué deshonra!... Oye... te quiero mucho: haré todo lo que tú mandes... Tu voluntad es mi voluntad. ¡Pero no te mates, por Cristo crucificado, no te mates!... Me moriré de pena.

FEDERICO.-   (con entereza, dominándose.)  Sé lo que debo hacer. Voy a lo que voy, y pido a Dios que me perdone.

FELIPA.-  Llamaré a los vecinos.

AUGUSTA.-  No, aguarda... calla. Federico, por Dios, apiádate de mí... Oye, sosiégate, hijo de mi alma; traeremos un médico, un médico discreto... te curará, y luego nos vamos... tranquilamente...

FEDERICO.-   (con sequedad.)  Vete a tu casa... y pronto.  (Da varias vueltas atontado, como buscando la salida, y por fin pasa al otro gabinete.)  Al que se me ponga por delante,   —386→   le dejo seco...  (Sale precipitadamente, sin sombrero. Las dos mujeres, aterrorizadas, no se atreven a detenerle.) 

AUGUSTA.-   (corriendo detrás por el pasillo.)  Se mata, se mata de seguro... ¡Dios tenga piedad de él y de mí!...

FELIPA.-   (corriendo detrás de su señora.)  Va disparado: no le podemos seguir.  (Baja la escalera.) 



Escena VI

 

Calle obscura. Casas a la derecha: a la izquierda; vallas de madera y solares abiertos; en el fondo un declive del terreno.

 

AUGUSTA.-  No veo nada. ¿Por dónde va?

FELIPA.-   (señalando al fondo.)  Por allí... Parece que se cae... Señorito, por Dios, no sea loco.  (Ambas tratan de seguirle.) 

AUGUSTA.-   (avanzando decidida en la obscuridad.)  No le abandono, suceda lo que quiera... Alma mía, ¿dónde estás? Aguarda. Tengo que hablarte... escucha...

FEDERICO.-   (cuya voz se oye muy lejana.)  Leonorilla, no me sigas. Procura ser buena. Yo... así.  (Suena el tiro. Las dos mujeres se detienen espantadas.) 

AUGUSTA.-  Me muero... ¡Jesús, ampárame!

  —387→  

FELIPA.-   (avanzando, se inclina y palpa el terreno.)  ¡Por aquí está!...  (Tocando el cuerpo exánime.)  ¡Qué miedo!...  (Para sí.)  Más muerto que mi abuelo... ¡Eh!, ¿qué es esto?... la condenada pistola.  (Recoge el revólver.) 

AUGUSTA.-   (da algunos pasos despavorida, y cae de rodillas.)  Yo también...

FELIPA.-  Señorita, ¿dónde está usted? No veo.  (Buscándola. Recuerda que lleva en su mano el revólver.)  ¿Y qué hago yo con este chisme? No se me vaya a disparar.  (Lo arroja por detrás de una empalizada próxima.)  Señorita, deme la mano...  (Encontrándola, la levanta del suelo con vigoroso esfuerzo, tirándole de los brazos.)  Vámonos de aquí... pronto... Puede venir gente.

AUGUSTA.-  Que venga. No me importa.

FELIPA.-  ¡No me comprometa, por Dios!... Vámonos.  (Tirando de ella.)  Si ya no tiene remedio... Que no nos cojan aquí.

AUGUSTA.-   (atolondrada, insensible.)  ¿A dónde me llevas?

FELIPA.-  Por aquí... vamos... pronto...  (Quitándose una toquilla que lleva sobre los hombros.)  Póngase   —388→   esto por la cabeza. Así...  (se la pone)  para no llamar la atención. Ahora... serenidad. Cogeremos un coche, y a mi casa.

AUGUSTA.-  Lo que quieras. Me dejo llevar. No tengo voluntad... no tengo alma.  (Huyen por la izquierda.) 



Escena VII

 

Salones en casa de OROZCO. La misma decoración de la primera jornada. Es de noche.

 
 

MALIBRÁN, VILLALONGA, en la sala de la derecha.

 

VILLALONGA.-  Da gracias a Dios, amigo Cornelio, por haberte librado de la desagradabilísima operación de batir las cataratas a nuestro buen Orozco. Ni comprendo yo cómo se puede acometer a sangre fría tal empresa quirúrgica. Llegarse a un hombre, a un amigo, y decirle a boca de jarro: «mira, Fulano, yo sé que tu mujer, etc... y te ofrezco medios de comprobación material cuando gustes», es cosa fuerte, pero tan fuerte, que si yo me hallara en el triste caso de ser operado así, cree que mi primer impulso habría de ser romperle los ojos al... oculista.

MALIBRÁN.-  La verdad es que se me hacía dificilísimo el primer pinchazo. En la mañana del domingo, hallándonos los dos en el solitario monte, vi   —389→   la ocasión propicia y quise lanzarme, pero no hallé manera de abordar el peligroso tema. Toca por aquí, escarba por allá, y nada. Mi conocimiento de las mil emboscadas de la conversación resultaba inútil. Luchaban en mí el deber de conciencia mandándome hablar, y la gravedad del asunto poniéndome cien mordazas.

VILLALONGA.-  No veo tan claro, francamente, lo del deber de conciencia. La mía no me ha inducido nunca a ilustrar a mis amigos sobre puntos tan delicados.

MALIBRÁN.-  Cada cual ve las cosas a su manera. No soy gazmoño en asuntos de moral conyugal. Tengo acá mis ideas... quizás un poco extravagantes; y para metértelas en la cabeza, necesitaría explanar con alguna extensión mi teoría de que el grado de culpabilidad adulterina depende de la elección de cómplice, resultando una escala que va desde lo disculpable, por no decir plausible, hasta lo que merece la mayor execración. Pero no me parece oportuno ahora...

VILLALONGA.-  No; déjalo para otra vez.

MALIBRÁN.-  Sea lo que quiera, me alegro mucho de que el Acaso, el socorrido Fatum me librara del compromiso   —390→   fastidioso de tener que cantar. Y se me quitó un peso de encima cuando llegó el telegrama de Calderón anunciando a Tomás la inesperada tragedia. Los dos nos quedamos, al leer el parte, como quien ve visiones, y celebré para mi sayo que la divina Providencia se encargase de la misión difícil que yo me había impuesto  (Bajando la voz.)  Porque tengo para mí que, en presencia de este hecho elocuentísimo, Orozco no puede permitirse seguir ignorando... ¿Qué te parece? Desde que se conoció la catástrofe en Madrid, el nombre de Augusta figura en todas las versiones que corren de boca en boca.

VILLALONGA.-  No sé, no sé...  (Meditabundo.)  ¿Y tú que piensas de esta desgracia?

MALIBRÁN.-  Para mí, el pobre Viera se hallaba en una situación ahogadísima, en declarada, irremediable bancarrota. Enormes deudas de juego, de esas que no admiten prórroga 13, le abrumaban. Augusta le había auxiliado hasta ahora en la medida razonable; pero las exigencias de él llegaron a ser tales, que la pobre mujer no quiso o no pudo satisfacerlas. De esta resistencia de Augusta, y de las tremendas razones con que Federico apoyaba sus demandas de dinero, hubo de resultar un vivo altercado, amenazas, demasías   —391→   de lenguaje, qué sé yo... Federico, en un rapto de furia y desesperación, harto de padecer, viéndose sin honra, insolvente, comido de acreedores, rechazado de sus amigos, liquidó con la vida. En rigor era la única liquidación posible.

VILLALONGA.-  Es verosímil.

MALIBRÁN.-  Tan verosímil, que yo me represento la escena como si la estuviera viendo, y escuchara la voz de ambos personajes.

VILLALONGA.-  Pero hay algo que no está claro, ni creo que lo esté nunca. No tengo yo por seguro que la pobre Augusta se hallara presente en el acto del suicidio.

MALIBRÁN.-  Para mí es indudable que sí.

VILLALONGA.-  ¡Pobre mujer! Cree que me inspira lástima, y que daría yo cualquier cosa porque su nombre no figurara en este misterioso asunto.

MALIBRÁN.-  Déjala, déjala que pague su error. Estas damas que presumen de inteligentes son atroces en sus deslices. Escogen siempre lo peorcito, y luego se llaman desgraciadas y se encomiendan   —392→   a la Virgen. El mejor auxilio que les puede dar el Espíritu Santo es sugerirles una buena elección.

VILLALONGA.-   (con seriedad.)  Amigo Malibrán, como amigos de la casa, debemos desear que se corte el escándalo y se eche tierra al asunto. No sé si Orozco se dará por entendido ante el público del descarrilamiento de su mujer. Es probable que la discordia conyugal, consecuencia segura de este mal paso, quede en las sombras de la vida íntima. Orozco es muy circunspecto, muy metido en su concha, y sabe tragarse en silencio la cicuta. Se me figura, por algo que he olfateado esta tarde, que Cisneros intriga subterráneamente a fin de ahogar el escándalo. A nosotros, amigos leales de la familia, nos corresponde coadyuvar a esta obra benéfica del gran castellano viejo. Desmintamos las especies terroríficas que circulan por ahí; defendamos el honor de esta casa, y saquemos a la pobre Augusta del pantano en que ha caído.

MALIBRÁN.-  ¡Diantre!  (Caviloso.)  Pues si ella lo agradeciera...

VILLALONGA.-  Claro que lo agradecerá. La infeliz es una bendita. Ha padecido una alucinación... ¡Ah!, el mal de la época, la diátesis de nuestros tiempos   —393→   de refinamiento social. Amigo mío, la vida esta de recepciones, galantería, sibaritismo, comidas, y el charlar ingenioso y pérfido entre los dos sexos, es un excitante desmoralizador. No hay familia posible con semejante vida. Perdona que esté tan filósofo, yo, el último de los desmoralizados, pero también el primero de los alumnos de la gran profesora, la experiencia.

MALIBRÁN.-  Sí yo contara con la gratitud de Augusta, sería el primero en llevar mi espuerta de tierra al montón que ha de cubrir el escándalo. Pero dudo que...

VILLALONGA.-   (poniéndose serio.)  No seas idiota. Y en último caso, el agravio que la opinión infiere a nuestro amigo Orozco, lo hago yo mío; vamos, que me meto a paladín, sí señor. Cuidado, pues, Malibrancito: ten juicio, pues bien pudiera suceder que yo me amoscara... Todo está en que me dé por ahí.

MALIBRÁN.-  ¿Pero tú qué tienes que ver...?

VILLALONGA.-  Tengo y no tengo... En fin, que me carga tu intervención, tu espionaje y tu lamentable oficiosidad en este asunto.

MALIBRÁN.-   (con mal humor.)  Ea, déjame a mí...  (Cediendo.)  Pero, en fin, ¿qué es lo que tú quieres?

  —394→  

VILLALONGA.-  Que hagas propaganda sensata. Aquí no ha pasado nada. Nuestra conducta ha de corresponder a los agasajos de esta excelente familia. Augusta se merece un sin fin de homenajes, ¡y Orozco es tan bueno, tan generoso...! Te diré: yo le debo el grandísimo favor de haberme cedido su puesto en la combinación de senadores. ¡Caray, si no es por él, me quedo también ahora en la calle, muerto de risa!

MALIBRÁN.-  ¡Ah, mameluco, that is the question! Ya veo la clave de tu sensatez.

VILLALONGA.-  Este pastelero mundo es una cadena, un collar, un toisón de oro, en el cual las personas, remachadas con las ideas, somos los eslabones, y no podemos escoger la relación o argolla que nos une al eslabón vecino. ¿Qué tal? ¿Estoy yo filosófico esta noche? Mentecato, ¿tú qué te creías?... Y punto en boca que viene aquí el grande hombre.



Escena VIII

 

Los mismos; OROZCO, CALDERÓN, que salen del billar. Al propio tiempo, van entrando en el salón del centro los amigos de la casa que se indicarán después.

 

OROZCO.-   (dando la mano a MALIBRÁN y a VILLALONGA.)  Está mejor; pero aún no se le ha pasado la   —395→   tremenda jaqueca de ayer. Este majadero  (por CALDERÓN le espetó de golpe la noticia... como si se tratara de cualquier suceso insignificante.

CALDERÓN.-  La verdad, yo no creí... Tan afectado estaba, que no supe lo que me hacía.

VILLALONGA.-  ¡Pero qué bruto eres, Pepe!

OROZCO.-  La pobre Augusta salía tranquilamente para ir a misa, después de haber pasado una mala noche al lado de su tía enferma, cuando recibió el jicarazo. Se afectó, como es natural, tratándose de un amigo a quien queríamos tanto, y más por lo repentino y desastroso del caso.

MALIBRÁN.-  ¿Y no tendremos el gusto de verla esta noche?

OROZCO.-  Esta noche no. Aunque ha pasado la fuerza de la cefalalgia, le molestan el ruido y la claridad.

MALIBRÁN.-   (para sí.)  ¡El ruido y la luz! Eso precisamente es lo que la mata.

OROZCO.-  Voy a saludar a esa gente.  (para sí.)  ¡Curioso estudio el de esta noche, el examen de las   —396→   caras de los que entran aquí! En todas veo cierto temor, y como el deseo de sorprender en la mía alguna emoción desusada. Pero lo que es en ésta... ¡aviados están! Mi cara es de mármol.  (Dirígese al salón donde han entrado TERESA TRUJILLO, AGUADO, MONTE CÁRMENES, EL EXMINISTRO, el SR. DE PEZ. En la sala de tresillo quedan VILLALONGA, MALIBRÁN y CALDERÓN.) 

VILLALONGA.-   (a CALDERÓN.)  Ven acá, tagarote. ¿Sabe tu pariente los disparates que corren por Madrid acerca del suceso de la noche del 1.º?

CALDERÓN.-  Todo lo sabe. Se lo he dicho yo. ¡Cuánta infamia, y qué sociedad tan nauseabunda!

MALIBRÁN.-  Sí, muy nauseabunda.

CALDERÓN.-  Tomás me llamó esta tarde y me rogó que le enterara de lo que se dice por ahí. No me anduve en chiquitas. Sé cuánto le agrada la verdad, y a la buena de Dios le informé de todo, empezando por las versiones necias, y acabando por las horripilantes. Vale más que lo sepa, y que entienda que algunos de sus amigos no merecen serlo. ¿Pero has visto, Villalonga, qué tonta es esta humanidad?

  —397→  

VILLALONGA.-  Sí, hijo mío, es más tonta que tú, que es cuanto hay que decir.



Escena IX

 

Los mismos; CISNEROS, que aparece en la sala japonesa, viniendo del interior de la casa.

 

CISNEROS.-   (para sí.)  ¡Pobrecita mía, cuánto padece! ¡Verse calumniada, zarandeada por tanto imbécil!... Esto es un horror...  (Con rabia.)  ¡Bendito sea Nerón! Comprendo su deseo de que la humanidad no tuviese más que una sola cabeza para cortarla... Hasta los periodiquillos se atreven a deslizar malévolas alusiones a esta casa. Ya os daría yo una buena mano de azotes si pudiera. ¡Habrase visto otra! ¡Reticencias contra mi hija...! Estoy que trino.  (Atraviesa el salón sin saludar a nadie, y entra en la sala de tresillo.) 

VILLALONGA.-  Aquí está D. Carlos. ¡Qué fea vitola trae! D. Carlos, ¿qué nos cuenta?... ¿Qué se dice?

CISNEROS.-   (sofocando su rabieta.)  Se dice... pues se dice que este es un país de idiotas.

VILLALONGA.-  Eso ya lo sabía yo. Detesto a mi patria, la hidalga nación del garbanzo, de Recaredo y de   —398→   la gramática parda. ¡Pues si yo pudiera metamorfosearme en inglés o en alemán...!

CISNEROS.-  Como no te metamorfosees tú en el moro de los dátiles. Este es un país liliputiense. Dan ganas de andar sobre él así...  (pisa fuerte)  destruyéndolo a pisotones, como a las hormigas. Les juro a ustedes que esta noche dormiría yo muy tranquilo si tuviera ocasión de dar un par de linternazos a alguien.

VILLALONGA.-  Pues déselos usted a Malibrán que dice...

CISNEROS.-   (con viveza, apretando los puños.)  ¿Qué dice?

MALIBRÁN.-  Pues que la tabla que ha comprado usted anteayer como de Memling, no es ni siquiera flamenca. La tengo por una imitación francesa de las peores.

CISNEROS.-  Váyase usted al cardo con sus tablas. Entiende usted de pintura lo que yo de empollar mosquitos. Lo que hacía falta aquí, créanlo, era un Nerón. ¡Qué hombre tan simpático, y qué buena persona! Ya podían echarle periódicos a ese.

CALDERÓN.-  ¡Fuertecillo está usted, D. Carlos!

  —399→  

VILLALONGA.-  Desengaños amorosos. ¿Lo digo?

CISNEROS.-  ¿Qué?

VILLALONGA.-  Lo diré: entre barbianes no debe haber misterios. Pues esta tarde le han visto a usted salir de la gruta de Calipso, o sea de la casa de Leonor.

CISNEROS.-  Toma. ¿Y qué?

VILLALONGA.-  Es que creíamos que usted no sirve ya ni para novilladas de invierno, y que ya no sabe ni marcar una banderilla.

CISNEROS.-  ¡Monigotes!... Generación menguada y raquítica: los viejos toreamos mejor que vosotros. Preguntádselo a cualquier res. No servís para nada, y con estas canas os dejo yo tamañitos siempre que queráis.

MALIBRÁN.-  ¡Buen punto está usted! ¡Con su carga de años, visititas a La Peri...!

CISNEROS.-  Porque se puede. Fastidiarse... Ea, fantoches, vuestra conversación me revienta.

  —400→  

CALDERÓN.-  ¿No quiere echar una partidita?

CISNEROS.-  No estoy de humor de juegos. No tengo tranquilidad, no puedo estarme quieto; necesito moverme, correr, ir de aquí para allá, empujar al que se me ponga delante, y si alguien se desmanda, ¡por vida de la tía Cotilla! le... le pulverizo.  (Sale de estampía por la puerta del billar.) 

CALDERÓN.-  ¡Es mucho D. Carlos...!

MALIBRÁN.-  Se me figura que he calado el objeto de sus visitas a La Peri.

VILLALONGA.-   Y yo también.  (Pasan al salón, formando grupos que entablan animados coloquios.) 

OROZCO.-   (a CALDERÓN.)  Nada más divertido esta noche que el examen de caras, Pepe. La de Teresa Trujillo deliciosa, incomparable. Expresa curiosidad febril y el arrobamiento artístico del que asiste a una función dramática con buenos actores. Me ha mirado con impertinencia, me ha leído en la frente y en los ojos, con tanto interés como si fuera yo un folletín espeluznante. ¿Pues y la carátula de Aguado? Es un puro resplandor de júbilo, como faz vergonzosa que se consuela   —401→   con la vergüenza ajena. El rostro abesugado del buen Pez, radiante de cordura y ministerialismo. Parece descargar todo el peso de su severidad contra la opinión pública, diciéndole: «tus historias son ridículas y despreciables». Pues ¿y el palmito de Monte Cármenes? La imposibilidad de soltar ahora el todo va bien le da una contracción violenta, que le desfigura, y le hace parecer otro hombre. La cara del exministro, entre benévola y disgustada, con vislumbres de protección, como si dijera: «si yo fuese poder, no pasarían estas cosas». Te aseguro que me he divertido delante de este museo de la opinión expectante y muda. ¡Oh! ¡Si hablaran...! ¡Cuánto daría yo por oírles!

CALDERÓN.-  Si tú has gozado con el estudio de caras, ellos se habrán divertido fotografiándote la tuya.

OROZCO.-  No, porque en ésta nada pueden notar que no adviertan todos los días. La cara mía que expresa y siente ¡ay!, es la que mira para adentro.  (Llegan más personas.)  Parece que esta noche carga el gentío que es un primor. Naturalmente, el crimen misterioso despierta inmenso interés: el público necesita emociones, contemplar rostros de víctimas, o de criminales, o de testigos; examinar el lugar de la catástrofe; ver   —402→   los sitios por donde vaga el ánima del interfecto, olfatear la sangre, tocar los objetos que llevan impresa la huella del delito...  (Con amargura.)  En suma, el drama está en mi casa, y tengo esta noche un lleno completo.  (Dirígese a saludar a los que llegan.) 

CALDERÓN.-   (para sí.)  Hombre sin igual es este. Todo lo sabe, y parece que lo ignora todo.



Escena X

 

Tocador de AUGUSTA. Es de noche.

 
 

AUGUSTA, doliente, recostada en un sofá; FELIPA, en pie, delante de ella.

 

AUGUSTA.-  ¡Gracias a Dios que vienes a tranquilizarme!

FELIPA.-  Dos veces estuve aquí esta mañana; pero la señorita dormía y no quise molestarla.

AUGUSTA.-  ¡Dormir! No he descansado desde aquel momento terrible... No sé si esto es dormir o no; ignoro si mis impresiones son fingidas o reales; estoy como idiota, Felipa, y el temor que llena mi alma no me permite ordenar los recuerdos ni apreciar lo sucedido. Ni aun puedo formar juicio de mis acciones desde aquel instante ni de cómo vine aquí. Cuéntame lo que ha pasado   —403→   después. Estoy en ascuas. ¿Qué hiciste? ¿Se ha descubierto? Dímelo todo, sin ocultarme cosa alguna, por terrible que sea.

FELIPA.-   (bajando la voz.)  Tranquilícese la señorita. No se ha descubierto ni se descubrirá nada. En cuanto dejé a la señorita aquí, después de lavarle las manchas de barro, y una muy chiquita de sangre que había en la manga, me volví allá. ¡Nos habíamos olvidado del sombrero, el sombrero del pobre...!

AUGUSTA.-   (dando un gran suspiro.)  ¡Ay!

FELIPA.-  Afortunadamente, en cuanto entré, lo vi sobre una silla.

AUGUSTA.-  ¿Lo tiraste a la calle?

FELIPA.-  Bajé, y asegurándome de que no había nadie, le tiré junto a la valla. Después corrí en busca de mi hermana, y entre las dos lavoteamos las manchas de sangre de la alfombra, muy poquita cosa... Examinamos con remuchísimo cuidado la escalera, temiendo encontrar en ella gotas de sangre; pero no hallamos... ni esto. Los vecinos del principal, únicos que hay en la casa, como si estuviesen en Babia. No se enteraron de cosa ninguna. Verdad que el   —404→   tiro retumbó muy poco. Lo habrían oído los vecinos si hubieran estado encima; pero, claro, al otro piso no llegó la bulla. Los porteros sordos, mudos y ciegos: de ellos respondo, y no hay nada que temer. Ya les pueden echar jueces. Les he prometido que la señorita les librará de quintas al hijo.

AUGUSTA.-  ¿Uno, un hijo sólo?... Les libraré más: todos los que tengan.

FELIPA.-  Uno tan sólo. Con esto y la gratificación, tan contentos los pobres. Son unas almas de Dios.

AUGUSTA.-  ¡Ay!, habla más bajo... Tengo un miedo horrible... Mira si hay alguien en el gabinete.

FELIPA.-   (que se asoma al gabinete y vuelve.)  Ni una mosca. Podemos hablar sin recelo. Esta mañana, fui y ¿qué hice? Llevé allá a mi hermana con toda su chiquillería, y atesté de muebles la sala, y ya está Rafael trabajando. Quitamos primero la alfombra, desmontamos la cama, me llevé las botas, el sombrero y vestido de la señorita... saqué del pupitre los papeles, cartas a medio escribir, cigarros de él; en fin, todo lo que había me lo llevé a mi casa...

AUGUSTA.-  Mejor sería que lo quemaras todo...

  —405→  

FELIPA.-  Lo que pudiera comprometer, ceniza es ya. De la casa, tan cierto como Dios es mi padre, no sacará el juez ni tanto así de luz. Por donde puede flaquear la trama es por el lado de doña Serafina, quiero decir, que si van y averiguan que la señorita no estuvo aquella noche...

AUGUSTA.-   (secreteando.)  Ya está prevenida Ramona, y bien recompensada. Esta mañana vino a verme. Confío en que no me faltará. Si la curia hiciera alguna tontería, corriéndose en las averiguaciones, mi padre lo arreglará. Hablamos esta noche: no cree nada malo de mí; pero esto de que los periódicos me lancen chinitas le subleva. Es amigote del juez, y quedó en hablarle mañana mismo.

FELIPA.-   (casi entre dientes.)  Todo irá como en las propias manos del Silencio, y aquí el que más mira menos ve.

AUGUSTA.-  ¡Ay, Felipa, qué buena eres! Lo que has hecho por mí, de ningún modo podré recompensarlo. Me serviste fielmente hasta que te casaste. Cierto que te he protegido; pero mis beneficios son muy cortos en comparación de la lealtad y la adhesión con que me los estás pagando.

  —406→  

FELIPA.-  No hablemos de eso, Por usted me dejaría yo matar, si fuera preciso.

AUGUSTA.-   (conmovida.)  No merezco tanta abnegación... Déjame que llore. ¡Ay de mí! Todavía no acierto a dominar la situación en que me encuentro. A ti, que me has ayudado a ocultar mi falta, a ti que sabes la verdad de esta deshonra sin necesidad de que yo te la explique, puedo decirte a boca llena que me reconozco mala, muy mala; pero que considero el castigo desproporcionado a la culpa. Esto no puede ser castigo, porque si fuera castigo, no resultaría tan terrible. No merezco tanto, no. ¡Verle morir así, sin que en su agonía tuviera para mí una palabra de ternura...!, ¿no te acuerdas?, parecía que me despreciaba... ¡a mí que le he querido tanto, que estaba dispuesta a sacrificarle mi posición, mi honor...! El desdén con que me trató después de atentar a su vida por primera vez, me ha destrozado el alma, dejándome una herida que no se cerrará nunca. Recordarás que me dio un nombre ofensivo, ultrajante, el apodo de esa mujerzuela...

FELIPA.-  El trastorno, la ofuscación... Si no supo lo que hacía, menos había de saber lo que hablaba.

  —407→  

AUGUSTA.-  Pero la proximidad de la muerte, aun muriendo por la propia mano, aviva en el alma los sentimientos dominantes en ella. ¿Por qué no me dijo una palabra cariñosa, que yo pudiera recordar después como consuelo?

FELIPA.-  No olvide usted que dijo: «Sé lo que debo hacer, y pido a Dios que me perdone».

AUGUSTA.-  Eso es, perdón a Dios, y a mí que me partiera un rayo. ¿Por qué no me había de pedir perdón también a mí, aunque no fuera sino por este rastro de deshonra que tras sí deja? ¿Sabes? Hay quien dice que le maté yo. ¡Qué infamia tan estúpida!... Yo estoy muerta de pena y desconsuelo; de pena por él, porque le amé, quizás más de lo que se merecía; desconsolada porque no lo volveré a ver, porque murió queriéndome poco o nada, dejándome afligida y celosa... sí, celosa... ¡Si yo pudiera olvidar esta terrible pesadilla...! ¿Crees tú que el tiempo me hará perder la memoria? No, no hay tiempo bastante largo para borrar esto. No sé qué será de mí.

FELIPA.-   (con agudeza.)  El tiempo es muy bueno; trabaja sin que se sienta, y del fin de unas cosas hace el principio de otras.

  —408→  

AUGUSTA.-  Cada hora que pasa me siento más acongojada, y padezco más. Aquella noche, cuando me dejaste aquí, la misma turbación, el terror mismo, me daban cierta energía. Creí salir del paso haciéndome la valiente. Por la mañana me vestí para ir a misa, y cuando Pepe me dio la noticia, me asusté como si fuera una novedad para mí. Hízome el efecto de ver traducida a la realidad una cosa soñada. Desde aquel momento, perdí el valor y me descompuse. Postrada en este sofá, pasé un día horrible, y tuve que dominar ante mi marido mi pena inmensa, aparentando otra pena muy distinta y menor. Fingir lo pequeño para ocultar lo grande es trabajo de prueba. Más fácilmente fingimos los sentimientos muy vivos que los ligeros y superficiales. Figúrate tú que, cuando se te ha muerto un hijo, te hubieras visto obligada a aparentar que sólo llorabas al gato de la casa.

FELIPA.-  ¡Ay, no me lo diga! Reviento yo antes que hacer tal comedia.

AUGUSTA.-  Pues considera si sufriré. Por eso te digo que el castigo es desproporcionado a la falta. ¡Luego, de la situación esta se derivan tantos suplicios diferentes! La presencia de mi marido despierta en mí sentimientos tan extraños, que   —409→   me pongo a morir cuando entra aquí y me habla. A veces me figuro que no hay entre los dos nada de común, y su serenidad ni me lastima ni me inquieta; a veces paréceme que le admiro todo lo que admirarse puede, y me pondría de rodillas delante de él para adorarle, como a un ser que no participa de nuestras miserias.

FELIPA.-   (advirtiendo que AUGUSTA tiene una mano envuelta en un pañuelo.)  ¿Qué es esto?

AUGUSTA.-  La magulladura que me hice en la muñeca, cuando forcejeamos para quitarle aquel maldito revólver. No la noté hasta la mañana siguiente.

FELIPA.-  A mí también me dejó en este brazo un cardenal que me duele bastante.

AUGUSTA.-  He dicho que me quemé lacrando una carta. Pero aunque nadie lo ha puesto en duda, se me antoja que llevo aquí un espantoso dato para los que me creen asesina.

FELIPA.-  El miedo, el miedo hace ver visiones. No seamos tontas. D. Tomás se creerá lo del lacre.

AUGUSTA.-   (con profunda tristeza.)  ¡Ay! ¡Si vieras tú qué recelosa estoy de que   —410→   lo sabe todo, aunque aparenta ignorarlo! Tengo mil motivos para conocer su penetración que, en ciertos casos, supera a cuanto se puede decir. No obstante, su tranquilidad que me hace dudar... «Si lo sabe, me pregunto yo, ¿por qué no me lo dice? Su calma ¿es la expresión más refinada del desprecio que le merezco, o significa una situación de espíritu muy diferente?». Anoche me pasó lo que no me ha pasado nunca: tener pesadillas horribles, una tras otra, y no poder discernir después lo real de lo soñado. Creí que Federico estaba aquí, y vi reproducida la terrible escena, lo mismo, Felipa, lo mismo que la vimos tú y yo. De que esto fue imaginario no tengo duda. Pero después... y aquí entran mis dudas, porque el recuerdo que ha quedado en mí, aunque turbio y calenturiento, es vivísimo en las imágenes. Pues oye. Me levanté... fui al despacho de Tomás y llamé a la puerta. Él dijo desde dentro: «¿quién es?» y yo respondí: «soy La Peri». Abrió, entré, y sentándome a su lado, confesé sin omitir nada. ¡Qué atrocidad! Pues he pasado todo el día de hoy revolviendo en mi cabeza aquel acto, y trabajando por poner en claro si fue real o no. Tengo los sesos derretidos de tanto cavilar. Me parece que estoy viendo a Tomás cuando yo le contaba aquellos horrores. Ponía una cara de conmiseración que me lastimaba enormemente, y yo le decía: «Soy La Peri; no vayas a creer que   —411→   soy tu mujer»; y luego, vuelta a contarle cómo y por qué se mató Federico. Lo que me atormenta y me confunde es la duda de si este delirio sólo tuvo realidad dentro de mi cerebro, o si, en efecto, yo me levanté de mi cama, y fui al despacho de Tomás, y él me abrió, y hablamos, y...

FELIPA.-  Señorita, ¡por los clavos de Cristo!, eso no se hace nunca sino en sueños.

AUGUSTA.-  Pero en el trastorno en que yo estuve anoche, trastorno de los sentidos y del alma toda, no sé... ¿No sabes tú que hay personas que dormidas andan y hablan, y repiten lo que les ha pasado recientemente?

FELIPA.-  Sí, y a esos llaman sonámbulos.

AUGUSTA.-  Yo no me he tenido nunca por sonámbula. ¡Oh, no, imposible que este recuerdo amarguísimo sea recuerdo de un acto real! ¿Verdad que no? La impresión del hecho que llevo en mí es de pesadilla, de esas que a veces se quedan dentro de nosotros tan bien estampadas como los hechos positivos. Pero... todo podría ser. Anoche deliraba yo como un tifoideo, y tenía fiebre muy alta. Yo cerraba los ojos, y al abrirlos, de tiempo en tiempo, Tomás junto a mí, mirándome   —412→   sin pestañear. Sus miradas me penetraban hasta el fondo del alma. No puedo asegurarte si le veía despierta o le veía dormida. ¿Hablé yo? ¿Me levanté y anduve? Conservo una idea vaga de haber sentido sus pasos alejándose hacia el despacho, a no sé qué hora de la noche. También ha quedado en mí una obscura reminiscencia de lo que me atormentó la idea de ser yo La Peri, ese trasto, y de los esfuerzos que hice para no ser ella, sino quien soy. ¡Lucha espantosa entre un nombre y mi conciencia!... Pero nada puedo afirmar con certeza. No sé qué daría por disipar esta duda horrible, cerciorándome de que no hablé, de que no me vendí.  (Pasándose la mano por la frente.)  ¡Cómo está esta cabeza!

FELIPA.-   (atisbando a la puerta.)  Me parece que el señor viene.  (Se levanta.) 



Escena XI

 

Las mismas; OROZCO.

 

OROZCO.-   (a su mujer.)  Querida, aunque no es tarde, harías bien en irte a descansar. ¿Por qué no te acuestas?

AUGUSTA.-  Espero a tener sueño. ¡He dormido tanto en este sofá!...

OROZCO.-  La conversación no te conviene.  (Tomándole   —413→   el pulso.)  Ni pizca de fiebre; pero la charla puede hacerte daño, y has picoteado bastante esta noche; primero con tu papá, después con Manolo Infante, ahora con Felipa.

AUGUSTA.-  Hablar me distrae. Di, ¿se han ido todos ya?

OROZCO.-  Todos. Como no estabas tú, la reunión, cansada de su propia insipidez, se ha disuelto temprano. Y ahora nos quedaremos solos, porque esta se marchará también. Felipa, retírate, que algo tendrás que hacer en tu casa.

FELIPA.-   (para sí, turbada.)  Parece que me echa. Sabe más que Merlín el señor este... Imposible que deje de...  (Alto.)  Con permiso...

AUGUSTA.-  Felipa, quedamos en que mañana recogerás en casa de Sobrino veinticuatro varas, que con las diez y media que tienes...

FELIPA.-   (oficiosamente.)  Ocho y poco más, señorita... Pues hacen treinta y dos.

AUGUSTA.-  Eso es; pero antes de cortar, me traes la batista para verla, porque si no es igual a la otra, la devolveremos.

  —414→  

FELIPA.-  Bueno. ¿Me manda algo más?

AUGUSTA.-  Que te des mucha prisa. ¡Ah! Y que no me olvides los visillos...

FELIPA.-  Estamos en ellos. Buenas noches. Que ustedes descansen.  (Vase.) 

OROZCO.-  Si no tienes sueño, pasa a mi despacho y hablaremos un ratito.

AUGUSTA.-  Sí que pasaré. ¿Piensas velar?

OROZCO.-  Es posible.

AUGUSTA.-   (recelosa.)  ¿Tienes que hacer? ¡Qué afán de calentarte los cascos en cosas que no nos importan!

OROZCO.-  Si nos importan o no, lo veremos... Allí te aguardo.

AUGUSTA.-  Iré.  (Se incorpora.) 


  —415→  

Escena XII

 

Despacho de OROZCO.

 
 

AUGUSTA, envuelta en su cachemira, se acomoda en una butaca, junto a la chimenea muy cargada de lumbre; OROZCO, junto a la mesa, en la cual hay una lámpara encendida.

 

OROZCO.-  ¿Qué... tienes frío?

AUGUSTA.-  Un poco; pero ya voy entrando en calor.  (Para sí.)  No sé por qué tiemblo. Su mirada me desconcierta.

OROZCO.-  No es tarde. Si te encuentras bien, hablaremos un poco de asuntos que a entrambos nos interesan.

AUGUSTA.-  ¿Asuntos...? Tú siempre discurriendo empresas o aventuras humanitarias...

OROZCO.-   (interrumpiéndola.)  No es eso...

AUGUSTA.-  Vale más que te acuestes y descanses.

OROZCO.-   (acercándose a ella.)  Descansaría si pudiera. Pero por mucho dominio que uno tenga sobre sí propio, por grande que sea nuestra energía para disciplinar las   —416→   ideas, hay ocasiones, querida, en que las ideas ahogan la necesidad de reposo, y el sueño es imposible.

AUGUSTA.-   (para sí, con espanto.)  Llegó el momento de las explicaciones. Estoy perdida. ¿Lo sabe o desea saberlo?  (Mirándole fijamente a los ojos.)  ¿Quién podrá descifrar el jeroglífico de ese rostro de mármol?

OROZCO.-   (para sí, mirándola a su vez con atención profunda.)  ¿Será capaz de confesar? Me temo que no.

AUGUSTA.-   (para sí.)  No nos acobardemos. Me adelantaré gallardamente a sus preguntas.  (Alto.)  ¿Por qué me miras así? ¿Es que quieres decirme algo y no te atreves?

OROZCO.-  Te observo temerosa, y esperaré a que te tranquilices.

AUGUSTA.-  ¡Temerosa yo!  (Para sí.)  Fingiré un valor que no tengo... Hasta para confesar lo necesitaría, pues si me rindo, conviéneme hacerlo con dignidad.

OROZCO.-  Ya sé que eres valiente. No necesitas demostrármelo con palabras. Yo también lo soy, más que tú, mucho más, pues tengo ánimo suficiente   —417→   para poner la verdad por encima de los afectos grandes y chicos, para reducir a la insignificancia las pasiones, cuando contradicen el sentimiento universal.

AUGUSTA.-   (para sí.)  Desvaría. El delirio humanitario se ha apoderado de él. Esto me envalentona. Veámosle venir.

OROZCO.-  Yo había pensado educarte en estas ideas, iniciarte en un sistema de vida que empieza siendo espiritual y difícil, y acaba por ser fácil y práctico. Ahora no sé si debo insistir en mi propósito. Se me figura que no ha de gustarte esta creencia mía, adquirida en la soledad a fuerza de meditaciones y de magnas luchas.

AUGUSTA.-   (para sí.)  ¡Ay, Dios mío, cómo se evapora el pensamiento de este hombre! Si me hablase en lenguaje humano, que moviera mi corazón y mi conciencia, me impresionaría; pero estas cosas tan etéreas no se han hecho para mí, amasada en barro pecador.  (Alto.)  Ya sé que eres un hombre sin segundo, al menos entre los que yo conozco. Has cultivado, a la calladita y sin que nadie se entere, la vida interior; has conseguido lo que parece imposible en la flaqueza humana, a saber: no tener pasiones, subirte a las alturas de tu conciencia eminente, y mirar desde allí   —418→   los 14 actos de tus semejantes, como el ir y venir de las hormigas; aislarte y no permitir que te afecte ninguna maldad, por muy próxima que la tengas. ¿Es esto así? ¿Te he comprendido bien?  (OROZCO hace signos afirmativos con la cabeza.)  ¿Y quieres que yo te acompañe en esa purificación? ¡Ay!, bien quisiera; pero no sé si podré. Soy muy terrestre; peso mucho, y cuando quiero remontarme, caigo y me estrello.

OROZCO.-  La gravedad se disminuye limpiando el corazón de malos deseos, y el pensamiento de toda inclinación mala.

AUGUSTA.-  ¡Ay!, yo limpio, limpio; pero se vuelven a ensuciar cuando menos lo pienso.

OROZCO.-  Yo te enseñaré la manera de triunfar, si te confías a mí; pero por entero; confianza ciega, absoluta. Revélame todo lo que sientes, y después que yo lo sepa... hablaremos.

AUGUSTA.-   (para sí.)  ¡Confesar!, esto me aterra. Si él fuera más hombre y menos santo, tal vez...

OROZCO.-  ¿No contestas a lo que te digo? Descúbreme tu interior; pero con efusión completa.

  —419→  

AUGUSTA.-  Lo sabe, y quiere arrancarme la confesión. ¿Cómo lo habrá sabido? ¿Se lo dije yo? Esta duda me vuelve loca. Tomemos la ofensiva.  (Alto.)  ¿Qué quieres que te descubra? ¿Sospechas de mí? Empieza por decirme en qué se funda tu suspicacia, y yo veré lo que debo contestarte.

OROZCO.-   (con determinación.)  Inútiles y ridículos escarceos. Vale más que hablemos con claridad. Desde que apareció muerto Federico, tu nombre anda en lenguas de la gente. No necesito añadir más. Lo que haya de verdad en esto, tú me lo has de decir. Si es falso, desmiéntelo; si no lo es, que yo lo sepa por ti misma. Esta ocasión es solemne, y en ella he de saber quién eres y lo que vales.

AUGUSTA.-   (turbada.)  ¿Pero tú... crees...?

OROZCO.-  Yo no creo ni dejo de creer nada. Espero a que tú hables.

AUGUSTA.-   (para sí.)  ¡Confesar!... ¡Antes morir!... ¡Siento un pavor...!  (Alto.)  Pues te diré: extraño mucho que des asentimiento a esas infamias.

OROZCO.-   (flemáticamente.)  Luego es falso lo que se dice.

  —420→  

AUGUSTA.-  ¿Y lo dudas?

OROZCO.-  No afirmo ni niego. Aplazo mi juicio, porque te veo cohibida por el temor, y te incito a sosegarte y reflexionar. Tiemblas. Tu cara es como la de un muerto.

AUGUSTA.-  Estoy enferma.

OROZCO.-  Enferma de susto. Tranquilízate: tómate el tiempo que quieras para pensarlo: es temprano. Estamos solos, y nadie nos molesta. Mira, yo me siento en esta butaca a leer un poco, y en tanto, tú recoges tu conciencia, y decides, delante de ella, lo que debes responderme.  (Se sienta junto a la en que está la luz, toma un libro y lee.) 

AUGUSTA.-   (para sí, la cabeza inclinada sobre el pecho, y arrebujada en su abrigo.)  Lo sabe... Ese lenguaje claramente lo indica. ¡Qué actitud tan extraña la suya! Por grande que sea la serenidad de espíritu de un hombre, no la comprendo en grado tal. Imposible que su cerebro no sufra alguna alteración honda. La humanidad, ni aun en los ejemplares más perfectos, puede ser así... Y no obstante, ¿qué hay en esa actitud, que me causa una especie de alivio, y me inspira confianza? Todo   —421→   esto ¿será para oírme y perdonarme? Y pregunto yo: «¿Ese perdón vale? El perdón de quien no siente, ¿es tal perdón? ¿Puede un alma consolarse con semejante indulgencia, venida de quien no participa de nuestras debilidades?». ¡Oh!, no; su santidad me hiela. Yo no confieso, no confesaré... ¡Y si tras esa mansedumbre rebulle el propósito de imponerme un castigo severo...! ¡Si en su sistema, para mí no bien comprensible, entra también el trámite de matarme...! ¡Ay, siento escalofrío mortal!... ¡No, no confieso!

OROZCO.-   (apartando la vista del libro.)  ¿Piensas, Augusta, o es que te has quedado dormida?

AUGUSTA.-  No duermo, no. Pensaba en esa tontería que me has dicho, en tu sospecha. ¿Quién te la sugirió? ¿Te habló alguien?

OROZCO.-  Curiosidad por curiosidad, creo que la mía debe llevar la preferencia. Habla tú primero.

AUGUSTA.-  Sin duda, algún amigo nuestro, de los que te tienen envidia y mala voluntad, o amiga mía chismosa y visionaria, te ha...  (Impaciente.)  ¿Por qué medio adquiriste esas ideas?

OROZCO.-   (con ligera inflexión festiva.)  Por adivinación.

  —422→  

AUGUSTA.-  No creo en las adivinaciones.  (Para sí.)  Virgen Santa, mis temores se confirman... Anoche, en aquel delirio estúpido, canté... ¡Si lo tengo bien presente...! ¡Si no se me ha borrado del cerebro la impresión de lo que hice y dije...! ¡Miserable de mí, vendida neciamente! Si ahora me obstino en negar...  (Alto, tragando saliva.)  Explícame ese misterio de las adivinaciones.

OROZCO.-  Tú lo has dicho: misterio es de nuestra alma. Pero, en este caso, el poder mío revelador ha tenido auxiliares.

AUGUSTA.-  ¿Alguien me acusó?

OROZCO.-  Quizás.

AUGUSTA.-   (para sí.)  ¡Dios mío, sácame de esta incertidumbre, y separa en mi espíritu las acciones reales de las fingidas por el cerebro enfermo.  (Rehaciéndose.)  ¡Oh, no es posible que yo hablara; no puede ser! Me estoy atormentando con un recelo pueril, hijo del miedo. Ánimo... y no confesar.

OROZCO.-   (para sí, fingiendo leer.)  Esto sí que es difícil de extirpar. El desgarrón de este sentimiento, que me arranco para echarlo en el pozo de las miserias humanas,   —423→   ¡cómo me duele! Al tirar, me llevo la mitad del alma, y temo que mi serenidad claudique. Si salgo triunfante de esta prueba, ya no temeré nada; dominaré el mundo, y nada terrestre me dominará. ¡Pero cómo me duele esta amputación!  (Mirando furtivamente a su mujer.)  Era el encanto de mi vida. Inferior a mí por su inconsistencia moral, su amor me daba horas felices, su compañía me era grata, y la idea de igualarla a mí, purificándola, me enorgullecía. La pierdo. Quizás será un bien esta viudez que me espera; quizás este lazo me ataba demasiado a las bajezas carnales... Me convendrá seguramente perder el único afecto que me ligaba al mundo. ¿Y si no lo perdiera...? Si con un acto de hermosa contrición se eleva hasta mí...  (Volviendo a fijar los ojos en el libro.)  ¡Ah!, no tiene alma para nada grande. Si me confiesa la verdad, toda la verdad, la perdono y procuraré regenerarla.

AUGUSTA.-   (para sí, sofocada y limpiándose el sudor de la frente.)  No sé qué siento en mí... un prurito irresistible de referir cuanto me ha pasado, mi falta, mi pena inconsolable... ¡Pero si ya se lo revelé...! Sí; no tengo duda. Paréceme que viéndome estoy en el acto inconsciente de anoche; oigo mis propias palabras; me retumban aquí, como si ahora mismo las pronunciara. Todo lo canté   —424→   bien claro... Y si lo sabe, ¿a qué me lo pregunta? ¿A qué humillarme con una segunda confesión?

OROZCO.-  ¿Has pensado, Augusta?

AUGUSTA.-  No, no pienso. Todo está pensado ya.  (Para sí, con tenacidad.)  No confieso, no puedo, no quiero. Me falta valor. Siento en mi alma la expansión religiosa; pero el dogma frío y teórico de este hombre no me entra. Prefiero arrodillarme en el confesonario de cualquier iglesia... Y si despierta niego, después de verme delirando, ¿qué pensará de mí? Nadie es responsable de lo que dice en sueños... Pero los delirios suelen ser el espejo turbio y movible de la vida real... ¡Qué combate dentro de mí! No sé qué hacer ni por dónde escurrirme.

OROZCO.-  ¿Has examinado tu conciencia, Augusta?

AUGUSTA.-   (sacando fuerzas de flaqueza.)  Déjame en paz. Mi conciencia no tiene nada que examinar.

OROZCO.-  ¿Está tranquila? ¿No te acusa de ninguna acción contraria al honor, a las leyes divinas y humanas?

  —425→  

AUGUSTA.-   (para sí.)  Me confieso a Dios, que ve mi pensamiento; a ti no...

OROZCO.-  ¿Qué dices?

AUGUSTA.-  No he dicho nada.  (Para sí, con brutal entereza.)  Me arriesgo a todo... Salga lo que saliere, negare...

OROZCO.-  ¿Insistes en llamar disparatado y absurdo el rumor de que presenciaste la muerte violenta de Federico?

AUGUSTA.-   (para sí, desconcertada.)  ¿Poseerá alguna prueba material?

OROZCO.-  ¿Callas?

AUGUSTA.-   (enfrenándose.)  No, no callo... Es que me asombro de que creas semejante desatino.  (Para sí.)  Si tiene pruebas, que las tenga. Ya no me vuelvo atrás.

OROZCO.-  ¿De modo que lo niegas?

AUGUSTA.-  Lo niego terminantemente.

OROZCO.-  ¿Y lo juras?

  —426→  

AUGUSTA.-  ¿A qué viene eso de jurar?... Si es preciso... lo juro también.

OROZCO.-   (para sí.)  Me engaña miserablemente. Peor para ella. Desgraciada, quédate en tu miseria y en tu pequeñez.

AUGUSTA.-  No es propio de ti dar crédito a las invenciones de la gente maliciosa.

OROZCO.-   (gravemente.)  Yo no anticipo juicio alguno. Me atengo a lo que tú declares.

AUGUSTA.-   (para sí, recelosa.)  ¿Me crees? ¿Crees lo que digo?

OROZCO.-  Sí...  (Se aparta de ella, y pasea por la habitación, mirando al suelo. Para sí.)  Me he quedado solo, solo como el que vive en un desierto.

AUGUSTA.-   (para sí.)  No me ha creído... ¡Y yo noto un vacío en mi alma...! Me siento divorciada, sola, como si viviera en un páramo.

OROZCO.-   (para sí.)  Mi mujer ha muerto. Soy libre. Ningún cuidado me inquieta ya, sino es el de mi propia disciplina interior, hasta llegar a no sentir   —427→   nada, nada más que la claridad del bien absoluto en mi conciencia.

AUGUSTA.-   (para sí.)  He mentido... Su virtud no me convence ni despierta emoción en mí. ¡Divorciados para siempre...! Si viera en él la expresión humana del dolor por la ofensa que le hice, yo no mentiría, y después de confesada la verdad, le pediría perdón. Ningún rayo celeste parte de su alma para penetrar en la mía. No hay simpatía espiritual. Su perfección, si lo es, no hace vibrar ningún sentimiento de los que viven en mí.

OROZCO.-   (para sí.)  ¡Pero qué solo estoy! Murió el encanto de mi vida. ¿Flaqueará mi ánimo en esta crisis tremenda? La conmoción interior es grande. ¿Conseguiré dominarla, o me dejaré arrastrar de este impulso maligno que en mí nace, o más bien resucita, porque es resabio de mis dominadas pasiones de hombre?   (Detiénese detrás de AUGUSTA contemplándola. Ella no le ve.)  ¿Por qué no te impongo el castigo que mereces, malvada mujer? ¿Por qué no te...?  (Apretando los puños.) 

AUGUSTA.-   (para sí, sobresaltada y recelosa, al sentirle parado detrás de ella.)  ¿Qué hace? No me atrevo a moverme, ni a mirar siquiera para atrás. ¡Dios me ampare!

  —428→  

OROZCO.-   (para sí, venciéndose con supremo esfuerzo.)  No, no te iguales a lo más miserable y rastrero de la humanidad. Déjala...

AUGUSTA.-   (volviéndose aterrada.)  ¿Qué? ¿Qué hay?

OROZCO.-  Nada, no he dicho nada.  (Para sí, paseando de nuevo.)  No, los brutales instintos no destruirán, en un instante de flaqueza, la serenidad que adquirí a fuerza de mutilar y mutilar pasiones y afectos miserables. Elévate, alma, otra vez, y mira de lejos estas bastardías liliputienses. Nada existe más innoble que los bramidos del macho celoso por la infidelidad de su hembra.

AUGUSTA.-   (para sí.)  Si en él viera yo el noble egoísmo del león que se enfurece y lucha por defender su hembra... me sería fácil humillarme y pedirle perdón.

OROZCO.-   (para sí.)  Ánimo, y adelante. Volvamos a esta vida externa, cuya estupidez me es necesaria, como la esterilidad glacial del yermo en que habito. Vivamos en esta aridez pedregosa, como si nada hubiera ocurrido. Despierto de un sueño en que sentí reverdecer mis amortiguadas pasiones, y vuelvo a mi rutina de fórmulas comunes, dentro de la cual fabrico, a solas conmigo, mi deliciosa   —429→   vida espiritual.  (Alto y con resolución.)  Augusta.

AUGUSTA.-  ¿Qué?

OROZCO.-  ¿Pero no te acuestas, hija? Es muy tarde.

AUGUSTA.-   (para sí.)  El mismo acento de siempre.  (Alto.)  Sí, me acostaré. ¿Y tú?

OROZCO.-  Yo también. Oye una cosa: mañana, recuérdame que hay que comprar el regalo para Victoria Trujillo, cuya boda es el jueves.

AUGUSTA.-  Es verdad. ¿Qué le compraremos?

OROZCO.-  Lo que tú quieras. Tienes mejor gusto que yo para elegir cachivaches. ¡Ah! Otra cosa: si mañana estás bien, hemos de visitar a Clotilde Viera.

AUGUSTA.-  ¡Ah!, sí... Mañana estaré bien, y saldré; saldremos.

OROZCO.-  Daremos una vuelta en coche por el Retiro y la Castellana. Te llevaré que veas los cuadros que ha comprado últimamente tu papá.

  —430→  

AUGUSTA.-  Bueno...  (para sí.)  Como si tal cosa. El mismo hombre, el mismo, inalterable, marmóreo, glacial. ¿Qué significa esto?  (Alto.)  Francamente, no tengo muchas ganas de ver los cuadros que ha comprado papá, pues me dijo Malibrán que eran cosa de muertos, y santos en oración, flacos, sucios y amarillos. Todo eso me es antipático.

OROZCO.-  Por cierto que ayer estuve a punto de comprarte una imitación de Watteau muy linda... Pastorcitos, elegantes marquesas con cayado, mucho lazo en la frente y hombros, zapatito de raso, y luego amorcillos jugando con las ovejas.

AUGUSTA.-  ¡Ay, eso me encanta! ¿Por qué no me lo trajiste?

OROZCO.-  Pensé consultar contigo la compra antes de hacerla; pero como estuviste mala, no quise molestarte.

AUGUSTA.-   (que se levanta y tira del cordón de la campanilla.)  Pues no dudes que te agradezco de todas veras regalito tan de mi gusto.  (Mirándole fijamente y con alarma.)  ¿Qué significa esta indiferencia, grave y hermosa, que raya en lo sobrenatural? Esto no es grandeza de alma. Esto es...

  —431→  

OROZCO.-   (para sí.)  Expláyate, hombre, expláyate en el páramo de la vida externa. Eso conforta.

AUGUSTA.-  Una nueva pena, una nueva inquietud. Será preciso consultar con los mejores especialistas en perturbaciones cerebrales.  (La criada aparece en la puerta. AUGUSTA se retira con ella.) 



Escena XIII

 

OROZCO, solo.

 

  ¡Dominada la pavorosa crisis!... Pero andan por dentro de mí los girones de la tempestad, y necesito dispersarlos, no sea que se junten y condensen de nuevo, y me pongan otra vez al borde del abismo de la tontería... Fuera locurillas impropias de mí. Los celos, ¡qué estupidez! Las veleidades, antojos o pasiones de una mujer, ¡qué necedad raquítica! ¿Es decoroso para el espíritu de un hombre afanarse por esto? No: elevar tales menudencias al foro de la conciencia universal es lo mismo que si, al ver una hormiga, dos hormigas o cuatro o cien, llevando a rastras un grano de cebada, fuéramos a dar parte a la Guardia civil y al juez de primera instancia. No: conservemos nuestra calma frente a estas agitaciones microscópicas, para despreciarlas más hondamente. Figúrate que no existen para ti; muéstrate indiferente,   —432→   y no hagas a la sociedad y a la opinión el inmerecido honor de darles a entender que te inquietas por ellas. Que nadie advierta en ti el menor cuidado, la menor pena por lo que ha ocurrido en tu casa. Para tus amigos serás el mismo de siempre. Que te juzgue cada cual como quiera, y tú sé para ti mismo lo que debes ser en ti, compenetrándote con el bien absoluto.  (Asómase a una ventana que da al patio de la casa.)  ¡Hermosa noche, tibia y serena, de las que ponen a Villalonga fuera de sí! ¡Cómo lucen las estrellas! ¡Qué diría esa inmensidad de mundos si fuesen a contarle que aquí, en el nuestro, un gusanillo insignificante llamado mujer quiso a un hombre en vez de querer a otro! Si el espacio infinito se pudiera reír, cómo se reiría de las bobadas que aquí nos revuelven y trastornan!... Pero para reírse de ellas era menester que las supiera, y el saberlas sólo le deshonraría.  (Abre los cristales y apoya los codos en el antepecho. En la pared opuesta del patio rectangular se ven las ventanas de la escalera de la casa.)  Da gusto respirar el aire libre: su frescura despeja la cabeza y sutiliza la imaginación...  (Pausa.)  Siéntome otra vez asaltado de la idea que ha sido mi suplicio ayer y hoy, la maldita representación del trágico suceso, y la manía de reconstruirlo con elementos lógicos. ¿Qué pasó, cómo fue, qué móviles lo determinaron? Me había propuesto expeler y dispersar estos   —433→   pensamientos; pero no es fácil. Se apoderan de mi mente con despótico empuje, y tal es su fuerza plasmadora, que no dudo puedan convertirse en imágenes perceptibles, a poco que yo lo estimulara.  (Agitado.)  Debo recogerme y procurar el reposo.  (Cierra la ventana y se retira. Discurre por varias habitaciones de la casa, las unas obscuras, alumbradas las otras. Largo intermedio, al fin del cual vuelve a encontrarse OROZCO, por efecto de una traslación inconsciente, en la ventana que da al patio.)  ¿Cómo es esto? ¿Todavía luz en la escalera? Y parece que entra alguien y sube.  (Fijándose en las ventanas de en frente.)  Sí, una persona sube con paso lento, como fatigada. ¡Ya! Será Juan, que se retira después de haber cerrado el portal y apagado las luces. ¡Pero si el gas está encendido aún...! El tal sigue subiendo... y es persona a quien creo conocer... aunque no puedo asegurar quién sea. Juan se ha dormido, ¡qué posma!, y deja entrar a todo el que llega.  (Llamando.)  ¡Juan!... No me oye... Iré a ver qué intruso es este.  (Se aparta de la ventana, atraviesa el despacho, luego el billar, y sale a la sala de tresillo.)  ¿Pero qué es esto? ¿El salón también encendido?  (Sorprendido de ver luces en todas las estancias.)  Vamos que... Saldremos por aquí a la antesala y a la escalera, a ver quién... a estas horas...  (Asómase a la puerta de la antesala, y retrocede después de una breve inspección.)  Nadie, nadie. Era mi idea,   —434→   queriendo convertirse en imagen.  (Atraviesa el salón y la sala japonesa, pasa al gabinete próximo, que comunica con el tocador y la alcoba conyugal, y al entrar en esta, siente pasos detrás de sí, vuélvese y ve una imagen subjetiva, representación fidelísima de persona viviente. LA IMAGEN viste de frac. Semblante triste y afectuoso.) 

OROZCO.-   (levantando el cortinón de la puerta que da a la alcoba.)  ¡Ah! ¿Eres tú? Acabáramos... Yo decía: «¿pero quién sube a estas horas?». ¿Estaba Juan dormido cuando entraste?

LA IMAGEN.-  Sí; todos duermen a estas horas; tú también.

OROZCO.-  Yo no. ¿No me ves en pie?

LA IMAGEN.-  ¡Qué has de estar en pie, hombre! Por cierto que tienes una postura molestísima. ¿Negarás que te duelen el brazo derecho y el cuello?

OROZCO.-  Sí que me duelen.

LA IMAGEN.-  Ponte de otra manera y respirarás más fácilmente. ¿Por qué no duermes tranquilo? ¡Pobre cerebro, atormentado noche y día por las fórmulas algebraicas de la conciencia universal! Si   —435→   no te calentarás los cascos dormido y despierto, no vendría yo a molestarte.

OROZCO.-  No me molestas. Pasa aquí.  (Entran en la alcoba.) 

LA IMAGEN.-  Se me ocurrió venir porque pensabas en mí más de lo que yo merezco, reproduciendo en tu mente mi persona y mis actos con una fuerza tal que hacías vibrar mis inertes huesos. En medio de tus extraordinarias perfecciones, tuviste flaquezas impropias de un hombre de tu altura moral; reconstruiste, al par de la terrible escena de mi muerte, las escenas amorosas que la precedieron.

OROZCO.-   (con tristeza.)  Es verdad: ayer y hoy, a pesar de mis esfuerzos por encastillarme en un vivir superior, no he podido menos de ser a ratos tan hombre como cualquiera. Pensé mucho en ti y en ella. Y tú me dirás: «¿cómo has llegado a conocer la verdad de mi desastrosa muerte?». Te contestaré que he pasado rápidamente de la presunción a la certidumbre.

LA IMAGEN.-  ¿Te lo ha dicho esa?

OROZCO.-  Anoche, calenturienta y trastornada, articuló delante de mí palabras ininteligibles. Pero   —436→   no vendió su secreto. Esta noche, despierta y en posesión de su juicio, no ha tenido grandeza de alma, para confesarme la verdad. La muy tonta se ha perdido mi perdón, que es bastante perder, y la probabilidad de regenerarse.

LA IMAGEN.-   (acercándose al lecho de AUGUSTA y contemplándola dormida.)  Duerme, como tú, intranquila, y también me trae a su lado.

OROZCO.-  ¿Pero la ves a ella? Yo creí que me veías a mí solo, como hechura mía que eres. Y te equivocas al pensar que duermo. Ni siquiera estoy en el lecho: me veo en pie, como tú, vestido; aún no me he quitado el frac. Acércate acá. ¿Qué haces ahí mirando a mi mujer? ¿No la has visto bastante? Es una falta de atención que me dejes con la palabra en la boca, habiendo venido a visitarme... Pero qué, ¿te vas?  (Se pasa la mano por los ojos.) 

LA IMAGEN.-  No; aquí me tienes. Te toco para que no dudes de mi presencia.

OROZCO.-   (cogiéndole una mano.)  No he concluido de contarte cómo se determinó en mí el conocimiento de esa triste verdad. El rumor público acerca de la culpabilidad de Augusta fue principio y fundamento de   —437→   mis presunciones. Oí todas las hablillas, y de su variedad y garrulería saqué la certidumbre de que esa desdichada te amó, y de que tú la amaste. Completaron mi conocimiento diversos accidentes; las visitas de Felipa, algo que advertí en la cara de esta, la turbación de Augusta, la rozadura de su mano, y un no sé qué, un misterioso sentido testifical notado en la luz de sus ojos, en el eco de su voz, y hasta en el calor de su aliento. Ahora, respecto a tu muerte, nada concreto sé. No puedo decir que poseo la verdad; pero tengo una idea, interpretación propiamente mía, hija de mi perspicacia y de mi estudio de la conciencia universal e individual. Esta interpretación atrevida no concuerda con ninguna de las versiones vulgares, patrocinadas por los comentaristas del ruidoso y sangriento caso; es mía exclusivamente y voy a comunicártela.  (LA IMAGEN se sienta al borde del lecho en que yace OROZCO, y se inclina sobre este.)  Pero no peses tanto sobre mí. Me sofocas, me oprimes, no me dejas respirar... Oye lo que pienso de tu muerte... ¡Ay!, por Dios, no te apoyes en mi pecho. La más grande montaña del mundo no pesa lo que tú... Pues mi opinión es que moriste por estímulos del honor y de la conciencia; te arrancaste la vida porque se te hizo imposible, colocada entre mi generosidad y mi deshonra. Has tenido flaquezas, has cometido faltas enormes; pero la estrella del   —438→   bien resplandece en tu alma. Eres de los míos. Tu muerte es un signo de grandeza moral. Te admiro, y quiero que seas mi amigo en esta región de paz en que nos encontramos. Abracémonos.  (Se abrazan.) 





 
 
FIN DE LA NOVELA
 
 


Madrid, Julio de 1889.