La costumbre había establecido que cuando moría un niño se festejase la defunción con música, canto y baile. Si los padres podían sufragar los gastos, celebrábase la fiesta en la propia casa, pero lo más frecuente era que cediesen el cadáver a un interesado mediante el pago de una cantidad determinada. En la montaña el que pagaba los mejores precios por los angelitos era El Chispa, encargándose también de la sepultación en el cementerio de la aldea más cercana. Ese mismo día el cuerpo aún tibio de la criatura estaba en poder del cuatrero y mientras la madre regresaba a la choza, llevando atadas en las puntas de un pañuelo las monedas fruto de la venta, él, el padre, daba principio bebiéndose un gran vaso de aguardiente, a la celebración del velorio. Luego desfilaron por su cerebro los detalles de la orgía, esa vergonzosa bacanal en que tomara parte tan activa. Y ahora, cómplice otra vez, trataba de reanudar esa misma orgía devolviendo al niño. Al llegar aquí en sus recuerdos, una arruga profunda se marcó en la estrecha frente del maderero. Una voz, alzándose en lo hondo de la conciencia, decíale que aquel acto no podía ser grato a los ojos de Dios. Además, de ese objeto de profanación era su hijo, la carne de su carne, el ser a quien debía los únicos puros goces de su atormentada vida. Fijó una larga e intensa mirada en la marmórea faz del pequeño. La luz del sol, tamizándose a través del ramaje, hacía resaltar el áureo matiz de la rizada cabellera. Con los ojos cerrados, quietecito en su lecho de hierba, parecía dormir tan apaciblemente que el campesino tuvo durante un segundo la impresión de que todo lo que había evocado su memoria no era sino una pesadilla provocaba por el alcohol. Algo sensible se desgarró en sus entrañas, y sus ojos empañados siguieron contemplando aquel rostro que le recordaba instantes felices e inolvidables. Una extraña perturbación se apoderó del labriego. En la ruda corteza de su alma se había abierto una brecha y por ella penetraron a raudales la ternura y la piedad |