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Relatos populares [Fragmentos]

Baldomero Lillo





Las hebras plateadas de los cabellos, las arrugas del rostro y los cuerpos secos y angulosos eran señales indicadoras de que las dos nuevas locatarias de la pieza número cinco habían pasado los cincuenta años.

Por eso no fue pequeño el asombro que produjo en el conventillo la inesperada respuesta dada por una de ellas a la ocupante del número seis, al expresarle ésta la edad probable que le calculaba.

-¡Jesús, qué disparate ha dicho usted! Delfina que es la mayor, no ha cumplido treinta y cinco, ¡y yo voy a tener cincuenta!

Y sus ojillos de miope, relampagueantes de cólera, expresaban tal indignación que su interlocutora, intimidada, se alejó mascullando entre dientes:

-¡Vaya, esta vieja está loca o me cree tonta!

Desde ese día se las llamó, irónicamente las «Niñas».

Los habitantes del conventillo que, hasta entonces, habían mirado con cierta indiferencia a las hermanas, comenzaron después de este incidente, a observarlas con curiosidad, vigilando sus pasos, atentos a sorprender un hecho o detalle que, a modo de rendija, les permitiera escudriñar en sus vidas.


(«Las niñas»)                


Hacía algunas horas que trabajaba con empeño, cuando oí la voz tonante del jefe que me llamaba. Acudí presuroso. La tienda estaba llena de compradores y jefe y dependiente iban de un lado a otro atareadísimos. Como principiantes mi ayuda se limitó por de pronto a despejar el mostrador de la avalancha de especies en él desparramadas. La actividad del señor Pirayán me maravilló. Su rostro estaba carmesí y sus vivaces ojillos relucían como ascuas. Para todo tenía frases oportunas y dichos agudos que hacían reír. Su labia era inagotable, y su voz meliflua tomaba las más variadas inflexiones, pasando de la cortesía estudiada y pegajosa a la familiaridad más encantadora. Su «mimbre» dorsal parecía próximo a romperse a cada instante. Detenía al comprador descontento, en su retirada hacia la puerta, con un chiste, con una oferta nueva, con una rebaja ventajosa. Pero, sobre todo, lo que causaba mi asombro dejándome estupefacto, eran su aplomo y serenidad para pedir veinte por lo que valía cinco, para jurar con unción arrebatadora que tejidos de algodón o de cáñamo eran de lana, de purísima lana sin mezcla alguna. Todas esas mercaderías, de la mejor calidad, de la última moda y que casi no costaban nada, eran fabricadas especialmente para la casa. A creer lo que aseguraba, el mundo industrial del planeta tenía el pensamiento fijo en el Anzuelo de Plata, cuyas instrucciones respecto a dibujo y colorido de las telas eran aguardadas con ansia, dando la pauta del buen gusto del orbe entero. Los fabricantes se disputaban los pedidos de Pirayán y Cía. A cablegrama limpio; lo menos una docena recibíase diariamente.


(«Tienda y trastienda»)                


La costumbre había establecido que cuando moría un niño se festejase la defunción con música, canto y baile. Si los padres podían sufragar los gastos, celebrábase la fiesta en la propia casa, pero lo más frecuente era que cediesen el cadáver a un interesado mediante el pago de una cantidad determinada. En la montaña el que pagaba los mejores precios por los angelitos era El Chispa, encargándose también de la sepultación en el cementerio de la aldea más cercana.

Ese mismo día el cuerpo aún tibio de la criatura estaba en poder del cuatrero y mientras la madre regresaba a la choza, llevando atadas en las puntas de un pañuelo las monedas fruto de la venta, él, el padre, daba principio bebiéndose un gran vaso de aguardiente, a la celebración del velorio. Luego desfilaron por su cerebro los detalles de la orgía, esa vergonzosa bacanal en que tomara parte tan activa. Y ahora, cómplice otra vez, trataba de reanudar esa misma orgía devolviendo al niño.

Al llegar aquí en sus recuerdos, una arruga profunda se marcó en la estrecha frente del maderero. Una voz, alzándose en lo hondo de la conciencia, decíale que aquel acto no podía ser grato a los ojos de Dios. Además, de ese objeto de profanación era su hijo, la carne de su carne, el ser a quien debía los únicos puros goces de su atormentada vida. Fijó una larga e intensa mirada en la marmórea faz del pequeño. La luz del sol, tamizándose a través del ramaje, hacía resaltar el áureo matiz de la rizada cabellera. Con los ojos cerrados, quietecito en su lecho de hierba, parecía dormir tan apaciblemente que el campesino tuvo durante un segundo la impresión de que todo lo que había evocado su memoria no era sino una pesadilla provocaba por el alcohol. Algo sensible se desgarró en sus entrañas, y sus ojos empañados siguieron contemplando aquel rostro que le recordaba instantes felices e inolvidables. Una extraña perturbación se apoderó del labriego. En la ruda corteza de su alma se había abierto una brecha y por ella penetraron a raudales la ternura y la piedad


(«El angelito»)                






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