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Rosalía y Zorrilla: Una tarde, una iglesia, una duda

Ricardo Navas Ruiz


University of Massachusetts



El estudio de las diferencias biológicas y culturales del hombre y la mujer ha ocupado extensamente a médicos, antropólogos, sociólogos, historiadores y aun filósofos. La literatura no se ha quedado al margen del problema. Los críticos literarios han tendido a hacer de las creadoras un mundo distinto de los creadores. Y eso a pesar de la protesta de no pocas escritoras que han enfatizado la igualdad de talento, sentimientos, capacidades y escritura. Traigo como único ejemplo el de Rosario de Acuña [1851-1923] quien en su poema «Poetisa» de Ecos del alma [1876] se indignaba de que le aplicaran tal denominación y no la de poeta: «si han de ponerme nombre tan feo, / todos mis versos he de romper».

El problema teóricamente podría resumirse así. La palabra, la escritura y el poder fueron asignados en el mundo occidental al hombre en tanto que la maternidad y el hogar se reservaron para la mujer [Kristeva, 1974]. En el pasado remoto algunas mujeres transgredieron de vez en cuando la división de funciones y escribieron u ocuparon el poder. Recuérdese en nuestra tradición a Isabel la Católica, Teresa de Jesús, Inés de la Cruz. A partir del siglo XIX la transgresión ocasional se hizo común debido a la liberación progresiva de la mujer favorecida por factores sociales, políticos y educativos.

Su incorporación masiva a la escritura, -el número de escritoras españolas del siglo XIX supera el de mil quinientas-, obligó a plantear la existencia o no de un rasgo específico de la feminidad o, en terminología técnica usual, la existencia o no de una voz femenina. El debate se ha prolongado por muchos años y no está ni mucho menos concluido. Los que la afirman se basan en datos culturales o en ciertos rasgos del habla. Los que la niegan sostienen su imposibilidad porque, desde el momento en que la mujer se pone a escribir, tiene que operar con un código lingüístico único para todos los seres humanos [Kristeva, 1979].

Permítaseme en relación a los primeros apuntar sólo de paso, sin entrar en razonamientos, que algunos rasgos de habla considerados específicos de grupo dejan de serlo en cuanto entran a formar parte del lenguaje literario. Si se oyen en la calle expresiones como «mi rey, mi ángel», adivinamos, aun sin verla, que habla una mujer a un niño. Ningún hombre usaría esos términos. En una novela cualquier escritor puede reproducirlos sin que parezca afeminado. Los mejores discursos femeninos en literatura han sido creados por hombres. Alterando un conocido proverbio latinesco, cabe decir «quod natura non dat, phantasia suplet».

Inclinándome por la tesis del no, me propongo en este trabajo comparar dos poemas, uno de José Zorrilla, otro de Rosalía de Castro, para mostrar que efectivamente un poeta y una poeta pueden asumir ante un asunto común actitudes y códigos no diferenciables sexualmente, desde su condición de hombre o mujer, sino tan sólo artísticamente, como corresponde a dos individuos de distinto temperamento y estilo. Los poemas son «En la catedral de Burgos» de El drama del alma [1867] del primero, y «Santa Escolástica» de En las orillas del Sar [1884] de la segunda.

Diferentes en su motivación y en su estructura, los dos coinciden en el estado de ánimo que los origina, la angustia existencial. Zorrilla parte de su regreso a la patria tras los muchos años de exilio en México. Lo que debía ser reencuentro alegre y en muchos momentos lo es, se torna en Burgos preocupación ansiosa por el protector que había dejado solo allá acosado de enemigos, el emperador Maximiliano. Sin que se explicite, se percibe detrás de la emoción el remordimiento por el abandono de quien lo había nombrado poeta de su Corte. Rosalía lleva al poema [Mayoral, 1974, 45-48] una experiencia habitual, un día más de saudade y grisura, de monotonía y hastío compostelanos, de desesperado y a la vez resignado sufrimiento vital.

«En la catedral de Burgos» es mucho más extenso que «Santa Escolástica». Rosalía escoge la concentración descriptiva, de reducción del cuadro a elementos esenciales, y la contención emocional, ceñida, escueta, en contraste con la amplitud detallista y colorista o el desahogo del sentimiento de Zorrilla. Todo ello es esperable para quien tenga en cuenta la especificidad estilística de cada escritor. No sé si Rosalía conocía el poema de Zorrilla. El problema no deja de ser relevante; pero no hay datos externos que lo aclaren. De todos modos las composiciones son tan diferentes que difícilmente cabría hablar de imitación. Estamos simplemente ante una afortunada coincidencia de temas.

En este marco de semejanzas y diferencias individuales es posible aislar una serie de señales o estructuras organizacionales coincidentes que permiten establecer la presencia de un código lingüístico idéntico en los dos creadores. Nada autoriza a escuchar en él voces de mujer o de hombre, nada propicia reconocer una especificidad femenina o masculina. Solamente se percibe la lucha de dos artistas tratando de manipular según su particular sensibilidad un mismo conjunto de datos, de experiencias, de herencias, para plasmar una obra original y expresar en ella su alma.

Los dos encuadran la acción poética en un tiempo y un fenómeno natural semejantes, la tarde y la tormenta. La tarde incipiente de primavera en Rosalía es tarde declinante de verano en Zorrilla. Pero en los dos emerge como tiempo del día propicio a la introspección y el análisis del sentimiento. La tormenta se anuncia, pesada, agobiante, pero sin estallar, en medio de la suave llovizna santiagueña y el bochorno; rompe horrísona entre truenos y relámpagos en el calor asfixiante burgalés. Para Rosalía simboliza su estado de ánimo contenido y resignado, doblegado a una costumbre de control; para Zorrilla refleja su mundo interior incontrolable, imposible de someter a rienda racional.

Los dos destacan en ese entorno la aparición especial de la luz. Gracias a ella pueden ambos visualizar de un modo peculiar el cuadro que termina por centrar su atención y convertirse en eje de la resolución de su crisis, el de Santa Escolástica en la iglesia de San Martín Pinario, el del Cristo de la catedral de Burgos. La luz para Rosalía emerge entre las nubes iluminando esplendorosa una visión beatífica y consoladora; en Zorrilla proviene de los fogonazos de los relámpagos, tétrica e intermitente, dejando ver escenas de muerte y venganza, de dolor y sangre.

Sobre este fondo natural se dibuja en plano anterior un escenario urbano. La ciudad se ofrece en los dos como un espacio necesario para un deambular físico que permite un peregrinaje interior por la conciencia. Rosalía recorre una Compostela histórica [Nogales de Muñiz, 1966, 91-98] que contempla somnolienta y decadente, muerta como ella, en realidad ciudad de muertos como en la inolvidable imagen madrileña de Larra con la que entronca. Zorrilla pasea por un Burgos mucho menos preciso en sus monumentos, ligado a su infancia, en el que se siente perdido y aislado entre la multitud callejera. En cualquier caso, la deshumanización de la ciudad pone de relieve la soledad, el desligamiento social, de sus dos contempladores privilegiados.

Lo que pudiéramos llamar macroescenario -naturaleza y ciudad-, se reduce finalmente a un recinto menor, a un templo. El deambular callejero termina en una iglesia desierta o casi desierta, San Martín Pinario de Santiago, la catedral de Burgos. El silencio se intensifica. El individuo oye solamente la voz interior de la conciencia. Nada distrae la meditación, nada se interpone entre el sujeto y su experiencia. Es justamente en este momento cuando aparentemente nuestra tesis de la inexistencia del rasgo femenino parece venirse abajo.

En efecto, Rosalía dentro del templo reafirma su condición de mujer identificando aquél con el útero materno: nadie como una mujer puede sentir la majestad y el calor protector de un templo porque nadie como ella puede saber lo que son las urgencias y dulzuras de una madre. Zorrilla, por supuesto, no podría escribir nada parecido; pero podría, -y así lo había hecho-, anular el supuesto, romper la diferencia. También para él la catedral de Burgos se había convertido muchas veces en útero, en refugio, a través de la experiencia de su madre que lo llevaba de niño al recinto sagrado en busca de amparo. En otros términos, más allá de lo sexual, para los dos el templo se hace lugar recóndito y acogedor, útero, bien a través de experiencia femenina directa, bien a través de experiencia indirecta desde las vivencias materno-infantiles. De esta manera los dos poetas lo que hacen, en realidad, es transformar el templo al que se han acogido en una imagen tradicional que no mencionan ni seguramente conocen, aunque es universal y se manifiesta de varios modos, el de la mándala, el espacio cerrado representativo del cosmos, presidido por la Divinidad, propicio a la meditación, a la experiencia espiritual. La divergencia masculino-femenino queda así anulada.

Naturaleza, ciudad, templo conducen por fin a la manifestación de la crisis anímica, a su explosión y catarsis. Rosalía y Zorrilla sufren por distintos motivos, pero con el mismo grado de ansiedad, un estado de angustia existencial, un intenso momento de desesperanza y agonía. A aquélla le corroe un dolor antiguo, una desgana vital, un sentimiento de inutilidad, de vacío, la duda de la existencia de Dios ante la prevalencia general del mal. La intensidad de la vivencia es tal que el suicidio se insinúa en los versos claramente como una solución al callejón cerrado. A éste le atormenta el silencio de Dios, ese silencio que tanto irritaba a los románticos. Dios no responde sus preces por Maximiliano. Dios calla ante la injusticia y la barbarie. La fe del poeta vacila, quiere rezar y no puede ante el abandono total del poder divino en connivencia con el poder humano.

Es ahí, en ese punto crítico, cuando los dos poetas descubren vivencialmente lo que sin duda ya conocían intelectualmente a través de la lectura de El genio del Cristianismo de Chateaubriand, la belleza del arte cristiano. No se trata de ampararse en una teoría, sino de experimentar su realidad, de sentir su poder purificador en sí mismos, en una aplicación individual y concreta. Rosalía y Zorrilla centran su mirada en una escultura, la de santa Escolástica aquélla, la del Cristo de Felipe de Borgoña éste. Los guía hacia ellas una luz que aparece repentinamente dando vida y movimiento a las figuras, la luz que rompe las nubes en Rosalía, la luz que nace del relámpago en Zorrilla.

En todas las religiones, en todos los estados místicos, la luz es presagio y atributo de la Divinidad. Nada obsta, pues, para que se pueda aquí situar la experiencia de los poetas en la misma tradición. Rosalía descubre en santa Escolástica la serenidad, la paz espiritual, la ecuación platónica de belleza y divinidad. El arte reafirma la existencia de Dios. Las dudas de la poeta desaparecen. Zorrilla intuye en el Cristo un trasunto de Maximiliano. Como aquél, el emperador es sacrificado por su pueblo. La realidad cruel y absurda cobra de pronto un sentido, una finalidad. El poeta puede rezar otra vez, aunque en su alma siga la horrible tormenta.

El análisis anterior permite concluir, relativizando un tanto el problema de la existencia o no de una voz femenina, que por lo menos no es audible siempre que escribe una mujer. Rosalía y Zorrilla han llevado a su poema un tema muy típico del siglo XIX, el de la angustia existencial y la duda religiosa, el del silencio de Dios, un tema asexual, que hombres y mujeres vivieron con la misma intensidad y la misma perspectiva de seres humanos. Para desarrollarlo acudieron a una serie de símbolos y signos literarios comunes asimismo a hombres y mujeres dentro del código lingüístico-cultural del siglo XIX: la belleza del arte cristiano a través del cual se puede acceder a la Divinidad, la naturaleza como reflejo de un estado de ánimo, la soledad del individuo dentro de la ciudad enajenada, el templo refugio. Sus poemas son obra de un ser humano, de un artista con un estilo propio, no de una voz masculina o femenina.






Referencias

  • Kristeva, J., Des Chinoises, Paris, Editions de Femmes, 1974 [Cfr. Primera parte «De ce côté»].
  • ——, «Il n'y a pas de maître à langage», Nouvelle revue de psychanalyse 20 (1979), pp. 119-140.
  • Mayoral, M., La poesía de Rosalía de Castro, Madrid, Gredos, 1974 [Biblioteca Románica Hispánica, II, Estudios y Ensayos, 209], pp. 45-48.
  • Nogales de Muñiz, M.ª A., Irradiación de Rosalía de Castro, Barcelona, [sin nombre de editora], 1966, pp. 91-98.


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