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Rubén Darío, españolista mayor


[Conferencia de clausura del Congreso «Rubén Darío: un universo de universos», leída el 15 de septiembre de 2016 en la Biblioteca Histórica de la Universidad Complutense]

Jorge Eduardo Arellano



En un artículo poco conocido sobre Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez dejó el siguiente testimonio: «Yo, que tanto traté a Antonio Machado en esa época, sé de la fuerte influencia que ciertos poemas del españolista mayor Rubén Darío […] determinara en él. Los altos del Hipódromo de Madrid recordarán bien la declamación en un Antonio Machado teatral […] de esos poemas del nicaragüense»1.

¿Rubén Darío, españolista mayor? Nadie puede dudar hoy de este cognomento definitorio después de conocer a fondo la obra en verso y en prosa del ciudadano de la lengua española y transformador armonioso y perdurable de la misma. Su poemario cimero, Cantos de vida y esperanza, Los Cisnes y otros poemas (1905), suscitó esta certeza de Jorge Guillén, mientras surgían las vanguardias españolas e hispanoamericanas: Ninguno ha sido emperador tan absoluto en nuestros días como el poeta que logró ser el poeta de todas las Españas. Solo en los versos de Rubén no se pone el sol2.

De ahí que los Cantos… estén poseídos del amor ancestral a España. El mismo Darío, en su «Historia de mis libros», anotó: Hay […] mucho hispanismo en este libro mío; ya haga su salutación el optimista -en el más alto y profundo himno a la estirpe hispánica, según Guillermo de Torre-, ya me dirija al rey Óscar de Suecia, o celebre la aparición de Cyrano en España, o me dirija al presidente Roosevelt, o celebre al cisne. O evoque anónimas figuras de pasadas centurias, o haga hablar a D. Diego de Silva y Velázquez y a D. Luis de Argote y Góngora, o a Cervantes, o a Goya, o escriba la Letanía a Nuestro Señor Don Quijote. ¡Hispania siempre!3

En cuanto a ese amor a España, cabe reiterar que se había manifestado en el 98 cuando se solidarizó con sus valores culturales -léanse los del Siglo de Oro- frente a los estupendos gorilas colorados que les habían vencido militarmente y humillado políticamente. Pero tuvo su inmediato desarrollo con la presencia irradiante del propio Darío -a sus 32 años- en la misma España, que pasearía -al decir de Federico García Lorca- como su propia tierra4.

Así, revalorando sus auténticas raíces, llegó a proclamar en este cuarteto:


Yo siempre fui, por alma y por cabeza,
español de conciencia, obra y deseo,
y ya nada concibo y nada veo
sino español por naturaleza.



Por lo tanto, Darío no ocultaba ni reprimía su ciudadanía de la lengua (Un continente y otro renovando las viejas prosapias, / en espíritu unidos, en espíritu y ansias y lengua -cantó en su «Salutación del optimista»-, ni tampoco su nutrida, profunda herencia española. No en vano consideraba que su inicial libro de versos, Epístolas y poemas (1885), era muy español y clásico y todo, y zorrillesco y nuñezdearcino5.






Una gramática panhispánica

Más aun: a sus quince años, desde su provinciano León de Nicaragua, planteaba la necesidad de elaborar una gramática panhispánica -llevada a la realidad hasta principios del siglo XXI- a través de la convocatoria de un gran congreso lingüístico -a celebrarse en Madrid- para discutir las reformas dignas de ser admitidas en el idioma español, y que una comisión de su seno escriba una gramática, la cual sería adoptada definitivamente por todos los países de habla española6. Ingenua, pero reveladora, dicha propuesta reflejaba precozmente en Darío una voluntad de renovar el idioma común de los peninsulares y americanos; programa a largo plazo de su poesía. Dos meses más tarde, antes de cumplir los dieciséis años, exponía la misma actitud en su composición recreativa «La poesía castellana» (San Salvador, octubre, 1882): 287 versos alusivos al tema desde el «Cantar de Mío Cid» hasta Ramón de Campoamor y, en el Nuevo Mundo, hasta la obra de los Heredia / los Caro / los Palma y los Marroquín, augurando a un poeta futuro -él mismo- capaz de ensalzar y purificar la lozana / y armoniosa Poesía castellana7.

Trazado y autoimpuesto desde entonces, ese destino lo llevaría a Chile y a la República Argentina para realizarlo; en el primer país, con Azul… (1888) y en el segundo con Prosas profanas y otros poemas (1896). Azul…, que habría de conmover a la juventud literaria de España e Hispanoamérica, comenzó el proceso renovador de la poesía y de la prosa en nuestra lengua, transmutando artísticamente la modernidad y conformando la primera obra compacta y orgánica del modernismo, sin que hayan podido concretarla sus antecesores: José Martí, Manuel Gutiérrez Nájera, Julián del Casal y José Asunción Silva. Por ello no es posible relacionarla con el martiano Ismaelillo (1882), que no se leyó ni influyó en su tiempo y proponía más una vuelta a la tradición española que una nueva tendencia de la poesía. En cambio, Darío en Azul… introdujo creadoramente la libertad francesa del modernismo en las dos orillas del Atlántico y emprendió la apertura hacia la universalidad de nuestras patrias periféricas.




La experiencia bonaerense

Prosas profanas y otros poemas, por su parte, fue el poemario en lengua española más señero del siglo XIX, en virtud de su prodigiosa renovación del instrumento expresivo: logros léxicos, rítmicos, versificatorios, plásticos y musicales; toda una concertación artística y armónica, dotada de gracia y vitalidad, «erotismo poderoso, melancolía viril, pasmo ante el latir del mundo y del propio corazón, y conciencia de la soledad humana ante la soledad de las cosas», según advirtió Octavio Paz en su momento.

No sin haber desplegado también su ideario estético en Los Raros (1896), libro mistagógico y programático donde reconocía y exaltaba a diecinueve escritores -en su mayoría de lengua francesa-, llegó a reflexionar pocos años después: En América hemos tenido ese movimiento [el modernismo] antes que la España castellana por razones clarísimas: desde luego por nuestro inmediato comercio material y espiritual con las distintas naciones del mundo, y principalmente porque existe en la nueva generación americana un inmenso deseo de progreso y un vivo entusiasmo, que constituye su potencialidad mayor, con lo cual poco a poco va triunfando de obstáculos tradicionales, murallas de indiferencia y océanos de mediocracia8.

Por algo la experiencia en Buenos Aires había profundizado en Darío su certeza en la unidad de la América española, sobre todo cuando la decadente y pobre madre patria fue derrotada en el Caribe por los Estados Unidos, perdiendo sus últimas posesiones ultramarinas: Cuba, Puerto Rico y Filipinas. Acontecimiento que conmovió tanto a la América nuestra como a la península ibérica, hasta el grado de constituir la experiencia histórica de la generación modernista, conducida por Darío. Ello explica que en sus ensayos «El triunfo de Calibán» y «El crepúsculo de España», ambos de 1898, formulase la unidad latina ante la hija de Roma, la hermana de Francia, la madre de América, en defensa de su hidalguía, ideal, belleza y, como ya fue indicado, de sus representantes del Siglo de Oro, sin desconocer su atraso económico y social, ni sus miserias nuevas.




Darío y su «madrilización»

Antes bien, a raíz de su traslado a España como enviado especial del diario bonaerense La Nación para informar sobre las consecuencias de la débâcle, postuló regenerarla -como un genuino noventayochista- a través de la revitalización del espíritu español y de su crecimiento a la luz del mundo. Igualmente, desde su estada argentina, había propuesto lo mismo: comenzar la reconstrucción, poniendo la idea nacional en contacto con el soplo universal.

En toda una obra crítica, testimonial y sociológicamente radiográfica desplegó esa misma idea. Me refiero a España contemporánea (1901): colección de 42 crónicas sobre la realidad española, escritas para el referido diario argentino La Nación, tras su desastre finisecular, ratificado en el Tratado de París el 10 de noviembre de 1898. La mandíbula del yanke quedó por el momento satisfecha después del bocado estupendo -aludió a la citada pérdida definitiva de las últimas colonias españolas en su tercera crónica, suscrita en Madrid el 1ro. de enero de 1899.

Catorce meses -hasta abril de 1900, al dirigirse a París para cubrir la Exposición Universal- permaneció en la villa y corte, protagonizando un proceso de «madrilización», como lo señaló Rafael Gutiérrez Girardot. Cito: Este libro es un testimonio de la apropiación de Madrid en el sentido de que al acercarse a los aspectos que le llaman la atención va haciéndose ciudadano de Madrid y al mismo tiempo crea el Madrid del que es ciudadano9. Se trata de un residente -durante cinco años- en la Cosmópolis de Sudamérica (Buenos Aires) e hijo de las ínclitas razas ubérrimas, sangre de Hispania fecunda, del alma américo-española que ha de saludar siempre con respeto al país maternal y ha de querer con cariño hondo. Porque -puntualiza Darío- si [España] ya no es la antigua poderosa, la dominadora imperial, amarla el doble, y si está herida, tender a ella mucho más10.

Tras su conquista espiritual de Madrid, a la que debería sumarse la de su compañera española Francisca Sánchez del Pozo, Darío se ha sumido en España e identificado con su ideal con el cual hará renacer «el viejo y simbólico león de los íberos». Pero, simultáneamente, posee conciencia de fundador y de conductor. Así se consolidó como una figura rectora de los modernismos de América y España, a los cuales unificaba promoviendo un fecundo diálogo transatlántico. Pero sin perder su perspectiva: la superioridad material y espiritual de Buenos Aires y la mayoría de edad de las letras hispanoamericanas a causa de su liderazgo, entre 1893 y 1898, dentro del movimiento modernista gestado en el Río de la Plata; movimiento que había respondido a una notable universalización literaria, a una secularización ideológica y a una rebelión social asumida por los artistas11.

De un vivo entusiasmo contagiaría Darío a sus seguidores y jóvenes discípulos españoles, a quienes prologó en verso y prosa sus libros, tarea iniciada en 1892 con el «Pórtico» al poemario En tropel de Salvador Rueda. Entre otros libros prologados, hay que citar los de Ramón del Valle Inclán (tres), Alejandro Sawa, Jacinto Benavente, Gregorio Martínez Sierra (dos), Ramón Pérez de Ayala, Javier Valcárcel, Joaquín Alcaide de Zafra y Juan Ramón Jiménez12. Su presencia en las publicaciones periódicas, que afirmaban la unidad de los modernistas de uno y otro lado del Atlántico, era rectora, por ejemplo en Revista Nueva, dirigida por Luis Ruíz Contreras; Helios, de Juan Ramón; Renacimiento, de Gregorio Martínez Sierra; El Nuevo mercurio de Enrique Gómez Carrillo y Azul, de Eduardo de Ory, todas -excepto la última editada en Zaragoza- madrileñas13.




Máximo concitador de la poesía en lengua española

Y fue en Cantos de vida y esperanza, Los Cisnes y otros poemas donde Darío se consagraría como máximo concitador de la poesía en lengua española. Incluso Pío Baroja, ya en 1899, lo identificaba como poeta español, aunque también «americano afrancesado». Percepción que respondía al antigalicismo de la intelectualidad peninsular que había tenido su momento germinal en la guerra de independencia contra Francia y su reactivación romántica; tradición que reactivaría el krausismo en la Institución Libre de Enseñanza, mas Darío estaba claro, desde mucho antes de su arribo a España por segunda vez, de su destino. Así lo confesó en carta a Luis Berisso, uno de sus amigos sudamericanos: Vamos a realizar nuestra verdadera liga de nuestro pensamiento con el europeo. Una misma España será también la misma de la lengua castellana14.

Y esta perspectiva la compartían, sobre todo, Francisco Villaespesa -insuperable relacionista público- y Juan Ramón Jiménez, quien contaría: «Al salir yo para Madrid, Villaespesa me había mandado un montón de revistas hispanoamericanas. En ellas encontré, por vez primera, algunos de los nombres de aquellos poetas distintos que habían aparecido, como astros nuevos de diversa magnitud, por los países, fascinadores para mí desde niño, de la América española: Salvador Díaz Mirón, Julián del Casal, José Asunción Silva, Manuel Gutiérrez Nájera, Ricardo Jaimes Freyre, José Juan Tablada, Leopoldo Díaz, ¿otros?, y siempre Rubén Darío, Rubén Darío, Rubén Darío»15. En otro testimonio, Jiménez puntualizaría: «Libros que entonces reputábamos joyas misteriosas y que, en realidad, eran y son libros de valor, unos más y otros menos, los tenía él, solo él: Las montañas del oro (1897), de Leopoldo Lugones; Perlas negras (1898), de Amado Nervo; Ritos (1898), de Guillermo Valencia; Castalia bárbara (1899), de Ricardo Jaimes Freyre; Cuentos de color (1899), de Manuel Díaz Rodríguez»16.

En otra ocasión, Jiménez fue más explícito en cuanto a los contactos personales con el guía de los modernistas (y, en parte, de los llamados noventayochistas): 1899. Rubén Darío, de copa alta, en casa de Pidoux Villaespesa, Valle-Inclán, Ricardo Miró, Baroja, yo… Valle leía «Cosas del Cid», que yo no conocía. Alrededor de Rubén -licores selectos- se reunían, grupo tras grupo, extraños entes españoles, hispanoamericanos, franceses, despatriados. Benavente, príncipe entonces en aquel renacimiento, lo admiraba, franco17. Y prosigue: Ramón del Valle-Inclán, lo releía, lo citaba y copiaría. Los demás, con los pintores de la hora, lo rodeaban, lo mimaban, lo querían, lo trataban como a un niño grande y extraño. Los más jóvenes lo buscaban. Villaespesa le servía de paje y yo lo adoraba desde lejos18. Por su lado, Valle-Inclán le ofrecía un esbozo de retrato que culminaba:



Tú amabas las rosas, el vino
y los amores del cieno divino.

Cantor de la Vida y Esperanza
para ti toda mi loanza.

Por el alba de oro, que es tuya
¡Aleluya! ¡Aleluya! ¡Aleluya!



De todas las citas relacionadas con el padre y maestro mágico de la poesía moderna en lengua española, cabe transcribir esta otra de Juan Ramón: Rubén Darío ha estado en Madrid. Es lamentable el silencio de la prensa. Los periodistas -que todo lo saben- han debido saber o adivinar que Rubén Darío estaba en Madrid. […] La gente sigue ignorando quien es Rubén Darío. Rubén Darío es el poeta más grande que tiene hoy España. Grande en todos los sentidos: aun en el de poeta menor. Desde Zorrilla nadie ha cantado de esta manera. Y aun el mismo Zorrilla abusaba de las notas gordas. Este maestro es genial, es grande, es íntimo, es musical, es exquisito, es atormentado, es diamantino. Tiene rosas de la primavera de Hugo, violetas de Bécquer, flautas de Verlaine, y su corazón español. Vosotros no sabéis, imbéciles, cómo canta este poeta.

En la sombra de una de estas noches, ha sonado en Madrid su voz, y su voz decía palabras nuevas, versos divinos, sobrenaturales, versos de auroras y mujeres, cosas sutiles y fragantes. Pero es su voz, es su voz la que sabe cantar sus canciones; su boca tiene la nota con que cada palabra ha nacido, el matiz de cada medio tono, esa dulzura de las flores, esa lenta sonoridad, esa elegancia […] El Maestro ha estado entre nosotros19.






Unamuno versus Darío

¿Y la confrontación entre Darío y Unamuno, los dos mayores intelectuales hispánicos de la época? No fue directa ni declarada, sino indirecta y tácita. El estudio del español Manuel García Blanco la rastreó examinando la correspondencia de ambos, quienes debieron conocerse en 1899. Ese año Darío replicó a Unamuno el anular -en el contexto del 98- el noble idealismo del emblemático personaje cervantino. Saliéndole Rubén al frente: Creo que el fuerte vasco Unamuno, a raíz de la catástrofe, gritó en un periódico de Madrid de modo que fue bien escuchado su grito: ¡Muera don Quijote! Es un concepto a mi parecer injusto. Don Quijote no puede ni debe morir; en sus avatares cambia de aspecto, pero es el que trae la sal de la gloria, el oro del ideal, el alma del mundo. Un tiempo se llamó el Cid, y aun muerto ganó batallas. Otro, Cristóbal Colón, y su Dulcinea fue la América...20.

La argumentación de Darío debió convencer al autor de Vida de don Quijote y Sancho (1905), quien tuvo que abjurar de aquel grito errático. Yo lancé contra ti, mi señor don Quijote, aquel muera. Perdónemelo porque lo lancé lleno de sana y buena, aunque equivocada intención, y por amor a ti […]21.

Unamuno recordó, tras la muerte de Darío, que conversaron en Madrid -paseando juntos- media docena de veces; pero hubo algo que nos mantenía alejados. Yo debí parecerle a él duro y hosco; él me parecía a mí sobrado comprensivo22. A pesar de ello, el fuerte vasco generó un chisme contra el centroamericano: Con esta lengua que el Demonio nos ha dado a los hombres de letras, dije una vez de un compañero de pluma [Valle Inclán], que a Rubén se le veían las plumas -las del indio- debajo del sombrero; y el que me lo oyó, ni corto ni perezoso, esparció la especie, que llegó a oídos de Darío. Y este le contestó en una carta: Ante todo para una alusión. Es con una pluma que me quito debajo del sombrero con la que escribo. Y fue noble y bueno con el vizcaíno de Salamanca valorándole como poeta y gestionándole colaborar en el diario La Nación, de Buenos Aires. El excitador hispanicae, pues, se hizo eco de la cerrazón mental y del eterno penacho invisible, expresado despectivamente por la tendencia etnocida del maniqueo y provincianismo españolismo, limitado a ver un indio en estado salvaje en todo autor hispanoamericano23.

Al fallecer Rubén, Unamuno -arrepentido de no haber sido justo con él- declaró: ¡Fortuna grande que le conocí y descubrí al hombre! ¡Y este me llevó al poeta! […]. Las cartas que después me escribía fueron nobles, sinceras y dignas. Y es que aquel óptimo poeta era un hombre mejor […] era bueno, fundamentalmente bueno, entrañablemente bueno. Y era humilde, cordialmente humilde. Con la grande humildad que, a las veces, se disfraza de soberbia. Se conocía, y ante Dios -¡y hay que saber lo que era Dios para aquella suprema flor de la indianidad!- hundía su corazón en el polvo de la tierra, en el polvo pisado de los pecadores. Se decía algunas veces pagano, pero yo os digo que no lo era…24

Y añadía: Nadie como él tocó en ciertas fibras; nadie como él sutilizó nuestra comprensión poética. Su canto fue el de la alondra; nos obligó a mirar un cielo más ancho, por encima de las tapias del jardín patrio en que cantaban, en la enramada, los ruiseñores indígenas. Lo más importante de Unamuno, sin embargo, fue la confesión de su idolatría, causa de su injusticia hacia Darío: ¿Por qué, en vida tuya, amigo, me callé tanto? ¡Qué sé yo, qué sé yo! Es decir, no quiero saberlo. No quiero penetrar en ciertos tristes rincones de nuestro espíritu. En cambio, auscultando los rincones espirituales del poeta americano, constató que le acongojaban las eternas e íntimas inquietudes del espíritu, y ellas le inspiraron sus más profundos, sus más íntimos, sus mejores poemas25. Y, en resumen, que era justo, esto es, comprensivo y tolerante porque era bueno.

Quien mejor resumió esta relación fue Vicente Alexandre. En 1954 revelaba a un crítico argentino: «Unamuno siempre habló mal de Rubén Darío y se burló de él. Es que Unamuno no tenía nada en común en Darío. De Unamuno nunca hubieran surgido unas Prosas profanas. Pero Darío, en una época en que nadie hablaba del Unamuno poeta, cuando nadie tomaba en serio sus poemas, dijo que Unamuno era, sobre todo, poeta. Rubén Darío comprendía a Unamuno. Lo admiraba. ¿Por qué? Porque él, Rubén Darío, tenía en su alma una zona afín al alma de Unamuno. Y de allí surgieron los Cantos de vida y esperanza, la angustia de "Lo fatal" y de los "Nocturnos" […] Rubén Darío era en ese sentido, más grande que Unamuno: comprendía más, abarcaba más en su capacidad de admiración porque en el fondo podía expresarse con más diversidad»26.




El discurso antimodernista

Y del discurso antimodernista, abundante en España desde 1888 hasta 1916, no quedó nada, sino lo que era: retórica insultante. He aquí una muestra de su prosa estereotipada y paródica que, representando a la tradición contra la modernidad, concebía a los modernistas como guacamayos americanos, reunidos en un cenáculo lilial y delicuescente, crepitante, esplendoroso, orgiástico, semiesfumado entre atardeceres, como la vaca crepuscular de su pontífice máximo rotulador, Rubén Darío27. O eran presentados por plumas anónimas y retrógradas como socialistas tabernarios, con queridas notorias y borrachos, satánicamente escépticos y sardónicos. O como escritorzuelos vulgares, adocenados, insípidos, invasores encombrants, audaces, correveidiles que se multiplican. A Prosas profanas se les denominaba Brozas profanas y su autor recibía el apodo de Andemoro Merengue.




La percepción crítica sobre Darío en una epístola de Valera

Muy distinta y acertada había sido la percepción crítica de don Juan Valera tanto en sus catapultantes «Cartas americanas» como en la siguiente epístola privada a don Marcelino Menéndez Pelayo (otro de los grandes admiradores de Darío), suscrita en Madrid el 29 de agosto de 1892, cuando el consagrado poeta americano de Azul… se hallaba participando en las fiestas colombinas. En efecto, Valera advertía en él mucho de inaudito, de raro, que agrada y no choca porque está hecho con acierto y buen gusto. Y agrega que lo asimilado [por el nicaragüense] e incorporado de todo lo reciente de Francia y de otras naciones, está mejor entendido que aquí en España, más hondamente sentido, más diestramente reflejado y más rápidamente fundido con el ser propio y castigo de este singular medio-español...

Valera concluye su juicio: Ni hay tampoco afectación ni esfuerzo, ni prurito de remedar, porque todo en Darío es natural y espontáneo, aunque como primoroso y como cincelado. Y me lisonjeo de que usted debe pensar como yo cuando lea con atención o bien lo que escriba este poeta en prosa y en verso. Y no me ciega ni me seduce su facha, ni es del todo lo buena que pudiera ser, ni su fácil palabra, porque es encogido y silencioso28.

De hecho, el discurso antimodernista se interrumpió, momentáneamente, con Juan González Olmedilla, compilador de La ofrenda de España a Rubén Darío, editada a raíz de su muerte. Según Ignacio Zuleta, esta antología de laudatorios textos en verso y prosa «debe interpretarse como un sinceramiento con el poeta que había obrado como incitador de las manifestaciones más luminosas de la intelectualidad [española] contemporánea»29. Pero no hay que olvidar a Antonio Machado, ni a Juan Ramón Jiménez, quienes -también a raíz de la muerte de su maestro- lo proclamaron Capitán el primero y Rey siempre el segundo.




Papel central e irradiador de Darío entre los modernistas españoles

Tampoco debe olvidarse que en 1911 el papel central e irradiación de Darío entre los modernismos de lengua española ya era una realidad. En su prólogo a un poemario de Ramón Pérez de Ayala, al respecto, resumió su labor en la tierra madre argumentando que no existía una poesía actual española, sino muchos poetas españoles, algunos buenos y los demás..., prosiguiendo:

Lo que se advierte […] es que la manera de pensar y de escribir ha cambiado. La liberación de la intelectualidad es un hecho, y más que la europeización, la universalización del alma española.

En mi España contemporánea he hablado del movimiento mental que por la influencia del simbolismo francés transformó las letras hispanoamericanas. Ese movimiento, aunque tardío, llegó a España y dio nueva vida a las letras españolas. Se acabaron el estancamiento, la sujeción a la ley de lo antiguo académico, la vitola, el patrón de antaño que uniformaba la expresión literaria.

Concluyó el hacer versos -añadía nuestro españolista mayor- de determinada manera, a lo fray Luis de León, a lo Zorrilla o a lo Campoamor o a lo Núñez de Arce o a lo Bécquer. El individualismo, la libre, manifestación de las ideas, el vuelo poético sin trabas se impusieron. Y ese trajo una floración nueva y desconocida […].

Ahora, entre los poetas de España, los hay que pueden parangonarse con los de cualquier Parnaso del mundo. La calidad es ya otra, gracias a la cultura importada [de la América española, en primer lugar, debió decir], a la puerta abierta en la vieja muralla feudal30.



También de 1911 -aunque fue redactada un año antes- data la justa valoración del proceso renovador y óptimos logros de Darío. En un curioso diccionario de autores españoles e hispanoamericanos, José Rogerio Sánchez -catedrático de literatura de la Escuela de Estudios Superiores del Magisterio- le consagró seis páginas y once notas el pie a Rubén Darío, en su opinión, «el más grande poeta entre todos los modernistas que hablan la lengua española»31.




Martí y Darío: influencias en España

Finalmente, y volviendo al inevitable paralelismo de Darío con Martí, este influyó muy poco o casi nada, en España. Él arribó a la península como peregrino de la confinación y el exilio. España, opresora de la isla antillana, no le reconoce credencial alguna. Por su lado, en 1898 Darío acude a su patria madre, metrópoli del naufragio imperial, para imponer unas formas nuevas y renovar la voz española. No es un exiliado, sino un maestro; no sufre ninguna ley, sino que funda nuevas leyes en la patria del idioma.

Por esta razón, cuando Gerardo Diego publica su famosa antología de la poesía española en 1934 el único latinoamericano que incluye -iniciándola, desde luego- es Darío. Lo mismo realizaron José Canales Egea y Pierre Dermangert en la antología de poesía española del siglo XX (París, 1966). Darío, el españolista mayor, continuaba siendo contemporáneo, o sea, vigente. En cambio, Martí como poeta difícilmente trascendía el pasado decimonónico.

No en balde don Federico de Onís, en su monumental Antología de la poesía española e hispanoamericana -también de 1934- ubica a Martí dentro de la transición del romanticismo moderno (1882-1896) y a Darío como el máximo realizador del último movimiento. El autor Cantos de vida y esperanza, Los Cisnes y otros poemas -sostuvo Gabriela Mistral en 1945- «no ha sido superado dentro de la poesía española de todos los tiempos».






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