Santa Teresa de Jesús
Guillermo Serés
Nacida en
Ávila, en el seno de una familia de conversos, Santa Teresa
de Jesús (1515-1582) recibe desde muy joven una esmerada
educación cristiana, compatible, no obstante, con su
temperamento imaginativo, que la impulsa a entregarse con
entusiasmo durante su adolescencia a la lectura de libros de
caballerías, pues «era tan en
extremo lo que en esto me embebía, que si no tenía
libro nuevo no me parecía tener contento»
. En 1535
abandona la casa paterna y entra en el monasterio carmelita de la
Encarnación de Ávila, donde, hacia sus cuarenta
años, sufre una crisis religiosa que la lleva a acometer la
reforma de su orden, adoptando la regla primitiva (desprendimiento
y contemplación), modificada en 1247, para dar entrada a la
actividad apostólica: «acordémonos de nuestros padres santos
pasados, ermitaños, cuya vida pretendemos imitar»
(Camino, II) y, muy en el espíritu tridentino, para
ayudar a los «defensores de la
Iglesia»
contra la «desventurada
secta»
de los «luteranos»
(Camino, 1;
Fundaciones, 14). De modo que cada convento reformado
debería ser como un «castillo»
de «gente escogida»
dispuesta a dar la
batalla al protestantismo con la oración y la penitencia
(Camino, 3).
La reforma
afectó primero a las mujeres de la regla, y luego a los
varones1.
Para su importante empresa contó con la ayuda de San Juan de
la Cruz, a quien ganó para la reforma en 1567, a pesar de
que la primera intención del Santo fue abrazar la regla
cartuja para colmar su vocación originariamente
contemplativa. Y además de fundar conventos, entre los dos
carmelitas describieron y explicaron el sistema místico
cristiano más completo, porque si «Santa Teresa enseña el
cómo de la más alta vida mística, San
Juan de la Cruz el qué y el porqué
de ella; nadie ha llegado tan lejos como Santa Teresa en la
descripción del fenómeno místico, y nadie ha
penetrado tanto como San Juan de la Cruz en su
esclarecimiento»
.2
Las fundaciones -Ávila, Medina, Malagón, Valladolid,
Toledo, Salamanca, Sevilla...- fueron sembrando de conventos
reformados la geografía entera de España; sin dejar
de luchar contra sus detractores, que la tachan de «monja
andariega». Porque en la santa abulense se conjugan y agolpan
«místico recogimiento y actitud
antirreformista, enfermedades corporales y fatigas voluntarias,
hambre, calor y frío en los viajes, largas veladas pasadas
en oración y en la producción literaria, el dolor de
los estados de éxtasis, accidentes, molestias y malos tratos
(se rompió un brazo, fue arrojada a un torrente, una mala
mujer la pisoteó con sus zapatos de madera y otras cosas
semejantes), contrariedades y humillaciones en las luchas por sus
fundaciones, todo esto consumió definitivamente las fuerzas
de aquel tierno cuerpo de mujer. En plena actividad, una
rápida y dulce muerte la sobrecogió en Alba de
Tormes, en octubre de 1582, a los sesenta y siete
años»
.3
Entre 1552 y 1565 compuso Santa Teresa el primero de sus libros, al que tituló Libro de su vida, Libro grande y Libro de las misericordias de Dios. Allí explica su itinerario de ascensión a la cumbre del misticismo, pudiendo ser considerado como un verdadero tratado de la oración y de la unión espiritual con el Amado. En sus páginas, las más altas doctrinas místicas se exponen con una total sencillez y naturalidad, encarnadas en símiles e imágenes que se toman casi siempre de la realidad circunstante, aunque inspiradas inicialmente en las Confesiones de San Agustín, que la Santa leyó y admiró profundamente. Complemento de este libro es el de las Fundaciones, compuesto a ruegos del P. Ripalda, en el que refiere la historia de la instauración de los dieciocho primeros conventos de la Reforma. Menos íntimo que la Vida, su estilo es, no obstante, más cuidado y maduro. Junta con la Vida y las Fundaciones, en el Libro de las Relaciones continúa la exposición de sus fenómenos místicos. En cuanto a sus Cartas, de las que conservamos unas cuatrocientas, son un monumento único de psicología, idealismo, fervor y manifestación sincera de un alma, constituyendo, por su estilo improvisado y aparentemente coloquial, un testimonio único del lenguaje del siglo XVI.
Aparte de las
noticias de tipo ascético-místico que encontramos en
los libros que acabamos de comentar, Santa Teresa dedica dos
exclusivamente a la elucidación de estos temas: el
Camino de perfección y las Moradas. El
primero es obra casi exclusivamente ascética, redactada
entre 1565 y 1570 para que sirviera como guía espiritual de
sus monjas y programa de acción contra la Reforma
protestante: «Criador mío
-escribe-, ¿cómo pueden sufrir unas entrañas
tan piadosas y amorosas como las vuestras que lo que se hizo con
tan ardiente amor de vuestro Hijo y por más contentaros a
Vos, que e mandaste que nos amase, sea tenido en tan poco como hoy
día esos herejes tienen el Santísimo Sacramento, que
le quiten sus posadas deshaciendo las iglesias...? Habed
lástima de tantas almas como se pierden y favoreced a
vuestra Iglesia. No permitáis ya más daños en
la Cristiandad, Señor: dad luz a estas tinieblas»
.
Para lograr su empresa, insiste en la necesidad de la
oración y la acción, el ejemplo, la pobreza, la
obediencia, la humildad y la mortificación, incluso la
enfermedad4.
Las Moradas
del castillo interior (1577) constituyen la
construcción más sistemática y grandiosa del
misticismo teresiano, hecha a través de un símil
genial, el del castillo medieval, que simboliza el alma, cuyas
raíces arrancan de la I Epístola de San Pedro, pasan,
como demostró Asín, por el misticismo
musulmán, para reaparecer en la mística cristiana, y
culminar en la obra fundamental de Santa Teresa. El camino hacia la
unión mística se configura a la manera de un castillo
dividido en siete moradas, que ha de atravesar el alma hasta llegar
a Dios. Las tres primeras pertenecen a la vía
purgativa, las tres siguientes a la iluminativa, la
última a la unitiva, en la que se realiza el
matrimonio espiritual. En esta última celda, hondón y
centro del Castillo, tiene lugar esa unión inefable, mas
íntima y deliciosa que ningún éxtasis, que no
es en su esencia sino el resultado de la misteriosa fusión
del «espíritu del alma» -que, sin embargo,
conserva su individualidad- con la esencia divina. Es el momento en
que el ser humano se olvida de todo, lo desprecia todo, todo lo
trasciende engolfado en el piélago de Dios: «¡Oh, hermanas mías, qué
olvidado debe tener su descanso, y qué poco se le debe dar
de honra, y qué fuera debe estar de querer ser tenida en
nada el alma a donde está el Señor tan
particularmente!.. Para esto es la oración, hijas
mías; de esto sirve este matrimonio espiritual, de que
nazcan siempre obras, obras»
.5
Para la expresión en lengua vulgar de este caudal de sentimientos y doctrinas, Santa Teresa se vio obligada a crear todo un vocabulario espiritual, que se estructura en una prosa de sorprendente calidad literaria, de la que, sin embargo, se halla ausente todo alarde retórico o esteticista. Esa sencillez esencial que resplandece en los anacoretas, su falta de afectación en el vestir, en el adorno, incluso esa tosquedad que desprecia todo lo que es formalismo artificioso, quiere la Santa trasponerlo al habla de sus religiosas -y, con mayor razón aun, a su propio estilo-, usando al escribir lo que Menéndez Pidal ha llamado, con certera designación, «estilo ermitaño»: preferencia por términos populares -embebecimiento, unión, vuelo del alma-; prosodia vulgar -proquesía por hipocresía; primitir por permitir; naide por nadie...-; diminutivo afectivo -encarceladita, centellica, consideracioncillas, agravuelos...-; elipsis continuas, concordancias cambiadas, paréntesis desproporcionados, anacolutos y otros rasgos similares serán el «ropaje ermitaño» del lenguaje teresiano. La fina sensibilidad estética de fray Luis de León supo resumir mejor que nadie las cualidades de estilo de la prosa teresiana:
En la alteza de las cosas que trata y en la delicadeza y claridad con que las trata excede a muchos ingenios, y en la forma del decir y en la pureza y facilidad del estilo, y en la gracia y buena compostura de las palabras, y en una elegancia desafeitada que deleita en extremo, dudo yo que haya en nuestra lengua escritura que con ella se iguale.6 |
Pese al intenso
lirismo del espíritu de Santa Teresa, su obra poética
es muy escasa -siete composiciones en total, alguna de discutible
atribución-, limitada formalmente además por el molde
cancioneril. De sus poemas, el más conocido es la glosa a la
copla tradicional Vivo sin vivir en mí,
composición «a lo divino» de la que sólo
pertenece a la Santa el comentario, y que fue también
utilizado por San Juan de la Cruz. (El verso «que muero porque no muero»
aparece,
entre otros, en Torres Naharro.) El ansia de morir para unirse al
Esposo que informa toda la poesía teresiana, hace que
podamos considerar a sus versos como inspirados en un anhelo gozoso
de depositar el cuerpo en el sepulcro, para que el alma, junto al
trono de Dios, espere la glorificación de la carne el
día de la resurrección. Aparte la ya citada,
podríamos destacar las quintillas: «¡Oh hermosura, que
excedéis!»
, en que la poesía cancioneril
queda trascendida por el sentimiento arrebatador que las inspira, o
bien los villancicos de abolengo popular: «Este niño
viene llorando» y «Vertiendo está sangre»,
que recuerdan por su inspiración y simplicidad otros de tono
parecido de Lope de Vega.
La obra de la
carmelita tiene una palabra y concepto clave: «merced».
Le da el significado de don de Dios y la explica en forma
autobiográfica, como un hecho de experiencia: «Cuando me quitaron muchos libros de romance que
no se leyesen (se refiere al Índice de
Valdés de 1559), yo sentí mucho, porque algunos me
daba recreación leerlos, y yo no podía ya por
dejarlos en latín»
(Vida, 26). Por lo mismo, se
decide a escribir para «dar a entender
cómo son»
las mercedes místicas, de modo
que la entiendan sus confesores y aprovechen a sus monjas
(Vida, 17). Ese mismo prurito de utilidad le lleva a
«estrujarse» (Menéndez Pidal), para declarar con
la mayor exactitud los fenómenos íntimos, «porque una merced es dar el Señor la
merced, y otra es entender qué merced es y qué
gracia; otra es saber decirla y dar a entender cómo
es»
.7
Está muy recibido que Santa Teresa alberga como pocos la
«merced» de saber declarar y explanar las mercedes
místicas y el afán de hacerlo. Ahora debería
aclarar cómo lo lleva a cabo y cuan originales son la
doctrina y los recursos literarios pertinentes.
Cuando en 1562 publica su primer libro, la Vida, su bagage cultural era bastante escueto: los libros de caballerías leídos en su primera juventud, algunos autores de la devotio moderna, Osuna, Laredo, fray Luis de Granada... y poco más. Pero, siguiendo con la noción de merced, que anima su vida y su obra, en principio no le hacían falta más lecturas:
(Ibidem). |
El «libro
vivo» recibido graciosamente le impele a leer vidas de
santos, «que como todos los libros que
leía que tratan de oración me parecía los
entendía todos y que ya me había dado aquello el
Señor, que no los había menester; y ansí no
los leía, sino vidas de santos, que... esto parece me
aprovecha y anima»
(Vida, 30). Su experiencia no
acaba de ajustarse a la terminología de la tradición
mística, y los libros espirituales «decláranse muy poco»
, porque
«veo claro que no soy yo quien lo dice,
que ni lo ordeno con el entendimiento ni sé después
cómo lo acerté a decir»
(Vida,
14). Ni siquiera, confiesa, comprende que pueda entenderse el
fenómeno interior, ni el estado de contemplación:
«el entendimiento, si entiende, no
entiende cómo entiende; al menos no puede comprender nada de
lo que entiende; a mí no me parece que entiende, porque
-como digo- no se entiende; yo no acabo de entender esto»
(Vida, 18)
Es una paradoja
que obedece a la necesidad psicológica de su no entender
(racional) entendiendo (en sentido místico), que ella no ha
tomado de otros místicos. La declaración está
en el «no entender entendiendo»
que le dijo el Señor y que, lejos de ser un contrasentido
místico, es la expresión clásica de la
oración de unión consagrada más tarde por San
Juan de la Cruz en su poema «Sobre un éxtasis de alta
contemplación». El texto de Santa Teresa sobre la
experiencia de la unión lo redacta después de muchos
intentos fallidos de usar imágenes tradicionales de la
mística, como el fuego y la llama, el hierro y el ascua, el
agua, el ave y el nido. Se adentra en el lenguaje
paradójico, que será una constante en sus intentos de
describir los últimos grados de oración. Por otra
parte, las imágenes de la tradición mística
operan en la zona que rodea lo inefable, casi necesitadas de la
paradoja que significa por evocación o sugestión el
«balbuceo» del misterio. Como ilustra el siguiente
ejemplo que trae la Santa para describir cómo reacciona el
alma ante el fenómeno de la unión: «el alma alguna vez sale de sí mesma a
manera de un fuego que está ardiendo y hecho llama, y
algunas veces crece este fuego con ímpetu; esta llama sube
más arriba del fuego, mas no por eso es cosa diferente, sino
la mesma llama que está en el fuego»
. Mientras se
mueve en terreno simbólico de acuerdo; pero, «cómo es esta que llaman unión, y
lo que es, yo no lo sé dar a entender».
(Ibidem)
En esta línea de expresión, retoma el sentido del balbuceo de San Juan de la Cruz:
|
El
«balbuceo» no sólo da una idea de la
originalidad principal del lenguaje místico de Santa Teresa,
sino también de su condición desamparada9.
En ambos autores significa el «no sé qué»
de las palabras heridas por el tormento místico, pero San
Juan, buen escolástico, sí conoce el concepto
teológico preciso. Santa Teresa, por humildad (o por
conveniencia de hacerse pasar por más iletrada de lo que en
realidad era, para que los censores no considerasen sus posibles
errores doctrinales), va tanteando el terreno, al margen de los
cauces teóricos y con extrema prudencia10,
excusándose muchas veces en su ignorancia, porque «en la mística teología se declara,
que yo los vocablos no sabré nombrarlos»
(Vida,
18).
Esta
imprecisión terminológica tiene como contrapartida su
gran originalidad estilística y la mayor variedad de
imágenes e ideas. Porque, a diferencia de San Juan de la
Cruz, con una sólida formación escolástica que
fundamenta su intuición mística, Santa Teresa tiene
que recurrir a ideas e imágenes cambiantes que reflejen los
diferentes momentos de los estados místicos.
Añádase la peculiaridad de que en su
autobiografía espiritual se constata el progreso de los
estados místicos, para los que requiere sendos planos
descriptivos o puntos de vista correspondientes que capten dichos
matices: «este lenguaje de
espíritu es tan malo de declarar a los que no saben letras,
como yo, que habré de buscar algún modo».
(Vida, 11). «Se trata de modos
de contar los grados de oración, pues para ella (y para San
Juan de la Cruz) los estados místicos son grados de
oración dentro del esquema tradicional de los
períodos purificativo, iluminativo y unitivo. Pero las
divisiones de la oración que da en la Vida, el
Camino y las Moradas son un tanto
diferentes»11
.
De hecho, en la Vida, 11, expone cuatro «maneras de agua de que se ha de sustentar este
huerto»
: meditación, oración de quietud, de
unión ordinaria y de unión extraordinaria.
Con todo, esta división la hizo alrededor de 1565, antes de haber alcanzado el matrimonio espiritual. Pero cuando publica las Moradas, en 1577, ya lo ha alcanzado, por lo que prescinde de la oración de unión ordinaria, o «sueño de las potencias», y se queda con la meditación, el recogimiento (que es la primera fase de la oración de quietud), la quietud y la unión, en tres grados. Pero el matrimonio espiritual o unión transformante también es determinante, especialmente para diferenciar la Vida de las Moradas: en aquel libro los grados de oración tienen cierta autonomía y se agrupan en torno a una imagen o constelación de imágenes (agua de un pozo, de noria, de río, de lluvia); en las Moradas, sin embargo, todos los grados están en función de la unión transformante, culminación del símbolo genérico del castillo12.
Este mismo
símbolo del castillo abarca el proceso místico en su
conjunto, tal como lo entiende Santa Teresa: «entendió (dice Diego de Yepes, su
biógrafo) por aquellas siete moradas del castillo siete
grados de oración por los cuales entramos en nosotros
mismos... De manera que cuando llegamos al hondo de nuestra alma y
perfecto conocimiento de nosotros mismos, entonces llegamos al
centro de aquel castillo y séptima morada, donde está
Dios y nos unimos a El por unión perfecta»
. La
noción del conocerse a sí mismo es «el pan con que todos los manjares se han de
comer»
para iniciar el camino de la oración
(Vida, 13), porque conociéndose a sí mismo,
el hombre descubre a Dios en el fondo de su alma (Moradas,
VII, 4)13.
Este «socratismo cristiano», de base agustiniana, es
fundamental para iniciarse en la vida mística, porque, al
practicarlo, nos devuelve nuestra propia imagen, que nos hace ser
humildes delante de Dios (Moradas, VI, 10).
En las
Moradas, asimismo, encontramos expuestos los grados de
oración en que se basa la concepción mística
de la carmelita. La nutren una idea y una metodología en que
se advierte la influencia de San Juan de la Cruz, porque «da más importancia al desarrollo de la
vida de fe como medio para llegar a la unión con Dios que en
la Vida, donde se nota la "afectividad" franciscana y la
"composición de lugar" jesuítica; la negación
de sí mismo está más acentuada que en otras
obras teresianas; la doctrina sobre los afectos desordenados es
semejante a la de la Subida del monte Carmelo, I, de San
Juan de la Cruz; la doctrina de las moradas VI-VII, en especial,
delatan la mano del Santo, pues la Santa comienza a usar los
términos "desposorio" y "matrimonio" en las quintas moradas
correspondientes a la "cuarta agua" de la Vida, donde no
se usan esos términos»14
.
Entendida la
oración como elevación de la mente a Dios para
relacionarse con Él deliberadamente, las etapas del «camino tan gigante»
(Vida,
13, 15) se deben seguir a rajatabla, porque «no hay estado de oración tan subido que
muchas veces no sea necesario tornar al principio»
(Ibidem).El
punto de partida es la meditación y «el conocimiento
propio». Pudo muy bien haberla aprendido en Alonso de Madrid,
cuyo Arte de servir a Dios (1521) es «muy bueno y apropiado para los que están
en este estado»
de principiantes, «porque obra el entendimiento»
(Vida, 12, 2). A pesar de ello, debe predominar el afecto:
«tratar de amistad, estando muchas veces
tratando a solas con quien sabemos nos ama»
(Vida, 8).
La noción
tiene cierta concomitancia con la de Osuna, fuente de Santa Teresa
más de una vez; para el franciscano, la oración se
basa en estar «familiarmente hablando con
Él, formando palabras convenientes a la propia
afección»
(Tercer Abecedario, Tract. XIII, 1). La afección y el
amor como componentes determinantes de la oración vuelven a
figurar en las Moradas, IV, 1: «no está la cosa en pensar mucho, sino en
amar mucho»
, que vuelve a recordarnos a Osuna: «Mandónos el Señor que cuando
orásemos no hablásemos mucho, sino que
multiplicásemos más la afección y amor que no
las palabras»
. De modo que la meditación no es
mera aplicación de parte racional o discursiva;
también, a partir de un momento preciso, y una vez se ha
reflexionado sobre el tema escogido, deben intervenir los afectos y
la reafirmación del servicio a Dios. De ahí que el
principiante
(Vida, 12, 2) |
Esta doctrina y
recomendación conviene, sobre todo, a «los que discurren mucho con el entendimiento...
[a quienes] digo que no se les vaya todo el tiempo en esto..., sino
que, como he dicho, se representen delante de Cristo y, sin
cansancio del entendimiento, se estén hablando y regalando
con Él, sin cansarse en componer razones.»
(Vida, 13, 11). A los principiantes con grandes
dificultades para imaginar o evocar les recomienda la
oración vocal, siempre que presten atención al
significado de las palabras y extraigan nociones que les muevan la
voluntad (Camino, 24-26). Para todos en general, lo mejor
meditación es la vida y pasión de Cristo
(Vida, 11). Ya lo recomendaba el citado franciscano
Osuna:
(Ibidem). |
Evidentemente,
Santa Teresa añade la experiencia, que no tiene el
franciscano: «Tenía este modo de
oración... me hallaba muy bien en la oración del
Huerto; allí era mi acompañarle; pensaba en aquel
sudor y afleción que allí había tenido; si
podía, deseaba limpiarle aquel tan penoso sudor (mas
acuérdome que jamás osaba determinarme a hacerlo como
se me representaban mis pecados tan graves); estábame
allí lo más que me dejaban mis pensamientos con
Él»
(Vida, 9).
También se
podría ver aquí una suerte «composición
de lugar» al modo ignaciano, pero la Abulense también
quiere que se practique en los últimos grados de
oración, de los que no se da noticia en los
Ejercicios de San Ignacio, porque éste nunca
pretende «este modo de traer a Cristo con nosotros»,
que «aprovecha en todos los estados y es
un medio segurísimo para ir aprovechando en el primero y
llegar en breve al segundo grado de oración, y para los
postreros andar seguros de los peligros que el demonio puede
poner»
(Vida, 12). Un Cristo del que hay que
«acostumbrarse a enamorarse mucho de su
sagrada Humanidad y traerle siempre consigo y hablar con
Él»
. Ese resaltar la humanidad de Cristo
también lo aleja de San Ignacio.
Con todo, esa
doctrina de la meditación coge nuevo vuelo intelectual en
las tres primeras Moradas, donde, apoyándose en el
simbolismo del castillo, ilustra adecuada y
metodológicamente todas sus etapas: «la puerta para entrar en este castillo es la
oración y consideración»
mental o vocal
(Moradas, I, 2), pues «la fuente
y aquel sol resplandeciente que está en el centro del alma
no pierde su resplandor y hermosura»
(Ibidem). Esta luz atrae
constantemente los ojos al «centro» del castillo, donde
deben fijar la mirada: «no habéis
de entender estas moradas una en pos de otra como cosa en hilada,
sino poned los ojos en el centro, que es la pieza u palacio adonde
está el rey, y considerad como un palmito, que para llegar a
lo que es de comer tiene muchas coberturas»
(Ibidem). Este centro
«es donde pasan las cosas de mucho
secreto entre Dios y el alma»
(Moradas, I, 1),
es decir, la unión, con todas sus consecuencias. Que sea
secreto ya va, como dije al principio, con la esencia del
fenómeno, no en balde mystikón significa
«secreto». Y el afán y objetivo últimos
de la meditación no son otros que «llegar a la morada principal»
(Moradas, I, 2), pero empezando por el principio.
En la primera
morada, obviamente, apenas se alcanza a ver la luz «que sale del palacio donde está el
Rey»
y el alma está como embotada, incapaz de ver
el «sol» que baña lumínicamente el
castillo. En la segunda, las potencias y sentidos interiores
están gradualmente mejor dispuestos, más vivos y
«hábiles» para ver y escuchar al Rey; el
entendimiento camina «más apriesa
para ver a este Señor»
. En la tercera,
además, ya interviene la determinación de
desprenderse de lo exterior para no retroceder y llegar hasta la
«postrera morada», y así sucesiva y
homogéneamente hasta la unión transformante, cuyo
simbolismo en esta obra es orgánica e intelectualmente
coherente. De hecho, la alegoría del castillo del alma,
concebido como «de un diamante o muy
claro cristal»
(Moradas, I, 1), implica que sus
moradas interiores simbolizan y reflejan estados espirituales a la
luz que emite el centro, donde está el Rey15.
De modo que las moradas son modos o estados espirituales
convencionalmente jerarquizados, figurados bajo la imagen de
«aposentos» y clasificados en función de su
cercanía del estado de unión, o sea, al centro del
castillo, que es el símbolo orgánico en el que se
agrupan los conceptos de los diferentes estados espirituales
expresados por las moradas. En su función de alegoría
unitaria y abarcadura de otros símbolos, el castillo
teresiano es análogo al símbolo de la noche de San
Juan de la Cruz; no en balde Santa Teresa lo concibió
hermenéuticamente cuando aquél fue su director
espiritual en la Encarnación (1572-1577). A su grandeza y
capacidad significativa, únase el mérito no menor de
haber sido elaborado a partir de evocaciones extraídas de
sus lecturas de novelas caballerescas, sentimentales y
cancioneriles.
Menos
sistemática es La vida para explicar esta etapa de
la meditación, y menos trabada intelectualmente. Basta con
recordar sus símbolos centrales para darse cuenta: el alma
es un huerto, cuyas flores son las virtudes y las «malas
hierbas» que crecen espontáneamente, los vicios e
imperfecciones que hay que limpiar. Tan sencilla alegoría la
aplica Santa Teresa a la meditación complementándola
con otros tantos símiles simbólicos asociados a las
labores cotidianas del huerto. De modo que sacar con trabajo el
agua del pozo para regar el huerto (Vida, 11) equivale a
cultivar las potencialidades de nuestra alma; no siempre
será fructuoso nuestro trabajo, pues ocurre que queremos
«echar muchas veces el caldero en el
pozo»
y lo sacamos «sin
agua»
y, por mucho que queramos «cavar el huerto»
, si no hay agua para
regarlo, nuestro esfuerzo será en vano. A no ser que la
gracia divina interceda y las plantas crezcan sin riego, pues
«Si Él quiere que crezcan estas
plantas y flores, a unos con dar agua que saquen deste pozo, a
otros sin ella, ¿qué se me da a mí?»
Ante todo importa que el Señor del huerto «esté con nosotros»
; con
«mujercitas como yo, flacas y con poca
fortaleza»
en los «regalos» (Ibidem), apunta
autobiográficamente. Lo realmente importante es que
(Ibidem) |
En términos de meditación, vale decir que el alma debe representarse la vida y pasión de Cristo para servirle hasta el final del «camino».
A diferencia de la
meditación, en el estado de quietud el alma «toca ya aquí cosa sobrenatural, porque en
ninguna manera ella puede ganar aquello por diligencias que
haga»
(Vida, 14). Pero antes de alcanzar ese
punto, en el Camino de perfección, 28-29, describe
Santa Teresa un previo modo de oración, un grado por encima
del de la meditación. Es la oración de recogimiento
(véase arriba), que consiste en que el alma recoge «todas las potencias dentro de sí con su
Dios, y viene con más brevedad a enseñarla su divino
Maestro y darla oración de quietud que de ninguna otra
manera»
. Para lograr ese recogimiento, previamente hay
que intentar anular los sentidos exteriores e interiores, las
pasiones, afectos y, en general, todo lo que lo pueda perturbar. A
ese proceso coadyuva sobremanera, dice la Santa en el lugar
indicado, representarse que Dios vive en el alma como un rey en su
palacio: para acceder a sus moradas y hacerle
compañía, hay que desentenderse de todo lo externo o
fenoménico, de todo lo que se pueda percibir desde el
exterior. Por otra parte, la práctica sucesiva del
recogimiento crea un hábito de intimidad con Dios, y el amor
que ha insuflado a las almas, por haber sido creadas a su imagen y
semejanza, se enciende «con un poquito
que soplen con el entendimiento»
. Hasta el punto de que
quien se encierre «en este cielo
pequeño de nuestra alma»
alcanza pronto la
quietud. Porque, efectivamente, la quietud empieza con el
recogimiento pasivo o infuso, y añade dos etapas más
para completarla: quietud propiamente dicha y sueño de las
potencias. La transición del recogimiento activo, arriba
descrito, al pasivo la metaforiza con el «silbo»
del pastor del alma, que tiene
como objetivo «un encogimiento suave a
lo interior»
, una vez las potencias del alma se han
recogido «como un erizo o tortuga,
cuando se retiran hacia sí»
.16
Una imagen, no obstante, de la que no está plenamente
satisfecha, porque no expresa «cuando
Dios nos quiere hacer esta merced»
del recogimiento,
porque unas veces el alma «se entra
dentro de sí»
; otras, en cambio, «sube sobre sí»
.17
Por ello vuelve al símil del castillo, porque el silbido del
pastor es «tan suave, que aun casi ellos
mesmos [los sentidos y potencias que andan rodeando el castillo] no
lo entienden..., hace que se tornen a su morada»
(Moradas, IV, 3) y porque hay que «buscar a Dios en lo interior, que se halla
mejor y más a nuestro provecho que en las
criaturas»
(Ibidem). Volvemos a la mirada interior
agustiniana; es el umbral de la contemplación. Porque la
quietud en sentido propio ya es «un
estado sobrenatural»
mediante el cual Dios comienza a dar
«su reino»
al alma
(Camino, 31).
En esta etapa, la
voluntad se rinde al amor divino, queda, al igual que el resto de
potencias y sentidos interiores, aniquilada, silenciada; el alma es
consciente de «que está ya cabe
su Dios, que, con un poquito más, llegará a estar
hecha una mesma cosa con Él por unión»
(Ibidem). Esto
ya es, según ella, «pura contemplación»
(Camino, 30). A zaga de la voluntad, el entendimiento y la
memoria, que, antes de enajenarse de amor, turban eventualmente a
la voluntad, como «palomas que no se
contentan con el cebo que les da el dueño del palomar sin
trabajarlo ellas»
(Vida, 14). En estos momentos
de turbación, la voluntad debe actuar como «sabia abeja»
(Vida, 15) y
seguir recogida, dejando «el alma en las
manos de Dios, haga lo que quisiera de ella»
, intentando
alcanzar la «honra y gloria de
Dios»
, con olvido de «nuestro
provecho, regalo y gusto»
(Moradas, IV, 3). De
este modo, ningún afecto, pasión o fenómeno
externo altera la quietud tan tenazmente lograda y cuyo efecto en
quienes la han alcanzado es que «ven que
no están enteros en lo que hacen, sino que les falta lo
mejor, que es la voluntad, que... está unida con
Dios»
. Y como las otras dos potencias siguen a la cautiva
voluntad, los beneficiarios de la quietud «para tratar cosas del mundo están torpes
y como embobados»
: la vida activa (orgánicamente,
las funciones del entendimiento y la memoria) se adecúa como
puede a la contemplativa, o sea, a la de la voluntad anulada por y
en el amor divino (Camino, 31).
«Aunque la doctrina de la oración de quietud es homogénea en las obras que acabamos de citar, puede notarse una diferencia de acento y de imágenes. La Vida y el Camino subrayan la manifestación de Dios, los "grandes bienes y mercedes que el Señor da aquí" y el recrearse del alma entre las virtudes que comienzan a florecer; las Moradas destacan la 'gloria de Dios', el olvido del propio 'gusto' y el temor de que el alma; que es todavía 'como un niño que comienza a mamar' vaya de mal en peor si se aparta de la oración. El contraste indica la influencia primeriza de la afectividad franciscana y la tardía del desprendimiento sanjuanista. A esto se añade el tono magistral con que la Santa habla en las Moradas: 'nunca me han dado razón' (ni siquiera 'cierto libro del santo fray Pedro de Alcántara') para que yo me rinda a lo que dicen sobre el papel del entendimiento en la quietud».18 |
Los
símbolos también se han ido matizando en este
estadio: si en La Vida, para sacar agua del pozo (una de
las cuatro formas de regar el huerto) se exigía mucho
esfuerzo y la intervención de «torno y
arcaduces», en Las Moradas, el agua proviene de un
venero «aun más interior» que el corazón,
de lo que se llamaba el «centro del alma» e incluso
«corazón del alma». La imagen o intuición
del castillo interior le viene otra vez de perlas, pues desde dicho
castillo interior «vase revertiendo este
agua por todas las moradas y potencias hasta llegar al cuerpo, que
por eso dije que comienza de Dios (en el centro del castillo) y
acaba en nosotros»
(Moradas, IV, 3)
Puente entre la
oración de quietud y de unión es el
«sueño de las potencias», sobre el que se
extiende en La vida, 16-17 y en las Relaciones,
V. El sueño entendido como adormecimiento, somnolencia o
sopor de las facultades y sentidos interiores, causado por la
alienación del alma en Dios. Análogamente al
«rayo de tiniebla» del Pseudo Dionisio Aeropagita (que
adoptará San Juan de la Cruz en su Noche oscura del
alma), la luz divina anula la luz natural de las potencias, la
absorbe, facilitando que el entendimiento pueda «contemplar»
a Dios. En este punto, el
entendimiento cesa en sus funciones habituales, «está ocupado gozando de Dios»
,
pero «como quien está mirando y
ve tanto que no sabe hacia dónde mirar»
,
porque
(Moradas, IV, 3) |
Los otros dos
sentidos interiores, memoria e imaginación, aunque libres de
la contemplación, se inclinan igualmente hacia Dios, que
consiente que eventualmente se quemen «en el fuego de aquella vela divina donde las
otras [potencias: voluntad y entendimiento]... han perdido su ser
natural, casi»
. El adverbio «casi» indica que
el alma aún no participa plenamente de Dios como en la
oración de unión, la siguiente y culminante
etapa.
En este estadio
místico, Dios se enseñorea totalmente del alma, o, si
se quiere, el alma ama a Dios plenamente convertida en Él.
Se reduce a un estado de pasividad en que se pueden discernir tres
fases: unión simple, desposorio o unión plena y
matrimonio o unión transformante. En la primera, breve en
duración, pues «nunca llega a
media hora»
(Moradas, V, 12; Vida, 18),
Dios esta unido a «la esencia del
alma»
(Moradas, V, 1). Es por lo tanto, la
unión de las tres potencias más el sentido interior
imaginación, previa y temporalmente aniquilados o
suspendidos (Vida, 18). Es «el
no entender entendiendo»
, pues convierte al alma en
«boba del todo para imprimir mejor en
ella la verdadera sabiduría»
(Moradas, V,
1); supone la purificación del alma de todas las operaciones
corporales, aprehensiones, afectos y pasiones, de modo que es como
una «muerte sabrosa» al mundo. Sin embargo, y tal como
ocurría al final de la oración de quietud, la memoria
y la imaginación pueden seguir actuando libremente,
perturbando a la voluntad y al entendimiento. Es una fase de la
unión que posiblemente esté más cerca de la
ascética que de la mística en el sentido estricto:
«podemos hacer mucho
disponiéndonos»
a la unión, «quitando nuestro amor propio y nuestra
voluntad»
. Se trata fundamentalmente de disponer el alma
para la unión, que es metamorfosis «de un gusano feo a una mariposica
blanca»
, que se manifiesta en «el amor al prójimo»
(Moradas, V, 3), pues «mientra
más en éste [amor al prójimo] os vierdes
aprovechadas, más lo estáis en el amor de
Dios»
(Ibidem). Retomando la imagen por excelencia del
castillo, diremos que en este estadio el alma se dirige al castillo
para encontrarse con el futuro esposo, una vez el alma está
profundamente enamorada y dispuesta a soportar las pruebas
prematrimoniales. El acuerdo matrimonial «ya está hecho, porque queda el alma tan
enamorada, que hace de su parte lo que puede para que no se
desconcierte este divino esposorio»
(Moradas, V,
4).
La unión
plena implica que Dios desciende y toma al alma «a manera que las nubes cogen los vapores de la
tierra... y levántala toda de ella y llévala consigo,
y comiénzala a mostrar cosas del reino que le tiene
preparado»
(Vida, 20). En este punto, las
potencias y sentidos interiores están totalmente embebecidos
en y por Dios; muertos simbólicamente para sí
(Vida, 20; Moradas, VI, 2); vivos en y para Dios.
El desposorio es el equivalente de la unión extática,
que implica ascenso del alma y descenso de Dios. Es una salida de
sí, rapto o «arrobamiento» del alma que se
alcanza cuando, movido Dios «a piedad de
haberla visto padecer tanto tiempo por su deseo..., abrasada toda
ella como un ave Fénix..., la junta consigo, sin entender
aún aquí naide, sino ellos dos»
(Moradas, VI, 2). El alma no entiende, pero está
viva y «despierta» a todo lo divino:
(Moradas, VI, 4) |
Previamente,
«manda el Esposo cerrar las puertas de
las moradas, y aun las del castillo y cerca»
(Moradas, VI, 4), a fin de poder compartir el secreto con
el alma con que se desposa. De la sexta a la séptima morada
«no hay puerta cerrada» (Ibidem), por lo que el
«arrobamiento» o éxtasis puede durar varios
días y sus manifestaciones pueden ser muy variadas:
visiones, diálogos interiores, vuelos de espíritu...
Todas son joyas que el Esposo comienza a regalar a la esposa o
prometida. Especial importancia, con todo, reviste el vuelo del
espíritu o salida de sí de la parte superior del
alma; tras del cual, «parécele
[al alma] que toda junta ha estado en otra región muy
diferente... adonde se le muestra otra luz tan diferente... y
acaece que en un istante le enseñan tantas cosas juntas, que
en muchos años que trabajara... no pudiera de mil partes la
una»
(Moradas, VI, 5). A continuación se
centra muy especialmente en la figura de Cristo, en su humanidad y
pasión, en su descenso y redención, en su calidad de
puente y «puerta»
a Dios
(Moradas, VI, 7; cfr.
Vida, 22).
Antes del
matrimonio espiritual, no obstante, hay una prueba, que se
corresponde con la noche pasiva del espíritu de San Juan de
la Cruz, simbolizada por el penetrante dardo de fuego y que se
refiere al sufrimiento interior, desgajada el alma del cuerpo y
suspendida entre el cielo y la tierra. Es una especie de soledad
esencial en la que se sume el alma19,
con una «pena» y un «rigor» que duran
«tres o cuatro horas»
(Moradas, VI, 11) de la que sólo puede sacarla
Dios.
El matrimonio
espiritual, en fin, es unión permanente del alma
con la Trinidad, que tiene lugar «en lo
muy muy interior del alma»
. Tras los éxtasis, las
potencias ya han sido calmadas y han dejado de perturbar al alma,
por lo que la experiencia es totalmente introspectiva. Y si en las
sextas moradas intervenía la parte superior del alma, ahora
es el centro o «corazón del
alma»
(que dirá San Juan de la Cruz). Santa Teresa
no sabe «a qué
comparar»
(Moradas, VII, 2) la unión
divina, por su carácter estrictamente intelectual: «aquí no hay memoria de cuerpo más
que si el alma no estuviese en él, sino sólo
espíritu... Aparécese el Señor en este centro
del alma sin visión imaginaria, sino intelectual... queda el
alma, digo el espíritu de esta alma, hecho una cosa con
Dios»
(Ibidem). Por eso apenas trae imágenes para
que el lector pueda aprehender, siquiera remotamente, la
experiencia. Únase a ello, la dificultad de combinarlo con
el misterio de la Trinidad, porque, precisamente en el matrimonio
espiritual al alma
(Moradas, VII, 1) |
Se permite Santa
Teresa utilizar la imagen de las llamas de dos velas, el alma y
Dios, unidas: «el pábilo y la luz
y la cera es todo uno»
(Moradas, VII, 2).
Obviamente, unión desigual, pues la criatura se ha unido a
su Creador, por lo que el alma se entrega al servicio de Dios. El
efecto teológico inmediato es que la vida activa y la
contemplativa van de la mano:
(Moradas, VII, 4). |
Porque si el alma,
en su más profundo centro, mantiene su imperturbabilidad o
«sosiego»
de la
contemplación, «bebiendo del vino
de esta bodega adonde la ha traído su Esposo y no la deja
salir»
(Moradas, VII, 4), no por ello se ha de
descuidar la acción.