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Santa Teresa de Jesús ante la crítica literaria del siglo XX

Germán Vega García-Luengos





Los progresos sustanciales que en el presente siglo han experimentado los estudios literarios, tanto en el campo de la teoría o crítica como en el de la historia, han permitido contemplar con fecundos resultados la actividad de santa Teresa como emisora de un mensaje de características literarias, en el que la lengua es exprimida en todas sus posibilidades de expresión y comunicación.

Este mejor conocimiento se ha acompasado con los producidos en lo concerniente a su incardinación histórica y a su espiritualidad. Es lógica esta conjunción. De pocos autores se puede predicar con tanta convicción que escribió como vivió. Su dimensión como escritora no es un apéndice de su verdadera significación como persona o como espiritual, sino que constituye algo consustancial. Sin literatura no sólo no habría podido explicar y contagiar su experiencia -lo que nos resulta del todo punto irreconciliable con su personalidad-, es que ni siquiera ella misma la habría comprendido. Tenemos constancia de cómo en ocasiones sus profundas vivencias eran aprehendidas desde instancias literarias. De ninguna de ellas hizo un uso tan consciente y notable como de la que denominaba «comparación». Pues bien, las comparaciones además de servirle para acercar la realidad suprasensible a sus receptores -«no hacía sino poner comparaciones para darme a entender» (V 27, 3)-, también permitían que ella misma pudiera comprenderla: «Una vez entendí cómo estaba el Señor en todas las cosas y cómo en el alma, y púsoseme comparación de una esponja que embebe el agua en sí» (CC 49)1 ; «Ahora tornemos a nuestra huerta o vergel, y veamos cómo comienzan estos árboles a empreñarse para florecer y dar después fruto, y las flores y claveles lo mismo para dar olor. Regálame esta comparación, porque muchas veces en mis principios [...] me era gran deleite considerar ser mi alma un huerto y al Señor que se paseaba en él» (V 14, 9).

Son diversas las oportunidades en que se apunta que las comparaciones se han generado al mismo tiempo que la experiencia. Santa Teresa consideraba que Dios se las daba conjuntamente. Es más: se nos viene a decir a veces que escribir es entender: «Y es así que ha que me dio el Señor en abundancia esta oración creo cinco y aun seis años muchas veces y que ni yo entendía ni la supiera decir; y así tenía por mí, llegada aquí, decir muy poco o nonada. [...] Creo -por la humildad que vuestra merced ha tenido en quererse ayudar de una simpleza tan grande como la mía- me dio el Señor hoy, acabando de comulgar, esta oración sin poder ir adelante, y me puso estas comparaciones y enseñó la manera de decirlo, y lo que ha de hacer aquí el alma; que, cierto, yo me espanté y entendí en un punto» (V 16, 2).

Los avances en el terreno de las humanidades, junto con la radical pérdida de la inocencia derivada de los acontecimientos padecidos en nuestro siglo, han propiciado unos instrumentos de análisis y un talante indagador bien distintos a los de siglos anteriores. Los estudiosos han dejado de ser ingenuos o puramente eruditos, y se han lanzado a escudriñar rigurosamente en los interiores de la obra teresiana, para buscar explicaciones. Se ha llegado a determinar, de esta manera, la existencia en ella de una auténtica «voluntad de estilo» -en expresión consagrada por Juan Marichal2-, de una nítida «conciencia de su arte literario» -de acuerdo con Víctor García de la Concha, uno de los principales responsables de lo que hoy sabemos sobre ese arte3-.

Si Santa Teresa se ha visto beneficiada por esta sustitución de sus críticos «acríticos» por otros mejor preparados y dispuestos, también la ciencia literaria ha tenido en ella una excepcional palestra en la que verificar la eficacia de sus presupuestos y herramientas. La secuencia de estudios críticos sobre la literatura teresiana puede proponerse como testimonio ejemplar de lo que es el ejercicio filológico, de cómo se debe avanzar en la elucidación de problemas apoyándose en los pasos previos y ensayando nuevas vías.

Por otra parte, la afluencia de trabajos sobre esta dimensión, al igual que sobre las restantes, se ha visto estimulada por la celebración en 1982 del IV Centenario de la muerte de la escritora. Con este motivo se celebraron diversas reuniones científicas, cuyas aportaciones hoy recogen las Actas correspondientes. Dos merecen destacarse por su volumen e interés: «Santa Teresa y la literatura mística hispánica», Actas del I Congreso Internacional sobre Santa Teresa y la Mística Hispánica4; y, sobre todo, Actas del Congreso Internacional Teresiano (Salamanca, octubre 1982)5.

La síntesis que ahora se intenta abordará en primer lugar las cuestiones de historia literaria, para afrontar después los de crítica. Quedan fuera de su consideración los relacionados con la crítica textual y con la lingüística, sobre los que versan otras ponencias del presente encuentro.

Objetivo importante en el campo de la filología ha sido analizar lo que la escritora supuso para la historia literaria, lo que va indisolublemente unido a la consideración de lo que esa tradición supuso para ella.

En 1908, un extenso artículo de Albert Morel-Fatio abría un prometedor panorama de indagaciones sobre la formación cultural de Santa Teresa6. A él se incorporaría pocos años después la obra de Gaston Etchegoyen7. Los datos y las reflexiones aportadas, al tiempo que deshacían la aureola de originalidad absoluta que la tradición devota le había otorgado, desmentían contundentemente la imagen de monja inculta que esa misma tradición se había creído. Una imagen surgida de tomar al pie de la letra expresiones del tipo «como soy necia», «poco entendida», «tan ignorante y de rudo entendimiento», etc. Muchas de estas formulaciones están tan tipificadas dentro de la tradición del sermo humilis que su presencia en Santa Teresa tendrían que haber ejercido el efecto contrario: sus humillaciones verbales, sus confesiones de torpeza, así como las de escribir por obediencia, deberían haberse tomado como indicios de su militancia en una añeja corriente de escritura, aspecto del que se han ocupado autores como G. Mancini8, A. Egido9 o V. García de la Concha10. Son expresiones, por otra parte, que en pocos escritores están tan motivadas como en ella: según Alison Weber, formarían parte de la «retórica de la feminidad» que la caracteriza11.

Santa Teresa, que sólo registró en su obra lo que tenía por sustancial, aludió frecuentemente a la lectura. Sobre todo en el Libro de la Vida, que es donde más directamente se expresa su biografía espiritual. El lector consciente debe sacar en limpio que la escritora contó su vida con la intensa preocupación de que nos percatásemos de su actividad lectora. Tal vez no se ha extraído toda la significación que pueda tener este empeño en declarar su inclinación a la lectura. Porque está claro que dejaba al descubierto un flanco problemático en una época como la suya. Con certero diagnóstico, algunos contemporáneos nuestros han adscrito las costumbres libreras de su entorno familiar a su condición social y racial: menos difícil les sería hacerlo a los suyos, tan proclives a clasificar castas y ortodoxias. Por si fuera poco, como mujer, su sociedad le imponía graves limitaciones a una cultura oficial y libresca12. Pues bien, a pesar de lo poco recomendable que era leer, y menos aún confesarlo, Teresa lo hizo con insistencia, hasta presentársenos como una lectora «empedernida»13. Podría pensarse que la prolija mención de libros leídos e intensamente asimilados tenía la misión, más o menos consciente, de conformar un curriculum vitae capaz de respaldar y legitimar su actividad de escritora. Y quizá sea también una manera de ponderar su propio libro.

Nuestra mujer ocupó en la lectura muchos momentos de su vida. Los abundantes testimonios de esta actividad nos muestran además una extraordinaria capacidad de asimilación. Los libros eran capaces de llevarla a tomar decisiones importantes: así, su huida a tierra de moros para ser mártir como tantos protagonistas de las vidas de santos (V 1, 5); o la decisión de comunicar al padre su vocación, animada por las Epístolas de San Jerónimo (V 3, 7); o su «conversión» tras la lectura de las Confesiones de San Agustín (V 9, 8); o la utilización de la Subida del Monte Sión de Laredo como mentor espiritual (V 23, 12).

Y hay que recordar -por lo que al anclaje de Santa Teresa en su época concierne- que este talante lector estaba en plena sintonía con la Modernidad. Su actitud como lectora de libros era una actitud moderna. Como lo era su interés en transmitir por ellos su experiencia. Ella fue consciente de la importancia de este cauce de adoctrinamiento, al igual que antes lo fueron Erasmo y otros líderes de la nueva Espiritualidad; lo que les llevó a explotar la capacidad difusora de la imprenta con tenacidad. También nuestra escritora lo contempló y lo intentó, como ha analizado Francisco Márquez Villanueva14, aunque a la postre no viera cumplidos sus deseos en vida.

Santa Teresa ha dejado muestras nítidas de la altísima consideración que le merecían los libros: los de los otros y los suyos. A. Egido ha apuntado, a propósito del Libro de las Fundaciones, que los sucesos se nos presentan a veces como algo querido por Dios para que ella los escribiera15. El concepto llegó a sublimarlo hasta el punto de poder contener el alma o de identificarse con ella: como «mi alma» se refería la Santa al Libro de la Vida.

Entre todos los testimonios de valoración que pueden alegarse, ocupa lugar especial, por su formulación literaria, el que encontramos al cierre del Castillo interior, cuando ofrece a sus monjas no se sabe bien si el libro que ya acaba o sus propias almas: «Considerando el mucho encerramiento y pocas cosas de entretenimiento que tenéis, mis hermanas, y no casas tan bastantes como conviene en algunos monasterios de los vuestros, me parece os será consuelo deleitaros en este castillo interior, pues sin licencia de las superioras podéis entraros y pasearos por él a cualquiera hora» (M. Concl., 1). Humor y ternura ofrecen este esplendoroso mensaje de libertad en donde se desvanecen las fronteras de la realidad y la literatura; y que constituye cita obligada en una parte importante de los estudios sobre el componente literario de Santa Teresa en el siglo XX.

La veneración de los libros encuentra raíz firme en la fe en la palabra de nuestra escritora, que es otro aspecto que ha destacado la crítica. F. Lázaro Carreter ha mostrado la «actitud reverencial» de la escritora ante el lenguaje. El poder de la palabra es inmenso: «Dios creó el mundo con la palabra. El lenguaje puede convertirse en fulminante acción. En el Señor, dice ella, “sus palabras son obras”» (V 25, 18)16. Las palabras acompañaban permanentemente sus experiencias de orante. Había palabras en los momentos culminativos. Y eran necesarias las palabras para explicar y convencer.

Hoy día poseemos un buen conocimiento de lo que Teresa de Jesús leyó o pudo leer. También contamos con valiosos intentos de delimitar lo que estas lecturas significaron en su formación. Importante es advertir que todo lo leído u oído se convertía en fuente operativa únicamente cuando la escritora lo había hecho vida y experiencia propias. No se puso a escribir para dar noticia de lo aprendido en los libros sino de lo vivido. Sus lecturas le habían podido servir para generar experiencia, y la ayudaron para expresar esa experiencia. Es ella la que sustentaba la perspectiva, la que seleccionaba los materiales, la que suscitaba unos modos expresivos u otros. Aprovechó lo leído con libertad, acomodándolo a sus intenciones.

Los estudiosos de la literatura han tenido un especial interés por indagar en las huellas que las obras profanas pudieron dejar en ella. Dentro de éstas la atención se ha centrado en los libros de caballerías, por tratarse de los únicos cuya lectura mencionó explícitamente la escritora (V 2, 1). Más allá aún va el apunte de su biógrafo, Francisco de Ribera, cuando pondera el grado en que «bebió de aquel lenguaje y estilo» hasta llegar a atribuirla la escritura de uno de ellos, de no poco mérito al parecer17. Durante años los estudiosos se han empeñado en estas tareas de intertextualidad. Pocas marcas concretas apreciaron A. Morel-Fatio o M. Bataillon18. V. García de la Concha, por su parte, ha notado huellas más profundas que tienen que ver con el concepto y tratamiento del amor o la exaltación de la obligación moral, la acción y la fe19. Por lo que a débitos puramente literarios se refiere, quizá nadie les ha concedido tanta relevancia como Cristóbal Cuevas, quien los ha culpado de la construcción del significante literario del Castillo interior, la creación imaginativa más extensa e intensa de la escritora, destinada a acoger con plenitud de explicaciones y sugerencias su trayectoria mística20. Llega a decir el estudioso que las Moradas podrían considerarse un Amadís de Gaula a lo divino. Procedimiento éste de la divinización que se hermanaría con lo que ocurre en otros aspectos de la literariedad teresiana. Pero no sólo esta obra denotaría la lectura del más famoso libro de caballería; para Elizabeth B. Davis (Sobre la literariedad de Teresa de Jesús, p. 166) con él también se relaciona el «huerto» de los cuatro grados de oración del Libro de la Vida, en el que «se respira el ambiente de un vergel de amor» como el del Amadís21. Por otra parte, con ese huerto Teresa de Jesús se incardinaría en la tradición del jardín edénico, que aparece en tantos textos literarios.

Más allá de temas y motivos, encontramos cierto regusto narratorio en las fórmulas utilizadas por nuestra escritora a la hora de cambiar de asunto o retornar a uno anterior: «Ahora tornemos a nuestra huerta o vergel» (V 14, 9); «Parece que hemos dejado mucho la palomica, y no hemos; porque estos trabajos son los que la hacen tener más alto vuelo. Pues comencemos ahora a tratar de la manera que se ha con ella el Esposo» (6 M 2, 1). La forma de coger y dejar asuntos y personajes -como, por ejemplo, la mariposilla en el Castillo interior- es paralela a la utilizada para estos menesteres en la narrativa caballeresca.

A pesar de que Teresa achacó a los libros de caballerías una repercusión importante en sus desvíos juveniles, otros testimonios nos indican que no estaba tan mal con ellos. Por su sobrina María de Ocampo sabemos que los consideraba un portillo para llegar a los buenos libros22. En todo caso, el que sean las únicas obras profanas mencionadas por la autora tiene que ver con su afán por dar noticia sólo de aquello que le parece transcendente, no con la falta de otras lecturas. Con toda seguridad más escritos del siglo tuvieron que acompañar a éstas. Candidatos importantes para formar parte de la literatura silenciada serían las novelas sentimentales. Éstas «ofrecen un lenguaje que -a juicio de Aurora Egido- está mucho más cerca del de Santa Teresa que el tan traído y llevado de las novelas de caballerías [...] Estos trataditos amorosos, con fuerte carga epistolar [...] contenían un lenguaje alegórico, lleno de secuelas teológicas que, en el plano de los afectos humanos, traducían el lenguaje amoroso bajo especias de virtudes divinas»23. Es decir que se trataría de contrafacta en el sentido inverso: de lo divino a lo profano.

Son muchos los estudiosos que han puesto en relación la obra de Teresa, sobre todo el Libro de la Vida, con el Lazarillo. Desde luego, la asociación es muy atractiva y no deja de haber aspectos que la permiten24. Lázaro Carreter ha ofrecido una relación de las coincidencias estructurales, que, a pesar de todo, no han acabado de convencer al propio estudioso de que la escritora leyese directamente la decisiva novelita25.

La huella de la poesía cancioneril de la época es irrefutable. Como ha señalado F. Márquez Villanueva, dicha manifestación lírica era «el terreno donde autores y público se familiarizaban de primera intención con el análisis introspectivo y sus posibilidades creadoras, tan desarrolladas después por la literatura ascético-mística»26. El estudioso ha apuntado especialmente los nombres de Álvarez Gato, Jorge Manrique, Garci Sánchez de Badajoz. La poesía de cancioneros se refleja con claridad en los versos teresianos -bien directamente, bien a través de las frecuentes divinizaciones-, pero también en la prosa. A su cargo habría que anotar las expresiones paradójicas y antitéticas que surgen al dar cuenta de momentos de especial tensión afectiva.

También tuvo que conocer el teatro religioso de su tiempo. En alguna de sus cartas se consignan actividades conventuales que se pueden relacionar con las prácticas escénicas del ciclo de Navidad (166 [1576] y 172 [1577])27. Con referencia a tales manifestaciones pueden entenderse los «pastorcillos bobos» en Castillo interior (4 M 2, 5). Por contra, otro «pastorcillo», el de los primeros compases de las Meditaciones sobre los Cantares, parece delatar que Teresa estaba al tanto de la teoría sobre la relación entre el epitalamio bíblico y la égloga profana, tal como fray Luis lo expuso en el prólogo de su Exposición.

El género epistolar es otro de los puntos sobre los que se ha incidido a la hora de buscar adscripciones al arte literario de Santa Teresa. Las cartas experimentaron un gran auge en el Renacimiento, gozando de la predilección de los humanistas. El molde se acomodaba bien para la transmisión de las materias más diversas -desde historias de ficción a los grandes problemas religiosos-, tratadas con los tonos más dispares -desde el jocoso al académico-. Son muchas las cartas que se escribieron y difundieron en la época. Las implicaciones epistolares del estilo teresiano a veces se han señalado con fuerza. Es el caso de Cristóbal Cuevas28: «Para mí, Teresa de Jesús se configura en lo literario, ante todo, como escritora de cartas». Ni los tiempos difíciles para mujeres y espirituales, ni su temperamento, ni su formación, ni sus lectores la habrían permitido encauzar la comunicación de su mensaje por el medio más natural que la época le ofrecía: el tratado doctrinal. «Era en las cartas -remacha el estudioso-, con su carácter familiar, su falta de pretensiones intelectuales y lo reducido del círculo de sus destinatarios donde se ofrecía un camino expedito a su magisterio. Y esta realidad explica que, incluso cuando se pone a escribir obras de envergadura, salgan de su pluma “libros” que se configuran como extensas cartas, dirigidas unas veces a sus religiosas -así, el Camino de Perfección o Las Moradas-, y otras -por ejemplo, el Libro de la Vida- a corresponsales tan concretos como sus confesores fray Domingo Báñez y fray García de Toledo, a los que siempre se dirige con el epistolar apelativo de “vuestra merced”». A los testimonios del capítulo 10 del Libro de la Vida apuntados por C. Cuevas, debe añadirse el remate del 16, en que la evidencia se hace sólida en la palabra exacta: «Rompa vuestra merced esto que he dicho -si le pareciere- y tómelo por carta para sí, y perdóneme que he estado muy atrevida». Y, efectivamente, las cartas de verdad son el cauce elegido para exponer algunas de sus experiencias espirituales: «Con el padre presentado Domingo Báñez -que ahora está en Valladolid por regente en el Colegio de San Gregorio- que la confesó seis años, y siempre trataba con él por cartas, cuando se le ofrecía algo» (CC 53, 11).

Por lo que concierne a fuentes religiosas, la Biblia ocupó un puesto importantísimo, como ella misma se encargó de destacar. Con ello Santa Teresa, una vez más, estuvo en consonancia con las actitudes y propuestas de aquellas corrientes espirituales de la Modernidad que buscaban un cristianismo más depurado y personal, para las que las Sagradas Escrituras se constituyeron en referencia fundamental.

La Biblia no sólo se responsabilizó de la doctrina en la obra de nuestra autora, también marcó decisivamente algunos de sus componentes retóricos y literarios. Los Evangelios fueron una de sus parcelas preferidas. Entre las deudas principales que con ellos contrajo, debe mencionarse la militancia del estilo teresiano dentro del sermo humilis. Éste habría recibido un estímulo fundamental del modelo evangélico: «Siempre yo he sido aficionada y me han recogido más las palabras de los Evangelios que se salieron por aquella sacratísima boca, ansí como las decía, que los libros muy bien concertados» (CE 35, 4). También los Salmos figuran en los primeros puestos de influencia. Su tono, su ritmo y sus expresiones se acusan en los abundantes lugares en que la prosa teresiana irrumpe en exclamaciones e interrogaciones de alabanza y plegaria. Por otra parte, la adhesión a los Cantares no podía faltar en una escritora cristiana que debe abordar contenidos místicos, como apoyo de la autenticidad de su experiencia y como medio de comunicarla. Éstas y otras partes de las Escrituras proporcionaron a Teresa utilísimos materiales para los símiles y alegorías de su lenguaje analógico.

También se han estudiado sus relaciones literarias con las obras de tres Padres de la Iglesia: San Jerónimo, San Gregorio y San Agustín. Dejando al margen sus enseñanzas doctrinales, los tres autores fueron decisivos para asegurarla en la viabilidad de un estilo humilis, rusticior, de un lenguaje coloquial, como ha subrayado G. Mancini29, entre otros30. Es indudable que hay que asociar el estilo teresiano con esa tradición. De ella supo tomar una serie de tópicos que, con la libertad que la caracterizaba en el manejo de fuentes, vivificó, acomodándolos a sus intereses. Como se apuntó, en dicha tradición se insertan las declaraciones de incapacidad, de obediencia ante la tarea de escribir. Santa Teresa incurrió en ellas no con la frialdad de quien se doblegaba ante las convenciones, sino con la decisión de quien sabía lo útiles que le eran para hacer viables palabras de mujer en una sociedad antifeminista. Su explotación exhaustiva, precisamente, marca su ruptura con la tópica, según ha señalado Alison Weber31. San Jerónimo pudo necesitar tales manifestaciones para captar la benevolencia del lector, para predisponer un ánimo favorable hacia sus escritos, y las colocó en sus prólogos; Santa Teresa las necesitaba para hacer posibles esos escritos y las desparramó por toda su extensión, de manera que todos ellos estarían contagiados de talante prologal, como ha apuntado Juan Antonio Marcos32.

Para la conformación de la escritura teresiana fue determinante la lectura de las Confesiones de San Agustín: ésta repercutió como impulso de su propia obra y como modelo. Ha dicho Lázaro Carreter: «Para mí, no cabe duda: fueron las Confesiones del obispo africano su estímulo y su pórtico de entrada en la literatura»33. Ya antes había apuntado García de la Concha que «las Confesiones constituyen el precedente más directo y el modelo más claro tanto del Libro de la Vida como del componente biográfico que subyace en toda la obra de nuestra escritora»34.

La doctrina del Recogimiento es fundamental para explicar la espiritualidad teresiana y también su formalización literaria. San Agustín estaba en los fundamentos, como también la Vita Christi de Ludolfo de Sajonia, el Cartujano, y la Imitación de Cristo de Tomás de Kempis, obras de amplia e intensa influencia entre los espirituales del siglo XVI. Dentro de esta corriente afectiva de espiritualidad, los escritores franciscanos ocupaban un puesto destacado, especialmente Francisco de Osuna y Bernardino de Laredo. Sus obras se ofrecían como modelos en la utilización de recursos imaginativos. Osuna, uno de los principales sistematizadores de la espiritualidad del Recogimiento, acusaba en el estilo sus eficaces dotes de predicador.

García de la Concha ha considerado, precisamente, la importancia de la predicación en la formación del arte literario de Santa Teresa. Una predicación del momento que llamaba a los afectos, que continuamente se servía de comparaciones con elementos cotidianos. En opinión del investigador, «en bastantes momentos [...] la escritura teresiana se estructura en esquemas retóricos y cobra vuelos, ritmo y carga afectiva de la predicación»35. Las obras de Teresa vienen a tener ese tono de enseñanza directa que opera con reiteraciones continuas y que no olvida nunca al lector oyente, a quien a menudo interpela.

Un apartado especial dentro de los estudios sobre las fuentes teresianas lo conforman aquellos que han propuesto conexiones con el mundo islámico. Luce López-Baralt figura al frente de estos intentos con una serie de trabajos publicados a lo largo de los últimos años36.

Como epítome de esta selección de elementos religiosos librescos, o no, cuya huella se ha apreciado en el componente literario de los escritos teresianos, cabe insistir en cómo corresponden plenamente a ese ambiente de revitalización espiritual que caracteriza a la Modernidad. Común a los distintos movimientos fue la búsqueda de una vivencia personal de lo religioso, superadora de los puros formulismos.

Es, justamente, a la vista de los elementos lingüístico-literarios que la época ofrecía y que nuestra escritora ha podido aprovechar en mayor o menor grado, como mejor destaca el importante salto que ha tenido que dar para superar la falta de unos cauces consagrados por los que transmitir su mensaje inédito a unos receptores apenas contemplados en los escritos contemporáneos. Ni su contenido -la propia experiencia espiritual por la que la escritora ha pasado- ni sus destinatarios -sus confesores y, sobre todo, sus monjas- estaban tipificados, inventariados, en la literatura de la época.

La máxima dificultad se presentaba al tener que comprender y comunicar algo situado en los límites de lo abordable con palabras. Lo que sucede en lo más interior del alma era el objetivo principal de sus escritos: como testimonio, como desahogo, como punto de atracción y contagio. Y aquí no hay letras. Recordemos el pasaje de Castillo interior en que se refiere al misterio de la Trinidad: «¡Oh, válgame Dios! ¡Cuan diferente cosa es oír estas palabras y creerlas, a entender por esta manera cuan verdaderas son! Y cada día se espanta más esta alma, porque nunca más le parece se fueron de con ella, sino que notoriamente ve, de la manera que queda dicho, que están en lo interior de su alma, en lo muy muy interior, en una cosa muy honda, que no sabe decir cómo es, porque no tiene letras» (7 M 1, 7).

Y ahí empezó a encontrarse inexorablemente con la literatura. La necesitaba para entender esa experiencia, para comunicarla, para atraer hacia ella a otras personas. Así es cómo el principal escollo del proceso comunicativo se erigió en resorte principal de creatividad. Son muchos los momentos en que notamos una agónica dependencia de la lengua literaria en el legado de sus escritos, ante la consciencia de que las palabras de todos los días son insuficientes. La vemos buscarlas, dudar de que sean las adecuadas, lamentarse por no poderse dar a entender, corregirse, sentir que no llega: «Deshaciéndome estoy, hermanas, para daros a entender esta operación de amor y no sé cómo» (6 M 2, 3). Es la desazón de los místicos y los poetas ante la conciencia de que «la lengua no alcanza al corazón», por decirlo con la fórmula feliz acuñada por su primer editor fray Luis de León37. No cabe otra solución que forzar la lengua cotidiana, que sacarla de su orden de significación normal. Y ahí vemos a Teresa proponiendo comparaciones, exclamaciones o «desatinos santos» (V 16, 4) en los interiores de un lenguaje discursivo, dotado de una inusual capacidad de complicar al lector en la ardua tarea de sentir un mensaje más allá de las cosas que se tocan o se entienden.

Nuestra escritora hablaba desde sus vivencias personales. He aquí las raíces de su originalidad como religiosa y como escritora, firmemente asentadas, una vez más, en la revolución renacentista de las mentalidades. La exaltación del hombre, del individuo, del yo, constituyó uno de los principios decisivos de los cambios que se produjeron en todas las esferas de la vida europea del momento, desde la economía y la política a la filosofía y la ciencia. La experiencia personal se convirtió en la suprema autoridad a la que obedecer. Y, por supuesto, la literatura lo acusó: hablar desde el yo real o ficticio era lo que hacían los poetas en los poemas, los humanistas en las cartas y Lázaro de Tormes en la suya, que a la postre resultó ser determinante para la invención de la novela moderna.

También la religión se vivificó en virtud de este principio. Si los contenidos religiosos vienen de los tiempos medievales, su recalificación desde los valores del hombre, del individuo, aportada por el cambio de mentalidad renacentista, supuso uno de los aspectos transcendentes de su trayectoria. La mayor parte de las propuestas reformistas que entonces proliferaron pretendían propiciar las relaciones personales del hombre con Dios. Se partía del yo. Recordemos a San Juan: «En lo cual consiste el ejercicio del conocimiento de sí, que es lo primero que tiene de hacer el alma para ir al conocimiento de Dios» (CB 4, 1). Santa Teresa no podía expresar y practicar tal perspectiva de actuación y escritura con mayor determinación: «Diré, pues, lo que he visto por experiencia» (V 28, 7); «No diré cosa que en mí, o por verlo en otros, no la tenga por experiencia» (C. Pról., 3); «Lo que puedo certificar es que no diré cosa que no haya experimentado algunas y muchas veces» (CC 54, 1). Esta actitud de inequívoca modernidad debe resaltarse especialmente sobre el conjunto de aspectos vistos hasta ahora que nos descubren el anclaje de Teresa en los tiempos renovadores.

La necesidad de crear nuevos moldes literarios también vino exigida por las características de los receptores. En los prólogos de sus obras se preocupó de marcar el contexto y los destinatarios, sagazmente estudiados por Aurora Egido38. Muy especialmente lo hace en Camino de perfección y Castillo interior. Leemos en este último: «Díjome quien me mandó escribir que, como estas monjas [...] tienen necesidad de quien algunas dudas de oración les declare y que le parecía que mejor se entienden el lenguaje unas mujeres de otras [...]; y por esto iré hablando con ellas en lo que escribiré y, porque parece desatino pensar que puede hacer al caso a otras personas, harta merced me hará nuestro Señor si a alguna de ellas se aprovechare para alabarle algún poquito más» (M Pról., 4).

Su condición de mujer que entiende a las mujeres podía hacer que sus palabras fueran más asequibles y provechosas que las de «algunos libros que están muy bien escritos de quien sabía lo que escribe» (C Pról., 1). Luego en el interior de sus escritos podremos comprobar cómo ese círculo básico de destinatarios se ampliaba, crecía en el espacio y en el tiempo39.

Su escritura tenía que ser comprendida por quienes no entendían de elevadas especulaciones en palabras «concertadas». Debía utilizar estrategias lingüísticas capaces de hacer transparentes los conceptos. Su obra escrita quería que fuera una prolongación de las charlas conventuales: «Muchas veces os lo digo y ahora lo escribo aquí» (C 19, 1). A este propósito debe recordarse la famosa precisión que R. Menéndez Pidal propone sobre el lema valdesiano del «escribo como hablo» en uno de los estudios que más senda abrieron para la consideración actual de la lengua y la literatura teresianas40: Santa Teresa «ya no escribe, sino que habla por escrito».

Y, por si fueran pocas las dificultades, corrían «tiempos recios» (V 33, 5), según el magnífico sintagma acuñado por la propia escritora, cuyo alcance en su obra nos han hecho ver tan atinadamente los historiadores de aquella sociedad41. En pocos lugares como en los prólogos puede apreciarse su afán por acallar sospechas, por hacer saber al lector -y aún más al inquisidor- que si ella, una mujer, se ha atrevido a escribir sobre materia religiosa es porque personas doctas y autorizadas no sólo se lo han permitido, sino que se lo han ordenado. Menéndez Pidal expresaba su asombro ante este caso de «escritora por obediencia». Cada vez más lo que asombra a los estudiosos es su capacidad de sortear los inconvenientes que la escritura y su divulgación tienen para una mujer como ella, para obedecer -sí, esta vez en profundidad- a sus designios de escritora.

La obediencia a estos designios y la ausencia de modelos acomodables la conducían por los caminos de la novedad literaria renacentista, en los que participó activamente. Para Juan Marichal, su obra se inscribe dentro de los inicios del ensayismo hispánico. Fernando Lázaro Carreter ha afirmado, expresivamente, que Santa Teresa «también en las letras fundó». Su fundación en la literatura española es el género de la «autobiografía del espíritu»42.

Una vez considerados los factores determinativos del componente literario de los escritos de nuestra Fundadora, vamos a ver cómo los críticos del siglo XX han caracterizado ese estilo: qué valores posee y con qué recursos cuenta.

Previamente, conviene asumir la cautela de V. García de la Concha contra la idea, tan simplificadora como inexacta, de una supuesta uniformidad de estilo43. La historia conocida de la escritura teresiana es la historia de un aprendizaje y una maduración expresivas. Por otra parte, existen registros diferenciados en los distintos cortes sincrónicos. Las ideas, vivencias y sentimientos de Santa Teresa, aunque tenían un carácter unitario -y esto era básico en ella- se formalizaron en géneros diversos: biografía, carta, crónica, tratado doctrinal, oración. Y estos géneros no separan obras, sino que los encontramos normalmente entremezclados en cada libro. Este proceder combinatorio puede tenerse como definidor de su arte literario44. Por otra parte, no sólo el contenido del mensaje determinó cambios en el estilo, también lo hicieron el contexto y los destinatarios. «En este punto -con palabras de Aurora Egido, que lo ha estudiado atentamente-, como en la combinación de géneros y estilos, Santa Teresa muestra una polivalencia y multiplicidad en sus escritos que está muy lejos de configurar una unidad monocorde y repetida. De la variedad y mezcla de niveles estilísticos y conceptuales se deduce precisamente lo novedoso de su quehacer literario»45.

Como se apuntó más arriba, la «comparación» -así denominaba la autora a lo que en puridad puede ser «símil», «alegoría», «metáfora»- es quizá el más característico de sus recursos literarios y también del que fue más consciente. Con este vocablo se refería a la utilización de un lenguaje analógico, en el que se proponen elementos conocidos que intentan traducir o iluminar otros que no lo son. A lo largo de su obra no faltan breves reflexiones sobre este procedimiento, que esbozan una suerte de poética del mismo: «Las comparaciones no es lo que pasa, mas sácase de ellas otras muchas cosas que pueden pasar, que ni sería bien señalarlas ni hay para qué» (3 M 2, 6). El término aparece en sesenta ocasiones, al menos, en sus escritos. La mayor concentración de menciones se produce en el Libro de la Vida (27) y en Castillo interior (23), de acuerdo con la necesidad que del recurso sentía la escritora, quien explícitamente señaló su afinidad con el mismo: «Todavía quiero más declararos lo que me parece que es esta oración de unión. Conforme a mi ingenio pondré una comparación» (5 M 4, 2). Ya hemos recordado al comienzo cómo en ocasiones la comparación se encontraba íntimamente unida a la experiencia que comunicaba.

García de la Concha ha analizado en su libro con exhaustividad cómo son las comparaciones teresianas: procedencias; características de tratamiento; sintaxis46. La maestría literaria de la escritora brilla especialmente cuando asocia las imágenes en alegoría o incidiendo sobre un mismo punto de la realidad que se quiere referir. En tales ocasiones, los significados de las imágenes conectadas reciben la plusvalía de lo que su agrupamiento connota. Eficacísima forma de ensalzar el referente es esta de mostrar con la práctica su resistencia al asedio de las palabras. La sensación de lucha por la expresión que rezuman los escritos teresianos en tales momentos potencia el significado, forma parte de él. Esta desazonada batalla comunicativa también nos puede ser participada explícitamente en los abundantes segmentos metaliterarios que encontramos47.

Otro de los factores del estilo teresiano que han considerado los críticos lo constituyen las exclamaciones, interpelaciones y preguntas. La intensidad de los trances revividos, así como sus deseos de ser entendida, hacen que prorrumpa en efusiones y preguntas dirigidas a Dios o a los lectores, a los que tan cercanos considera en ambos casos. Tales expresiones se nos antojan muy acordes con la manera de sentir y afrontar la escritura por parte de nuestra autora. Sin embargo, no nos faltarán modelos previos para tal proceder, que ha podido hacer propios con la asimilación vivencial que la caracteriza. Por lo que se refiere al hecho de su inserción, cabe postular una vez más el antecedente de las Confesiones de San Agustín. En cuanto a la caracterización de su forma y sentido, los Salmos deben ser tenidos en cuenta.

Su distribución por la obra teresiana experimenta variaciones importantes de unos textos a otros. Así, en las Exclamaciones del alma a Dios alcanza porcentajes tan elevados que lo erigen en factor dominante. En el Libro de la Vida, Camino de perfección, Castillo interior se inserta de forma más diluida, salpicando el flujo discursivo. Aquí asistimos en múltiples ocasiones a la interrupción del discurso razonador, analógico o no, y a su conversión en súplica, en acción de gracias, en llamada de atención y atracción. Pero no son sólo eso: las exclamaciones también tienen función explicativa; son una necesidad voluntaria o involuntaria de lo contado. Con ellas encarece y completa lo que ha dicho anteriormente o lo que va a decir, y pide al lector que supla carencias.

Aludiremos, por último, a la utilización de expresiones paradójicas y antitéticas, cuya presencia y significación ya fueran señalados por Menéndez Pidal en uno de los pasajes más conocidos de la crítica teresiana: «Con su esfuerzo por declarar lo que los libros no acertaban a declarar, [...] agotada al fin la eficacia de los símiles, sus palabras no caben en sí [...]; desbordan y se derraman del molde habitual, queriendo expresar lo inefable de la erótica mística. Ha llegado el momento de las expresiones paradójicas, de los adjetivos en antítesis, de las anomalías pugnantes con la habitual llaneza de la Santa»48.

A este desbordamiento significativo de las palabras se deben algunas de las expresiones de mayor fuerza expresiva y poética: «glorioso desatino», «recio martirio sabroso», «dichosa embriaguez». Como ya se ha apuntado, no son ajenas a la poesía de los cancioneros, y a la suya propia, por tanto. La maestría de nuestra autora con el uso de procedimientos tan tópicos estriba en su adecuación profunda al denodado esfuerzo por expresar lo contradictorio e incomprensible de la vivencia mística49. Tales construcciones no sólo son expresivas en sí mismas y adecuadas al tipo de vivencias a las que desean aproximarse, el acierto artístico-literario de su uso también les viene de su sintaxis: de la forma de engarzarse y combinarse con los otros recursos apuntados.

Los críticos han asumido normalmente las limitaciones de Santa Teresa con los versos. Que llevaba razón cuando en el Libro de la Vida se autoexcluyó del oficio: «Yo sé persona que con no ser poeta, que le acaecía hacer de presto coplas muy sentidas» (V 16, 4). La originalidad y calidad estilística de su obra en prosa no encontró correspondencia en su poesía, si bien ésta puede presentar en determinados momentos algunos de sus rasgos más peculiares y geniales: tensión afectiva, habilidad en el manejo de imágenes, etc.50. No fue poeta de versos. Sin embargo, uno de los valores más sólidos de su prosa consistió en la incrustación de segmentos que por semántica, tono o construcción son más propios del verso -exclamaciones, interrogaciones, expresiones antitéticas, concordancias de opuestos-, cuyas raíces más reconocibles se sitúan en el salterio y los cancioneros.

Escribió como vivió: vida y obra fueron inseparables, y tanto una como otra requirieron un esfuerzo enorme. Quizá nadie se ha expresado tan contundentemente sobre las relaciones de nuestra escritora con la literatura como Francisco Márquez Villanueva: «El malhadado prejuicio hagiográfico ha impedido reconocer algo muy obvio, nunca afirmado hasta este momento y que todavía causará escándalo en algunos: Santa Teresa gozaba del placer de crear como una verdadera adicción, especie de bendito “asimiento” de que, por fortuna nuestra, no llegó a ser consciente»51. En realidad, entre la escritora «por obediencia» de Menéndez Pidal y esta escritora con «irrestañable vocación literaria» sólo existe una antonimia aparente: ella sabía arreglárselas bien para que le mandasen aquello que estaba deseando obedecer. Otra ha de ser, sin embargo, la explicación del contraste establecido entre el «placer de crear» que se le atribuye y la imagen de escritora penitente que ella misma ofrece tan a menudo: aquí no cabe deshacer la contradicción, sino aceptar este hermanamiento de contrarios que se encuentra en la creación de las obras artísticas culminantes.





 
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