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Señorita del mar

Ricardo Gullón





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Un dorado cuerpo de mujer que, indolente, se deja acariciar por la mano azul del agua mediterránea. Brisa limpia sobre el bello rincón de España que es Cádiz, que ha sabido suscitar ese manojo de exclamaciones que José María Pemán clava, a guisa de oriflama, en las primeras páginas de su libro Señorita del mar. Libro que es también una exclamación, un largo requiebro del poeta a su ciudad -como el desarrollo de una exclamación ha definido el lirismo Paul Valery-, grito apasionado de amante, unas veces erguido sobre júbilos quemantes, y otras, sollozo que sube lentamente, con la seguridad de una pena oscura e inmortal, de una pena negra, que ha ido floreciendo a la distancia como un misterio más de la noche.

La poesía de José María Pemán intenta, en algunas ocasiones, alzarse hacia otros cielos que ignoren las recientes generaciones de líricos andaluces; por momentos parece que lo va a conseguir, que lo consigue, y cuando se apresta para el brinco final, escapa ligera como un potro o un ave la que ya se creía segura posesión. En otros instantes sabe ser nada menos que popular y tradicional, con los más finos sabores de aquella tierra del Sur. Así, en El gitano enterrado, con su gracioso simbolismo y su dulce reproche, que trasluce el orgullo de que sea como es en todos los trances, admirándose y piropeándolo:


¡Con qué gracia tú también,
terco de tiempos mejores,
te tienes, muerto, de pie!



Enamorado del salero, de esa gracia y de esa tiesura que sabe conservar Cádiz. Y sigue Pemán su «itinerario lírico» libertando su nostalgia ante el lugar que ocupó aquella placita de madera en que


se lució tanto José,
novillero todavía.



Alcanzando niveles de puro andalucismo en poemas como La caleta, en la que el colorido no se obtiene a fuerza de recargar las tintas y de perfilar una estampa de exportación, sino con una exclamación insistente: «¡Ay, qué dolor!», que con la eliminación de la última letra cobraría un vigor y un acento nuevo. Digamos: ¡Ay, qué doló!; la menuda tragedia del niño mariscador sorprendido por el agente mientras se bañaba desnudo no puede ser ya sino andaluza, gaditana; sobre ella ha soplado levemente el viento de Levante, «segador de veletas», y la dejó íntima, mediterránea, gentil.





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