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«Teníamos una clara idea de que no sólo éramos diferentes, sino superiores. Nos podían perseguir (¡a los rojillos!), pero nosotros estábamos en la verdad» («Primer capítulo», de Para parar las aguas del olvido, ob. cit., p. 28).

 

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«Se habían ido todos los poetas, todos los que pensaban, todos los que hacían arte. España estaba descabezada y los descabezados que nos ordenaban pensaban con los pies» («Lo que se llevaron, lo que se fue», de Para parar las aguas del olvido, ob. cit., p. 237).

 

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«Este libro, que voy terminando palabra a palabra, no es libro de memorias, sino de desmemorias o de olvidos, y entre tantos olvidos, de pronto, la campana suena» («Campanas», de Para parar las aguas del olvido, ob. cit., p. 204). Y poco después apostilla: «Es un libro para quejarme de aquellos años, para dar compasión a los jóvenes que me lean, para sacudirme monstruos y quitarlos de encima. Es un libro para parar las aguas del olvido y para que no vuelvan a inundarnos aquellas otras aguas del terror y de las fórmulas cerradas y vengativas» («Discurso de los sapos», de Para parar las aguas del olvido, ob. cit., p. 209).

 

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«Aquellos años anteriores a la guerra civil no pudieron ser recompuestos jamás, se quebraron con el primer disparo y fueron a estrellarse contra el suelo, los pedazos dispersos. (...) Los tiempos de guerra llegaban entre banderas y cuando pudimos separar tanta tela ondeante, fuimos a descubrir que eran tiempos de negocios, de usura, de asuntos turbios y de banqueros que contemplaban todas las Españas como un negocio bueno y próspero. Estos tiempos eran tan siniestros que nos fuimos marchando y dejándolos solos, con su presa» («Tiempos normales y tiempos de guerra», de Para parar las aguas del olvido, ob. cit., pp. 273-275).

 

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«La Escuela no era un lugar serio y si de algo servía no era, justamente, para hacer periodistas, sino para hacer funcionarios de periodismo. (...) Resultaba tan sumamente curioso el manejo de un cinismo que parecía haber calado tan hondo que ya ni cinismo era; sino ausencia del sentido de la realidad. Los profesores de la Escuela hablaban de periodismo, como si el periodismo existiera en España y se ignoraba concienzudamente todo aquello que el alumno encontraría al entrar en un periódico; el cerrado sistema de censura, las consignas estúpidas, la necesidad del elogio constante a lo menos elogiable, el ocultamiento del hambre, la ficción sobre todo» («Escuela de mentiras», de Debiste haber contado otras historias, ob. cit., pp. 131-133).

 

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«Un día de verano aparecieron los atracadores que golpeaban a la gente en la cabeza y se llevaban carteras y relojes. La censura me impidió publicar estas cosas, porque no había que andar asustando a los veraneantes de León...» («Donde surge Miss Dolly», de Debiste haber contado otras historias, ob. cit., p. 41).

 

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«Dije a mi padre y a mi tío que me iba a convertir en periodista. (...) Aceptaron los dos, me miraron inquietos, dijeron que el oficio les había regalado cárceles, torturas, meses de andarse escondiendo, exilios y otras lindezas. Pero yo era yo y a otra cosa. (...) Así fue como me hice periodista, después de establecer un convenio con mi mente para no escribir la verdad, ni toda la verdad, ni nada más que la verdad y, sin embargo, seguir escribiendo. Y abrí la puerta a los violines indolentes hasta que un día rompí el violín, salté el mar y lo abandoné todo, menos el oficio» («Violines estirándose indolentes», de Debiste haber contado otras historias, ob. cit., pp. 13-14).

 

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«Todos los días se me escurrían de las manos fantásticas aventuras que habían sido vividas pero no podían ser narradas; llevaban las gentes dentro de sí asombrosos capítulos, atroces anécdotas, delicados detalles que yo tenía que ir dejando escapar porque ya dentro de mí mismo había anidado la censura» («Un marino atraviesa la lluvia», de Debiste haber contado otras historias, ob. cit., p. 20).

 

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«Ángel y Juan Ramón», de Para parar las aguas del olvido, ob. cit., p. 67.

 

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«Los ciclistas me iban a permitir saltar la frontera, ver mundo y conocer a ese tipo de gente que por regla general en mi país estaba encerrada en sus casas o en sus cárceles» («La libertad en bicicleta» de Debiste haber contado otras historias, ob. cit., p. 175).