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«Siempre formas en grande modeladas»: sobre la visión poética de Quintana

Russell P. Sebold





Quintana compone el endecasílabo que figura en el título de este trabajo a los diecinueve años, al dar preceptos para la tragedia, en el poema didáctico titulado Las reglas del drama (1791).1 Siendo del Quintana joven, no puede menos que parecer también profético un verso de tanto denuedo y nobleza, abundancia de insinuaciones y sonoridad. Pues se refleja ya en él esa grandeza que había de caracterizar todo el vivir y crear del poeta que muchos años después sería coronado por Isabel II; y precisamente por no haberse tenido en cuenta esta, por otra parte, evidente unidad de tonalidad de toda la vida y obra de Quintana, no se ha podido comprender el sentido y función de algunos de los rasgos centrales de sus poesías.

Mas antes de emprender el análisis de la visión y técnica poéticas que se hallan como presagiadas en el citado verso clave, será útil echar una ojeada de repaso al trasfondo vital e ideas literarias de quien va a expresarse en versos penetrados de tanta grandeza. Se orienta hacia lo grande la actuación política de Quintana, sobre todo el estilo de los documentos públicos que redacta, por ejemplo, el de esas Proclamas que dirigió a los súbditos americanos de la corona española cuando era oficial primero de la Secretaría General de la Junta Suprema Gubernativa del Reino: «Ya no sois aquellos que por espacio de tres siglos habéis gemido bajo el yugo de la servidumbre: ya estáis elevados a la condición de hombres libres».2 El Quintana prosista escribe las vidas de grandes hombres -el Cid, Guzmán el Bueno, el Gran Capitán, Francisco Pizarro, etc.-, y aunque insiste en la verificación de los datos con documentos fidedignos (dejó inédita su vida del Duque de Alba por no haber podido asegurarse de la autenticidad de ciertos actos atribuidos a ese prócer),3 escribe estas vidas a grandes rasgos, sin meterse en trivialidades. Y tan escuetos perfiles de grandeza se espera que formen -según explica Quintana en el prólogo de sus Vidas de españoles célebres- una «lectura propia de los primeros años de la vida, en que el corazón... apasionándose naturalmente por todo lo que es grande y heroico, se anima y exalta para imitarlo».4 En el contexto de tal preocupación por lo grande y heroico, resulta menos sorprendente el, por otra parte, curioso comentario que Quintana hace sobre las antiguas baladas de los guerreros medievales al decir que «los romances... eran propiamente nuestra poesía lírica».5

Empero, lo que sí sorprende es la forma en que Quintana describe la propiedad del delicado estilo amoroso del restaurador de la poesía española, el dulce Batilo: «la belleza en sus versos vencedores / se goza retratada, / de rayos coronada y resplandores». A Quintana, crítico literario nada vulgar, no se le iba a escapar el nuevo dinamismo naturalista de las poesías de Meléndez, debido en gran parte a la influencia de las corrientes sensualistas de la filosofía de la Ilustración: «ved florecer las rosas, / reír el prado, embebecerse el viento» -escribe el poeta joven, en 1797, extasiado ante el estilo del otro. Mas es natural que Quintana prefiera ese otro momento en que la musa de Meléndez «al éter se encumbró; gozosa mira / bajo de sí las nubes, / y el campo inmenso del espacio gira».6 Por mucho que Quintana admirara el lirismo de Meléndez, es evidente que le atraía todavía más lo que éste tenía de restaurador, de vencedor del «alto silencio en la olvidada España» (página 48).

En fin, según la estética quintaniana, no se han de admitir en las artes «más licencias que aquellas de donde puedan resultar grandes bellezas»; y los mejores ejemplos son Cervantes y Velázquez, pues escribió el primero y pintó el otro, «no con la mano, sino con sola la voluntad» (BAE, XIX, 81, 93). Así, por ejemplo, en abril de 1826, cuando tras largo silencio Quintana dedica un romance al poeta José Somoza, lo hace con mucha vacilación y exhortando con estoica grandeza a que sólo «Canten los que son dichosos; / pero el infeliz que llora, / guarde para sí el gemido / y sus lástimas esconda; / que las orejas del mundo / son esquivamente sordas / al lamentador poeta / que en vez de cantar solloza» (página 198); actitud clásica madura completamente contraria, por ejemplo, a la que tomará Espronceda más de una década después, en el Canto a Teresa, al esperar para romper el silencio justamente ese momento en que sus palabras «lágrimas son de hiel que el alma anegan». Quizá recordando lo que había escrito en el prólogo de sus Vidas de españoles célebres, Quintana dice, en el mismo romance de 1826, que hizo versos con cierta frecuencia sólo durante la juventud cuando «mil grandiosas esperanzas / eran mi existencia toda, / que el ánimo exaltaban / entre ilusiones hermosas». En cambio, a Espronceda le interesa su antigua fe de caballero, «de grandes hechos generoso guía», únicamente en la medida en que por vía de contraste da más relieve al enfermizo placer que siente en el momento en que se introduce al lamentador canto segundo de El diablo mundo. En resumen, todo lo que piensa, siente, dice y escribe Quintana se deja reconocer por tomar «Siempre formas en grande modeladas».

Pero acerquémonos ya a la fuente de donde mana tanta grandeza espiritual. Menéndez Pelayo ha dicho que Quintana ora ante el mismo altar que Benjamín Franklin, esto es, ante «un ara enteramente desnuda dedicada a cierto numen desconocido, que no parece ser otro que la tendencia progresiva que late en las entrañas del género humano».7 Y no cabe duda que hay en Quintana algo de ese mismo deísmo dieciochesco que hace que al preparar su adaptación del Prayer Book, junto con el célebre libertino y fundador del Hell Fire Club Sir Francis Dashwood, Franklin borre todas las referencias a los sacramentos y la divinidad de Jesucristo, el credo, los diez mandamientos en las páginas dedicadas al catecismo y gran parte del Te Deum: en la oda A la invención de la imprenta, por ejemplo, Quintana invoca la influencia del «genio bienhechor», del «dios de los siglos de oro», del «numen que me agita» y del «dios del bien» en contra de otro espíritu que aparece mencionado en esos célebres versos referentes, según la Inquisición, a la Santa Sede: «¿Qué es del monstruo, decid, inmundo y feo / que abortó el dios del mal, y que insolente / sobre el despedazado Capitolio / a devorar el mundo impunemente / osó fundar su abominable solio?» (págs. 162-163). Mas lo religioso en Quintana no se limita ni a una veneración del espíritu del progreso, según cree Menéndez Pelayo, ni tampoco al típico deísmo de la Ilustración. Va mucho más allá para tomar una forma a la vez más personal y más cordial, la cual se hace evidente por el paralelo aún más estrecho que hay entre Quintana y otro norteamericano, en este caso del siglo XIX, cuyo pensamiento, igual que el del poeta español, está todavía muy influido por la filosofía de la Ilustración.

Me refiero al paralelo que hay entre el misticismo humanístico de Ralph Waldo Emerson y el de Quintana. En la oda A don Ramón Moreno, sobre el estudio de la poesía, Quintana recomienda que su amigo agradezca el «precioso don» de la poesía del que la «especie entera» se halla dotada, es decir, «la grandeza del genio que elevado / en generoso vuelo arde, y te lleva / a ansiar, llorar, a suspirar consigo, / a amar y aborrecer; que yo entretanto, / al ver los mundos que a su arbitrio crea / un numen bienhechor en él bendigo, / y hombre, de un hombre en el grandor me elevo» (págs. 136-137).8 Según Emerson, en The American Scholar, el humanista acaba dándose cuenta de que «al ahondar en los secretos de su mente, ha ahondado en los secretos de todas las mentes»; y el orador, que «él es el complemento de sus oyentes, que le beben las palabras porque él les completa su naturaleza; al bucear cada vez más hondo en su presentimiento más privado, más secreto, él descubre con sorpresa que esto es lo más aceptable, lo más público y lo más universalmente verdadero». Esta coincidencia anímica se explica por el influjo de «esa Unidad, esa Sobre-Alma, dentro de la cual -explica Emerson en The Over-Soul- el ser de cada hombre particular está contenido y se hace uno con el de los demás; ese corazón común del que toda conversación sincera es culto, al que toda acción recta es sumisión... Vivimos en sucesión, en división, en partes, en partículas. Mas dentro del hombre está el alma del todo; el sabio silencio; la belleza universal, con la que están relacionadas cada parte y partícula; el Uno eterno».9 A cierto fenómeno semejante Ortega da el nombre de sinfronismo, que, a diferencia del sincronismo, no es una coincidencia cronológica entre hombres que viven en la misma época, sino una coincidencia espiritual entre hombres que han vivido en las épocas más diversas. Y con unas palabras que parecen especialmente aptas para describir la génesis de esos poemas de Quintana en los que éste rinde un reverente culto a Guttenberg, Juan de Padilla, Jenner y Cook, Ortega observa: «Cuanto más fuerte sea una personalidad menos se cuidará del sincronismo, de coincidir con los hombres y los hechos de su época, y más denodadamente se internará por la selva de los siglos en busca de egregios sinfronismos».10

A este tipo de misticismo humanístico se debe esa imponente universalidad y atemporalidad que caracterizan la visión del mundo que se nos brinda en los mejores versos de Quintana, eso que el poeta inglés William Blake llama «To see a world in a grain of sand / And a heaven in a wild flower, / Hold infinity in the palm of your hand / And eternity in an hour»; eso que el propio Quintana glosa con palabras que parecen hacer eco de las del poeta británico: «Mira el espejo rutilante y puro / de tu imaginación, que en su grandeza / el mundo todo, el universo entero, / sin contenerse en límites, abarca» (pág. 134). Creo que también se deberá a este misticismo humanístico esa curiosa nota de la oda A España, después de la revolución de marzo y ciertos otros poemas de Quintana que yo llamaría patriotismo universal, ese tono que tanto enardece a los nacidos fuera de España como a los que traen sus orígenes de las más antiguas estirpes castellanas.11

Pero lo cierto es que sí se debe a ese misticismo universalista «el soberano vuelo de la atrevida fantasía» de Quintana, según el mismo poeta llama a su intento de visión sinóptica de la Historia española en la oda patriótica ya mencionada (pág. 185). Al leer esta oda y las que están dedicadas A Juan de Padilla, A la expedición española para propagar la vacuna en América, A la invención de la imprenta y a El Panteón de El Escorial se tiene la sensación de bajar corriendo la escalera de las edades para vivir en la intuición de un magnífico momento todo el proceso histórico. Quintana apostrofa así a la imprenta: «Sin ti se devoraban / los siglos a los siglos, y a la tumba / de un olvido eternal yertos bajaban. / Tú fuiste: el pensamiento / miró ensanchar la limitada esfera / que en su infancia fatal le contenía. / Tendió las alas, y arribó a la altura / de do escuchar la edad que antes viviera, / y hablar ya pudo con la edad futura» (págs. 160-161). He aquí precisamente, en este misticismo de la historia, el quid poeticum de los versos de Quintana, es decir, la raíz de esa deleitosa oportunidad que nos dan de «escuchar una voz fuerte, decisiva, autónoma que hace afirmaciones a las cuales yo puedo asentir», que según Lionel Trilling es el deleite que da toda auténtica poesía de tipo no marcadamente «poético», o sea, metafórico y adornado.12 Aquí se nos impone lo dicho por la voz escuchada, porque ésta viene a ser la de la raza entera.

Se ha dicho que Quintana fue incapaz de poetizar los temas de la Naturaleza, la mujer y el amor. Pero, bien mirado, la forma en que Quintana maneja estos temas, lejos de constituir un defecto, los convierte en nuevas ocasiones para que se exteriorice esa cordialísima preocupación suya que le hace querer ver reflejada en todo la grandeza espiritual del Hombre, y así también buscar en sus versos «Siempre formas en grande modeladas». La oda Al mar, en la que hay imponentes descripciones de la Naturaleza, a pesar de salir al final vencedor de ésta el hombre (el explorador James Cook), depende de la típica noción clásica de que «la Naturaleza es un hombre más grande y el hombre un pequeño mundo», y constituye un nuevo intento de hallar esa proporción orgánica entre todas las cosas que hacía que el artista de la Antigüedad clásica experimentara en la contemplación del cosmos ese, ya divino, ya humano, goce de «hallarse repetido en las formas infinitas de la vitalidad universal».13 Con los trozos siguientes de la oda ya mencionada se subraya el intento de Quintana de buscar una proporción o armonía de comprensión entre su intelecto y los dilatados términos y despiadadas fuerzas del mar: «... Sonó en mi mente / tu inmenso poderío»; «... nada ansié tanto / como espaciarme en tu anchuroso seno»; «¿Dónde es tu fin? ¿En dónde / mis ojos le hallarán?...»; «... ¿Te hizo el destino / para ceñir y asegurar la tierra, / o en brazo aterrador hacerle guerra?» (págs. 97-98). Quintana se siente atraído por el tema de Cook; porque éste, saliendo vencedor, contesta a la última pregunta y reafirma entre el hombre y el mar esa proporción y regularidad que «constituye el lema del arte clásico, del arte simpático propio de un temperamento confiado, amigo y afirmador de la vida».14

En cuanto a la mujer, no es que Quintana sea incapaz de presentarla en sus versos con carácter femenino y tierno (véase A Célida o A Elmira); sino que ejerciendo la selectividad en función de su particular visión del mundo, como lo hace todo artista, Quintana prefiere introducir en sus versos a ciertas mujeres excepcionales, de empuje en cierto modo épico (A Luisa Todi, Ariadna, La danza, etc.). Para hacer ver cómo esto encaja en la visión poética de Quintana, basta el trozo siguiente de una nota que el poeta puso a la oda dedicada a la famosa cantante Luisa Todi, en la edición de 1802: «El canto de la Todi producía una agitación, un delirio que sólo puede compararse a las grandes conmociones populares» (página 35, nota). Y debido precisamente a lo lógica que resulta esta visión de la mujer dentro de la temática general de la poesía de Quintana, no se da cabida en ésta al tema del amor, por lo menos en la forma en que solía tratarse en los versos de esos días.

Quintana rechaza el tema del amor blando y afeminado en un poema escrito aun antes de esa obra juvenil en la que iba a anunciar su intención de escribir sólo en formas siempre en grande modeladas. En A Valerio (1790), Quintana procura convencer al poeta que llama así, de que a través del arte «logras verte / dueño del hombre y de sus pasiones todas». Y así «no te abandones /a la afeminación más corrompida» de un poeta como ese Lucidio que «sólo parece que nacido había / de algunos sibaritas corrompidos / por adular el gusto afeminado» ocupándose exclusivamente «en los juegos, la risa y los amores / ... / la morbidez suave y la dulzura / de la linda zagala que pintaba» (BAE, XIX, 194-195).

Parece así natural que se sustituya el amor blando por la amistad en la temática quintaniana, y que se asocie este tema con ciertos fenómenos naturales y grandes acciones humanas mencionadas por Quintana al resumir los fines y el contenido de sus versos en la dedicatoria de la edición de 1802: «Los objetos que ofrecen al público estas poesías son los afectos que nacen de la amistad, la admiración que inspiran la hermosura y los talentos, el entusiasmo que encienden los grandes espectáculos de la naturaleza, la indignación hacia toda especie de bajeza que profane la dignidad de las artes; en fin, la exaltación por la gloria y por los descubrimientos que ennoblecen la especie humana» (pág. 5); porque la amistad forma algo así como un resumen de esa gran armonía o ritmo universal que los filósofos y poetas de la Antigüedad clásica postulaban entre el hombre, el animal, la planta, el mineral y toda fase orgánica e inorgánica del cosmos. Según se explica, por ejemplo, parafraseando a Aristóteles en Las siete partidas, «non es una cosa amistad et amor, porque amor puede venir de la una parte tan solamiente, mas la amistad conviene en todas guisas que venga de amos a dos... Et concordia es una virtud que es semejante a la amistad, et desta se trabajaron todos los sabios et los grandes señores que fecieron los libros de las leyes, porque los homes viviesen acordadamiente; et concordia puede seer entre muchos homes».15

Vale relativamente poco toda crítica o exégesis literaria que se haga sin tomar en cuenta cualesquiera reflexiones autocríticas que pueda haber dejado el escritor estudiado; y como tantos miembros de escuelas literarias a las que les acontece no estar de moda en cierto momento, Quintana ha sido víctima de una falsa crítica basada en los prejuicios personales de los seudocríticos y en nociones literarias externas a su estética y aun a la de toda su época. No se llega a ninguna parte censurando, por incapaz de comprender el amor, a quien ha declarado abiertamente su intención de evitar tal tema para tratar la amistad; o por insensible a los encantos de la naturaleza salvaje, a quien se ha propuesto loar las conquistas de los forjadores de la civilización, etc. Y, sin embargo, tal sigue siendo el patrón de gran parte de nuestra llamada crítica literaria.

Antes de cerrar estas consideraciones, hace falta decir algo concreto sobre los rasgos arquitectónicos que contribuyen a que los versos de Quintana posean «Siempre formas en grande modeladas». Existe desde hace muchos años una polémica sobre cómo habría que clasificar la versificación de Quintana, en la que en la mayoría de los casos alternan los endecasílabos y heptasílabos aconsonantados sin seguir un esquema fijo como en las canciones de Garcilaso y Herrera, en las liras, en las silvas a lo Calderón o en ciertas odas clásicas. En las llamadas odas quintanianas varía de una estrofa a otra, sin sistema alguno, tanto la colocación de los endecasílabos y heptasílabos como la de los consonantes. Con este motivo se ha afirmado una y otra vez que Quintana fue más prosista que poeta, y que le atraían más las ideas contenidas en un poema que el entusiasmo poético que pudieran producir éstas. Mas lo que nunca se ha comprendido es que las «odas» de Quintana se escribieron de acuerdo con una nueva interpretación de las silvas, que había sido influida por el concepto de lo sublime y el corolario de éste, de que quien llega en el raudo vuelo de su entusiasmo a tocar las cumbres más altas no podrá siempre mantenerse a tales alturas, sino que tendrá a la fuerza que bajar, alguna vez casi caer, para poder de nuevo alzar el vuelo (porque en el género sublime, por lo mismo que hay mayores perfecciones, siempre se han permitido también más licencias y aun tropiezos). Recuérdese lo que Quintana dice sobre la licencia artística.

La olvidada interpretación de las silvas con la que se resuelve la tan debatida cuestión de la versificación de Quintana se halla en las Instituciones poéticas (1793) de don Santos Díez González, crítico muy influyente durante la juventud de Quintana: «Las silvas son versos hechos en fuerza de algún repentino entusiasmo o acaloramiento, y por consiguiente poco o nada limados. Y llámense silvas, porque así como la naturaleza produce en las selvas variedad de árboles y plantas sin el orden, cuidado y artificio con que están en los jardines, del mismo modo un poeta en medio de su repentino entusiasmo, produce versos sin mucho artificio, como nacen los árboles en la selva..., de manera que la silva se ha de conocer que lo es, en que en una misma especie de versificación se vean unos pensamientos bellos, otros muy comunes; unas expresiones delicadas, otras como ocurridas de repente; unos versos armoniosos, otros duros; y en fin, una mezcla de alto y bajo, de árido y florido, como es la desigualdad de plantas y árboles mezclados en las selvas, que no se cuidan como los jardines».16 Al adherirse a la interpretación de Díez González, Quintana da un paso más borrando eso de «una misma especie de versificación»; y quizá influido por ciertas silvas de forma más libre, de Lope, el Conde de Rebolledo y algún otro clásico, nuestro poeta deja que el libre alternar de los endecasílabos y heptasílabos, la varia extensión de las estrofas dentro de un mismo poema, y los consonantes colocados sin esquema fijo, reflejen formal y arquitectónicamente el siempre vario y repentino subir y bajar del «vuelo de la atrevida fantasía».

En conclusión, con la feliz combinación de los diversos aspectos de su estética en formas grandes modelada, Quintana supo cantar, según él mismo dice, «en ecos antes no usados / de las musas españolas» (pág. 198). Y si bien parece excesivo hoy el juicio de Menéndez Pelayo, de que Quintana es el segundo de los líricos españoles después de fray Luis de León, esta valoración es, en todo caso, mucho menos inexacta que las que se hallan en los manuales modernos.





 
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