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Don Pedro José Pidal

No sé hasta qué punto estaremos obligados a incluir en el presente estudio a los autores cuyas principales obras vamos seguidamente a examinar. Escasa fue, por no decir ninguna, su aportación al caudal estético del romanticismo. La contemporaneidad de cada uno respecto de dicho movimiento literario y alguna vaga concomitancia con él, nos invitan a traerlos aquí, pero más a título informativo que en calidad de adscritos a la mentada modalidad creadora y exegética.

Don Pedro José Pidal202 tuvo entre nosotros una preponderante posición social y política. Primer marqués de Pidal; diputado a Cortes en varias legislaturas y senador del Reino; ministro de la Gobernación con Narváez e Istúriz y de Estado con el primero de ambos prohombres203. Embajador en Roma, Presidente de la Sección de Gobernación del Consejo Real y del Congreso durante el gabinete de Olózaga. Con motivo de este último cargo intervino de modo muy notable en el famoso suceso de Isabel II y dicho repúblico.

Las exigencias de la política no frustraron la vocación literaria de Pidal. Mostrose ésta desde muy pronto. Bien puede decirse que la vida de nuestro autor polarizose en estos dos sentidos: la cosa pública y la investigación histórica o literaria. Con las primeras exaltaciones políticas, propias de la ardorosa juventud y de la difícil situación de España en aquellos días (1820), mezcláronse algunos testimonios de actividad literaria. Anacreónticas, composición lírica tan en boga a la sazón, romances y epigramas fueron sus iniciales tanteos poéticos. Pidal los recogió bajo el título de Ocios de mi edad juvenil. Había concluido sus estudios universitarios y se imponía, naturalmente, dar comienzo al ejercicio de su profesión. Pero propendía más a la política, absorbente y tiranizadora, que al foro. Amó la libertad, dentro de ciertos límites moderados. De este entusiasmo juvenil por cuanto se relacionase con la gobernación de España, nació, con la colaboración de otros paladines, el periódico intitulado El Espectador204. Más tarde dio a la luz numerosos trabajos de historia y literatura en la Revista de Madrid y figuró entre los redactores de El Faro, publicación dirigida por don Gabriel García Tassara.

Los métodos seguidos por Pidal en la investigación y análisis de los hechos históricos o literarios, corresponden a lo que pudiéramos llamar alta escuela de búsqueda e interpretación de ambas disciplinas, esto es, a la crítica sabia, que más adelante tuvo en Menéndez y Pelayo su representante más ilustre. Testimonios de tan juiciosas actividades son sus trabajos biográficos y críticos sobre fray Pedro Malón de Chaide, Juan Rodríguez del Padrón, el rey Apolonio y Santa María Egipciaca; el estudio sobre la identidad de Tomé de Burguillos y Lope; la paternidad del Diálogo de las lenguas y sobre todo el discurso preliminar al Cancionero de Baena, que descuella notablemente sobre cuantos trabajos salieron de su docta pluma. No es menos digno de mención por la sagacidad y fuerza dialéctica de los razonamientos el trabajo dedicado al bachiller Cibdareal con motivo del Centón epistolario. Duda sobre la autenticidad de sus cartas; causas que pudieron motivar la facción; examen de algunas de las cartas del Centón; argumento en contra de la legitimidad de las cartas; su impugnación y consideraciones sobre si el Centón es una falsificación, quién la hizo y con qué objeto.

Además de estos estudios literarios que le acreditan de perspicaz observador y agudo crítico, nada inclinado a las improvisaciones y a las corazonadas, sino amigo del método y de la mesura en las afirmaciones y corolarios, aportó al acervo histórico entre otros, los trabajos siguientes: Don Alonso de Cartagena, vindicación de un Prelado de la Iglesia española, Del fuero viejo de Castilla, e Historia de las Alteraciones de Aragón en el reinado de Don Felipe II.

Si bien la solemnidad del acto: recepción suya en la Real Academia Española205 demandaba una brillante oración que atestiguase la idoneidad del recipiendario respecto de la misión que se le confiaba, su discurso sobre la formación del lenguaje vulgar en los códigos españoles no es a nuestro juicio, empeño de grandes arrestos. Más notables nos parecen otros trabajos académicos, como por ejemplo, La poesía considerada como elemento de la Historia, leídos con ocasión del ingreso, en la mentada Corporación, de determinadas personalidades.

Reconoció Pidal en su estudio intitulado Poema, crónica y romancero del Cid que las ideas francesas han influido, ora por su superioridad, ora por otras causas diferentes en las sociedades modernas y en las letras, mas no es lo mismo, arguye, influir que dominar, ejercer sobre unas y otras cierta ascendencia, que tiranizarlas. Respecto de la poesía castellana en los reinados de Alfonso X, Sancho, el Bravo, Fernando IV y Alfonso XI, rechaza toda idea de influencia extraña. Ni por la forma ni por el fondo de estas composiciones cabe pensar que sus autores se hubieran propuesto imitar a los poetas y trovadores provenzales. El sentimiento que brilla en ellas, el espíritu que las anima, es esencialmente castellano. «Puro y sin mezcla en las más; en las otras modificado por el espíritu religioso y por el de la antigüedad, entendida como se entendía en la Edad Media y vemos en el libro de Alejandro y en el de Apolonio»206.

Tampoco cree Pidal que entre la poesía provenzal o lemosina y nuestra poesía cortesana de los Cancioneros exista el menor rastro de semejanza. Bastará considerar, añade, el estado de las dos sociedades y de los dos pueblos, para dar con la razón de la diferencia.

Su observación sobre lo extraño que resulta que el espíritu impetuoso y caballeresco que inspiró los romances populares y los libros de caballería, originase también la lamentosa y doliente poesía cortesana, nos sugiere algún comentario. ¿Cómo explicarnos, arguye, los sutiles conceptos, la metafísica sentimental, el artificio y simetría de frases y períodos de dichas composiciones amatorias, si el espíritu que las promovió era el mismo que inflamaba de coraje y bizarría los romances populares y los libros caballerescos?

No creemos que sea difícil contestar a esta pregunta que se hace a sí mismo el editor crítico del Cancionero de Baena. La poesía épica o narrativa de las centurias decimocuarta y decimoquinta se nutrió exclusivamente de esencias netamente castellanas, sin mezcla alguna de influencias forasteras. Fue una poesía original, autóctona, típica y genuinamente española. En cambio, la poesía amorosa de los cancioneros es arte de imitación. La moda literaria imperante desechó, cabría decir, las virtudes raciales de nuestra musa popular, sustituyéndolas por esa metafisiquería empalagosa y dulzona, por esa sutilidad de concepto y artificio de frases y períodos, que informan la poesía amatoria y galante de los cancioneros, y que si hemos de ser veraces intérpretes de nuestra literatura, fueron elementos extraños a la naturaleza de la musa castellana, más objetiva y narradora que lírica e individual.

Esta vieja verdad literaria fue compartida por el mismo Pidal, cuando contradiciéndose más adelante, afirma que tanto los provenzales, como los árabes y las demás naciones con las que Castilla se relacionaba, han ejercido una mayor o menor influencia en nuestras letras. Ascendencia recíproca, añade, ya que también nosotros hemos debido influir en la civilización y cultura de los demás pueblos.

Muy discretos y felices son los comentarios que sugieren a Pidal nuestros escritores místicos, si se los examina desde el ángulo materialista y prosaico de una edad ensoberbecida por el positivismo. «La mofa y el desdén se asoman aún hoy a los labios de muchos al oír mentar el título de una obra mística o el nombre de un escritor religioso; y los Granadas, los Leones, los Márquez y Rivadeneyras son mirados todavía, por no pocos, como unos visionarios ignorantes, o como unos fanáticos despreciables»207. Nos olvidamos, añade, del carácter o índole del tiempo en que vivieron, de la íntima idealidad a que respondían todos sus actos, y muy orondos con nuestro positivismo, «con nuestros cálculos de escritorio, nuestra filosofía material y nuestra política de maquinaria», no caemos en la cuenta del vigor de sus esencias, de la animación y de la vida que infunden a todas las instituciones, del carácter especial que dan a sus actividades en las disciplinas del saber, y más aún, de «la elevación y los raptos con que, arrancando a nuestra alma del mundo sensitivo y material que cotidianamente la rodea, la levantan a las regiones de la idealidad, de la espiritualidad y la poesía»208. Si no fuese, termina, por la reacción que diariamente se produce contra el materialismo filosófico del siglo XVIII, pocos habría que se asomaran a las páginas de nuestros autores de los siglos XVI y XVII, y especialmente a las de ascéticos y religiosos.

Las unidades dramáticas, como es sabido, constituyeron una de las cuestiones batallonas de la primera mitad del siglo pasado. De las preceptivas o estudios literarios de Quintana, Agustín Durán, Silvela, Gil y Zárate y tantos otros escritores didácticos pasó a la tribuna del Ateneo de Madrid. Ya hemos examinado, al estudiar a Hartzenbusch en el aspecto crítico de su labor literaria, la participación que tuvo en dicha controversia. Don Pedro José Pidal también intervino en ella, con tal discreción y mesura, que nos consideramos obligados a traer aquí algunas de sus ideas sobre cuestión tan debatida209.

«Preguntar si en todo género de composiciones escénicas se han de observar las reglas y preceptos de la escuela clásica -observa nuestro autor- es lo mismo que preguntar si el módulo y proporciones de la arquitectura grecorromana se han de aplicar a todo género de construcciones, y señaladamente a las de la arquitectura llamada generalmente gótica»210.


Nadie habrá que no responda que según la obra arquitectónica de que se trate, deberán observarse las reglas de su edificación. Aplicar el módulo y proporciones de la arquitectura griega a los de la gótica o viceversa, sería contravenir ciertos principios lógicos que están entrañados en la misma naturaleza de las cosas. Pasemos del orden arquitectónico al literario. Y si es verdad que entre las producciones de la literatura clásica y las de la romántica, en especial entre los dramas, existe la misma desemejanza que entre los dos modos de construir, ya señalados, tan descabellado resultaría adoptar los preceptos del drama clásico respecto del romántico, como aplicar el módulo griego a las obras arquitectónicas de la escuela gótica.

Hay sentimientos y pasiones propios de todos los pueblos y tiempos. En cualquier sitio en que se representen, con arte depurado, conmoverán y afectarán. Pero, ¿quién se atreverá a poner en duda que el progreso humano, las conquistas de la cultura moral e intelectual, han ocasionado pasiones y afectos vigorosos, de los que ninguna noción o conocimiento tenían los pueblos de la antigüedad? Existe además en cada país un carácter peculiar, distintivo, propio de él tan sólo, que integra su nacionalidad y su idiosincrasia o espíritu privativo. El poeta que acierte a expresar estos sentimientos característicos del pueblo para quien escribe, es el que logrará la victoria, mediante los sufragios y aclamaciones del público.

¿En qué consistirá la diferencia capital y profunda entre el drama clásico y el romántico? El drama clásico obsérvase que tiene la finalidad de mostrar al hombre tal como natural y exteriormente se presenta a nuestros ojos: «cual existe comúnmente en la naturaleza, luchando con obstáculos también naturales y exteriores: su tipo, por consiguiente, es la personificación de una naturalidad abstracta, buena o mala, pero siempre de las enumeradas en la conocida escala de los vicios y de las virtudes». Por el contrario, el drama romántico tiene por objeto representar al hombre ideal e interior, en lucha consigo mismo, cual no se da ni se ha dado nunca en la naturaleza, aunque no repugne a sus leyes su existencia. Este hombre es la personificación de una individualidad ideal y fantástica. Proviene solamente del poeta o del artista. Pero, ¿hasta qué punto se puede sostener que existe esa diferenciación substancial y profunda entre el héroe del teatro griego, Oreste, Edipo, etcétera, y Don Álvaro, Sardanápalo o Guillermo Tell, por ejemplo? La lucha del hombre interior, de las grandes individualidades humanas consigo mismas, no es privativa del drama romántico. El contraste de la pasión y el deber constituye el fundamento de todos los caracteres dramáticos modernos, elaborados bajo el ascendiente de la moral cristiana y del honor, así en Shakespeare como en Racine, en Calderón como en Voltaire. Esta lucha, continúa Pidal, era ya conocida de la antigüedad, aunque generalmente se niegue. Fedra en Eurípides lucha entre el deber, imperativo moral, y el amor, tempestad del corazón, como llamó a esta pasión el mismo poeta griego. «No es, pues, exacto, que la lucha interior sea propiedad exclusiva de los caracteres llamados románticos»211. Las pasiones, los afectos, constituyen el carácter del héroe. De la naturaleza las tomó el artista, mezclando con ellas sentimientos propios del pueblo de la época en que escribe, y resultando de este maridaje de lo universal y lo particular, contrastes nuevos y desconocidos. Tal vez dichas concepciones artísticas no tengan semejanza en su conjunto en la naturaleza, pero es innegable que el poeta tomó de la vida misma todos sus elementos y principios. Don Quijote, verbi gracia, corresponde a este proceso creador. Jamás ha existido. No existirá probablemente en la naturaleza un tipo así. Mas ¿hay en él algún rasgo, particularidad, pincelada que no esté de acuerdo con la naturaleza, que no provenga del conocimiento profundo del hombre y de los sentimientos peculiares del país y tiempo en que el autor escribía su libro inmortal? Hay caracteres dramáticos en que el poeta concilia y amalgama voluptuosamente singularidades repugnantes y discordes. Lucrecia Borgia, por ejemplo. Pero «de mí sé decir -proclama valientemente- que jamás miré estos abortos como bellezas, sino como monstruos absurdos y chocantes»212.

¿Qué producirá más interés en una obra dramática, el desarrollo de una sola acción o el de varias? «Una acción sola se imita indudablemente mejor, lo mismo en pintura que en poesía». Procurar que todo concurra a un objeto único será hacer resaltar ese todo, que se agrupen y auxilien en la imaginación sus elementos constitutivos, para gozar más fácilmente de la belleza que encierran. «La unidad de objeto da, pues, más medios de imitar y proporciona imitar mejor»213. Dos acciones diferentes producirán sendos intereses que se destruirán recíprocamente, cuando menos en parte muy considerable. Si los intereses se oponen entre sí se neutralizará su efecto; si son distintos se debilitará la impresión que causen; mas si el interés es único el espectador se sentirá prisionero de la representación. Todos los elementos integrantes del drama contribuirán a aumentar, fortificar y excitar en el espíritu del auditorio las sensaciones íntimas que se derivan de ese interés único preconizado.

Afirman los nuevos legisladores del arte que el triunfo del autor entonces, proviene no de la unidad de acción, sino de la unidad de interés. Así es. «Pero la unidad de interés es el efecto, la unidad de asunto la causa». ¿Qué deberá hacer el autor de una obra dramática para lograr el interés único a que debe aspirarse en toda concepción artística? «Dar unidad a su asunto, dar unidad a la acción que se propone imitar». Este es, pues, el fundamento del precepto clásico, tomado de la naturaleza y no de Aristóteles, ni de Horacio. Mentados legisladores literarios, no fueron en verdad tales legisladores, sino observadores del drama. Pero además de que la unidad de asunto en la obra dramática es la razón de que la imitación sea mejor y el interés más grande ¿quién ignora que la unidad es esencial en todas las creaciones estéticas que intentan la perfección y la belleza?214. Nada existe en el drama romántico que le exima de la observancia del precepto clásico a que nos venimos refiriendo. Pero si por la naturaleza de los «caracteres fantásticos» que utiliza en sus concepciones; por la precisión de darlos a conocer y desenvolverlos en gran número de hechos y situaciones, pretendiérase tal vez que el drama romántico quedara excluido de la regla, esta afirmación bastaría para considerar su inferioridad respecto del teatro clásico y motivar su expulsión de la escena.

Las unidades de tiempo y lugar no son ya tan importantes. No corresponden a la escena del drama, ni su necesidad o conveniencia arrancan del mismo principio y origen. La unidad de acción, como acabamos de ver, procede de la esencia misma de la imitación; las de tiempo y lugar tienen por fundamento la verosimilitud. Se pretende con ellas que la representación se acerque cuanto sea posible a la realidad, a la acción verdadera, ya que es copia suya. La verosimilitud contribuye a que el placer de la imitación aumente, excitando por consiguiente el interés. Cualquier acción u objeto real provoca en nosotros cierto número de sensaciones que le son propias. Cuanto más se acerque, pues, el número de éstas imitadas a las que produce el original, más depurada y perfecta será la imitación. Por consiguiente, la imitación de un objeto se refiere más a nuestras sensaciones que al objeto imitado. Debemos buscar la semejanza de las sensaciones que produce el objeto en vez de la semejanza con él. Pero como las sensaciones que provienen de las cosas se originan por medio de los sentidos a que se dirigen, las de las artes han de seguir necesariamente igual camino. El autor dramático debe aspirar en sus producciones «no a causar una completa ilusión que asemeje enteramente su cuadro a la verdad, no, porque esto ni sería posible ni conveniente; pero la verdad natural debe ser, sin embargo, su tipo, y el llegar a ella el blanco constante de sus esfuerzos, a no ser que un placer más vivo compense el disgusto que causa siempre una impropiedad, una mala imitación»215. Impropio es que los intérpretes de una obra dramática hablen en verso; pero el deleite que la «armonía poética» nos causa, nos permite asistir sin disgusto a la impropiedad.

La regla que preconiza de consuno la razón y el buen gusto en las escenas y en los actos consiste en que procuremos acercarnos todo lo posible a que el tiempo verdadero de la representación escénica sea igual al tiempo supuesto. Si esto no fuera asequible al autor o conveniente se cuidará de que pase inadvertida en todo lo hacedero la transgresión de la regla. Donde el poeta dramático goza de más libertad de movimientos es en los entreactos. Tan pronto se interrumpe la representación, la atención del espectador se dirige a otros objetos, y al restituirse ésta a la obra, una vez reanudada, fácilmente se sitúa la imaginación del público en el punto que, sin olvidar ciertos límites, interesa al autor. Si el asunto elegido o sus circunstancias no pudiesen sujetarse al transcurso de tres o cuatro días «o la acción no es dramática, es decir, representable, o el poeta no tiene el debido talento para disponerlo de modo que lo sea»216.

La unidad de lugar no necesita para su defensa y justificación otras reflexiones que las sugeridas por la unidad de tiempo. Gran parte de estas reflexiones, sin mucha alteración, puede aplicarse a la primera de ambas reglas. La estricta verosimilitud y la buena imitación se oponen a que se cambie el lugar donde se desarrolla la acción dramática. La unidad de lugar es un precepto fundado en la razón y en el conocimiento exacto de las cosas: esto es, la experiencia. Debe ser observada siempre que se pueda. Si se infringe alguna vez, procúrese que la transgresión sea leve y, que esté justificada. Las mudanzas de lugar y de escena hechas en los entreactos, si se verifican dentro de distancias cortas, cual conviene a una acción que requiere para su desarrollo algunos días, en nada repugna al buen sentido. «Molière, el gran Molière, procuró siempre sujetar sus obras maestras a las reglas más estrictas de la escritura clásica, y, sin embargo, pocos se expresaron con más libertad acerca de ellas, y aún con más despego»217.

Tras estas encadenadas reflexiones, brillantemente expuestas, pues el lenguaje claro y rotundo las hace resaltar más, nuestro crítico proclamará que las unidades de tiempo y lugar son «razonables y atendibles»; que se fundan en la naturaleza y esencia de la verosimilitud escénica, y que el que deje de observarlas, sin graves motivos, incurrirá en un gran defecto.

Pero todas estas consideraciones que acabamos de extractar, atañen al drama clásico. ¿Cabe opinar lo mismo en cuanto se refiere al teatro romántico?

Según sus apologistas el drama romántico repugna semejantes trabas y ataderos. Empleado el poeta romántico en la creación de caracteres nuevos y originales, busca más ancho espacio en que moverse. Los héroes del teatro clásico son imitaciones del hombre natural y exterior. Un avaro, desde que sale a la escena, se le conoce. Su complexión moral es ya conocida del público, el cual puede considerar sin dificultad alguna, si los hechos y dichos de tal personaje son los que corresponden al carácter que representa. El poeta romántico, por el contrario, ha de auxiliarse de lances, situaciones, singularidades múltiples, que le permiten expresar todo el contenido moral y filosófico del héroe. «No puede, por lo mismo, como el clásico, tomar el fin o remate de una acción: la necesita frecuentemente toda entera» 218. Orestes, y Hamlet ponen bien de manifiesto esta diferencia219. ¿Cómo podían acomodarse a los imperativos clásicos de tiempo y lugar, la multitud racionalmente concadenada, de escenas y episodios, situaciones y lances, que precisa el héroe shakesperiano para descoger en el palco escénico toda su poderosa, complicada psicología? Los220 poetas, pues, que compongan dramas románticos habrán de faltar con frecuencia a las unidades clásicas de lugar y de tiempo. Pero aun estos mismos autores, exclama Pidal seguidamente, un poco alarmado de su concesión o liberalidad, «¿no harán bien cuando lo permita la naturaleza de la fábula en hacer que la infracción sea la menor posible, y en aproximarse lo más que puedan a la observancia de la regla clásica?»221.

Pidal muéstrase partidario de que aún en este género de composiciones dramáticas -el drama romántico- deben ser tenidas muy en cuenta las unidades de tiempo y lugar, como preceptos que se fundan en la naturaleza misma del drama y en la verosimilitud escénica. Y ya que no nos atengamos a ella estrictamente, siquiera no nos alejemos mucho de los límites y fronteras que establecen.

Llegadas a este punto las observaciones de Pidal sobre la poesía dramática y en especial sobre el precepto de las unidades, plantéase la siguiente cuestión: de los dos géneros de dramas que hemos examinado, ¿cuál es mejor? Su opinión es favorable a la forma clásica, pero no entra en su ánimo, añade, «disuadir el estudio de nuestros dramáticos españoles»222. Y antes de desembocar en esta conclusión que pudiéramos llamar de una parcialidad moderada y comprensiva exclamará, aludiendo a los grandes dramáticos europeos de las épocas florecientes: Shakespeare, Lope, Calderón, y los modernos alemanes y franceses: «Su gran genio, los sostenía; pero su ignorancia o su desprecio de los preceptos del arte y del buen gusto, los precipitaba. ¡Qué diferencia de aquellos que unieron el talento al saber, el estudio de la naturaleza al del arte, la observancia de los preceptos legítimos a los vuelos y arrebatos del genio, y produjeron obras perfectas y acabadas, capaces de servir bajo todos conceptos de modelos, y que lo serán mientras haya letras, mientras el género humano se complazca e interese en las imitaciones dramáticas!»223.

Como vemos, Pidal está más cerca de Lista, de Quintana, de Silvela, que de Pastor Díaz y Alcalá Galiano. Enamorado del clasicismo, porque significa para él la madurez y plenitud estéticas, no desestima, ni mucho menos, las concepciones modernas, si bien señala en ellas sus monstruosidades y descarríos. Toda su crítica literaria está teñida de esta dilección clasicista; sus ojos tornan al oro viejo de nuestra literatura. Investigador y sabio comentarista de las letras españolas, antes encontraba el pulso vital, a pesar del tiempo y la distancia, a nuestros autores clásicos o a la musa popular de la Edad Media, que a las flamantes actividades coetáneas.

Don Gabino Tejado

Gabino Tejado nació en Badajoz224. La patria chica, como suele llamarse a la tierra en que vimos la luz por primera vez, no siempre se muestra guardadora de los méritos de sus hijos. En la búsqueda, más delegada, en este caso, que directa, de materiales con que reconstruir la personalidad literaria de Tejado, sólo hallamos en su ciudad natal estos testimonios: Elementos de Filosofía Especulativa según los doctos escolásticos, y singularmente de Santo Tomás de Aquino, escrita por el presbítero José Prisco y traducida del italiano por nuestro autor; Noticia biográfica, antepuesta a las Obras de D. Juan Donoso Cortés y Discurso de recepción en la Academia Española. No es muy consolador que la posteridad en la tierra nativa, se manifieste tan desafecta y olvidadiza. Pero así es. Un olivar, ponemos por caso, suele dejar más rastro que un libro, pues además de su constancia física; extensión, yuntas, linderos, etc., siempre atestigua su existencia a través del Registro de la Propiedad y de la Delegación de Hacienda. En cambio, la propiedad intelectual abandonada a sus propias fuerzas, escasamente poco remunerativa por lo común y en manos desamoradas o indoctas casi siempre, escatima de tal modo los testimonios de su constancia, que el caso de Gabino Tejado no constituye ninguna novedad.

A los diez años de edad, el futuro traductor de Los Novios, estudiaba con grande aplicación y aprovechamiento225, Retórica y Literatura, con Donoso Cortés, en el Colegio de Humanidades de Cáceres.

Según nos dice Tejado en la Noticia biográfica ya mentada y hemos confirmado nosotros al examinar los libros de calificación del Colegio de Humanidades de Cáceres, Donoso Cortés sólo tenía dos alumnos. Atribúyase esta circunstancia a que la asignatura que explicaba no se imputaba entre los cursos académicos de filosofía, siguiéndose, pues, los estudios de Literatura, por voluntaria decisión de los escolares.

De los dos que asistían a la clase de Donoso, uno de ellos, el que no era Tejado, dejó de concurrir a ella, mediado el curso. «Preciso es que obrara en Donoso con mucha fuerza -afirma Tejado para justificar la puntual presencia del catedrático, durante hora y media diaria, en el aula- la conciencia de su deber para llevar tan adelante la formalidad de su empeño; si ya no es, y esto parece más probable, que se aprovechara de aquella cuasi soledad, para hacerse a sí propio prueba y ensayo de sus fuerzas»226. ¿Quién sería el otro escolar que tan pronto se percató de las intenciones del maestro, prefirió «hacerse novillos» el resto del curso a seguir sirviéndole de oyente en sus prácticas oratorias?

Tejado, como Nodier, en Francia, y como el mismo Donoso, Alcalá Galiano, etc., entre nosotros, pasó de las intemperancias y bizarrías de la juventud, en materia política, a la moderación, disciplina y equilibrio de la madurez. Mas este cambio regresivo de su mentalidad, pecó también por exceso. El joven alborotado y estridente, que según uno de sus biógrafos227, cantaba en Badajoz el Trágala a la puerta de los realistas, y desgañitábase dando vivas a Espartero, a la libertad y a la Constitución, acabó profesando las doctrinas político-religiosas de su profesor de Literatura, que es tanto como decir, las de Bonald228 y De Maistre.

De la palestra periodística de Badajoz, estrecha y oscura, pasó a la de Madrid. Y aunque la prensa de entonces no era, ni con mucho, tan brillante, ruidosa e incluso espectacular como la de hoy, no podían compararse, naturalmente, los periódicos de provincia, con los cortesanos229. Tejado fue ante todo un periodista. La labor realizada en los primeros días con los ojos cegañosos de sueño230, tomó más tarde empaque y resonancia notorios. Esta actividad dio frutos dispersos, pero abundantes. Su preparación cultural, de filosófica raigambre; la fuerza dialéctica de su pensamiento y el atractivo de una prosa llena de vigor y jugo, abriéronle camino en la estimación pública, pese a las rijosidades y destemplanzas de algunos cofrades descontentadizos.

De la ductilidad de su talento hablan elocuentemente los diversos géneros que cultivó aunque no en todos contrajera los mismos méritos. La poesía de El Triunfo (1877) cuya última composición, como ha observado el señor Nocedal, tiene el mismo molde métrico de la oda de Manzoni Il 5 Maggio.

Algunos versos blancos o libres, esto es, sin rima, de nuestro autor, han sido comparados por la crítica con los de Moratín, el hijo, reputado -recuérdese la elegía A las Musas- como uno de los mejores constructores de este género de versos.

La novela, en El caballero de la reina, publicada en Semanario Pintoresco. El arte escénico, refundiendo en su juventud (1848), La Niña de Gómez Arias, de Calderón de la Barca, representada en el teatro de la Cruz231 y en colaboración con don Luis Valladares, La herencia de un trono.

No procede del todo el valimiento literario de Tejado, ni de sus poesías, con ser algunas excelentes, ni de sus tentativas dramáticas, ni de la hermosa traducción que hizo de Los Novios, de Manzoni232. El fundamento de su personalidad literaria, hay que buscarlo en sus copiosas actividades periodísticas233, a través de las cuales, patentizó su empuje dialéctico, si bien orientado más hacia la voz tremante del Dios del Sinaí que hacía la dulzura y bondad evangélicas de Jesucristo. De su celo reivindicatorio respecto del orden espiritual y social que quisiese ver restablecido sobre la faz de la tierra, al menos, en cuanto a nuestro país se refiere, tenemos numerosas atestiguaciones. ¡Qué lejos están ya los días en que cantaba el Trágala ante el domicilio de los más significados realistas de Badajoz! Los políticos suelen ser ambiciosos, y la ambición está reñida con la severidad de principios. «Corriendo el año 1820, en los albores de aquella primera restauración del constitucionalismo liberal, que tan mal ensayo había hecho de su fuerza y de su crédito en 1812 [...] Quedaba entonces cerrado el paréntesis liberal de 1820. La restauración monárquica de 1823, menos prudente que recelosa, venía a comprimir los desahogos, pero no a cortar los vuelos, porque esto era imposible, de aquel espíritu audaz, que se lanzaba tan temprano en los espacios de la ciencia»234.

La escuela ecléctica, que tomó bajo su protección al Cristianismo, afirmará más adelante, reñida con lo concreto y muy lejos de concebir lo absoluto nos ha dado, en teología «un Dios sin personalidad, vago, inactivo, que no sirve ni para causa, ni para providencia, ni para legislador, ni para juez», en el orden religioso «un dogma sin sanción, una Iglesia sin pastores, un culto sin ritos»; en política «un poder fraccionado, que tiene miedo de su propia autoridad y de la libertad de sus súbditos [...] reyes sin cetro; legisladores sin toga; aristocracias sin nobleza; democracias sin foro y sin tribuna», en la literatura y el arte «un idealismo sin imágenes, un sentimentalismo sin pasión, que han producido esa desdichada falange de copleros psicólogos, de dramaturgos jeremíacos, que nos han aturdido el cerebro durante veinte años con sus dramas patibularios, y sus disertaciones en varia rima»235.

La etopeya o retrato moral de Tejado queda vigorosamente trazada en los conceptos precedentes, así como su punto de vista literario. Las exorbitancias del romanticismo, un poco desvanecidas en lo que empezaba ya a ser su perspectiva en el cultivado espíritu de nuestro autor. Allí donde ha habido una excelente preparación cultural, con manifiesta tendencia filosófica, en este caso, el romanticismo melenudo y patibulario, sólo encontró desafecciones y censuras. La recta razón y el buen gusto interfieren la onda de captación espiritual e impiden por consiguiente, todo acto de subordinación y dependencia literarias.

Cuando el autor de La España que se va fue recibido en la Academia de la Lengua236, llevaba cuarenta años de periodista. Su discurso de ingreso fue una lección de filosofía de lo bello. «El concepto genérico del arte -afirma Tejado en este trabajo, muy superior al de Nocedal, a quien la docta corporación confió el encargo de dar la bienvenida al nuevo académico- abraza en su órbita indefinida todo esfuerzo de ingenio humano, encaminado a expresar con forma sensible alguno de los innumerables modos y grados de belleza ideal»237. Puesto nuestro autor en la necesidad de definir la belleza, prefiere cantarla como poeta que analizarla y expresarla como filósofo. La verdad que a nosotros se nos alcanza de un modo finito, es la misma que Dios entiende por acto infinito: el bien que finitamente apetecemos, es el mismo que Dios ama en sí propio por acto infinito. De aquí que aquel ideal sosiego, que aquella «deleitosa quietud» que logra nuestra alma al poseer la verdad que nos es accesible y al disfrutar del bien amado que apetecemos, «dilatándose por cualesquiera confines en que vislumbramos aún la sombra de una perfección, reflejo es de aquel inefable gozo con que Dios se agrada en sus perfecciones infinitas [...]». Belleza es, pues, «todo acto del ser, en cuanto tiende a suscitar, mantener y purificar en nuestro limitado espíritu ese reflejo de la complacencia divina»238. El sentimiento religioso de Tejado, su encendido fervor cristiano, le lleva a proclamar la belleza por un camino más místico que profano, más teológico que metafísico aunque pretenda zafarse de esta imputación, declarando a su debido tiempo, en el decurso del trabajo a que nos referimos, la linde que separa lo sacro de lo que no lo es, lo divino de lo humano.

Si ahora se le preguntara, exclama más adelante, qué es el ideal de lo bello o la belleza ideal, respondería: «el conjunto harmónico de todas estas aptitudes y actos respectivos de las criaturas, en cuanto a unirse tienden con su Creador [...], plenitud de perfecciones que si en nuestro limitado espíritu no existe sino como puro concepto de la razón, y fantasma vago de un ser a quien nada falta, reside con eterna realidad en el Sumo Ser Realísimo, que por el acto mismo con que infinitamente se conoce a sí propio, y se ama como principio y fin absoluto de cuanto es uno, verdadero y bueno, gózase también en sí propio y al conocerse y gozarse, erige eternamente en sí el arquetipo substancial de Belleza»239.

Después de este proceso discursivo no puede sorprendernos que Tejado llegue a la conclusión de que la teoría total sobre la belleza es esencialmente mística.

Por este procedimiento todo lo que no repugne a la esencia divina, y la belleza ideal es un concepto que le puede ser fácilmente transferido, cabe considerarlo como reflejo suyo más o menos distante: el sistema contributivo, la ley hipotecaria, el régimen de subsidios familiares, etc., por cuanto provienen de la razón humana, que no es sino un destello de la Suprema y en cuanto tienen por fin el bienestar social.

El discurso de Tejado, enjundioso y profundo, por el fondo, y lleno de arrogancia, de bizarría en la exposición, proclama a todas luces el celo apostólico de quien lo concibió y plasmó en forma literaria. Aunque nuestro autor no intente con su bello trabajo tasar a los literatos y a los artistas, ni la materia, ni la vasija de sus creaciones, «quisiera verlos dictarse como deber irremisible de su noble oficio, el de fundirlas en molde cristiano»240.

He aquí desenvuelto con más amplitud y pormenor este deseo: «Quisiera que en el acento de su palabra creadora vibrase de ordinario algún dejo siquiera de sus promesas del Bautismo, y sobre todo, ninguno de aquel plasticismo pagano que a tantos otros más competentes que yo, ha parecido moneda falsa de la belleza. Ni llorar, ni reír, ni hablar, ni contar podemos, como los gentiles, los cristianos. Diga lo que dijere la mal avisada ingeniolatría de cultivadores rutinarios o neófitos amadores de lo que el retoricismo llama enfáticamente clásico y literatura clásica, yo, sin que por esto desee resucitar polémicas ya manidas, me limito a preguntar con la voz de la religión, de la historia, de la filosofía y del sentido común: si Jesucristo es venido para restaurar en Él todas las cosas de la tierra, ¿cómo esta restauración no ha de informar a motores tan activos y trascendentes de la vida terrenal humana como son la literatura y el arte?»241.

No creemos ocioso el haber transcrito, a pesar de su extensión, el párrafo anterior, pues enuncia, por lo prolijo, el doctrinal estético de Tejado. Su estilo, no es ajeno del todo a ese sentimiento de melancolía unas veces o de patetismo otras, que dio singular carácter a la literatura romántica: «[...] pero no me pidáis ofrenda de más valía, pues aun dado que tuviese ganada yo alguna empresa, para mi escudo, todas se las ha ido llevando en sus alas el tiempo vagoroso, hundiéndose aún la menos indigna de memoria en el sepulcro de cada sol poniente»242.

Su lenguaje, vigoroso y rico, se desluce de tarde en tarde, con algún galicismo, como «elucubración», o con alguna impropiedad como «período álgido»243.

Don José María Quadrado

Si pudiéramos decirle al lector: «Coge del estante de tu librería o del de la de tu amigo, el volumen CVI de la Colección de escritores castellanos; ábrelo por la página tercera y ve el juicio que Quadrado244 y sus obras merecen al señor Menéndez y Pelayo», no tendríamos que poner ahora nuestras manos irreverentes en este estudio, que en nada mejorará el del ilustre polígrafo montañés. Pero como no cabe hacer tal cosa, enfrentémonos cuanto antes con el escritor menorquín y procuremos salir del trance lo más airosamente posible.

La bibliografía de Quadrado es muy escasa. No siempre están de acuerdo los méritos de un autor con su resonancia pública. Varias circunstancias concurren a determinar este fenómeno. Las actividades elegidas dentro de la creación literaria, que, por su especial naturaleza, pueden ser más o menos franqueables al espíritu curioso del público. El apartamiento voluntario del autor, poco propenso al comercio de las gentes, pues no todos saben apreciar los merecimientos ajenos y la indiferencia con que se le recibe le obliga a aislarse y retraerse. Su fortuna adversa, que si no impide el triunfo definitivo, lo hace difícil y lejano.

Si el consenso público, respecto de los títulos de un escritor, no se manifiesta coetáneamente a éste, sobrevendrá después. El tiempo dilucida la cuestión de un modo inexorable, o los débiles sones de su personalidad literaria se apagan, sin que haya medio alguno de reanimarlos y fortalecerlos, o toman nuevo brío y difunden por doquiera el fallo postrero y perenne. Los historiadores de nuestras letras han elogiado como era de rigor al señor Quadrado, pero como de pasada más bien, sin detenerse en su estudio todo el tiempo que demandaba su justo mérito. Además, la mayor parte de nuestros historiadores literarios no hacen más que repetir juicios ya emitidos por sus antecesores. Esto quiere decir que no se juzga a un autor sobre sus obras, sino sobre el concepto que la lectura de ellas mereció a otro.

Quadrado nació en Ciudadela de Menorca, el 14 de junio de 1819. Un año después que Piferrer y un cuarto de siglo casi, con posterioridad también, a Aribau. Tres escritores que suelen ir unidos en las Historias literarias, como valiosa aportación de Levante a nuestras letras.

El continuador del discurso de Bossuet sobre la Historia universal comenzó sus actividades literarias en 1840. Contaba de veinte a veintiún años de edad. No debe sorprendernos, por consiguiente, el demasiado ardor que puso en la defensa de su patria chica con motivo del desfavorable juicio que ésta le mereció a Jorge Sand. La estrafalaria amante de Chopin había dado a la estampa unas impresiones de viaje no solamente adversas, sino injuriosas para la isla balear. Quadrado, desde las columnas de La Palma245 y con la exaltación fanática con que la juventud suele tomar bajo su égida toda empresa noble y legítima, amonestó severamente a la estrepitosa novelista, llegando incluso a demasías de lenguaje y de concepto, que más que beneficiar perjudicaron al autor de la Vindicación.

Las actividades espirituales de Quadrado giraron siempre en torno de estas disciplinas, religión, filosofía, historia, política y literatura. La historia en sí misma y en su relación con la arqueología y el arte. En La Palma y en 1840 aparecieron las primicias literarias del ilustre menorquín. Tres años después y en las columnas de El Católico salieron a la luz sus primeros trabajos políticos. En política y filosofía, quizá pueda considerársele como un precursor de Donoso Cortés. Como arqueólogo fue un proseguidor de Piferrer, y de los que más enumerativos que críticos en esta clase de trabajos, don Antonio Ponz y don Isidoro Bosarte, o si más literarios e intuitivos que estos dos, modestos en sus pretensiones, como Jovellanos, Ceán246 Bermúdez y Capmany, precedieron a ambos escritores levantinos.

La idea de dar a la estampa los Recuerdos y Bellezas de España, fue del notable dibujante catalán don Francisco Javier Parcerisa (1803-1875). Correspondió la ejecución literaria de tan noble y vasta empresa, a Piferrer en los primeros años, contribuyendo más tarde Quadrado con valiosas aportaciones, juntamente con don Pedro de Madrazo, Pi y Margall, don Rodrigo Amador de los Ríos, don Antonio Pirala y otros247.

Según nos cuenta Menéndez y Pelayo en el prólogo a los Ensayos religiosos, políticos y literarios de Quadrado, la idea de llevar a cabo la publicación Recuerdos y Bellezas de España brindósela Parcerisa a Milá y Fontanals. Viose obligado éste a rechazar el ofrecimiento por la circunstancia de hallarse ocupado con otras actividades literarias, pero indicó como excelente colaborador para tan ambicioso proyecto a Piferrer, cuyas relaciones afectivas con el autor de Observaciones sobre la poesía popular eran muy cálidas y entrañables. Quadrado aumentó más tarde, considerablemente, al publicarse la segunda edición del volumen dedicado a las Baleares, el caudal histórico que aportó Piferrer en el estudio de estas islas; corrió a su cargo también el de Aragón (1848); Castilla la Nueva (1848-1850), en colaboración con don Vicente Lafuente; Asturias y León (1855-59); Valladolid, Palencia y Zamora; y Salamanca, Ávila y Segovia (1865-1872)248.

Bastarían estas obras para cimentar la reputación de un autor. Revelan una profunda vocación para la investigación histórica, en una época en que los elementos precedentes de este género de actividades polarizadas al estudio y descripción de las provincias españolas eran tan escasos, por no decir misérrimos. Prueban que la empresa más difícil puede realizarse si no nos falta el entusiasmo y la perseverancia. Y ponen por último bien de resalto, el poder sintético de Quadrado para condensar el fruto de otras labores anteriores, efectuadas respecto de esta índole misma de trabajos; su dominio del tema para no perderse en el fárrago inútil de cuantos con antelación a él, remota o inmediata, se habían creído invitados por Clío a descorrer el velo del pasado en relación con el acontecer hispánico, y su claro sentido del arte y de la belleza para interpretar y juzgar nuestros monumentos y nuestros paisajes.

La pluma de Quadrado que se detiene a transcribir una inscripción latina o a describir un adusto arco o una tosca, denegrida tumba medieval, parece como si se rejuveneciera y esponjase cuando pinta el grandioso y dulce paisaje astur o la serranía de Ávila y sus llanuras. Los verdes y frondosos campos que rodean a Villaviciosa; el camino de Oviedo a León o los rasos horizontes de Ávila por el norte, sin árboles apenas ni lomas casi que mitiguen la monotonía del paisaje o las elevadas cordilleras que surcan hondos valles, que se empinan unas tras otras gradualmente o decrecen a compás hasta acabar en suaves colinas...249

Las catedrales de León, Salamanca y Oviedo; San Marcos y la basílica de San Isidoro, de la primera de las ciudades citadas; la de San Vicente, de Ávila; los numerosos conventos salmantinos y avileses; calles, plazas, palacios y casas solariegas; puentes, ermitas, monasterios, fiestas populares, indumentaria, etc., de cuantas capitales, villas y caminos recorrió Quadrado, encuentran en su pluma dilatada explicación o comentario breve, pero sustancioso.

Quizá las Batuecas, desde el punto de vista descriptivo y pintoresco, debieran haber sido objeto de un trato más prolijo y circunstanciado, en el tomo que nuestro autor dedica a Salamanca, Ávila y Segovia. Cabe, sin embargo, en disculpa suya, el hecho de que la niebla y el agua entorpecieron, durante la andadura a través de paisaje tan bello, la visión exacta de sus variados elementos constitutivos. También hemos reparado en la omisión que el autor comete respecto de la ruta, entre otras dignas de mención, de Riaño a Cangas de Onís, en el tomo de Asturias y León, pródiga en encantos naturales, dignos de su descripción y encarecimiento. Una amorosa pintura de los parajes agrestes de Asturias, no hubiera estado de más, como obra todos ellos del Creador, sin la segunda mano ejecutora del hombre; testimonios de la grandeza del arte de Aquel, desparramados tan copiosa y abundantemente por esta parte de la península. Describirlos en conjunto; hablar de sus castaños, tilos, chopos, álamos y hayas; de sus valles profundos, de sus enriscadas cumbres; de sus arroyos, hoces, despeñaderos, etc., es escamotear al lector la visión de las modalidades propias de cada paisaje, de sus perspectivas diversas. La naturaleza había tenido en la literatura romántica entusiastas y prolijos cantores, y el detenerse a pintarla con morosidad, sobre todo en lo que se refiere a aquellas rutas que por su belleza pictórica lo exigieran, habría sido confirmar este rasgo genuino y característico de la expresada escuela.

¿Correspondió como debía el público, la intelectualidad o los organismos oficiales a este copioso saber histórico y artístico y a esta labor paciente y desinteresada? El público ignaro busca otra clase de celebridades más gustosas para él, y puesto a empujar a los hombres por el camino de la notoriedad y de la gloria, los prefiere más ingrávidos y asequibles. La gente de letras entró a saco en la obra de Quadrado, pues como observa muy juiciosamente el autor de la Historia de las ideas estéticas, ninguno del oficio habrá sido tan saqueado como el escritor menorquín, mas poco dijo en su obsequio. En 1840 la Diputación provincial le había designado, en atención a los méritos que concurrían en él, para el cargo de archivero del antiguo reino de Mallorca. Los acontecimientos políticos sobrevenidos poco después le desposeyeron de dicho cargo. La vida de nuestros literatos y artistas ha sido siempre unida a los vaivenes del Estado, a sus luchas, discordias y desconciertos. El héroe de Luchana prefería un paladín de la libertad, por ignorante que fuese a cualquier eminencia emparentada con la caverna. Narváez, a cualquier hombre más sabio si rendía culto a los principios de la Revolución francesa. Los políticos generalmente, quieren a su lado personas dúctiles y manejables. Y la incondicionalidad es el tributo que rinden los débiles a los poderosos, los necios a los inteligentes.

En 1847 la Academia de la Historia nombrole socio correspondiente. Un año después el Gobierno de Narváez, le designó para el cargo de Secretario General de la Academia de Bellas Artes de Baleares y en 1851, el de Bravo Murillo encomendole el Archivo Histórico.

Una empresa tan vasta y difícil como la que había tomado sobre sí Quadrado, y llevada a feliz término, bien merecía que ya a lo largo de ella, para animarle y recompensarle, ya a su coronación, como homenaje a tal laboriosidad, constancia y tino en la ejecución de la obra emprendida, hubiera recibido testimonios más abundantes y estimables de gratitud y reconocimiento.

Bien es verdad que según cuentan los biógrafos y comentadores de Quadrado, nada se pagaba éste de la estimación oficial, un poco bambollera y estrepitosa siempre, ni del halago del público indocto que al exaltar a sus ídolos parece como si cediera al dicho vulgar de «a donde va Vicente, a donde va la gente». Apegado a sus devociones artísticas y literarias; escudriñador de archivos y bibliotecas; adalid de la causa católica y tradicionalista hasta que el tradicionalismo fue condenado por la máxima autoridad de la Iglesia; disputador temible por su vigor dialéctico y persuasivo, pues venía a ser la segunda edición corregida y aumentada de Gabino Tejado; e impenitente lector y hacedor literario, ya traduciendo a Manzoni250 o refundiendo a Shakespeare251, ya componiendo obras dramáticas, como Martín Venegas, Cristina de Noruega y Leovigildo252, ora dando a la estampa el primer romance catalán253 o hallando, en sus búsquedas infatigables, el primer trozo conocido de una representación catalana de la centuria decimocuarta254, de poco tiempo disponía en que darse al trato de la vanidad.

En los tomos con que Piferrer y Quadrado contribuyeron a la magna publicación de Recuerdos y bellezas de España hay muchos trozos de verdadera poesía en prosa. Las explosiones líricas de Piferrer son más frecuentes que las de Quadrado. El genio romántico de éste, es más ponderado y juicioso. No se enardece y exalta tanto, sin duda porque se movía dentro de cauces predeterminados por la educación literaria y humanística. Tengamos también en cuenta que la labor de Quadrado, conoció en parte otra edad de madurez, mesura y disciplina y habrá de contrastar siempre respecto de la de Piferrer que corresponde a la juventud, pues el autor de Mallorca y Cataluña no vivió más que treinta años.

El genio del arte gótico y sus manifestaciones sensibles ofrecían ancho campo a toda actividad de interpretación o de crítica. No es extraño por consiguiente que el espíritu de Piferrer, fogueado en la hoguera del romanticismo, tan llameante y devoradora a la sazón, lanzase a cada paso los más vivos destellos al inferir de la contemplación y del análisis de los monumentos góticos, las ideas que estos encerraban o al sentir los afectos que promovían.

Quadrado impuso más angosto cauce a sus sentimientos, no dejándose llevar demasiado de la emoción romántica.

Su estilo, sin dejar de ser frondoso y elocuente, ni es tan atildado y pulcro como el de don Pedro de Madrazo ni, por fortuna, tira al modo declamatorio de Pi y Margall; colaboradores ambos de Recuerdos y bellezas de España255. Lenguaje vigoroso, ceñido unas veces y suelto otras, según la naturaleza del asunto. Liberal en la adjetivación, pero sin incurrir nunca en la demasía. Lleno de jugo y de vida, ya por las ideas y sentimientos de que es portador, ya por el caudal de conocimientos a que servía de cauce.

Un buen escritor debe huir de esos períodos largos y profusos en sus miembros, que recuerdan la prosa oficial, poblada de gerundios, relativos y conjunciones. Pero debería detestar igualmente el vicio opuesto: esto es, la tartamudez o el asma literarios, que imperan hoy en una extensa zona de nuestras letras. El estilo francés, por ejemplo, equidista de ambos extremismos. Es recortado, conciso y jugoso; pero está muy lejos de caer en el tartajeo, ni en la asistolia. Quadrado, de pecar de algo, pecó de elocuente y dilatorio. Su prosa tiene más semejanza con los autores del XVI y XVII, que con los comprimidos literarios que hoy se estilan.

En 1879, concluyó el primer tomo de su continuación al Discurso sobre la Historia Universal, de Bossuet. ¿Fue demasiada incontinencia la suya al poner las manos en tarea como ésta, tan llena de dificultades y peligros? Cualquiera que sea el concepto que desde el punto de vista de nuestras propias doctrinas nos merezca este ensayo de interpretación providencialista de la historia, hemos de reconocer que existen estimables méritos en la ardua labor que se impuso a sí mismo el ilustre menorquín.

Pasa el Discurso de Bossuet, como obra maestra de la literatura francesa y su resonancia en todo el mundo, una vez traspuestas en alas de la fama las propias fronteras, ha sido muy grande. Diose a la estampa por primera vez en 1681. Abarca doce épocas, desde Adán o la Creación hasta Carlomagno o el establecimiento del nuevo imperio, enumerando en cada una los sucesos más importantes que ocurrieron. El objeto principal que perseguía el autor era el someter a la consideración del hijo de Luis XIV, en el orden de los tiempos la sucesión del pueblo de Dios y la de los grandes imperios. Propúsose componer un segundo discurso en el que concedería a Francia y al fundador del nuevo imperio toda la larga atención que se merecían; pero el inmortal obispo de Meaux no logró llevar a efecto su idea. Casi dos siglos más tarde Quadrado emprendió tan temeroso quehacer.

El Discurso sobre la Historia Universal, consta de dos partes; la primera es una sucinta narración de hechos notables; la segunda su interpretación y comentario, desde el ángulo providencialista en que se coloca Bossuet. Lo más admirable de dicha narración es, no sólo el acierto que presidió la elección de sucesos históricos, pues lo contrario habría sido anegarse en el piélago casi insondable del acontecer universal, sino la propiedad y exactitud de la adjetivación. Mérito insigne es éste cuando lo dilatorio y profuso suele ser achaque característico de la pluma.

Compendiar un proceso histórico tan extenso y difuso como el que va desde la aparición del primer hombre bíblico sobre la tierra hasta que el hijo de Pepino y nieto de Carlos Martel instaura el nuevo imperio, no es empresa en verdad fácil, ni mucho menos. Mas hacer lo mismo con los once siglos posteriores, desde la restauración del imperio de Occidente en el 800 hasta el concilio general del Vaticano, es aún, sin duda alguna, labor más ardua y difícil. La Edad Media es un periodo de desintegración social. A lo largo de él fermentan los nuevos principios que han de regir el orden civil y político de los pueblos. Elegir los hechos más singulares o convenientes al objeto primordial del compendiador; sintetizarlos y calificarlos con la mayor exactitud y propiedad posibles, representaba también un magno esfuerzo.

Quadrado, no desconocía estas dificultades, pero estaba seguro de su preparación cultural para emprender la obra y llevarla a feliz término. De sus ideas religiosas y políticas hablan elocuentemente los dos tomos que integran la continuación al Discurso de Bossuet. Educado por los jesuitas en el colegio de Montesión -estudiante de Teología en la Universidad de Madrid en 1842; colaborador de los periódicos católicos- el de este mismo nombre, El Pensamiento de la Nación, dirigido por Balmes, su filial El Conciliador, La Unidad Católica, semanario mallorquín y La Fe, fundado por él en 1844; en estrecha relación afectiva, filosófica y política con el autor de El Criterio; apologista católico, de elocuente y vigorosa traza, no habrán de sorprendernos algunas de sus afirmaciones por aventuradas y parciales que nos parezcan. No repugnará el cometido y actividades del Santo Oficio, de cuyos autos de fe dirá que «constituían a la vez la más augusta solemnidad y el más brillante espectáculo»256. Creerá a pies juntillas en la sincera abjuración de Enrique IV, el bearnés -«París bien vale una misa»-; y afirmará que Jacobo II, no cayó por perseguidor de herejes sino víctima de la herética intolerancia257. Condenará el liberalismo, «palabra funesta por lo indeterminada»; observará que yerran los que vinculan la idea de libertad sólo en cuerpos legislativos de facultades más o menos amplias «y fuera de su concurso no conciben más que absolutismo en el gobierno», y proclamará que Luis XIV -«El Estado soy yo»- rara vez tocó la raya del despotismo258.

Cuando los hechos históricos se ponen al servicio de una finalidad determinada, dejan de ser tales hechos históricos, pues pierden su propia fisonomía y toman la que se les da en razón a un objeto prestablecido. Luis XIV ya no es Luis XIV; ni Jacobo II, Jacobo II; ni Enrique IV, Enrique IV. Vemos lo que nos conviene y omitimos lo que no nos importa o es desfavorable a nuestro propósito. Quizá se nos arguya que hemos cerrado el paso a la crítica histórica, por cuanto no es posible, por objetivos que seamos y fieles a la verdad, el desentendernos en nuestros juicios de todo ese bagaje de ideas y sentimientos, que ya innatos o provenientes del comercio y relación con los demás, llevamos en el fondo de la conciencia. Sin embargo, cabrá redargüir que una cosa es la crítica, en su función propia, y otra el interpretar las cosas al dictado de una finalidad predeterminada.

Las ideas filosóficas, religiosas y políticas de Quadrado, esparcidas a lo largo de su labor periodística y literaria, a voleo unas veces o formando otras un cuerpo de doctrina, tuvieron cierta sistematización en Donoso Cortés y las mismas alternativas de siembra o de programa concreto, definido en Gabino Tejado. Los antecedentes de dichas ideas están en los libros de De Maistre, como por ejemplo Las veladas de San Petersburgo y en los de Bonald y Lamennais.