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Capítulo noveno

La Avellaneda, D. Tomás Aguiló, Gil y Carrasco y D. Antonio Hurtado

La ilustre autora de Baltasar estaba dotada de un singular talento poético. Descolló principalmente en el teatro y en la poesía lírica; pero no renunció a cultivar otros géneros literarios: la epístola, la leyenda y la novela. Tenía un temperamento fogoso y exaltado, y una sensibilidad despierta a todas las emociones y los afectos. Sab fue la primer novela que dio a la estampa. Publicose en 1841, mas ya llevaba escrita tres años558. Dedicola su autora a su amigo don Alberto Lista. Sab es un joven mulato que, tiernamente enamorado de su ama Carlota, comprende la inutilidad de esta pasión, a cuya interior voracidad sacrifica la propia existencia. Cuando vio la luz este libro de la Avellaneda no había aparecido aún La cabaña del tío Tom, de otra mujer también: Harriet Beecher Stowe. Ambas obras son dos ardientes y apasionadas reivindicaciones de la raza negra. Nuestra autora fue más lejos que la novelista norteamericana: dócil a los dictados de su corazón y envuelta en la densa atmósfera sentimentalista del romanticismo, no se circunscribe a abominar de la esclavitud, sino que proclama valientemente la igualdad moral de los hombres, cualquiera que sea el color de su piel. «Pero la sociedad de los hombres no ha imitado la equidad de la madre común, que en vano les ha dicho: ¡Sois hermanos! Imbécil sociedad que nos ha reducido a la necesidad de aborrecerla, y fundar nuestra dicha en su total ruina»559.

La acción de la novela se desenvuelve en Cuba, en la comarca que riega el Tínima, a tres leguas de la ciudad de Puerto Príncipe. El escenario elegido, pintoresco y brillante, da pie a la escritora para dilatarse en poéticas descripciones que pueblan de un lado la combustera, la balsamina, el jazmín, la malvarrosa, la aleluya, la pasionaria y el girasol, y de otro, las palomas berberiscas, los papagayos, el colibrí, el cao, la guacamaya, el carpintero y el tomeguín.

Carlota entrega su corazón al joven Jorge Otway, hijo de un antiguo buhonero de este mismo nombre. Un inglés desaprensivo y ambicioso, de quien se ha enamorado la huérfana Teresa. Ni ésta logra ver realizados sus deseos, circunstancia que la decide a profesar, ni el desdichado Sab los suyos, pese a la ternura de su corazón y a la lucidez de su inteligencia, que le ponen en pie de igualdad respecto de cualquier blanco de semejantes cualidades.

Próximo a morir, el joven mulato escribe una carta a Teresa, que constituye un cariñoso y entrañable alegato en pro de los negros, «Pero ¿qué podía el esclavo a quien el destino no abría ninguna senda, a quien el mundo no concedía ningún derecho? Su color era el sello de una fatalidad eterna, una sentencia de muerte moral»560.

El ardimiento lírico que, como voraz incendio, consumía el alma de la Avellaneda y que la levantó tantas veces a las cumbres de la verdadera poesía, provocó más de un concepto filosófico y trascendental, que en los labios del infortunado mulato había de disonar por fuerza. «De amor me hablaban las aves que cantaban en los bosques -le dice a Teresa, fogueado en la llama de su pasión irrealizable- de amor el arroyo que murmuraba a mis pies (hasta aquí nada hay que objetar) y de amor el gran principio de vida que anima el universo»561. Concepto más propio del Dante a Beatriz o de Abelardo a Eloísa, que de un negro esclavo, por apasionado e inteligente que sea, a su también desgraciada confidente. Mas estos desvaríos de una mente enardecida, en la que tanto pesaban los imperativos del corazón, diéronse frecuentemente entre los románticos, poco inclinados a medir y calcular las cosas, a contrastarlas con la verdad.

Espatolino562 pertenece al género novelesco que pudiéramos llamar poemático. La crudeza del asunto, su ejecución literaria, las fuertes situaciones dramáticas que se ofrecen al lector, lo atrayente y emotivo de las figuras capitales y el lenguaje lírico que hablan a veces, nos arrastran a tal consideración.

El romanticismo se nutrió, en no escasa medida, de la copiosa vena poética del bandolerismo y de la piratería, tan extendidos en una época en que la organización defensiva del Estado no había logrado la plenitud actual. Tales agrestes tipos sociales, con sus hazañas no siempre exentas de valor poético e incluso moral, si escudriñamos las causas; con su pintoresca indumentaria y sus ricos jaeces; con sus pasiones ardientes y libres de toda traba o escrúpulo, constituyeron un caudal inagotable de poesía, que beneficiaron Walter Scott, Manzoni, lord Byron, Schiller y tantos otros. Espatolino, cantado por los poetas italianos y por sus compatriotas del bello sexo, los cuales también se hicieron lenguas de las hazañas del bandido, es un sujeto que rompe con la sociedad y con la ley, y se echa a los montes y caminos a desvalijar a los viandantes. Comete terribles crímenes y no conoce el arrepentimiento. Digno émulo de otro famoso bandido italiano: Marco Sciara. Las graves desgracias sufridas le hacen caer en la desesperación, y ya en este terrible estado de ánimo, riñe con el cielo y con los hombres. «¡El cielo! [...] -exclama-. Nada veo más allá de esa gran cortina de vapores [...] ¡Los hombres! Yo les hago la guerra como se la hacen entre sí [...] ¡Las leyes! Una conozco ineludible: la de la necesidad: esta ley de la naturaleza es la que acato como verdadera [...] las demás son, cual sus autores, frágiles e imperfectas, y muchas veces contradictorias y absurdas. Los fuertes las hacen y las huellan; su yugo sólo pesa sobre el cuello de los débiles; que las temen porque no conocen lo deleznable de sus bases»563. Por estas palabras podemos colegir más que el carácter de Espatolino, la ideología de la autora del libro.

El bandolero paga con la pena capital sus tremendos crímenes. Anunziata, su bella y desgraciada esposa, que, pensando librarle de la muerte mediante la entrega de Espatolino a la justicia, de la que esperaba el perdón, le acarrea tan terrible fin, se vuelve loca. Y el Comisario de policía, Angelo Rotolido de Anunziata, que había ofrecido a Espatolino, en nombre del Gobierno italiano, el perdón, a cambio de que el bandido entregase a sus compañeros, logra astutamente apresar a todos y que la justicia vea cumplido su fallo inexorable564.

De cuantas narraciones novelescas describió la ilustre autora de Saúl y Alfonso Munio, ésta nos parece la más interesante. Las figuras de Espatolino, Anunziata y Rotoli se destacan briosamente del cañamazo del relato, y tienen más empaque vital, humano. El idealismo regenerador de la autora, muy en consonancia con los sentimientos y lucubraciones de su tiempo, disuena a menudo en boca de personajes cuya talla moral no alcanza el nivel propio de tales filosofías. Pero este defecto estaba muy generalizado entre nuestros románticos, más propensos a los arrebatos de la fantasía y a los imperativos del corazón, que a los llamamientos del buen sentido y de la verdad inexcusable.

Guatimozin pertenece al género histórico. Historia falsa o pseudo-historia. Apareció en 1846. No quiso la Avellaneda incluir esta novela, ni tampoco Sab y Dos Mujeres, en la colección de sus obras literarias565. El crítico don Luis Vidart atribuyó este acuerdo a la modestia de la autora, que no quería que figurasen entre sus producciones estos ensayos o tentativas novelísticas de su juventud. Por una nota a dicha edición sabemos que si la Avellaneda no incluyó Guatimozín en ésta, limitándose a recoger en ella Una anécdota de la vida de Cortés -epílogo a Guatimozín- fue porque, encontrándose enferma o al menos falta de salud, no pudo revisarla y corregirla a su gusto.

Guatimozín fue el último emperador de Méjico, yerno de Moctezuma566. La Avellaneda no pudo negar nunca la calidad lírica de su alma. Un poeta -«es mucho hombre esta mujer»567, por eso no la llamamos poetisa- se deja antes gobernar por el corazón que por la cabeza. De aquí que la ilustre autora de Saúl mirase con tierna simpatía al infortunado Moctezuma568: presa fácil de la astuta política de Hernán Cortés, y en cambio enturbiase con más de un concepto adverso la memoria del glorioso capitán extremeño. «[...] con aquellas cualidades que son comunes a los grandes conquistadores y a los grandes bandidos (destinos que filosóficamente examinados no se diferencian mucho) [...]»569. Fácilmente se colige de aquí el punto de vista de la Avellaneda respecto de aquella épica aventura. Pensamiento que, dicho sea de paso, no tendríamos inconveniente en suscribir si se hubiese arrancado de la mente de los hombres la concepción que hoy tenemos de determinados valores históricos; pero que en tanto esto no ocurra, será peligroso aceptar.

Guatimozín no es propiamente dicho, como ya se ha observado, una novela histórica, ni una historia novelada, sino mezcla de ambas cosas, y cuyo resultado fue esta composición literaria, que podríamos llamar híbrida, ya que no satisface al lector ni como historia, ni como novela. La poetización que la autora hace de los indios, es excesiva. Hernán Cortés «está visto» con demasiado despego, y sobre todo, los elementos históricos y los fabulosos están distribuidos a lo largo del libro, sin aquella justa medida que hubiera sido de desear570.

De más modestas proporciones, pero perteneciente también al llamado género histórico, Dolores, páginas de una crónica de familia571. Ya sabíamos por don Enrique Gil y Carrasco, desde 1844 en que aparece su Señor de Bembibre, lo que es una oposición paterna respecto de las naturales inclinaciones o dictados del corazón de una mujer. Don Alonso Ossorio, padre de la infortunada Doña Beatriz, oponíase decidida y resueltamente a que ésta se casara con el joven templario Don Álvaro, originando de este modo la desdicha de ambos. En Dolores, la oposición parte de la madre de ésta, Doña Beatriz de Avellaneda, la cual, movida de torpes estímulos de la vanidad y del orgullo, sacrifica la dicha de su hija, empleando al efecto los más terribles y condenables recursos. Doña Beatriz fue todo un carácter. Su pétrea firmeza lo acredita. Para lograr su objeto no titubea, no se detiene ante consideración alguna. «-Muera en buena hora si es cierto572 que le ama-» dice con énfasis, refiriéndose a su hija Dolores, al saber que está enamorada de Rodrigo de Luna. Prefiere verla muerta a casada con un advenedizo. Puesta de acuerdo con el doctor Yáñez, le suministran una droga, y la desgraciada Dolores tiene al poco rato todas las apariencias de un cadáver. Celébrase el simulado entierro, y consíguese que no puedan efectuarse las bodas de Dolores y Rodrigo. Años después se descubre el engaño, cuando Rodrigo de Luna ha llegado a ser arzobispo de Santiago. «¡Tal ha sido mi crimen, Don Diego Gómez de Sandoval! -proclama Doña Beatriz con semibárbara majestad, cruzados entrambos brazos sobre su pecho-. ¡Os quité vuestra hija por impediros que os quitaseis la honra! [...]»573. Dolores se retira a un convento, en el que pasa los años que le restan de vida.

La oposición de Doña Beatriz recuerda la del señor de Arlanza; como la supuesta muerte de Dolores, la de Don Álvaro. También en la novela de Gil y Carrasco hay un físico que suministra al joven templario un fuerte narcótico. Son meras coincidencias. A título de tales las traemos a cuento.

¡Qué distantes estamos afortunadamente de aquellos tiempos en los que una equivocada concepción del honor podía cegar las fuentes del sentimiento!

Los merodeadores del siglo XV, que no fue dado a las prensas, y La mano de Dios574, precedieron a El Artista barquero o los cuatro cinco de Junio, aparecida en La Habana en 1861 y dedicada a la duquesa de la Torre. Está fundada esta novela en cierta anécdota de un hombre célebre. Cuando salió a la luz, la ilustre autora de Baltasar contaba ya cuarenta y siete años, encontrándose, pues, en la plenitud de sus facultades creadoras y rodeada de los resplandores de la fama. Sin embargo, hay en ella más de un elemento folletinesco y su construcción y sabor trascienden a cierto candor e ingenuidad literaria, más propia de una tentativa o ensayo balbuciente, que de una obra adulta. Sin embargo, no fatiga la lectura, si bien tiene todos los defectos de la época y muy pocas de sus virtudes. Según declara la Avellaneda fue la primera obra que salió de su pluma bajo el hermoso cielo antillano.

La acción se desenvuelve en Marsella y en París, en tiempos de la Pompadour. Humberto Robert, héroe de la novela, trabaja en el taller de un lapidario, y requerido por las necesidades de su familia, pues su padre está cautivo en Tetuán, empléase los días de asueto, como barquero en el puerto. Un desconocido a quien como tal barquero sirve, se convierte en protector suyo, hasta el extremo de facilitarle el traslado a París y de costearle sus estudios de pintor. Este favorecedor es nada menos que Montesquieu, el autor de El espíritu de las leyes. Ya en la capital de Francia y merced a una obra pictórica salida de sus manos, conoce a la Pompadour: la ninfa Egeria, principalmente en materia de arte, de Luis XV. La famosa cortesana se enamora de él y está a punto de malograr los amores de Humberto y Josefina, una linda criolla que habiendo perdido a su madre en La Habana, donde residía y contraída grave dolencia por su padre, nativo de Francia, marcha con éste a Marsella, con la esperanza de que el retorno a la patria le devuelva la salud perdida. La Pompadour descubre la pasión de Humberto por la joven cubanita, y renuncia a la conquista del pintor, que tras graves eventos logra contraer matrimonio con Josefina. Los cuatro cinco de Junio que sirve de subtítulo a la novela, son otras tantas fechas notables en el proceso amoroso de ambos jóvenes.

Donde brilló más alto el talento poético de la Avellaneda, aparte el teatro y la poesía lírica, que según ya se notó antes constituyen dos testimonios irrecusables de su valer, fue en algunas de las leyendas que escribió. Este género literario no requiere que sus figuras capitales ni la atmósfera en que se mueven, den una perfecta impresión vital y humana, como sucede respecto de la novela. Por el contrario, la vaguedad, el misterio, la poesía vaporosa y etérea, suelen ser compañeros inseparables de tan bellas composiciones literarias, en las que los hechos, por lo descomunales o al menos extraordinarios, diríamos que se apoyan con la punta de los pies en la realidad, y los héroes, por lo sobrehumanos y maravillosos apenas si parecen de carne y hueso cual los demás mortales.

A su hermano don Manuel debió la Avellaneda algunos asuntos para sus leyendas. Había recorrido aquél los principales países de Europa: circunstancia que le permitió conocer y trasmitir a doña Gertrudis mediante curiosas apuntaciones, fabulosos acaecimientos o sucedidos.

Diez son los cuentos y leyendas que constituyen el quinto tomo de sus Obras literarias575.

La velada del helecho es una narración fundada en una tradición suiza: Satanás en persona enriquece cada año al o a los que se encuentren velando el helecho en paraje cubierto de dicha planta hija de las sombras y de la humedad. Naturalmente que de este gran usurero de las tinieblas no han de esperarse liberalidades de ningún género. La fortuna que él da es a cambio del alma. Pero en la presente ocasión el joven paje Kessman, héroe del relato, no es con el Diablo con quien trata, aunque eso pensara él, que con tal de casarse con Ida, la hija del rico ganadero Kéller, acepta el desventajoso pacto, sino con el señor de Charmey, su ignorado hermano, el cual válese de esta estratagema para, por mediación de Kessman, lograr ciertos importantes documentos en poder del conde de Montsalvens: usurpador de los bienes y títulos de Charmey.

La acción se desenvuelve con mucha soltura del diálogo y de las descripciones. Los montañeses están pintados con artístico desenfado, y la fábula interesa y seduce por los diversos factores que la integran: el amor apasionado y sencillo al propio tiempo, de Ida y Arnoldo; el mercantilismo de Kéller; la criminal impostura de Montsalvens y la generosidad y simpatía de Charmey.

La Blumlisalp o montaña florida que ve desaparecer sus ricos pastos bajo espesas capas de hielo y enormes trozos de piedra desprendidos de las altas cumbres, da origen a otra narración de un fuerte y desolador dramatismo. Walter Muller, opulento propietario que puede abrigar con las pieles de sus vacas y de sus ovejas toda la colosal Blumlisalp, es un hijo sin entrañas. Mientras él vive espléndidamente, derrocha su cuantiosa fortuna en convidar a comer y beber a los propietarios de las cercanías y llega al extravagante extremo de construirle a una hermosa ternera blanca que tiene en su ganado, un establo tan amplio y lujoso, que es llamado palacio por los pastores. Marta, su anciana madre, ha de subvenir a sus necesidades cotidianas con su propio trabajo. ¿Cuál es la causa de tan brutal desvío? ¿Que Marta tuvo a Walter como fruto de ilícitos amores? Si es así, la naturaleza, movida por voluntad divina, condena inexorablemente al desnaturalizado hijo. Marta, tras de hacerse peinar por las más hábiles muchachas de aquellos contornos, colocarse sobre sus cabellos grises su gran cofia blanca, vestirse su traje verde, de corpiño oscuro, calzarse sus recios zapatos y tomar su bastón de viaje, con regatón de hierro, va a visitar al hijo, que, aquel día, cumple los treinta y cinco años. Walter la recibe destempladamente. ¿Cómo se le ha ocurrido subir con un tiempo tan infernal? Están empapados sus vestidos, pálido su semblante y le tiemblan sus miembros. Pero Walter muéstrase impasible. Los vecinos montañeses que le acompañan en su fiesta y que han libado en demasía, ríen las ásperas contestaciones de Walter a su madre, cuando ésta le suplica asilo por aquella terrible noche tan sólo. ¡Vanas súplicas e imploraciones que ni siquiera parecen llegar a los oídos del opulento ganadero! Marta no puede más. A la rojiza luz de la chimenea, iluminado con reflejos siniestros su rostro descarnado y amarillo, con los cabellos que se escapan de la cofia, relampagueantes los negros ojos, tiende sobre Walter sus brazos largos y flacos, y con voz tan vigorosa que sobrepuja, diríamos, los bramidos de la tormenta, exclama. «¡Maldito seas! ¡malditas tus riquezas y las montañas que habitas!»

Nadie se atreve a replicarla. Reina en torno un pavoroso silencio. Marta abandona la casa de su hijo, a quien entrega al castigo de Dios. La noche es profunda. No cesa la llovizna, ni el viento incisivo y glacial. A medida que desciende, las faldas de la montaña, tan cantadas por los fértiles y lozanas, se cubren de un manto de nieve, «que las envuelve como el blanco sudario de un cadáver». Llegada la madre infeliz al último recuesto, un estrépito ensordecedor arranca el sueño a todos los moradores del valle. «La Montaña florida se había convertido en triste monumento de esterilidad y ruina». Bajo el hielo y los enormes trozos de piedra desprendidos de las locas, yacen sepultados Walter Muller, sus casas, sus pastores y sus rebaños. Al pie de la Montaña maldita se encontró también el cadáver de Marta, que según afirma la tradición estuvo custodiado por un ángel del Señor, hasta que los habitantes del valle, diéronle «digna y bendecida sepultura».

Es una narración de fuerte sabor dramático, Marta, que parece empequeñecerse ante la despótica actitud de aquel hijo cruel, se agiganta de tal modo al final de la leyenda, que su maldición de Walter y de la Blumlisalp, tiene un acento sublime y patético. El lenguaje se concentra y vigoriza, sirviendo de adecuado molde a la recia significación del relato.

La ondina del Lago Azul es un recuerdo de la última excursión de la Avellaneda por los Pirineos. Gabriel, héroe de esta leyenda, tiene un carácter melancólico y raro. Su único placer consiste en vagar día y noche por las montañas. Lleva por toda compañía un libro de versos, o cosa semejante y su flauta inseparable. «Aquella flauta lloraba, gemía, cantaba, expresaba ardientes deseos, respondía a secretos pensamientos, articulaba misteriosas promesas, y hacía nacer de súbito dulces, aunque indeterminadas esperanzas»576. Gabriel prefiere la soledad a la vida urbana, al trato de los hombres. No escribe versos, pero es un poeta. Descubre el sentido de la naturaleza: Los susurros de las movibles ramas, de las corrientes sonoras; las mil voces de la tierra y de los aires. Pero estos goces del espíritu, de la mente soñadora, ¿cómo explicarlos con el lenguaje humano? Gabriel no puede iniciar a los demás en el hondo e íntimo secreto de este mundo suyo: los árboles, las yerbas, las aguas, que no son solamente árboles, yerbas y aguas, sino seres animados que le acarician «en cada rayo de luz», que le hablan de amor «en cada eco de la vida inmensa que por todas partes palpita». Déjame aquí, le dice a su amigo Lorenzo, en un rapto de lírico entusiasmo, con mis ensueños, con mis ilusiones, con mis delirios... «Déjame con la compañera de mi soledad encantada, con mi rubia ondina de nacarados senos y ojos color de cielo, que hace un momento recogía quizás desde su lecho de espumas los sonidos de mi flauta, que repetía -¡Te amo!»577.

Todo el tesoro de poesía que hay en la Avellaneda, va saliendo de su alma a lo largo de estas páginas llenas de ternura y de emoción. El paisaje pirenaico se envuelve en un velo suave, vaporoso, de dulce ensoñación. La naturaleza toma la fisonomía ideal de las cosas, que si se apoyan en la realidad de una parte, parecen, de otra, estar flotando en el aire en medio de una atmósfera irreal e inaprehensible. La fantasía, acuciada por su propio empuje nativo y alentada por el ambiente literario imperante, dado a la exaltación y al ardimiento, infunde a la leyenda tal vida y vigor que diríamos que también nosotros, simples lectores de ella, hemos visto con nuestros propios ojos a la ondina del Lago Azul.

Gabriel, tras de sostener apasionado diálogo con esta deliciosa habitadora del lago, cuya blanca figura aparece velada por transparentes y zafíreos velos y cuya rubia cabeza está coronada de nenúfares, acaba entregándose a su poder maravilloso. No bastan las razones de Santiago, padre de Gabriel, ni de Lorenzo, su amigo entrañable, para que el enamorado tañedor de flauta, se libre de tan peligroso hechizo. Gabriel, que ha sido encontrado un día sin conocimiento a la orilla del lago578; que ha sufrido una fiebre letárgica, quizá como consecuencia de las emociones experimentadas; que es velado y vigilado por su padre y por Lorenzo, aprovecha un descuido de éstos para abandonar su casa, y torna en busca de aquel ser extraordinario y sobrehumano que le tiene sorbido el seso y cautivado el corazón.

Cuando se dan cuenta de que ha desaparecido, salen precipitadamente en su seguimiento. A la orilla del lago, que en las primeras horas del día aparece envuelto en bruma y sin que el silencio pavoroso que reina en torno suyo se vea por nada interrumpido, encuentran la flauta de Gabriel. «¡Mi hijo se halla en el fondo del lago!» -exclama Santiago, y cae al suelo sin sentido.

Algún tiempo después, Lorenzo se traslada a París para cobrar unos créditos de Santiago. Paseábase la víspera de su regreso por el bosque de Boulogne cuando ve pasar a caballo a un joven conocido suyo. Le llama, se saludan y en tanto conversan, cruza junto a ellos una lucida cabalgata, compuesta por una bellísima amazona y varios jinetes. Lorenzo se trastorna al mirar los ojos de aquella mujer, porque eran idénticos a otros que hasta aquel momento había creído sin iguales en el mundo. El conocido de Lorenzo satisface la curiosidad de éste respecto de la dama, que resulta ser la mujer más bella, más coqueta y más caprichosa de París. Ha pasado todo un verano, hace tres años, en los valles pireinaicos, y como es tan dada a la extravagancia, «convirtió aquellos lugares agrestes en brillante teatro de aventuras maravillosas, dignas de figurar en las mil y una noches».

¡Pobre Gabriel! El poeta por el corazón y por el pensamiento; que entendía a maravilla el lírico lenguaje de la naturaleza; que deambulaba con un libro de versos bajo el brazo por las orillas del lago, y tañía la flauta con infinita dulzura, que hubiese envidiado no sólo Marsias, sino el mismísimo Apolo, muere ahogado, víctima de la excentricidad de una liviana parisién579.

¡Ojo, poetas de nuestros días! Estad atentos a las falsas ondinas de los lagos, pues sería una pena que dieseis torpemente la vida por una de esas excéntricas mujeres de hoy que se pintan de purpurina las uñas, que fuman tabaco rubio y que beben whisky!

Don Tomás Aguiló, a quien ya hemos estudiado como poeta, cultivó también el género histórico, la novela de costumbres y la narración. El Infante de Mallorca es como una crónica novelada de este infortunado personaje, tataranieto de Jaime el Conquistador. Considerose esta obra como «invención predilecta» del novelista mallorquín. Publicose la primera parte en la Palma y reapareció con dos capítulos más en su colección titulada A la sombra del ciprés. Razones de salud obligaron al autor a ir dilatando la continuación y fin de este trabajo, sorprendiéndole la muerte antes de terminarlo. Su inseparable amigo y compañero don José María Quadrado, que prologó sus Obras en prosa y en verso580, asumió el plausible quehacer de rematarlo581. No siempre la obra preferida de un autor es la más estimable, como no siempre el hijo predilecto es el mejor.

Corresponde también al género histórico La pluma acusadora. La acción se desenvuelve en Milán, en el siglo XIV. Aguiló poseía una amplia preparación cultural para emprender esta tarea y eximirse de cualquier torpe anacronismo. El príncipe Juan Galezo, su tío Bernabó, el jurisconsulto Messer Reginaldo, y la joven esposa de éste Tadea, son los principales intérpretes de la fábula. Los caracteres no están mal dibujados. El diálogo es vivo y suelto. Aguiló manejaba bien nuestra lengua y sabía acomodarla a las exigencias del relato. Quizá algunas veces guste demasiado de la armonía y sonoridad de las palabras y muestre un poco de afectación y excesivo aliño.

Novela de costumbres es la intitulada El camino del cielo. De las tres que salieron de su pluma nos parece la mejor. Reconozcamos, sin embargo, que en ella se hacen excesivas concesiones a la casualidad. A factor como éste, del que todo novelista debe echar mano con mucha mesura, hay que atribuir el principal interés de la narración. Maese Julián, el cestero, está pintado de mano maestra. Todo nos gusta en él: su atrayente simpatía, sus facciones agradables; sus costumbres, sus ideas, sus sentimientos. Hay en la ejemplarísima conducta de este santo varón, poéticamente idealizado por su creador, una poderosa fuerza subyugadora. Cuando acabamos la lectura sentimos el alma como bañada de una luz ideal. El relato tiene pasajes muy emotivos.

Aguiló no participaba de la fórmula estética del arte por el arte. Hombre de profundas convicciones religiosas, buscaba en las obras de imaginación el medio con que despertar y fomentar en los corazones el sentimiento del bien. Su pluma tiraba más a moralizar, a establecer duros contrastes entre la hermosura moral y las deformaciones y monstruosidades de las almas encenagadas y corrompidas. A esto tienden, podría decirse sin excepción, sus trabajos breves recogidos bajo el título A la sombra del ciprés. El denominador común de tales narraciones es la ejemplaridad. Una dulce melancolía se enseñorea de la mayor parte de ellas. La tierra nativa del autor, tan llena de singulares encantos, suele ser el marco de estas fantasías. Aguiló que, como ya hemos observado, conoce bien los resortes del lenguaje, ya puliéndolo y acicalándolo, ya entreverando en él armoniosos arcaísmos, ora dotándolo de fuerza expresiva y plástica, ha escrito en estas narraciones que venimos comentando, páginas muy bellas. La pintura de Arnaldo el carbonero de la ermita, que lo mismo dirigía una yunta de mulas, que hacía dar vueltas a la rosca y levantaba solo la enorme piedra de una almazara; podaba una vid, desmochaba un olivo, redondeaba la copa de un pino, injertaba un algarrobo, abatía el trigo con la hoz, lo aventaba con la pala, punteaba un guitarrillo e improvisaba festivas coplas, es testimonio muy elocuente de cuanto decimos. No es menos notable y cautivadora la estampa que del mismo personaje nos brinda en el segundo capitulillo de esta narración, cuando de calzón corto, zapato de becerro blanco, chalequito de percal, listada camisa y el «cañuto» de la licencia colgado de un listón de seda, torna al pueblecillo donde naciera.

Si no bastara la honda y suave melancolía que trasciende de estas narraciones, reunidas bajo el título también muy significativo de A la sombra del ciprés, para descubrir el rango romántico de Aguiló, las primeras páginas de El infante de Mallorca nos revelarían el entronque de este autor con el romanticismo.

«En aquella hora taciturna y descolorida, ideas también sin color, vagas e indefinibles ruedan lentamente en la fantasía, y se reúnen en melancólico grupo recuerdos confusos de lo pasado y oscuros presentimientos de un amargo porvenir» 582. La pluma del escritor mallorquín se viste de negro crespón. Tonos, si no sombríos, llenos de tristeza, predominan en esta prosa atildada y pulcra.

Todos los críticos están de acuerdo en que las dos mejores novelas del romanticismo español son el Doncel y El Señor de Bembibre. ¿Cuál de ambas, si las comparamos entre sí, se lleva la palma? He aquí una cuestión que quizá competa más al gusto que al juicio de cada uno. No hay en estos dos libros diferencias fundamentales, que puedan influir de un modo decisivo en su valoración. Sin embargo, justo será reconocer que la novela de Larra es más fuerte y viril; que la acción es más movida y que los personajes se destacan más vigorosamente del tejido del relato. En cambio, el libro de Gil y Carrasco583 ofrece algunos pasajes de deliciosa ternura, de un sentimentalismo que, aún mirándolo con los ojos impertérritos de estos días calculadores y fríos, agrada más que empalaga, y contiene numerosas descripciones del marco geográfico en que la acción se desenvuelve, de las que se desprende un singular encanto poético.

Sirve de escenario a la fábula el Bierzo; reinan a la sazón Fernando IV, en Castilla; Felipe el Hermoso, en Francia; Don Dionisio, en Portugal y ciñe la tiara pontificia, Clemente IV. La orden del Temple ha entrado en franca decadencia. Asistimos, pues, a su ocaso, tras las últimas tentativas de sus partidarios, de salvarla. En este marco histórico-geográfico coloca el autor de La Violeta, la acción de su obra.

Don Álvaro Yáñez, señor de Bembibre, que luchó en Andalucía a las órdenes de Don Alonso Pérez de Guzmán, ama a Doña Beatriz y es correspondido por ella; pero Don Alonso Ossorio, señor de Arganza, padre de Doña Beatriz, se opone a estos amores, por estimar que es mejor partido para su hija el conde de Lemus, que también la pretende.

Doña Beatriz se resiste decididamente al mandato de Don Alonso y en la disyuntiva entre obedecer o retirarse a un convento, opta por esto último. El infante Don Juan, quiere deshacerse a toda costa del señor de Bembibre, en cuyo valor y preponderancia entre los templarios, ve un obstáculo poderoso a sus fines políticos. Prisionero Don Álvaro de Don Juan Núñez de Lara, simúlase, mediante hábil artificio del físico Ben Simuel, la muerte de aquél y como llegue la fatal noticia a conocimiento de Doña Beatriz, y revivan con tal motivo las pretensiones de Don Alonso de casarla con el conde de Lemus, acaba por ceder la desgraciada doncella. Puesto en libertad el señor de Bembibre584 preséntase ante Doña Beatriz, a quien acrimina por su deslealtad, ya que habiéndole jurado eterno amor, termina sucumbiendo a las imposiciones de Don Alonso.

Tan terrible situación muévele a alistarse en la orden del Temple, que amenazada por doquiera, ha de concitar todas sus fuerzas contra sus enemigos. En la contienda entablada perece el conde de Lemus a manos del valiente y forzudo comendador Saldaña. Pero los templarios pierden la batalla y han de someterse al fallo del Tribunal que en Salamanca se ha constituido para discernir la responsabilidad de los vencidos. Y aunque Don Álvaro obtiene favorable veredicto, el voto de castidad contraído al ingresar en la orden, opónese a que se realicen por fin sus ilusiones y las de Doña Beatriz, de contraer matrimonio.

Todas estas graves incidencias han ido minando la salud de Doña Beatriz, que acaba por enfermar de incurable y mortal dolencia. Don Alfonso, a pesar de su avanzada edad y de las dificultades que habrá de vencer, emprende el viaje a Roma, para impetrar del Papa la bula que, anulando el voto de castidad contraído por Don Álvaro, permita a éste enlazar su vida con la585 de Doña Beatriz. Pero cuando regresa el señor de Arlanza con la dispensa pontificia, es tal el estado de gravedad de su hija, que la boda se celebra en las circunstancias más tristes que cabe imaginar.

-«Sí, la perdono; -exclama Don Álvaro ante el requerimiento de Doña Beatriz, la cual quiere irse al otro mundo en la seguridad de que el que va a ser su esposo no guardará el menor rencor a quien tuvo la culpa de la desdicha de ambos- ¡así me perdone Dios la desesperación que me va a traer vuestra muerte!»


-«¡La desesperación! -dice Doña Beatriz con asombro afectuoso- ¿y por qué así? Nuestro lecho nupcial es un sepulcro, pero por eso nuestro amor durará la eternidad entera. ¡Ah, Don Álvaro!, ¿esperabais mejor padrino para nuestras bodas que el Dios que va a recibirme en su seno? ¿Concierto más dulce que el coro de serafines que me aguarda?, ¿templo más suntuoso que el empíreo? Si vuestros ojos estuviesen alumbrados como los míos por un rayo de la divina luz, seguro es que las lágrimas se secarían en ellos o que las que corriesen serían de agradecimiento»586.


Apenas efectuado el enlace, la infortunada Doña Beatriz exhala su último suspiro, con la cabeza dulcemente apoyada en el hombro de Don Álvaro. No tardó mucho en partir Don Álvaro para la Tierra Santa, decidido a entrar en un convento. Pasado éste a saco por los infieles antes de cumplirse el año de noviciado de nuestro héroe, Don Álvaro torna a la península atraído por la sepultura de Doña Beatriz, y toma el hábito de San Benito en el monasterio de San Pedro de Montes. Muerto el ermitaño de la Aquinia, lugar el más elevado y abrupto del Bierzo, sustitúyele Don Álvaro, convertido ya en un santo varón, que con su ejemplar conducta se atrae el cariño y veneración de cuantos habitan o frecuentan aquellos solitarios derrumbaderos. Y allí muere por último, siendo reconocido cuando ya el alma había roto la cárcel de su cuerpo, por su antiguo escudero Millán Rodríguez. He aquí, sucintamente contado, el argumento de la novela.

Junto a estos personajes principales, hay otros, como el cabreirés Cosme Andrada, de participación más bien episódica, pero que están reciamente tallados. Hablan el lenguaje vigoroso y tajante de las almas llenas de carácter y bizarría.

-«En cuanto a eso que decís de atarme a un árbol y mandarme azotar -añadió Andrade mirando de hito en hito al conde de Lemus- os libraréis muy bien de hacerlo, porque es castigo de pecheros, y yo soy hidalgo, como vos y tengo una ejecutoria más antigua que la vuestra y un arco y un cuchillo de monte con que sostenerla»587.


No es menos resuelta y viril la actitud del comendador Saldaña. Tras de hacer frente al conde de Lemus y forcejear ambos en lucha al parecer desigual, dada la edad provecta del comendador, exclama éste, con «voz que parecía el eco de un torrente en medio del terrorífico silencio que reinaba: -¡ahí tenéis a vuestro noble y honrado señor!»

«Y diciendo esto, lo lanzó como pudiera un pequeño canto en el abismo que debajo de sus pies se extendía»588.

Pero frente a estas resoluciones terribles, que denotan la existencia de un alma firme y corajuda, muy en consonancia con los tiempos aquellos y la agreste naturaleza que la rodea, podríamos señalar otras escenas que se distinguen, precisamente, por lo contrario, por la indecisión y el temor. Circunstancias improcedentes, a todas luces.

Intenta Don Álvaro llevarse a Doña Beatriz, para sustraerla a los proyectos de Don Alonso y del conde de Lemus, y casarse con ella. Han mediado entre los amantes unos reproches.

«-¿Queréis confiar a mí ser mi esposa, la esposa de un hombre que no encontrará en el mundo más mujer que vos?

-¡Ah! -contestó Doña Beatriz congojosamente y como sin sentido-; sí, con vos, con vos hasta la muerte -y entonces cayó desmayada entre los brazos de Martina y del caballero.

-¿Y qué hacemos ahora? -preguntó éste.

-¿Qué hemos de hacer -contestó la criada- sino acomodarla delante de vos en vuestro caballo y marcharnos lo más aprisa que podamos?»589.


Un hombre del temple de Don Álvaro, con el ánimo indeciso, inquiriendo de una mujer qué resolución adoptar en aquel trance, más rebaja que avalora la viril osadía con que había que proceder en aquel instante, y a la que parecía estar de antemano dispuesto.

Predominan en la novela los caracteres propiamente románticos. Pero no tienen ese tono tan subido, tan marcado y constante con que aparecen en las obras de López Soler, por ejemplo. No olvidemos que los defectos del romanticismo, lo que pudiéramos llamar, por darle algún nombre, exageraciones específicas, se encuentra más fácilmente en los secuaces de segundo orden que en las figuras capitales. En la poesía lírica, los hermanos Bermúdez de Castro ofrecen la misma singularidad, respecto de un Espronceda o de un Bécquer.

Se echa mano frecuentemente de los tonos sombríos, de las cosas tétricas o fúnebres. El silencio es sepulcral, la luz mortuoria, el coro del templo, oscuro y tenebroso; el ruido del viento entre los árboles, el murmullo de los arroyos, junto con algún chillido de las aves nocturnas, tienen un eco particular y temeroso590.

Dos caballeros, armados de punta en blanco, descienden del puerto de Manzanal y entran en la ribera frondosa de Bembibre. Es de día. Reina la claridad por doquiera y de consiguiente, tanto el paisaje circundante como las campanas de las aldeas próximas -campanas que se oyen distintamente unas de otras- carecen del misterio que la cercanía de la noche comunica a toda clase de escenas y sensaciones. «Pero, según el profundo silencio que los viajeros guardaban, no parecía sino que aquellos lentos y agudos tañidos, que semejantes a una sinfonía fúnebre y general por la ruina del mundo, venían de todos los collados, de las llanuras y de los precipicios, embargaban profundamente su alma»591.

Es decir, que aunque el sol esté en su cenit y nada de las cosas exteriores que nos rodean, inciten a la melancolía y a lo tétrico, el lento y agudo tañido de las campanas, semejarán una sinfonía fúnebre por la ruina del mundo. Allí donde no haya motivos de tristeza, ni de dolor, sino todo lo contrario: luz meridiana, transparencia, de seguro, del aire, poesía del sonido, en una evocación divina, en la hora de la oración, nuestra enfermiza sensibilidad obrará el fenómeno de la trasmutación, y todo tendrá ahora un hechizo y solemnidad indefinible, y los diversos sones, cercanos y vivos o confusos y apagados «derramándose por entre las sombras del crepúsculo y por el silencio de los valles, recorren un diapasón infinito y melancólico y llenan el alma de emociones desconocidas»592.

Doña Beatriz, que es un ser angelical, pero inclinado de continuo a la melancolía, sumido en el dolor de su infortunio, tanto en lo que toca a la irrealización de sus sueños, como a su débil y dañada naturaleza, razonará así: «Mi ventura se fue con las hojas de los árboles el año pasado; ¡ahí están los árboles llenos de hojas!; yo les pregunto: ¿Qué hicisteis de mi salud y de mi alegría?; pero ellas se mecen alegremente al son del viento, y si alguna respuesta percibo en su confuso murmullo, es un acento que me dice: El árbol del corazón no tiene más que unas hojas, y cuando llegan a caerse se queda desnudo y yerto como la columna de un sepulcro»593.

Sin embargo, en el alma de Doña Beatriz no hay un solo poso de escepticismo. Su tristeza es la tristeza doliente y resignada de los que creen que esta vida no es término, sino paso hacia otra mejor. La luz de la fe, avivada por el soplo del dolor, brilla en el tabernáculo de su conciencia con encendidos fulgores. Doña Beatriz experimenta como una especie de arrobamiento místico. Ama a Don Álvaro, pero no le ama ya con ese amor que, aunque por razón de su propia fuerza, nos parezca inextinguible, es a pesar de todo cosa humana y perecedera. Su pasión tiene ya tangencias celestiales; hay en él algo de eternal y divino. Ve otras imágenes que no son de esta vida. «Nuestro lecho nupcial es un sepulcro -exclama Doña Beatriz como hemos observado antes- pero por eso nuestro amor durará la eternidad entera». Dios será el padrino de estas bodas. Las arpas de los ángeles sonarán en obsequio de los contrayentes. El cortejo estará integrado por un coro de serafines. La ceremonia nupcial tendrá por templo el empíreo. Un rayo de divina luz alumbra los ojos de Doña Beatriz, la cual, en su ufanía por enlace verificado en circunstancias tales, reprochará a Don Álvaro su ceguera, pues de alumbrar sus ojos la misma luz sobrenatural, «seguro es que las lágrimas se secarían en ellos o que las que corriesen serían de agradecimiento».

Todo este pasaje del libro es muy bello. Alienta en estas páginas el alma del poeta -que esto es el autor principalmente: un tributario de las musas, aun cuando su ofrenda haya preferido ahora la prosa a la dicción poética.

Hemos notado antes con qué vigor, con qué señorío hablan los personajes de la novela cuando la pasión les caldea el ánimo. No estará de más que insistamos sobre este particular.

Los hombres de armas del Temple encuéntranse en presencia de Doña Beatriz, Don Alonso, conde de Lemus y criados de la noble casa de Arlanza. El debate entablado entre unos y otros ha sido muy violento. Don Álvaro reprocha a Doña Beatriz su infidelidad y al conde de Lemus su impostura: «-Y ahora, don Villano -dice Saldaña con ira al conde- ¿qué merced esperáis de nosotros, si no es que con una cuerda bien recia os ahorquemos de una escarpia del castillo de Ponferrada, para que aprendan los que os asemejan a respetar las leyes de la caballería?»594.

Más adelante, el comendador Saldaña dice a Don Álvaro que Doña Beatriz ha dado su mano al conde de Lemus.

«-[...] no fui yo testigo de los desposorios, pero todo el país lo sabe y... -Y todo el país miente -replica Don Álvaro sin dejar de concluir la frase-. Decidme que dude del sol, de la naturaleza entera, de mi corazón mismo, pero no empañéis con sospechas y con el hálito de mentirosos rumores aquel espejo de valor, de inocencia y de ternura»595.


Cuando los personajes callan y el autor pinta el exterior de las cosas o los estados de ánimo, no es menos vigoroso y plástico su lenguaje:

«Por uno de aquellos accidentes atmosféricos frecuentes en los terrenos montañosos, una ráfaga terrible de viento que se desgajó de las rocas negruzcas de Ferradillo comenzó a barrer aceleradamente la niebla»596.


«Por fin estaba solo, (Don Álvaro, tras de leer algunos fragmentos de aquella especie de diario íntimo de Doña Beatriz) y nadie, sino Dios, era testigo de su flaqueza; pero las lágrimas, que tanto alivian el corazón de las mujeres y los niños, son en los ojos de los hombres alquitrán y plomo derretido»597.


El paisaje leonés, de la región del Bierzo, tiene en la pluma de Enrique Gil la medida, el tono y la valoración poética que le corresponde. Al tratar de los versos de este cantor de la violeta, ya hicimos notar los elementos pictóricos que había tomado de la naturaleza. Y ahora, sin las trabas del metro y del consonante, que restringen sin duda alguna nuestra capacidad creadora, pues los moldes de la prosa son menos rígidos, el Boeza y el Sil, el lago azul y trasparente de Carracedo, cruzado por bandadas de lavancos y gallinetas de agua que tras de describir amplios círculos se precipitan en los espadañales de la orilla; el murmullo del Cua; los montes y viñedos del Bierzo; los agudos y encendidos picachos de las Médulas, desfilan ante el lector con todas las propiedades características de su luz, de su color y de su agreste majestad.

El paisaje en esta novela es un personaje más y no el menos importante. El autor busca estos fondos pictóricos, estas perspectivas de la naturaleza para destacar más emotivamente los estados de ánimo y las situaciones. La primavera y el otoño, con su pompa y su sobriedad, con su paz idílica o con sus días turbios y desasosegados, va enmarcando a los personajes en sus alegrías o en sus atribulaciones. Enrique Gil se complace en estas pinturas de parajes que le eran tan conocidos. Nos598 los ofrece con descriptiva prolijidad y habituación. Si se nos permite una observación, diremos que ni los personajes, ni el espacio doméstico en que se mueven, están pintados con tanto esmero y riqueza de detalles. Insistamos sobre este extremo. Gil y Carrasco describe así el aposento del abad de Carracedo. Subíase a él por una escalera de piedra, adornada de un frágil pasamano. Una reducida, pero elegante galería le daba entrada. Recibía luz de una cúpula bastante elevada y de algunos celados rosetones. El aposento tenía ligeras columnas, arcos arabescos y un techo de primorosos embutidos. ¿Y los muebles? De los muebles todos sabemos que eran «ricos, pero severos». Tampoco sabemos cómo eran los que había, sin duda, en la cámara de Don Juan Núñez de Lara, en su castillo de Tosdehumos, o en la sala de los señores de Arganza, en que Doña Blanca parece sumida en dolorosa distracción y su hija Doña Beatriz acaba de dejar y tiene a un lado el arpa con que ha procurado divertir sus pesares. Únicamente conocemos un detalle con relación al moblaje, que Doña Blanca estaba «recostada sin fuerzas en un gran sillón de brazos».

No se da la misma parquedad en cuanto se refiere al indumento de los personajes, a sus armas, a ciertos utensilios propios de sus actividades respectivas; etc.: petos, espaldares, corazas, celadas, flechas, cuernos de caza, bandoleras, neblíes, halcones o gerifaltes encaperuzados, galgos, clarines, gaitas, tamboriles, añafiles, cofres... Pero aun cuando todos estos elementos vengan a enriquecer la novela en su aspecto arqueológico, no entran, ni con mucho, en la proporción en que la naturaleza del Bierzo contribuye a la total valoración estética de El Señor de Bembibre599.

Las comparaciones sirven generalmente para destacar más determinadas particularidades de las personas o de las cosas. La comparación que realiza este objeto, tiende a la hipérbole, pero sin que en ningún momento se rompa el vínculo de afinidad o relación que existe entre lo que se compara.

«Cuando los pájaros cantaban por la tarde -exclama Don Álvaro, refiriéndose a su amada Beatriz- sólo de vos me hablaban con su música; la voz del torrente me deleitaba, porque vuestra voz era la que escuchaba en ella».


¿Qué semejanza puede haber entre la voz de un torrente y la de una doncella, máxime si se pinta a ésta tan ideal e ingrávida que parece más hecha de ensueño que de carne y hueso? Por mucho que esforcemos la imaginación nunca nos será dado establecer la menor afinidad entre el Cedrón, por ejemplo, y la voz con que la hija de Portinari iba indicando a Dante el camino del Paraíso.

Son muy frecuentes los descuidos de lenguaje que padece Gil y Carrasco, como a seguido vamos a ver. Y estos lunares o impurezas que tanto afean una obra, si son imperdonables en cualquier escritor, lo son mucho más en un poeta, acostumbrado a macerar y pulir la elocución.

Repeticiones en el breve espacio de dos o tres líneas, de palabras que no se desemejan entre sí más que por un prefijo, como cargaba y descargaba, o por una variante verbal, como estaban y estaba, extendieron y extienden, o por una desinencia, como puro y purísima, o que no se diferencian en nada, como en los casos siguientes: «[...] la opresión que sentía en aquellos momentos; otras veces sentía correr un fuego abrasador [...]»; «[...] las huestes por todas partes se iban juntando, y de ambas partes [...]»; «[...] estaba el Maestre sentado en una especie de trono, y más abajo, en una especie de semicírculo [...]», etc.

Se ha dicho ya, que el antecedente literario de El señor de Bembibre es La novia de Lammermoor, (The Bribe of Lammermoor, de Walter Scott. Así es en efecto. Gil y Carrasco siguió en su novela el plan general de la del escritor escocés600. Imitó algunos episodios y tomó de los personajes determinados rasgos o singularidades. Nada de esto, como decimos, fue casual, sino deliberado; pero ¿pueden tales circunstancias constituir un peligro para la reputación literaria de nuestro autor? La originalidad ofrece siempre un ancho margen. Si nos detuviéramos a considerar ciertas semejanzas como dañosas para el pudor de quien incurre en ellas, no habría en la república de las letras hombre alguno que pudiera presentarse sin rubor ante sus jueces. No propugnamos, naturalmente, el saqueo literario. Ni siquiera la incontinencia para moverse dentro de un terreno vedado, sino que nos limitamos a poner de manifiesto este fenómeno habitual y rechazar el concepto que inspira de ordinario la crítica gruñona.

La originalidad que no está en el plan, puede estarlo en los caracteres; en determinadas situaciones; en el estilo; en el tono general de la obra; en su calidad estética. El Fausto de Goethe, siempre alcanzará nivel más alto en la estimación del público docto, que el de Marlowe o que el Manfredo de Lord Byron. A veces, lo que nos parece una imitación, no es más que una semejanza genérica. Recordemos si no la naturaleza picaresca. El plan general de una obra se copia. Reproducimos mecánicamente unas líneas capitales. La facultad creadora está inactiva. No interviene para nada en este menester. Pero si colocamos dentro de esos límites personajes que, aun moviéndose con arreglo a una predeterminada pauta, tienen vida propia, carácter específico, distintivo, rasgos no tomados de aquí ni de allá, sino nacidos en el personaje mismo, habremos sido originales. Porque la originalidad absoluta fue un mito, apenas desarrollado el arte literario. Sólo la originalidad relativa admite grados.

La traza moral del señor de Bembibre, nada o muy poco tiene que ver con la de Ravenswood. Muestra éste un carácter grave, adusto, incluso sombrío. Es hombre de turbulentas pasiones; hosco y cerril; inclinado a la rebeldía más que a la obediencia, si bien en el fondo de su alma crece, un poco selváticamente, la flor de la bondad y del sentimiento.

Don Álvaro no es más que un ser infortunado a quien el destino coloca en trance muy triste y doloroso. No tiene el alma bravía de los individuos que desgajados de la sociedad por un hado adverso, sienten cualquier deseo menos el de volver a ella. Sus arrebatos e intemperancias no son constitutivos, sino contingentes. Proceden de esa mala fortuna que le va entorpeciendo el logro de sus pretensiones. De aquí que sea tan imposible intentar establecer entre ambos héroes, con tales elementos psicológicos, cualquier especie de paralelismo, como lo es también el pretender demostrar que el radio es mayor que el diámetro.

Beatriz tañe el arpa; Lucy, el laúd. Ambas doncellas son hermosas y delicadas; desdichados sus amores y trágico el final de sus vidas. Mueren, como Desdémona, como Julieta, en la plenitud de la mocedad. Pero si, apartes estas semejanzas, pretendemos verlas salidas de un mismo molde, habremos incurrido en grave error. Sus reacciones espirituales son diferentes. Lucy es una pazguata. Como todos los espíritus débiles, tiene, en situación desesperada, una reacción violenta. Sin embargo, en el curso de sus amores con el Master de Ravenswood, su nota más singular es la pusilanimidad. Beatriz, por el contrario, arrostra con decisión y valentía los trances difíciles, mas se inclina ante la muerte, como una derrota del destino.

Entre los demás personajes, la distancia borra la más pequeña afinidad. Millán, escudero de Don Álvaro, nada tiene que ver con Caleb, el viejo criado de Ravenswood. El fanfarrón Craigengelt, que de los personajes secundarios de la novela de Walter Scott quizá sea el mejor pintado, está del todo ausente de las páginas de El señor de Bembibre. Ningún parecido existe tampoco entre el conde de Lemus y Bucklaw, aun cuando las situaciones de ambos sean análogas, ni entre los padres de Beatriz y los de Lucy, si bien, trocados los papeles, adoptan actitudes semejantes. En la obra de Gil y Carrasco, la madre de Beatriz, Doña Blanca, protege en cierto modo los amores de su hija con Don Álvaro, mientras que Don Álvaro, el padre, se opone a ellos resueltamente. Al revés de lo que sucede en la novela de Walter Scott, que es la madre, Lady Ashton el principal obstáculo de Ravenswood, y Sir William Ashton, padre de Lucy, el aliado de ésta.

Doña Beatriz, Don Álvaro, son católicos, pero este último pertenece al Temple: orden perseguida en aquel tiempo por la más alta dignidad de la Iglesia. Lucy es presbiteriana y el Master de Ravenswood, episcopal. La señal de compromiso matrimonial entre Lucy Ashton y el Master, es una moneda partida en dos. Cada amante se lleva una mitad. Doña Beatriz entrega como prenda a Don Álvaro un anillo y una trenza de «sus negros y largos cabellos».

Anotados quedan los parecidos y las desemejanzas. Insistimos en que la subordinación de Gil y Carrasco al novelista escocés, es una subordinación genérica. Hay un denominador común en las novelas románticas, cualquiera que sea la nación en que hayan sido escritas. El germen de melancolía, pronto a prosperar y desarrollarse, que alienta en el corazón de sus héroes. La altivez, la soberbia; el elemento sombrío, ya psicológico, ya material: los caracteres y las cosas; los amores infortunados; la caza, las justas, los combates. La facilidad para desmayarse las mujeres; y la propensión de los hombres a encolerizarse por el más fútil motivo. Todos estos factores, que entran de lleno en el género caballeresco, integran un denominador común al ensamblarse a lo largo de una fábula. Las obras nos parecen iguales entre sí. Sospechamos que se trata de un plagio, mejor o peor disimulado. Pero se trata, tan sólo, de un género, en que sin copiarse unos a otros deliberadamente, se copian a pesar de todo.

Si hemos huido de establecer paralelo alguno entre las dos obras que acabamos de analizar, menos habremos de trazarlo respecto de sus autores. Walter Scott fue un novelista muy fecundo, dotado de brillantes cualidades para el género histórico y de costumbres, que cultivó. Supo mantener el carácter de sus personajes, no haciéndolos caer, por tanto, en debilidades, ni contradicciones. Están tallados de modo más vigoroso que los de Enrique Gil, que no compuso más que una novela y que si sostuvo la tónica moral de algunos, como el comendador Saldaña y el agreste Cosme Andrade, a otros, como Doña Blanca, la madre de Doña Beatriz, les dejó incurrir en torpes debilidades, según ya ha observado atinadamente la crítica601. Y lo mismo que cuando las cosas oscilan ante nuestros ojos, se hacen más confusas o borrosas, sin que lleguemos a descubrir con precisión su forma y singularidades, cuando los caracteres se muestran también oscilantes, se desdibujan hasta perder aquella calidad moral y consistencia verdadera que han de tener, si pretendemos cumplir con ellos un fin estético.

La nota más peculiar de Enrique Gil fue la ternura de los sentimientos. Era un poeta, y el caudal lírico que llevaba dentro, se le trasvasaba a los libros cualquiera que fuese la naturaleza de estos. Otra característica suya, la propensión a lo descriptivo. Sentía los paisajes que le rodearan en sus mocedades y vacaciones; las montañas, los ríos que discurrían entre ellas, lamiendo su base, y el cielo; magnífico dosel de hermosura tan agreste y viril. Este sentimiento casi idolátrico de la naturaleza está bien patente en sus versos, como ya hicimos notar a su debido tiempo, y en las páginas de la novela que acabamos de comentar. La tendencia romántica a poner un tono sombrío o amargo en las cosas, frustró muchas veces la auténtica realidad histórica del paisaje. Pero esto era una manía de escuela de la que pocos se salvaron, por no decir ninguno.

Algún crítico ha hablado de las novelas de Enrique Gil, añadiendo al Señor de Bembibre, El Maragato, El pastor trashumante, etc. No creemos acertada la inclusión de estos títulos en el género novelesco. El poeta del Bierzo no compuso más que una novela. Los Maragatos, no El Maragato, El pastor trashumante, Los montañeses de León, Los Pasiegos, etcétera, son bocetos literarios, artículos de costumbres, en los que el autor, muy inclinado a la observación de los tipos y de las cosas, describe unos y otras en estilo fluido y ameno, y con relación a determinadas comarcas españolas que le eran conocidas. Así van desfilando ante nuestros ojos las arracadas, la saya, los chapines y las abarcas de cuero de las pasiegas; el coleto de piel, almilla, chaleco, cinto con canana, calzones y zapato con botón, de los maragatos; y el cuévano, y el dornajo de leche, y la mazorca de maíz, juntamente con las nieves y ventarrones de la Babia, y los montecillos cenicientos de roca caliza, y los vapores que levanta el sol del estío de estos húmedos campos, un poco semejantes a ciertos paisajes del Norte.

El anochecer en San Antonio de la Florida es una narración muy romántica y de cierto valor autobiográfico, por cuanto nos revela el carácter del autor. El héroe, que, como decimos, es Enrique Gil, tañe una lira de ébano, canta a su amada unos versos llenos de melancolía y besa con adoración la punta de su velo. La amada es un ser ideal, etéreo, que sube a los cielos, desciende a la tierra para sentarse a la cabecera de su amado, «bajo el semblante de una musa tierna y melancólica»; le muestra el pasado puro y virtuoso, le corona con las primeras flores de la esperanza y le quiere con un amor que «es como las lámparas del cielo que nunca se acaban». Toda esta acción romántica, más soñada que vivida, se desenvuelve principalmente en la ermita de San Antonio de la Florida. Entre sombras, música de arpas de oro y tañidos de campana, que en la hora crepuscular recuerda a los fieles la incertidumbre de la vida y les llama a orar sobre los muertos.

Ni por sus obras dramáticas, escritas algunas de ellas en colaboración con celebrados autores, como don Luis de Olona602, López de Ayala y Núñez de Arce603; ni por sus novelas, a las que vamos a dedicar seguidamente unas líneas, perdura el recuerdo de don Antonio Hurtado en la memoria de los doctos.

Tentáronle, como era natural, los géneros literarios que predominaban en su tiempo: el teatro, la novela y la poesía narrativa. Pero fue en ésta, con sus leyendas de los siglos XVI y XVII, y principalmente con las intituladas Muerte de Villamediana y La Maya, donde obtuvo más merecido éxito. Nadie recuerda hoy, de no ser bibliófilos o eruditos, El anillo del rey, su escenificación de El curioso impertinente, El toisón roto, etc., ni sus novelas El Velludo, Cosas del mundo, Lo que se ve y lo que no se ve y Corte y Cortijo, premiada en 1870 por la Academia Española. En cambio no habrá lector culto que habiendo leído las leyendas de Zorrilla y los romances históricos del duque de Rivas, no complete sus conocimientos en el género con el Madrid dramático, de Hurtado.

El Velludo publicose en 1843. Estando el romanticismo español en todo su apogeo y siendo tan fáciles de imitar siempre en cualquier escuela literaria sus defectos y exageraciones, no puede sorprendernos que la breve novela de aquel título nos muestre en grado superlativo tales particularidades. La acción, sombría y truculenta, se desarrolla en Mérida y sus inmediaciones. Fernando, el protagonista, condenado a morir en la hoguera, muere de moral sufrimiento un momento antes de que el ejecutor de la justicia cumpla el terrible mandato; y Blanca, la amada del Velludo pierde el juicio y entrega su alma a Dios, varios días después de expirar Fernando. El lenguaje, de descuidada sintaxis, está muy recargado de negros tonos y fúnebres imágenes.

Tres años más tarde vio la luz en el folletín de El Español la segunda novela de Hurtado: Cosas del mundo. En 1849 se habían hecho ya tres ediciones de esta obra. Algunas de las ilustraciones que aparecen en la tercera edición armonizan por su traza espeluznante con el asunto del libro. Hay en éste amores culpables e infortunados, desafíos, invitación al suicidio, semblantes cadavéricos, labios lívidos y convulsos por la cólera, rostros, amoratados, cabellos en completo desorden, ojos vidriados que giran presurosamente como centellas. El protagonista, Julián Campo-Frío, ciego de coraje aprieta en forma tal entre sus vigorosos brazos a un amigo suyo, que le hace «reventar la sangre por la boca». Julia es odiosa. No cabe en un alma humana dosis mayor de liviandad y de perfidia. Los periódicos de la época publican gacetillas inverosímiles. Discurren los personajes cosas inusitadas y sus reacciones psíquicas rompen los límites de lo natural y verdadero.

Llamose a este libro por el autor, novela de costumbres. Pero la pintura de aquella sociedad, que en el fondo no era peor ni mejor que la nuestra, salvadas todas las distancias formales y psicológicas, está mediatizada por las exigencias de un credo literario, cuyos excesos y demasías, como ya queda dicho, era lo más accesible a los innovadores. No creemos que en tales tiempos hayan existido ni personajes como los que aparecen en estas páginas, ni costumbres como las que en ellas se describen. Tan abultados son los trazos, que degeneran en una caricatura dramática, sin que el espejo de la novela devuelva al lector la imagen verdadera de las cosas.

Cuando apareció Corte y Cortijo habían quedado muy atrás las extravagancias del romanticismo. En 1870, año en que sale de molde este libro, el autor tiene ya nueve lustros cumplidos de existencia. Los ardores juveniles han pasado; la moda literaria se ha hecho menos tiránica. El arte de la novela va evolucionando hacia lo real. Y aunque la psicología de los personajes muéstrese todavía poco vigorosa; se siga abusando del diálogo; haya excesiva paja en el desarrollo de la fábula; se prolonguen desmesuradamente los parlamentos y trascienda aún de las páginas cierto candor constructivo, los afectos son más naturales y las costumbres están mejor observadas, sin las «intransferencias» de un romanticismo cerril y estrepitoso. Claudio, Carolina, Luisa, Don justo, el Cura, el Médico, el Maestro, tienen más contenido humano, están dibujados con trazos más verídicos. Sus gestos, sus palabras, sus reacciones, sus actitudes se desemejan menos del natural desenvolvimiento de la vida. El lenguaje no muestra ya los tonos sombríos y lúgubres que adoptara en las otras dos novelas que acabamos de comentar, y las ilustraciones de Valeriano Bécquer, difieren mucho, por la dulce y amable expresión de las figuras, de la hosca y desatentada pintura con que Irrabieta y Saynz dan forma visible a los personajes de Cosas del mundo.

Entre la aparición de esta obra y la de Corte y Cortijo, publicose en el folletín de La Época, el ensayo de novela psicológica Lo que se ve y lo que no se ve604. Ya había salido al público la primera parte de De Villahermosa a la China, de Pastor Díaz605. Nuestra literatura triunfó pocas veces en esta clase de libros. Las disecciones del alma humana si no nos han estado vedadas del todo, han constituido un empeño casi inaccesible.