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ArribaAbajoEl desafío de Lévinas

Miguel García-Baró


Universidad Complutense

1. Sigue siendo verdadero el dictum de Bergson: un pensador original enuncia, en realidad, tan sólo una cosa, una verdad, una perspectiva. La originalidad y el interés de ese pensamiento -que será siempre de alguna manera verdadero, si realmente ha constituido el corazón vivo de una existencia humana- se miden por la alteración que introducen en la masa de aquellas ideas y aquellas creencias que son el lector, el oyente.

La Francia de postguerra ofrece el más atractivo paisaje filosófico a lo largo y ancho del mundo. Y una porción muy grande de tales riquezas se debe a la original asimilación de la fenomenología, en un suelo preparado por la actividad de Maurice Blondel, Henri Bergson y Léon Brunschvicg. Lévinas fue el mediador esencial de esta reinterpretación francesa de Husserl, Scheler y Heidegger; y durante muchos años no fue Lévinas sino eso en el mundo de la filosofía.

En 1961, la situación se alteró repentinamente, cuando apareció, como octavo volumen de la serie Phaenomenologica, la primera obra   —22→   maestra del director de la Escuela Normal Israelita Oriental, que vivía, a sus cincuenta y cinco años, al margen de la enseñanza universitaria parisina.

No puede decirse que ese libro, Totalité et Infini. Essai sur l'Extériorité, contenga ya a todo Lévinas; ni siquiera cabe afirmar que presente de manera perfecta el pensamiento que está en la raíz de la perspectiva, profundamente nueva y tradicional al tiempo, que es ahora, ya muerto, Lévinas. Pero sí es cierto que las otras dos obras filosóficas mayores, Autrement qu'être ou Au-delà de l'essence (1974) y De Dieu qui vient à l'idée (1982) -provenientes de la reunión de estudios concebidos, con frecuencia, independientemente-, sobre todo precisan y expanden los núcleos de fuerza del primer libro -el cual, a su vez, es mucho más claro que los breves textos que lo habían precedido, en una cadencia muy tranquila-. Y en cuanto a las lecciones de exégesis talmúdica, que constituyen la otra mitad de la obra de Lévinas, el filósofo vuelve a encontrar en ellas la misma labor de precisión y expansión, de aplicación, en ocasiones, de las cuestiones clave de Totalidad e Infinito. Lo que hallará de más nuevo es la evidencia de la conexión vital de la filosofía de Lévinas con la tradición rabínica de sus antepasados lituanos, los mitnagdim, terribles adversarios de la propagación, tan rápida y victoriosa fuera de Lituania, del movimiento jasídico, en las últimas décadas del XVIII y las primeras del XIX. Y, sin embargo, Lévinas ha regresado a esta raíz sobre todo inducido por Franz Rosenzweig, el pensador de origen hegeliano que resolvió no integrarse en la Academia alemana, sino revitalizar una tradición que apenas le había llegado a él viva.

Ése es el primer aspecto admirable de Lévinas: el espectáculo de coherencia, de una cierta plenitud de sentido personal unificado, que apenas parece cosa de nuestra época. Y esto, en un testigo demasiado próximo a la Shoá del judaísmo europeo.

El segundo aspecto notabilísimo de este hombre y de su obra es la radicalidad de su desafío a la manera griega de pensar, que va de la mano, sin embargo, de la decisión de hacer hablar en griego a los viejos textos judíos, ya tantas veces inexpresivos, no leídos de veras.

Esta radicalidad es el umbral de Totalidad e Infinito. Al mismo tiempo, es la mejor expresión del núcleo nuevo de la perspectiva aportada por Lévinas a nuestro tiempo.

2. La forma griega del pensamiento está iluminada por la revelación del ser o la verdad del ser, esto es: por la patencia de aquello a cuya   —23→   luz se manifiesta la totalidad de las cosas, de los entes que realmente son. De lo que se trata es de vivir a esa luz, que disipa las sombras de la existencia enredada en la participación mítica del hombre en la divinidad. La theôría, la visión clara y, por principio, pública de la naturaleza de cada ente, es reconocida como la forma suprema de la vida humana. Y, en la medida en que la filosofía va adquiriendo conciencia de que la Physis por ella revelada requiere una sustancia separada, inductora de todos los cambios pero no sometida a ninguno, tanto más va acrecentándose la confianza en que la excelencia del ser del hombre se realiza sólo en la contemplación de la verdad sobre lo real (theología), puesto que nadie podrá pretender que la relación que nos cabe establecer con esa sustancia supremamente divina (por inmortal y desprovista de afecciones y pasiones) es de alguna manera práctica o poyética, además de ser, por cierto, teorética.

El ser predelinea el contorno de toda posibilidad y de toda verdad. El discurso capaz de intercambio en el ámbito abierto y general del Estado es la única enunciación de la realidad de la Naturaleza tal como ella es en sí misma. Y la entidad de la Naturaleza es la ley inflexible, acatada universalmente, pero, en el caso único del animal que posee de suyo el discurso, susceptible, además, de ser reconocida como tal.

Hay, pues, la divina Totalidad de lo real, regulada por la Justicia que habita junto al dios más alto -el cual quiere y no quiere recibir el nombre tradicional de Zeus-. Cuanto existe no es más que un fragmento en este todo sagrado; si bien cabe distinguir esferas, órdenes jerarquizados de la realidad, y, en su interior, seres que existen con más o menos independencia (y el máximo de independencia equivale al máximo de obediencia a la Ley mediada por el conocimiento, por el discurso).

3. Lévinas ha aprendido en Heidegger a mirar directamente al centro vital de la concepción griega o filosófica del mundo. Éste es la peculiar visión de la verdad de lo real que acabamos de revisar brevemente -no necesitamos describir con gran detalle aquello que ya nos es tan familiar que apenas si podemos representarnos que no sea obvio, evidentísimo, para todos y en todas las circunstancias históricas imaginables-. La mirada de Lévinas, cargada de sabidurías que no han nacido en Grecia, diagnostica, en la página inicial del prefacio de Totalidad e Infinito, que esa aprehensión inicial de la verdad y del ser que Grecia introdujo es, sencillamente, «que el ser se revela como guerra»; que la guerra es aquí «la patencia misma -o la verdad- de lo real». Pues, en efecto, nada es real si no es capaz de desgarrar las   —24→   ilusiones, los sueños, las imágenes y los discursos provisionales de los hombres. Reconocemos la realidad, según decimos, en toda su crudeza, justamente allí donde lo terrible arrasa nuestras esperanzas. Pero el nombre propio de lo terrible es la guerra, porque la virtud oscura de la guerra es suspender la más fuerte de las plazas fuertes del hombre: la moral.

Cuando el pensar griego, cruzado ya largos siglos con la experiencia cristiana de la historia, alcanza el estadio de espléndida madurez que es la filosofía clásica alemana, Kant llega a prescindir por entero de la divinidad de la Naturaleza (o sea de la propia posibilidad de construir una teología física o natural); pero aún conserva un papel ontológico esencial a la Necesidad, sólo que únicamente a la necesidad práctica, reflejada en el sentir del hombre como respeto a la santidad de la ley moral. Lo que la inteligencia reconoce como teoréticamente necesario no es, en última instancia, sino la propia constitución de la razón finita (la esencia del Yo, como explica Fichte); pero esto quiere ya decir que la necesidad teorética (la necesidad de la ciencia) no debe seguir siendo interpretada como un signo de la naturaleza de Dios. El entendimiento finito no está autorizado a conocerse como intellectus ectypus, o sea como participación -y, por ello, signo- del intellectus archetypus de Dios, el Conocedor perfecto, el Ingeniero universal.

Sólo la necesidad práctica es santa, afirma Kant. Sólo la idea no autocontradictoria de una voluntad absolutamente obediente a la ley moral y en la que no haya pugna entre el deber y la inclinación egoísta como fundamentos de determinación del querer, es la idea del Santo, del tres veces santo; porque sólo ese ser racional y libre ha excluido a limine dar entrada en el ámbito de sus motivaciones al egoísmo. En cambio, nuestra humana conciencia de constricción del apetito egoísta bajo la ley moral significa que ya siempre somos nosotros de condición bien opuesta al Santo: libremente nos hemos dejado llevar de la propensión al mal, y ya antes de toda culpa que podamos recordar somos responsables -y culpables- de esta constante posibilidad de adoptar una máxima general para nuestra acción determinados por el egoísmo (de hecho, la situación es tan grave que no sabemos conocer jamás qué motivación nos impulsa, por más convencidos que creamos estar en ocasiones de obrar lo justo puramente por respeto al deber).

Lévinas piensa que la guerra, que asistió al nacimiento del epos homérico -en el que el mito empieza a morir de teoría-, ha revelado cada vez más plenamente su rostro verdadero. La Shoá quizá sea la   —25→   manifestación definitiva de este monstruo. Y esta manifestación dice que la guerra es la suspensión de la necesidad del imperativo moral, que Kant creyó categórico. Mejor dicho: la guerra, experiencia fundacional, pero también permanente consecuencia -como la técnica, su hermana- del pensar griego, no permite el pensamiento auténtico de la moral, como no permite el pensamiento de la paz verdadera. La moral, en el ámbito de la experiencia griega de la verdad, aun depurada en la sistemática ya casi no griega de Kant, es aún concebida en tal forma que, esencialmente, por principio, puede ser suspendida por algo. Evidentemente, sólo por aquello único, la Realidad, la Totalidad, que aun es más fuerte que la libertad ilustrada del hombre. Si la moral kantiana expresa el punto más alto al que puede llegar el pensamiento del Bien en suelo griego, entonces todavía es algo sometido a una legalidad más poderosa: al Poder mismo, a la Guerra, a la Verdad del ser que no tiene piedad de ningún fragmento, de ningún hombre que intente atrincherarse en su ilusoria individualidad. Donde no caben sino partes del Todo, no hay individuo absoluto y no hay, por ello mismo, abrigo definitivamente seguro contra la Guerra. No hay la Paz, no hay el Bien; hay, aún, el Ser.

4. ¿Qué puede significar, en tal caso, lucidez? ¿Cuál es el ideal de la filosofía, en el interior de semejante régimen ontológico? Pues la filosofía se define por su ideal, no por la imitación de algún modelo preexistente. La filosofía es el afán de la experiencia de lo que aun se ignora: trasladarse hasta el final de la verdad, no dejarse engañar por nada, vivir sólo de verdades. Parece que Grecia contribuye al patrimonio de la cultura humana también donándole la posibilidad del escepticismo, de la crítica sin piedad de cualquier tesis conquistada, del despego de todos los apegos a lo tradicional. ¿No es el punto de vista escéptico el contrapeso de la experiencia de la realidad como guerra, más bien que su necesario complemento?

Lévinas ha reconocido que, en gran medida, así es; que hay, en efecto, rasgos de la experiencia humana que son suficientemente generales como para traspasar -o exigir de suyo esta trascendencia- las fronteras de un mundo cultural en su peculiaridad, ya sea éste Grecia, ya sea Israel.

Así sucede en este caso. El hombre ansía encontrar lo Nuevo, lo Otro de sí mismo. Reconoce, aunque sea oscuramente, que la permanencia inactiva en la situación actual -sea ésta cual sea- es antes un riesgo mortal que un descanso o la paz. La vida es pregunta y búsqueda, y realmente, como el Sabio griego dijo en la ocasión más solemne,   —26→   no es vivible una vida sin examen de sí misma. El movimiento implicado en esta actitud esencial es una marcha, un esbozo de Pascua, una retirada -quizá, una evasión del Ser, una fuga de Egipto, donde, sin embargo, se tiene asegurado el pan-. El hombre se despega, lúcido, escéptico, exigente, para emprender viaje a algo que lo solicita. Una cierta experiencia del mal presente suscita o reaviva la impaciencia por el bien.

5. Entre Sócrates y Platón, dentro de la esfera misma del corpus literario platónico, se marca la diferencia que delimita sutilmente dos actitudes que planteamientos menos finos tenderán a hacer opuestas. Platón concibe la llamada del Bien como sugerencia evocativa del Ser patrio al que se pertenece ya siempre y del que la ignorancia y la pereza cotidianas (condensadas en el símbolo órfico del sôma) nos mantienen dolorosamente apartados. El deseo del Bien es, más bien, necesidad del Ser, y, por lo mismo, la crítica de lo que hay no es escéptica, sino que es la antesala de la metafísica: de la conciencia explícita de que el hombre posee una tenacísima vinculación, en el centro del yo racional y libre, con el Ser que luce al exterior de la cueva. Cuando pensamos -ingenuos prisioneros que acaban de soltar la cadena y empiezan a explorar el antro al que están atados por la costumbre- que vamos hacia la sabiduría y hacia la muerte como hacia lo nuevo y lo otro, aún estamos en el principio del lejano reconocimiento de que, en verdad, marchamos hacia lo más antiguo, regresamos a la antevida como forma auténtica de la ultratumba. Morir es desnacer, en efecto, y, así, despertar por fin del sueño lleno de enredos de la vida.

Sócrates, en cambio, sólo sabía que él, único entre los atenienses y quizá entre todos los griegos de su tiempo, ignoraba qué es realmente la muerte, o sea la meta del viaje hacia la Experiencia, hacia la Sabiduría, hacia el Bien. El sabio escéptico -en una acepción más comprensiva e interesante del término que la que tuvo en la escuela escéptica helenística- no puede darle su nombre verdadero al imán que polariza su existencia. Ve el sentido, pero eso mismo le hace callar sobre la naturaleza de la luz que ha incitado todo el trabajo. Es verdad que sólo acierta a representársela en conceptos que siguen atados a la forma religiosa y política nacional; pero insiste heroicamente en el silencio, la pobreza, la pregunta que no se deja detener por ninguna respuesta.

Sócrates y su escepticismo son el vínculo de Lévinas con Grecia, reconocido de más cerca en la crítica ética de Kant a la metafísica (Hegel, el Platón del Sócrates Kant, es el gigante en cuya destrucción   —27→   trabajaron ya otros maestros que preceden a Lévinas: Kierkegaard, Nietzsche, Rosenzweig). Lévinas quiere respetar la integridad del movimiento filosófico hacia el ideal: la superación del mundo de la Opinión, dentro del cual el hombre sólo puede ser esclavo de las fuerzas intracósmicas e intrahistóricas y tradicionales, que la Opinión representa como dioses en cuya potencia inexorable participa a la fuerza cada miembro de la sociedad de los hombres. Lo Sagrado -es preciso recordar que Lévinas restringe polémicamente su sentido en esta forma, para retar del modo más provocativo posible a los filósofos de la religión que trabajan en las huellas de Rudolf Otto con excesiva ingenuidad- es reducido a su verdadero límite por la filosofía de los griegos, y esta acción de determinación es, realmente, una conquista para siempre.

Lo que decisivamente importa es, todavía, desprender a la filosofía de sus raíces inconscientes en lo Sagrado antiguo, que se corresponden tan efectivamente con lo Malo contemporáneo. Y esto, traducido al lenguaje de trabajo de los filósofos, significa: criticar la metafísica -Lévinas ha solido preferir llamarla Ontología, sin duda para recordar que Heidegger ha de ser incluido en este objeto de la crítica-. Criticar la metafísica, incluso en lo que ha dejado en la obra heideggeriana, quiere decir, a su vez, sobre todo, deshacer la ilusión consistente en repetir de continuo que la muerte, la meta del viaje del hombre vigilante, y este viaje mismo, por tanto, están ya siempre dominados por el Poder del Ser, son destino en manos del Impersonal y de los Dioses de la época. Es criticar que lo Nuevo sea ya siempre lo Mismo.

6. En apariencia, orientar toda la filosofía, incluida la especificación de su método propio, por el ideal de no empezar reconociendo carta de ciudadanía en ella a ningún conocimiento que admita género alguno de duda concebible, es el mejor programa para impulsar la autonomía efectiva de la razón en medio de la historia. Se diría que únicamente siguiendo semejante programa austerísimo es posible llegar a hacer explícita la vocación de libertad que ya en sí contiene la razón, incluso en su estado de limitación tal como la conocemos en la humanidad. Edmund Husserl había mejorado, además, el programa cartesiano de «filosofía primera» al haberlo desprendido incluso del prejuicio de que la evidencia que ofrece la matemática es precisamente la clase de evidencia que hay que exigirle a todas las proposiciones verdaderas. La fenomenología, en cambio, adapta el método de sus investigaciones al tipo ontológico o «región» del ser del que en cada   —28→   caso se trata, dado que, por ejemplo, no cabe por principio una presentación mejor ante la conciencia del espacio y la materia del mundo de la vida cotidiana que ésta en perspectiva, siempre corregible, que ya ahora poseemos en la percepción llamada corrientemente externa. Esta especie de la percepción tiene su peculiar sentido, evidentemente, que, también evidentemente, no puede ser superado o desbordado, porque eso equivaldría a que las cosas del mundo de la vida fueran interpretadas como constituyendo, justamente, una región del ser distinta de la que de hecho integran -por ejemplo, la región de las vivencias conscientes, o la región de los números reales, siendo así que para ambas, como para cada una de las demás regiones, existe su modo propio de estar dadas de la mejor manera posible-.

Pero una mirada más advertida comprende que este ideal filosófico continúa todavía admitiendo un supuesto fundamental: no duda de que la evidencia teórica es lo primordial. Y es que no ha meditado suficientemente en aquello que mueve ya la aspiración a la evidencia, y que no es sino haber apreciado como un valor extraordinariamente alto la liberación de todos los prejuicios.

Husserl admite como un supuesto no comprobado, no analizado, la posibilidad de que el sujeto que filosofa consiga desprenderse de todos los lazos que lo vinculan a la Totalidad del mundo. Estos lazos son los que el interés anuda. Husserl piensa que sólo un sujeto desinteresado de cualquier meta intramundana puede volver tema de la filosofía la Totalidad; pero no recapacita sobre el hecho de que esta forma de replantear el problema filosófico deja ya atrás, como si fuera un dato indudable, que cabe entender el mundo como la totalidad de lo que hay. Si la reducción fenomenológica fuera susceptible de ser llevada a cabo hasta el final, entonces realmente ocurriría que el hombre no es simplemente una parte del mundo, sino una autonomía inocente, un ser-fuera-del-mundo, como Lévinas, para resaltar el contraste entre su interpretación del idealismo fenomenológico y la filosofía de Heidegger, escribe.

La prioridad absoluta concedida a la evidencia la hace, en efecto, anterior lógica y ontológicamente a la responsabilidad. Pero entonces supone para tal evidencia una subjetividad no sólo no culpable, sino inicialmente desligada de toda relación con lo moral. Ahora bien, tal subjetividad sólo podemos representárnosla como decidiendo, a cierta altura de su existencia -¿sería existencia la que llevara una subjetividad sin problema ético?-, si entra o no en la temática de la moralidad, si se compromete o no con alguna alteridad que se convierta, de   —29→   ahí en adelante, y por libérrima opción del sujeto inocente y autónomo, en una instancia ante la que rendir cuentas: en alguien otro que uno mismo capaz de exigir al sujeto alguna responsabilidad para con él. (Es interesante observar que esa instancia no tiene necesariamente que diferir de la propia identidad del sujeto: basta con representarla aún no plenamente realizada para que yo tenga, por ejemplo, deberes, aunque sólo para conmigo mismo, y no, aún, para con otro propiamente.)

En fin, el ideal de la evidencia perfecta, cuando es manejado sin precauciones críticas respecto de sí mismo -o sea, sin una reflexión suficientemente evidente sobre sus bases de partida reales-, revela ser la introducción al estado de guerra consumado a propósito de todo cuanto no es la subjetividad que conquista sus evidencias. Pues llegar a saber perfectamente, sobre todo cuando sucede en la perspectiva del sujeto siendo fuera-del-mundo, es lo mismo que terminar por disponer en absoluto de las cosas, del mundo, de la totalidad. Al principio hubo de parecer que la totalidad de lo real era, sin duda, ancha y ajena; demasiado ancha y ajena como para permitir una vida realmente humana, ilustrada, poderosa en su libertad. Pero al final ha resultado que el viaje no ha se ha dirigido, precisamente, hacia lo nuevo, sino que ha terminado asimilando toda extrañeza en el dominio -nunca mejor llamado así- de la subjetividad, que, una vez lograda la evidencia, ya no puede esperar que la realidad le tienda celadas. Lo real ha sido sometido por la soberana fuerza, sólo aparentemente no violenta, de la evidencia. Ahora yace sin poderes, a la merced de un sujeto que, en este proceso, ha aprendido a reconocerse como autónomo.

Al precio, por cierto, del nihilismo. Se cumple el diagnóstico de Nietzsche. Aquí no ha quedado más que un triunfador en pie; pero ahora está rodeado de nada por todas partes. Sólo ha vencido a las sombras, para caer en la sombra misma.

7. Lévinas, como Nietzsche, intenta apurar la experiencia del ser con el ánimo puesto en preparar lo más rápidamente posible el advenimiento de la experiencia filosófica nueva: la evasión del ser. Precisamente por eso se ha preocupado, cada vez con más ahínco, por profundizar en las dificultades que afronta y está a punto de resolver la tradición griega, culminada, a sus ojos, en Hegel, Husserl y Heidegger.

Pues bien, una de esas cuestiones que prestan formidable plausibilidad a la tradición griega es el hecho general que examina Husserl desde el punto de vista de la estructura sintética de la conciencia. Y   —30→   es que cualquier nueva experiencia de un sujeto parece necesariamente sometida a una ley universalísima, que le dicta obligada compatibilidad con al menos parte de lo que ya ha constituido ante sí esta misma subjetividad. Kant enunciaba esta ley recordando que no hay representación que no haya de venir acompañada de la representación constante «yo pienso». Hegel describe grandiosamente cómo los avatares extremos de la alienación y el extrañamiento sólo son las etapas que tienen que ser recorridas por el desarrollo dialéctico de la razón, la historia y el advenimiento del Espíritu absoluto a su parasí. La mayor negación concebible se reconcilia luego con aquello que niega en una concordantia oppositorum que no podía ser prevista antes de que la realidad no planteara sus imprescindibles contradicciones. Y las actuales teorías de la razón narrativa, aunque hayan bajado el listón de las exigencias dialécticas, se basan en la posibilidad esencial de relatar, como una historia con argumento unificado, fragmentos más o menos amplios de experiencia que reinterpreta una tradición dada.

Pero ha sido Husserl quien ha intentado describir fina, minuciosamente, el modo en que la conciencia subjetiva vive su duración como una síntesis de múltiples sentidos.

En primer lugar, se trata de que la experiencia del mundo, aunque pida correcciones con frecuencia, no se ve nunca del todo defraudada. Sobre la base de un mismo mundo, ciertas cosas deben desaparecer de la lista de las que realmente existen, a pesar de que hubo un primer momento en que ciertos fenómenos fueron interpretados como si ellas existieran de veras. Pero el estilo general de la experiencia -confirmadora o decepcionadora- del mundo se mantiene inalterable. Ninguna perspectiva es tan nueva que no se pueda integrar con las ya conocidas. Todas las posibilidades están implícitamente predelineadas. Esta misma cosa, quizá, a lo sumo, resulta no ser una cosa, sino un mero reflejo o una alucinación; pero sobre la base de la confirmación constante de lo espacial, causal, material, cromático, cinestésico de la experiencia habitual del mundo.

En segundo lugar, no sólo unas vivencias referidas a cosas se sintetizan así -sintetizan sus sentidos respectivos-, sino que también sucede algo semejante en la identidad del yo que las vive. Este yo permanece idéntico bajo sus convicciones cambiantes o sus diferentes tomas de actitud; pero hay algunos hábitos suyos que nada conseguirá arrancarle. Va desarrollando sus conocimientos y cumpliendo mal que bien sus esperanzas. Es capaz, incluso, de desinteresarse del mundo.   —31→   Pero todavía este desinterés supone en él todo un estilo inamovible de vivir y adoptar sus actitudes y proponerse fines.

En tercer lugar, como por debajo aún de la síntesis del sentido y la síntesis o autoconstitución del yo, acontece la síntesis del tiempo, o sea la autotemporalización de la conciencia (de la vida en sentido trascendental). El presente que acaba de ser permanece retenido ahora, y va modificándose continuamente a medida que el futuro protenido va, por así decir, atravesando el presente y hundiéndose en el pasado. El verdadero presente subjetivo es un campo, no un límite ideal, un puro punto. Este campo tiene una estructura invariable (a la que corresponde nuestro estar siempre en el ahora, siendo éste, por otra parte, lo más fugaz que existe). En esta estructura se hallan sintetizados, en el modo de una fluencia especial, de una modificación sólo temporal de sus respectivos sentidos, tanto el futuro que va a ser de inmediato como el pasado que acaba de ser y el presente originario, la impresión originaria. Nada puede jamás quebrar la forma sintética de este campo, al que Husserl llama presente vivo. Su pasividad es la pasividad hiperbólica misma. Que haya vida, mundo, yo, valores y fines supone siempre que haya presente vivo, nunc stans et simul fluens.

8. Hasta aquí persigue Lévinas los problemas. En la síntesis pasiva del tiempo Husserl habría llegado a corregir su perspectiva de la subjetividad inocente como ser-fuera-del-mundo y habría abierto, así, realmente un resquicio fenomenológico al pensamiento de la paz, la alteridad y la prioridad absoluta de la ética. ¿Cómo eso? ¿Cómo es posible evolucionar en la comprensión de Husserl de una forma tan notable que primero se discierna en él el final consecuente de la filosofía griega, y luego, en cambio, crea verse en lo más profundo de sus análisis la ruina de la representación, esto es, la ruina de la imagen de la filosofía que sitúa la evidencia teórica por encima de la responsabilidad?

La solución a este problema se encuentra en el hecho de que nadie está en mejores condiciones que Husserl para testimoniar cómo la temporalidad inmanente a la subjetividad está condenada a no descansar nunca en la segura posesión del presente. No hay posibilidad de que quede congelada la representación actual. Su ser de puro presente se constituye tal y como siempre es ya ante mí precisamente gracias a la terrible fugacidad que, nada más nacido, lo arrebata y lo modifica, lo separa, por así decir, de su mismidad perfecta y le da sentido sólo en tanto en cuanto pasa y deja de ser originariamente presente.

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Parece indudable que Lévinas ha aprendido mucho en las descripciones sartrianas a propósito de lo que el autor de El ser y la nada denomina cogito prerreflexivo; sólo que esta lección no la aplica en el modo en que pide Sartre entenderla, sino sólo para comprender mejor las lecciones de Husserl sobre la conciencia del tiempo. En efecto, el presente, todo el campo del presente vivo, pero, sobre todo, el puro presente de la impresión original, no está bajo el alcance del principio de identidad. El cogito en el tiempo no coincide, cabe decir, jamás del todo consigo mismo. Está solicitado por una inquietud poderosísima. En el mismo instante en que va a recaer tranquilo sobre sí mismo, el presente se reabre al futuro, es despejado de su inminente borrachera de ser, es retrotraído a la vigilia y a la paciencia dilatadísima de la muerte futura. Sartre había aprendido -no me cabe duda- a hablar de la náusea en que se nos hace patente el ajetreo bruto y ciego del ser en-sí (Lévinas prefiere llamar a esto mismo esencia, y se refiere al hay perenne de la esencia) leyendo el ensayo lévinasiano de primera hora sobre La evasión. Lévinas aprende, a su vez, en Sartre a pensar la husserliana subjetividad absoluta como consistiendo ya de suyo en una evasión del ser. No en una nada, porque la nada está atrapada en las mismas redes gramaticales que el ser; sino en una obsesión, un (intraducible) penser-à-l'autre.

Pero las descripciones husserlianas y sartrianas del campo del presente vivo y del cogito prerreflexivo únicamente proporcionan una brecha en la concepción que introduce desde un comienzo al yo en el dominio de la ontología, en la vastedad del ser, en el fuera del mundo. Tampoco cree Lévinas que pueda aprovechar demasiado más de las doctrinas de Ser y tiempo. En realidad, una vez que consigue leer en Husserl la ruina de la representación, Heidegger va cayendo en olvido progresivo, que, sin duda, tiene que ver con la conciencia muy clara del papel oscuro, por decirlo suavemente, que su antiguo profesor friburgués desempeñó en la tragedia de la Shoá. En Heidegger, sobre todo, ha sucedido que las actividades del hombre han podido ser valoradas todas como experiencias de desvelamiento del ser de los entes. La representación, como ya en Max Scheler, había perdido su puesto de privilegio; pero a costa de diluir en el ámbito de impersonal claridad del ser la especificidad absoluta de lo humano.

9. El resquicio para el pensamiento de la alteridad que mantenía abierto Husserl pedía ser agrandado hasta el punto de que el nuevo pensamiento levinasiano, recogiendo la crítica de Rosenzweig a la indubitabilidad del supuesto de la Totalidad, intenta invertir por   —33→   completo desde ese resquicio el movimiento general de la fenomenología. A fin de cuentas, el nombre mismo que lleva este método de análisis filosófico señala en la dirección de que para él la cuestión primordial es traer a la luz todas las cosas, y, sobre todo, la luz misma. Si la conciencia es la fenomenicidad, la condición para la manifestación de las restantes cosas, entonces iluminar la manifestación o la fenomenicidad de todos los fenómenos se vuelve asunto central de la fenomenología.

Pero este intento, anota ahora Lévinas, tiene que renunciar a algo que le es esencial, si de verdad quiere prescindir, en el umbral mismo de la investigación, de los prejuicios no controlados: tiene que deshacerse de la idea de que la unicidad o mismidad de la luz y la evidencia puede terminar reduciendo todas las cosas a su ley.

Lévinas ensaya tenazmente el pensamiento que abandona como modelo metafórico la luz neutral que baña cualquier objeto y es ella misma visible de suyo. Su esfuerzo consiste en trasladar la filosofía desde esta imagen milenaria (todo Platón está en ella) al terreno estricto de la palabra y, principalmente, de la palabra hablada. Un terreno, por cierto, no ya metafórico, sino que pide ser tomado al pie de la letra, con todo el rigor que aún no habría sido nunca utilizado a propósito de él. En este sentido, Lévinas es, primordialmente, el pensador de la palabra: el filósofo que no quiere continuar trayendo al estudio de la palabra los conceptos que se han acuñado primero en el campo de la visión.

Es posible enunciar en poco espacio el centro de las reflexiones de Lévinas sobre el lenguaje: cuando la fenomenología aún predomina, entonces se supone que el lenguaje presenta un aspecto uniforme, exhaustivamente estudiado, quizá, por el estructuralismo. El lenguaje es, entonces, la langue saussuriana, ante todo: un sistema de signos, el terreno infinito de lo dicho (le Dit), en el que todo son relaciones y entrecruzamientos de relaciones. Cuando, en cambio, se invierte el movimiento propio de la fenomenología y la palabra se piensa en todas sus dimensiones, el territorio presuntamente uniforme se desdobla al infinito: todo dicho es dicho de un decir, y, a su vez, todo decir -prácticamente todo decir, menos uno inicial irrepresentable, literalmente indecible desde el tiempo- es un desdecir algún dicho. Y, además, siendo así que la vista es asimilación constante de lo débilmente otro a lo Mismo, en progreso continuo a la integración de todo en lo Mismo (un sujeto sólo visivo estaría condenado al solipsismo), la audición, la escucha, el decir son necesariamente diá-logo, referencia   —34→   de lo Mismo a lo Otro, sin que jamás quepa esperar -es absolutamente impensable tal cosa- que la tensión entre esos Polos, su mutua exterioridad, quede por fin suprimida.

Éste es el centro vivo de la filosofía nueva de Lévinas, el desafío de su judaísmo a una filosofía empeñada en hablar en griego hasta el extremo de negar la alteridad de cualquier otro lenguaje para el pensar. Pero nos falta explorar los aledaños de este centro, para poder dejar al lector ante los libros de Lévinas como ante verdaderos textos capaces de ser dichos y desdichos reiteradamente.

10. Ante todo, consideremos algunas propiedades mayores del ser cuando está reducido a la uniformidad de lo Dicho. En ella, todas las realidades existentes se hacen guerra unas a otras, febrilmente interesadas tan sólo en permanecer en el ser y en desarrollar sus potencias, aunque sea a costa de los demás entes. El hambre -decía Unamuno, anticipándose a las críticas lévinasianas del falso racionalismo extremo- controla todas las relaciones; el hambre y el gozo, la fruición de lo que hay, puesto al servicio del Yo Mismo. En el nuevo pensamiento, entre el Decir y lo Dicho subsiste una diacronía que nada puede recuperar o sincronizar. En consecuencia, no cabe tampoco hallarle al mundo su Principio único necesario, su Primer Motor Inmóvil, esencialmente vinculado al conjunto total de los entes y, por lo mismo, descubrible al investigar metafísicamente la naturaleza. En el pensamiento de la diacronía, la primera palabra la tiene la An-arquía, la Bondad o la Paz, que no puede entrar en conflicto de simultaneidades con la esencia y lo dicho. Si Heidegger critica a la historia de la metafísica su carácter onto-teológico, es decir su confusión entre el Ente supremo y el Ser del ente, Lévinas ensaya la crítica al propio pensar del Ser como archê neutra, en cuya luz se desarrolla la guerra de los entes. Como un programa para futuras investigaciones se nos presenta aquí la posibilidad de trazar de algún modo la nueva gramática del ser que en realidad querría proponer Lévinas -si bien él mismo, inmerso en la polémica con la metafísica ontoteológica y con el pensar heideggeriano, expresa sus intenciones diciendo que se trata, en todo caso, de «oír a un Dios no contaminado por el ser»-.

En segundo lugar, el decir (y la audición), cuando se piensa separado del marco conceptual y metafórico de la vista y la luz, no sólo ha de entenderse como relación dominada por una diacronía irrecuperable, sino, también, como proximidad, relación absolutamente directa entre uno y otro. Cuando las ideas dominan a las palabras y la luz a la significación, hemos ya considerado cómo se hacen posibles no sólo la   —35→   soledad agustiniana del alma con Dios como Principio del mundo inteligible (que es, por su parte, principio del mundo sensible), sino también el solipsismo. Por lo menos, como Husserl reconocía, el análisis del cogito en la apodicticidad absoluta tiene que servirse de la primera persona del singular tan radicalmente que se olvide de que en la gramática del mundo de la vida esa persona no tiene sentido más que acompañada de las restantes. Antonio Machado, profundamente impresionado por el radical fenomenismo de Berkeley y de Kant, comenta irónicamente que el mandamiento del amor al prójimo tendría que tener un preámbulo teórico en el que se demostrara que el prójimo existe, más allá de los fenómenos de la conciencia del yo solitario que medita sobre sus propias evidencias. La filosofía parece, en efecto, que no puede renunciar a empezar por la crítica radical que hace el filósofo de sí mismo: de las creencias que constituyen el nervio de la vida subjetiva. Es una tarea poco menos solitaria que la muerte.

Lévinas, sin embargo, para mientes en cómo la palabra y la responsabilidad preceden a la idea y la evidencia. Si no estuviera ya de antemano en la red de la significación lingüística, el hombre no habría despertado a su condición de tal. Que sea un problema teórico de primer orden demostrar que la situación real no es el solipsismo, es únicamente una falacia o una ingenuidad. No menos lo es la representación de que el filósofo puede prescindir de la moral en su reflexión a la búsqueda de la apodicticidad, como si sólo en una etapa posterior -quinta parte del sistema, por ejemplo, en Espinosa- apareciera ante la razón la cuestión de si puede o si desea entrar en relaciones intersubjetivas, que siempre estarán basadas en compromisos, en promesas, en responsabilidades. La libertad del verdadero escepticismo filosófico es ya precisamente ese desinterés por la esencia en que consiste la proximidad entre el uno y el otro. El yo del filósofo es ya l'un pour l'autre, es ya penser-à-l'autre. La responsabilidad precede a la idea de la responsabilidad. Se está condenado, más que a la libertad, a la responsabilidad por el otro; lo que también significa que se está condenado a sufrir una eterna persecución por parte del Bien.

Y sólo sobre este fondo de asedio permanente por el Decir y la Bondad se entiende que quepa la reacción de la violencia, la renuncia a responder por el otro. Ahora bien, la guerra misma está ya enterada, de alguna secreta manera, de que la alteridad del otro no es suprimible. La noticia del otro, a distancia insalvable del yo, reclamándolo ya siempre, hablándole, no permitiéndole ser el iniciador absoluto del lenguaje, es la verdadera pasividad superlativa -Lévinas, audazmente, llega a decir   —36→   que es la misma diacronía del tiempo y aun la an-arquía de la creación-. El cartesiano que se fabrica una moral provisional para mientras está dedicado a la fundación segura del sistema del saber, y no tiene en consideración ni por un instante, en su meditación inicial, la problemática de la alteridad y la responsabilidad, está realmente intentando suprimir el dato primero -que no es un dato, sino el decir de algún dicho-. O, en otras palabras, la lengua griega del pensamiento tiene, como todas las otras lenguas, un pró-logo del que secretamente pende toda su significación -aunque luego en sus dichos la lengua contenga las más severas rebeliones contra la superlativa derechura e inmediatez de la responsabilidad-.

No hay, pues, propiamente, fenómeno de la alteridad, percepción del otro. La proximidad es, más bien, la condición trascendental de todos los fenómenos, y, por lo mismo, es la expresión de este ser (utilizaremos irremediablemente esta palabra, para la que interpretamos que Lévinas exige, más que una desaparición, una gramática nueva) que es el hombre como evasión de la esencia o como autrement qu'être. El hombre, más que en una condición propia, está en la in-condición de rehén, de obses del otro. Su de otro modo que ser, su más allá de la esencia es su estar trabajado, en el núcleo mismo de su ser, por el Bien. El hombre es, antes de haber podido decidir nada sobre ello, un enfermo de deseo del Bien, un perseguido al que el Bien atormenta.

Pero la superlativa imposición pre-original, an-árquica, diacrónica del Bien es, precisamente, lo otro de toda violencia, lo otro de la guerra. El Bien no nos gobierna tiránicamente, sino que nos reclama avergonzándonos, como la debilidad violentada nos enseña que ella, y no nosotros, es lo inocente. Para no interpretar el Bien en el horizonte de la política y la guerra y la luz, es esencial no imaginarlo como un tirano que impone sus razones o, aún peor, su simple poder. Nietzsche ha enseñado mucho acerca de cómo la genealogía de la moral, según había sido pensada reiteradamente en la tradición política de Occidente, nos retrotrae a la negatividad que sólo puede desembocar en el nihilismo. Lévinas, al posponer la ontología a la ética, enseña que la superimposición del otro es tan sólo su vulnerabilidad infinita. El otro está ya siempre traicionado por lo Dicho, está ya siempre en la posibilidad de ser mal interpretado y de que se justifique la violencia que recibe. Pero se halla, también, más allá de la Dicho, en el Decir que constantemente lo desdice.

11. En la fase primera de sus trabajos más fecundos, Lévinas significaba su inversión de la fenomenología hablando del rostro (visage)   —37→   del otro como única experiencia pre-original de la alteridad. Esta terminología, que se ha hecho famosa, tiene que ser tomada con todas las precauciones que quedan determinadas por cuanto llevo escrito.

El rostro no es, claro está, el objeto de la visión del otro. Precisamente lo que Lévinas trata de pensar al hablar de este modo es una tal proximidad del mismo y el otro que entre ellos no media la neutralidad de la luz, ni la del ser, ni la de los conceptos (he aquí un caso más de rostro de hombre...). La inmediatez (sin embargo, diacrónica) es tal que ningún saber sobre la naturaleza del ámbito del encuentro del uno con el otro debe estar supuesto. La palabra, el rostro crean, en cambio, la posibilidad de todo ámbito.

La comprensión justa de lo que significa el rostro en los textos de Lévinas debe pasar a través de la observación de que visage está en ellos como término que realiza la inversión de lo que significa visée. Ahora bien, la intencionalidad de la conciencia, la intencionalidad de las vivencias, sobre la que está fundada la fenomenología, se expresa justamente con la palabra visée. La cual, por otra parte, quiere decir también la mira del arma, a través de la que se apunta a la pieza de caza. Es lógico que en la época en que Lévinas interpretaba la fenomenología de Husserl sencillamente como consumación del optimismo violento de la Ilustración, se deleitara en jugar con las palabras de este modo. Visage es el rostro, ciertamente, pero aquí está sustituyendo a la visée intentionnelle en su papel filosófico primordial. Es, pues, el rostro en un sentido muy próximo al de la mirada que a mí me mira ya antes de que la luz me haga posible ver desde mí las cosas del entorno -para, quizá, tomar el partido de apuntar con violencia contra los rostros del prójimo-. Visage no es, pues, la belleza, el eidos, la forma o species del ente, bajo cuya seducción comienza, en el texto platónico, la amorosa e interminable caza del ser. Más bien este rostro sin atractivo sensible, pura inocencia que ya sería siempre hipócrita tratar de ignorar, puede inspirarse en el texto del Déutero Isaías sobre el ebed YHWH.

Frente al Decir, o frente a la superlativa inocencia del rostro del otro, el hombre, más que un yo (nominativo), «es» un me (acusativo). Es el «ser» que no ha podido no decir heme aquí, que no ha podido ocultarse -en no sé qué repliegue del ser- del decir del otro. Y su inquietud perenne de acusado no podrá calmarse con ningún poder, justamente porque el otro significa el fallo pre-original de todos los poderes del yo. Podré matar cuanto quiera, pero no podré evitar tener que hacer ya siempre algo respecto del otro. Ahora bien, esta alteridad suya que   —38→   jamás podría terminar de asimilar en la mismidad no es ningún conocimiento que yo tenga, sino el hecho de que soy responsable. A ningún precio puedo obtener la supresión del problema moral. Él es, en cambio, el motor más hondo de la crítica, del escepticismo.

Y si realmente el hombre dedica su existencia a la bondad, entonces todavía experimentará mucho más ardientemente que su aventura hacia el Bien, el Otro y la Muerte no va acortando su distancia respecto del Otro, sino, más bien, agrandándola. El Bien se in-finitiza en la obsesión del hombre por el Bien, y ésta es realmente la idea del Infinito en la conciencia finita que entrevió Descartes en el punto más alto de su especulación. La in-finidad de la trascendencia mantiene para siempre abierta la presunta totalidad de la filosofía griega, de manera semejante a como el prólogo de un texto está ahí para desdecirlo desde un comienzo e inducir a la reinterpretación.

La letra que pide ser leída, releída, es más inquietante, más honda que la luminosidad de la evidencia de que existo. Y es anterior a ella.


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