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ArribaAbajoDel egoísmo a la hospitalidad: Lévinas o la intempestividad de un pensador judío

Diego Sánchez Meca


Universidad Nacional de Educación a Distancia


1. Nosotros y los otros

Alguien ha imaginado a Lévinas como al extranjero solitario y misterioso, procedente de un país desconocido, que, en mitad de la noche, golpea la puerta de la taberna donde los vecinos de Occidente nos divertimos ebrios de ontología y de autoconciencia, para gritamos con voz destemplada que es hora de acabar la fiesta y de cerrar, o bien de despertar de nuestro sueño autista y asumir nuestra primera y más fundamental responsabilidad (cfr. Laruelle, 1980: 7). Es este un símil apropiado para dar idea de hasta qué punto Lévinas se desvincula de ciertas coordenadas fundamentales del pensamiento y la cultura occidental, para proponer algo así como una inversión, un desenraizamiento del suelo nativo en el que Occidente ha crecido y se ha desarrollado, y una especie de sustitución de esas raíces, que se alargan   —62→   hasta la antigua Grecia, por orientaciones que han tenido su tradición multisecular en el ámbito del judaísmo. Esta audaz propuesta hace de Lévinas un pensador complejo, para algunos inaferrable, y tan incomprensible a veces, en general, que no es infrecuente tomarle por el filósofo más intempestivo de nuestro siglo.

Pues, sobre todo, Lévinas desenmascara y denuncia los secretos de una identidad que reduce al otro al mismo, a costa de eliminarlo o anonadarlo en su diferencia. Las expresiones extremas de esta forma de eliminación (los genocidios, las masacres de indios americanos, el holocausto antisemita, etc.) son sólo acontecimientos especiales en los que esos secretos se revelan con una mayor espectacularidad. Pero no por excepcionales son, en lo que suponen y representan, algo menos cotidiano, es decir, no expresan algo cualitativamente diferente a lo que determina una buena parte de los pensamientos y los comportamientos de los individuos en su vida ordinaria de cada día. Los genocidios son sólo el altavoz de una tradición inmemorial que determina todo el horizonte occidental de la historia. El núcleo de la denuncia de Lévinas lo constituye esta tendencia a reducir lo otro y al otro al mismo, como algo connatural al modo de pensar occidental, a las categorías que lo forman y a las experiencias fundadoras en las que nuestra cultura se reconoce.

Como a Nietzsche, a Lévinas le interesan, ante todo, las motivaciones y decisiones que subyacen al modo habitual en que el hombre, formado en la tradición de la cultura greco-romana y del cristianismo, comprende el mundo, la sociedad y a sí mismo, y actúa en consonancia con esta autocomprensión. Tal comprensión está dominada por el deseo de poder y el egoísmo, y conduce a un tipo de actitudes y de comportamientos de los que la filosofía no es más que su reflejo y su contrapartida teórica. No obstante, no se puede afirmar, por esto, que Lévinas sea un pensador político. Es más exacto decir que mantiene «una relación no política con la política», o sea, la relación inconmensurable de una tradición ética y profética con una coyuntura política (cfr. Laruelle, 1980: 111). Desde esa tradición profética del judaísmo, que inspira y fundamenta su protesta, Lévinas cree poder acusar a la filosofía occidental de una deuda infinita y acumulativa que no sería la deuda de una mayor eficacia, sino la de la paz. Si el hombre natural y salvaje está dominado espontáneamente por el deseo de poder, el amor a la vida centrado en el yo y el deseo de felicidad, la filosofía occidental, lejos de haber servido al objetivo de una mejora de la naturaleza humana como desarrollo de la tolerancia, de la convivencia comunitaria en paz,   —63→   de la cooperación y ayuda recíproca, de la solicitud, el respeto y la responsabilidad hacia el otro, se ha convertido en un expediente de sofisticación y travestimiento de la violencia, una instancia ideológica al servicio de la política. Por ello, para Lévinas, liberarse de la violencia y de la guerra no puede ser, a su vez, una tarea política. El poder es una estructura de dominio universal a la que no se puede hacer frente más que con una estrategia radicalmente no política.

Un pasado inmemorial determina, pues, en última instancia -según Lévinas-, la situación del mundo actual, y no hay una sustancial diferencia, en lo que se refiere a esa estructura y dinámica del poder, entre pasado y presente. En los orígenes de la civilización europea, cuando se fundan los asentamientos humanos y las ciudades, y se constituyen los clanes -y no se crea, repito, que lo que tiene lugar en este proceso, por lejano y ancestral que pueda parecer, es algo que ya no sucede en nuestro tiempo-, la misma noción de ciudadanía, de pertenencia a una tribu y a una ciudad funda una determinada oposición entre el nosotros y los otros, o sea, entre los ciudadanos y los sin patria. Como ha demostrado René Girard, el asesinato (real o simbólico) del otro es una condición sacrificial indispensable para la configuración de la ciudad, para la constitución del grupo en un determinado lugar. Las víctimas sacrificables no pertenecen, o pertenecen muy poco, a la sociedad: son prisioneros de guerra, extranjeros, el pharmakos griego, etc. Es decir, son quienes no pueden establecer con la comunidad vínculos análogos a los que establecen entre sí los miembros de ésta. Por su condición de extranjero, de enemigo, de diferente, de otro, las futuras víctimas son quienes no pueden integrarse plenamente en la comunidad (vid. Girard, 1983: 10-97 y 1982: 11-168; Serres, 1983; Schmitt, 1958).

El sacrificio, o el linchamiento asesino, tienen la función de apaciguar las violencias intestinas e impedir que estallen los conflictos entre los miembros del grupo y que éste se desintegre. Para mantener la cohesión interna del grupo es absolutamente esencial descubrir, reconocer y destruir a un enemigo, real o imaginario. Es preciso que exista una ciudad, un clan o una secta adversas. Si no existen, hay que inventárselas enseguida. Es más, no basta con que exista un enemigo, real o imaginario, reconocido y declarado como tal con el que hacer la guerra. Para que surja, se mantenga y se refuerce una identidad política, un nosotros, lo decisivo es la exclusión del otro genérico, es decir, la violencia hacia el que, por ser otro, distinto y diferente, resulta oscuro, confuso, ambiguo.

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Según Hannab Arendt, la esencia del totalitarismo no debe buscarse tanto en la predilección por la guerra, en el belicismo, cuanto en la apelación ritual a un nosotros imaginario que se encuentra siempre en peligro por causa de amenazas imaginarias. Es decir, la esencia del totalitarismo está en el fetiche social levantado contra esos otros que agresivamente son situados del lado de allá de la línea que circunscribe la ciudad. A esos otros, o se les fuerza a la asimilación con el nosotros, o simplemente se les elimina.24

Así que la situación del otro, del extranjero o advenedizo, de aquél a quien no se le conoce pertenencia alguna a una comunidad, a una tribu o secta determinada y debidamente acreditada, es mucho peor y más dura que la del enemigo reconocido como tal, con el que al menos se pueden establecer pactos y hacer treguas. El apátrida, el que no es del lugar, el otro, puede ser objeto de una violencia indiscriminada e impune por parte de los ciudadanos, de los pertenecientes al lugar, de los miembros de la secta, que pueden satisfacer sobre él sus gregarias necesidades de autoidentidad. La incierta y confusa identidad de ese otro, su condición de errante, su diferencia, o sea, su resistencia, en definitiva, a ser anonadado y asimilado en el mismo, se hacen valer como justificación del desprecio, la suspicacia y el odio que suscita y, en consecuencia, de la eventual acción agresiva y violenta encaminada a su eliminación.

Conclusión: en la constitución de la ciudad, de la comunidad, de la secta, del grupo, del nosotros parece mostrarse inequívocamente la imagen de una identidad excluyente y totalitaria, esa imagen del mismo que domina, según Lévinas, toda la filosofía occidental.




2. La ley de la economía

Estas tendencias profundas, inscritas en la manera de pensar, en el comportamiento social y en la sensibilidad del hombre occidental, delatan una obsesión por la seguridad que se confía a la pertenencia a una comunidad, a la vinculación a un grupo y al asentamiento estable en un lugar. En otras palabras, expresan el horror a una vida errante, el rechazo y el miedo a la inseguridad que acompañaría a un peregrinar solitario sin patria y sin hogar. Se está en el extremo opuesto de   —65→   la preferencia de la posible libertad e independencia del vagabundo o del nómada. Lo que se desea es echar raíces en un lugar, asentarse y habitar en él, morar. Lévinas lo dice con diversas expresiones: la existencia del hombre occidental se caracteriza, antes que por ninguna otra cosa, por el morar y la morada, base vital de una determinada escala de valores y de un modo característico de satisfacer nuestras necesidades materiales (vid. Lévinas, 1977a: 169-191). Como el lugar o el grupo al que pertenezco, la casa en la que habito no tiene, en este contexto, el significado para mí de un utensilio, un instrumento del que dispongo, sino que es el espacio de mi vida individual, salvaguarda de mi intimidad, y, por tanto, refugio donde me siento seguro, protegido y a salvo, plataforma desde la que desarrollo mi vida y, con ella, las diversas formas de relacionarme con los otros y de utilizar, manejar y dominar el mundo: «La morada no se sitúa en el mundo objetivo, sino que el mundo objetivo se sitúa con relación a mi morada» (Lévinas, 1977a: 170). La experiencia del morar, del poseer una casa, precede y es condición del usar y utilizar.

Según Lévinas, es esta experiencia la que se convierte en el factor central configurador de nuestro humano modo de ser occidental. Pues la objetivación, la utilización, la planificación y la explotación constituyen el modelo de la economía, o sea, de la administración de la casa. La cultura occidental se basa toda ella en la economía, en la medida en que revela un tipo de vida que lo subordina todo a la realización y al mantenimiento de una casa (cfr. Lévinas, 1991 a: 199-208: «Détermination philosophique de l'idée de culture»). Y es esta ley (nomos) de la casa (oikos) la que regula el universo del yo. Tener una morada, un lugar propio en el que habitar es el punto de partida para salir al mundo, descubrir y disfrutar sus posibilidades. Sobre esta base me represento a los otros seres y los hago objeto de mi observación, o los manipulo y los transformo, según mis necesidades o mis conveniencias, mediante mi actividad, mi trabajo, mi comercio, etc. La existencia de un mundo de objetos, de teorías objetivadoras, de la industria, de la planificación, la tecnología, la administración y la política son obra de seres soberanos que se consideran el centro del universo y lo convierten en el ámbito de su propio poder, habilidad y soberanía.

No es difícil darse cuenta de que Lévinas pronuncia este dictamen sobre el sedentarismo del hombre occidental desde el contrapunto de ese nomadismo y esa diáspora que ha caracterizado milenariamente al pueblo judío. Por tanto, alguien podría sentirse tentado de objetar, a   —66→   primera vista, que tampoco al hombre occidental le es extraña, en cierto modo, la idea del peregrinaje, del desenraizamiento y la extranjeridad, aunque sólo sea por lo que de judío se ha filtrado en su mentalidad a través de la enseñanza del cristianismo. Según esta enseñanza, nuestra vida no es otra cosa que una peregrinación en espera de redención. Sin embargo, en sentido estricto, ¿qué ha pensado el hombre occidental sobre ese carácter errante de su condición en el mundo? ¿Cómo lo ha valorado y qué estimación le ha merecido? Generalmente, ha pensado que se trata, no de una condición de libertad, no de un recorrido por horizontes siempre más amplios y nuevos de experiencia, sino de un castigo, de una especie de expiación indispensable a toda búsqueda de redención y conciliación. En la filosofía de Hegel (consumada versión filosófico-secularizada del cristianismo), la odisea de la conciencia constituye la condición de un movimiento de recomposición, de retorno sobre sí, en el que el pensamiento encuentra su sentido más íntimo y su identidad. La aspiración más profunda de esta conciencia errante es volver a su patria y a su casa, a su lugar de origen, donde proyecta su plenitud, felicidad y consumación. En Descartes, el sujeto cognoscente, reacio a cualquier forma de nomadismo espiritual y ajeno al sentimiento de la aventura, trata de protegerse definitivamente de la erraticidad del juicio, o sea del error, necesita sentirse a salvo de demonios malignos, y busca, por encima de todo, la seguridad, el fundamento, la certeza del pensamiento.

Así que, en la filosofía occidental, la imagen del nómada más que una metáfora de la existencia (como lo es para el judío), no es más que una condición intrínseca de la actividad teórica, sacrificada cada vez a priori a la necesidad del retorno del sujeto sobre sí mismo, al reencuentro del fundamento, del lugar originario y seguro de la razón. Por eso esta actividad teórica es, propiamente, una odisea, pues, como Ulises, acaba siempre retornando a Ítaca, a su ciudad, su casa y sus raíces, o sea, al mismo. El pensamiento occidental es incapaz de abrirse a lo que es errante y otro respecto de su dominio, y se autoengaña creyendo capturar y apropiarse lo que, por definición, se le escapa o le sobrepasa.

Con la crítica que a estos proyectos fundacionistas lleva a cabo la filosofía contemporánea, podría parecer, de entrada, que algunos de los grandes filósofos de nuestro siglo caen en la cuenta, por fin, de lo estúpido que resulta ese afán de volver siempre a los fundamentos, de que la filosofía se ha vuelto sensible, por fin, a la belleza del riesgo, de la aventura, del vagabundeo espiritual, de la búsqueda de lo otro, de lo   —67→   nuevo, de lo diferente. Pero, también en este caso, se trata, según Lévinas, de un nuevo travestimiento del egoísmo incapaz de abrirse realmente a lo otro mientras proclama su libertad soberana sobre el mundo. Por ejemplo, Heidegger parece insistir una y otra vez en la fecundidad de un cierto nomadismo del pensamiento, en la positividad de su ambigüedad y su riesgo. Puesto que el error multisecular del pensamiento filosófico ha sido, según él, el del olvido del Ser, la apertura del Dasein se configura, para Heidegger, como sustitución de la visión de la presencia por la escucha y la atención al Ser. En este sentido, el sujeto queda desposeído de su fundamento, si bien, a cambio, se abre a la arriesgada posibilidad de acceder a la fuente del Ser. Es decir, parece cumplirse, en el pensamiento de Heidegger, esa inversión de la perspectiva egocéntrica de la filosofía occidental por la de una apertura al Ser que lo respeta en su ser sin tratar de fagocitarlo y lo reconoce en su diferencia. Pero, en opinión de Lévinas, esto es sólo un espejismo. También este peregrinar heideggeriano del Dasein es un falso peregrinar, pues se produce en un círculo cerrado de relación limitada a las cosas. La atención al mundo, la escucha en la que el Dasein se abre a la voz del Ser, no expresaría, de nuevo, más que el egoísmo ontológico de la identidad en la que es ignorada, cancelada y apriorísticamente anulada en el mismo la voz del otro humano. Porque este Dasein de Heidegger sigue siendo, en definitiva, ese sí mismo que se repite en el eterno presente de un deseo estéril e inapagado, un sí mismo que no sale de sí, que no se abre a la presencia de los otros hombres. En este falso vagabundeo, el sí mismo se condena a la soledad.

Por lo tanto, «filosofía como fallo, defección de la presencia imposible. La metafísica occidental -y probablemente toda nuestra historia de Europa- habrían sido la edificación y preservación de esta presencia: fundación de la idea misma de fundamento, fundación de todas las relaciones de las que se hace experiencia, o sea, manifestación de entes que se ordenan arquitectónicamente sobre una base que les soporta, manifestación de un mundo susceptible de construirse o de constituirse para una apercepción trascendental. Presencia del presente, ensamblamiento y sincronía... La seguridad de los pueblos europeos detrás de sus fronteras y los muros de sus casas, seguros de su propiedad es, no la condición sociológica del pensamiento metafísico, sino el proyecto mismo de un tal pensamiento» (Lévinas, 1976: 83-84).

La posición filosófica de Lévinas, ante esta constatación, es la de oponer el primado de lo humano a ese primado metafísico tradicional de lo mundano, de las cosas, del lugar y de la casa. El hombre no es,   —68→   ante todo, ser-en-el-mundo, que vive arrojado en un entorno de objetos útiles y de instrumentos, como dice Heidegger, sino ser con los demás como otros con los que me relaciono y ante los que tengo una responsabilidad. La de Lévinas es, pues, una filosofía de la alteridad que se nutre del dinamismo polémico de una dura e implacable crítica a la ontología en la que se basa la cultura de Occidente.

Por eso, lejos de tematizar y conceptualizar -en el marco siempre de la ontología- el ser del otro y describir la relación interpersonal con categorías o figuras filosóficas,25 Lévinas hace del otro (alteridad preliminar y trascendente, nunca tematizable, y, por tanto, jamás conceptualmente aferrable), la condición desde la cual repensar radicalmente las categorías de la filosofía. Su «metafísica» es, en consecuencia, algo anterior a la ontología. No fundación, sino condición que se pone más allá de todo límite, lugar de la trascendencia absoluta.




3. Más allá de la ontología

Con lo dicho hasta ahora no será difícil entender en qué sentido la filosofía occidental es, para Lévinas, un modo de pensamiento que delata ciertas actitudes prácticas y tomas de posición concretas. En cierto modo, ese interés por las motivaciones y elecciones que dominan nuestra usual comprensión del mundo le acercan a Nietzsche -como queda sugerido más arriba-, y hacen que también su crítica al modo de pensar y de vivir occidental tenga algo de la genealogía nietzscheana, si bien la óptica de la crítica no es aquí la perspectiva de la vida, sino la de la tradición espiritual y religiosa del hebraísmo.26

Con la expresión «filosofía occidental», Lévinas no sólo se refiere, pues, a los grandes filósofos, sus obras y su influencia, sino, más exactamente, a la mentalidad, a la ideología entera que está en la base de los estilos de vida, prácticas, costumbres e instituciones occidentales. Esta «filosofía occidental» sería como el subsuelo de nuestra historia espiritual y comportamental. De Parménides a Heidegger, pues, la filosofía occidental habría sido una egología, porque se expresa en discursos en los que se despliega un universo centrado en torno al ego. El   —69→   yo es el centro y la finalidad del mundo para los antiguos, y el sujeto del cogito o fuente de toda significación para los modernos.

El resorte íntimo de esta egología, en la que se expresa sofisticadamente un deseo o voluntad de poder, no es otro que la aspiración a una visión sistemática del universo como totalidad de seres cuyas características, esencia y relaciones, puedan ser contempladas, y por tanto dominadas, panorámicamente por el sujeto o yo. La presentación o presencia de todos los seres como una totalidad de la que una conciencia hace experiencia, incorporándolos a sí, es el modo egológico de la filosofía occidental.27

Lévinas identifica este modo con la ontología, en cuanto que el correlato intencional del yo puesto como centro coincide necesariamente con la totalidad de los seres considerada como su ser. En la ontología clásica, Dios se convierte en fundamento, en cuanto ser primero y último, y, por tanto, en otro nombre para la totalidad, en cuanto originarse y recogerse de las partes o de los momentos que la componen. Ésta es la razón de por qué Heidegger llama a la metafísica occidental ontoteología. A Lévinas le parece exacta esta calificación, pero él interpreta la ontoteología como manifestación del egoísmo que consituye el nivel originario y natural de la vida humana. Por eso, el mismo pensamiento de Heidegger caería dentro del perímetro de la egología característica de la ontoteología occidental. Aunque Lévinas reconoce en Heidegger a uno de los mayores filósofos de la historia, no por ello deja de proclamar que su pensamiento está aún dominado por la tendencia totalizante de la tradición egológica. Pues el intento heideggeriano de superar la ontoteología reformulando la olvidada pregunta por el Ser mismo (que es esencialmente diverso de la totalidad de los entes), en el modo concreto en que Heidegger lo plantea, está condenado al fracaso, porque si el Ser es considerado la primera y última palabra, es inevitable que sea concebido como totalidad y, en consecuencia, como lo que excluye la posibilidad de lo realmente otro.28

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Para Lévinas, el olvido más radical del que es responsable la filosofía occidental no es el de este Ser, sino el del discurso y el del encuentro en el que el infinito se me revela. Lévinas ve, en definitiva, en el ser-en-el-mundo de Heidegger una subordinación de la relación ética a la presencia del yo egoísta en el horizonte natural del mundo. En sus análisis del morar y del habitar, Lévinas muestra cómo el disponer de las cosas tiene sentido sólo en cuanto sometido al reclamo del rostro de los otros, al deseo de los otros, a la hospitalidad. Es decir, hace la propuesta de una inversión de la perspectiva ontológica en el sentido de que la relación ética anteceda y sustituya en el punto de partida a la relación con el mundo. La ontología dejaría de ser la filosofía primera, cediendo este puesto a la ética.

Y es que la idea de lo otro, de lo infinito no puede reducirse a la idea de totalidad ni ser compatible con ella. El universo del egocentrismo está abismalmente separado de la manifestación del infinito como lo totalmente otro, cuya revelación o epifanía no tiene nada de taumatúrgico ni de sobrenatural, sino que es el milagro mismo de la existencia humana como encuentro, diálogo y responsabilidad con el otro. Esta responsabilidad hacia el otro, como lo opuesto al egoísmo, no es, en la perspectiva ética de Lévinas, una simple actitud moral, objeto de sermones edificantes, sino la estructura misma que me constituye como sujeto. Soy sujeto al otro, investido de una responsabilidad infinita por su existencia.

Por supuesto, no es que Lévinas se cierre a reconocer los aspectos positivos y necesarios de las totalizaciones teóricas y prácticas producidas por toda cultura. Estas totalizaciones sistemáticas resultan indispensables y son buenas, pero a condición de que no se las absolutice. La ciencia, la tecnología, la economía, el derecho, la administración y la política serían imposibles si no pudiésemos ver y tratar los hechos y a los seres de nuestro mundo como agentes dentro de posibles engranajes y como elementos susceptibles de instrumentalización, de planificación y de organización. Un mundo justo supone instituciones a través   —71→   de las cuales los hombres sean tratados también como momentos de conjuntos más amplios, numerados, clasificados y usados como partes subordinadas al todo. La sociedad no es posible sin estas generalizaciones, objetivaciones e instrumentalizaciones.

Sin embargo, ésa no puede ser toda la verdad de lo social. Cuando la organización colectiva y la política se convierten en el punto de vista supremo y último, la vida individual deja de tener un valor absoluto en sí misma. Es decir, una visión tal niega a los hombres esa dignidad que Kant consideraba incomparable con cualquier otro valor y no intercambiable con ninguno. Por tanto, lo que Lévinas defiende es que todos los tipos de totalidad y de totalización se subordinen a un criterio superior que afirme y salvaguarde la dignidad del individuo como fin en sí mismo. Y si esta propuesta es original en algún sentido, esa originalidad se debe al modo particular en que Lévinas formula tal criterio último y superior. Éste no es, como para Kant, la humanidad (das Menschsein), común a mí y a los demás, sino la epifanía del rostro del otro y su discurso, que rompe la homogeneidad de mi universo prosaico y cotidiano y pulveriza el absolutismo de la totalidad. La simple existencia del otro me plantea -dice Lévinas- preguntas inesquivables. Porque esa existencia cuestiona las pretensiones totalizadoras de mi universo egoísta, centrado en sí, le pone límites y lo trasciende en virtud de requerimientos cada vez más radicales. Esto, y no otra cosa, es lo que Lévinas llama lo infinito, el cual, trascendiendo el horizonte del Ser, proviene de más allá de cualquier apariencia. Es de un modo diverso al del Ser (autrement qu'être) y más allá de la esencia (au-delà de l'essence), pues su modo de ser no es el de la esencia sino el de la alteridad.29




4. Subjetividad, responsabilidad, salvación

Así que, para Lévinas, a diferencia de lo que concluye Nietzsche, la existencia humana puede no estar dominada por la voluntad de poder,   —72→   o sea, por esa fuerza egoísta que despiadadamente conquista y defiende lo que le pertenece contra análogos intentos puestos en acto por los otros. Si buena parte de la obra de Lévinas está orientada a desenmascarar la sutil violencia que anima nuestro modo de pensar y nuestro comportamiento social, la perspectiva o la óptica desde la que esta crítica se formula es una ética de la alteridad de un estilo tan radical como para llegar a afirmar que no se tiene derecho a vivir si ello implica la explotación y la opresión de los otros. Pero, a pesar de lo que pudiera parecer, no se trata aquí de ninguna proyección utópica de un ideal irrealizable que tiene en su contra la realidad fáctica del horizonte entero de la cultura occidental. La propuesta de renovación de la filosofía primera como ética -y a partir de ahí la renovación de todo un modo de pensar y de vivir-, se basa, sobre todo, en una reformulación de la estructura de la subjetividad como responsabilidad, y al descubrimiento del infinito como epifanía del rostro del otro, de la cual cualquier otro fenómeno recibiría su sentido. Por tanto, dos cosas: quién o qué soy yo, y quién o qué es el otro cuya relación ética conmigo me abre la perspectiva del infinito.

Para Lévinas, «la responsabilidad no es un simple atributo de la subjetividad, como si ésta existiese ya en ella misma, antes de la relación ética» (Lévinas, 1991b: 90). La subjetividad no es un «para-sí», sino, primariamente, un «para-otro». Esa es la verdad profunda del descubrimiento husserliano de la intencionalidad como constitución básica de la conciencia. Sin embargo, mi unión con el otro es de naturaleza distinta a la de la relación intencional que me liga, en el conocimiento, al objeto: «El lazo con el otro no se anuda más que como responsabilidad, y lo de menos es que ésta sea aceptada o rechazada, que se sepa o no cómo asumirla, que se pueda o no hacer algo por otro. Decir: Héme aquí. Hacer algo por otro. Dar. Ser espíritu humano es eso. La encarnación de la subjetividad humana garantiza su espiritualidad (no veo lo que los ángeles podrían darse o cómo podrían ayudarse entre sí). Dia-conía antes de todo diálogo. Analizo la relación interhumana como si, en la proximidad del otro (más allá de la imagen que del otro hombre me hago), su rostro, lo expresivo en el otro (y todo el cuerpo es, en este sentido, más o menos rostro), fuera lo que me ordena servirle. Empleo esta fórmula extrema. El rostro me pide y me ordena. Su significación es una orden dirigida a mí. Matizo que si el rostro significa una orden dirigida a mí, no es de la manera en que un signo cualquiera significa su significado. Esa orden es la significancia misma del rostro» (Lévinas, 1991b: 91-92; cfr. también Lévinas, 1985: 37-38, y 1987b: 104-106).

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Con esta radicalidad expresa Lévinas su idea básica de la subjetividad como destitución del yo y estructura de responsabilidad, y en ella se muestra una de sus rupturas más trascendentales con una tradición filosófica que privilegia el para-sí de la identidad y la relación con el mundo (racional o místico, trascendente o trascendental) en detrimento de la relación con el otro, que es sobre todo el otro hombre. Ahora, Lévinas cree haber puesto de manifiesto que la identidad de mismo le viene al yo de fuera incluso a su pesar, y que su ser más originario es ser-para-otro. Si la filosofía que elimina al otro de su horizonte es la filosofía pagana, filosofía de adhesión al lugar y a la morada propia, Lévinas opone a este paganismo una salida del ser, una liberación de la ontología y un «otro modo que ser» que tiene que ver, fundamentalmente, con un modo diverso de pensar y de experimentar la relación con los otros.

Según el texto que se acaba de citar, la existencia de los otros no implica, por sí misma, ninguna comunión, ninguna socialidad originaria y preconstituida -tal como se desprende de la definición aristotélica del hombre como ser social «por naturaleza»-, sino vínculo social, es decir, relación. Esta relación es siempre asimétrica, es decir, yo soy responsable del otro sin que ello implique necesariamente que el otro me responda del mismo modo. Debido a que la relación con el otro no es necesariamente recíproca, yo soy precisamente sujección al otro, o sea, sujeto. La fuerza de la ley de la economía y de la egología, la voluntad de poder, puede quedar, por tanto, sin efecto en virtud de esta asimetría de las relaciones interpersonales, nunca en razón de una igualdad fundamental de todos los sujetos que comparten unos mismos derechos humanos, como se pensó en la modernidad ilustrada. Pues la relación asimétrica con el otro, en la que la responsabilidad me incumbe de manera exclusiva,30 tan sólo presupone un cara a cara, un encuentro o relación que no se articula en torno a ninguna verdad ni a ningún pacto, ciudad o lugar, sino que tiene lugar en la orilla de un abismo.

La idea de una esencia o naturaleza humana común, que nos hace a todos iguales, no es más que otra versión del punto de vista totalizador,   —74→   totalitario y egológico, situado fuera de las relaciones concretas entre individuos. El discurso y el encuentro, en cambio, representan, para Lévinas, un punto de vista diverso al de la totalización. Cuando hablo me vuelvo a otra persona, que revela el fin de mi monopolio subjetivo y que se sustrae a mi soberanía, siendo así únicamente como, en cuanto otro, puede liberarme de mi soledad. El simple hecho de la existencia de otros refuta, pues, desde esta perspectiva y de una manera radical, el impulso egoísta e infantil de un yo narcisista totalmente encerrado y concentrado en sí mismo. Pues los otros, en cuanto aparecen ante mí, me plantean exigencias con su simple aparecer. El simple hecho de la existencia del otro me destrona y me vuelve sujeto, en el sentido de que he de soportar la vida del otro y ser responsable de ella en sentido estructural. Un sujeto tal es más bien un siervo que un soberano. A cambio, una promesa de redención, una voz de esperanza se deja sentir, frente a las falsas promesas de los ídolos o estructuras anónimas. Para Lévinas no hay esperanza ni redención fuera del vínculo ético, que une al sujeto con la alteridad.

Denunciando el egoísmo y su mundo de construcciones ilusorias, Lévinas trata de desenmascarar todo lo que recubre y trasviste la desnudez y la indigencia del existente (contrapuesto al anonimato de la existencia heideggeriana), o sea, todo lo que aleja al individuo de la conciencia de su hundimiento en el Il y a.31 Sólo desde el fondo del abandono existencial, de la indigencia y la desnudez extrema de este hay,32 se puede percibir, se abre, de hecho, una esperanza y un tiempo   —75→   de redención. Por tanto es la alteridad la que da sentido al tiempo, la que libera al sujeto del presente y le promete la salvación. Esto significa que la relación con el otro hombre, la ética, funda la esperanza y la redención, y no al revés: «Yo no defino al otro mediante el futuro, sino al futuro mediante el otro» (Lévinas, 1985: 74).

Y es que, como ya se ha sugerido, en el pensamiento de Lévinas la relación ética no puede confundirse con una constitución mundana. La ética no es un conjunto de prescripciones que ayudarían al desarrollo y plenitud de un yo como sustancia preconstituida, sino que el nudo mismo de lo subjetivo se anuda en virtud de la relación ética entendida como responsabilidad. De modo que, si el simple vínculo social, el pacto, tiene la virtualidad de petrificar el tiempo en un nosotros estable, bloqueando su curso, la dependencia de la relación con los otros como ética, en virtud de lo desbordante de la alteridad, renueva cada vez el encuentro con los otros. Así, la asimetría de la relación interhumana es una condición del tiempo y de los sucesivos encuentros del sujeto con el otro hombre. Esto es lo que otorga a la ética de Lévinas su situación «excéntrica», ya que, en lugar de exponerse como deducción de un orden, o como transfiguración de lo existente en cuanto reflejo de una totalidad, se comprende como dinámica fuera de toda ontología. De ahí que Lévinas pueda definirla como «filosofía primera» (Lévinas, 1982: 41-51).

No obstante, la asimetría de la relación interpersonal que Lévinas plantea sería malinterpretada si se la entendiera como simple inversión de la relación desigual implicada en la actitud monopolista del yo egocéntrico, puesto que la ética aquí no tiene nada que ver con un precepto altruista de amor al prójimo. Aquí, el descubrimiento de que yo soy un sujeto responsable de la vida del otro es el principio de una meditación en torno a la pregunta por el ser. La respuesta a esta pregunta implica una modificación radical del sentido ya que el ser, o la esencia, se revelan subordinados al hecho de que el sujeto es responsable de otros. El descubrimiento de mi responsabilidad es el principio de cualquier conocimiento, pues todo conocimiento debe ser purificado de su tendencia natural al egocentrismo, a través de la única revelación posible del absoluto en el rostro del otro.

La tarea de la ética es, por tanto, la descripción rigurosa del acontecimiento de la epifanía del otro, y el análisis del discurso en cuanto revelación de alguien cuya existencia, palabras y pensamiento no pueden reducirse a momentos de mi conciencia.



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5. Ética e infinito: por una filosofía de la hospitalidad

Aunque Lévinas, como ya he dicho, no desatiende la efectividad de los códigos éticos ni la realidad histórica de los conflictos políticos, se puede decir abiertamente que la suya es una ética trascendental, en el sentido de que es anterior a toda norma o regla concreta. Esto significa que las ideas de bondad y de responsabilidad hacia el otro, debiéndose practicar en nuestras relaciones concretas y mundanas con los otros, no son deducibles del mundo. Lo cual tiene, entre otras, dos importantes consecuencias: a) Desvinculado de toda ontología, liberado de las instancias metafísicas en las que se actualiza el retorno del sujeto sobre sí mismo, este sujeto queda completamente desituado respecto al ser, al mundo y a sí mismo. Y b) Como contrapartida, es en esta extrema desituación y destitución del sujeto donde se anuncia la trascendencia, o sea, la irrupción del infinito.

Así que, desituación del sujeto metafísico y, en consecuencia, pérdida de cualquier enraizamiento en lo que podríamos llamar institución. El sujeto queda liberado de los vínculos con los que las instituciones le atan al mundo. Y por tanto ya no está enclaustrado en ningún lugar concreto, no pertenece a ningún nosotros institucional, no depende de los simulacros ni de los ídolos que le impiden su apertura a lo totalmente otro, al infinito. Toda la crítica de Lévinas no tiene otro objetivo que el de derribar los ídolos y levantar sus máscaras tras las que se descubre el ser como presencia y el egocentrismo ontológico, de modo que el sujeto pueda, desde la indigencia y desnudez de su condición humana, encontrar la trascendencia. Sólo que, en el caso de Lévinas, esta liberación de la falsa presencia de la ontología no se traduce en ninguna forma de reforzar al sujeto ni de hacerle alcanzar su ser más auténtico, sino que implica, paradójicamente, un debilitarse en la pasividad: «El yo es pasividad más pasiva que cualquier pasividad..., huésped de otro, obedece a un mandato antes de haberlo entendido, fiel a un compromiso que nunca ha tomado, a un pasado que nunca ha sido presente. Apertura de sí, absolutamente expuesto y desengañado del éxtasis de la intencionalidad... El Bien lo es aquí en un sentido eminente muy preciso que es el siguiente: no me colma de bienes, sino que me obliga a la bondad en vez de a recibir bienes. Así ser bueno es déficit, empobrecimiento y necedad en el ser. Pues ser bueno es excelencia y elevación más allá del ser (la ética no es un momento del ser) y otro modo mejor que ser, la posibilidad misma del más allá» (Lévinas, 1996b: 113-114).

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O sea, como contrapartida a ese debilitamiento del sujeto en el plano del ser, posibilidad de encuentro con el infinito en la relación, es decir, más allá del ser y en un «otro modo que ser». Es, en el fondo, la posición de la doctrina hebraica, no sólo de la impronunciabilidad del nombre de Dios y de su silencio (que da lugar a esa paradoja de la debilidad del hombre en conexión con la irrupción de la trascendencia), sino incluso de su ausencia, de la lejanía absoluta de Dios.33 Ésta sería la perspectiva exacta desde la que resulta comprensible la idea que Lévinas tiene de la trascendencia, nunca tematizable ni conceptualizable filosófica ni teológicamente. Se trata de la trascendencia de la profecía hebraica, según la cual Dios es lo totalmente opuesto a la idea pagana de una inmanencia de la divinidad. Lo cual disuade de cualquier ilusión utópica y escatológica que mira a la construcción de un futuro como lugar de redención. Mirar al futuro es todavía, para Lévinas, una proyección de la presencia, una prolongación del ser, una cierta expansión de la subjetividad, un desarrollo del mismo en el que la alteridad vuelve a ser sujetada en la totalidad y anulada en su diferencia de otra. La salvación, que procede de la trascendencia, es, por el contrario, el objeto de una esperanza que confía incluso sabiendo que no hay más expresión de la trascendencia que la de su misma ausencia en la lejanía de Dios y, por tanto, en la indigencia.34

En esta trascendencia, como ausencia de Dios, se actualiza esta paradoja: no buscar una salida a la pasividad sino aceptarla, deconstruir al sujeto hasta hacer de él el huésped de los otros. Base última para lo que podríamos llamar una filosofía de la hospitalidad, del hospedar y ser hospedados, acoger y ser acogidos.

Y es que en la hebraica comprensión de la trascendencia que es la de Lévinas, la idea de infinito se sustrae a toda referencia a la historicidad del tiempo. Es decir, la idea de infinito (o de apertura al infinito) no es posible más que en la diacronía como salida del tiempo -y,   —78→   por tanto, del lugar, no contraponiendo un tiempo mesiánico al tiempo histórico, como hace Benjamin (1982: 175-194), sino inaugurando un modo de ser distinto al del tiempo: «Cuando introduzco la noción de profetismo no me interesa lo que tiene de oráculo. La encuentro filosóficamente interesante en cuanto que significa la heteronomía, y el traumatismo, de la inspiración por la que defino el espíritu contra todas las concepciones inmanentistas. El pasado al que yo me remonto no es el de un Dios creador, sino uno más antiguo que todo pasado rememorable y en el que el tiempo se deja describir en su diacronía más fuerte que la representación contra toda memoria y toda anticipación que sincronicen esta diacronía. Esta ilusión del presente a causa de la memoria me ha seducido siempre más tenazmente que la ilusión a causa de la anticipación... Todas las trascendencias se hacen inmanentes desde el momento en que es posible el salto por debajo del abismo, o sea el salto de la representación. Por ello me ha parecido extremadamente interesante buscar por ese lado de allá lo que era antes del ser, un antes no sincronizable con lo que siguió. Por ello empleo con frecuencia la expresión un tiempo antes del tiempo. En ella algo toma un sentido a partir de la ética sin ser una simple repetición del presente, algo que no es representable» (Lévinas, 1986b: 152-153).

No puede ser de otro modo, ya que la idea de un tiempo histórico, proceso que conecta un pasado reconstruible con un futuro anticipable, consituye, en cuanto sincronización, una variación de la ontología, o sea, un despliegue en los simulacros del pasado y del futuro de la primacía ontológica del ser. Referirse al pasado histórico significa indagar en las propias raíces sumergidas en el mundo, buscar la conexión con las formas de identidad procedentes de ese pasado. Y después de lo dicho acerca de la relación entre tiempo y trascendencia, sentirse en conexión con el pasado no equivale, en definitiva, a otra cosa que a un modo más de la fidelidad a las estructuras del mundo que Lévinas condena como idolatría.

Pero anticipar el futuro significa, a su vez, transformar la trascendencia en inmanencia, tematizar la divinidad, incluirla en una totalidad y reapropiársela. O sea, idolatría igualmente.

En medio de esta bipolaridad, la idea de «un tiempo antes del tiempo» significa una modalidad de acceso al infinito independiente de la historia y vinculada a la ética. Es decir, apertura a la trascendencia como pasividad frente al otro y disponibilidad al margen del tiempo y de los avatares históricos y mundanos (cfr. Lévinas, 1991d: 17-19: «Diachronie et répresentation»). El rostro del otro, en su radical   —79→   diversidad de toda figura observable, es «invisible». Sin embargo, este «invisible» es la más cercana y próxima realidad de nuestra existencia, pues sus mandatos constituyen la interioridad más fundamental de nuestro yo. El absoluto está presente así sin ser fenómeno. Su presencia es conciencia, por nuestra parte, de una Torah que exige obediencia y humildad. En nombre de esta ley estamos obligados no sólo al respeto y la responsabilidad hacia el otro, sino también a establecer un orden de justicia y de paz en el mundo.

La tesis que subyace en la reflexión de Lévinas sobre la guerra y la paz, y que ya Heidegger había reconocido y explicado a su modo, es que el Ser de la ontoteología es posibilidad, potencia, poder (mögen). Política y ontología son, por tanto, nociones mutuamente convertibles desde la perspectiva de un más allá que Heidegger y Lévinas sitúan en lugares diferentes. Heidegger lo piensa como la esencia del Ser (das Wesen des Seins), mientras Lévinas lo pone más allá de la esencia. Así, en lugar de hacer de la diferencia ontológica entre Ser y ente el punto de partida de su meditación, como hace Heidegger, Lévinas desprecia esa diferencia y ve en la esencia un aspecto más del ser, cuyo totalitarismo sólo puede destruirse por la reformulación de la esencia de la subjetividad y la apertura del sujeto a una trascendencia, irreductible al poder de la esencia, en la relación ética.



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