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ArribaAbajoCambalache y creación: semiosis de la primeridad

Fernando Andacht


Universidad Católica del Uruguay. Dpto. de Comunicación, Montevideo


0. Introducción

¿Cómo se produce lo nuevo en el universo textual o, más ampliamente aún, en el ámbito de la semiosis humana? La pregunta es tan ambiciosa e inabarcable que he decidido tomar dos puntos de apoyo opuestos y simultáneos para atreverme siquiera a abordarla. Con tal cometido, voy a sustentarme en el universo ancho y ajeno de las ideas, de la teoría, pero también en el punto mínimo de la propia aldea. Los elementos que guiarán esta travesía serán la semiótica triádica de Charles S. Peirce, por un lado, y un texto musical y poético rioplatense, argentino en su origen, y uruguayo en su avatar autónomo de los años ochenta, como esperamos demostrar, por el otro. El riesgo del localismo excesivo intentará ser compensado mediante la generalidad máxima de la lógica del sentido formulada arquitectónicamente en la segunda mitad del siglo XIX por el filósofo norteamericano Peirce   —114→   (1839-1914). Quizá sea éste el camino de búsqueda más habitual: partir del asombro puntual que se atraviesa en nuestro camino para así abolir abruptamente su condición cotidiana, y entonces emprender el empinado pero reconfortante sendero de la teoría, concebida ésta como la mirada focalizada y religiosamente atenta que pretende hacer más inteligible el mundo que nos rodea.




1. La creación como cambalache semiótico

«cambalache [...] 5. Argent. y Urug. prendería.»


Diccionario de la Real Academia Española, XXI ed.                


Debo explicar ahora el título, examinar sus posibilidades y limitaciones para entrar en tema, no sin aceptar el riesgo de que aquello que se intenta empacar en un recipiente como el de este artículo académico nunca es lo mismo, para bien o para mal, que lo que alguien puede encontrar más tarde. Durante su lectura, los signos van a crecer, fieles a su ley que es la de la continuidad o sinequismo, al decir de Peirce. La acción continua de los signos o semiosis crea esa suerte de cinta de Moebius sin adentro ni afuera en la que nos movemos desde antes de nacer, y también luego de desaparecer como existentes físicos. En la semiosis permanecemos como evocables y queribles más allá de esa frontera real y concreta que llamamos nuestra vida.

Este trabajo tiene un doble lazo con (el) Cambalache. Uno es el que posee con su objeto de análisis, el artefacto musical y visual creado por un popular grupo de rock uruguayo llamado Los Estómagos, y que se graba y se filma en vídeo en 1988 (se trata de su actuación en el recital Montevideo Rock II, en el Estadio Franzini de Montevideo en el mes de febrero de 1988). El otro es el evocado por la letra de la tradicional canción-tango que lleva precisamente ese título, Cambalache. Se trata de la quinta y última acepción que registra de esta palabra el Diccionario de la lengua española, editado por la Real Academia Española, en su XXI edición (1992), y que figura en el acápite de esta sección. Este uso terminológico, que el venerable manual restringe al Río de la Plata, a Argentina y a Uruguay, designa la mezcla caótica, el reino de lo infinitamente posible sin actualizar, lo que es previo al trueque de poca monta, siendo este último sentido la primer y principal acepción de «cambalache», según este mismo diccionario. Sólo en un   —115→   cambalache conviven en apacible promiscuidad «la biblia junto a un calefón» o «Don Bosco y la mignon» (ver la letra completa de Cambalache en el Apéndice de este trabajo). Por norma, según la Ley que rige cada instante de nuestros días desde antes de nacer, los muy disímiles elementos nombrados arriba son habitantes de mundos del todo ajenos, paralelos, forman parte de universos que no se cruzan ni se tocan, salvo por accidente. Y este tipo de incidente no haría sino ratificar esa rigurosa ley de exclusión, la de los géneros que no se mezclan, y la de las buenas maneras que no se olvidan. Sin embargo, en la vitrina de un cambalache, de una tienda de objetos usados de toda especie, la mayor mezcolanza es la norma. Lo que rige allí es el demonio de Maxwell, ese que preside sobre la dispersión máxima de las moléculas de un gas dentro de un recipiente, donde todo puede ser y aún nada es concretamente, realmente, es decir, real para alguien, en un momento y lugar dados.

La semiótica triádica de C. S. Peirce postula la coexistencia necesaria de tres universos complementarios e inseparables para todo lo concebible y concebido; hay un universo por cada una de las categorías fenomenológicas o faneroscópicas, según la terminología del semiótico. Este análisis tripartito es válido para todo aquello que nos cruza la mente en algún instante, pasado, presente o futuro, sea esto real o no. A través de este modelo triádico, intentaremos demostrar que la actuación y el artefacto estético del grupo rockero uruguayo de Los Estómagos, denominado Cambalache, así como el clásico tango de Enrique Santos Discépolo (1901-1951) que lleva precisamente ese nombre ilustran adecuada e igualmente el proceso llamado comúnmente creación. El emerger de lo nuevo, el peso de lo viejo, y la atracción irresistible, seductora y rectora de la legitimidad que siempre aguarda en el futuro son tres aspectos de un mismo y único fenómeno, la acción de los signos o semiosis. Semiosis es el proceso que reina sobre los universos humano, animal, vegetal y cósmico: en todos estos ámbitos, el concepto teórico de «semiosis» sirve para explicar nuestra propia capacidad explicativa, así como también la capacidad exploratoria o de mera existencia bruta de todo lo que es, fue y será.

También de utilidad para la presente búsqueda sobre la tensión entre lo nuevo y lo que le antecede es la luminosa estela dejada por los escritos de Jorge Luis Borges. Junto con el escritor argentino, podemos afirmar que una de las grandes ansiedades en el mundo es la de la influencia. Sentir la sombra poderosa del antecesor sobre aquello que creemos más propio, parece recortar peligrosa y fatalmente ese sentido de propiedad,   —116→   de lo que se vive como auténtica creatividad. Todos creamos, de distinto modo, con diferentes fines, y parece a veces indecidible determinar qué es lo nuestro y qué lo del otro, qué lo heredado y qué lo asimilado, ya sea natural o planeadamente. Fue Borges quien, con envidiable lucidez, pensó y analizó en su prosa, este problema interminable; lo hizo, por ejemplo, en «Kafka y sus precursores», y también en su caprichoso «Pierre Menard, autor de El Quijote». Sobre algunas ideas centrales en ambos textos borgeanos va a encarrilarse este análisis.

Para comenzar esta reflexión sobre el nacimiento de lo que aún no es, de lo que debe haber sido sólo posibilidad, esa virtualidad flotante sin irrupción escénica, vamos a recurrir al concepto peirceano de musement. Peirce lo describe como una actividad que carece de «propósito salvo el de dejar de lado todo propósito serio» (6.458),37 y para designarla descarta, luego de considerarlos, los términos «ensueño» (reverie) y «Puro Juego» (ibid.). Una de las definiciones que Peirce da de musement es la siguiente:

«La ocupación específica de considerar algo digno de asombro (some wonder) en uno de los Universos, o alguna conexión entre dos de los tres, con una especulación sobre su causa» (6.458).


Propongo traducir musement como un «deambular imaginativo»,38 ésta es la noción que Peirce emplea para describir la actividad humana más libre que se pueda concebir, el decurso sin rumbo por senderos aún no hollados en lo real. Deambular por caminos que aún no merecen ese nombre es la única explicación posible de que podamos emprender nuevos caminos, que sólo más tarde nos damos cuenta son más o menos satisfactorios que los ya conocidos. Para que la heroína infantil Caperuza o el joven Einstein se lancen en esos experimentos mentales que los desvían y apartan peligrosamente del sendero familiar, debe existir, por hipótesis, algo que los saca de sí y que los arroja, luego, diferentes, a las orillas de lo conocido que ya nunca será igual. Ese es precisamente el efecto del deambular imaginativo en la vida humana. Estamos ahora en condiciones de postular, a modo de conjetura, el vínculo semiótico que existe entre la canción (rock) Cambalache de Los Estómagos, el tango Cambalache de Enrique Santos Discépolo y el problema general de la creación.

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1.1. La creación y el efecto «pierremenard»


«La música está enferma,
nosotros también,
para recuperarla,
hay que volverla a romper»


La música está enferma, Los Estómagos                


Otro título posible, aunque improbable, para este trabajo hubiera sido: «Gabriel Peluffo (cantante y líder) de Los Estómagos, autor de Cambalache». Más que un homenaje o un acto en memoria del «Pierre Menard, autor de El Quijote» de Jorge Luis Borges, ese título tiene que ver con una adhesión a la comprensión desarrollada por el escritor argentino de la constante (re) invención del sentido humano.

Lo que hace el grupo de rock Los Estómagos es «agujerear» el mito y apropiarse de él, establecer una/su diferencia, al decir del psicoanalista Rodulfo,39 en alusión a la historia familiar que estructura como una trama apretada los vínculos de ese grupo humano. Para entender cómo ocurre esta apropiación o expropiación tan ilegal como humanamente necesaria, vale la pena revisitar el texto de Borges que lleva justamente ese título. Esa extraña ficción, que parece más un cuasi-ensayo o parábola, está incluida en la antología denominada Ficciones y publicada en 1944. Ella explica desde la creación literaria, lo que la obra teórica del semiótico Peirce intenta elucidar con sus categorías universales.

Dos veces afirma el narrador con énfasis moderado pero perceptible que la bibliografía de Pierre Menard, que él se encarga de enumerar puntillosamente, es sólo «la obra visible» de aquél. En ambas oportunidades, Borges destaca con énfasis tipográfico ese inesperado atributo. Luego él lo explicita: habría además otra obra de Menard que es

«la subterránea, la interminablemente heroica, la impar. También ¡ay de las posibilidades del hombre! la inconclusa». (énfasis agregado, F. A.)40


Vamos a introducir una breve pero imprescindible presentación del modelo triádico de la semiosis peirceana. Dice bien el narrador borgeano que esa otra obra de Menard, la no visible, es interminable, y   —118→   que esto tiene que ver justamente con las «posibilidades del hombre». La primeridad (firstness) a la que alude el título general del presente trabajo es uno de los tres universos por los que circula la semiosis: es el reino de lo posible (dominio del «may be» según Peirce), de lo inconcluso, vago y carente de límites claros. Una imagen que nos da el semiótico para comprender la primeridad es el aspecto aún no captado efectivamente de un mundo literalmente adánico, lo todavía no horadado por el conocimiento o la previsión humanas:

«Lo que el mundo era para Adán el día que abrió sus ojos a él, antes de que hubiera hecho ninguna distinción, o que se hubiera vuelto conciente de su experiencia - eso es lo primero, lo presente, lo inmediato, lo fresco, lo nuevo, incoativo, original, espontáneo, libre, vívido, conciente y evanescente».


(1.357)                


La forma de ideación humana que funciona en ese universo de la primeridad semiótica es el deambular de la imaginación, e inseparable de aquella es la clase de inferencia que Peirce llama «abducción» o «retroducción» (6.469-6.477). En contraste con la inducción, producto de la experiencia, y de la deducción, fruto del razonamiento sistemático, la abducción es la cadena paridora de universos virtuales. Se trata de mundos tan etéreos como un sueño no contado o ni siquiera recordado, pero de todos modos sus efectos se hacen sentir tanto en el cuerpo individual como el social. Precisamente a esa primeridad semiótica se debe la obra «no visible» a que alude Borges. Esa producción no es palpable pero tiene el potencial de volvernos humanos, de constituir a la especie como la única que mira en derredor y se maravilla.41 Vale la pena entonces citar ahora una de las descripciones más sugerentes del musement, llamado aquí «deambular imaginativo», dentro de la obra peirceana:

«Sube a tu pequeño bote de deambular imaginativo (musement), empújalo en el lago del pensamiento y deja que el aliento del cielo hinche tu vela. Con tus ojos abiertos, alertas a lo que existe en torno o dentro tuyo, empieza la conversación contigo mismo, porque en eso consiste toda meditación».


(6.461)                


Deseo proponer una analogía posible entre, por un lado, el universo semiótico de la primeridad donde todo vale y donde nada es a ciencia cierta pero todo puede ser promiscua y alegremente, sin estar sujeto a diferencia pre-establecida alguna y, por otro lado, el Cambalache   —119→   discepoliano-estomacal, el creado por los dos artistas rioplatenses en dos momentos históricos muy diferentes. Ellos están separados por más de medio siglo cronológico pero, desde la perspectiva del posibilismo semiótico, ambos cohabitan un mismo universo. Para comprender el alcance de este dominio es necesario considerar brevemente los otros dos universos postulados por Peirce, el de la segundidad y el de la terceridad.

Cuando en nuestra vida cotidiana lidiamos con lo concreto, con lo más tangible, con aquello que nos golpea la retina o el oído, como el video de la actuación de Los Estómagos grabado en 1988 en Montevideo, nos hallamos en un dominio semiótico radicalmente distinto a la primeridad: es el universo de la segundidad (secondness). Se trata de lo ya experimentado en tanto archivo vivencial, bajo la forma de esa memoria que llevamos inscrita en la piel, en los huesos o en el olfato: es el cuerpo individual y social entendido como registro del mundo por el que vamos dejando y captando huellas tangibles, sólo desvanecidas en apariencia. En este ámbito semiótico domina el principio de acción y reacción. Es la antítesis de la pura cualidad viajera, caprichosa y posibilista de la primeridad, ya que involucra un existir en el aquí y ahora que se hace sentir, que nos golpea, dice Peirce, con su realidad bruta. Por ejemplo, atañe a la segundidad el hecho irrepetible del año de 1934 de un mundo argentino pre-peronista de esta era occidental y cristiana, cuando E. S. Discépolo crea su tango Cambalache, o la situación de este otro Cambalache, el rock de Los Estómagos de más de medio siglo después, precisamente en el año 1988, en un Uruguay recientemente posdictatorial.42

Por fin, somos también y de modo decisivo hijos de las leyes y de las costumbres que nosotros mismos establecemos pero de cuya autoría fatalmente nos olvidamos, como lo viera proféticamente en el s. XVIII el napolitano Giambattista Vico. Sin el universo de la terceridad (thirdness), no habría nada que esperar del mañana, todo se limitaría al ruido y a la furia de un instante tan fugaz como incomprensible, sin que fuéramos capaces de aprender algo de él una vez que desaparece. De ese insoportable desamparo nos protegen tanto las palabras tanto como los artefactos de tela, madera o mito con que nos   —120→   guarecemos de lo inesperado, y hasta de lo inevitable. Una paradoja acompaña a los otros dos universos: ellos no pueden articularse, decirse o pensarse más que desde la terceridad, desde esos signos de concordia y sosiego con los que intentamos borrar la deriva imaginativa que nos puede conducir más allá del deseo lícito, o el accidente inesperado que nos devuelve a la desprotección del infante, del ser sin palabra (infans en latín designa la privación de la palabra familiar, no del sonido brutal). Cuando percibimos lo imaginativo, este movimiento ya ha sido trabajado por la ley,43 ya ha sido traducido o interpretado en alguna imagen, palabra o gesto, y por ende no es más la creación sino lo (ya) creado o (ya) imaginado. De acuerdo a la clásica dicotomía de Spinoza ya no se trata de natura naturans, sino de natura naturata.44

Borges nos recuerda mediante ese aparente héroe de la nada llamado Pierre Menard, que toda las criaturas humanas son también hijas de su imaginar, de su deambular imaginativo incesante y sobre todo «subterráneo». ¿Por qué sino celebrar de continuo a algunos creadores, y despreciar con igual ahinco otras obras, negando así ese don tan humano a tantos humanos? Quiero secundar a Borges cuando él describe el propósito de su fábula como una justificación de ese «dislate»,45 es decir, de su afirmación de que la obra no visible de Pierre Menard «tal vez la más significativa de nuestro tiempo, consta de los capítulos noveno y trigésimo octavo de la primera parte del don Quijote».46 El atributo es hiperbólico si pensamos que proviene de una escritura excepcionalmente parca en excesos como la de este escritor argentino. Antes de justificar sus palabras, el narrador propone un doble origen para su propósito tan singular: uno es «el tema de la total identificación de un autor con otro», el otro la fuerte repulsa al anacronismo, a la moda de aggiornar a un ser del pasado con ropajes actuales para poder creer o que «todas las épocas son iguales» o que «todas son distintas».47 La aclaración de que no se trata de crear con la escritura un Quijote contemporáneo es crucial aquí. ¿Pero de qué se trata entonces? Pierre Menard, explica Borges,

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«No quería componer otro Quijote -lo cual es fácil- sino el Quijote.»48


Contra el miedo a la duplicación maquinal expuesto con brillo en un ensayo de Walter Benjamin,49 el relato de Borges nos propone el juego infinito de producir de nuevo lo irrepetible. La segunda vez es siempre y ante nada otra vez, es decir, algo irremediablemente diferente. Tal vez la máquina podría volver al punto cero, pero no la naturaleza, ya sea cósmica o humana. Por eso, nos aclara Borges más adelante, la tarea de Menard no consistía en absoluto en «una transcripción mecánica del original» ya que él «no se proponía copiarlo».50 Lo que hacía tan admirable su ambición era el proyecto de «producir unas páginas que coincidieran palabra por palabra, línea por línea con las de Miguel de Cervantes».51

Queremos preguntarnos ahora qué es lo que le permite a este narrador oponer los siguientes pares de términos entre sí:

TRANSCRIBIR vs COMPONER

COPIAR vs PRODUCIR


Contestar esta pregunta nos permitirá justificar e intentar demostrar que en la expresión «la canción Cambalache de Los Estómagos», la preposición «de» no significa que se trate de una versión, copia, cita, o mera repetición con variantes rockeras de fines de los años ochenta de una composición original, sino de la misma función que cumple ese artículo en la frase «el grito de Gabriel Peluffo (= el cantante del grupo Los Estómagos)». La partícula gramatical nos remite a algo totalmente propio, tan suyo como su piel o sus saltos sobre el escenario.

Podemos pensar en toda empresa estética como la búsqueda interminable de la conformidad, es decir, el hacer coincidir un sueño con el deseo que dicta la ley dentro de la que nacemos, y, con mayor o menor determinación, lograr que esa ley ya no sea la misma, que ni el creador ni los otros ya sean más los mismos. Esto se opone al conformismo, entendido como la práctica obsesiva y compulsiva de la pura -e imposible- reiteración, donde la búsqueda implica luchar contra el   —122→   propio sueño (de la primeridad) y convertir el deseo (de la terceridad) en la pesadilla de Otro con la que se pretende fusionar. Lo estético entonces es la primeridad como juego y liberación posible. La negación de lo estético es el proyecto distópico de una fusión completa o casi con la terceridad. Un ejemplo de este emprendimiento enemigo de la estética lo encontramos en la reiteración maquinal y mortífera de la Ley tal como la narra Kafka en «La colonia penal», por ejemplo. Allí el comandante actual le muestra con orgullo a un casual visitante, y en su propio cuerpo, el funcionamiento de la máquina de torturar para que aquel entienda cómo se debe, a toda costa, conservar inalterado este instrumento de sufrimiento. El comandante muere en la máquina para probarle al visitante que no puede haber vida si se admite el cambio; él muere para que nada cambie y lo paradojal es que consigue así cambiar el mundo, gracias a su propia extinción. Como él no logra imaginarse otro mundo menos persecutorio y cruel, se expulsa a sí mismo de un universo sometido al inexorable cambio.

El autor P. Menard se confiesa al narrador: él ha pasado largos años probando y desechando para poder llegar a su meta. Su finalidad es evidente: el deseo de relatar el más grande relato jamás escrito. Para acometer tal empresa quiere inventar aquello que ya llevaba varios siglos existiendo como la obra por antonomasia -la novela de todas las novelas- y hacerlo desde sí mismo, instalado en su ahora. Por ende, Menard debe ir en contra de todas las circunstancias físicas -el tiempo pasado, lo ya leído, el nacimiento y la obra cervantinas como hechos brutos e incontestables- y también contra las leyes de la autoridad máxima en este campo, el copyright o derecho de autoría. Borges describe la salida que halla P. Menard para su imposible proyecto, la creación y no la copia de algo que lo antecede en tres siglos:

«seguir siendo Pierre Menard y llegar al Quijote, a través de las experiencias de Pierre Menard.».


(p. 335)                


En el vídeo que registra la actuación del festival de Montevideo Rock II, el cantante y compositor del grupo Los Estómagos introduce la ejecución de Cambalache mediante la dedicatoria de la canción a «los subordinados» del eficaz comisionado de policía de Ciudad Gótica, al encargado oficial de activar la batiseñal para que Batman, el hombre-murciélago, y Robin, su aliado petirrojo, acudan al rescate:

«Este tema se lo vamos a dedicar a los subordinados de O'Hara. Y como dijo Batman ningún hombre es más que la ley, ni mucho menos que ella.»


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Luego viene una introducción frenética de Cambalache bailada al ritmo de la canción de Batman (la película de los años sesenta). Sólo desde una ley apropiada, en el doble sentido de adecuada y de remodelada imaginativamente, puede alguien enfrentarse y salir victorioso del embate contra la Ley genérica y colectiva. Desde quienes son Los Estómagos en 1988, el grupo canta, toca y baila su Cambalache, para hacer real otra ley posible, y para denunciar estéticamente las fuerzas parapoliciales reales de los años de dictadura, aún impunes luego del advenimiento de la democracia. Pero hay algo novedoso que puede pasar desapercibido: ellos no hablan o cantan desde ningún partido político o ideología autorizada, tan solo se apoyan y ubican en un clásico cómic protagonizado por la fuerza parapolicial más famosa del mundo, el duo dinámico de Batman y Robin. Se trata de dos héroes paradojales que se instalan al costado de la ley para ayudarla, pero también para burlarla y demostrar su ineficacia. ¿Acaso ellos son parte del cuerpo policial? ¿No acuden Batman y su joven amigo precisamente cuando ese cuerpo ya no da más, cuando se declara incapaz de enfrentar el mal de Ciudad Gótica? Es sólo entonces que el impotente comisionado se ve obligado a activar el SOS amarillo para que aparezcan estos dos transvestidos de la Ley oficial?

La dedicatoria del grupo uruguayo significa eso y más: es el signo inequívoco de un nuevo encuadre, de un nuevo espacio y tiempo para gozar de este Cambalache '88 de Los Estómagos. De aceptarlo, de oírlo y contemplarlo allí en el estadio durante el concierto, o mirándolo luego en un vídeo o en un casette, quedamos amparados en ese espacio-tiempo semiótico de otra Ley, una que es radicalmente diferente a la de 1934, a la creada por E. S. Discépolo. Esa nueva Ley es la que hace bailar a esos jóvenes que están reunidos en el festival, o que hace rabiar a los que se indignan de esta expropiación de su canción, de su tango clásico, de su encuadre sagrado y definitivo.

Una vez aceptado este trámite semiótico y general, el crear desde quien uno es para quienes uno quiere (y quienes no quiere) que lo entiendan o escuchen o lean, no es difícil emprender el camino por uno mismo. Le ocurre al narrador ponerse a hojear un capítulo de El Quijote «no ensayado nunca por él (P. Menard)»52 y, de todos modos, encontrar allí cosas de su estilo y no del de Cervantes. De igual manera, no resulta difícil, luego de la creación del Camblache de Los Estómagos escuchar en algún tema discepoliano ecos punk y posmodernos, que antes   —124→   no nos hubieran asaltado la imaginación, al menos no del mismo modo. Ya se ha producido una influencia de estilo borgeano, entonces, de Peluffo y su grupo sobre el indiscutido maestro argentino Enrique Santos Discépolo. Como veremos enseguida, Discépolo es también hijo de ellos, de los jóvenes rockeros uruguayos de los años ochenta, así como éstos se presentan, estética y semióticamente, como sus parientes lejanos e íntimos.

Si pensamos ahora en la distancia temporal que existe entre una y otra obra, entre la discepoliana y la estomacal, aunque entre un Cambalache y otro no han transcurrido «trescientos años», el caso del Quijote de P. Menard y el del autor español, sino sólo medio siglo (el tango es estrenado en 1934, por la entonces célebre cantante argentina Sofía Bozán), sí ha pasado mucho rock, y casi todo el tango, su gloria y su decadencia, su magia y su ruina inocultable. Lo que parecía «inevitable» componer, cantar, bailar y entender a comienzos de siglo, en los conventillos de las oleadas inmigratorias que llegan entonces al Río de la Plata, ya no lo es. La ley aún frágil del nuevo mundo, y las demás condiciones de vida que hoy vemos como discepolianas son, para el cantante uruguayo Peluffo y su grupo de rock, así como para su público de 1988, un esfuerzo de concentración imaginativa desde un universo telemático, de realidad virtual y de videoclips. Con respecto a ese delicado problema de sentido, concluye el narrador Borges:

«El texto de Cervantes y el de Menard son verbalmente idénticos pero el segundo es casi infinitamente más rico.»


(p. 337 énfasis agregado, F. A.)                


Realmente, nunca alcanza con lo verbal para comprender cabalmente el mundo de lo humano, queda sin incluir mucho de la infinita acción llamada semiosis, que incluye lo verbal pero junto con todas las demás formas del proceso sígnico. Eso lo sabía bien E. S. Discépolo cuando describió con concisión el tango como un pensamiento triste que se baila.53 Acuden y se mezclan en ese acto que es el tango discepoliano tacto, olfato, palabra pensada, gusto mascado y mirada. Algo similar ocurre con la música y las letras de Los Estómagos medio siglo después.

Un argumento que ofrece Borges para demostrar su tesis sobre la creación de P. Menard es el contraste en destreza creadora de la duplicidad Cervantes/Menard. Lo que es «ingenio retórico» o gastado cliché en uno, se convierte, dentro del horizonte de sentido del que viene   —125→   después, mucho más tarde, en un sentido radicalmente nuevo, audaz e insólito. Así, sobre el uso del lunfardo discepoliano por parte de Los Estómagos podría decirse lo que Borges hace decir a su narrador: en el primero (Cervantes, o Discépolo en este caso) se trata de un estilo fácil, de un juego brillante con la inmediatez cotidiana, mientras que en el otro (Menard o Los Estómagos) es un preciosismo filológico o irónico que reconstruye una época que sólo pueden adivinar pero que no vivieron.

Otro mérito no menor de esta obra singular y magistral de Pierre Menard y, agrego, de Los Estómagos, sería el desanestesiar a sus respectivos públicos, tal como querían los formalistas rusos, el sacudir la gruesa capa de «gloria» (p. 338) que ha sedimentado implacable sobre lo que fuera en su momento una novela entretenida o un tango inquietante y crítico. Borges habla con desprecio de la devoción obsecuente que cayó después incesantemente sobre aquel «libro agradable» (p. 338) de Cervantes, y que sería uno de los obstáculos para gozarla de veras. Nos advierte divertido el narrador sentencioso que «la gloria es una incomprensión y quizá la peor» (p. 338). Cuando el relato cuenta sobre las notas, las infinitas correcciones que va destruyendo infatigable Menard hasta llegar a su creación final, la que debería leerse como «una especie de palimpsesto» (p. 339) de todo lo que fue escrito antes, es difícil dejar de pensar en todas las canciones, la música, el baile y la agitación cultural de la posdictadura uruguaya (y rioplatense) que condujeron inexorable y azarosamente a Los Estómagos hacia este Cambalache tan suyo e irrepetible de fines de los años ochenta. ¿Qué mejor imagen que la de un «palimpsesto» para la creación, esa superposición sorprendente de capas de sentido que luego saltan a la percepción y enriquecen transversalmente nuestra interpretación de un texto y del mundo donde éste existe?




2. El rock estomacal como precursor del tango discepoliano


«[...] el menor de los hechos presupone
el inconcebible universo, e,
inversamente, [...] el universo
necesita del menor de los hechos.»


«La poesía gauchesca», J. L. Borges                


Retomo una idea borgeana que puede entenderse como un corolario del efecto pierremenard: lo que no sería «excepcional» en un famoso   —126→   compositor argentino de tangos de la tercer década del siglo XX, salta al oído de la escucha cercana al fin de ese siglo.

Propongo ahora leer/escuchar/sentir la música y la voz de Los Estómagos a través de su creación Cambalache de 1988 como un suceso semiótico previo e influyente en la poética del Cambalache de E. S. Discépolo de 1934. De nuevo, un ensayo de Borges acude en ayuda, se trata de «Kafka y sus precursores».54

Todo comienza normalmente en este breve texto, es decir, según el canon fijado por la terceridad que nos promete (engañosamente) el título: se trata de indagar sobre quiénes pueden haber prefigurado o anticipado temporalmente a Kafka, una típica cuestión de índole histórico-literaria. Pero, desde el comienzo mismo de «Kafka y sus precursores», interviene, de modo subversivo, el deambular imaginativo descrito más arriba. ¿Qué pasaría, nos invita a suponer el narrador, si invertimos esa reconstrucción cronológica del buen sentido y damos rienda libre al puro juego abductivo? ¿Qué ocurriría si nos pusieramos a imaginar y soñar sobre cómo sería la literatura anterior a Kafka pero concebida como pos-kafkiana? Con esta consigna en mente, Borges reúne en su ensayo obras muy disímiles, para descubrir asombrado que éstas sólo son clasificables como un grupo o cuasi-género en virtud de una cierta condición o tono kafkiano que compartirían, y esto a pesar de su estructura, estilo y origen geográfico.

De no haber escrito Kafka y nosotros leído su obra, observa con justeza el narrador, estos textos tan disímiles (texto de lógica, erudición recóndita, parábola filosófica, poesía y relato épico) seguirían sin decirnos mucho, sin poseer esa fuerza persuasiva de encontramos ante algo siniestro, especialmente inquietante para la condición humana. Todo ocurre como en la perlaboración freudiana (Durcharbeitung), que se define como «una repetición modificada por la interpretación».55 Sólo conseguimos comprender el sentido de algo ya acaecido en virtud de otra instancia que sucede bastante después, y que permite cerrar el bucle interpretativo de manera sorprendente y desacomodadora. Un   —127→   elemento hace contacto en nosotros porque ya existía algo en ciernes, en este caso en la intertextualidad abierta e ilimitada de escritos dispersos, esperando para reunirse bajo el signo kafkiano que viene luego y lanzar así un nuevo sentido al mundo. En esta perspectiva, lo kafkiano difuso y azaroso aparece como más valioso incluso que las obras del propio Kafka. Éstas son mucho menos leídas que lo que se pronuncia acertadamente ese dictamen casi de modo cotidiano. Se trata del juicio de mucha gente que jamás se detuvo a leer El Proceso o «El artista del hambre», y que, a pesar de ello, no se equivoca cuando utiliza este atributo en muy diversas circunstancias, sean éstas o no literarias.

Es común afirmar que un episodio de la Biblia es kafkiano, o que cualquier otro incidente que haya ocurrido antes, desde el punto de vista cronológico, se vuelve kafkiano gracias a ese après coup de la primeridad deambulante e imaginativa desarrollada por Borges en su texto. De ese modo, lo que tuvo lugar antes sólo parece encontrar su cabal sentido y real propósito en esa construcción bizarra de la imaginación que le asigna un significado después, a posteriori. Con la lectura o el rumor de Kafka encima, bien instalado en el cuerpo (social), surge con más nitidez el sentido de un suceso remoto. Por ejemplo, puedo aprehender cuál es la finalidad semiótica o teleología de un archiconocido episodio mejor que antes. En lugar de tratarse del relato de un mal muchacho llamado Caín, que es tan desagradecido con su progenitor celeste podemos preguntarnos qué pasaría, en cambio, si el hermano mayor de Abel fuera como el personaje K en El Proceso, un procesado sin culpa, sin sentido. ¿Y si el hijo de Adán y Eva no fuera desagradecido sino alguien maldecido por una Ley arbitraria, esencialmente violenta, que lo aplasta antes de que él pueda ser reconocido y bendecido por la mirada esquiva de Yahwé?56

Pensemos ahora en el vínculo no obvio, caracterizado fundamentalmente por la primeridad imaginativa y no por la pura segundidad histórica, que existe entre la obra de Los Estómagos y la de E. S. Discépolo, a la luz de esta conclusión borgeana:

«El poema 'Fears and scruples' de Browning profetiza la obra de Kafka, pero nuestra lectura de Kafka afina y desvía sensiblemente nuestra lectura del poema. Browning no lo leía como ahora nosotros lo leemos.' [...] El hecho es que cada escritor crea a sus precursores. Su labor modifica nuestra concepción del pasado, como ha de modificar la del futuro'.


(p. 228 - énfasis en el original).                


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Borges se burla de los confines de la tradición y de la norma académica -la tradición literaria- cuando desecha nada menos que al «primer Kafka de Betrachtung» como el auténtico precursor del Kafka maduro, del hoy clásico autor «de los mitos sombríos y de las instituciones atroces», ya que éste le debería más a «Browning o (a) Lord Dunsany» (p. 228). El escritor argentino no hace sino decir poéticamente lo que expone el semiótico y psicoanalista Balat (1992: 120): la primeridad es el terreno imaginativo en el cual todos deambulamos sin ser aún sujetos, sin ser siquiera individuos. El universo de la primeridad semiótica es tierra de todos y de nadie. Por eso pueden otros autores ser más precursores de Kafka que el propio escritor checo en su juventud, y a la inversa, el maduro Kafka puede enseñarnos lo mejor que existe virtualmente, como pura posibilidad, musement o deambular imaginativo, en otros autores que lo antecedieron en el tiempo.

Lo mismo puede afirmarse de Cambalache: mucho caos ha pasado por esa gran vidriera del mundo que describe este profético tango de 1934, pero luego de escuchar el Cambalache de Los Estómagos una nueva clase de violencia nos estremece, y reinfunde vida en aquel tango del mundo rioplantense del primer tercio de este siglo. El propio Enrique Santos Discépolo no podía escuchar este tango como lo hacemos nosotros: en su época lo popular era el tango. Una prueba de esto es que Cambalache se estrena en 1934 en el lujoso y céntrico teatro Maipo, en pleno centro de Buenos Aires, la capital argentina. Hoy, más de medio siglo más tarde, el género mismo es parte de la marginación que mezcla caóticamente con las cimas de la sociedad Cambalache. Pero cuando crea este tango, su autor lo hace desde una centralidad textual muy grande dentro de la canción popular a ambos márgenes del Río de la Plata. Era improbable que alguien se preguntara en aquel entonces si lo que hacía Discépolo era o no era auténtico, o si ese autor expresaba o no en verdad el sentimiento popular. Esa discusión en torno al tango en aquel momento simplemente era impensable. Al menos no existía en los términos en que, muchos años después, muchos críticos de la cultura latinoamericana se iban a preguntar con insistencia si el rock que ejecutan y cantan Los Estómagos, entre muchos otros creadores de estas latitudes, es un elemento cultural foráneo o exógeno, si para los jóvenes de Uruguay o Argentina escuchar y vibrar con sus creaciones significa vender el alma hacia afuera y exiliarse de los mejores valores autóctonos. Decidir si los movimientos del grupo de rock rioplatense sobre el escenario son ecos espúreos y comerciales de sus pares norteamericanos o de los punks, un tema cultural favorito de los años   —129→   ochenta en esta región, definitivamente no formaba parte del sentido de aquel Cambalache de los años treinta, momento del apogeo absoluto del tango.

Cuando E. S. Discépolo habla de la razón en Cambalache en los términos que siguen:

«Qué falta de respeto, qué atropello a la razón, cualquiera es un señor, cualquiera es un ladrón»


Él no podía prever que la razón podía entrar en esa crisis generalizada que llaman posmoderna, y que hoy parece innegable, cualquiera sea el nombre que el fenómeno sociocultural reciba, según la convicción epistemológica de quien lo piense. En 1934, todavía había algo monolítico que podía ser atropellado y, eventualmente, reparado y que podía reivindicarse con seguridad como la razón, es decir, como el dominio de lo indiscutible. Cuando gritan y cantan Los Estómagos el texto

«Qué falta de respeto, qué atropello a la razón, cualquiera es un señor, cualquiera es un ladrón»


lo hacen ya plenamente instalados a fines de la década de los ochenta, cuando esa confianza inamovible en una razón que salve la situación humana en el último minuto ha desaparecido. Los contemporáneos de este grupo musical en todo el mundo hablan de la existencia razones, de verdades locales o conversacionales, en el mejor de los casos, que sólo pueden arbitrar como retóricas limitadas y débiles dentro de la frágil interacción de la humanidad. La obra del grupo de rock uruguayo considerada aquí, forma parte de ese gran telón final sobre la razón que podía llegar a iluminarlo todo. ¿Pero cuando acudimos al relato del fin de los relatos del propio Discépolo, al Cambalache del revoltijo de lo alto y de lo bajo, de lo erudito y de lo rufianesco, a esta traducción argentina y tanguera del adinata griego no nos suena posmoderna?:

«Igual que en la vidriera irrespetuosa de los cambalaches se ha mezclado la vida y herida por un sable sin remaches ves llorar la biblia junto a un calefón».


De modo casi irresistible, viene a la mente la producción de ese otro creador de lo caótico junto a lo sublime, de quien con su obra excede cómodamente los límites de género y convención de su propia época, y que también proviene de esta región del mundo, el misterioso Conde de Lautréamont, el uruguayo Isidore Ducasse. Su definición de lo hermoso como «el encuentro fortuito de un paraguas y una máquina de   —130→   coser sobre una mesa de disección», ha sido expropiada tanto por los surrealistas como por el director británico Richard Lester en su imagen final del film Help. La obra de Ducasse también exhibe muy visiblemente esa capacidad de crear precursores y sucesores que posee Cambalache, y cualquier texto con suficiente poder de activación del deambular imaginativo humano. La posmodernidad o vigencia de E. S. Discépolo, autor de los años treinta, es muy plausible, pero este efecto estético e ideológico se hace notar muy especialmente, luego de escuchar o ver este Cambalache de Los Estómagos, luego de sentirnos sacudidos por su genuina creación, ni versión, ni copia ni repetición, que viene del año 1988. Esta obra de los años ochenta llamada Cambalache actúa hacia atrás y hacia el futuro por igual.

Estos rockeros son hijos de un tipo de vidriera vertiginosa impensable en 1934. El cambalache catódico de la televisión es el gigantesco páramo donde va a dar todo lo deseable y lo decible en Occidente, desde el Papa y el Presidente o el Predicador hasta los condones coloridos, inflados y simpáticos de la empresa de ropas Benetton. Imposible prever hace seis décadas el «flujo sucio» de la televisión, afinada descripción de su programación ininterrumpida sin verdaderos programas singulares o unitarios, del sociólogo inglés Raymond Williams.57 Imposible llegar a esta visión en una década tan radicalmente radiofónica y letrada como la del treinta. Y, sin embargo, hay algo perfectamente adecuado, satisfactorio estéticamente en la puesta en escena de este Cambalache de fines de los años ochenta.

2.1. La diferencia y el deambular imaginativo


«Perceval encima de las gotas en la nieve musa
toda la mañana y usa
tantas horas que todos los que al pasar
lo vieron musar y creyeron que dormitaba».


Fragmento del Cuento del Grial, de Chrétien de Troyes, citado por M. Balat, 1992                


Quizás no sea plausible imaginar que algún joven uruguayo o argentino escuche Cambalache por primera vez en su vida por boca de Los   —131→   Estómagos, ese verano de 1988, en Montevideo. Pero no es difícil suponer que este hipotético receptor virginal de Cambalache, junto a muchos otros de su edad, nunca hayan prestado demasiada atención al hoy clásico tango de E. S. Discépolo. O que si alguno de ellos lo tarareó alguna vez fue de manera distraída, como una canción de sus mayores, algo a tomar con pinzas paródicas. Esa posibilidad queda revertida para quienes escuchan esta creación, ya sea en vivo, en el vídeo o simplemente en una grabación de audio de ese grupo. Se cierra la posible lejanía o ajenidad cultural con la escucha más plausible de esta creación que, en su ferocidad sin concesiones, recuerda otra creación igualmente potente y perturbadora: la que hace el desaparecido músico negro Jimmy Hendrix a partir del himno norteamericano, el Star Spangled Banner, al final del festival de Woodstock, en 1969, punto de inflexión en el período hippie en Estados Unidos, y en el resto del mundo occidental.

Las marcas de la enunciación presentes en todo enunciado, esas huellas lingüísticas que llevan a pensar y a postular el momento pasional del discurso, no lo agotan en modo alguno, sino que constituyen apenas «una parte ínfima del iceberg enunciativo».58 Del mismo modo, las coincidencias léxicas o musicales entre el Cambalache de E. S. Discépolo, que aparece aquí transcrito en el Apéndice de este trabajo, y el Cambalache que realizan Los Estómagos no deben distraernos de la profunda autonomía y diferencia de ambas obras entre sí. Lo interesante no radica tanto en buscar las trazas o evidencias arqueológicas de lo discepoliano en el rock de este grupo uruguayo de los años ochenta, sino en reconstruir la creación que produjo este último mediante un acto imaginativo. Confundir lo creado y acabado con la creación implica reducir el edificio triádico de la semiótica a sólo dos universos: el de la segundidad, en este caso el hecho cronológico e irremediable de que el Cambalache de E. S. Discépolo tuvo lugar antes, y el de la terceridad, la constatación consensual y legal de que, para el mundo, se trata de un tango y no de un rock, y el problema de la autoría legal. De aceptar esta visión diádica del mundo humano, el caso que nos concierne aquí, este Cambalache de Los Estómagos no sería más que una versión de un tango clásico. Luego sólo restaría decidir, de modo formal o informal, si esta nueva versión es una perversión o una di-versión del original. Pero este camino no nos permite pensar en la canción de 1988 del grupo de rock uruguayo como si   —132→   fuera una traducción, como una fuente de mundos posibles. Si aceptamos, con Peirce, la presencia de esta dimensión específica e irreductible del pensamiento llamada deambular imaginativo (el musement), se vuelve insostenible la existencia de la dicotomía de los hechos brutos y de las leyes que los regulan. De ser el sentido fruto de una dicotomía, todo se resolvería en la irreconciliable rivalidad entre generaciones o en la perfecta pacificación donde todo valdría igual, rock y tango, burla u homenaje. La visión triádica del significado postula el funcionamiento de un ciclo interminable de tradición, creación y tendencia al establecimiento de legitimidad, no sólo para el universo estético, sino para cada acto de semiosis humana.

Deambular imaginativamente, ya sea mediante una canción o una divagación que no sobreviva el fin del día en cualquier persona, tiene como efecto principal la posibilidad de salir de uno mismo, el poder hacerlo casi sin darnos cuenta y sin un rumbo clara o previamente prefijado. Esta clase de vagabundeo es la única vía, según Peirce, por la que pueden ingresar novedades, que exceden los límites de la experiencia, de lo consabido de ese mundo nuestro y familiar que de tan habitual ya se ha vuelto casi invisible. El producto final de la imaginación es la hipótesis que, con el tiempo tal vez haga caer un vasto edificio teórico, en el mundo de la ciencia, o que tal vez termine en un nuevo rumbo de vida. En el caso que nos concierne aquí, el postular la existencia de dicho vagabundeo semiótico como un elemento esencial del proceso que nos lleva a entender y cambiar o aceptar el mundo tal cual es, permite que concibamos este tango llamado Cambalache no como un reducto para viejos exclusivamente, una suerte de mausoleo cultural, ni como el humilde tributo de jóvenes que se ponen a cantar, a su modo, lo mismo que cantan sus mayores. No cambia demasiado en este enfoque dualista si el Cambalache de 1988 es realizado para enfrentar lo que cantan o admiran los viejos.

Entre la sumisión y el puro enfrentamiento hay un espacio o tiempo o acción que consigue terciar y generar un final inesperado. Entre la amenaza de lo desconocido -el accidente brutal- y la ley siempre en peligro de fosilización -la costumbre entendida como clausura de lo nuevo- se instala el musement libérrimo. Vale la pena redefinir entonces semiosis como la coexistencia compleja, fluida e inevitable de la experiencia -lo ya visto, ejecutado, oído- la previsión o predicción -la expectativa y constatación de un orden generalizable- y la separación instantánea y fugaz pero irreductible de esas dos dimensiones en la creación imaginativa.

  —133→  

Para entender el significado como un incesante movimiento conviene recordar la observación de Balat (1992: 105) sobre la falta de pureza o perfecto aislamiento de la primeridad creativa en el edificio semiótico peirceano, que Balat equipara con el dispositivo teórico del imaginario lacaniano. La primeridad semiótica ya está trabajada por un después del re-conocimiento, y por un antes del impacto de la historia, ya sea la cercana, la percepción de cada instante, como la mucho más distante de la genealogía, de los ancestros. Sobre esta última podemos pensar en la tradición como un fino depósito de semiosis ya transcurridas que cae, sin cesar y desde todos los tiempos, sobre las nuevas generaciones. La instantaneidad de ese musement o deambular imaginativo nos hace pasarlo por alto, y retener sólo la fuerza contundente del pasado, la determinación que acota inexorablemente nuestras posibilidades, llámese contexto, tradición o antecedente, y esa tendencia hacia el después, la visión completa de lo que nos proponemos como logro y destino, que guía y justifica lo que hacemos y pensamos en cada momento.

Tanto en francés medieval como en castellano antiguo encontramos el término muser y musar, respectivamente. El acápite de esta sección nos presenta al héroe medieval cuando divaga absorto y extasiado, fuera de sí, momentáneamente ausente de su habitual ser guerrero. Perceval se absorbe en la analogía caprichosa y ensoñada entre las gotas de sangre en la nieve y la fisonomía de su amiga. Para Balat (1992: 119) lo que está en juego en ocasiones como ésta es el «tono» semiótico, un elemento que, por definición, no llega a actualizarse como vehículo sígnico, como ese enviado «oficializado» que es, por ejemplo, todo símbolo, la clase de signo dotada de generalidad asegurada y de un futuro aceptable. La tonalidad de la imaginación como deambular consiste, en cambio, sólo en una especie de flotación, un movimiento humano que no llega a aterrizar ni a concebir un buen puerto donde ir a parar. Porque, «el musement es esencialmente tonal. [...] No es la significación actualizada lo que predomina en lo tonal, sino los modos de pre-significación marcados tanto por la posibilidad real» (ibid). Dentro de este universo de la primeridad, Cambalache no es ni tango famoso, ni recreación paródica ni sentido homenaje de Los Estómagos a un género o a un artista del pasado como E. S. Discépolo. Todos estos aspectos pertenecen a la segundidad, al duro e irrevocable momento del juicio una vez que ha sido emitido, a aquello que cada público logró comprender o prefirió descartar, y por supuesto también a la terceridad, donde habitan los géneros, las normas poderosas del mercado. Por ejemplo, las prohibiciones de pasar uno de los   —134→   dos textos llamados Cambalache en ciertas radios, y la preferencia a emitirlo por otras (la banda de AM opuesta a la de FM), de acuerdo a un mecanismo que recuerda el funcionamiento de las variantes de un fonema en rigurosa distribución complementaria.

La semiosis tonal propia de la imaginación y de la abducción, para Balat, serían virtualmente el terreno de nadie y de todos, un ámbito sin pasado ni futuro que está siempre en fuga, como el instante inasible. Sólo en esta dimensión de la primeridad es posible soñar con lo que aún no es, y dejar de lado la certidumbre y el asedio forzoso de lo realactualizado, por ejemplo, el nombre de E. S. Discépolo adherido para siempre al célebre tango Cambalache. También queda en suspensión en esta instancia lo potencial y generalizable, el futuro probable de esa canción entre los seguidores de Los Estómagos, y entre sus también muy probables detractores, los discepolianos ortodoxos o los rockeros que detestan el tango. ¿Cómo escapar de la reiteración ciega y de la generalización poderosa que encarrila toda ocurrencia semiótica dentro de la norma, ya sea musical o económica, si no es desde una zona que no es de nadie, pero donde todos podemos instalarnos un instante para soñar con lo Otro, con lo que sólo ofrece un evanescente poder ser, un may be al decir de Peirce? Esa mera posibilidad constituye, no obstante, el momento en que se produce una suerte de shuffle semiótico, me refiero a la función que lleva ese nombre y que está incluida en el programa estándar de los reproductores de disco compacto actuales. El shuffle (traducible por «mezclador») sirve para alterar al azar el orden secuencial rígido y previsible en que han sido industrialmente dispuestas las canciones de un disco compacto. El Cambalache de Los Estómagos implica un rebarajar análogo al descrito, un desbarajuste del orden conocido, el que concluye por alterar y desnaturalizar. Esta operación semiótica lanza hacia el futuro nuevo material para ser normalizado. Con el tiempo, este Cambalache revulsivo de 1988 será una composición musical más, algo que hicieron estos jóvenes de entonces con un tango-monumento, tal vez un neoclásico, como lo son hoy, para la tradición musical del Río de la Plata, los alguna vez muy polémicos tangos del compositor argentino Astor Piazzolla.




3. Conclusión: la creación, una ocupación ilegal y fortuita

Desde la concepción presentada aquí, el creador no sería entonces más que un squatter, es decir, un ocupante ilegítimo, provisional y   —135→   efímero de la creación. La creación siempre está, virtualmente desocupada pero habitable, a pesar de la acción contraria de dos fuerzas vecinas, la ley y la tradición. Tierra de nadie, sin ley ni precedente que honrar, pero limitada por las otras dos fronteras, la primeridad es un piso móvil, un agitado centro sublunar, para utilizar el tradicional término de la metafísica aristotélica. Esa zona de squatters, de lo humano concebido como una tonalidad vaga e inasible, es la paridora de ese extraño sentimiento que sólo se deja aprehender para informarnos que ya se ha retirado, y que por falta de mejor nombre llamamos libertad.

Quizá convenga recordar por última vez que toda interpretación ejerce violencia, y que el sentido es siempre un sentido impuesto, una forma de violencia que sólo ha sido olvidada y apaciguada con el tiempo. Lo consentido es sólo el final provisorio, inestable si lo vemos desde la larga duración, de una práctica infinita. Por eso, no importa quién vino antes y quién después, sólo importa, tal como cantan Los Estómagos, sentir que «la música está enferma», que «nosotros también» lo estamos, que no hay un lugar de salud estética, neutro y apacible desde donde crear y escuchar música, palabras o recibir formas de vida. Por eso, para recuperar la música, primero hay que perderla y perderse, «hay que volverla a romper».




Referencias bibliográficas

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  —136→  

Apéndice:

Letra de la canción Cambalache, de Enrique Santos Discépolo (Argentina, 1934) y del rock Cambalache del grupo Los Estómagos (Uruguay, 1988). Se ha conservado la ortografía de la edición escrita, tal cual aparece en la recopilación de Gobello y Stilman (1966: 85).



'Que el mundo fue y será una porquería ya lo sé
en el 506 y en el 2000 también.
Que siempre ha habido chorros maquiavelos y estafados,
contentos y amargaos, barones y dublés.
Pero que el siglo XX es un despliegue de maldad insolente
ya no hay nadie que lo niegue.
¡Vivimos revolcados en un merengue, y en un mismo lodo
todos manoseados!

Hoy resulta que es lo mismo ser derecho que traidor
ignorante, sabio, chorro, generoso estafador.
Todo es igual nada es mejor, lo mismo un burro que un
gran profesor. No hay aplazao ni escalafón los inmorales
nos han igualao.

Si uno vive en la impostura y otro roba en su ambición da lo mismo que
seas que seas cura, colchonero, rey de bastos, caradura o polizón.

Qué falta de respeto, qué atropello a la razón
cualquiera es un señor, cualquiera es un ladrón.
Mezclados con Stravinsky van Don Bosco y la Mignon
El Nino y Napoleón, Carnera y San Martín.

Igual que en la vidriera irrespetuosa de los cambalaches
se ha mezclado la vida
y herida por un sable sin remaches ves llorar la biblia junto
a un calefón.

Siglo XX cambalache problemático y febril
el que no llora no mama y el que no afana es un gil.
¡Dale nomás, date que va, que allá en el horno nos vamos a
—[137]→
encontrar! No pienses más, sentate a un lado, que a nadie importa
si naciste honrao.

Da lo mismo el que labura noche y día como un buey,
que el que vive de las minas
que el que mata, que el que cura,
o está fuera de la ley.