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... Quítale de delante [Dios al alma] algunos de los muchos velos y cortinas que ella tiene antepuestos para poder ver como Él es, y entonces traslúcese y viséase algo entre oscuramente (porque no se quitan todos los velos) aquel rostro suyo lleno de gracias.


(VO, p. 920)                


Velos y cortinas que impiden el encuentro total con Dios: el santo coincide muy de cerca con los musulmanes: en árabe 'h' con punto inferior (cursiva)iŷab significa «velo» y «cortina» (Pareja, op. cit., p. 321, Arabic-English dictionary, ed. Cowan, p. 156) y poetas como Ibn al Fāri'd' con punto inferior (redonda) aluden a esta última: «... Thou shall find all that appears to thee / ... but in the veils of occultation wrapt: When he removes / the curtain, thou beholdest none but Him.. (M. Smith, The Sufi..., p. 132). Cortinas y velos separan también, en una versión más popularizada, a Mahoma de Dios en la leyenda del mi‘rāŷ (XIX, 21).

Los paralelos continúan; en el proceso de su purificación que culmina en iluminación, tanto San Juan como los sufíes pulen el espejo de su alma hasta que, bien bruñida, pueda reflejar la luz de Dios: «el espejo [del] corazón se ha pulimentado ya con varias clases de mortificación... cuyo efecto es el pulimento indispensable para que se manifiesten con todo su brillo en el corazón purificado las formas de las realidades místicas»... Las palabras son del Tabaqat Sa'ranī (II, 70) de Abū-l-Mawāhib al-Šadilī del Cairo, pero repiten la imagen hasta el cansancio, Rūmī, Ibn ‘A't' con punto inferior (redonda)a' Allāh, Ibn-‘Arabī, Algazel, y hasta los antiguos Bis't' con punto inferior (redonda)āmī [m. 874), Hakim Tirmidī (m. 898) y Hasn Basrī (m. 728). San Juan coincide con todos y su alma, «mediante la lumbre derivada sobrenaturalmente» deviene «claro espejo» (VO, p. 459).

De otra parte, Al-Sa'rani explora las misteriosas profundidades de su alma incendiada de amor, que se subdivide en siete estados concéntricos cada vez más profundos (Schimmel, Mystical..., p. 174). El santo lleva a cabo idéntico descubrimiento al advertir en la «Llama» (I, 13) que su alma es concéntrica. Cierto que ya el Pseudo-Dionisio preludió esa concentricidad. Pero San Juan y los sufíes coinciden en sus pormenores. En la glosas al «Cántico» el santo ve que esos grados de concentricidad del alma son precisamente siete:

Esta bodega que aquí dice el alma es el último y más estrecho grado de amor en que el alma puede situarse en esta vida; que por eso la llama interior bodega, es a saber, la más interior. De donde se sigue que hay otras no tan interiores, que son los grados de amor por do se sube hasta este último, y podemos decir que estos grados o bodegas de amor son siete...


(VO, p. 700)                


Para Santa Teresa -todos los sabemos- son siete los castillos interiores del alma, para San Juan son aquí bodegas vinarias: ¿se habrá filtrado en su recuerdo el símbolo del vino extático, también, al parecer, sufí? En la fértil imaginación de Kubrā, las concentricidades del alma se dan en la forma de siete pozos que el alma interior, inflamada de amor, tiene que subir hasta alcanzar la luz última de la verdad. Traducimos una vez más del árabe:

Y has de saber que [el alma] no tiene una sola existencia. No hay existencia [en el alma] [sin que haya] encima de ella (superimpuesta) una existencia más importante, mejor que [la anterior], hasta que se llega a la existencia de la verdad. Y en cada existencia... hay un pozo [cada existencia es como un pozo] y sus clasificaciones son siete... y si subes los siete pozos de los distintos tipos de existencia [de los que está hecha el alma]... te parecerá [que llegas] a un cielo de la divinidad y del poder y que el amor [de Dios]... es luz... y en ella hay tal intensidad que no la pueden resistir las almas y sin embargo aman absolutamente [con este amor supremo].


(op. cit., cap. 8, p. 17)                


El alma como pozo interior no es imagen privativa de Kubrā, por más curiosa que nos parezca. Tiene larga estirpe musulmana -pensemos, por ejemplo, en Naŷm Rāzī, sufí del siglo XIII que también la utiliza (cf. Corbin, L'homme..., pp. 156-157). Pero pocos sacan tanto partido al símil como este tratadista persa tardío. En un pasaje de su citado Fawa'ih al-Ŷamāl wa Fawātih al-Ŷalāl (capítulo 17, p. 8) lo sorprendemos en un interesantísimo y altamente significativo juego de palabras con la raíz árabe raíz «qlb» = (q-l-b), cuyos múltiples sentidos explota y coloca en un primer plano: qalaba (qalaba) = «to turn around, to transmute, to reflect something, to be transformed, to change»; qalb (qalb) = «transmutation»; qalb 2en su sentido más usual de «essence, heart, center, middle», y, por último, la variante qalib (qalīb) = (pozo) (Arabic-English dictionary, pp. 784-785). Kubrā advierte, pues, en el corazón iluminado del místico, los matices de su posibilidad de reflejar (a Dios), de transmutarse o de transformarse en Él, de constituir esencia y centro más profundo del alma y de ser, por último -y metafóricamente- un pozo. El ingenio de este maestro del estilo resulta doblemente importante porque coincide una vez más -y con sorprendente exactitud- con San Juan de la Cruz. El santo -como si conociera las posibilidades de la raíz árabe- equivale también en la «Llama» (VO, p. 875) al centro más profundo de su alma, capaz de reflejar a Dios y de transformarse en Él, con un pozo: «¡oh dichosa alma!... que eres también el pozo de aguas vivas...». Como el persa, San Juan insiste en la imagen, que repetirá, respaldándola con el pasaje bíblico de la cisterna de Jeremías (VO, p. 875). Kubrā había respaldado su propia equivalencia con el pasaje coránico de José (cap. 12, p. 8). Igualmente interesante es una coincidencia adicional, también bastante extraña: al utilizar la imagen del alma como pozo o cisterna en medio de un proceso de iluminación, ambos místicos -como tantos sufíes previos- unen y confunden las aguas «vivas de ese pozo espiritual con las llamas de la transformación en Dios». El pozo del alma de Kubrā «se métamorphose en puits de lumière» (Corbin, L'homme..., p. 121). En San Juan, agua y fuego se equivalen a un milagro que duplica el de la transformación de la Amada en el Amado:

De manera que estas lámparas de fuego son aguas vivas del espíritu... aunque eran lámparas de fuego, también eran aguas puras y limpias... Y así, aunque es fuego, también es agua; porque este fuego es figurado por el fuego del sacrificio que escondió Jeremías en la cisterna, el cual cuando estuvo escondido era agua, y cuando le sacaban afuera para sacrificar era fuego (2 March 1, 20-22; 2 1-22)... antes las llama lámparas que aguas, diciendo ¡oh lámparas de fuego! Todo lo que se puede en esta canción decir, es menor de lo que hay, porque la transformación del alma en Dios es indecible.


(VO, p. 875-6)                


Otra modalidad del proceso de iluminación en la que tanto San Juan como los sufíes insisten es la metáfora del relámpago súbito para indicar la manifestación abrupta aunque fugaz de Dios. Aunque en este caso la equivalencia parece bastante extendida (Mircea Eliade indica que «the rapidity of mystical illumination has been compared in many religions to lightning» (The two..., p. 22) entre los musulmanes, incluyendo los alquimistas (cf. Jung, op. cit., p. 317), se convierte en una equivalencia técnica obligada. Ibn-‘Arabī nos garantiza la estabilidad de su imagen, llamada en árabe la'ih (literalmente, relámpago): «The author of these poems always uses the term, “lightnings” to denote a centre of manifestation of the Divine Essence» (TAA, p. 92). Una vez más Simnānī le da sitial numérico preciso en la vía mística: los relámpagos ocupan el número 69 de la novena etapa del camino (Bakhtiar, p. 96). Muchos otros musulmanes emplean el término, pero acerquémonos sólo al caso de Algazel, que en su I'h' con punto inferior (cursiva)yā' comenta:

... las luces de la verdad brillarán en su corazón... Al principio serán como relámpagos fugaces, que vuelven a repetirse y a permanecer poco o mucho... y habrá varias iluminaciones, o siempre la misma...


(Apud Pareja, p. 294)                


Muy cerca de Algazel, San Juan elabora la experiencia mística súbita bajo la metáfora del relámpago:

Y es, a veces, como si le abriese una clarísima puerta y por ella viese [el alma una luz] a manera de relámpago, cuando en una noche oscura súbitamente esclarece las cosas y las hace ver clara y distintamente y luego las deja a escuras...


(VO, p. 459)                


Hasta aquí el relámpago místico. No vamos a insistir demasiado en una imagen semejante que San Juan comparte con los musulmanes -el rayo de tiniebla (Noche, L 2, C. 6,3; VO, p. 572) -porque aquí el antecedente común de ambos (posiblemente el Pseudo-Dionisio) es bastante evidente. Es útil consignar, sin embargo, que este «rayo de tiniebla» es parte de una metafísica de luz y sombra que, si bien es compleja ya en el primitivo Padre de la Iglesia, entre los sufíes -sobre todo los persas- adquirirá dimensiones insospechadas de complicación e ingenio, como explora agudamente Toshihiko Izutzu en su ensayo «The paradox of light and darkness in the garden of mystery of Shabastari» (Anagogic qualities of literature, Univ. Park, Pa., 1971, pp. 288-307). Hasta los arquitectos de las mezquitas jugarán con esa alternativa de luz y sombra. Sorprenderemos en San Juan -ya algo lejos del Pseudo-Dionisio- el mismo juego con el claroscuro, para el que inventará un término: «obumbraciones» o «nacimiento de sombra» (VO, p. 878). Su curiosa elaboración del caleidoscópico fenómeno espiritual parecería colocar a San Juan de la Cruz cerca de la mística musulmana y de la estética árabe, que, en pleno desafío a la lógica aristotélica, tanto disfruta de la imposible unión de los contrarios:

... como quiera que estas virtudes y atributos de Dios sean lámparas encendidas y resplandecientes, estando tan cerca del alma... no podrán dejar de tocarla con sus sombras, las cuales también han de ser encendidas y resplandecientes al talle de las lámparas que las hacen, y así estas sombras serán resplandores...


(VO, p. 878)                


El poema de la «Llama» con sus correspondientes glosas, en el que San Juan describe el proceso de su iluminación final, siempre ha resultado de los más enigmáticos del santo y de los menos trabajados por la crítica. El referente de la literatura iluminista musulmana parece ayudarnos a ir descifrando su misterio y a ir familiarizándonos con algunas de sus posibles fuentes. Fuentes sufíes a las que el santo parecería en alguna manera, directa o indirectamente, haber tenido algún acceso. No ponemos en duda la ortodoxia y las intenciones cristianas de San Juan. Pero el poeta, al coincidir en tal manera con los sufíes, incluso al adaptar tan a menudo sus propios apoyos bíblicos a la simbología técnica musulmana, aunque hijo innegable de Occidente, deviene también, y en más de un sentido, hijo cultural de Oriente. Hijo genial, en el fondo, de la España de tres castas que exploró Américo Castro, el poeta canta sus sentimientos cristianos con metáforas musulmanas. Y su «Llama», poema sin duda ortodoxo aunque culturalmente mestizo, parecería celebrar la morada de la unión iluminativa desde el punto de vista de un israquí o alumbrado musulmán. Más aún: de un israquí muy bien versado en la materia y en la simbología iluminista pertinente.




El agua o la fuente mística interior

Pero este «versado» en la simbología islámica que parecería ser San Juan nos aguarda aun sorpresas adicionales. Otro de sus símbolos preferidos es el agua como fuente interior del alma, que poetiza en la lira 12 del «Cántico» («Oh cristalina fuente / si en esos tus semblantes plateados / formases de repente / los ojos deseados / que tengo en mis entrañas dibujados») y en el poema «Cantar de la alma que se huelga de conocer a Dios por fe», que comienza «Que bien sé yo la fonte que mana y corre / aunque es de noche». La universalidad del agua como metáfora espiritual es evidente, desde la Biblia (Juan 4:14) hasta la terminología alquímica (Jung, op. cit., p. 104). Incluso la fuente, «símbolo inmemorial de vida eterna» como la llama con sobrada razón María Rosa Lida en su erudito ensayo «Transmisión y recreación de temas grecolatinos en la poesía lírica española» (RFH, 1, 1939, 20-63). Al explorar las modalidades particulares que el símbolo adquiere en manos de San Juan, encontramos una vez más rasgos que parecerían concretamente musulmanes. Algunos de ellos ya los señaló Asín Palacios: tanto San Juan como Santa Teresa emplean la imagen islámica -sobre todo šadilī59- de la oración o meditación trabajosa vista en términos del acarreo difícil del agua espiritual por medio de caños y arcaduces, esfuerzo que contrasta con la espontaneidad del manantial autónomo de un grado más alto de contemplación «... en poniéndose en oración, ya como quien tiene allegado el agua bebe sin trabajo en suavidad, sin ser necesario sacarla por los arcaduces...», dirá San Juan en la Subida (L II, XV; VO., p. 421). Está muy cerca de él Santa Teresa en el Libro de su vida (XIV) y en el Castillo interior.

El símbolo de la fuente en San Juan ha sido objeto de numerosos estudios de parte de la crítica, que han hallado dificultad en trazar sus orígenes. No parecen bíblicos para David Rubio:

Ninguna de las 56 metáforas de la «fuente» de la Vulgata, ni ninguna de las numerosas metáforas del mismo objeto, de la mística occidental, puede en modo alguno relacionarse con el concepto de la «fuente» en San Juan de la Cruz.


(La fonte, La Habana, p. 18)                


Ludwig Pfandl (Historia de la literatura nacional española en la Edad de Oro, 1933) asocia la fuente sanjuanística a la fuente «della prouva dei leali amanti» (p. 108) del libro de caballerías de Platir. Dámaso Alonso, en cambio, en su indispensable La poesía de San Juan de la Cruz. (Desde esta ladera), rechaza, por razones principalmente bibliográficas, la posible influencia del Caballero Platir y favorece la de la Égloga II de Garcilaso a través de la divinización de Sebastián de Córdoba. María Rosa Lida, al reseñar el libro del maestro, resta importancia a Sebastián de Córdoba y enfatiza la cercanía de San Juan a la fuente del Platir (pese a lo problemático de su posible influencia) y a la de Primaleón. La erudita entiende como elemento esencial del símbolo el hecho de que la fuente de San Juan refleja un rostro ajeno, tal y como sucede en estas narraciones caballerescas, en la Égloga I de Garcilaso, en la Arcadia de Sannazaro y aun en un epigrama de Paulo el Silenciario.

Sin rechazar estos posibles antecedentes greco-latinos y europeos (de alguna manera podrían haber dejado sus huellas en el reformador), cabe señalar que no aclaran del todo la problemática fuente del santo. Sebastián de Córdoba diviniza el símbolo pero no se detiene en pormenores que lo hagan coincidir más estrechamente con el de San Juan. Otros autores (recordemos a Garcilaso) aunque se encuentran más cerca de algunos aspectos esenciales de la fuente (el hecho de que refleje un rostro ajeno) carecen del sentido místico obvio en San Juan. De otra parte, el manantial del santo refleja los ojos del Amado, no el rostro.

La literatura mística musulmana no resolverá todos los espinosos problemas de la fuente del santo, pero nos dará pistas que consideramos fundamentales. La primera, que ya la fuente está claramente concebida «a lo divino». El arabizado Raimundo Lulio nos habla de un espejo cristalino que refleja el grado de contemplación que el alma tiene de Dios, (cf. Helmut Haufeld, Estudios literarios sobre mística española) y en el Futū'h' con punto inferior (cursiva)āt (II, 447) de Ibn-‘Arabī la fuente es un espejismo (sarāb) que el místico sediento cree ver, y, al advertir su error, descubre en cambio a Dios y a sí mismo (cf. Asín, El Islam..., p. 497). Recordemos que los «semblantes plateados» reflejan los ojos que San Juan tiene «en sus entrañas dibujados». Es decir: lo reflejan a él y a Dios.

Detengámonos un momento en el citado poema «Qué bien sé yo la fonte...», compuesto en la cárcel de Toledo hacia 1577-1578 y uno de los más estremecedoramente hermosos de San Juan. Allí el poeta nos va explicando su «fonte» y muchos de los elementos descriptivos (salvo el final, mucho más marcadamente cristiano) parecerían estar incluidos en este comentario que, siguiendo casi ad pedem litterae el Book of Certainty (p. 27), hace Bakhtiar del símbolo sufí de la fuente mística:

The mystic enters the Garden of the Spirit and finds a fountain, water which gushes forth... [«flowing», en el Book if Certainty, p. 36; «fonte que mana y corre» en San Juan]... «the fountain is the Fountain of Kanowledge» [«que bien sé yo» es el estribillo del poeta]...», which is illuminated by the Spirit. It is the contemplative Truth of Certainty, the knowledge of Illumination... [San Juan dirá de su fuente, también curiosamente encendida: «Su claridad nunca es escurecida, y sé que toda luz de ella es venida»]... «knowledge of the Onenness of all Divine Qualities», [San Juan insiste en la unidad, aunque se refiere a la que subyace en el misterio de la Trinidad: «Bien sé que tres en una sola agua viva / residen, y una de otra se deriba»]... «The Fountain of Knowledge appears like veils of light, not darkness, behind each of which shines the Light of Essence Itself». [En los «semblantes plateados» de la fuente del «Cántico», que San Juan entiende como «fe» se entrevé a Dios aun a través de velos»: a la postre de esta fe, quedará la sustancia de la fe, desnuda del velo de esta plata... De manera que la fe nos da y comunica al mismo Dios, pero cubierto con plata de fe...]».


(VO, p. 657)                


San Juan «aunque es de noche» insiste en la certeza mística que siente ante esta fuente. Repite nada menos que once veces el verbo saber en el poema, enfatizándolo casi invariablemente: «que bien sé yo». Esa misma certeza en la que insisten, como vimos, el Book of Certainty y la estudiosa Bakhtiar, es el referente semántico principal del símbolo sufí de la fuente. Entre otros místicos, dice Algazel en su Nicho de las luces al comenzar la azora coránica 13, 19: «the water here is knowledge» (p. 77). Lo sabe desde el siglo IX Nūrī de Bagdad: en el Tratado VII de su Maqāmāt al-qulūb (p. 135), en el que dedica largas descripciones al agua mística del alma, afirma que la que fluye en el corazón del gnóstico implica el conocimiento (conocimiento) de los secretos de un Dios eterno (recordemos a San Juan): «aquella eterna fonte está escondida» (VO., p. 930). El agua divinal también simboliza para Nūrī la certeza de ese conocimiento de Dios.

Pero San Juan matiza esa certeza: «que bien yo por fe la fonte frida» (VO., p. 931). La «cristalina fuente» del «Cántico» significa igualmente la fe, según explica el poeta en sus glosas al poema (VO, p. 657). Esa delicadísima conjunción de fe y de certeza se da también entre los sufíes. Leemos en el Book of Certainty que el tratadista describe en esos mismos términos la «Fountain of the Lore of Certainty»: «This degree of certainty being none other than faith (īmān)...» (p. 145). En otro pasaje, determina que el segundo grado de la fe en el sufismo es el del «Eye of Certainty» (‘ainu'l-'yaqin) (p. 13). Ya esta terminología parecería más obstrusa y extranjera. Pero no: nos acerca aun más a la complicada fuente de San Juan.

En la fuente del «Cántico», exacerbando sin duda la leve asociación de la Égloga II de Garcilaso («¿Sabes que me quitaste, fuente clara / los ojos de la cara?») San Juan ve que se reflejan «los ojos deseados» del Amado. Curiosa, misteriosamente, sus ojos, no su rostro. Esta hermosa lira de la fuente parece preceder en el «Cántico» el momento mismo de la unión. Para Kubrā, lo mismo: «le double cercle des deux yeux» aparecen «au stade final du pèlerinage mystique» (Corbin, L'homme..., p. 127). Esos ojos pueden herir al místico próximo a la unión total. Lo mismo advierte Šabastarī: «the eye has no power to stand the dazzling light of the sun. It can only see the sun as reflected in the water» (apud Izutzu, op. cit., p. 298). Acaso por esa misma razón San Juan pide primero contemplar esos ojos alegóricos en su «cristalina fuente»: sólo así, y como sus colegas de experiencia sufíes, los podrá resistir. El misterio de la lira parecería irse resolviendo a la luz de estos paralelos tan estrechos. Cuando en la estrofa siguiente el alma del poeta «va de vuelo» hacia Dios, «no lo puede recibir sin que casi le cueste la vida» (VO, p. 660) y exclama: «¡Apártalos, Amado...!». Qué cerca se coloca San Juan de Ibn-‘Arabī, que al comentar el enigmático verso del Ta-rrŷumān «She kills with her glances» explica que se refiere «to the station of passing away in contemplation» (verso).

La insoportable agonía del éxtasis prefigurada en unos ojos divinos cuya mirada apenas se resiste parecería que hace coincidir una vez más al santo y a sus correligionarios de Oriente. En ambos casos piden los ojos de Dios para quedar capacitados para ver a Dios: «Cuando tú me mirabas, / su gracia en mí tus ojos imprimían: / ... y en eso merecían / los míos adorar lo que en ti vían» (VO, p. 628) exclama San Juan, cercano sin duda a tantos musulmanes como Ibn-‘Arabī: «Cuando aparece mi Amado ¿con qué ojo he de mirarle? Con el suyo, no con el mío, porque nadie le ve sino Él mismo» (apud Nicholson, Poetas..., p. 198).

Recapitulemos lo dicho hasta ahora. San Juan -como los sufíes entrelaza el símbolo de la fuente con el de los ojos, que vemos reflejados en las aguas plateadas del manantial. Pero la asociación gana en profundidad cuando recordamos que el reformador entiende en sus glosas que la fuente simboliza la «fe» y que los ojos que se reflejan allí y que tiene en sus entrañas «dibujados» significan las verdades divinas «encubiertas en fe» (VO, p. 658). «No se conoce a Dios directamente, sino dibujado y reflejado a través de la fe». Tenemos pues que tanto la fuente como los ojos significan lo mismo: la «fe». Los términos, identificados, resultan intercambiables: fuente = ojos. San Juan insistirá en esa identidad al repetir la equivalencia ojo = «fe» en otro pasaje del «Cántico», derivativo sin duda del problemático verso 9 del Cantar de los cantares: «en uno de mis ojos te llagaste»60. Dice el santo: «entiendes aquí por el ojo la fe...» (VO, p. 716). Ojo y fuente, que significan lo mismo una y otra vez, quedan semánticamente equivalidos y constantemente asociados por San Juan. Curioso, pues el Senequita de Santa Teresa parecería conocer otro secreto de los sufíes. Más aún: de la lengua árabe. Una de las razones por las que los místicos musulmanes asocian tanto la fuente con los ojos (o el ojo) es sin duda porque en árabe la raíz ‘ain ('ain) significa, simultáneamente, ojo y fuente. De ahí, nuestra frase castellana «ojo de agua». De ahí también, quizá, y como herencia cultural más difícil de desentrañar, el ojo y la fuente sanjuanística en enigmática unión.




La subida del monte

Uno de los símbolos más famosos de San Juan -si no uno de los más elaborados- es la subida de un monte -el Carmelo en su caso- que significa para él el ascenso a la cumbre mística del alma. Pocos símbolos habrá tan «jungianos» como este de la célebre montaña cósmica cuyos ecos encontramos en el santo: desde los zigurats de Mesopotamia hasta el templo de Borobudur en Java (Eliade, p. 317) estamos ante una arquitectura metafórica que hace posible una ascensión ritual y concreta de profundo sentido espiritual. Como era de esperar, la literatura mística recogerá el motivo simbólico, que podemos documentar repetidas veces en Europa en el Neunfelsenbuch (Libro de las nueve rocas) del místico germano del siglo XIV Rulman Merwin, en Gerson, en las Meditaciones del amor de Dios de Diego de Estella, en el Beato Nicolás Factor, en el Tercer abecedario espiritual de Francisco de Osuna, y, sobre todo, en el más conocido Bernardino de Laredo, cuya Subida del Monte Sión parecería preludir la Subida sanjuanística61.

No es de extrañar que en la mística musulmana -por una razón u otra- el símbolo reciba también esmerada atención. La montaña a cuya cumbre el místico se esfuerza por llegar es parte de una geografía visionaria de mapas imposibles pero muy articulada que estudia a fondo Henri Corbin: en el Récit de l'exil de Suhrawardī la «orientation est celle d'une géographie visionaire s'orientant sur le “climat de l'Âme”» (L'homme..., p. 70). Desde el Libro de la escala de Mahoma (cf. Muñoz Sendino, pp. 225-226) hasta el Tarŷumān de Ibn-‘Arabī encontraremos la elaboración teórica de la montaña espiritual. Kubrā insistirá mucho en ella, denominándola con un nombre técnico muy socorrido: la montaña del Cāf.

Nos hemos detenido en un símbolo tan universal para consignar que en algunos detalles de su particular elaboración San Juan nos vuelve a recordar a sus predecesores sufíes. La Subida espiritual de Bernardino de Laredo es al Monte Sión que será uno de los montes que también nombra San Juan (Sub. L. 3, c 42.5, VO, p. 533). Parecería una elaboración cristiana de la alegoría, pero nos encontramos con la sorpresa de que siglos antes la mística musulmana elaboró la imagen de una subida a ese mismo Monte Sión o Sinaí (recordemos que el Corán hereda mucho de las Escrituras y que ese monte también le es sagrado al Islam).

Un obscuro tratadista ismaelita, al comentar el Rosal de los misterios de Šabastarī en su Ba'zī azta ‘wilā-e Golshan-e-Rāt (Quelques-unes des exégeses spirituelles de la Roseraie du Mystere), en versión de Corbin; Trilogía..., p. 96) destaca su subida al monte Sión o Sinaí. Más importante aun es el caso de Suhrawardï:

Le symbol du Sinaï, nous le recontrons deja... dans Sohrawardi [Recit de l'exil occidental] Là même, la figure que le pèlerin découvre au sommet du Sinaï mystique, typifie a la fois sa propre Nature Parfaite (al-Tibâ 'al-Tâmm...)... Avec cette ascension au «Sinaï de son être», le mystique achevé l'expérience de son escathologie personelle du présent. En révivant l'état de Moïse au sommet de la montagne, c'est le «Moïse de son être» qui est volatilisé .


(Corbin, L'homme..., pp. 111-112)                


Para nosotros, la coincidencia más interesante entre San Juan y los místicos musulmanes dedicados a elaborar esta subida cósmica en distintos tratados, es que en ambos casos se recurre a grabados o pinturas que ayudan a ilustrar y a explicar doctrinalmente cómo se debe llevar a cabo tan ardua ascensión. Las representaciones gráficas de procedimiento místicos, muy comunes en Raimundo Lulio, la asocia Julián Ribera a sus antepasados sufíes antes que a la tradición emblemática europea:

Aquel método didáctico que se tiene como innovación introducida [por Lulio] por el que todo se vulgariza... con representaciones gráficas, con esquemas, círculos concéntricos..., cuadrados, para que entre por los ojos en la inteligencia de la muchedumbre, era método peculiar y característico de los sufíes musulmanes coetáneos con Lulio62.


Si se comparan ambas tradiciones, la verdad es que Lulio, que no leía el latín pero que redactaba en árabe, parece más derivativo de los «morabitos sufíes» que cita directamente en su Libre d'amic e amat que de los emblemistas europeos que tanto estudia Frances Yates. Bakhtiar reproduce un ejemplo concreto de esa larga tradición musulmana que resulta de sumo interés para nuestro estudio: se trata de un grabado o pintura persa de la montaña cósmica del Cāf, que forma parte de un manuscrito que contiene una antología de poemas persas del siglo XIV (véase figura 1). Aunque policromado y más decorado que el famoso grabado de la Subida del Monte Carmelo que conservamos de mano de San Juan (VO, p. 362) y que reelaboran con más artificio sus seguidores (ver figuras 2 y 3), la idea fundamental en común no es difícil de advertir. Para San Juan y para los sufíes se trata de un grabado lleno de explicaciones (como se observa en el encuadre superior del grabado persa) que sirve de sostén ilustrativo a poemas místicos sobre la ascensión a la montaña espiritual. ¿Estaremos ante un lejanísimo antecedente del procedimiento sanjuanístico que une el grabado al poema y a la explicación doctrinal en prosa al hablar de su monte místico? Algunos pormenores de esta montaña simbólica musulmana tampoco le parecen ajenos al santo. Frithof Schuon (Stations of wisdom, apud Bakhtiar, p. 57) describe el ascenso del sufí a su propia alma en estos términos:

What separates man from divine Reality is the slightest of barriers. God is infinitely close to man, but man is infinitely far from God. The barrier, for man, is a mountain... which he must remove with his own hand. He digs away the earth, but in vain, the mountain remains; man goes on digging in the Name of God. And the mountain vanishes. It was never there.


San Juan dirá en la cúspide de su monte «por aquí ya no hay camino», y descubre que nunca lo hubo. En el fondo de su alma se encuentra Dios: el santo ha llevado a cabo un viaje circular e inexistente: «de Dios hasta Dios».

Pero el camino no deja de ser arduo por ello. Insiste Bakhtiar: «One needs a guide to climb: one can climb a mountain by many paths, but one needs to follow one made by experienced people...» (p. 28). Recordemos la obsesión de San Juan con el maestro espiritual, que debía ser el adecuado a cada alma, obsesión que Asín trazó a los musulmanes. Recordemos también los caminos plurales, algunos de ellos errados y que por lo tanto no conducen a ninguna parte: aparecen en el esquema sanjuanístico, como podemos ver en la reproducción. Continúa Bakhtiar: «The higher one moves spiritually, the more vision one gains... one pases from form to formlessness...» (p. 28). Algazel insiste en el mismo proceso: «The fourth stage is to gaze at the union of an all-comprehensive, all-absorbing One, loosing sight ever of the duality of one's own self. This is the highest stage...»63. San Juan vuelve a hermanarse con los espirituales de Oriente por su insistencia en esta nada que es el modo de llegar al todo de la cumbre de este monte: «para venir a serio todo / no quieras ser algo en nada», dice el poemita que acompaña el grabado. También advertirá como necesaria la aniquilación (la famosa fana) en el proceso de dicho ascenso: «una sola cosa necesaria, que es saberse negar de veras... y aniquilarse en todo» (VO, p. 495).

El ascenso al monte de la propia alma, que se logra a través de la autoaniquilación, es, recordémoslo, un motivo místico universal. Sin embargo, San Juan y los sufíes (y aun Bernardino de Laredo) coinciden en su manera común de subir metafóricamente al Sinaí del alma, orientados en su singular aventura por «mapas» místicos.




El pájaro solitario

San Juan concibe al alma como «pájaro solitario» (tal el «passer solitarius» del salmo 101:8 de David) pero le adjudica propiedades enigmáticas que lo convierte en un símbolo que ha atormentado a críticos como el P. Eulogio Pacho por su total carencia de antecedentes occidentales. En realidad son muy difíciles de encontrar en Europa. Autores que de una manera u otra manejan el símbolo del alma como pájaro (tan viejo que lo tenemos documentado desde el antiguo Egipto), tal San Buenaventura, San Bernardo, Hugo de San Víctor, Lulio, el Beato Orozco, Laredo, incluso textos anónimos medievales como el Libro das aves portugués y el Ancren Riwle (The nun's rule), de una desconocida anacoreta inglesa del siglo XIII, definitivamente no nos son muy útiles a la hora de entender las claves de San Juan. Tampoco nos iluminan en ese sentido estudios sobre el tema del ave literaria como el citado de María Rosa Lida: el ruiseñor y la golondrina renacentistas, de clara estirpe grecolatina, hacen aun más misterioso y singular el pájaro sanjuanístico, del cual, desdichadamente, nos quedan tan sólo dos breves y casi idénticos esbozos, uno en los Dichos de luz y Amor (120, VO, p. 967) y otro en las glosas al «Cántico» (VO, p. 70). El Tratado de las propiedades del pájaro solitario, que tanto nos hubiera iluminado, está, hasta el presente, perdido. Intentaremos, con todo, arrojar alguna luz sobre el esquemático pájaro místico del alma de San Juan. Una vez más, las claves más fecundas parecen ser orientales y no occidentales. Los musulmanes -como los cristianos- han utilizado durante siglos el símbolo, que ya adivinamos tiene connotaciones místicas en el Corán, cuando Salomón exclama: «O man, we have been taught the language the birds, and all favours have been showered upon us» (27:15). Sufíes posteriores como Kubrā, adaptando el versículo, exclamarán: versículo («la alabanza a Dios, que nos dio el lenguaje de los pájaros»). Éste es «the language of self [which] contains knowledge of the higher state of being» (Bakhtiar, p. 37). A lo largo de la Edad Media los tratados musulmanes sobre el pájaro místico se suceden: Sanā'ī, ‘A't' con punto inferior (redonda)'t' con punto inferior (redonda)ār, Bāyazīd al-Bis't' con punto inferior (redonda)āmī. Son particularmente importantes los tratados que tanto Suhrawardi como Avicena y Algazel compusieron bajo el título de Risalāt al-Tair o Tratado del pájaro, si bien, como indica Seyyed Hossein Nasr (Three...» p. 51) Suhrawardī prácticamente traduce del árabe al persa el tratado de Avicena.

Pero detengámonos en las claves que los sufíes nos proporcionan para ir descifrando o poniendo en perspectiva los misterios de las «propiedades» del pájaro sanjuanístico64. El santo coincide estrechamente con el persa al-Bis't' con punto inferior (redonda)āmī (m. 877), que se auto-describe como «a bird whose body was of Oneness», y que vuela «in singularity» (A't' con punto inferior (redonda)'t' con punto inferior (redonda)ar, Muslim..., s. p. Recordemos a San Juan: su pájaro es «solitario» y no sufre «compañía de otra criatura» (VO., p. 967). Las alas del pájaro de al-Bis't' con punto inferior (redonda)āmī son «de eternidad» (Schimmel, Mystical..., p. 49); el pájaro simbólico de Rūmī vuela alejándose de todo lo material y perecedero (Nicholson, Poetas..., p 86); el de San Juan «ha de subir sobre todas las cosas transitorias» (VO, p. 967). El ave del persa levanta su cabeza hacia el Señor (‘A't' con punto inferior (redonda)'t' con punto inferior (redonda)ar, ibid.), el del carmelita «pone el pico al aire del Espíritu Santo» (VO, p. 967). Hallāŷ exclama: «I fly with my wings to my Beloved»65 en el vuelo de San Juan «El espíritu... se pone en altísima contemplación» (VO, p. 670). Y ambos terminan por adquirir un conocimiento que trasciende toda razón: el alma de Hallāŷ, como ave metafórica, «fell into the sea of understanding and was drowned» (Hallāŷ, op. cit., p. 34), la de San Juan, por ser ave en lo alto del tejado como indica el salmo 102:7, se eleva tanto que «queda como ignorante de todas las cosas, porque solamente sabe a Dios sin saber cómo» (VO, p. 427). Acaso la coincidencia más interesante la tenga San Juan con el pájaro contemplativo de Suhrawardī. La cuarta propiedad que le adjudicaba el santo en sus Dichos al pájaro solitario resultaba sin duda muy extraña: «no tiene determinado color» (VO, p. 907). Muy «normal» para Suhrawardī: tampoco su Simurg, pues «all colours are in him but he is colourless» (Apud Nasr, Three Muslim..., p. 30). En ambos casos lo incoloro implica el desasimiento y vacío de todo lo material en el alma. Las coincidencias son tan estrechas que no cabe sino lamentar una vez más la pérdida del tratado exhaustivo sobre el pájaro solitario de San Juan, que tantas claves adicionales hubiera podido ofrecernos.




El combate ascético

El progreso a lo largo del camino espiritual entendido como un combate contra las fuerzas del mal (demonio, apetitos sensuales, vicios) tiene larga tradición como alegoría mística o moral. El Pseudo Dionisio en sus Jerarquías eclesiásticas nos ofrece un esbozo temprano pero en el fondo distinto de la detallada y hasta pintoresca espiritualidad «bélica», en cuya descripción los místicos peninsulares parecen sobresalir (Lourenzo Justiniano66, fray Luis de Granada, fray Alonso de Madrid, Osuna) aunque tenemos casos también en el resto de Europa, como el de Suso. San Juan de la Cruz y Santa Teresa utilizarán como pocos el símil de la lucha espiritual, que parecería culminar, ya con otros matices, en San Ignacio de Loyola.

El Islam elabora el símil de este combate ascético durante los siglos medios, prácticamente en los mismos términos de los espirituales peninsulares. «Los sufíes -explica el P. Félix Pareja- citan con frecuencia la aleya: (Corán 20 / 31) “y los que lucharon con ardor por nos, los guiaremos por nuestra vía; ciertamente Allah está con los que obran el bien”» (op. cit., p. 229). Pero la estricta aplicación mística o las aleyas coránicas y tradiciones del Profeta no se hacen esperar. La síntesis de Huŷwīrī es perfecta:

The Apostle said: «We have returned from the lesser war (al-jihād al-asghar) to the greatest war (al-jihād al-akbar)... What is the greatest war? he replied, «It is the struggle against one's self (mujāhadat al-nafs)».


(op. cit., p. 200)                


Estamos ante el símil de un «javānmardī, c'est-à-dire de “chevalerie spirituelle”» según Corbin (L'homme..., p. 195) que alcanza elaboraciones exquisitas como la de pretender que el Lam-Alif inicial del famoso dictum musulmán «lā illāha illa Allāh» tiene forma de espada -dicho musulmán- y que por lo tanto anuncia y participa dicho combate ascético. Tan familiar va deviniendo la imagen que Ibn Qasyī organiza a sus adeptos en forma de milicia religiosa en una rápita o convento fortificado en Silves (Pareja, p. 381), siglos antes de que San Ignacio viera la luz. Casi todos los sufíes más importantes parecen conocer la alegoría: Algazel en su I'h' con punto inferior (cursiva)yā ulūm al-dīn (cf. Pareja, pp. 293-4 y Nwyia, Ibn ‘A't' con punto inferior (cursiva)a'..., p. 225), Kubrā en su Fawa 'in al Ŷamal (cf. Corbin, L'homme..., p. 99), Ibn-‘Arabī en su Tarŷumān al-aswāq.

El combate espiritual se concreta como metáfora en el Islam: «el caballero espiritual» combate desde el castillo de su alma, lleno de torreones y circundado por cercos alegóricos. Parecería que estamos ante una novela de caballerías -de las que tanto leyó Santa Teresa- y «a lo divino». Sólo que estas aun no estaban escritas cuando ya los sufíes alegorizaban el castillo interior de su alma desde, por lo menos, el siglo IX. En la Subida (L 3, c. 20, i, VO, p. 502) San Juan nos habla de «la cerca y las murallas del corazón» pero es la enigmática lira final del «Cántico» la que está sostenida sobre la alegoría de esta lucha victoriosa sobre el demonio en el castillo inexpugnable del espíritu del místico: «Que nadie lo miraba / Aminadab tampoco parecía / y el cerco sosegaba / y la caballería / a vista de las aguas descendía».

En sus glosas, San Juan nos aclara un poco el misterio verbal del cierre del poema, que produce la impresión de ser anti-climático. Aminadab «significa el demonio (hablando espiritualmente) adversario del alma» (VO, p. 783): es una extraña equivalencia para la que el santo cita con despropósito el Cantar de los cantares (6:11) y que cree el P. Sullivan puede proceder de una exégesis de San Gregorio. El comentario pone de relieve los detalles de esta batalla espiritual: «[Aminadab] «combatía y turbaba siempre [al alma] con la innumerable munición de su artillería, para que ella no se entrase en esta fortaleza, y escondrijo de el interior recogimiento con el Esposo...» (ibid.).

Pero el alma ya está en contemplación y «el demonio no solamente no osa llegar, pero con grande pavor huye muy lexos y no osa parecer...» (ibid.). Por eso el cerco -evidente aditamento del castillo- «sosegaba»: «Por el cual cerco entiende aquí... las pasiones y apetitos del alma, / los cuales cuando no están vencidos y amortiguados la cercan en derredor, combatiéndola de una parte y de otra...» (VO, p. 738). Y la caballería -otra imagen guerrera- que al descender a vista de las aguas tanto misterio añade a la lira, no significa sino los «sentido corporales de la parte sensitiva» (VO, p. 738) que descienden y sosiegan a vista de las aguas o bienes y deleites del alma en el estado de la unión total.

Por más pormenorizada que resulta la explicación del santo a sus versos, si no nos es familiar la alegoría del combate ascético, nos resultaría en exceso misteriosa y forzada. El contexto islámico la va poniendo, sin embargo, en una perspectiva más familiar. Detengámonos en un pasaje del Kitāb-al-Tanwir fi isqāt al Taqdīr de Ibn-‘Ata' Allāh de Alejandría (m. 1309):

... las moradas de la certeza mística y la luz que a todas ellas inunda aseméjanse a los muros o cercos que rodean la ciudad y a sus castillos. Los muros son las luces y los castillos son las moradas de la certeza mística, que circundan la ciudad del corazón. Para aquel cuyo corazón está rodeado por el muro de la certeza y cuyas moradas, que son los muros de las luces a la manera de castillos, están íntegras y firmes, no tiene Satanás camino para llegar a él ni en su casa encuentra habitación en qué reposar67.


Aunque las equivalencias no coinciden siempre con exactitud con las del santo, los elementos fundamentales se repiten: el corazón como fortaleza o ciudad murada, los cercos. Sobre todo, en este preciso momento espiritual, Satanás no tiene acceso al alma.

Insistamos en ello, porque la huida de Satanás al final del «Cántico» podía parecer dislocada del contexto poético, ya que en liras muy anteriores se había consumado la unión extática y el demonio no podría haber estado presente entonces. Sin embargo, y de manera, como dijimos antes, algo «anticlimática», San Juan nos anuncia justo al final de su poema que Satanás ha sido vencido. Si atendemos a referentes sufíes, el tal «anti-clímax» del poema deviene grand-final: la ausencia total del demonio enemigo del alma marca para los espirituales musulmanes el grado óptimo y último del éxtasis: es la garantía absoluta de las alturas espirituales a las que ha llegado el alma. La lira final del «Cántico» implicaría, así, una verdadera culminación poética y mística. Veamos cuán cerca parece San Juan del Šarh Hikam II, 78 de Ibn ‘Abbād de Ronda:

... el sujeto ha perdido la conciencia de su propio ser y conserva tan sólo la de su presencia con su Señor; y quien en tal estado se halla es ya de los que se ven libres de todo mal y peligro, porque sobre ellos ya no tienen poder alguno el enemigo maldito, y el que está libre del dominio del enemigo durante su oración, no necesita trabajar para combatirlo y rechazarlo, y así, su oración va acompañada de la presencia de Dios, ... De modo que, habiendo perdido el devoto la conciencia de sí mismo y estando ya libre de la tentación de su enemigo, tiene que sentir el colmo de bienestar y el máximo deleite, realizándose así en él con toda verdad lo que significa la palabra consuelo... Por eso decía el maestro contemplativo Abu Muhammad 'Abd al-Aziz de Mahdiyya: «El consuelo espiritual no existe para el que lucha con sus pasiones ni para el que combate a Satanás, sino que tan sólo existe para quien ya está libre y tranquilo de ambos peligros.


(Asín, «Šādilīes», AlAn, 13 (1948) pp. 4-5)                


Advirtamos el énfasis en la tranquilidad, consuelo y bienestar final, que repite el santo en los tres últimos versos del «Cántico» y en sus glosas correspondientes. Algazel insistirá en ello: «huirá defraudado Satanás y sin esperanza ya de turbar... tu intuición unitaria...» (Asín, La espiritualidad..., t. 3, p. 361). Nūrī de Bagdad, desde el siglo IX, y una vez más dentro del contexto de la metáfora del combate ascético que el alma lleva a cabo desde sus castillos o fortalezas interiores, coloca también afuera a Satanás, que ladra inútilmente sin conseguir acceso: «Satanás... ladra desde fuera de este castillo como ladra el perro» (Maqāmāt..., VIII, p. 136): Maqamat

San Juan, valiente caballero espiritual, lucha más arduamente aun. Se nos antojaría un Amadís espiritual cuando batalla contra una bestia infernal a manera de dragón con siete cabezas:

Dichosa el alma que supiese pelear contra aquella bestia del Apocalipsis (12, 3) que tiene siete cabezas, contrarias a estos siete grados de amor, con las cuales contra cada uno hace guerra, y con cada una pelea con el alma en cada una de estas mansiones en que ella está exercitando y ganando cada grado de amor de Dios. Que, sin duda, que si ella fielmente peleare en cada una y venciere, merecerá pasar de grado en grado y de mansión en mansión hasta la última, dejando cortadas a la bestia sus siete cabezas, con que le hacía la guerra furiosa... Y así es mucho de doler que muchos, entrando en esta batalla espiritual contra la bestia, aun no sean para cortarle la primera cabeza negando las cosas sensuales del mundo; y ya que algunos acaban consigo y se la cortan, no le cortan la segunda, que es las visiones del sentido de que vamos hablando. Pero lo que más duele es que algunos, habiendo cortado no sólo la segunda y primera, sino aun la tercera -que es acerca de los sentidos sensitivos interiores, pasando del estado de meditación, y aun más adelante-, al tiempo de entrar en lo puro del espíritu los vence esta espiritual bestia, y vuelve a levantar contra ellos y a resucitar hasta la primera cabeza, y hácense las postrimerías de ellos peores que las primerías en su recaída, tomando otros siete espíritus consigo peores que él.


(CLC 11, 26; VO, p. 416)                


Pero una vez más, la caballería «a lo divino» de los sufíes incluye la figura de un valiente caballero místico que lucha precisamente contra un dragón -a veces, precisamente de siete cabezas cuya representación gráfica -debidamente comentada en persa- vemos en la miniatura de un manuscrito persa de Sah Nameh (figura 4). En el mismo manuscrito vemos otra ilustración (5) en la que el caballero espiritual, con hermosa montura y lujoso atuendo de ropas, se presenta en plena batalla contra los espíritus malignos -que entorpecen su camino místico. Estos «alyines» o genios de estirpe coránica semejan monstruosos animales o sabandijas que eluden una fácil descripción: contra semejantes criaturas -recordémoslo- también batallaron heroicamente San Juan y Santa Teresa.




El alma como jardín místico

Otra imagen, muy extendida sin duda en la mística europea, pero en la que San Juan y los sufíes vuelven a coincidir en ciertos detalles fundamentales, es la del alma en estado de unión concebida como jardín o huerto florido. Este jardín, «the unitive station» jardín (TAA, p. 65) en Ibn-‘Arabī, los explora y codifica como pocos Nūrī de Bagdad, que dedica varios capítulos de su citado Maqāmāt al-qulūb a describir sus maravillas: flores, lluvias, olores, vientos68. San Juan también encontrará estos delicados elementos alegóricos en el «huerto» (C. 24.6, VO, p. 677) que es su alma. Los vientos que orean el espíritu extático del poeta, heredados de las versiones españolas del Cantar de los cantares -el cierzo y el ábrego- adquieren en las glosas un nivel místico a menudo reconociblemente islámico. Su austro, que ayuda a abrir las flores y derrama su olor, «es el Espíritu Santo... que, cuando este divino aire embiste en el alma, de tal manera la inflama toda... y aviva y recuerda la voluntad y levanta los apetitos que antes estaban caídos y dormidos al amor de Dios...» (VO, p. 676). Está muy cerca del viento que se esparce por el alma de Sadī: «It's natural for plants to be revived by the morning breeze, whereas minerals and dead bodies are not susceptible to the Zephyr's influence. The meaning is that only those hearts which are alive to the meaning of spiritual love, can be quickened by the breath of Divine Inspiration» (Smith, The Sufi..., p. 113)69. Los olores que estos vientos divinales avivan son Dios y el alma en unión para San Juan: «la misma alma... que... da olor de suavidad al Amado que en ella mora...», «los divinos olores de Dios» (VO, p. 678). Tras establecer la misma equivalencia, Nūrī celebra el olor indescriptible del jardín o alma en unión mística: «Dios alabado sea sobre la faz de la tierra- [tiene] un jardín. Quien huele su olor no tendrá deseos del paraíso. Y este jardín es el corazón del místico» (Maqāmāt, IV, p. 134). En el jardín también encontramos agua que fluye. No podía no haberla para la sed secular de un árabe. «The Garden of the Soul... contains a foundation, flowing water...» (p. 30), comenta Bakhtiar de esta agua que fluye y que tanto celebra Nūrī en su tratado. Agua que también pormenoriza y explica en términos divinales el santo carmelita, que descubre su alma «hecha toda un paraíso de regadío divino» (Llama 3,7; VO, pp. 873-4).

Las flores no pueden faltar en el ámbito de este jardín privilegiado. San Juan, recordando pasajes aromáticos del Cantar de los cantares, entiende que el Amado se une al alma «entre la fragancia destas flores» (VO, p. 678). En un pasaje más detallado de las glosas al «Cántico», pormenorizará estas flores: el lirio, la azucena, el jazmín, las rosas: cada flor le entrega una dimensión distinta del conocimiento de Dios en el que el alma se va transformando. Para Ibn-‘Arabī la morada mística de la que hablamos es fácil de reconocer: «the flower, i. e., the station of Divine Revelation...» (TAA, p. 101). Las rosas son, para San Juan, concretamente, «las extrañas noticias de Dios» (G 24.6; VO, p. 694). Aquí sólo faltaría el ruiseñor, que liba la rosa, y que es para los sufíes, en uno de sus símbolos más célebres, la manifestación de la gloria de Dios que el ave mística liba sin cesar (Schimmel, Mystical..., p. 306).




La azucena del dejamiento

Hay una flor que San Juan celebra en otro poema y que merece unas palabras adicionales. El poeta culmina los versos de su Noche con el dejamiento final: «dejando mi cuidado / entre las azucenas olvidado». Si atendemos a posibles referentes verbales musulmanes, el grand final del poema quedaría subrayado y la elección de esa flor específica parecería más artística e intencional. San Juan, lo sabemos, no concluye el comentario al poema. Pero las azucenas son precisamente la flor del dejamiento para los sufíes que han alcanzado la etapa mística última donde falla todo lenguaje. En ellos, la azucena, «brethless with adoration» en palabras a Annemarie Schimmel (Mystical..., p. 308) glorifica a Dios en silencio con las diez lenguas forzosamente mudas de sus pétalos.




Las raposas de la sensualidad y el cabello como «gancho espiritual»

Por último, otros símbolos en común. San Juan -lo vamos advirtiendo- obtiene en buena medida su vocabulario de la Escritura (sobre todo del Cantar de los cantares) pero cuando lo eleva a nivel simbólico-místico lo hace muy a menudo desde parámetros reconocibles dentro del «trobar clus» sufí. El santo equivale las raposas del «Cántico» a los apetitos sensuales del alma (VO, p. 673). Parecería que islamiza el animal bíblico que la Esposa de los Cantares pide que cacen: para sufíes como Mohamed ibn Ulyan las raposillas o zorrillas pequeñas son su nafs o sus apetitos carnales que debe igualmente reprimir durante su camino espiritual:

In my novitiate, when I had become aware of the corruption of the lower soul and acquainted with its places of ambush, I always felt a violent hatred of it in my heart. One day something like a young fox came forth from my throat, and God caused me to understand that it was my lower soul70.


(Al-Huŷwīrī, op. cit., p. 206)