
Sobre el arte descriptivo de Ignacio Aldecoa: «Con el viento solano»
Gonzalo Sobejano
University of
Pennsylvania
Philadelphia.
Pennsylvania
La primera novela
de Ignacio Aldecoa. El fulgor y la sangre,
distribuía su contenido -la espera- en una sucesión
de horas desde el mediodía al crepúsculo. La segunda.
Con el viento solano reparte el suyo -la huida- en una
sucesión de días: «Lunes. Santa María
Magdalena», «Martes. San Apolinar»,
«Miércoles, Santa Cristina», «Jueves,
Santiago Apóstol», «Viernes, Santa Ana» y
«Sábado...». Se ha observado que las
advocaciones de algunos días armonizan con lo relatado:
María Magdalena es símbolo de la pecadora y el lunes
el día en que «tiene lugar el
crimen, y Sebastián comienza su calvario»
(podría añadirse que el gitano desoye el consejo de
Lupe, una mujer pública, y que ese primer día
comienza en el burdel); Santa Ana es símbolo de la madre y
en esa fecha, viernes, el gitano «logra
ver a su madre y vive unas horas al calor del
hogar»
1.
No se ha observado, en cambio, que dentro de la semana en
cuestión caen la fecha de nacimiento del autor (24 de julio)
y la celebración del patrón de España,
indicios de un interés personal y de un significado nacional
respectivamente. Ni se ha observado que un personaje de la novela,
Roque el faquir, confiesa a Sebastián, mostrándole un
manoseado libro que saca de su maleta: «Esto lo leo yo todos los días Son vidas de
santos. No hay nada tan bonito ni distraído como las vidas
de los santos»
. Sólo pretendo con estas
indicaciones resaltar el complejo de alusiones encerrado en el
hecho de que las seis jornadas ostenten en sus títulos el
santoral. Así como el título de la novela nombra el
viento con que Dios hirió y abrasó las obras de los
hombres sin que éstos se volviesen hacia Dios, sus unidades
componentes mencionan a esos santos cuyas vidas lee a diario el
desvalido Roque y de las que nada sabe su accidental
compañero de camino, Sebastián Vázquez.
El valor existencial, o existencialista, del proceso narrado en esta novela, y el valor social, no socialista, del mundo al que pertenece o con el que entra en contacto el sujeto de aquel proceso, han sido comentados suficientemente2. No así otro valor de la misma novela, su lenguaje narrativo, sobre el cual recae a menudo la nota de artificioso o amanerado3.
Convendría aquí distinguir entre el lenguaje que describe el pensamiento de los personajes, o el mundo contemplado desde la conciencia de éstos, y el lenguaje que describe procesos y circunstancias desde la conciencia del narrador. Distinción necesaria en una novela escrita en tercera persona, como lo es ésta y lo son La colmena, Los bravos, El Jarama o Las afueras, todas publicadas en un tiempo en que predominaba lo que, entrecomillado para señalar su acepción especial, suele llamarse «neorrealismo».
Parece haber
cierta justificación en deplorar el desacuerdo entre el
lenguaje del narrador y el del personaje cuando aquél se
expresa como si fuera éste sin guardarle el decoro, es
decir, sin ajustarse a las premisas de la semblanza que de
él va trazando en la novela. Pero el reproche sólo
será legítimo si el autor se propuso escribir con
voluntad de absoluto objetivismo. A propósito de Aldecoa (y
a Jesús Fernández Santos ha podido hacérsele
parecido reproche) algunos críticos han mostrado
insatisfacción o extrañeza; entre ellos, por ejemplo,
Ana María Navales: «el autor, que
ha escrito un principio de novela dominando magistralmente la parla
de los gitanos, el caló, le hace pensar [a
Sebastián], en varios fragmentos, demasiado profundamente y
en culto, como no creemos que corresponda a un personaje de
psicología y costumbres tan rudimentarias»
, y el
ejemplo que aduce es éste: «La idea
de que el olivar era el refugio le sostenía. Sólo
importaba llegar hasta el olivar. Ya en él, la inteligencia
se libraría del aplastante y confuso peso de los sucesos, el
cuerpo podría descansar en un desmadejamiento total. No
movería ningún músculo, no pediría
urgentemente a ningún miembro que le sirviese. Estaba seguro
de que se desintegraría el cuerpo por un lado, y la
inteligencia por otro. El cuerpo roto y feliz sobre el suelo,
mientras la inteligencia buscaba la
solución»
4.
Hallar inadecuado este modo de expresión es olvidar la índole del estilo indirecto libre, que consiste precisamente en una aproximación a la vida interior del personaje, no en una directa y fluyente manifestación de la misma. El narrador no dirige del todo al personaje, como lo hace cuando usa el estilo indirecto, pero tampoco lo deja expresarse por sí, como en el estilo directo; relata su interno decir, a medias identificado con el personaje, a medias observándole a distancia. Y es en este margen de distancia donde cabe la corrección expresiva, el «arreglo» literario de lo que, si se pusiera en boca del personaje, brotaría informe o a un nivel idiomático inferior
Ante el aludido tipo de objeciones convendría preguntarse hasta qué punto deforman nuestro juicio los hábitos de verosimilitud del realismo decimonónico (verosimilitud bastante problemática, por otra parte) y las expectaciones creadas por algunos narradores y críticos defensores de un objetivismo extremoso durante los años 50. De semejante extremosidad no participaron nunca Aldecoa o Fernández Santos, ni en teoría ni prácticamente. En su caso, pues, parece poco pertinente esperar completa renuncia al sondeo psicológico o sentirse defraudados porque Aldecoa, por ejemplo, acerque al lector a la conciencia de Sebastián formulando sus imaginaciones en lenguaje impropio de un gitano Antes que nada, hay que comprobar si el autor quiso adherirse al sacrificio de toda psicología como a un principio compositivo y no supo hacerlo, o si no quiso, y entonces cualquier reproche de inadecuación está de mas Aldecoa, según es obvio, no hace nunca hablar a sus personajes como él escribe (lo hace más tarde Juan Benet, uniformemente); pero, que yo sepa, nunca Ignacio Aldecoa se prohibió a sí mismo traducir los estados de ánimo de sus personajes por medio de expresiones que él mismo pudiera escribir y dar por bien escritas. El objetivismo de Aldecoa, como el del primer Fernández Santos, es moderado o parcial: concierne al dialogo, no al lenguaje narrativo en el que pueda participar, indirectamente, la conciencia de sus personajes.
Ni menos aún, claro es, al lenguaje del narrador como narrador. Éste, al tomar por vehículo la tercera persona objetiva, como ocurre en Con el viento solano, descarta toda intromisión de autor, sea opinión personal, sea enunciado de pensamiento en forma sentenciosa o digresión ensayística; pero la visión objetiva que persigue no tiene por que venir expresada en un lenguaje neutro (suponiendo que existiese tal lenguaje indiferenciado): en no denotando directamente la presencia individuada del autor, ese lenguaje llevara de todos modos, necesariamente, los rasgos peculiares del estilo del autor, y dentro de esta necesaria revelación podrá, eso desde luego, atraer la atención sobre sí mismo más o menos intensamente, de donde un grado mayor o menor de expresividad poética o de irrevocabilidad «literal».
Si el escritor utiliza con insistencia algunos recursos y olvida otros, podrá ocurrir que transmita a los lectores la impresión de amaneramiento5. En Fernández Santos, como antes en Baroja, el grado de voluntad estilística es tenue. En Ignacio Aldecoa, como antes en Miró, Valle-Inclán y Cela, resulta muy marcado. Y desearía únicamente ilustrar con algunos ejemplos la eficacia del lenguaje descriptivo de Aldecoa en Con el viento solano: eficacia en el sentido de potenciación simbólica del tema y del ritmo de la novela. Me limito al lenguaje descriptivo «sensu stricto», o sea, a las representaciones de espacios y movimientos físicos, para homogeneizar la base del comentario y porque es en esos «cuadros» donde creo que Aldecoa llevó a más alta tensión su verbo6.
He comenzado
señalando el rico valor alusivo del santoral, pero todo
lector atento de la novela recordará corno en la
penúltima jornada («Viernes, Santa Ana») se
recapitula el proceso en términos más
diáfanos: «Todo había
pasado velozmente y estaba cercano, pero parecían haber
transcurrido anos. Tenía que contar los días: lunes
de muerte, martes de temor, miércoles de serenidad, jueves
de tristeza, viernes de la sangre. ¿Cuántos
días podría contar todavía?»
(258)7.
La jornada siguiente (añadirá sin dificultad el
lector) es el sábado de la entrega.
Lunes de muerte. Ebrio de alcohol y de miedo, Sebastián ha disparado contra el guardia que le perseguía después de su altercado en la feria de Talavera; y su huida a campo traviesa le tiene consumidas las fuerzas, aunque no la memoria. Descendía el sol de la ardorosa tarde, y el fugitivo tema que alcanzar la carretera antes de oscurecer.
(58) |
Como el descender
del sol y la urgencia de ganar la carretera antes de que oscurezca,
la primera y la última frase del párrafo se enuncian
en el imperfecto de la narración, formando ambas el encuadre
de las otras siete, encabezadas por idéntico sujeto (el
solano) pero con el verbo en presente. De la frase inicial,
indeterminada y sin otros efectos que los sensibles al olfato y al
tacto, se desemboca en la terminal, que precisa olor y tormenta y
añade a aquellos efectos elementales otro menos
físico que moral: «inquietante»
. La clarificación
y la agravación llegan tras ese cúmulo de frases
anafóricas en que la voz narrativa, distanciándose
del protagonista, enumera los resultados habituales
extraídos de una experiencia no subjetiva pero tampoco
generalizadora, sino concreta, variada, espigada de la
observación y de la tradición: ganadería,
agricultura, meteorología, medicina, psicología,
moral. Y es la imagen moral del solano («huelgo de diablo fino»
) la que prepara
la última precisión: «inquietante»
. El mal, en forma de
viento, llega encelando, quemando, empreñando, suscitando
peleas y desgracias, acercando a la muerte, entristeciendo,
pervirtiendo..., y pasa. Así vino también el crimen
al gitano: como arrebato irresistible que le empujó a la
violencia.
El estilo del
párrafo podría considerarse manerista por la
reducción a la fórmula anafórica y por la
vuelta final a la frase del principio, enmarque que recuerda en
poesía al «rondel». Corroboraría tal
manerismo el uso no infrecuente en la novela de esa
combinación de «círculo» y
anáfora8.
La repetición del sujeto, en el presente caso, apoya la
sensación de una fuerza obstinada, insaciable en sus
estragos, y el narrador, al iniciar así las frases que
especifican los estragos, variando éstos pero no el agente,
consigue, por la insistencia, un efecto de fatídica
crueldad. Estructuradas según ese molde uniforme, las frases
clarifican y fortifican la imagen del solano, revistiéndolo
de una suerte de omnipotencia maléfica. Términos que
podrían parecer a primera vista literarios, como «toriondas»
, «los mediados de junio»
, «tristura»
y «huelgo»
, son en realidad vocablos
precisos, de sabor campesino y arcaico, vividos más que
leídos. La cuarta frase promueve sonoridades
miméticas: «tormenteras»
, «sierra»
, «ruedan»
, «contratormenta»
, «vientres»
, «granizo»
, La gradación de la
séptima («corra»
,
«pudre»
, «infecta»
, «da tristura»
, «malos pensamientos»
) hace patente el
progresivo mal, la condición diabólica de ese viento
que adquiere relieve de personaje mítico. Se expresa en todo
el párrafo, dentro de las frases uncial y final que lo
realzan al enmarcarlo, el hostigo latentemente desencadenador del
crimen que signa la jornada.
Martes de temor. Ha llegado Sebastián a un pueblo y ha podido, furtivo y preocupado, tomar el tren que le lleve a la ciudad, donde piensa será menos difícil escapar a la persecución. El tren arranca.
(76) |
Si en el pasaje
anterior transfigurábase el viento en una emanación
diabólica, en esta descripción, breve y precisa como
una acotación escénica que cobrase autonomía,
se dan a sentir las formas y colores de la naturaleza a
través de imágenes equinas. El humo del tren se pega
a la tierra como el fugitivo había hecho la víspera
en su extenuante huida; pero ahí, a la izquierda, aparece la
sierra berrenda (manchada de dos colores) y cimarrona (huidiza,
montaraz, indomeñable) que el sol violento de la
mañana de julio parece oprimir con freno de castigo; y a la
derecha, también vibrante de erres («corría rápida»
) la
deshilada de los desmontes, vistos como potros de pelambre clara
salpicada de manchas. Tras estas figuraciones dinámicas,
queda la estela de los colores equinos («bayo»
, blanco amarillento; «torda»
, mezclada de negro y blanco),
pero retornan -atemperando la visión del campo segado a la
postración del sujeto que se supone contempla este paisaje-
los significantes de la fatiga: efectos fónicos («pasaba pausado»
, «pegado a la cansada tierra torda»
) y
semánticos («pausado»
,
«rastrojeras»
, «pegado»
, «cansada»
, «barbecho»
). Los denominadores
cromáticos siguen siendo los de las caballerías en la
frase inmediata lomo «alazano»
del camino (canela), «roano»
del cielo (blanco gris y blanco amarillento). El libre alejarse del
camino en la luz aparece reforzado por la convergencia de
líquidas («en los lejos de
levante, iluminado el lomo alazano»
) y por el orden
sintáctico: se nombra primero la distancia, después
en metáfora animal lo que aparece, y sólo al final el
sujeto (ese camino que se pierde a lo lejos). La
fantasmagoría de los galopes (roano del cielo a contramarcha
del tren) deja paso otra vez a la realidad del cansancio: «fatigoso azul»
. Y el viajero, en su
día de temor, cierra los ojos para no ver la libertad No es
el miedo a la muerte lo que le lleva a ese gesto, sino el miedo a
la vida; porque, como dirá el narrador en otro punto, tal
era siempre el sentimiento del gitano Sebastián: «Miedo a la vida cuando era libre, miedo a la
muerte ahora que la sentía acercarse, lentamente, desde la
lejanía»
(221). Los términos «berrendo»
, «pío»
, «bayo»
, etc., exigirán el diccionario a
lectores de gabinete. Aldecoa seguramente no los extrajo de
ningún diccionario. Como en Gran Sol utilitaria una
terminología marina muy especializada pero aprendida al vivo
en sus frecuentes viajes en barco, aquí bien pudo usar estos
nombres del color de las caballerías conociendo su exacto
significado a través del trato con gitanos, toreros y
hombres del campo, pues bien sabida es su afición a vivir en
el camino y recorrer España andando y viendo. No alarde
léxico: lo que hay en este texto es un empeño en
conexionar simbólicamente el temor del gitano en libertad y
ante la libertad con ese paisaje de pétrea España
interior aprehendido a través de movimientos, colores y
formas que evocan una fuga de caballos.
Miércoles
de serenidad. Ya en Madrid, Sebastián ha pasado la
mañana con el magnánimo Cabeda, escarmentado
filósofo del arroyo que se gana el escueto sustento
recortando papeles de colores. La voz del viejo le ha
tranquilizado: «era el rumor de la vida
sosegada, de la vida en calma»
(130). Cabeda le ha
referido brevemente su pasado de prisionero, le ha comunicado
confianza y le ha regalado sus ahorros. Acaban de despedirse estos
momentáneos compañeros de camino, y Sebastián
se dirige solo hacia el centro de la ciudad. Riegos de agua,
mirones, niños que juegan, el pálido Palacio Real,
los reyes de los jardines, ancianos dejando pasar el tiempo,
(151) |
Como en otros
muchos comienzos, el presente de indicativo, o la pura frase
nominal, sin verbo, establece un estilo elíptico de
acotación dramática, que a menudo, en esta novela,
trae el recuerdo de El ruedo ibérico y de La
colmena. La instantánea urbana, colectiva y miserable,
recuerda en este caso más a Cela que a Valle-Inclán.
Pero hay, tras el eco de esas prosas, una necesidad
intrínseca que dicta la forma. Es la necesidad de describir
el éxtasis de la jornada, el parón del centro diurno,
la cerrazón meridiana. Los pocos verbos principales de las
frases iniciales preludian esa tesitura estacionaría:
Sebastián «zanquea»
, es
decir, arrastra desganadamente los pasos; las sombras
«están a media asta», yacen bajadas, como
banderas que cuelgan lacias; «son»
las dos y media, y esta simple
comprobación horaria, cuyo recuerdo sobre la esfera del
reloj sugiere verticalidad cayente, da paso a una serie
anafórica de cuatro frases sin verbo principal. Se detiene,
pues, la acción predicativa, reemplazada por verbos que se
adjuntan como pendiendo tenuemente de la hora: «Las dos y media, y sereno el cielo... y un
tranvía moroso, con un repique... apagándose... y los
cimientos... que sostienen... y el abrecoches con la
digestión... bailando...»
. Y, aun dentro de la
cuarta frase, esa otra parentética que mantiene la ausencia
del verbo principal, como expresando en su sucesión de
elementos sueltos la floja danza del hambre. Al cabo de lo cual, la
frase penúltima vuelve, en nuevo ejemplo de círculo o
rondel, a la forma de la tercera frase del párrafo («Son las dos y media»
), pero agregando
la nota de unanimidad, que subraya lo inmóvil: «Son las dos y media en todos los relojes de
Madrid»
. Y el encalmamiento llega a su ápice, a
manera de epifonema descriptivo, en la frase final, donde el mero y
desnudo verbo copulativo realiza la definición de la
quietud: «Son las dos y
medía, y Madrid I un pantano en luz solar»
. El
avance de las frases anafóricas es mas aparente que real:
las varias impresiones de escasos movimientos que se extinguen,
más que multiplicar efectos, sólo dilatan, en
anticipaciones desgranadas a modo de ejemplos, el resultado: la
metáfora del pantano rebrillando al sol. Jueves de tristeza.
Tristeza del hombre acosado, más transparente al contrastar
con la oficial alegría de la ciudad en fiesta: feria de
Alcalá. Despertó Sebastián en la posada y
fueron pasando a su lado (o él buscó su presencia) la
criada, el botijero, la señora de los reptiles, el faquir,
el primo Gabriel, el bobo Casimiro, el áspero tío
Manuel. Sebastián «buscaba la cara
conocida, la voz amiga, la mirada comprensiva»
y en esta
ansiedad volvía a nacerle «la
angustia»
(189); estaba solo y «se buscaba con afán»
,
sintiéndose «invadido de muerte,
entre la vida»
(190). Después de concertar su
viaje a Cogolludo, para ver a su madre en aquella agonía, y
después de sufrir el rechazo del río Manuel.
Sebastián dialoga con el piadoso y sensitivo Roque, y ambos
se dirigen adonde espera el camionero.
(223) |
En esta
descripción, acompasada al tiempo verbal de la
narración y, por tanto, una minúscula «description en
mouvement»
, aunque no enfocada desde la
perspectiva de los caminantes, sino desde esa instancia invisible
que estructura breves cuadros por agregación de detalles, el
inicial hostigo del solano (no olvidado en las páginas
intermedias) parece aglomerar su amenaza con los presagios de esa
tormenta que estallara mas farde, cuando el camión deje
primero a Roque y luego a Sebastián en las cercanías
de sus respectivos destinos: nubes esponjosas, moscas revolantes y
pesadas, nervios crispados, apagadas discusiones en el interior. A
esta concisa estampa de desazón oprimente, en modo
indicativo, yuxtapone el narrador, en modo potencial, la esperanza
del apaciguamiento. «Cuando lloviera, la
araña correría la pared, la risa el labio»
(páginas antes se leía: «Donde la mosca zumba, está atenta la
araña»
, 212); y, en movimiento paralelo a esa
frase, con igual ritmo de laxitud purificadora: «Cuando lloviera las miradas se lavarían
de ira, las palabras de la acritud del tiempo»
.
Inmovilidad y rictus, ira y acritud desaparecerían de la
tierra abrasada, de las casas pegadas a la tierra y del animo
sobrecogido del fugitivo, si la tormenta desatase al fin esas nubes
apretadas que vinieron, como el crimen, «con el viento solano»
.
Viernes de la sangre. La mañana en Cogolludo, al día siguiente de la tormenta. El sol dorando las ruinas del castillo, reflejos de agua en la palangana y en el abrevadero. Los huecos de la fachada que limita el patio familiar aproximan el cielo; las grandes ventanas de la fachada del palacio que limita la plaza del pueblo, lo alejan.
(237) |
Otra vez un
desgranarse de frases nominales, sin marca de tiempo ni
acción, erigiendo ahora superficies sin fondo o decoraciones
del vacío, a tono con el desvalimiento que el perseguido va
a encontrar en su última etapa, al buscar refugio entre los
de su sangre. Sebastián mira hacia la plaza del pueblo,
«donde la tierra estaba cercada del dolor
de las ruinas»
(246). La madre le suplicará que se
marche: «Los amigos, la familia, la madre
habían sido tachados por el miedo»
(253). Puesto
otra vez sobre el camino de la huida, Sebastián
pasará la noche en un molino, también ruinoso como el
palacio de la historia y las casas de los pobres: un molino en el
que «por las tablas del techo se
veía una sola estrella»
(261). Con el preludio de
las fachadas sin fondo y con estos esparcidos toques descriptivos,
el narrador ha sugerido, con la eficaz latencia de la
alusión, el total desamparo del hombre a quien le falla el
último albergue.
Sábado (de la entrega). Perdido el último asilo, cumplida la semana de pasión, a Sebastián sólo le queda entregarse a la muerte, y lo hace envolviéndose en el mismo delirio alcohólico que lo condujo al crimen. Es lo que anuncia la descripción que da principio a la última jornada.
(256-266) |
La vuelta a la
movilidad se expresa en un pródigo despliegue de verbos de
acción que en el primer párrafo imponen un ritmo de
pujanza incontenible: «toma la
teta»
, «estruja»
y
«frota la ropa en la taja»
,
vecina «que lleva y que dice y que
trae»
, no sin el contrapunto de la imagen del viejo que
«sestea»
y cuyas manos, con
transitividad insólita, están «tiritando los años»
. Ritmo de
pujanza que en el párrafo segundo se hace de desbordamiento
por la estrecha proximidad de las formas verbales: «penetra recta»
, «llega»
, «parte»
; «se grita y se bebe»
; el dueño
del bar de los mozos «desafía»
, «da»
, «aguanta»
, «anima»
, «olvida»
, «permite»
, «calla»
. Y no goza de buena fama, y
por esta su libertad le tienen por diabólico y maldito. El
tercer párrafo acentúa la impresión de
actividad festiva con la paronomasia del «se abre»
, «se cubre»
, «celebra»
y el remate popular del
refrán. Ahora Sebastián, bebiendo y bebiendo en el
bar de los mozos, mientras en la plaza se oyen triviales
conversaciones entre señoritos veraneantes y entre
aburguesados vecinos de la localidad, que contrastan muy
socialmente con las palabras de los humildes escuchadas a lo largo
del itinerario, volverá a las provocativas maneras del
comienzo de la novela, embriagándose hasta el vómito
y entregándose finalmente a los guardias.
La visión es menos fragmentada en Con el viento solano que en El fulgor y la sangre, pues en esta novela eran distintos sujetos los que se ensimismaban, y allí es uno el protagonista de la culpa, del miedo y de la huida en soledad. Pero Aldecoa, siguiendo procedimiento habitual desde La colmena, aligera o elimina las transiciones, dejando que emerjan sueltos los momentos principales de la historia, separados por simples asteriscos El primer día tiene nueve momentos, con la particularidad de que el cuarto en orden temporal interno aparece en primer lugar: Sebastián y otros amigos y mujeres están en el burdel de la Carola entregados al vino y al cante, y aunque ya pasó la medianoche, un reloj parado marca las seis, es como el oscuro nudo de la inercia en que el sujeto se ha ido dejando vivir; y ese día terminara, consumados el crimen y la primera escapada, cuando Sebastián exhausto se duerma bajo una encina. Las jornadas siguientes se distribuyen: martes y miércoles en cuatro momentos cada uno, en seis el jueves, el viernes en tres, y el sábado en seis. Excepto la última jornada, que empieza por la tarde, y la primera, que se iniciaba en la noche, las otras cuatro comienzan con un despertar; en el campo, en la posada de la Cava Baja, en la posada de Alcalá, en el pueblo de la familia: y concluyen oscurecido. Un abrirse al esfuerzo y un contraerse a la desesperanza. Las elipsis resaltan los cambios de lugar, de hora y de personajes, imprimiendo a la presentación escénica (el «neorrealismo» compone por escenas, mostrando, no contando, y de ahí el carácter de acotación de las concisas descripciones) una soltura que subraya los pasos de la evasiva. Acelerado y jadeante el ritmo de la novela en la jornada primera y en la ultima, de acuerdo con el ascenso de la fiebre que impele a Sebastián a matar y a entregarse, se hace menos veloz, e incluso sosegado -a tono con la busca de distensión que el roce con los otros le inspira- en los días intermedios, quedando así aquellas jornadas vertiginosas como el encuadre de desazón que encierra estos días de buscado encalmamiento.
Pero la busca de
la calma no es calma, y esta tensión entre el deseo y su
objeto inalcanzado vibra en los comentados pasajes descriptivos.
Cuadros en que, con ejemplar densidad, esa tensión se
representa y materializa en palabras. No importa tanto, en ellos,
la geografía ni el emplazamiento social, cuanto la
atmósfera que atempera estados de ánimo y complejos
de situaciones, y, sobre todo, la coincidencia de lo externo y lo
íntimo que da por resultado un valor
simbólico9.
Entre la descripción del diabólico solano (lunes de
muerte) y la del pueblo último con su oscuro bar regentado
por un «cónsul del
diablo»
(sábado de la rendición), se van
sucediendo esas otras en que lo descrito sitúa y simboliza
con apretada concordancia el sentido de cada jornada: los caballos
de la fuga (martes de temor), el pantano de la ciudad a
mediodía (miércoles de serenidad), la inminente
tormenta y su soñada descarga purificadora (jueves de
tristeza), y las vanas fachadas sin fondo que cobije al solitario
(viernes de la sangre).
En esos cuadros
logra Ignacio Aldecoa, creo yo, la intersección de
descripción y metáfora preconizada por Jean Ricardou:
«La description mesure les différences,
établit des distances; elle constitue une
scène. La métaphore, en revanche, joue sur des
similitudes, assure des liaisons; elle accomplit des
rapprochements»
. Y, frente al paralelismo o pura ausencia
de relación entre una y otra, y frente a la
imbricación que caracteriza su mezcla inconsecuente, la
intersección implica recíprocamente la
descripción y la metáfora10.
Así sabía construir sus novelas y relatos Ignacio Aldecoa: desde un objetivismo que no renuncia a la empatía; sobre unas experiencias humanas importantes a cualquier hombre y atestiguadas por la propia atención del escritor, siempre vertida hacia el mundo de los olvidados; en estructuras y ritmos esmeradamente sentidos y recapacitados, y a través de un lenguaje que, verista en los diálogos y moderadamente interventor en la expresión indirecta de las almas, adquiere en los instantes descriptivos la intachable concentración del poema.