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ArribaAbajoCapítulo VI

Ascética de la amistad


El epígrafe que antecede supone una minúscula ampliación del diccionario de la Academia. Según este, el sustantivo «ascética» equivaldría siempre a «ascetismo», en el sentido de «doctrina de la vida ascética», y tal vida sería tan solo «la perteneciente o relativa al ejercicio y la práctica de la religión cristiana». ¿Es que el budismo, valga su ejemplo, no tiene una ascética tan merecedora de su nombre como la cristiana? Es preciso remontarse a los orígenes. El término ascética viene del verbo griego askeô, ejercitarse en algo, lograr a fuerza de ejercicio un determinado hábito. Dentro del pensamiento antiguo habría, pues, dos órdenes de ascética: la tocante a la relación operativa del hombre con la naturaleza cósmica («ascética del arte», considerado este, a la manera antigua y medieval, como recta ratio factibilium, «recta razón de las cosas que pueden hacerse») y la relativa a nuestra operación dentro de la vida psíquica y social, por tanto sobre los actos humanos y las costumbres («ascética de la prudencia», entendida esta como recta ratio agibilium, «recta razón de las cosas humanas que pueden ser hechas»). Según tan amplia acepción, «ascética» es la ejercitación del hombre para el bien obrar; un «bien obrar» que puede ser la oración del anacoreta en el yermo, el lanzamiento de la jabalina, la pintura de un cuadro, el diestro manejo del microscopio, la dirección de un asunto jurídico o la vida en amistad. Ascética de la amistad: ejercitación deliberada y consciente de la vida en amistad, para su logro o para su perfección85.

Cuidado: en modo alguno pretendo ahora ofrecer al lector el compendio de uno de los libros que bajo el título de El arte de tener amigos u otro semejante sirven de iniciación teórica a los expertos en public relations y de señuelo a tantas almas animosas e ingenuas. Voy a limitarme a exponer con cierto rigor algunas ideas acerca de lo que acaece cuando nace y se sostiene luego vigorosa una verdadera amistad. Si esta personal visión de la realidad sirve a alguno como norma de conducta, miel sobre hojuelas.


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I.- El nacimiento de la amistad.

Nacemos todos los hombres potencialmente amigos de cualquier hombre: anima naturaliter amicabilis, «el alma es naturalmente amigable», cabría decir, parafraseando una famosa sentencia de Tertuliano. Aristóteles escribió que los viajes -el encuentro con personas antes no conocidas y la convivencia con otros durante el viaje mismo- hacen ver «cuán familiar y amigo es el hombre para el hombre». Late en esta sentencia aristotélica un doble optimismo: el optimismo antropológico, a la postre ontológico, que lleva consigo el omne ens qua ens est bonum de los escolásticos y el optimismo social implícito en la idea helénica de la paz, la paz como «estado», que tal es el sentido de la eirenê griega, y no la paz como «pacto» que desde su raíz misma fue la pax de los romanos.

Pero, como varias veces he dicho, esta «natural» tendencia del hombre a la amistad se halla íntimamente fundida en la realidad de cada ser humano con otra tendencia no menos «natural» a la hostilidad y la agresión: léanse, entre otros, el ya mencionado y hoy tan conocido libro de Lorenz y el de Rof Carballo que lleva por título Violencia y ternura. Cuando se encuentra con otro hombre a quien antes no ha visto, todo hombre vive dentro de sí un sentimiento en cuyo seno se funden ambivalentemente, con predominio mayor de una u otra, según los individuos y los casos, una tendencia hacia la benevolencia y una tendencia hacia la hostilidad agresiva o defensiva; y así, una y otra pueden prevalecer al fin, si el simple encuentro se convierte luego en verdadero trato. Homo homini simul lupus et agnus, cabría afirmar, completando a Hobbes. Quiete esto decir que esa potencial y variable disposición del hombre a la amistad sólo en algunas ocasiones se actualiza; y que, en consecuencia, sólo de algunos, muy pocos semejantes llegamos a hacernos verdaderamente amigos a lo largo de nuestra vida. ¿Por qué? ¿Qué pasa en nosotros cuando en verdad nos hacemos amigos de alguien?

En el nacimiento de una amistad intervienen siempre el azar, el carácter y la libertad. El azar -la providencia, dirá quien sea cristiano-, en lo que atañe a la producción efectiva del encuentro y a la situación en que este acontece: por azar nos hemos encontrado muchos con algunos de nuestros amigos mejores. El carácter -el singular modo de ser persona, la individual personalidad de los que entre sí se encuentran-, en el hecho de que el encuentro llegue a ser mutuamente favorable; si se quiere, pre-amistoso. Hay hombres cuyo carácter les hace ser más amigables que otros; hay, por otra parte, esas afinidades que Goethe llamó «electivas», cuyo fundamento no es otra cosa que el concorde carácter de dos seres humanos afines entre sí. La libertad, en fin, en lo que concierne a la decisión y al propósito de llegar a ser amigo de aquel con quien pre-amistosamente nos hemos encontrado; porque, volvamos a la lección de Aristóteles, la amistad es héxis, hábito, no pathos, mera afección pasiva y sentimental, y el hábito implica la elección de la realidad a que personalmente nos habituamos y la libre voluntad de ejercitar una y otra vez la actividad que el hecho de habituarse lleva consigo.

Sin una implícita decisión y un propósito más o menos deliberado de inclinar en el sentido de la amistad la originaria ambitendencia benevolencia-hostilidad, la amistad no nacería en nosotros. Pero además de ser el resultado de un propósito, obra de nuestra libertad, la relación amistosa es también, y siempre, la fruición de un hallazgo, regalo de la suerte. Recordemos los dos versos de Schiller que encabezan este libro:


Wem der grosse Wurf gelungen
eines Freundes Freund zu sein...,



«Aquel a quien haya sido dada la gran suerte de ser amigo de un amigo...». Es cierto que en la realidad empírica del vivir hay amistades más buscadas que encontradas, como hay otras más encontradas que buscadas; pero aunque ambos momentos se den siempre en ella, la verdadera amistad, venturosa maravilla, en todos los casos nace de los senos de nuestro corazón y se levanta sobre la espuma de nuestra vida; como Afrodita, «la donada por la espuma», según una etimología de su nombre más bella que acertada. Más aún hay que afirmar, reiterando algo ya apuntado antes: la relación amistosa en modo alguno es una intensificación de la oikeiôsis o del amor que por naturaleza existe, respecto de todos sus congéneres, en el alma de todos los hombres; y no sólo por lo que acerca de la ambitendencia benevolencia-hostilidad acabo de decir, también porque la decisión y el hábito de la amistad tienen su sede en lo que en la realidad humana es «naturaleza personal», en su constitutiva intimidad transcósmica, no en lo que dentro de ella sea «naturaleza orgánica» o «cósmica».

Volviendo de nuevo a esos dos modos genéticos de la amistad, uno en que el encuentro domina sobre la búsqueda, otro en que acontece lo contrario, pienso que es posible distinguir en nuestra especie, desde el punto de vista de la relación con lo que se tiene, dos tipos de hombre, el «tipo Pigmalión» y el «tipo Narciso». Mirando a su propio bien, a lo que para él sea un bien, Narciso dice para su coleto: «Merezco lo que tengo»86. Pigmalión, en cambio, piensa: «Necesito más de lo que merezco». Una conclusión se impone: sólo el secuaz de Pigmalión podrá llegar a ser verdadero amigo de otro hombre87. Basta, para advertirlo, mirar con atención el mundo en torno.

¿Cómo nace una amistad, supuesta esa favorable conjunción del azar, el carácter y la libertad? De maneras muy distintas entre sí. Es necesario, por tanto, distinguir en la génesis de la relación amistosa varios esquemas cardinales, correspondientes a las principales formas en que se tipifica la convivencia humana; ellas son el suelo sobre el cual puede levantarse y a veces se levanta esa fina planta que todos, cada uno en su lengua, seguimos llamando «amistad». Sabiendo muy bien que por necesidad voy a ser incompleto, estudiaré unas cuantas.




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II.- De la projimidad o relación de la misericordia a la amistad.

Puesto que tantas veces he mencionado la ejemplar conducta del Samaritano, a ella recurriré de nuevo. En el seno de la projimidad que entre el Samaritano y el herido había creado la misericordia de aquel, ¿cómo hubiera podido constituirse una auténtica amistad? Ya lo sabemos: mediante la adición de una confidencia a la benevolencia y la beneficencia que desde la ejecución de esa acción misericordiosa les unía entre sí. Camino de la posada, el Samaritano dice al herido: «Me llamo Daniel. Y tú, ¿cómo te llamas?». Pues bien: con sólo que el herido, si tal era su verdadero nombre, le hubiese respondido «Yo me llamo Lázaro», el germen de una mutua amistad habría nacido en sus almas.

No, no es preciso, lo sabemos, que sea muy íntima y sutil la materia de la confidencia. Cuenta Maragall que hallándose una vez en el cabo Machichaco tuvo cerca de sí a dos hombres juntos y silenciosos. De pronto, uno de ellos dijo al otro señalándole el mar bravío, bellísimo a la luz del sol poniente: «Mira...». He aquí una «palabra viva», por tanto una palabra verdaderamente poética, escribe Maragall. He aquí, añado yo, una mínima, pero real confidencia de contenido estético, que muy bien habría podido ser la continuación de ese breve, inicialmente amistoso diálogo hipotético entre el Samaritano y el herido. Ante la violácea puesta del sol de Palestina, el Samaritano, generoso esta vez de la vivencia estética que en aquel momento tiene dentro de su alma, dice a su incipiente amigo, como el hombre del cabo Machichaco al suyo: «Mira...». Esto es: «Con esta simple palabra quiero hacerte saber que en mi intimidad me está complaciendo vivamente el espectáculo de la puesta del sol que ahora vemos, y que deseo que tú convivas conmigo el gozo estético que ese espectáculo ha producido en mí». Trátase otra vez de un acto interpersonal, en cuya estructura se combinan mutuamente la benevolencia, la beneficencia y la confidencia; porque verdadera confidencia es la comunicación a otro, y precisamente a él y para él, de algo que pertenece al fuero interno propio. Y en definitiva se trata -supuesta la activa participación personal del herido en la contemplación a que le invitan- de la constitución de un «nosotros-sujeto» amistoso, cuya actividad ocasional consiste en la coejecución de una determinada vivencia estética y cuyo fundamento es la coimplantación de ambos, el Samaritano y el herido, en una misma realidad y en una misma creencia: la creencia en que el libre ejercicio de la misericordia, sea medicinal o estética su materia, realiza y perfecciona la naturaleza humana, y la realidad de una común pertenencia simultánea a esa inteligente, libre, comunicativa y perfectible naturaleza.

Procediendo así, ¿qué han hecho el uno y el otro? El Samaritano se ha apeado de la evidente superioridad existencial (integridad física, dinero, generosidad) en que respecto del herido vivía y ha entablado con este una relación de igualdad y comunidad no sólo naturales y genéricas, dimanantes de ser hombres los dos, también diádicas y amistosas, procedentes del ejercicio de la libertad ante el herido, ya no en cuanto simple menesteroso, sino en cuanto que persona bien singularizada, y precisamente por ser la persona que él es. Para lo cual le ha regalado una pequeña parcela de su intimidad, un fragmentito de esa secreta zona de su realidad personal en que él es «quien es» y «lo que es», por lo tanto «suyo». El herido, por su parte, ha aceptado con creyente buena voluntad, sin irritación ni resentimiento, estas dos cosas: que en el alma del Samaritano hay realmente un desinteresado deseo de ayudarle en su menester y un gozo estético determinado por la contemplación de aquel crepúsculo, y que ese hombre, desde el fondo mismo de su persona, quiere realmente no sólo ayudarle a sanar, también a convivir con él tal contemplación y tal gozo. Sin irritación y sin resentimiento. ¿No son acaso uno y otra las dos grandes tentaciones anímicas del que recibe ayuda de alguien? Pues bien, sólo esto puede evitar la caída en ellas: creer sinceramente que el otro, cuando nos ayuda, procede por amor. «Lo único que hace soportable la compasión es el amor que en ella se exprese», escribirá Max Scheler.

A la luz de este ejemplo, es bien patente que la relación de amistad stricto sensu perfecciona la relación de projimidad o, para decirlo con términos más tradicionales, el ejercicio de la caridad. Esto ¿será siempre posible y siempre deseable? Sí, siempre, pese al recelo de la ascética tradicional -recelo sólo justificable cuando la relación amistosa tiende a erotizarse homo o heterosexualmente- frente a las llamadas «amistades particulares»: esas que en los noviciados, cenobios o colegios suelen formarse, un poco al margen de la comunidad restante, sólo entre dos personas. Pensemos en el caso de una Hermana de la Caridad ante los varios enfermos de la sala hospitalaria que ella atiende, y admitamos que es caritativamente ejemplar el ejercio de su misión. Esa mujer, ¿deberá traspasar el límite de la pura caridad, ir más allá del puro amor de misericordia? Y puesto que este amor consiste en ayudar a la persona del menesteroso en tanto que «genérico menesteroso» y no en tanto que «tal persona», ¿será para ella lícito ejercitar su ayuda dando a cada uno de los enfermos un trato individualmente matizado, diferente según su respectivo «quién» y su respectivo «qué», y a la postre trabar con todos ellos sendas y tenues «amistades particulares»? ¿Deberá, en suma, tener con esos enfermos -todo lo mínimas e inocentes que se quiera- verdaderas «confidencias»? Mi respuesta es: «Sí; porque la amistad, que según Santo Tomás conviene ad bene esse beatitudinis, más aún debe convenir ad bene esse caritatis»; porque -si se me permite tan modesta como pía ingeniosidad- pone «gracia» humana en la «gracia» teologal. Nuestra enfermera no confiará a sus enfermos, claro está, las vivencias tocantes a su vocación, a su castidad u otras análogas; pero sí algunas semejantes a las que expresan el «Me llamo...»; y el «Mira...» del Samaritano. Yo propondría la fórmula siguiente: «Gran caridad para con todos; mínima y bien matizada amistad particular para con cada uno». Gran caridad con cualquier menesteroso, no más que por el hecho de ser hombre y menesteroso; mínima y bien matizada amistad con cada menesteroso, por el hecho de ser «ese» hombre y «ese» menesteroso. Y siempre, por supuesto, con el delicado respeto a la persona ajena de que nos habló Kant; respeto que debe comenzar por el concerniente a la actitud religiosa del enfermo.

Puesto que el ejemplo del Samaritano fue nuestro punto de partida, me ha parecido pertinente hablar de una Hermana de la Caridad. Pero, ¿no es cierto que ese esquema, mudando lo que en él deba ser mudado, puede aplicarse también a la asistencia secularizada al enfermo, incluso cuando este y su enfermera sean y se llamen a sí mismos agnósticos o ateos?




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III.- De la camaradería a la amistad.

Sabemos ya lo que es la camaradería: la asociación cooperativa de un hombre con otros para el logro de un bien objetivo común a todos, por obra de la cual se establece entre ellos cierta solidaridad en el proyecto, la esperanza y la fruición de ese bien, así como en los deberes y en los esfuerzos que su consecución exija. Igualmente sabemos que los fines de la relación de camaradería pueden ser múltiples: la acción política, la ciencia, el deporte, la empresa mercantil, etc. Sabemos, en fin, dichas hegelianamente las cosas, que en esa relación cobra su concreción empírica el momento de la evolución de la humanidad a que es -o fue- tópico llamar «espíritu objetivo».

Acabo de hablar de la solidaridad inherente a la relación de camaradería. Tres interpretaciones de ella veo descollar: la heideggeriana, la sartriana y la marxista; el Mit-sein o «con-ser» de Heidegger, cuando en este «con-ser» se realiza auténticamente la existencia de quienes en él participan, el «grupo» de la sociología de Sartre y la realización social del hombre como «trabajador» y como «ser genérico» que ante todo contempla la antropología de Marx.

Sartre ha sabido describir muy plásticamente la coexistencia del equipo, tal como la entiende Heidegger: «La relación original del otro con mi conciencia no es ahora el tú y yo, sino el nosotros, y el 'con-ser' heideggeriano no es la posibilidad clara y distinta de un individuo frente a otro individuo, no es el conocimiento, es la sorda existencia en común del miembro de un equipo de remeros con sus compañeros de equipo, esa existencia que el ritmo de los remos y los movimientos regulares del proel harán sensible a los que reman, y que la meta común, la trainera rival y el mundo entero (espectadores, hazaña posible, etc.) que se perfila en el horizonte les manifestarán». Y sobre el fondo común de esa coexistencia así manifiesta, la brusca advertencia íntima de que al fin de todo está la muerte propia recortará la «individual soledad en común» de cada uno de los remeros e irá levantando a todos hasta el nivel de esa compartida soledad. La coexistencia auténtica vendría a ser, en último extremo, «soledad en compañía»: la camaradería itinerante88 en la ejecución de un destino común a la luz fría y penetrante de la inexorable e irrebasable posibilidad del propio morir.

Más atenta a la respectiva individualidad de los miembros que componen el «grupo» sartriano es la solidaridad entre ellos, tal como esta es concebida y descrita por el autor de la Critique de la raison dialectique. El grupo se forma, en efecto, para la consecución colectiva y mancomunada de algo que cada uno de sus individuos nunca podría alcanzar, si actuase por sí solo: un bien de carácter político, técnico, científico, etc. El particular interés de «cada uno» opera así en el seno mismo de la acción de todos; y aunque sea imprecisa o tácita, la conciencia de él no llega a desaparecer en el alma del «agrupado». Pero limitada la relación entre los miembros del grupo a las acciones que por sí mismo exija el fin común objetivo y práctico que les agrupó, ¿dejará de ser su convivencia una simple camaradería itinerante y, en definitiva, una activa soledad en compañía, si es que puede darse el nombre de «compañía» al efecto subjetivo de una coexistencia que, todo lo empeñada que se quiera, no pasa de ser «cooperación»?

La vinculación entre hombre y hombre que la antropología de Carlos Marx considera como ideal -la cooperación no alienante en la empresa de realizar hasta su plenitud la naturaleza humana- es, en última instancia, otro modo de entender la camaradería. Trabajando junto a otros en la consecución de este altísimo fin, el hombre, ente social y genérico, llega a ser hombre in actu exercito -si los doctrinarios del marxismo aceptan esta vieja, pero eficaz expresión escolástica-, y lo consigue a través de la historia y a través de la sociedad. A través de la historia, porque el curso de esta es el camino real para la autorrealización individual y social de la naturaleza humana. A través de la sociedad, porque la sociedad -y en ella, como sumo principio informador, el trabajo- es la mediadora esencial en la relación del hombre con la naturaleza universal, cuando tal relación no es un hedonista y vicioso individualismo, e incluso entre el individuo humano y su naturaleza, porque la relación del hombre consigo mismo sólo podría ser objetiva y efectiva, según Marx, mediante la cooperación con los demás hombres. Tal es, en apretado esquema, la visión marxista de la camaradería como realización auténtica de la coexistencia, si vale decirlo usando términos tópicamente heideggerianos. ¿Será necesario recordar que con explícita conciencia de esta doctrina o sin conocimiento directo de ella, tal concepción de la camaradería rige hoy el pensamiento y la conducta de centenares de millones de hombres?89 Más patética o más dialécticamente concebida, llevada hasta el ideal de una «fraternidad» todavía no alcanzada, como hace Ernst Bloch, o mantenida con doctrinal frialdad en los límites de la pura «cooperación», como prefiere hacer Sartre, esto es hoy la relación de camaradería. Un problema surge ahora: así y sólo así entendida la convivencia, ¿puede satisfacer todas las exigencias, todas las tendencias y todas las aspiraciones de la naturaleza humana, en cuanto que naturaleza personal? Entendida de uno u otro modo, ¿puede la relación de camaradería agotar la verdadera, diversa y total realidad de la coexistencia entre los hombres? Pienso que no; y no en aras de una determinada concepción doctrinal de la naturaleza del hombre, sino por lo que simultáneamente me hacen ver mi propio vivir, el mundo en que existo y la noticia de mundos distintos del mío. O bien, pasando de la verdad real de lo vivido a la verdad poética de lo leído, la sutil y penetrante visión de la existencia humana que declaran estos versos de José María Valverde:


Este amigo marxista se preocupa
mucho porque su niña tiene tos.
Trascendental, severo, descendiendo
de su esfera de planes y de ideas,
esconde su ternura y analiza
a la niña y su tos, como si fuese
un caso de dialéctica en la historia.
Y es verdad: esa tos suena a otras toses
de mis niñas, y me entra por el pecho.
Claro, no será nada. Crecerá,
tendrá también sus niñas, con sus toses
y su amor, y un marido que tal vez
luchará por la historia y su esperanza.
¿Y hasta cuándo, después? ¿Hasta el gran
salto hacia la libertad, sin tos, sin deudas,
sin negritos hambrientos en el mapa,
y «a cada cual, conforme necesite»,
y cultura y reposo? ¿Y nada más?
Este amigo marxista, tierno padre,
¿no ha de querer la clara alienación
de amar y ser amado aun tras la muerte?



He aquí, pues, nuestro segundo problema: si la simple camaradería, por estrecha que sea la vinculación interindividual a que conduce, no puede agotar todas las exigencias, tendencias y aspiraciones de la naturaleza humana, y si la relación de amistad se encuentra entre ellas, ¿cómo esta relación puede surgir entre los camaradas, para integrarse luego, de modo más o menos unitario o armonioso, con el vínculo meramente cooperativo que antes les enlazaba? ¿Cómo, en suma, la camaradería pura puede hacerse «camaradería y amistad», sea cualquiera la estructura interna de esa «y»? Tres condiciones principales veo yo, para que ese salto perfectivo llegue efectivamente a producirse:

  1. Una disposición no fanática respecto del bien objetivo -más precisamente: respecto de aquello que se repute como bien objetivo- hacia el cual tiende el esfuerzo común y solidario de los camaradas. Muéstrese el fanatismo como crispada defensa del pasado o como lucha abierta hacia el futuro, el fanático puede ser y es con frecuencia camarada entusiasta, nunca verdadero amigo. Puede incluso morir por su camarada; pero en tal caso no muere por la persona de este, sino por el que a su lado coejecuta un destino común o sirve a un común empeño. Muere, en definitiva, por «la causa». En la acción teatral de Los justos, de Albert Camus, compárese al duro y fanático Stephan con el sensible e imaginativo Kaliayev. Además de ser camarada tan abnegado como otro cualquiera, este último sabe evitar el fanatismo y ser verdadero amigo. Stephan, en cambio, no puede y no quiere serlo.
  2. Apertura del alma a la realidad presente, en tanto que presente. Se es camarada defendiendo lo que se cree un bien pretérito o trabajando hacia lo que se cree un bien futuro; y con frecuencia acontece que el entusiasmo por lo que fue o por lo que será impide vivir plenamente la realidad de lo que está siendo. Tres sentidos principales tiene en castellano la palabra «presente»: la pura actualidad («el tiempo presente»), la patencia inmediata («la realidad ante mí presente») y el regalo desinteresado («ofrecer a otro un presente»). Pues bien: sólo la vacación -la situación vital en que la meta de nuestro trabajo ha dejado de absorber y polarizar toda nuestra atención- y sólo la amistad en acto -la comunicación con otro en que simultáneamente se están dando la benevolencia, la beneficencia y la confidencia- permiten aunar con cierta plenitud los tres distintos momentos en que se explicita el sentido existencial del presente.
    No es un azar que las amistades nazcan con mayor frecuencia durante el tiempo de la vacación; ni lo es, por otra parte, el hecho de que sin el nacimiento de amistades nuevas o sin el renovado cultivo de amistades antiguas, la vacación sea pura diversión o simple descanso, no esa autorrealización de la existencia propia allende la urgencia y el deber negocioso que la verdadera vacación debe ser. Sólo durante ella -aunque no dure más que una hora- se hace paisaje la tierra en torno y se transmuta en contemplación posesiva la vivencia del propio saber; sólo en ella -aunque no sea sino un breve lapso diversivo entre tarea y tarea- puede el camarada alcanzar condición y dignidad de verdadero amigo.
  3. Estimación real de la libertad y la responsabilidad del camarada; por tanto, de su autonomía personal, así en el ejercicio de la acción cooperativa como fuera de esta; en definitiva, de la auténtica realidad de su persona. Con lo cual no me limito a postular una consideración de la existencia del otro como realidad personal sui iuris (reconocimiento y respeto de lo que el otro puede hacer, en cuanto que derecho suyo; en definitiva, un reconocimiento y un respeto carentes de imaginación), sino que pido una estimación de ella como realidad personal in actu exercito (reconomiento y respeto de lo que el otro realmente hace en su vida, doble operación cuya integridad no sería posible sin una activa imaginación benevolente de las posibilidades y las perspectivas implícitas en su vocación personal). Si a esta benevolencia se añade luego una beneficencia y una confidencia no menos «personales», entre los camaradas habrá nacido, más o menos estrecha e íntima, la verdadera amistad.
    Pasando intencional o factualmente de la díada con el amigo a la sociedad de los hombres que con ella y en torno a ella existen, la relación amistosa debe realizarse también como camaradería; la relación de camaradería, a su vez, puede elevarse en ocasiones hasta el nivel de la verdadera amistad: en el seno del grupo o del equipo, sin detrimento de la esencia de estos, surge así una díada en que cada uno de sus componentes, como a una dirían Kant y Marx, se ha hecho «digno de ser amado». A mi modo de ver, tales son las dos formas supremas de la concordia social.



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IV.- De la simpatía a la amistad.

La simpatía no debe ser confundida con la amistad. Llamamos simpatía a una virtualidad natural del individuo, bien radicada en su naturaleza primera (personas nativa o constitucionalmente «simpáticas»), bien procedente de su naturaleza segunda («simpáticos» a causa de auto o heteroeducación: «simpáticos sociales»), por obra de la cual resulta especialmente agradable su trato a todos o casi todos los que con él se relacionan. La amistad, en cambio, es un hábito de la vida personal que de una u otra manera implica libertad y elección.

No menos distinta de la misericordia es la simpatía. Es verdad: tanto el misericordioso como el simpático están alegres con el alegre y tristes con el triste; realmente alegres y realmente tristes, si la misericordia de uno y la simpatía del otro son verdaderas y no tácticas. Pero el modo de estarlo es bien distinto en uno y en otro caso.

El misericordioso está íntima y personalmente triste con el triste y alegre con el alegre; más aún, no es en verdad misericordioso si no hace una y otra cosa: recuérdense los explícitos preceptos de San Pablo acerca de la compasión y la congratulación (I Cor. XII, 26). Íntima y personalmente triste o alegre; por tanto, en y desde aquella zona de su realidad en que la convivencia se halla preponderantemente regida por la libertad, la propiedad (en este caso, la com-propiedad de la tristeza o de la alegría) y la afectividad transcósmica (el amor o el odio «espirituales»; en este caso, el amor, un amor al que padece tristeza en tanto que «prójimo triste» y al que experimenta alegría en tanto que «prójimo alegre»). No otra fue, apenas será necesario repetirlo, la clave de la ejemplar conducta del Samaritano.

También el simpático está alegre con el alegre y triste con el triste; tal es justamente una de las expresiones principales de la simpatía, porque sólo es de veras «simpático» quien en su relación con los demás demuestra serlo tanto en el bautizo como en el velatorio. Pero, a diferencia del misericordioso y del amigo, aquel compadeciendo y congratulándose frente al prójimo en cuanto tal, este otro frente a la singular persona de su amigo, el oficiante de la simpatía no está triste o alegre de un modo verdaderamente íntimo y personal, sino de una manera meramente superficial y pática; y esto lo mismo en el caso de los simpáticos por primera naturaleza que en los simpáticos por educación o sociales. En suma: la conducta simpática no es movida por el amor al otro, sea misericordiosa o amistosa la forma de ese amor, sino por la conjunción del gusto propio (al simpático le gusta serlo) y el gusto ajeno (a los demás les gusta tratar con el simpático); no es, por tanto, projimidad o amistad, sino simple amabilidad, philêsis, diría Aristóteles.

Tras estas necesarias precauciones, ya podemos pasar a nuestro tema, el tránsito de la simpatía a la amistad. Dos cuestiones básicas plantea: la amistad con el simpático y la amistad por parte del simpático.

La amistad con el simpático. ¿Cómo se produce realmente, cómo a veces nos hacemos verdaderos amigos de aquel con quien simpatizamos? Puesto que la simpatía se nos muestra ante todo como amabilidad, el simpático es, en el más gramatical y propio sentido de la palabra, «amable», hombre digno o susceptible de ser amado. Dicho de otro modo: con el simpático, y precisamente por el hecho de serlo, el otro está siempre dispuesto a ser generoso de sí mismo, y por consiguiente verdadero amigo. ¿Llegará a serlo realmente? Puesto que la amistad sólo alcanza su plenitud cuando es recíproca -esto es: cuando el «dar de sí» de uno queda correspondido con el «dar de sí» del otro-, la respuesta a esa interrogación dependerá de lo que por sí mismo haga el simpático en esa dual relación; lo cual nos conduce directamente a la segunda de las dos cuestiones antes propuestas.

La amistad por parte del simpático. En la vida de este, ¿es en verdad fácil el tránsito de la mera simpatía a la verdadera amistad? El hombre que, como suele decirse, «derrama simpatía», ¿pasa con frecuencia a ser amigo, verdadero amigo de alguien? No lo creo. Ese hombre es más bien «el amigo» -«el amigo Melquíades» del viejo sainete- que «mi amigo» o «tu amigo». Anímica y socialmente habituado a ser simpático, tiende a vivir instalado, desde el punto de vista de su relación con los demás, en zonas de su alma harto más superficiales que aquellas en que arraiga la amistad verdadera. No convive con sus «simpatizantes» en coimplantación y en concreencia, sino -conforme al sentido etimológico de esta palabra- en puro «con-sentimiento»; lo cual se hace especialmente notorio cuando al simpático le fastidia, le «carga», como suele decirse, que aquel con quien él sólo simpáticamente trata quiera tratarle a él amistosamente, por tanto en el orden de la auténtica «vida personal». Todo esto, claro está, no es óbice para que el simpático pase alguna vez de la «afinidad indiferenciada» a la «afinidad electiva»90 y se sienta movido a benevolencia, beneficencia y confidencia hacia «tal otro» por ser este quien para él es, y surja entre ambos una amistad verdadera. En tal caso, ese otro se verá favorecido con el disfrute de un doble regalo: la amistad de quien ha empezado a ser su amigo y la simpatía de quien ya le era simpático.




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V.- Del enamoramiento a la amistad.

¿Qué es el enamoramiento? Contemplando la forma auténtica y plenaria de ese modo de la relación amorosa con otro, escribí ya hace años que un hombre enamorado es un ente sexuado, menesteroso e hiperbólico, porque su menester comporta una ambición orientada hacia el «todo» y el «infinito», que a través de un «aquí» (su situación), un «así» (su modo de ser y vivir y el modo de ser y vivir del otro) y un «ahora» (el presente ocasional en que existe y el presente interminable a que aspira), vive de manera absorbente y exaltada una necesidad de comunión física y espiritual con una persona de otro sexo (enamoramiento heterosexual) o de sexo igual (enamoramiento homosexual: realidad en ocasiones indudable, cualquiera que sea la opinión que de ella se tenga)91.

No será necesario decir que, así concebido, el enamoramiento lleva consigo la amistad: no otra cosa que amistad puede ser esa «comunión espiritual» de mi sumaria definición precedente: «Sentirnos incapaces de tener secretos para una mujer, escribió el dulce y amable Paul Géraldy, es haber comenzado a amarla». Nada más cierto y nada más habitual. Pero tampoco parece necesario añadir, al menos para quienes de veras sepan ver la vida en torno, que es cosa perfectamente posible y que en modo alguno es cosa insólita la existencia de ardientes enamoramientos -l'amour passion de Stendhal- en cuya estructura no tiene parte alguna la amistad. Ciertos autores, como La Bruyère, han llegado a pensar que «el amor y la amistad se excluyen entre sí». En los antípodas de La Bruyère, Marañón afirmará, en cambio, que «el amor es una forma de la amistad entre dos personas de distinto sexo -o de sexo igual, habría que agregar, para ser completo- que confina al sur con el instinto y al norte con la literatura». Ni una cosa ni otra, en mi opinión; porque el enamoramiento y la amistad pueden ser cosas entre sí distintas, tal es el caso de los raptos de amor que no pasan de ser apasionada y excluyente avidez | erótica, y porque, a la vez, sólo cuando es simultáneamente física y espiritual la necesidad de comunión del enamorado alcanza el amor erótico a ser lo que por naturaleza él tiende a ser y lo que él debe ser. El fino y dieciochesco abate de Grecourt sentenció en una de sus fábulas que


l'amitié qui naît de l'amour
vaut encore mieux que l'amour même;



pero con toda su elegante sutileza, nuestro abate no acertó a ver que esa tan valiosa y gustosa amistad no existiría si como nervio suyo no hubiese, ya que no una brasa ardiente, que a las brasas las consume el tiempo, sí, por lo menos, una viva chispa del amor -del enamoramiento- sobre que ella un día nació.

No: contra lo que enseñó Aristóteles, el érôs no es una hyperbolê de la philía; y contra lo que más casta y espiritualmente sostuvo Santo Tomás, la amicitia no es una superabundantia del amor naturalis, una de cuyas formas sería el que tan vehementemente une entre sí a los enamorados. La amistad lleva el enamoramiento a su perfección, pero no siempre coincide con él, aunque él parezca pedirla. Modificando el pensamiento y la letra de Aristóteles, habría que decir que el érôs puede ser y es a veces una metabolê, una transformación cualitativa de la philía, y que esta, la philía, es el hábito anímico que otorga al érôs su más idónea teleutê, su acabamiento o perfección últimos. Y cambiando también la contrapuesta y coincidente doctrina de Santo Tomás -coincidente con la de Aristóteles, no sólo contrapuesta a ella, porque así expresada esa doctrina desconoce algo que Santo Tomás sabía muy bien: que la amicitia pertenece por esencia a lo que es formalmente «personal» en la «naturaleza» del hombre-, habría que afirmar, a la vez, que la amicitia no es mera superabundantia o colmo cuantitativo del amor que por naturaleza une ontológicamente a los hombres entre sí, sino verdadera perfectio in qualitate de este, sea su forma concreta la mera benevolencia para con el otro, séalo el más arrebatado y menesteroso de los enamoramientos eróticos; una perfectio pedida con serena suavidad por la afección del benevolente y con vehemente energía por la pasión del enamorado, pero que supone una verdadera mutatio quidditativa: esa que transforma el bien querer o el mucho desear en la amorosa, íntima confidencia de la relación interpersonal auténticamente amistosa.




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VI.- Del trabajo en común a la amistad.

El trabajo en común puede ser fuente de camaradería (cuando se trabaja en un mismo equipo o según una misma concepción de la actividad laboral) o no serlo (cuando un operario y otro coinciden entre sí en el mero hecho de ser «trabajadores», y sólo en él). En este último caso, ¿puede la amistad tener como suelo el trabajo en común?

Supuesta la existencia de cierta «afinidad electiva» -antes dije cómo debe ser entendida esta-, no es infrecuente la amistad entre compañeros de trabajo. «No hay fábrica ni oficina, ha escrito Martin Buber, entre cuyos tornos y mesas no pueda nacer y alzar su vuelo una sobria y fraternal mirada de criatura, que sea el signo y la garantía de una creación en camino hacia su fin verdadero». Es verdad: no refinadas en su forma tantas y tantas veces, pero indudablemente reales y profundas, no pocas amistades surgen en el mundo del trabajo manual.

Tres principales obstáculos veo yo oponerse a ese nacimiento: la miseria, la rivalidad y la polarización de la solidaridad laboral hacia la pura y simple camaradería. Véase, en lo tocante a esta última posibilidad, lo que más arriba quedó dicho.

La miseria, sí. Porque el mísero se ve forzado a vivir constantemente atenido al sentimiento de su miseria y a la preocupación por ella, y tal situación -salvo que, como algunos personajes literarios de Gorki o de Baroja, él sea un hombre heroicamente generoso- le clava en sí mismo, en su doliente y bien recortada individualidad. No parece exagerado decir que en el seno de toda reivindicación obrera late y opera la exigencia de un «derecho a la amistad», aunque este no suela figurar entre los llamados «derechos del hombre»92.

Y junto a la miseria, reforzando sus efectos, la rivalidad, tan frecuente entre los que sin solidaridad de grupo o de clase trabajan en la misma materia. ¿Cómo no recordar la tan consabida dificultad de la relación amistosa entre colegas? «Para que el trabajador por vocación no fuese divinamente feliz -dice la moraleja de un cuentecillo muy conocido-, Dios creó el colega». Sólo mediante una doble y complementaria operación moral, la demolición del infatuado orgullo, diciendo para el propio coleto «También el otro vale», la lucha contra la hiriente minusvalía, sabiendo afirmar en el fuero interno «También yo valgo», sólo así podrá romperse el extendidísimo maleficio de la rivalidad. Pero a pesar de estos enojosos obstáculos, la amistad llega no pocas veces a surgir sobre la convivencia del trabajo en común. No será necesario enumerar de nuevo las acciones personales que desde dentro de sí mismo exige la producción de tal evento.




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VII.- De la aversión a la amistad.

Es preciso no confundir la aversión con el odio. Aversión, dice sobria y certeramente nuestro diccionario oficial, es «la oposición y repugnancia que se tiene a alguna persona o cosa». Algo espontáneo y natural, sea primera o segunda la naturaleza a que esa «naturalidad» pertenece, hay siempre en la aversión. El odio, en cambio, es una aversión resueltamente personalizada, íntimamente cultivada, incluso, y lleva consigo una nota nueva, desear el mal y hasta la aniquilación del ser odiado. Pues bien: dando por cierto que la relación amistosa no puede constituirse sobre el suelo del odio, cuando este es verdadero, preguntémonos: ¿cómo de la aversión puede salir, si es que de hecho sale, la amistad?

Para dar a esta interrogación una respuesta antropológicamente adecuada, es preciso distinguir con algún cuidado los dos modos cardinales de la aversión: la de orden físico y la de carácter moral.

Llamo aversión física a la que en muchos o en todos los hombres producen la deformación corporal, ciertos estados de enfermedad, el carácter antipático y hasta -en determinados casos- la extremada fealdad de aquellos con los que en su vida se encuentran. Por debajo de la misericordia en los misericordiosos, por encima de la primaria ambitendencia benevolencia-hostilidad en quienes, misericordiosos o no, viven humanamente su primer contacto con otro hombre, una venilla o un río de repugnancia ante la anormalidad física -la repugnancia que tan vivamente operó en el alma de los antiguos griegos y que la ascética al uso suele llamar «pagana»- corre con enorme frecuencia por la entraña afectiva de nuestro ser. Otro tanto cabe decir de la antipatía, cuando esta irradia desde la primera o la segunda naturaleza del sujeto -porque hay, en efecto, una antipatía «natural»- y es vivida, en consecuencia, por todos o casi todos los que se ven obligados a tratar de cerca al sujeto en cuestión. En tales casos, ¿es posible la amistad? Posible es, desde luego, mas también difícil. Sólo a favor de un plus de inteligencia vital en el deforme o el antipático y de un esfuerzo generoso y sostenido en quien les trata, el esfuerzo por trascender la visible objetividad de la deformidad o la antipatía y alcanzar la invisible subjetividad del hombre que las padece o las ostenta -porque en el fondo de ambas hay siempre una persona y puede haber una buena persona-, sólo así será posible convertir la aversión física en verdadera amistad, o al menos envolverla delicada y eficazmente con la conducta que de la amistad procede.

Más grave y complejo que el de la aversión física es el problema de la aversión moral; esa que en la mayor parte de los hombres produce, muchas veces bajo una apariencia física normal e incluso encantadora -la de tantos criminales de novela policíaca-, la contemplación directa de la maldad. ¿Es posible la amistad con el malvado? Movida por el radical naturalismo de su antropología, toda la Antigüedad clásica respondió unánimemente: «No». Al hombre cuya maldad se reputa incurable hay que abandonarle, por su irremediable incapacidad para la relación amistosa, prescribe Aristóteles (Eth. Nic. 1165 b 23-25); amicitia non est nisi in bonis, afirmará Cicerón, siguiendo la enseñanza de los estoicos. Es el mismo sentir que nuestro pueblo, no obstante su lejanía ética de la Grecia y la Roma antiguas, ha acuñado en la sentencia: «Cría cuervos y te sacarán los ojos». Pero frente a la tesis de la radical incapacidad del malvado para la amistad es preciso decir lo siguiente:

  1. Que, contra lo que un cómodo maniqueísmo práctico tiende a afirmar, los hombres no pueden ser tajantemente clasificados en «buenos» y «malos». No hay un solo hombre absolutamente bueno: el más justo, se nos dijo, peca siete veces al día. No hay, por otra parte, un hombre absolutamente malo: en la trama anímica del máximo malvado, siempre habrá alguna hebra de bondad. La amistad -cierta amistad- es enteramente imposible, nada más cierto, con «la maldad», con «lo malo», pero no con «el malo». Por obra de cuanto en ellos no fuese maldad, Nerón y Landrú, valga su ejemplo, pudieron tener amigos. Amicitia non est nisi cum bonis, habría que decir, rectificando la máxima de i Cicerón; mas no entendiendo ese cum bonis en el sentido de «con los hombres buenos» (bonis como ablativo de plural de bonus), sino en el sentido de «con lo que sea bueno» (bonis como ablativo de plural de bonum).
  2. Que la maldad puede ser la consecuencia de un desorden morboso; por tanto, el efecto moral de una causa orgánica. ¿Cómo no recordar una expresión nosológica acuñada por la psiquiatría inglesa, la moral insanity o «locura moral»? Pues bien, ¿qué es lo que en el orden práctico debe hacerse con el «insano» o «loco moral»? Esto: si se puede, curarle; y si no se puede, tratarle benevolente y benéficamente -e incluso, si fuese posible, amistosamente-, más allá de los condicionamientos orgánicos y los desórdenes psicosociales propios de su «insanidad». Cada vez van siendo más abundantes y más eficaces, a este respecto, las posibilidades de la técnica médica.
  3. Que la maldad puede ser, por otra parte, la consecuencia de un desorden educativo o social. «La existencia de un malvado -escribió Max Scheler- está siempre fundada, sea esto empíricamente demostrable o no, en la culpable falta de amor de todos al portador del mal. Puesto que el amor determina un amor recíproco, en cuanto que aquel es percibido..., toda existencia de un malo ha de hallarse necesariamente condicionada por la falta de amor recíproco; y esta, a su vez, por una falta de amor originario». Alguien objetará: «¿Y Judas? ¿Acaso no fue Judas moralmente malo, a pesar de que había sido amado?». A lo cual un antropólogo a la manera de René Spitz o de Rof Carballo respondería: «¿Y cómo fue la infancia de Judas?».
    Bien: es posible que sean excesivos el optimismo antropológico y el pesimismo sociológico de Max Scheler. Es incluso muy probable que el Video meliora, proboque, deteriora sequor, del poeta latino, no pueda nunca ser eliminado del planeta, como constante posibilidad de la conducta humana. Mysterium iniquitatis, «misterio del mal», llamó San Pablo a la estremecedora realidad de este. Pero ¿quiénes capaz de sospechar todo lo que la técnica médica y la acción social de los hombres serán capaces de hacer en la faena de comprender y dominar ese insondable «misterio»?
  4. Que por empecatado y abyecto que un hombre sea, siempre, mientras él viva, será posible su arrepentimiento. Hasta el momento mismo de la muerte, nunca está «definitivamente» hecha una vida humana.
    Sí: más allá de cuanto en él sea maldad, la amistad, cierta amistad, es posible con el malvado. Pero ¿y si el malvado demuestra serlo acercándose a mí con una navaja en la mano? ¿Y si el imperante, frente a una discrepancia mía éticamente lícita, me impone su poder detrás de una ametralladora? En tales casos, ¿podré yo llegar a ser amigo suyo, por grande que sea mi inclinación a la benevolencia y la beneficencia?



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VIII.- De la vinculación familiar a la amistad.

Aunque en el «parentesco» natural o genérico entre los hombres -el oikeion de Platón y Aristóteles, la oikeiôsis de los estoicos, la propinquitas de Cicerón- hayan visto muchos el fundamento real de la amistad, la posible discordancia entre esta y la relación familiar y, suponiendo tal caso, la superioridad ética del vínculo amistoso sobre el vínculo de la sangre, pocas veces han sido explícitamente negadas en la historia. Recuérdese el razonado juicio de Cicerón acerca del tema. Marañón solía decir que la amistad es el primer grado del parentesco; cuando la relación amistosa es de veras íntima y firme, el lazo que ella crea es más importante que el que la relación de consanguinidad, cualquiera que sea su grado, por su propia virtud establece. El mismo sentido tiene la mencionada ordenación de los tipos de «comunidad» que en su clásico libro formuló Tönnies.

Pese a la tan nombrada como discutible «fuerza de la sangre», el amigo puede ser afectivamente para cualquier hombre bastante más que el hermano; y, por otro lado, entre los hermanos es siempre posible y no es tan infrecuente a franca enemistad. Con otras palabras: para que la vida familiar sea real y verdaderamente armoniosa, la amistad debe ser suscitada en ella. ¿Cómo?

Tres casos principales se presentan:

  1. La relación conyugal. Si en esta existió o perdura el amor erótico, lo dicho en uno de los apartados precedentes Puede dar una respuesta suficiente al lector reflexivo. Y si el amor nunca existió o ya no perdura entre los cónyuges, solo en virtud de muy favorables condiciones de carácter podrá florecer la amistad en su mutuo trato. El aislamiento habitual, la rencilla permanente o una táctica y cortés pseudoamistad serán de ordinario las formas del trato cotidiano entre ellos.
  2. La relación paternofilial. También respecto de ella debo remitir a lo expuesto páginas atrás. Para que entre los padres y los hijos nazca una amistad suficiente, allende el cariño o philêsis que entre ellos, sobre todo por parte de los padres, suele existir, es preciso que en el curso de su vida en común se produzcan dos decisivos eventos de orden ya no meramente biológico o «sanguíneo»: la adopción personal del hijo por el padre (la íntima decisión de querer como hijo al hijo que genéticamente se tiene) y el ulterior prohijamiento del padre por el hijo (la voluntad en este de ser delicadamente padre de su padre, cuando quien le engendró y educó va declinando biológica y biográficamente). Una regla debe presidir ambas conductas: el más fino respeto a la autonomía personal del otro. Puesto que el hijo tiene derecho a su novedad, el padre deberá en todo momento evitar la conversión de la procura amorosa en opresora tutela; y puesto que el padre, si es que en su alma surge este sentimiento, tiene derecho a su nostalgia -el derecho a decir alguna vez «En mis tiempos», si es que en su vida hubo tiempos que él verdaderamente pueda llamar «suyos»-, el hijo habrá de abstenerse de usar su propio presente como borradora esponja del pasado. Porque así como hay en ocasiones un vampirismo absorbente del padre, y sobre todo de la madre, también puede haber, en la forma que sea, un vampirismo iconoclasta del hijo.
    ¿Es posible una amistad íntima entre hijos y padres? Desde luego; pero tanto como posible es difícil e infrecuente. Más aún diré: en mi opinión, tal amistad no es en sí misma deseable. El padre y el hijo deben tener verdadera intimidad, si a ella se sienten llamados, con sus respectivos amigos íntimos, no entre sí, aunque el mutuo cariño obligue a uno y a otro con más fuerza que todas sus posibles y respectivas amistades personales. Por eso he hablado antes de una «amistad suficiente». Estrecha familiaridad amorosa con los miembros de la propia familia; amistad íntima con los pocos amigos que de ella sean merecedores y titulares: tal debe ser la norma de la relación con las personas afectivamente próximas a uno.
  3. La relación fraternal. Tampoco es fácil, por lo común, la verdadera amistad entre hermanos, aunque el cariño fraternal no falte entre ellos. Dos obstáculos suelen oponerse a ella: la rivalidad (una rivalidad de ordinario no profesional, sino -acéptese el manido término- existencial, que puede a veces convertirse en cainismo; caso extremo, El otro, de Unamuno) y el alejamiento (ese que entre los hermanos suelen poner sus respectivos destinos biográficos). Pero a través de aquel Escila y este Caribdis, ¿cómo no ver que -sobre todo si la afección y el tacto de unos padres no paternalistas han colaborado en el empeño- la amistad entre hermanos es una meta tan deseable como alcanzable?



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IX.- De la incomunicación a la amistad.

La incomunicación: he aquí uno de los tópicos literarios, fílmicos y vitales más característicos de nuestro tiempo. Ese tópico, ¿qué fundamento real tiene en la sociedad a que los hombres de hoy pertenecemos? Y cuando la incomunicación realmente existe, ¿puede acaso convertirse en verdadera amistad?

La incomunicación total es un concepto-límite: por dispares que sean sus sistemas expresivos, cuando dos hombres se encuentran entre sí es psicológicamente imposible que entre ellos no se produzca alguna comunicación, aunque sea mínima; La cantante calva, de lonesco, es una caricatura de nuestra relación social, no un retrato de ella. La total comunicación, por su parte, es un mero ideal: por grande que sea la mutua abertura entre dos hombres -por ejemplo, la que existe entre dos amantes de la misma lengua e idéntico medio social-, no es psicológicamente posible que el contenido actual y potencial de la conciencia de cada uno de ellos sea conocido en su integridad por el otro; y no sólo por obra de ese ladino auto-ocultamiento de la verdad propia que Sartre llamó mauvaise foi y tan agudamente supo analizar, también en virtud de las razones, más profundas aún, que al estudiar la confidencia quedaron sumariamente apuntadas. Dos valiosos estudios que ahora tengo ante mí, La incomunicación, de C. Castilla del Pino, y La comunicación humana, de J. L. L. Aranguren, no hubieran sido posibles sin la contrapuesta y complementaria verdad radical de los dos principios antropológicos que acabo de exponer.

Entendida siempre con ese coeficiente de relatividad, la incomunicación debe ser inicial y metódicamente desglosada en tres tipos bien distintos entre sí, aunque entre sí tantas veces se mezclen o combinen en la concreta realidad psicosocial del incomunicado: la incomunicación querida de la persona que, por las razones que sean, voluntariamente se encierra en sí misma, la incomunicación forzosa del individuo que quiere comunicarse con los demás y no puede hacerlo, por causas de orden psicobiológico o de orden social, y la incomunicación habitual del sujeto que por obra de la continuada influencia psíquica de su mundo llega a vivir habitualmente cerrado a los demás, casi sin él advertirlo o advirtiéndolo sólo a través de la neurosis o del tedio. Pues bien, esos tres modos del aislamiento comunicativo se dan en nuestra situación histórico-social con mucha mayor frecuencia que en todas las anteriores y contribuyen no poco, como vimos, a la dificultad que esa casi universal situación opone hoy al nacimiento y la conservación de la amistad. ¿Por qué una situación en que los recursos técnicos para la comunicación de noticias y saberes han llegado a ser literalmente fabulosos es precisamente aquella en que la comunicación interpersonal se ha hecho más escasa y difícil? ¿Por qué el aislamiento y la incomunicación son temas tópicos desde que Nietzsche, el gran solitario menesteroso de compañía, y Pirandello y Unamuno, los dos clásicos del enigma de la personalidad ajena, vital y literariamente los descubrieron? No debo repetir lo que acerca de esta interrogación quedó dicho en el capítulo anterior. Debo limitarme a exponer sumariamente cómo veo yo el problema, a un tiempo psicológico y sociológico, de la salida del hombre hacia niveles de la comunicación más elevados que los hoy dominantes.

Dos son las posibles vías de tal salida: una masiva, de carácter formalmente histórico y social, y otra privada y minoritaria, de orden estrictamente interpersonal.

La vía histórico-social parece adoptar, a su vez, dos formas principales: por un lado, la protesta, cualquiera que sea el modo de ella, desde la actividad meramente, pacífica y a la postre poco eficaz de los grupos hippies u otros semejantes, hasta los movimientos resueltamente agresivos y revolucionarios, cuando lo que con estos se trata de obtener no es una sociedad más tecnificada, racionalizada y alienante que aquella de que se partió -así sucede, a veces-, sino una vida colectiva más justa, libre y espontánea; por otro lado, una planificación reformadora, de la cual muy bien puede ser un ejemplo la «humanización de la sociedad tecnológica» que con tan generoso entusiasmo ha propuesto Erich Fromm. Por uno u otro camino, la misma meta: un vivir social en el que sea más viva e intensa la comunicación entre los hombres y más fácil el nacimiento de la relación amistosa93.

Pero al lado de ese tan diverso y amplio movimiento renovador, y mejor aún dentro de él, ¿no es acaso posible salir de la incomunicación a la comunicación, y de esta a la verdadera amistad, por la vía que antes he llamado privada, minoritaria e interpersonal? Sin duda. Y no sólo porque el amor entre hombre y mujer siempre podrá surgir y, pese a todo, siempre resurge en el seno de nuestra sociedad, con la ineludible consecuencia -si es verdadero amor, si no es puro erotismo- de romper interpersonalmente la mutua incomunicación de aquellos en que ha nacido, mas también porque nunca deja de haber en el mundo personas generosas, y una de las virtudes de la verdadera generosidad consiste en romper, si no siempre, sí con gran frecuencia el aislamiento querido o habitual de la persona sobre que se vierte.

Descartes, el gran clásico moderno de la générosité -término que él prefiere al más tradicional o escolástico de magnanimité-, considera la realidad psicológica y ética de esta virtud, muy en primer término, desde el punto de vista de la individual personalidad del que la posee94 no deja de advertir que la «pasión» de la piedad o compasión, esa «especie de tristeza mezclada con el amor o la buena voluntad frente a los que vemos sufrir de algún mal del que les juzgamos no merecedores», tiene sus más destacados y eficaces titulares entre los hombres verdaderamente generosos. ¿Y no es el tedio en que suele expresarse la incomunicación que he llamado «habitual» -esa cuya causa es mucho más la sociedad en torno que la persona del individuo incomunicado- uno de los más frecuentes «males no merecidos» de nuestro tiempo?

Sólo por obra de la generosidad vital del generoso puede convertirse en comunicación amistosa la incomunicación social del incomunicado. Pero frente a la presión de una sociedad fuertemente racionalizada y opresora, sean la tecnocracia capitalista o el totalitarismo político las formas en que esa presión se realice, ¿podrán sostenerse sin daño todas las amistades que así hayan emergido de la incomunicación habitual? Una película italiana tan fina como poco conocida, La rimpatriata -la pintoresca y al fin dramática historia de Cesarino, sujeto cuya actividad principal consiste en proporcionar compañía y amor a los menesterosos de una y otro que de cerca le rodean-, da, creo, respuesta suficiente a mi interrogación95.




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X.- Conservación de la amistad.

Las breves reflexiones que voy a consagrar a este viejo tema deben llevar a su cabeza un principio general: la amistad no llega a ser auténtica si no está constantemente naciendo de nuevo. El status nascendi es, en efecto, el estado propio de toda amistad verdadera, porque esta debe renacer -debe constituirse como recién nacida, aunque sea cronológicamente vieja- cuantas veces los amigos se encuentran entre sí como tales amigos.

¿Cómo una amistad puede conservarse naciendo constantemente de nuevo? Ampliando no poco las consignas que a tal respecto propuso Kant, yo me atrevería a dar mi respuesta mediante la enunciación de seis reglas principales:

  1. Regla del respeto: no olvidar nunca que el amigo es en sí mismo y tiene que ser para mí una realidad -lo diré con términos de Zubiri- relativamente absoluta; por tanto, de algún modo «sagrada». Su intimidad, su libertad y su responsabilidad deben ser, a la postre, suyas. En definitiva: dejar que el amigo sea lo que él es y quiere ser, ayudándole delicadamente a que sea lo que él debe ser. Delicadamente: más que mediante la prescripción de consejos, porque todo aconsejante tiene algo de dómine, mediante la enunciación de deseos. Salvo que el consejo sea también confesión, como enseña la sutil sentencia de Antonio Machado.
  2. Regla de la franqueza: la Offenherzigkeit o «abertura del corazón» de que habló Kant. Una franqueza internamente modulada por el respeto, que nunca convertirá en cinismo la confiada espontaneidad a que la amistad por sí misma tiende y siempre será -si quiere entenderse sin beatería ni remilgo esta anticuada y fina palabra- recatada. Hablar con un amigo à la bonne franquette, como dicen los franceses, «a calzón quitado», como más a la llana decimos los españoles, no equivale a echar por la borda el respeto al otro y a uno mismo; por tanto, el recato propio, el hábito de re-captar lo espontáneo antes de su enunciación para que al llegar a esta se mantenga dentro de los límites de lo conveniente.
    A este respecto, dos extremos, dos polos: la desenvoltura empapada de simpatía y la timidez abierta a la comunicación; la franqueza «tipo Clark Gable» y la franqueza «tipo Gary Cooper», si se me permite ejemplificar lo que ahora estoy diciendo con dos nombres universalmente conocidos. Cada cual juzgará según sus preferencias; pero yo tengo por cierto que, recordando al segundo, la gran mayoría de los hombres dirá para su coleto: «De un tipo así me hubiera gustado ser amigo».
  3. Regla de la liberalidad: la Freimütigkeit de la ética kantiana, el hábito de «dar de sí», con una liberalidad que por obra del respeto nunca se muestre ostentosa o agresiva; porque no pocas veces llega a ser una y otra cosa la generosidad entre los que se jactan de ser generosos. Si de nuevo se quiere un alto ejemplo, la liberalidad de Booz para con Ruth: «Y Booz dio esta orden a sus criados: Si ella quiere segar con vosotros, no se lo estorbéis. Pero antes, de propósito, y sin que ella lo advierta, dejad caer de vuestros manojos algunas espigas, para que estando en el suelo las pueda recoger sin rubor; y mientras las recoja, que nadie la reprenda» (Ruth, II, 15-16).
    ¿Será necesario añadir que la franqueza y la liberalidad deben ser ante todo -aunque en su base haya alguna tendencia nativa- hábitos libremente queridos, más caracterológicos, por tanto, que temperamentales? Uno puede ser franco y liberal por naturaleza: «Adiós, pues, franca Lucía...», dice Don Juan Tenorio a la criada de Doña Ana de Pantoja. Pero la franqueza y la liberalidad sólo llegarán a ser fuente y sustento de una verdadera amistad cuando de ser tendencias naturales hayan pasado a ser hábitos personales; por tanto, cuando hayan sido íntimamente aceptadas y cultivadas por la libertad del sujeto que las ejercita.
  4. Regla del discernimiento afectivo: saber en todo momento, en el trato con el amigo, discernir lo que para cada amistad es verdaderamente importante o decisivo, y ser capaz de soportar, en aras de tal convicción, pequeñas decepciones y pequeños disgustos de carácter superficial. Quien ante cualquier cosa que le contraría acostumbra a «echar los pies por alto», valga tan expresivo decir, ese no es y no puede llegar a ser verdadero amigo de nadie.
  5. Regla de la imaginación: no limitarse, frente al amigo, a convivir amistosamente sus penas y sus alegrías, ni a comentar en concordia lo que en su vida, en la vida propia y en la vida en torno haya acontecido, está aconteciendo o pueda acontecer; dar un paso más, e imaginar con tacto lo que el amigo prefiere -en ocasiones, el puro silencio- y lo que al amigo conviene, así en el orden de su gusto como en el orden de su vocación.
  6. Regla de la camaradería: procurar que la amistad con cada uno de los verdaderos amigos, sin mengua de su constitutivo carácter diádico y de su peculiar intimidad respectiva, se realice en la consecución de bienes objetivos -político-sociales, económicos, religiosos, científicos, deportivos, etc.- de que puedan participar otras personas más o menos próximas; unir a la relación amistosa, cabría decir, completando a Nietzsche, tanto el «amor al más próximo» como el «amor al más lejano».

Respeto, franqueza, liberalidad, discernimiento afectivo, imaginación, camaradería: supuestas las tres notas esenciales de la relación amistosa, la benevolencia, la beneficencia y la confidencia, tales son los recursos principales para lograr, lo diré con hermosas palabras de Ortega, «una amistad delicadamente cincelada», ese modo de la convivencia que cuando está «cuidada como se cuida una obra de arte» sería para nuestro filósofo «la cima del universo». Y esa delicada labor de cincel, ¿no es acaso la mejor garantía respecto de la calidad de un amigo para quien así ha sabido hacerlo suyo?

Como adelantándose a lo que en el curso del mundo moderno había de ser la cautela burguesa, Cicerón (Laelius XVII, 62-63) estableció el precepto de «poner a prueba» al presunto amigo, para saber a qué atenerse respecto de los quilates de su amistad; la krísis y el krínein de los amigos que poco antes han recomendado sus maestros estoicos, la práctica de la probación (peiran labein) a que ya había aludido el propio Aristóteles (Eth. Eud. 1237 b 15). Es la proyección del principio vital de la securitas al dominio de la relación amistosa. San Agustín (De diversis quaestionibus 71, 5-6) y el ciceroniano Aelred de Rievaulx harán cristianamente suya esta vieja regla. Pero cuando el curso de la vida humana se halla volens nolens regido por el sentir de aquel mote borgoñón que una vez cita Ortega -«Rien ne m'est sûr que la chose incertaine»- y cuando, por añadidura, uno prefiere la aventura y la imaginación a la planificación y la cautela, ¿no parece preferible dejar que la vida misma, con sus no planeadas e imprevisibles vicisitudes, vaya día a día probando la consistencia de la amistad de nuestros amigos? Puesto que, como de su propia persona solía decir el dulce Antonio de Trueba, yo soy el hombre que tengo más a mano, hablaré no más que de mí mismo y diré que así, precisamente así, sin necesidad de temptatio alguna, he ido sabiendo yo cuáles de mis amigos eran y son -sigamos con el latín ciceroniano- firmi et stabiles et constantes.




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XI.- Patología de la amistad.

La expresión «patología de la amistad» puede ser empleada en su sentido directo o con un sentido metafórico; refiriéndola, por tanto, a la relación entre la amistad y la enfermedad stricto sensu o nombrando con ella las corruptelas de la relación amistosa.

Delicado problema el de la amistad con el enfermo. Yo me atrevería a resumir la respuesta a él en esta breve regla: en cuanto se pueda, al enfermo hay que darle más compañía que consuelo. O bien, más precisamente: al enfermo hay que darle consuelo a través de una compañía tal, que no le haga patente su condición de enfermo. Menos susceptible de reducción a una sola regla es el problema que plantea la amistad del enfermo. ¿En qué medida, de qué modo puede un enfermo -somático o psíquico- ser amigo de quienes no lo están? He aquí uno de los capítulos de una antropología médica en verdad merecedora de su nombre.

Usada en un sentido metafórico, la expresión «patología de la amistad» nombra ante todo los vicios en que suele incurrir la relación amistosa. Hay en ella vicios por exceso: el vampirismo, la concepción de la amistad como una tutela o procura que no respeta la autonomía personal del amigo -el für einen einspringen o «procura por sustitución» de Heidegger-; el ejemplarismo, la práctica de la amistad como si esta hubiese de ser una constante dispensación de actitudes ejemplares y consejos. Vampiros o ejemplaristas, bien podría hablarse en ambos casos de «los amigos implacables». Hay asimismo en la relación amistosa vicios por defecto: la excesiva timidez frente al amigo, que en ocasiones puede convertir la delicadeza en inhibición; una sumisión al otro -el papel «femenino» a que en su descripción de la amistad aludió Eucken-, capaz de anular la «resistencia vital» que la personalidad y el carácter llevan consigo, y sin la cual aquella relación no es posible; la falta de imaginación antes mencionada; tantos más.

La amistad verdadera: un «cisne negro», como dijo Kant, un «mirlo blanco», como menos solemne y sombríamente solemos decir los españoles; un cisne y un mirlo siempre amenazados por la enfermedad o por la muerte- aunque no dejen de ser inmortales la intención y el nervio que un día dieron vida a las amistades muertas-, gracias a los cuales posee su mejor sal la vida del hombre sobre la tierra.










ArribaAbajoEpílogo «pro domo mea»

He aquí mi personal visión de la amistad; una visión, lo repetiré, que sin desconocer lo que acerca de la relación amistosa han dicho sus más altos clásicos, Aristóteles, Cicerón, Santo Tomás de Aquino y Kant, al contrario, teniéndolo siempre muy en cuenta, y sin ignorar, por otra parte, el duro trance que esa relación está sufriendo en nuestro mundo, pretende ser fiel a las exigencias intelectuales, sociales, éticas y estéticas que nuestro mundo impone.

Si por azar cae ante los ojos de quienes explicando o haciendo la filosofía, la psicología, la sociología y la antropología cultural hoy al uso creen poseer todas las claves del tiempo en que vivimos, ¿qué dirán de ella? ¿La motejarán de «idealista», «culturalista» o «anacrónica», los tres adjetivos o proyectiles con que hoy tantas veces es recibida cualquier construcción intelectual que siga ejercitando la intelección metafísica de la realidad y afirmando la concepción del hombre como persona?

Cuando el término idealismo es un juicio de valor, más aún, un dicterio, suele significar una de estas dos cosas, o acaso ambas a la vez: una visión de la realidad humana que no tiene en cuenta lo que esta empíricamente es -por tanto, los datos económicos, sociológicos y biológicos con que se nos hace presente-, o una consideración de las cosas más atenida a lo que uno desearía que fuesen que a lo que ellas efectivamente son. Pues bien: ¿podrá ser tildada de «idealista» una teoría de la amistad en que las exigencias del cuerpo y la situación social y económica de los amigos o de quienes pueden serlo son tan explícita y relevantemente valoradas?

Nombrada con la intención despectiva que con tanta frecuencia hoy subyace a ella, declaro no entender muy bien la significación de la palabra culturalismo. Sospecho que en ocasiones es un término equivalente al «idealismo» a que acabo de referirme; el vago sinónimo de que tácticamente echan mano -puesto que el juicio de «idealismo» es tópico en la estimativa de los doctrinarios del materialismo dialéctico- quienes no se atreven a manifestarse incondicionales de tal doctrina. Como los deístas del siglo XVIII, según una sentencia de P. Bonhomme: «Un deísta es una especie de hombre que no tiene bastante debilidad para ser cristiano, ni bastante valor para ser ateo». Pero cuando no sea ese el caso, los vocablos «culturalismo» y «culturalista» no parecen ser otra cosa que indicios de pobreza o confusión de la mente. ¿Pecarán acaso de «culturalismo» abiecto sensu quienes escriban una «Historia de la cultura griega»? Y si se me responde que sólo caen en tal vicio intelectual quienes al escribirla olvidan o descuidan las realidades sociopolíticas y socioeconómicas de la cultura en cuestión, entonces responderé que también lo hacen en sentido inverso cuantos, por subrayar tales aspectos de ella, descuidan u olvidan todo lo que en su determinación y en su estructura fuera teoría, creencia, esperanza, amor o sentimiento artístico de la realidad; que tanto una como otra cosa son «cultura». Pues bien, por ninguno de ambos costados creo haber incurrido yo en ese tan vitando como imprecisamente entendido «culturalismo».

Quien se conduzca como «idealista» y «culturalista», por necesidad ha de caer bajo otro anatema no menos grave: el anacronismo. Pensar que la realidad, cualquier realidad, no puede ser satisfactoriamente entendida -en la medida, claro está, en que la humana intelección de lo real pueda ser satisfactoria- sin integrar de buena manera la visión científica y la concepción metafísica de ella; no conformarse con que la persona humana quede reducida a ser un puro rol histórico-social empíricamente descriptible, y afirmar, en consecuencia, que en su constitución hay, llámesele como quiera llamársele, un momento trans-empíríco, al cual hay que referir el origen de la libertad y la íntima capacidad de apropiación de esa persona; he aquí dos modos de no ser hombre de hoy, de ser, por tanto, un tipo «anacrónico».

Pero si en su realidad y en nuestra interpretación de esa realidad suya la persona humana no pasa de ser un simple rol histórico-social, si para ella y para los demás no es real y verdaderamente un ente absoluto -aunque no lo sea sino relativamente-, entonces me temo que la libertad del hombre y la dignidad de serlo acabarán por desaparecer de nuestro planeta. Actuando al servicio de lo que él creía su rol, cierto matemático alemán habló hace años de «la matemática alemana», por oposición a la que no lo es, y cierto físico, también tudesco, de «la física aria», por contraste con la «no aria»; sirviendo al suyo, tres distinguidos biólogos chinos han publicado más tarde en una revista científica nada desdeñable, China's Medicine, un par de trabajos acerca del «Tratamiento de las formas inestables de la diabetes sacarina a la luz del pensamiento de Mao Tse-Tung»96. ¿Es a esto a lo que van a conducir, unidos entre sí, el «no idealismo», el «no culturalismo» y el «no anacronismo» del pensamiento? En verdad, disto mucho de creer que sea este el sentido real de la historia del hombre. Pero si la mayor parte del mundo llegara a ser así durante mi vida, yo preferiría residir en la pequeña parte del planeta en que uno pudiera libremente optar entre ser «realista» y «materialista dialéctico», o ser «idealista» y «culturalista», o no ser ni lo uno ni lo otro. Y si ya no la mayor parte del mundo, sino todo él, redujese a los hombres a no ser en su vida diaria otra cosa que alguno de los roles histórico-sociales prefijados por quienes en él y sobre él manden, lo que entonces querría yo es algo mucho más radical: estar en el otro mundo. ¿Para qué? ¿Para hundir allí mí desesperación o mi desesperanza? No. Para, si pudiera, decir a voces desde él: «Puesto que la historia ha de seguir, quiero continuar proclamando que no he dejado de creer en la inteligencia, la libertad y la dignidad del hombre. Y por consiguiente, en la amistad».




ArribaBibliografía


Primera parte


Capítulo I

Además de los estudios y tratados generales acerca del pensamiento y la cultura de la Grecia clásica -hoy casi innumerables- y del libro colectivo El descubrimiento del amor en Grecia, antes citado, el lector interesado por la concepción prehelenística de la amistad puede leer los siguientes: E. Curtius, «Die Freundschaft im Alterthum», en Alterthum und Gegenwart, I, 4.ª ed. (Berlín, 1892); L. Dugas, L'amitié antique d'après les moeurs populaires et les théories des philosophes (París, 1894); F. Dirlmeier, Fi/loj und fili/a im vorhellenistischen Griechentum, Diss. München, 1931; Fr. Normann, Die von der Wurzel fil-gebildeten Worter und die Vorstellung der Liebe im Griechischen, Diss. Münster, 1952; E. Klein, Studien zum Problem der griechischen und römischen Freundschaft, Diss. Freiburg, 1957.

La idea platónica de la amistad ha sido objeto de no pocos estudios recientes: W. Ziebi, Der Begriff der fili/a bei Plato, Diss. Breslau, 1927; J. J. Verbrugh, Ueber platonische Freundschaft, Diss. Zürich, 1931; K. Glaser, «Gang und Ergebnis des platonischen Lysis», Wiener Studien 53 (1947), 47 ss.; P. G. M. J. Janssens, Hoofbegrippen uit de platonischen Dialogen Lysis en Symposium, Diss. Maastricht, 1935; P. Kienzl, Die Theorie der Liebe und Freundschaft bei Platon, Diss. Wien, 1941; A. Levi, «La teoria della philía nel Liside», Giornale di Metafisica, 1950.

Sobre la amistad en Aristóteles, aparte la bibliografía consignada en páginas ulteriores, véase: W. Jaeger, Aristóteles (Berlín, 1923), págs. 255-257, y la traducción de la Ética a Nicómaco, de F. Dirlmeier (Darmstadt, 1956); y entre los estudios más antiguos, E. Krantz, De amicitia apud Aristotelem, tesis de París, 1882, y R. Eucken, Aristoteles Ansichten von Freundschaft und Lebensgütern (1884).

Se leerá también con fruto -y esta indicación puede y debe ser extendida a todos los restantes capítulos de la primera parte del libro -la Disertación inaugural de R. Eglinger Der Begriff der Freundschaft in der Philosophie. Eine historische Untersuchung (Basel, 1916).




Capítulo II

Sobre la amistad en la obra de Séneca, W. Brinckmann, Der Begriff der Freundschaft in Senecas Briefen, Diss. Köln, 1963. Para mi exposición y comentario del tratado De amicitia, de Cicerón, he seguido la edición Cicerón, L'amitié, texte établi et traduit par L. Laurand (París, 1928). Aparte las fuentes mismas, sobre todo los textos de los estoicos (Stoicorum Veterum Fragmenta, coll. ab Arnim Stuttgart, 1964) y los de Panecio (Panaetii Rhodii Fragmenta, coll. M. v. Straaten, 3.ª ed., Leiden, 1962), puede consultarse, acerca de la relación entre De amicitia y el pensamiento helenístico, la siguiente bibliografía: F. Scheuerpflug, Quaestiones Laelianae, Diss. Jena, 1914; F. Dirlmeier, «Die Oikeiosis-Lehre Theophrasts», Philologus, Suppl. 30, 1 (1937); R. Philippson, «M. T. Cicero» R. E. VII A (1939); M. Pohlenz, Die Stoa III (Göttingen, 1948), «Panaitios», R. E. XVIII (1949), y Stoa und Stoiker (Zürich, 1950); K. Büchner, «Der Laelius Ciceros», Museum Helveticum 9 (1952), 88-106; H. Hommel, «Cicero und der Peripatos», Gymnasium 62 (1955), 319-322; W. Ricken, «Zur Entstehung des Laelius de amicitia», Gymnasium 62 (1955), 360-374; M. Schäfer, «Panaitios bei Cicero und Gellius», Gymnasium 62 (1955), 334-353; C. O. Brink, «Oikeiôsis and oikeiótês. Theophrastus and Zeno on Nature in moral theory», Phronesis 1 (1956), 123-145; E. Klein, op. cit., F. A. Steinmetz, Die Freundschaftslehre des Panaitios (Wiesbaden, 1967). Sobre Cicerón como transmisor del pensamiento griego, V. Knoche, «Cicero: Ein Mittler griechischer Geisteskultur», Hermes 87 (1959), 57-74. Sobre la amistad en los epicúreos, A. J. Festugière, Epicure et ses dieux (París, 1946), y la Disertación de R. Eglinger antes mencionada.




Capítulo III

Más amplia bibliografía acerca de los temas tratados en este capítulo puede verse en mis libros Teoría y realidad del otro, 2.ª ed. (Madrid, Revista de Occidente, 1968) y La relación médico-enfermo (Madrid, Revista de Occidente, 1964). Para el problema érôs-agápê, además de los iniciadores libros de Scheler (El resentimiento y la moral) y Nygren (Eros und Agape), véanse: V. Warnach, Agape (Dusseldorf, 1951), M. C. d'Arcy, The Mind and Heart of Love (London, 1945), C. Spicq, Agapè dans le Nouveau Testament (París, 1958) y, como ya he dicho, X. Zubiri, Naturaleza, Historia, Dios (Madrid, 1944). Más amplia bibliografía, en el Diccionario de Filosofía, de J. Ferrater Mora, s. v. «Amor».




Capítulo IV

Además de la bibliografía consignada en el cuerpo del capítulo citaré, por lo que atañe a la obra de Pedro de Blois -aunque el comentarista desconozca el plagio del cisterciense francés respecto del tratado de Aelred-, el importante libro de M. M. Davy, Un traité de l'amitié spirituelle au XII.e siècle, Pierre de Blois (París, 1932). No contando la de J. Dubois que yo he utilizado, las traducciones modernas del tratado de Aelred a que me he referido son la de K. Otten (Die heilige Freundschaft, München, 1927) y la de F. Ingham (Traité de l'Amitié Spirituelle, Bruxelles, 1937). La historia del recelo de una parte de la ascética y la mística cristianas frente a la amistad puede seguirse en Schramm, Institutiones Theologie mysticae, CCCLXXXII-CCCXCIX.




Capítulo V

El mejor estudio sobre el tema tratado en este capítulo es el excelente libro de P. Paul Philippe O. P. Le rôle de l'amitié dans la vie chrétienne selon Saint Thomas d'Aquin (Rome, «Angelicum», 1938). Pueden ser también consultados con provecho el libro de L. B. Geiger, Le problème de l'amour chez Saint Thomas d'Aquin (París, Vrin, 1952) y el artículo de J. H. Nicolás «Amour de soi, amour de Dieu, amour des autres», Revue Thomiste, 1956, núm. 1.




Capítulo VI

Textos premodernos o modernos sobre la amistad anteriores a Kant, aparte los consignados en las notas a pie de página: Petrarca (Epistolae de rebus familiaribus et variae, ed. Fracassetti), Erasmo (Colloquia familiaria, Basilea, 1704), Montaigne (Essais I, 128; en la Édition municipale de ellos, Bordeaux, 1906, P. Villey estudia la influencia de Cicerón sobre las ideas de Montaigne acerca de la amistad), Charron (De la sagesse, 1601), Piccolomini (Universa philosophia de moribus, Francfort, 1601). Y luego: J. Taylor, Friendship (1.ª ed. en 1657, reeditado en Londres, 1920), L. de Sacy, Traité de l'amitié (París, 1703), Mme. de Lambert, en Recueil de divers écrits (Bruxelles et Paris, 1736), Mme. d'Arconville, De l'amitié, 2.ª ed. (Amsterdam, 1764), curioso libro que he podido conocer gracias a la diligencia de mi buen amigo Mgr. Boyer-Mas. Fragmentos de diversos «moralistas» (Saint-Evremond, Vauvenargues, La Rochefoucauld, Chamfort, etc.) acerca del tema, en M. Serlandes, Le livre de l'amitié. Anthologie de pensées sur l'amitié (París, 1922), y L'amitié, colección anónima aparecida en la serie «Les plus belles pensées», Editions Nilsson, Paris, s. a.

Sobre la amistad de Kant, aparte sus obras -Immanuel Kants Werke, ed. de Cassirer, y Eine Vorlesung Kants über Ethik, herausgeg. von P. Menzer (Berlín, 1924)-, K. Loewith, Das Individuum in der Rolle des Mitmenschen (München, 1928), y mi ya citado libro Teoría y realidad del otro.

La actitud de la Ilustración alemana acerca de la amistad ha sido minuciosamente estudiada por W. Rasch, Freundschaftskult und Freundschaftsdichtung im deutschen Schriftum der 18. Jahrhunderts, 1936. Véase también, sobre el tema, N. Elias, Die höfische Gesellschaft (Berlín, 1939).




Capítulo VII

Las indicaciones relativas al pensamiento de Hegel y al de Comte van consignadas en el texto. Para la biografía de este último, G. Dumas, Psychologie des deux Messies positivistes (Paris, 1905). Véase también J. Maritain, La philosophie morale (Paris, 1960). Sobre las ideas de Marx acerca de la relación interindividual va indicada alguna biografía importante en mi libro Teoría y realidad del otro. Véase también E. Fromm, Marx y su concepto del hombre (México, 1962), J. L. L. Aranguren, El marxismo como moral (Madrid, 1968), A. Schaff, Marxismus und das menschliche Individuum (Reinbeck bei Hamburg, 1970), y M. Benzo, Sobre el sentido de la vida (Madrid, 1971). Las ideas de los románticos alemanes sobre la amistad pueden verse ante todo en Romantiker-Briefe, herausgeg. von F. Gundelfinger (Jena, 1907), así como en la Lucinde, de Fr. Schlegel, en la Sittenlehre, de Schleiermacher, y en Das Leben Schleiermachers, de W. Dilthey (Berlín, 1870). El pensamiento de Schopenhauer acerca de la amistad aparece en distintos lugares de sus obras (Sämtliche Werke, Reclam: I, 483; IV, 511-512, etc.). Feuerbach expone el suyo en Fragmente zur Charakteristik meines philosophischen Curriculum vitae, Grundsätze der Philosophie der Zukunft y Das Wesen des Christentums. Véase también, sobre este aspecto de la filosofía de Feuerbach, el libro de K. Loewith antes mencionado. De El único y su propiedad, de M. Stirner, hay edición española (Madrid, La España Moderna, s. a.). El ensayo On Friendship, de Emerson (New York, Putnam, 1909), aparece, naturalmente, en The Complete Works of Emerson (Boston, 1903) y ha sido frecuentemente editado. La Phänomenologie des sitllichen Bewusstseins, de Ed. von Hartmann, tuvo su primera edición en Berlín, 1879. Para las ideas de Nietzsche sobre la amistad, sus obras mencionadas en el texto (yo he manejado la edición de A. Baeumler: Friedrich Nietzsche Werke, Kröner Verlag, Leipzig, 1930) y su epistolario (Nietzsche in seinen Briefen, Kroner Verlag, Leipzig, 1932). Un excelente estudio sobre esas ideas, en G. Morel, Nietzsche, 3 vols. (París, 1970). Acerca de los autores mencionados en el apartado VIII de este período, y aparte lo que en su texto se dice, véanse los siguientes libros: E. Chauvet, L'amitié (Caen, 1904); E. Montier, De l'amitié (Paris, 1910); E. Faguet, De l'amitié (Paris, Sansot, s. a.); Mme. L. Barbier-Jussy, La vie de l'amitié, 2.ª ed. (Paris, 1913). La varia contribución de los filósofos de entreguerras a la teoría antropológica del amor ha sido estudiada por mí en Teoría y realidad del otro. El libro de J. M. Palmier a que expresamente aludo es Les écrits politiques de Heidegger (Paris, 1968). El libro de E. Bloch a que me refiero es Karl Marx und die Menschlichkeit (Reinbeck bei Hamburg, 1969).






Segunda parte


Capítulo I

El contenido de este capítulo no exige indicaciones bibliográficas especiales, salvo en lo concerniente a la visión intelectual del amor. A tal respecto, véanse las relativas a los capítulos III y VII de la primera parte. Las obras de Zubiri pertinentes a nuestro tema serán mencionadas en la bibliografía correspondiente al capítulo III.




Capítulo II

Sobre la confidencia, Ch. Le Chevalier, La confidence et la personne humaine (Paris, 1960). Sobre el silencio, Ortega, «Origen y epílogo de la filosofía», O. C. IX, 383, Rof Carballo, Entre el silencio y la palabra (Madrid, 1960), M. F. Sciacca, El silencio y la palabra (Barcelona, 1961), y M. Victoria, Meditación del silencio (Buenos Aires, 1965).

Acerca de los restantes apartados: Rof Carballo, Violencia y ternura (Madrid, 1967); K. Lorenz, Das sogenannte Böse. Zur Naturgeschichte der Aggresion (Wien, 1963; hay edición castellana); W. Lepenies y H. Nolte, Kritik der Anthropologie (München, 1971); H. Marcusse, La agresividad en la sociedad industrial avanzada (Madrid, 1971); J. M. Ramírez, De hominis beatitudine, 2 vols. (Madrid, 1942).




Capítulo III

Sobre el pensamiento de X. Zubiri, en tanto que fundamento de la visión metafísica de la amistad que yo expongo, y aparte su básico libro Sobre la esencia (Madrid, 1962): X. Zubiri, «El hombre, realidad personal», Revista de Occidente, 2.ª época, núm. 1, 1963; «El origen del hombre», Revista de Occidente, 2.ª época, núm. 17, 1964; «Notas sobre la inteligencia humana», Asclepio XVIII-XIX (1966-1967), 341-353, y «El problema del hombre», Índice XII, núm. 120, diciembre de 1958. Asimismo: I. Ellacuría, «Antropología de Xavier Zubiri», Rev. de Psiquiatría y Psicología médica XII (1964), 405-535 y 483-508: «La religación, actitud radical del hombre. Apuntes para un estudio de la Antropología de Zubiri», Asclepio XVI (1964) 97-156; «La historicidad del hombre en Xavier Zubiri», Estudios de Deusto XIV (1966), 245-286 y 523-548, y «La idea de filosofía en Xavier Zubiri», Homenaje a Xavier Zubiri (Madrid, 1970), I, 459-523.




Capítulo IV

Una visión de conjunto del problema de la psicología de las edades, con la oportuna bibliografía, en el volumen «Entwicklungs-psychologie», del Handbuch der Psychologie dirigido por Ph. Lersch, K. Sander y H. Thomae (Göttiingen, 1966 y s. s.) y F. A. Kehrer, Vom seelischen Altern (Münster, 1952), Sobre la relación amistosa en la edad juvenil -aparte los conocidos libros generales a que se alude en el texto-, J. L. Moreno, Who shall survive? (Washington, 1934); R. G. Kuhlen, The psychology of adolescent development (New York, 1952); M. E. Wright; «The influence of frustration upon the social relations of young children», Char. Pers. 12, 1943; H. Schelsky, Die skeptische Generation (Dusseldorf, 1957); Muchow, Sexualreife und Sozialstruktur der Jugend, 1959; P. F. Hofstatter, Einführung in die Sozialpsychologie, 2.ª ed. (Stuttgart, 1959). La célebre conferencia de Marañón sobre El deber de las edades, en Obras Completas, III (Madrid, 1967). Acerca de la amistad durante la senectud, I. Rosow, Social integration of the Aged (New York, 1967), Z. Blau, «Structural contraints of friendships in old age», Amer. Sociol. Review 12 (1961), 429-439, y J. Calvo Melendro, «Sunamitismo», Anales Real Acad. Nac. Med. 87 (1970), cuad. III.

La literatura sobre el sexo ha llegado a ser literalmente torrencial. No contando los libros que podemos llamar «clásicos» -Feuerbach, Weininger, Steinach, Freud, Marañón, etc.-, véase un examen de conjunto acerca del tema en A. Álvarez Villar, Sexo y cultura (Madrid, 1971), y también J. Guitton, Ensayos sobre el amor humano (Buenos Aires, 1957), y J. Marías, Antropología metafísica (Madrid, 1970). Sobre la amistad de la mujer, la literatura mencionada en el texto, así como B. Friedan, The feminine mystique (New York, 1963), y E. Sullerot, La mujer, tema candente (Madrid, 1971; con bien escogida bibliografía). Una colección de trabajos interesantes acerca del tema, en facetas, vol. 3, 1970, núm. 4. La frase de J. Marías a este respecto transcrita procede de La estructura social (Obras, VI, 378).

Para lo tocante al problema psicosocial que subyace a la amistad entre individuos de distinta raza puede servir como punto de partida La negritud, de L. M.ª Ansón (Madrid, 1971). El libro de A. Roldan a que me refiero es su Introducción a la ascética diferencial (Madrid, 1960).

En relación con el apartado «Amistad e historia», la bibliografía ya citada y R. Sáenz Hayes, De la amistad en la vida y en los libros, 2.ª ed. (Buenos Aires, 1944). Los textos citados al final del capítulo proceden de Eugenio d'Ors (conferencia mencionada), Unamuno (ensayos El individualismo español y Soledad), Ortega (Meditaciones del Quijote) y A. Castro (La realidad histórica de España), así como de mi libro Teoría y realidad del otro.




Capítulo V

En relación con los dos temas tratados en el primer apartado de este capítulo -«La amistad entre el gobernante y el súbdito» y «La amistad entre discrepantes en política o en religión»-, y sobre todo con el segundo de ellos, nuestro mejor conocedor de la obra de Maritain, G. Peces-Barba, ha puesto en mis manos una serie de textos del filósofo francés, procedentes de sus libros Principes d'une politique humaniste, Les Droits de l'homme et la loi naturelle, Humanisme intégral y Le Philosophe dans la Cité, en los cuales, partiendo de presupuestos intelectuales distintos de los míos, porque su autor, siguiendo a Santo Tomás, no distingue fenomenológicamente entre la «amistad civil» y la «amistad stricto sensu», desea iguales metas político-sociales que yo y llega a los mismos resultados. Para el resto del capítulo:

  1. Crisis actual de la amistad: G. Simmel, Sociología (Buenos Aires, 1939; reedición castellana de la Soziologie del autor, 1908), y R. Schottlaender, Theorie des Vertrauens (Berlín, 1557). Sobre el dolor y el aislamiento en la sociedad contemporánea, W. Lepenies, Melancholie und Gesellschaft (Frankfurt, 1969), H. P. Dreitzel, Die gesellschaftlichen Leiden und das Leiden in der Gesellschaft (Stuttgart, 1968) y Die Einsamkeit als soziologisches Problem (Zürich, 1970). El concepto de «socialidad» ha sido revisado en «Die Geselligkeit. Ueberlegungen zu einer Kategorie der klassischen Soziologie», Kölner Zeitschrift für Soziologie und Sozialpsychologie 21 (1969), 241-155.
  2. La amistad en la sociología alemana «clásica»: F. Tönnies, Gemeinschaft und Gesellschaft (Leipzig, 1887), y L. von Wiese, System der allgemeinen Soziologie, 2.ª ed. (München, 1933).
  3. Los «grupos», la «comunidad» y la «clase» en la sociología actual: aparte los ya antiguos e iniciales trabajos de C. H. Cooley sobre los primary groups, Th. M. Newcomb, Manual de Psicología social (Buenos Aires, 1964); G. H. Mead, Espíritu, persona y sociedad (Buenos Aires, 1953); R. Linton, The cultural background of personality (New York, 1945); G. C. Homans, The Human Group (New York, 1950), y Social behavior: Its elementary forms (New York, 1965); D. Cartwright y A. Zander, Group Dynamics (New York, 1950 y 1960); Th. M. Mills, The Sociology of Small Groups (New York, 1967); H. Hyman y E. Singer, Readings in Reference Group Theory and Research (New York, 1968); N. Anderson, Sociología de la comunidad urbana (México, 1965); R. König, «Die Gemeinde im Blickfeld der Soziologie», en el Handbuch der kommunalen Wissenschaften und Praxis (Berlín, 1956), y Sociología de la comunidad local (Madrid, 1971); B. Barber, Social Stratification (New York, 1957); A. L. Grey, Class and Personality in Society (New York, 1969); M. Muzafer y C. W. Muzafer, Reference Groups (New York, 1954); Fl. Znaniecki, Social Relations and Social Roles (San Francisco, 1965), y Social Roles (Madrid, 1961).
  4. Relaciones psicológicas intragrupales y amistad (aparte la bibliografía antes mencionada): F. H. Allport, «The influence of the group upon association and thought», Exper. Psychol. 3 (1920), 159-182, y Social Psychology (Houghton Miffling, 1924); Th. H. Newcom, The Acquaintance Process (New York, 1961); E. W. Bovard, «The experimental production of interpersonal affect», J. of Abn. and Soc. Psychol. 46, 1951; F. A. Hayek, Individualism and Economic Order (London, 1949); E. K. Wilson, «Some Notes on the Pains and Prospects of American Cities», Confluence VII (1958), 9; E. Bott, Family and Social Network (London, 1957); F. J. Roethlisberger y W. J. Dickson, «Management and the worker», Harvard University Business Research Studies 21 (1934), 9, y Management and the Worker (Cambridge Mass., 1939); E. O. Laumann, «Friends of Urban Men», Sociometry 32 (1969), 54-69; E. Litwak and I. Szelenyi, «Primary Groups and Their Functions: Kin, Neighbors, and Friends», Amer. Sociol. Review 34 (1969), 465-481; L. Berkowitz, «Some Social Class Differences in Helping Behavior», J. of Personality and Social Psychology 5 (1967), 217-225); R. K. Merton, «Patterns of Influence», Communications Research (New York, 1948-49); E. Katz y P. F. Lazarsfeld, Personal Influence (Free Press of Glencoe, 1964); B. R. Berelson, P. F. Lazarsfeld y W. McPhee, A Study of Opinion Formations in a Presidential Campaing (Chicago, 1954); L. Festinger, St. Schachter y K. Back, Social Pressures in Informal Groups (New York, 1953); L. Festinger y J. Thibaut, «Interpersonal Communication in Small Groups», en Readings in Social Psychology (New York, 1952); S. A. Stouffer, The American Soldier (Princeton, 1949); W. LL Warner y P. S. Lunt, The Social Life of a Modern Community (Yale University Press, 1941); W. P. Whyte, Street Comer Society (Chicago, 1943); J.-A. Precker, «Similarity of Valuings as a Factor in Selections of Peers and Near-Authority Figures», J. of Abn. and Soc. Psychol. 47 (1952), 406-414; K. Duncker, «Experimental Modifications of Children's Food Preferences Through Social Suggestion», J. of Abn. and Soc. Psychol. 33 (1938), 489-507.
  5. Los ya clásicos estudios de R. S. Lynd y Helen M. Lynd sobre la constitución social de una pequeña ciudad del Middle West norteamericano son: Middletown. A Study in Contemporary American Culture (New York, 1929) y Middletown in Transition. A Study in Cultural Conflicts (New York, 1937).

Para la composición de este capítulo me han sido muy valiosas las indicaciones bibliográficas que amablemente me han proporcionado los profesores Salustiano del Campo, de Madrid, e Ignacio Sotelo, de Berlín. Conste aquí mi viva gratitud a uno y a otro.




Capítulo VI

El texto de Sartre acerca del «nosotros» de Heidegger procede de L'être et le néant, pág. 303, y el libro de E. Bloch a que se alude es el mencionado en el capítulo VII de la primera parte. Sobre la simpatía y el amor al malvado, la ya citada monografía de Max Scheler Esencia y formas de la simpatía. La definición marañoniana del enamoramiento, en el prólogo a El amor, de Victoriano García Martí (Obras Completas, I, Madrid, 1966). El texto de Martin Buber, en La vie en dialogue (Paris, 1959). Sobre la incomunicación: C. Castilla del Pino, ha incomunicación (Barcelona, 1970), J. L. L. Aranguren, ha comunicación humana (Madrid, 1967), Aislamiento y comunicación, Asociación Argentina de Filosofía (Buenos Aires, 1966), y Erich Fromm, La revolución de la esperanza (México, 1970). En Revista de Occidente, 2.ª época, núm. 106, aparecen varios interesantes artículos (J. L. L. Aranguren, M. Thistle, L. Tayer) acerca de la comunicación interhumana. El texto de Ortega, en «Para un museo romántico», Obras Completas, II (Madrid, 1946); véase también la glosa de J. Marías en «Una amistad delicadamente cincelada», Obras, III (Madrid, 1959). El nacimiento de la amistad como un acto interpersonal y diádico ha sido muy bellamente descrito por Chr. Schütz y R. Sarach en «El hombre como persona», Mysterium salutis, ed. española, II, págs. 722-723 (Madrid, 1969). Debo también añadir -suum cuique- que la deficiencia señalada por mí en el diccionario de la Real Academia Española respecto de la palabra «ascética», ha sido subsanada en el Apéndice a la decimonona edición del mismo. Tal vez conviniera, sin embargo, llevar la definición de la ascética más allá de la exclusiva «perfección espiritual». El conocimiento de los artículos de China's Medicine citados en el epílogo lo debo a mi amigo el doctor Domingo García-Sabell.