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Sobre la escritura femenina y su reivindicación en el conjunto de la historia de la literatura contemporánea de España. (A propósito de un reciente libro de Janet Pérez1)

Ignacio Soldevilla-Durante





No es la primera vez que la muy conocida autora de este libro se ocupa de la literatura producida por las mujeres de España, como saben cuantos siguen su ya vastísima obra erudita y crítica. Pero sin duda es la primera vez que se da a luz en las últimas décadas un libro con tanta y tan valiosa información sobre la producción literaria femenina española, y tal vez la primera en que se incluyen en un todo las obras producidas en otras lenguas de España.

El libro, publicado en inglés, aspira a establecer un equilibrio más justo en el conocimiento que de estas escritoras y de su obra literaria se tiene fuera del ámbito de las culturas hispánicas, con respecto a la información de que sobre los escritores se dispone. Lamentable situación de la que no tienen culpa ninguna ni la autora ni sus editores, si se examina su lista de publicaciones de los últimos años.

La información que sobre un vasto elenco de noventa escritoras contemporáneas, aproximadamente, se encuentra en este volumen, es abundante, exacta y precisa, y las referencias bibliográficas de que viene acompañada contribuyen a la orientación de sus lectores, que la autora, en su prefacio, identifica como «students of Spanish literature... the monolingual reader of English... the nonspecialized Hispanist» y «those with an interest in women's studies.» A los que habría que añadir, por cierto, los estudiosos de la literatura comparada, puesto que se trata de autoras y obras de cuatro diferentes lenguas (aunque con un desequilibrio notable por las escritoras en euskera, de las que solo hay una representante -Arantza Urretavizkaia- que posiblemente responde a una escasez real de escritoras en dicha lengua más que a una falta de información de la autora). Y tampoco creemos que el adjetivo «nonspecialized» sea necesario, ya que la inmensa mayoría de los especializados tampoco tienen la información necesaria de todas y cada una de las literaturas sobre las que aquí se da puntual cuenta. Por otra parte, el lector unilingüe inglés, como la obra de Pérez deja en evidencia, va a sufrir el suplicio de Tántalo si, estimulado por la lectura de este libro pretende leer las obras de las escritoras españolas valoradas tan positivamente por su autora. Ojalá la reacción de sus lectores sea suficientemente fuerte como para estimular a los editores norteamericanos en el sentido de traducir y publicar las más notables producciones de las que Pérez da cabal información. Que, por otra parte, sufren del mismo desvío que sus colegas masculinos en el mundo anglosajón, como Pérez reconoce en la primera aserción de su estudio. A esa situación de desinformación hay que atribuir la tendencia de la autora a dedicar una buena parte de su libro a resúmenes sucintos de las obras estudiadas, que si fuera dedicado a lectores hispanófonos resultaría excesiva o innecesaria.

El estudio de este casi centenar de escritoras se inicia con una breve pero substancial descripción del ambiente social represivo vigente en la España tradicional opuesta a cualquier manifestación de la voluntad de emancipación de las mujeres no sólo en el ámbito de la institución literaria, (donde, por comparación, han vivido una situación menos injusta) sino en todos los niveles institucionales, desde el familiar al jurídico y al político. Tanto en ese capítulo inicial como en la apretada síntesis final, la afortunada descripción del marco socio-político que encuadra y aherroja la condición femenina española se detiene, con alguna salvedad en el umbral del postfranquismo. La situación de la mujer dentro de la nueva situación democrática y de la nueva constitución por la que se rige el estado es teórica y prácticamente distinta, y se compara ventajosamente a muchas otras dentro del ámbito de las sociedades democráticas occidentales. Que todavía (por el hecho de que las fuerzas de la inercia no se hayan debilitado con la simple proclamación de una nueva legislación) la situación de la mujer en España, en la práctica, esté lejos aún de la igualdad real frente al hombre, no debe incitarnos a ocultar el gran salto cualitativo dado en la última década, del que el observador más distanciado de la realidad no puede dejar de dar fe. Habrá de pasar, con todo, más de una generación para que la igualdad proclamada en la legislación se traduzca en una igualdad real ante los tribunales que la aplican, ocupados aún, como lo están, mayoritariamente, por personas formadas en una España tradicionalista y retrógrada, no sólo en lo que a los derechos de la mujer concierne.

Con todo y con lo dicho, el reseñador no puede evitar plantearse una cuestión de principio por lo que toca a este tipo de estudio dedicado exclusivamente a la producción literaria de mujeres, en cuanto abandonamos la perspectiva de la reivindicación feminista, es decir, del justo intento de restablecer un equilibrio valorativo y de interés entre la producción literaria de hombres y de mujeres. En efecto, si consideramos la producción literaria como parte integrante del conjunto de la producción cultural, cabe preguntarse si, en general, existe una diferencia cualitativa entre la producción cultural realizada por mujeres y la realizada por hombres, que nos permitiera, frente a un producto anónimo, dilucidar si es obra de hombre o de mujer. ¿Existe un test o una batería de tests objetivos que nos permitan llegar a tales conclusiones frente a un proyecto arquitectónico, una escultura, un cuadro, una partitura musical? O, ¿dentro del ámbito de la textualidad lingüística, un tratado filosófico, una historia de la literatura, un ensayo, una novela, una obra de teatro, un poema? No parece que la autora haya tomado una postura decisiva al respecto, ya que, en su estudio, sólo nos menciona dos criterios objetivos que permitan intentar tal identificación: el primero de orden temático, el segundo, de orden psico-crítíco. En efecto, y según nos indica la Dra. Pérez, las escritoras españolas del período estudiado (siglos XIX-XX), si bien no fueron innovadoras en lo genérico y en lo estructural,

thematically they were more innovative, incorporating a broad spectrum of social, academic, philosophical, and psychological problems, spiritual and ecological concerns, psychosexual disturbances, and denunciation of the feminine lot.


(198)                


El problema, en lo que se refiere a la identificación temática, es encontrar los temas que puedan ser de uso exclusivo de las mujeres, o la postura ideológica que frente a la problemática planteada a través de ellos permita distinguir a hombres y mujeres. Plantear el problema es dar la solución, ya que de toda evidencia, si los temas mencionados por Pérez no son exclusivos de las escritoras, ni la postura ideológica lo es, sólo estadísticamente podría hallarse una disparidad entre los corpora respectivos, ya que, posiblemente, y por lo menos hasta 1975, las mujeres han manifestado más interés y tratado con más frecuencia dichos temas, y su actitud ideológica será, suponemos, mayoritariamente feminista (tanto hard como soft core). Diferencias, pues, reducidas a lo cuantitativo.

El segundo aspecto al que se refiere J. Pérez, y que identificaría la escritura femenina frente a la masculina, sería, como hemos dicho, de tipo psicológico, y arquetípico... En su estudio de Saturnal, obra de Rosa Chacel, la autora habla del intento de la vallisoletana para

isolate the essence of feminine psychology -not physiology- that is, what it is that makes the female psyche different, peculiar, and concludes that on a deep, ancestral level, it is the fear of rape.


(66)                


Pero este aspecto psicocrítico no aparece explotado en el estudio de Pérez, por lo que no cabe concluir que le acuerde una anuencia sin restricciones.

Sólo, pues, desde una perspectiva sociológica cabría distinguir entre la obra de las escritoras y la de los escritores, en la medida en que las mujeres dedican su interés predilecto a los problemas que afectan más directamente a la condición femenina.

Si, por lo demás, todo lo que caracteriza la obra literaria de las mujeres (usos lingüísticos, estilo, poética, etc.) no se distinguiese de la realizada por los hombres, la cuestión fundamental se reduciría a reivindicar el valor de las obras escritas por mujeres y, por consiguiente, el papel de las escritoras en la historia de nuestra literatura, dentro de la cual, según Janet Pérez, han sido tradicionalmente discriminadas. Da como ejemplos de ello dos diccionarios de literatura: el Columbia Dictionary of Modern European Writersy el Diccionario de literatura española de Revista de Occidente, en los que el porcentaje de mujeres es respectivamente de 4 y de 1.8%. No nos parece un muestrario suficiente, por lo que sugerimos que en el futuro se haga un recuento parecido en los numerosos manuales al uso, empezando, noblesse oblige, por el que Twayne Publishers ha editado recientemente, y cuyo autor es una mujer: Margaret E.W. Jones. De entrada, hemos empezado revisando nuestro propio manual, y a nuestro descargo podemos afirmar que el porcentaje, someramente calculado, frisa el 14% de mujeres2.

Ironías y disculpas aparte, vayamos a una cuestión fundamental: ¿Se hace realmente el mayor favor posible a las escritoras publicando monografías sobre su obra, o incrementando en los estudios globales el porcentaje respectivo de la atención a ellas dedicadas? Es ésta otra cuestión de estricta justicia compensatoria, ya que debido a las condiciones reales en que la mujer ha vivido hasta el fin del franquismo, y con la honrosa excepción de los breves años de gobierno de izquierda entre 1936 y 1939, hacer un recuento de los catálogos de la biblioteca nacional en dos apartados -hombres y mujeres- dará como resultado un porcentaje más o menos equivalente al 10% de mujeres escritoras. Cifra que no puede considerarse sin un examen de las condiciones reales de producción, que establecen toda clase de barreras frente a las vocaciones femeninas, muchas de las cuales no lograrían pasar de la etapa del manuscrito, o vieron su vocación truncada por la tiranía social en la que, hay que insistir enérgicamente, no fueron hombres exclusivamente los fautores inmediatos de la misma. Que sepamos, salvo las excepciones de rigor, la idea del predominio y supremacía social del hombre sobre la mujer nos fue trasmitida a los españoles en primer lugar por nuestras madres, hermanas y abuelas, y si la hemos superado no ha sido precisamente por presión de las mismas, sino por nuestra mirada puesta en otros países y otros modelos de convivencia social.

La literatura como institución ha sido, por otra parte, realmente dominada por factores no estéticos, y, fundamentalmente, por el negocio editorial, cuyo interés en la producción está fundado en criterios comerciales. Una de las primeras cuestiones que instintivamente se plantea el editor es la del público al que va dirigido, y por ahí entramos a la vía real de la precaria condición de las mujeres escritoras, víctimas indirectas de la situación tradicional de la mujer en la sociedad, a la que no se le consentía más lectura (si alcanzaba el nivel de alfabetización suficiente para ello) que la de libros piadosos, y se las ridiculizaba si excepcionalmente aspiraban a una cultura literaria profana. Sólo con el Romanticismo -en la medida en que éste penetró en algunas regiones y capas sociales de España- empieza a configurarse la existencia de un reducido grupo de mujeres lectoras dentro de las clases en las que la presencia del servicio doméstico les consentía tiempo para su ilustración. No obstante todo lo cual, es evidente que los editores han favorecido tradicionalmente un tipo de literatura orientado exclusivamente a las familias y a las mujeres al margen del dedicado, por tradición, al público lector masculino, y producido por hombres. De ahí que las primeras mujeres que en el XIX escriben literatura de ficción se oculten bajo seudónimos masculinos, de las que Janet Pérez cita los más notables ejemplos, cosa que no hacían al escribir libros piadosos, libros de educación familiar, e incluso poesía lírica profana, que, por su carácter intimista y su aparente falta de trascendencia en los asuntos «serios» de la vida social, se había admitido tradicionalmente como aceptable, si no propia de mujeres, con el consiguiente problema para los hombres que, dedicados a tal género, podían ser coronados fácilmente con los mismos adjetivos con que tradicionalmente se identifica la condición femenina... Por otra parte, y ya entrado el siglo, se desarrolla un tipo de literatura de ficción dedicado exclusivamente para el consumo femenino, y que hoy identificamos por el título de una de las más afortunadas y antiguas colecciones, como «novela rosa». En tal género las mujeres dominan mayoritariamente como autoras, y sólo excepcionalmente aparece algún hombre, como el famoso Rafael Pérez y Pérez. Ese tipo de narrativa, dedicado a alimentar y a fomentar los fantasmas más habituales y específicos de la mujer española, y a mantenerla en su estado de «menor» y de sometida a la autoridad masculina (padre, hermano, esposo, cura, etc.) sólo sufrió un breve momento de eclipse -muy significativo- durante los años de la Guerra Civil en la zona republicana, mientras que en la franquista se mantenía y se vigorizaban los tradicionales mitologemas sobre los que está constituida. Y en la medida en que la situación social de la democracia postfranquista responde a un nuevo estado de cosas, dicha literatura «rosa» debería de estar en estos momentos en situación de retroceso notable, aunque es de suponer que el mismo se verifique progresivamente y por estratos. La valoración estética que de dicha producción se hizo siempre en los medios críticos es sabida, pero sólo los estudiosos del fenómeno literario desde una perspectiva sociológica han ido más allá del juicio despectivo que, por tantas razones, merece esa rama de la llamada «subliteratura». Y, por otra parte, cabría aquí darle la vuelta al argumento antes utilizado para poner en entredicho la distinción fundamental entre literatura producida por hombres y por mujeres. Porque si es cierto que las mujeres han sido las que tradicionalmente han dominado en este campo de la «novela rosa», no es menos cierto que los pocos hombres que a ella se han dedicado lo han hecho con una misma poética y pareja ideología, de modo que resultaría, a primera vista, imposible distinguir entre una novela de Concha Linares Becerra y otra de Rafael Pérez y Pérez. Y, aunque no disponemos de datos al respecto, no sería improbable que algún autor de dicho tipo de novela se haya sentido impulsado a publicar bajo seudónimo femenino, por las mismas razones socioliterarias que llevaron a la Böhl von Faber o a la Albert a usar los masculinos.

No creemos que el eclipse de la novela rosa durante la guerra se produjese por decreto o imposición, por ejemplo, de la extrema izquierda anarquista o comunista, ni que en la zona nacionalista se intensificara por incitación, por ejemplo, de la Sección Femenina de la Falange, cuya actitud frente a la condición social de la mujer, por cierto, no examina Janet Pérez, y que sin duda le hubiera suministrado muy curiosos y a menudo esquizofrénicos datos sobre el tema. En un caso como en el otro, son las condiciones mismas del mercado editorial las que explican sus diferentes y opuestos avalares. Y con esto volvemos al punto antes iniciado, a saber, lo que más conveniente sea para la necesaria reivindicación del rol de la mujer dentro de la institución literaria, no sólo en lo que a su evaluación retrospectiva se refiere, sino sobre todo de cara a un futuro más justo y favorable a su plena expansión, en auténtica igualdad con el hombre. Y que no nos parece que sea, salvo todos los respetos debidos a sus buenas intenciones, este tipo de publicación en la que se estudian exclusivamente las autoras y las obras por ellas producidas, que, a contrapelo, contribuyen a mantener un estado de hecho propio a las minorías discriminadas de todo género, sean éstas raciales o de otro tipo. Es un cambio en las condiciones reales de existencia de las mujeres, a nivel de legislación, de derechos y de puesta en práctica de dicha legislación y un cambio igualmente profundo en el sistema de transmisión de los valores a todos los niveles, empezando por el de la educación materna de sus vástagos, el que logrará, a la larga, que el acceso a las instituciones sociales incluyendo, por descontado, la literaria se realice en igualdad de condiciones y de fuerzas.

Pero cuando se examina la situación marginal en que la institución literaria ha venido a parar en este siglo, es evidente que lo realmente importante es el acceso de la mujer a las instituciones centrales en lo que al poder real se refiere, con lo que su situación en las instituciones periféricas se daría automáticamente y por añadidura. Entretanto, todos los esfuerzos por revalorizar a la mujer en la literatura es, aunque laudable, y explicable en quienes a ella pertenecemos y trabajamos, cuestión secundaria. Es más, en estos momentos en que la marginación de la literatura (incluso dentro del circuito escolar) es un hecho consumado en el conjunto de las instituciones culturales, resulta casi irrisorio que nos esforcemos tanto en dar en él a la mujer una posición igual a la del hombre, sin que un esfuerzo igual se realice para situar de nuevo a la literatura en la posición que tuvo en otros tiempos dentro de la sociedad. Esfuerzo tan a contrapelo y contracorriente de la historia contemporánea que nos parece totalmente inútil. En cambio, todos los esfuerzos deberían concentrarse en la participación de la mujer en la institución cultural que conserva un rol realmente primordial en el funcionamiento de las sociedades contemporáneas: hemos nombrado la prensa y, muy sobre todo, la televisión. Y, hecho altamente significativo, el puesto de mando en el monopolio televisivo del estado español lo ha detentado con éxito en años recientes una mujer, a la que se ha forzado a dimitir por razones ajenas a su eficacia como directora del ente, y a pocos meses de su partida, ya se le está reconociendo su eficaz labor en los medios mismos de la izquierda progresista en que más se le atacó, y echándosela de menos. ¿Es imaginable, en una institución tan tradicional y periférica como la Real Academia Española, que se propusiera siquiera a una mujer como directora cuando, sólo recientemente y a regañadientes, se le ha reconocido el derecho a formar parte minoritaria de ella? Ni es imaginable ni importa gran cosa, a nuestro entender, que así sea. El dominio del centro hace inútiles las escaramuzas por la conquista de una periferia que, de cualquier manera, caerá como fruto sometido cuando la conquista del centro se realice. En esa conquista de un puesto de igual a igual por el dominio del centro pueden contar las mujeres con la solidaridad auténtica y la colaboración de los hombres con sentido de la justicia y visión del futuro. En lo demás, conviene sobre todo que se les incite a ver el carácter pírrico, por no decir contraproducente, de tales conquistas en las que el esfuerzo se disemina y nada fundamental se consigue del mismo modo que es inoperante comenzar la construcción de una casa por el ensamblaje de las tejas.

Con todo y con eso, no deja de ser laudable el esfuerzo realizado por Janet Pérez, y por tantos otros investigadores universitarios, para reivindicar el derecho de la mujer a un puesto más justo en la historia de la cultura en el pasado, y, en cierta medida, puede contribuir a crear en las mujeres lectoras un estado de ánimo propicio a la autoestima de su condición y a la revalorización de la misma a todos los niveles, y no exclusivamente al literario. Y en los lectores todavía no concienciados a la injusticia tradicional de que han sido objeto las mujeres en la historia de la cultura, el libro puede ejercer una presión correctora, de cuya eficacia, en este caso, no nos hacemos muchas ilusiones, por ser una mujer su autora, y prestar así el flanco a los irreductibles machistas para que se zafen mencionando el refrán de Juan Palomo. En la medida, pues, en que este libro puede y debe ser útil para una causa justa, conviene indicar, junto con su general acierto y calidad de la información que en él se contiene, los detalles menores en que se le puede mejorar y corregir en próximas ediciones. Para nuestros comentarios puntuales seguiremos el orden de lectura, con mención de las páginas en que aparece el dato o la opinión discutida.

La primera es de carácter general, y se refiere al desajuste entre el título y el contenido, ya que todas las escritoras incluidas en el libro son fundamentalmente narradoras, y sólo cuando, además son autoras de otros géneros, tienen estos cabida en la monografía. Ello explica ausencias notabilísimas como la de Rosalía de Castro en el XIX, o de Josefina de la Torre, Ernestina Champourcín o Concha Méndez en la Generación Poética del 27, y a María Zambrano entre las ensayistas. La lista podría prolongarse indefinidamente, pero los ejemplos son suficientes. Conociendo la trayectoria de Janet Pérez, y los usos del mundo editorial, más preocupado por la comercialidad de los títulos que por las posteriores reacciones de los lectores, hay que sospechar que el título original se refería a narradoras, y no a escritoras. Sospecha confirmada igualmente por el examen de la bibliografía citada en las notas y al final de la obra.

La primera opinión debatible se refiere a la petición hecha, según dice la autora, por el gobierno socialista para que se supriman, por parte de la Real Academia Española, las palabras o acepciones de palabras que implican calumnia o insulto contra la mujer (ramera, mundana, perdida, mujer pública y maestra como «mujer del maestro» son los ejemplos de palabras o de definición que se citan), y se da por hecho que en la Academia «se está haciendo un esfuerzo para eliminar el sexismo del más prestigioso diccionario del país», si traducimos bien (10). Hay dos maneras de entender la lexicografía. Una, tradicional desde, por lo menos, la creación de las Academias, es la normativa, paralelamente a la idea de la gramática como instrumento de la educación. No cabe duda que la Academia española ha seguido desde sus orígenes esa primera manera, como lo revela su mismo lema asidolado de «limpia, fija y da esplendor». Y es reciente aún la supresión en su diccionario de las acepciones del término «judío» ofensivas para dicho pueblo, aunque, contradictoriamente, se conserva el término «judiada», si bien añadiendo el adverbio «tendenciosamente» en la definición que de ella da como «acción mala que se consideraba [nótese el pretérito] propia de judíos». Con ello se hace sentir al consultante del diccionario que el término y su acepción no gozan del beneplácito de la Academia. Mézclanse así las dos tendencias mencionadas en la lexicografía: la normativa y la científica. Según esta última, el lexicógrafo no es un dictador del uso, sino un notario del mismo. Y para no aprobar implícitamente tales usos por su simple mención, le basta con dar las referencias adecuadas sobre en qué lugares, estratos sociales, épocas, etc. dicho uso está o estaba vigente. No creemos que ningún historiador científicamente formado acepte las exigencias que de distintos medios le puedan llegar al efecto de falsear los datos de la historia porque no convienen a su imagen deseada de la realidad. Es, por otra parte, muy cierto, que en la tradición de los historiadores de todos los tiempos y países, la ideología propia se sobreimpone al establecimiento de una dificilísima verdad suprasubjetiva en beneficio de su verdad propia y en detrimento de la realidad. Por eso, precisamente, es tan difícil la tarea, tantas veces intentada, de hacer una Historia que merezca el calificativo de científica. No es ese el caso, al menos teóricamente, de la lexicografía, en la medida en que ésta se integra en la lingüística post-saussuriana. De cualquier modo, cabe preguntarse si la información ofrecida por J. Pérez al respecto implica su aprobación implícita, o la hace, como esperamos, para nuestro asombro.

En la página 15, la Profesora Pérez indica que «there is little indication of association or literary affinities with the male writers of the period». Al citar las afinidades de Carmen de Burgos con diversos autores, se olvida quizás del más importante: Ramón Gómez de la Serna, en cuya formación e información como escritor influyó de modo determinante en los largos años en que vivieron unidos, al margen de las convenciones al uso. El feminismo militante del joven Ramón, por ejemplo, es el más evidente resultado de esa tutelar afinidad. En 19 y ss. se da a Casanova de Lutoslawski el nombre de Sonia. Hay que corregir por Sofía. En 28, línea 7, debe reemplazarse Maragata por la Maragatería.

En la página 90, la cifra de entre uno y dos millones de ejecuciones por razones políticas durante los diez primeros años del régimen franquista se da sin más precisiones que la de «informed estimates by insiders...» No dudamos de que Franco fuera capaz de proceder a tan enorme operación de «limpieza» y liquidar no ya uno sino dos millones de compatriotas, si lo hubiese juzgado necesario en su vesania de nuevo Mesías, pero el dato está tan por encima de lo que conocíamos, y la distancia entre las dos cifras tan extremada, que convendría citar las fuentes de donde se extrae. De cualquier modo, más a propósito al contenido de este estudio sería conseguir cifras sobre las ejecuciones de mujeres en particular.

En la página 105, el título Carretera intermedia está mal traducido por «Second Class Highway». Se refiere al dato de que en la corniche de la Riviera francesa hay tres carreteras, que corren por la cresta, la parte baja y la intermedia respectivamente. Y en esta última ocurre la cita frustrada y la tragedia que pone término, Deus ex machina, a la historia de adulterio.

Es de notar una ausencia en el sexto capítulo: la que se refiere a María Josefa Canellada, cuya novela Penal de Ocaña (1964) es comparable, por su talante meditativa frente a la tragedia de la guerra, con dos obras maestras últimamente sacadas del olvido: Unitats de Xoc, de Pere Calders, y El diario de Hamlet García, de Paulino Masip.

En el capítulo noveno, la presencia de una sola escritora en lengua euskera nos hace echar de menos el planteamiento, cuando menos, de una cuestión: ¿cómo, frente a lo que ocurre en las otras lenguas, sólo se da noticia de una escritora del país vasco, nacida ya casi mediado este siglo? Es cierto que pueden añadirse otros nombres, todos de gente joven (Aitxus Iñarra, Lourdes Iriondo, Laura Mintegi), pero ¿no merecía un comentario tan evidente disparidad? ¿Qué razones puede haber para explicar tan notoria carencia?

En fin, por lo que toca a la información bibliográfica, tanto en las notas a los capítulos como en la bibliografía final, es abundante sin ser exhaustiva, posiblemente debido a las rígidas normas editoriales de la colección. Sorprende, no obstante, que el único manual citado sea el de Eugenio de Nora (un clásico, evidentemente, pero ya muy superado en información sobre los últimos veinticinco años). Y que, dirigiéndose al lector anglosajón, no se mencione el reciente libro de Margaret Jones, ya antes aludido, The Contemporary Spanish Novel, publicado en 1985 por... Twayne.

En resumen, hay que agradecer a Janet Pérez este libro tan informativo como estimulante a debate y polémica.





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