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Sobre los discursos leídos por Campoamor


Juan Valera





Sobre los dicursos leídos ante la Real Academia Española en la recepción pública del señor don Ramón de Campoamor.

Anteayer tuvo lugar este acto solemne, en la casa de la Real Academia, adonde acudió una escogida y numerosa concurrencia.

El nuevo académico leyó su discurso muy bien y con notable desenfado, y todos quedaron complacidísimos de oírle. El discurso del Sr. de Campoamor es sin duda, una obra de gran mérito, siendo la agudeza del ingenio y el brío de la fantasía las calidades que más en ella resplandecen.

En balde pretende el Sr. de Campoamor despojarse de su calidad de poeta para entrar en el oscuro recinto de la metafísica. El poeta vive en el Sr. Campoamor, y vivirá siempre, a despecho de la filosofía. No es la filosofía para él sino la materia de sus producciones poéticas novísimas, el asunto de sus cantos y el argumento de sus ensueños.

Por esto precisamente nos agradó su discurso de anteayer. Si hubiese sido un discurso filosófico, tal vez nos hubiera cansado; pero era una producción poética en prosa, un canto, un ensueño lindísimo, lleno de discreción y hasta de discreteos. Por manera que a las mismas damas, que por lo común aborrecen la metafísica, les cayó anteayer muy en gracia lo que explicaba, con la muchísima que Dios le ha dado, el más ameno, regocijado y simpático de todos los metafísicos que ha habido en el mundo.

Sea como quiera, repetimos que el discurso del señor Campoamor merece la atención y el aplauso de todas las personas de gusto y de los aficionados a la literatura. Pero en él se afirman con inaudito atrevimiento, a par de grandes verdades, notables errores, y nos parece justo impugnar algunos de ellos.

La tesis que el Sr. de Campoamor sostiene, es como sigue: La metafísica limpia, fija y da esplendor al idioma. Tesis verdadera, en nuestro sentir, si se habla de la metafísica divina, de las leyes eternas grabadas por Dios en nuestra alma, y con arreglo a las cuales el hombre espontánea e instintivamente ha creado el lenguaje; pero falsa, si se habla de la metafísica humana, de los sistemas de metafísica que inventan los hombres, los cuales, en vez de limpiar, fijar y hacer esplendorosa el habla, esa creación maravillosa del instinto, suelen echarla a perder, despojándola de imágenes, haciéndola árida y seca, y quitándole, a trueque de alguna claridad y precisión, gran parte de sus halas y adornos, y lo mejor de su frescura, belleza y lozanía.

Los grandes metafísicos no han sido siempre buenos escritores. A menudo los grandes metafísicos han escrito bastante mal, y casi nunca han influido en el habla de una manera muy provechosa. Cierto es que Platón y Aristóteles son elegantísimos prosistas; pero no porque eran metafísicos, sino porque eran poetas, porque comprendían el arte y porque amaban la hermosura. Antes de Aristóteles y antes de Platón había llegado la lengua griega a su mayor grado de excelencia, y por cierto que la metafísica no vino a mejorarla. Después de Platón y después de Aristóteles ni hubo un lírico igual a Píndaro, ni un trágico igual a Sófocles, ni un épico igual a Homero, ni un satírico por el estilo de Aristófanes, ni siquiera historiadores como Tucídides, Jenofonte y el mismo desaliñado aunque pintoresco Herodoto. La metafísica en Grecia pudo, pues, fijar la lengua, pero no limpiarla ni abrillantarla, que, no era, por cierto, ni sucia, ni turbia, la que hablaron los mencionados inmortales autores.

De Italia, de España y de Francia, pudiéramos probar lo propio. Vico, acaso el más eminente metafísico italiano, era menos que mediano, por no decir mal escritor. Nuestros metafísicos españoles escribieron en latín hasta que ya la lengua estuvo limpia, fija y esplendorosa, merced a los poetas, a los prosistas no metafísicos, y a ese gran metafísico instintivo e inconsciente, que se llama pueblo. En Alemania no es exacto que Klopstock deba su desarrollo a Leibnitz. Leibnitz escribió en francés y en latín la mayor y mejor parte de sus obras, y mal pudo haber perfeccionado con ellas la lengua alemana. Kant no la desentecó tampoco, como el Sr. de Campoamor supone. Kant no pudo ser para nadie un modelo de lenguaje, ni de estilo. Kant no escribía bien. A Kant le acontecía lo mismo que a Vico, con ser tan maravillosos metafísicos el uno y el otro.

Las razones de que se vale el Sr. de Campoamor para demostrar la poderosa y bienhechora influencia de la metafísica en el lenguaje, no son más difíciles de invalidar que los hechos que cita. El Sr. de Campoamor, huyendo del sensualismo y del materialismo, va a dar en un extremo de espiritualismo vicioso. Se diría que el Sr. de Campoamor tiene la concupiscencia del espíritu. Con una gracia indecible, con un talento extraordinario, niega casi la experiencia, se burla de las ciencias naturales, y declara que quien no sabe metafísica no sabe nada.

No parece sino que el Sr. de Campoamor o pensaba en el Dr. Mata, a quien cree, quizás con razón, algo materialista, y se va al extremo contrario para hacerle rabiar; o pensaba en el grosero sensualismo tradicionalista de Bonald y de los de su escuela, y para hacerles rabiar, se va también al extremo contrario.

El testimonio de los sentidos, la inducción y la experiencia son medios inadecuados para llegar al conocimiento de la verdad. El que no deduce la ciencia de los altos principios metafísicos, carece de ciencia. Las verdades descubiertas por Copérnico y por Newton, apenas si merecen el nombre de verdades. El Sr. de Campoamor pide perdón a las sombras de estos grandes hombres; pero les trata harto irreverentemente, suponiendo que sabían poco, o que era y es punto menos que indiferente saber lo que ellos sabían.

El misticismo de nuestro ingeniosísimo poeta le lleva por fin a un escepticismo extraordinario. Sólo conocer el ser en su esencia, es saber, dice, pero como la esencia no se conoce, y como el conocimiento de los accidentes nada vale, resulta que nada sabemos, que merezca el trabajo de ser sabido.

Jamás hubo espiritualista más espiritual y más espiritual, que el Sr. de Campoamor. Jamás hubo místico más despreciador de lo contingente y de lo fenomenal, ni más enamorado de lo absoluto y necesario.

No se trasluce bien del discurso del Sr. de Campoamor lo que piensa sobre el origen de las ideas; pero se debe presumir que las hace derivar en su mayor parte de lo absoluto, con quien directamente comunicamos por el espíritu, y de las formas mismas del entendimiento. Lo que viene al alma por los sentidos debe entrar por poco en la cuenta del Sr. de Campoamor. Hay más aún; desechando este audaz metafísico los datos de la experiencia, es probable que estime poco la psicología, y que la base de su sistema sea una ontología ideal, construida a priori con los primeros principios, que están en el yo, o mejor dicho, que pasan inmediatamente al yo desde lo absoluto.

No considerando de esta suerte al Sr. de Campoamor, no acertamos a explicarnos su desprecio hacia las ciencias físicas, y aún hacia la metafísica inductiva. Newton era un admirable metafísico de este género, y sin embargo, el Sr. de Campoamor le menosprecia.

Elevándose Newton desde la ley de la gravitación universal y el conocimiento sublime de la mecánica de los mundos, al Supremo Hacedor que ha impuesto estas leyes, y que lo ha ordenado todo con un orden sapientísimo, prueba la existencia de Dios y nos da razón de sus atributos, penetrando en su esencia hasta donde es posible que penetre la flaca razón humana, y componiendo una teodicea racional superior a cuanto habían ideado, discurrido o inventado todos los metafísicos a priori que le precedieron en la historia. Clarke, discípulo de Newton, el naturalista, el filósofo experimental, el astrónomo, impugna victoriosamente con la teodicea de Newton el panteísmo de Spinoza, el metafísico a priori, según deben ser los metafísicos para que le gusten al Sr. de Campoamor. Si Voltaire, a pesar de su afán de destruir todas las creencias, y de su prurito de acabar con la fe del alma humana, se detiene al borde del abismo, y afirma la existencia de un Dios personal, providente, sabio, conservador y legislador del Universo, juez y padre amoroso del humano linaje, a la metafísica inductiva de Newton se lo debe. Si Voltaire hubiera estudiado sólo la metafísica, verdaderamente metafísica de Descartes, Mallebranche y Spinoza, Voltaire hubiera sido ateo. Todo filósofo del siglo XVIII hubiera sido ateo, sin la metafísica newtoniana; todo filósofo racionalista de nuestra edad estaría con razón tachado de panteísmo, sin la influencia saludable de esa misma metafísica que el Sr. de Campoamor desprecia. Hasta los mismos errores de la teodicea de Newton, si en materia tan alta y hablando de sujeto tan profundo, se deben llamar errores los que tal vez no sean sino atrevimientos de expresión, concurren a hacer más poderosa en el alma la creencia en el Ser infinito, cuya existencia, cuya omnisciencia y cuya providencia Newton defiende. Nadie como este gran filósofo ha explicado, o si no ha explicado ha orillado la dificultad de hacer del mundo una cosa real y existente aparte de Dios, sin destruir la infinidad de Dios, al limitarla con esas mismas criaturas suyas.

En cuanto a Copérnico, confesamos que no se elevó a tan altas concepciones; que fue sólo un mero astrónomo: pero jamás hubo metafísico que trajese al mundo con su sistema, mayor perturbación moral, metafísica y aún religiosa, que la que produjo Copérnico, con el sistema que lleva su nombre. Pablo III, al aceptar la dedicatoria de su libro, dio muestra de la más extraordinaria confianza en la razón de la fe, superior a toda razón, y en la vida inmortal de la religión cristiana, que no podrá acabar nunca, y que saldrá victoriosa de todas las pruebas.

Todas las metafísicas inventadas hasta el día en que Copérnico paró el sol, y todas las religiones hasta entonces creídas, menos la cristiana, que debía triunfar al fin de todas las contradicciones, vacilaron entonces en sus profundísimos cimientos. Parado el sol, girando en torno de él la tierra, y convertidas las estrellas en otros tantos soles, centros de infinitos mundos, quedó reducido y menoscabado este en que habitamos, y el hombre, que antes imaginaba que todo había sido creado para él y que él era el motivo de todo, hubo de conformarse con ser un ente mezquinísimo y miserable, habitador de uno de los globos más feos y ruines que pueden imaginarse, y como arrinconado, y despreciado, y dejado de la mano de Dios, en un extremo oscuro de la inmensidad infinita, donde hay soles más luminosos y grandes que este que nos alumbra, y planetas más hermosos, más regulares, con más lunas y con más orden y belleza en ellos mismos que el nuestro.

El trastorno metafísico que el sistema de Copérnico, una vez vulgarizado, hubo de producir en las ideas, ya comprenderá el Sr. de Campoamor que fue más eficaz y poderoso que el que pueden producir todos los sistemas metafísicos, juntas en una sus fuerzas.

Pero dejando esto a un lado (porque ya quedan, en nuestro sentir, demostrados hasta la evidencia la importancia, el influjo y el poder de las ciencias físicas en la metafísica), volvamos a la cuestión del lenguaje.

La metafísica es cierto que se ocupa en investigar el cómo y el por qué del lenguaje; pero el cómo y el por qué del lenguaje no está en la metafísica que inventan los hombres. No es el lenguaje arbitrario y convencional, como en la página 24 asegura el Sr. de Campoamor, sino nacido, fatal o necesariamente, de la misma naturaleza del pueblo que le habla, como en la página 20 parece afirmar el mismo Sr. de Campoamor cuando dice: mostradme el idioma de una nación y os diré cuál es su carácter. Siendo, pues, el lenguaje tan consustancial con el ser del pueblo que le habla, el lenguaje es obra instintiva, es una emanación natural del espíritu del pueblo, y no es una colección de signos arbitrarios y convencionales, que un metafísico cualquiera puede arreglar, limpiar, pulir, trocar y modificar a su antojo.

Fuera de estas contradicciones y de estos errores, que en su amor de las sutilezas y paradojas sostiene el señor de Campoamor, ¿quién ha de negar que su discurso es bellísimo y que es un dechado de ingenio, de gracia y de primores de estilo, ya que no lo sea de filosofía? Tal vez si el Sr. de Campoamor fuese más filósofo y menos poeta, no escribiría tan bien como escribe. Balmes, que era más que mediano filósofo escribía bastante mal, con perdón sea dicho, y Donoso Cortés, que tenía poco de filósofo, era un escritor elocuentísimo y admirable.

Ya ve el Sr. Campoamor que le imitamos algo en lo atrevidos, tratando a Balmes y a Donoso tan cavaliérement como él ha tratado a Newton y a Copérnico.

Estamos escribiendo a escape estas mal hiladas observaciones, y no hay tiempo para detenerse en dibujos si ha de aparecer hoy en El Contemporáneo este desaliñado artículo.

Pero antes de terminar, no podemos dejar de decir al Sr. de Campoamor que no le perdonamos el que convierta en psicólogo a Cervantes, y el que le haga rival de Cartesio, o más bien su predecesor en el invento del famoso entimema. Muy agudo, muy discreto es el sofisma de que se vale el Sr. de Campoamor; pero no es más que un sofisma.

De todos modos se ha de confesar que el discurso, de nuevo académico, no sólo es bello, sino original, inaudito y sobre todo, ameno. Envíele el Sr. de Campoamor a Alemania, donde le auguramos que ha de tener un éxito asombroso. Aquellos sabios, tan serios y tan de buena fe, tomarán por lo serio todas las sutilezas, discreteos y fantasías del Sr. de Campoamor, que es amigo de broma, y no faltarán entre ellos algunos que le sigan y que formen escuela o secta de sus doctrinas ultra-espiritualistas.

Contestó al Sr. de Campoamor el Excmo. Sr. Marqués de Molins, y fue la contestación digna de la persona que la daba. Difícil es imaginar nada más discreto ni más elegante. El merecido elogio que hizo el señor marqués de las poesías del Sr. de Campoamor está escrito con un talento y con un juicio que verdaderamente honran mucho, así a quien da el elogio, como a quien le recibe.

Todos cuantos asistieron a la Academia salieron deshaciéndose en alabanzas de los dos discursos, a cual más ingenioso, que acababan de oír.

Si no estuviésemos hoy muy de priesa y más premiosos y menos dispuestos a escribir que de costumbre, hubiéramos puesto otro orden y otra claridad en lo que ya va escrito, y aún seguiríamos analizando algo del discurso del Sr. Marqués de Molins, aunque no mostraríamos opiniones tan opuestas a las suyas, como las que tenemos y hemos mostrado en oposición al autor de las Doloras y de los Ayes del alma, en quien, por otra parte, reconocemos y estimamos un excelente poeta y un prosista desenfadado, ingeniosísimo, humorístico y fácil; de todo lo cual le debe más a la poesía al arte que a esa metafísica que tanto pondera.





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